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lunes, 14 de julio de 2008

WILLIAM WILSON -- EDGAR ALLAN POE

WILLIAM WILSON
EDGAR ALLAN POE

_
¿Qué decir de ella? ¿Qué decir (de la) torva
conciencia, ese espectro en mi camino?
CAMBERLAYNE, PHARRONIDA
_
Permitid que, por el momento, me presente como William Wilson. La página
inmaculada que tengo ante mí, no debe ser manchada con mi verdadero
nombre. Éste ya ha sido exagerado objeto del desprecio -del horror-, del odio
de mi estirpe. ¿Los vientos indignados, no han esparcido su incomparable
infamia por las regiones más distantes del globo? ¡Oh, paria, el más
abandonado de todos los parias! ¿No estás definitivamente muerto para la
tierra? ¿No estás muerto para sus honores, para sus flores, para sus doradas
ambiciones? Y una nube densa, lúgubre, ¡limitada ¿no cuelga eternamente
entre tus esperanzas y el cielo?
Aunque pudiese, no quisiera registrar hoy, ni aquí, la narración de mis últimos
años de indecible desdicha y de crimen imperdonable. Esa época -esos años
recientes- llegaron repentinamente al colmo de la depravación cuyo origen es
lo único que en el presente me propongo señalar. Por lo general los hombres
caen gradualmente en la bajeza. En mi caso, en un sólo instante, toda virtud se
desprendió de mi cuerpo como si fuera un manto. De una maldad
comparativamente trivial, pasé, con la zancada de un gigante, a enormidades
peores que las de un Heliogábalo. Acompañadme en el relato de la
oportunidad, del único acontecimiento que provocó una maldad semejante. La
muerte se acerca, y la sombra que la precede ha ejercido un influjo
tranquilizador sobre mi espíritu. Al atravesar el valle en penumbras, anhelo la
comprensión -casi dije la piedad- de mis semejantes. Desearía que creyeran
que, en cierta medida, he sido esclavo de circunstancias que exceden el control
humano. Desearía que, en los detalles que estoy por dar, buscaran algún
pequeño oasis de fatalidad en un erial de errores. Desearía que admitieran -y
no pueden menos que hacerlo- que aunque hayan existido tentaciones
igualmente grandes, el hombre no ha sido jamás así tentado y, sin duda, jamás
así cayó. ¿Será por eso que nunca sufrió de esta manera? En realidad, ¿no
habré vivido en un sueño? ¿No me muero ahora víctima del horror y del
misterio de las más enloquecidas visiones sublunares?
Soy descendiente de una estirpe cuya imaginación y temperamento fácilmente
excitable la destacó en todo momento; y desde la más tierna infancia di
muestras de haber heredado plenamente e carácter de la familia. A medida que
avanzaba en años, ese carácter se desarrolló con más fuerza y se convirtió por
muchos motivos en causa de grave preocupación para mis amigos, y de
acusado perjuicio para mí. Crecí con voluntad propia, entregado a los más
extravagantes caprichos, y víctima de las más incontrolables pasiones. Pobres
de espíritu, mentalmente débiles y asaltados por enfermedades
constitucionales análogas a las mías, mis padres poco pudieron hacer para
contener las malas predisposiciones que me distinguían. Algunos esfuerzos
flojos y mal dirigidos terminaron en un completo fracaso para ellos y,
naturalmente, en un triunfo total para mí. De allí en adelante mi voz fue ley en
esa casa; y a una edad en que pocos niños han abandonado los andadores,
quedé a merced de mi propia voluntad y me convertí, de hecho, si no de
derecho, en dueño de mis actos.
Mis más tempranos recuerdos de la vida escolar se relacionan con una casa
isabelina, amplia e irregular en un pueblo de Inglaterra, cubierto de niebla,
donde se alzaban innumerables árboles nudosos y gigantescos, y donde todas
las casas eran excesivamente antiguas. En verdad, esa vieja y venerable
ciudad era un lugar de ensueño, propicio para la paz del espíritu. En este
mismo momento, en mi fantasía, percibo el frío refrescante de sus avenidas
profundamente sombreadas, inhalo la fragancia de sus mil arbustos, y me
vuelvo a estremecer con indefinible deleite ante el sonido hueco y profundo de
la campana de la iglesia que quebraba, cada hora, con su hosco y repentino
tañido, el silencio de la melancólica atmósfera en la que el recamado
campanario gótico se engastaba y dormía.
Tal vez el mayor placer que me es dado alcanzar hoy en día sea el demorarme
en recuerdos de la escuela y todo lo que con ella se relaciona. Empapado
como estoy por la desgracia -una desgracia, ¡ay! demasiado real- se me
perdonará que busque alivio, aunque leve y efímero en la debilidad de algunos
detalles por vagos que sean. Esos detalles, triviales y hasta ridículos en sí
mismos, asumen en mi imaginación una extraña importancia por estar
relacionados con una época y un lugar en donde reconozco la presencia de las
primeras ambiguas admoniciones del destino que después me envolvieron tan
completamente en su sombra. Permitidme, entonces, que recuerde.
Ya he dicho que la casa era antigua e irregular. Se erguía en un terreno
extenso y un alto y sólido muro de ladrillos, coronado por una capa de cemento
y de vidrios rotos, rodeaba la propiedad. Esta muralla, semejante a la de una
prisión, era el límite de nuestros dominios; lo que había más allá sólo lo
veíamos tres veces por semana: una vez los sábados a la tarde cuando,
acompañados por dos preceptores, se nos permitía realizar un breve paseo en
grupo a través de alguno de los campos vecinos; y dos veces durante el
domingo, cuando marchábamos de modo igualmente formal a los servicios
matinales y vespertinos de la iglesia del pueblo. El director de la escuela era
también el pastor de la iglesia. ¡Con qué profunda sorpresa y perplejidad lo
contemplaba yo desde nuestros bancos lejanos, cuando con paso solemne y
lento subía al púlpito! Ese hombre reverente, de semblante tan modestamente
benigno, de vestiduras tan brillosas y clericalmente ondulantes, de peluca
minuciosamente empolvada, rígida y enorme... ¿podía ser el mismo que poco
antes, con rostro amargo y ropa manchada de rapé, administraba, férula en
mano, las leyes draconianas de la escuela? ¡Oh, gigantesca Paradoja,
demasiado monstruosa para tener solución!
En un ángulo de la voluminosa pared rechinaba una puerta aun más
voluminosa. Estaba remachada y tachonada con tomillos de hierro y coronada
con picas dentadas del mismo metal. ¡Qué impresión de profundo temor
inspiraba! Nunca se abría, salvo para las tres salidas y regresos mencionados;
por eso, en cada crujido de sus enormes goznes encontrábamos la plenitud del
misterio, un mando de asuntos para solemnes comentarios o para aun más
solemnes meditaciones.
El extenso muro era de forma irregular, con abundantes recesos espaciosos.
De éstos, tres o cuatro de los más grandes constituían el campo de juegos. El
piso estaba nivelado y cubierto de grava fina y dura. Recuerdo bien que no
tenía árboles, ni bancos, ni nada parecido. Por supuesto que quedaba en la
parte posterior de la casa. En el frente había un pequeño cantero, plantado con
boj y otros arbustos; pero a través de esta sagrada división sólo pasábamos en
contadas ocasiones, como el día de llegada o el de partida del colegio o quizás,
cuando algún padre o amigo nos pasaba a buscar y nos íbamos alegremente a
disfrutar de la Navidad o de las vacaciones de verano a nuestras casas.
¡Pero la casa! ¡Qué extraño era aquel viejo edificio! y para mí, ¡qué palacio
encantado! Realmente sus recovecos eran infinitos, así como sus
incomprensibles subdivisiones. En cualquier momento resultaba difícil afirmar
con seguridad en cuál de sus dos pisos nos hallábamos.
Entre un cuarto y otro siempre había tres o cuatro escalones que subían o
bajaban. Además, las alas laterales eran innumerables -inconcebibles- y
volvían de tal modo sobre sí mismas que nuestras ideas más exactas con
respecto a la casa en sí, no diferían demasiado de las que teníamos sobre el
infinito. Durante los cinco años de mi residencia, nunca pude cerciorarme con
precisión de en qué remoto lugar estaban situados los pequeños dormitorios
que nos habían asignado a mí y a otros dieciocho o veinte alumnos.
El aula era el cuarto más grande de la casa -y desde mi punto de vista- el más
grande del mundo entero. Era muy largo, angosto y desconsoladoramente bajo,
con puntiagudas ventanas góticas y cielo raso de roble. En un ángulo remoto y
aterrorizante había un cerramiento cuadrado de unos ocho o diez pies, allí se
encontraba el sanctum donde rezaba "entre una clase y otra" de nuestro
director, el reverendo doctor Bransby. Era una estructura sólida, de puerta
maciza, y antes de abrirla en ausencia del "dómine" hubiéramos preferido morir
por la peine forte et dure. En otros ángulos había dos cerramientos similares
sin duda mucho menos reverenciados, pero no por eso menos motivo de terror.
Uno de ellos era la cátedra del preceptor "clásico", otro el correspondiente a
"inglés y matemáticas". Dispersos por el salón, entrecruzados en interminable
irregularidad había innumerables bancos y pupitres, negros, viejos, carcomidos
por el tiempo, tapados por pilas de libros manoseados, y tan cubiertos de
iniciales, nombres completos, figuras grotescas y otros múltiples esfuerzos del
cortaplumas, que habían perdido lo poco que en lejanos días les quedaba de
su forma original. En un extremo del salón había un inmenso balde de agua, y
en el otro un reloj de formidables dimensiones.
Encerrado entre las macizas paredes de esta venerable academia, pasé sin
tedio ni disgustos los años del tercer lustro de mi vida.
El fecundo cerebro de la infancia no requiere que lo ocupen o diviertan los
sucesos del mundo exterior; y la monotonía aparentemente lúgubre de la
escuela estaba repleta de excitaciones más intensas que las que mi juventud
obtuvo del lujo, o mi edad madura del crimen. Sin embargo debo creer que mi
primitivo desarrollo mental ya salía de lo común... y hasta tenía mucho de
outré. Por lo general, los acontecimientos de la infancia no dejan un recuerdo
definido en el hombre maduro. Todo se parece a una sombra grisácea, -un
recuerdo débil e irregular- una evocación indistinta de pequeños placeres y
fantasmagóricos dolores. Pero en mi caso no es así. En la infancia debo haber
sentido con la energía de un hombre lo que ahora encuentro estampado en mi
memoria con imágenes tan vívidas, tan profundas y tan duraderas como los
exergos de las medallas cartaginesas.
Y sin embargo -desde un punto de vista mundano- ¡qué poco había allí para
recordar! Despertar por la mañana, el llamado nocturno a acostarse, los
estudios, los recitados; las vacaciones periódicas y los paseos; el campo de
juegos con sus peleas, sus pasatiempos, sus intrigas... todo eso que por obra
de un hechizo mental tota ente olvidado después, llegaba a abarcar una
multitud de sensaciones, un mundo de ricos incidentes, un universo de
variadas emociones, de la más apasionada y entusiasta excitación. "¡Oh, le bon
temps, que ce siècle de fer!"
En verdad, el ardor, el entusiasmo y mi naturaleza imperiosa pronto me
destacaron de mis condiscípulos y suave, pero naturalmente fui ganando
ascendiente sobre todos los que no eran mucho mayores que yo; sobre todos...
con una única excepción. La excepción fue un alumno que sin ser pariente mío,
llevaba mi mismo nombre y apellido; una circunstancia poco destacable porque
pese a mi ascendencia noble, el mío era uno de. esos apellidos comunes que,
desde tiempos inmemoriales, parecen haber pasado a ser propiedad de la
plebe. En este relato me he denominado William Wilson, nombre ficticio, pero
no muy distinto del verdadero. Sólo mi tocayo, entre los que según la
fraseología del colegio formaban nuestro "grupo" se atrevía a competir conmigo
en el estudio, -en los deportes y rencillas del campo de juegos- negándose a
creer ciegamente en mis afirmaciones y a someterse a mis deseos... en una
palabra, pretendía oponerse a mi arbitraria dictadura. Si existe en la tierra un
despotismo supremo e ¡limitado es el despotismo que ejerce en la juventud,
una mente superior sobre los espíritus menos enérgicos de sus compañeros.
La rebeldía de Wilson era para mí una fuente de la mayor perplejidad; tanto
más cuando pese a la bravuconería con que trataba en público tanto a él como
a sus pretensiones, secretamente le temía y no podía menos que pensar que la
igualdad que mantenía conmigo tan fácilmente era una prueba de su verdadera
superioridad; porque no ser superado me costaba una lucha permanente. Sin
embargo esa superioridad -y aún esa igualdad- en realidad nadie más que yo la
reconocía; nuestros compañeros, por una inexplicable ceguera, ni siquiera
parecían sospecharla. Lo cierto es que su competencia, su resistencia y sobre
todo su impertinente y tozuda interferencia en mis propósitos, eran tan
dolorosas como poco evidentes. Era como si careciera tanto de la ambición
que estimula, como de la apasionada energía mental que me permitía
destacarme. Parecía que su rivalidad sólo se debía al caprichoso deseo de
contradecirme, asombrarme o mortificarme; aunque había momentos en que yo
no podía menos que observar, con una mezcla de asombro, humillación y
resentimiento, que Wilson mezclaba sus injurias, sus insultos o sus
contradicciones con un muy inapropiado y sin duda inoportuno modo afectuoso.
Yo sólo podía concebir ese singular comportamiento como el producto de una
consumada suficiencia que adoptaba el tono vulgar de la condescendencia y la
protección.
Quizás fuera este último rasgo en la conducta de Wilson, junto con nuestros
nombres idénticos y la simple coincidencia de haber ingresado el mismo día en
la escuela lo que, entre los alumnos de los cursos superiores, dio pábulo a la
idea de que éramos hermanos. Porque los estudiantes mayores, por lo general,
no se informan en detalle de los asuntos de los menores. Ya he dicho, o debí
decir, que Wilson no estaba, m remotamente emparentado con mi familia. Pero
con seguridad, de haber sido hermanos, hubiéramos sido mellizos; porque
después de egresar de la escuela del doctor Bransby, me enteré por
casualidad de que mi tocayo había nacido el diecinueve de enero de 1913 y
esta es una coincidencia bastante notable, pues se trata precisamente del día
de mi natalicio.
Tal vez parezca extraño que, pese a la continua ansiedad que me causaban la
rivalidad de Wilson y su intolerable espíritu de contradicción, de alguna manera
no podía resolverme a odiarlo. Sin duda, casi todos los días manteníamos una
discusión en la que me cedía públicamente la palma de la victoria, aunque de
alguna manera me hacía sentir que era él quien la merecía; sin embargo, una
sensación de orgullo de mi parte, y una gran dignidad de la suya, nos mantenía
siempre en lo que se ha dado en llamar "buenas relaciones", mientras en
muchos aspectos nuestros temperamentos congeniaban, despertando en mí un
sentimiento que sólo nuestras respectivas posturas impedían que madurara en
amistad. Me resulta verdaderamente difícil definir, y aun describir mis
verdaderos sentimientos hacia él. Eran una mezcla abigarrada y heterogénea;
cierta petulante animosidad, que no llegaba a ser odio, cierta estima, un
respeto mayor aun, mucho temor y un mundo de inquietante curiosidad. Para
los moralistas, será innecesario agregar, además, que Wilson y yo éramos
compañeros inseparables.
Sin duda esta anómala relación que existía entre nosotros era lo que me
llevaba a atacarlo (y los ataques eran muchos, francos o en cubiertos) por
medio de la burla o de las bromas pesadas (que duelen aunque parezcan una
simple diversión) en lugar de convertirse en una seria y decidida hostilidad.
Pero mis esfuerzos en ese sentido no siempre resultaban exitosos, aunque
concibiera mis planes cor mucha astucia; porque el carácter de mi tocayo
poseía esa modesta y silenciosa austeridad del que, aunque goce de sus
propias bromas afiladas, no posee en sí mismo un talón de Aquiles y se niega
totalmente a ser objeto de una burla. Sólo pude encontrarle un punto
vulnerable, debido a una peculiaridad de su persona y ocasionado quizá por
una enfermedad constitucional, que hubiese relegado a cualquier otro
antagonista menos exasperado que yo; mi rival tenía un defecto en las cuerdas
vocales que le impedía levantar la voz más allá de un susurro apenas audible.
Y yo no dejé de aprovechar las pobres ventajas que ese defecto me
proporcionaba.
Las represalias de Wilson eran muchas; pero había una que me Perturbaba
más allá de toda medida. Jamás pude saber cómo descubrió con tanta
sagacidad que algo tan insignificante me ofendería; Pero una vez que lo supo,
no dejó de asestármela. Yo siempre había experimentado aversión por mi poco
elegante apellido y ni nombre de pila tan común que era casi plebeyo. Esos
nombres eran veneno Para mis oídos y cuando, el día de mi llegada, se
presentó un segundo William Wilson en la academia, me indigné con él por
llevar tal nombre y me disgusté doblemente con el apellido debido a que lo
llevaba un extraño el cual sería motivo de una doble repetición, que estaría
constante en mi presencia y cuyas actividades en la rutina del colegio, a causa
de esa odiosa coincidencia, muchas veces serían confundidas con las mías.
Este sentimiento de vejación así engendrado fue creciendo con cada
circunstancia que tendiera a revelar un parecido moral o físico entre mi rival y
yo. Entonces todavía no había descubierto el hecho notable de que fuésemos
de la misma edad, pero noté que éramos de la misma estatura y percibí una
singular semejanza en nuestras facciones y aspecto físico. También me
amargaba que entre los alumnos de las clases superiores se rumoreara que
éramos parientes. En una palabra, nada podía molestarme más (aunque lo
disimulara escrupulosamente) que cualquier alusión a un parecido intelectual,
personal o familiar entre nosotros. Pero en realidad no tenía motivos para creer
que (con excepción de un parentesco y en el caso del mismo Wilson) que estas
similitudes fueran comentadas u observadas siquiera por nuestros
compañeros. Me resultaba evidente que él las observaba en todos sus
aspectos y con tanta claridad como yo; pero que en tales circunstancias
hubiera sido capaz de descubrir tan fructífero campo de ataque, sólo puede ser
atribuible, como ya dije, a su extraordinaria perspicacia.
Su táctica consistía en perfeccionar una imitación de mi persona, tanto en
palabras como en hechos y Wilson desempeñaba admirablemente su papel. Mi
forma de vestir era fácil de copiar; se apropió sin dificultad de mi manera de
caminar y de mis actitudes, y a pesar de su defecto constitucional, ni siquiera
mi voz escapó a su imitación. Por supuesto que no intentaba imitar mis tonos
más fuertes, pero la tonalidad general de mi voz era idéntica; y su extraño
susurro llegó a convertirse en el eco mismo de mi voz.
No me aventuraré a describir hasta dónde me exasperaba este minucioso
retrato (porque con justicia no podía tildarse de caricatura). Me quedaba un
consuelo: por lo visto era el único que notaba la imitación y sólo tenía que
soportar las sonrisas cómplices y misteriosamente sarcásticas de mi tocayo.
Satisfecho de haber provocado en mí el efecto esperado, parecía reír en
secreto por el aguijón que acababa de clavarme y desdeñaba el aplauso
general que fácilmente podría haber obtenido con sus astutas maniobras.
Durante muchos meses fue un enigma indescifrable para mí que la totalidad del
colegio no advirtiera sus designios, no percibiera sus intenciones, ni
comprobara su cumplimiento, y participara de su burla. Tal vez la gradación de
su máscara la hizo menos perceptible; o posiblemente debí mi seguridad a la
maestría del imitador que desdeñando la letra (que es todo lo que ven los
obtusos en una pintura) sólo ofrecía en pleno el espíritu del original para mi
contemplación y tormento.
Ya he hablado más de una vez del desagradable aire protector que Wilson
asumía con respecto a mí, y de sus frecuentes y oficiosas interferencias que se
interponían en mi voluntad. Esta interferencia muchas veces adoptaba la
desagradable forma de un consejo, consejo más insinuado que abiertamente
ofrecido. Yo lo recibía con una repugnancia que se fue acentuando con los
años. Y sin embargo, en este día tan lejano, permítaseme el acto de justicia de
reconocer que no recuerdo ocasión alguna en la que las sugerencias de mi
rival me incitaran a los errores o tonterías tan habituales en esa edad inmadura
e inexperta: si no su talento, o su sabiduría mundana por lo menos su sentido
moral y su sensatez eran mucho más agudos que los míos; y hoy en día, yo
hubiera podido ser un hombre mejor, y por lo tanto más feliz, de haber
rechazado con menos frecuencia los consejos encerrados en esos susurros
que en ese momento odiaba cordialmente y despreciaba con amargura.
Como sea, acabé por impacientarme en extremo ante esa desagradable
supervisión y cada día me sentía más agraviado por lo que consideraba su
intolerable arrogancia. He dicho ya que durante nuestros primeros años de
relación como condiscípulos, mis sentimientos hacia Wilson bien podrían haber
madurado en una amistad; pero en los últimos meses de mi residencia en la
academia, aunque su impertinencia hubiera disminuido, sin duda, en alguna
medida, mis sentimientos se trocaron, en similar proporción; en odio más
profundo. Creo que en una ocasión él lo percibió, y desde entonces, me evitó, o
simuló evitarme.
Si mal no recuerdo, en esa misma época, tuvimos un violento altercado durante
el que Wilson perdió la calma hasta un punto mayor que otras veces, y habló y
actuó con una franqueza nada común en su carácter. En ese momento
descubrí, o creí descubrir, en su tono, en su aire, y en su apariencia general
algo que al principio me sorprendió y luego me interesó profundamente,
trayendo a mi recuerdo veladas visiones de mi primera infancia: vehementes,
confusos y tumultuosos recuerdos de un tiempo en que la memoria misma aún
no había nacido. Sólo logro describir la sensación que me oprimía diciendo que
me resultó difícil rechazar la convicción de haber estado vinculado en alguna
época muy lejana con ese ser que permanecía de pie ante mí... una vinculación
en algún punto infinitamente remoto del pasado. Sin embargo la ilusión se
desvaneció con la misma rapidez con que había llegado, y si la refiero es para
precisar el día en que mantuve la última conversación con mi extraño tocayo en
la academia.
La enorme casa vieja, con sus innumerables subdivisiones, tenía varios cuartos
contiguos de gran tamaño donde dormía la mayoría de los estudiantes. Como
sucede inevitablemente en un edificio tan mal proyectado, había asimismo una
cantidad de cuartos de menor tamaño, verdaderas sobras de la estructura, y
que el ingenio económico del doctor Bransby también había habilitado como
dormitorios; pese a que por su tamaño tan reducido no pudieran alojar más que
a un sólo individuo. Wilson ocupaba uno de esos cuartos pequeños.
Una noche, hacia el final de mi quinto año en la escuela e inmediatamente
después del altercado que acabo de mencionar, cuando todos dormían, me
levanté, y lámpara en mano me interné por interminables pasillos angostos
rumbo al dormitorio de mi rival. Hacía mucho que planeaba hacerle una de
esas perversas bromas pesadas, hasta ese momento siempre infructuosas.
Tenía intenciones de llevar a cabo de inmediato mi plan, y decidí que Wilson
percibiera toda su milicia Al llegar a su cuarto, entré en silencio, y dejé afuera la
lámpara cubierta con una pantalla. Avancé un paso y escuché el sonido de su
respiración tranquila. Seguro de que dormía, volví a tomar la lámpara y me
aproximé con ella a la cama. Esta se hallaba rodeada de pesadas cortinas;
siguiendo con mi plan, las aparté con lentitud y en silencio hasta que rayos de
luz iluminaron de golpe al durmiente, mientras mis ojos se clavaban en su cara.
Lo miré, e instantáneamente quedé petrificado, helado. Respiré con dificultad,
me temblaban las rodillas y mi espíritu era presa de un horror sin sentido, pero
intolerable. Jadeando, aproximé aún más la lámpara a su cara. ¿Eran esos...
ésos, los rasgos de William Wilson? Veía, sin duda que eran los suyos, pero
me estremecía como presa de un ataque de fiebre al imaginar que no lo eran.
¿Qué había en ellos para confundirme de tal manera? Lo miré fijo mientras mi
cerebro era presa de un torbellino de pensamientos incoherentes. No era esa
su apariencia -seguramente no era ésa- cuando estaba despierto. ¡El mismo
nombre! ¡La misma figura! ¡El mismo día de llegada a la academia! ¡Y después
su obstinada e insensata imitación de mi manera de caminar, mi voz, mis
costumbres y actitudes! ¿Estaría en verdad, dentro de los límites de las
posibilidades humanas que lo que ahora veía fuese meramente el resultado de
su constante y sarcástica imitación? Despavorido y cada vez más tembloroso
apagué la lámpara, salí en silencio del cuarto y abandoné en el acto los
salones de esa vieja academia a la que no regresaría jamás
Después de pasar algunos meses holgazaneando en casa, me hallé convertido
en un estudiante de Eton. El breve intervalo transcurrido bastó para debilitar el
recuerdo de los acontecimientos ocurridos en la academia del doctor Bransby,
o por lo menos para modificar los sentimientos que esos recuerdos me
inspiraban. La verdad -la tragedia- del drama, ya no existían. Ahora podía
dudar de la evidencia de mis sentidos, y las pocas veces que recordaba el
episodio me sorprendían los extremos a que puede llegar la credulidad humana
y sonreía ante la fuerza de la imaginación que poseía por herencia. Dado el
género de vida que empecé a llevar en Eton era lógico que este escepticismo
no decreciera. El vórtice de locura irreflexiva en el que inmediata y
temerariamente me sumergí, barrió con todo lo que no fuera el pasado reciente
ahogando de inmediato toda impresión sólida o seria y dejando en mi recuerdo
tan sólo las cosas más triviales de mi vida anterior.
No deseo, sin embargo, trazar aquí el curso de este miserable libertinaje, un
libertinaje que desafiaba las leyes y eludía la vigilancia de la institución.
Transcurrieron tres años de locura que no me dejaron ningún provecho, sino
que arraigaron en mí los vicios y, de manera insólita, aumentaron mi estatura
corporal. En ese tiempo, después de una semana de tonta disipación, invité a
un grupo de los estudiantes más disolutos a una orgía secreta en mis
habitaciones. Nos encontramos ya avanzada la noche, porque nuestra orgía
debía prolongarse fielmente hasta la mañana. Corría con libertad el vino, y no
faltaban otras seducciones tal vez más peligrosas; cuando el gris de la aurora
apenas se perfilaba en el este, nuestro extravagante delirio estaba en su punto
más alto. Excitado hasta la locura por las cartas y el alcohol, yo insistía en un
brindis especialmente blasfemo cuando de repente atrajo mi atención la puerta
que se entreabría con violencia, y la voz ansiosa de un criado. Decía que una
persona me reclamaba con desesperada urgencia en el vestíbulo.
Salvajemente excitado por el vino, la inesperada interrupción me alegró en
lugar de sorprenderme. Salí tambaleante y en pocas pasos estuve en el
vestíbulo del edificio. En ese lugar, estrecho y bajo, no había lámpara, y sólo la
pálida claridad del amanecer se abría paso por la ventana semicircular. Al
transponer el umbral percibí la presencia de un joven casi de mi misma
estatura, que vestía una bata de casimir blanco, cortada al nuevo estilo, como
la que llevaba yo puesta en ese momento. La débil luz me permitió percibirlo,
pero no alcancé a distinguir los rasgos de su cara. Al verme entrar, vino
presuroso a mi encuentro y tomándome del brazo con un gesto de petulante
impaciencia, me murmuró al oído las palabras:
-¡William Wilson!
Recuperé en el acto la sobriedad.
En los modales del desconocido, y en el temblor de su dedo suspenso entre
mis ojos y la luz, había algo que me llenó de indescriptible asombro; pero no
fue eso lo que me conmovió con mayor violencia. Fue la solemne admonición
que contenían aquellas palabras sibilantes pronunciadas en voz baja y singular;
y por sobre todo, fue el carácter, el tono, el sonido de esas sílabas escasas,
simples y familiares, pero susurradas, que llegaban a mí con mil turbulentos
recuerdos de días pasados, y que golpearon mi alma con el impacto de una
batería galvánica. Antes de que pudiera recobrar el uso de mis facultades, mi
visitante había desaparecido.
Aunque ese acontecimiento tuvo un vívido efecto sobre mi imaginación, fue
también un efecto pasajero. Durante una semana me ocupé en hacer toda
clase de investigaciones o me dejé envolver en una nube de especulaciones
morbosas. No pretendí ocultar a mi percepción la identidad del singular
individuo que con tanta perseverancia se inmiscuía en mis asuntos y que me
acosaba con sus insinuados consejos. ¿Pero quién era y qué era ese Wilson?
¿De dónde venía? ¿Cuáles eran sus propósitos? Me resultó imposible
encontrar una respuesta satisfactoria a estas preguntas; sólo alcancé a
averiguar que un repentino accidente familiar lo obligó a abandonar la
academia del doctor Bransby el mismo día de mi huida. Pero poco tiempo
después dejé de pensar en el asunto; mi atención estaba completamente
absorbida por el proyecto de ingresar en Oxford. Hacia allí pronto me trasladé;
mis padres, en su irreflexiva vanidad, me proporcionaron un vestuario Y una
pensión anual que me permitirían disfrutar a mi antojo del lujo, ya tan caro a mi
corazón, y rivalizar en despilfarro con los más altivos herederos de los más
opulentos ducados de Gran Bretaña.
Excitado por tantos medios para fomentar el vicio, mi temperamento se
desbordó con renovado ardor, y en la loca infatuación de mis francachelas,
mancillé las más elementales normas de decencia. Pero sería absurdo
detenerme en los detalles de mis extravagancias. Baste decir que fui más
despilfarrador que el mismo Herodes, y que dando nombre a una multitud de
nuevas locuras, agregué un apéndice nada breve al largo catálogo de vicios
entonces habituales en la más disoluta universidad de Europa.
Sin embargo resultaba casi increíble que pese a haber caído tan bajo
mancillando mi condición de caballero, hubiera de llegar a familiarizarme con el
vil arte del jugador profesional y que, habiéndome convertido en adepto de esa
ciencia despreciable, la practicara con frecuencia, corno un medio de aumentar
aún más mis enormes rentas a expensas de mis compañeros más débiles de
carácter. Sin embargo, esa era la verdad. Y la misma enormidad de esta
ofensa contra todos los sentimientos varoniles y honorables, demostraba, más
allá de toda duda, la principal, ya que no la única razón de la impunidad con
que la cometía. ¿Quién, entre mis más desenfrenados camaradas, no hubiera
preferido dudar del testimonio de sus sentidos antes de sospechar culpable de
semejante vileza al alegre, al franco, al generoso William Wilson -el más noble
y liberal compañero de Oxford- ese cuyas locuras (según decían sus parásitos)
eran sólo las locuras de la juventud y de la fantasía, cuyos errores no eran más
que caprichos inimitables cuyos vicios más negros eran sólo descuidadas y
atrevidas extravagancias?
Había estado dos años exitosamente entregado a estas actividades, cuando
llegó a la Universidad un joven noble, un parvenu de apellido Glendinning -tan
rico como Herodes Atico según los rumores- y cuyas riquezas también habían
sido fácilmente obtenidas. Pronto me di cuenta de que era un simple y,
naturalmente, lo consideré un sujeto adecuado para poner a, prueba mis
habilidades. Lo invité a jugar con frecuencia y, con la habitual artimaña del
tahúr, le permití ganar sumas considerables para envolverlo más eficazmente
en mis redes. Una vez maduros mis planes, me encontré con él (decidido a que
esa partida fuera la última y decisiva) en las habitaciones de un compañero
llamado Preston, amigo por igual de ambos pero que, para hacerle justicia, no
abrigaba la más remota sospecha de mis intenciones. Para mayor disimulo,
conseguí reunir un grupo de ocho a diez personas y me las ingenié para que la
pro puesta de jugar a las cartas pareciera accidental y la sugiriera la misma
víctima. Para no prolongar un tema tan vil, no omití ninguna de las
acostumbradas y delicadas bajezas de situaciones similares, hasta tal punto
repetidas que sorprende que todavía existan seres tan tontos que caigan en la
trampa.
Dilatamos el juego hasta altas horas de la noche y por fin llevé a cabo la
maniobra gracias a la cual Glendinning quedaba como mi único adversario. El
juego, también era mi preferido, el écarté. El resto de los invitados, interesados
por nuestra partida, abandonó sus propias cartas y nos rodeó. El parvenú, a
quien al principio de la noche logré inducir a beber en abundancia, mezclaba
las cartas, las repartía y jugaba con una nerviosidad que su ebriedad sólo en
parte podía explicar. En poco rato se convirtió en mi deudor por una importante
suma y entonces, después de beber un gran trago de oporto, hizo lo que yo
fríamente esperaba: me propuso doblar nuestras ya extravagantes apuestas.
Simulé una enorme renuencia y recién cuando mis repetidas negativas le
provocaron algunas réplicas coléricas, que me acusaban de cobarde, acepté la
propuesta. El resultado, por supuesto, no hizo más que demostrar hasta qué
punto había caído la presa en mis redes: en menos de una hora, su deuda se
cuadruplicó. Hacía rato que el semblante de Glendinning perdía el tinte
rubicundo provocado por el vino; pero ahora, para mi sorpresa, percibí en él
una palidez verdaderamente espantosa. Aseguro que me sorprendió, porque
en respuesta a mis ansiosas averiguaciones, Glendinning me había sido
presentado como inmensamente rico, y las sumas que ya llevaba perdidas,
aunque importantes en sí mismas, supuse que no podían incomodarlo
seriamente, y mucho menos afectarlo con tal violencia. Lo primero que pensé
era que estaba agobiado por el vino que acababa de beber; y más por
mantener mi reputación a los ojos de mis compañeros que por motivos menos
interesados, me disponía a exigir con tono perentorio la suspensión de la
partida, cuando algunas frases dichas a mi alrededor y la exclamación de total
desesperanza que profirió Glendinning, me dieron a entender que acababa de
provocar su ruina total en circunstancias que, al convertirlo en Objeto de la
piedad general, deberían haberlo protegido hasta de los ataques de un espíritu
maligno.
Es difícil saber cuál debía haber sido mi conducta en ese momento. La
lamentable condición de mi víctima creaba un clima de incómodo abatimiento
en todos los presentes; hubo algunos instantes de Profundo silencio durante el
que me ardieron las mejillas ante las miradas abrasadoras de desprecio y de
reproche que me dirigían los menos viciosos del grupo. Confieso que el peso
intolerable de mi ansiedad se vio durante breves instantes aliviada por una
repentina y extraordinaria interrupción. Las pesadas puertas plegadizas de la
habitación se abrieron de par en par con un ímpetu tan vigoroso y arrollador
que, como por arte de magia, se extinguieron todas las velas del cuarto. Pero
las llamas, agonizantes, nos Permitieron percibir la entrada de un desconocido,
un hombre aproximadamente, de mi estatura, completamente envuelto en una
capa. La oscuridad era ahora total, Y sólo podíamos sentir que el desconocido
estaba entre nosotros. Antes de que nadie pudiera recobrarse de la sorpresa
provocada por entrada tan ruda e intempestiva, oímos la voz del intruso.
-Señores- dijo en una voz baja y clara, en un susurro jamás olvidado que me
estremeció hasta la médula-. Señores, no me disculparé por mi
comportamiento, porque al conducirme de esta manera cumplo con un deber.
Sin lugar a dudas, ustedes ignoran la verdadera personalidad del que esta
noche le ha ganado a Lord Glendinning una importante suma al ecarté. Por lo
tanto les señalaré una manera expeditiva para obtener esta tan necesaria
información. Por favor examinen con cuidado el paño de su manga izquierda y
los pequeños paquetes que encontrarán en los espaciosos bolsillos de su bata
bordada.
Mientras hablaba, el silencio era tan profundo que se hubiera Podido oír la
caída de un alfiler sobre el piso. Al terminar de hablar, salió tan abruptamente
como había llegado. ¿Puedo describir... describiré mis sensaciones? ¿Necesito
decir que experimenté todos los horrores del condenado? No tuve tiempo de
reflexionar. Varias manos me aferraron con rudeza, impidiéndome todo
movimiento, y de inmediato se volvieron a prender las luces. Enseguida me
registraron. En el forro de mi manga encontraron todas las cartas esenciales en
el écarté, y en los bolsillos de mi bata una serie de mazos de barajas idénticos
a los que utilizábamos en nuestras partidas, con la única excepción de que las
mías eran lo que técnicamente se denomina arrondées: los honores eran
levemente convexos en las puntas, las cartas más bajas, levemente convexas
a los costados. De esta manera, el incauto que corta el mazo a lo largo, según
lo acostumbrado, invariablemente proporciona un honor a su adversario,
mientras el tahúr cortará a lo ancho sin proporcionar a su víctima ninguna carta
de importancia en el juego.
Cualquier explosión de indignación ante lo que acababan de descubrir me
hubiera afectado menos que el silencioso desprecio o la sarcástica compostura
con que lo recibieron.
-Señor Wilson- dijo nuestro anfitrión, inclinándose para levantar del piso una
lujosa capa de pieles excepcionales, Señor Wilson, esta capa es suya. (Hacía
frío y al salir de mi habitación me había echado la capa sobre los hombros
quitándomela luego al llegar a la escena del juego). Supongo que está de más
buscar aquí mayores pruebas de su habilidad -comentó, observando los
pliegues de la capa con amarga sonrisa-. Ya tenemos bastantes. Espero que
comprenda la necesidad de abandonar Oxford, y, en todo caso, de salir
inmediatamente de mis aposentos.
Envilecido, humillado como estaba, es probable que hubiera respondido a tan
exasperante lenguaje con un arrebato de violencia si en ese momento mi
atención no hubiese sido atraída por un hecho sorprendente. La capa que me
había puesto para la reunión era de pieles extremadamente raras; tan poco
comunes y extravagantemente costosas que no me aventuraré a hablar de su
precio. También el modelo era de mi propia y fantástica invención; porque era
exigente hasta la fanfarronería en cuestiones de naturaleza tan frívola. Por eso,
cuando el señor Preston me alcanzó la que acababa de levantar del piso, cerca
de las puertas plegadizas de la habitación vi, con un asombro que se acercaba
al terror, que yo tenía mi propia capa colgando del brazo (donde distraídamente
la había colocado) y que la que él me entregaba era absolutamente idéntica en
todos y cada uno de sus detalles. Recordé que el extraño personaje que me
desenmascarara estaba envuelto en una capa al entrar y, aparte de mí, esa
noche ningún otro invitado llevaba capa. Con la poca presencia de ánimo que
me quedaba, tomé la que me ofrecía Preston, la coloqué con disimulo sobre la
mía; salí de la habitación con una resuelta expresión de desafío, y al alba de la
mañana siguiente inicié un viaje al continente sumido en un abismo de horror y
de vergüenza.
Huía en vano. Mi maldito destino me persiguió exultante, y me demostró, sin
lugar a dudas, que su misterioso dominio acababa de empezar. Apenas puse
mis pies en París tuve nuevas pruebas del odioso interés que Wilson
demostraba en mis asuntos. Volaron los años, sin que yo pudiera experimentar
el menor alivio. ¡Miserable! ¡En Roma se interpuso entre mis ambiciones y yo
con inoportuna y espectral solicitud! También en Viena, en Berlín y en Moscú.
¿Dónde en verdad, no tuve amargos motivos para maldecirlo desde el fondo
del corazón? Por fin huí, presa de pánico, de esa inescrutable tiranía, como si
se tratara de una peste; y huí en vano hasta los mismos confines de la tierra.
Y una y otra vez, en secreta comunión con mi espíritu, me preguntaba; "¿Quién
es? ¿De dónde viene? ¿Qué quiere?" Pero no encontré la respuesta. Entonces
estudié con minuciosidad las formas y los métodos y los rasgos dominantes de
aquella impertinente vigilancia. Pero aún en eso no había en qué basar una
conjetura. Era ciertamente notable que en ninguna de las múltiples instancias
en que se había cruzado últimamente en mi camino lo había hecho más que
para frustrar planes o malograr hechos que, de haberse cumplido, hubieran
culminado en una amarga maldad. ¡Pobre justificación es ésta, en verdad, para
una autoridad tan imperiosamente asumida! ¡Pobre compensación para los
derechos de un libre albedrío tan pertinaz e insultantemente negado!
También me había visto obligado a notar que, durante un largo período, mi
verdugo (que escrupulosamente y con maravillosa destreza mantuvo su
capricho de vestirse de manera idéntica que yo) consiguió que, en la ejecución
de sus variadas interferencias a mi voluntad, nunca y en ningún momento
pudiera ver sus facciones. Quienquiera fuese Wilson, esto, al menos era el
colmo de la afectación o de la locura. ¿Supuso por un instante que en quien me
amonestara en Eton, en quien malograra mi ambición en Roma, mi venganza
en París, mi apasionado amor en Nápoles o lo que falsamente definiera como
mi avaricia en Egipto que en éste -mi archienemigo y genio maligno-, dejaría de
reconocer al William Wilson de mis días de escolar al tocayo, al compañero, al
rival, al odiado y temido rival de la academia del doctor Bransby? ¡Imposible!
Pero permitan que me apresure a llegar a la última escena del drama.
Hasta allí yo había sucumbido con indolencia a su imperioso dominio. El
sentimiento de profundo temor con que habitualmente contemplaba el elevado
carácter, la majestuosa sabiduría y la aparente ubicuidad y omnipotencia de
Wilson, sumados al terror que ciertos rasgos de su naturaleza y las conjeturas
que me inspiraban, habían llevado a grabar en mí la idea de mi absoluta
debilidad y desamparo, y a sugerirme una implícita aunque amarga y renuente
sumisión a su arbitraria voluntad. Pero últimamente, me había entregado por
completo a la bebida, y la terrible influencia que ésta ejercía sobre mi
temperamento hereditario, me llevó a impacientarme cada vez más ante esa
vigilancia. Empecé a murmurar, a vacilar, a resistir. ¿Y fue sólo mi imaginación
la que me indujo a creer que con el aumento de mi propia firmeza, la de mi
torturador sufriría una proporcional disminución? Sea como fuere, empecé a
sentirme inspirado por una ardiente esperanza, que con el tiempo fomentó en
mis más secretos pensamientos la firme y desesperada resolución de no seguir
tolerando esa esclavitud.
Fue en Roma, durante el carnaval de 18.., que asistí a un baile de máscaras en
el palazzo del duque napolitano Di Broglio. Me dejé arrastrar con más libertad
que de costumbre por el exceso de bebida y luego la atmósfera sofocante de
los salones atestados me irritó hasta un punto intolerable. Además, la dificultad
de abrirme paso entre la aglomeración de invitados contribuyó en gran medida
a aumentar mi malhumor; porque buscaba ansioso (permitidme no decir con
qué indigno motivo) a la joven, alegre y hermosa esposa del anciano y
tambaleante Di Broglio. Con inescrupulosa confianza ella me había confiado el
secreto del disfraz que luciría esa noche, y habiéndola vislumbrado a la
distancia, me apresuraba a reunirme con ella. En ese momento sentí que una
mano liviana se apoyaba sobre mi hombro y volví a escuchar ese inolvidable,
bajo y maldito susurro junto a mi oído.
En un absoluto frenesí de furia me volví de inmediato contra aquél que así me
interrumpía y lo aferré por el cuello con violencia. Tal como yo suponía, vestía
un disfraz similar al mío: capa española de terciopelo azul y cinturón rojo del
que pendía una espada. Una máscara de seda negra le cubría por completo la
cara.
-¡Miserable!- grité con voz ronca por la furia que cada sílaba que pronunciaba
parecía atizar-. ¡Miserable! ¡Impostor! ¡Maldito villano! ¡No permitiré... no
permitiré que me persigas hasta la muerte! ¡Sígueme o te atravesaré aquí
mismo con mi espada!- Y me encaminé a una pequeña antecámara contigua,
arrastrándolo conmigo sin que él se resistiera.
En cuanto entramos, furioso, lo empujé para alejarlo de mí. Él trastabilló contra
la pared, mientras yo cerraba la puerta con un juramento y le ordenaba que
desenvainara su espada. Sólo vaciló un instante; después, con un pequeño
suspiro desenvainó en silencio y se preparó para defenderse.
El duelo fue breve. Frenético y presa de feroz excitación, yo sentía en mi brazo
la energía y el poder de una multitud. En pocos segundos lo acorralé contra la
pared, y allí, teniéndolo en mi poder, le hundí repetidas veces la espada en el
pecho con brutal ferocidad.
En aquel instante, alguien movió el pestillo de la puerta. Evité presuroso una
intrusión y de inmediato regresé al lado de mi moribundo rival. ¿Pero qué
lenguaje humano puede transmitir adecuadamente esa sorpresa, ese horror
que me poseyó frente al espectáculo que tenía ante mi vista? El breve instante
en que aparté la mirada pareció ser suficiente para producir un cambio material
en el arreglo de aquel extremo lejano de la habitación. Un gran espejo -o por lo
menos en mi confusión eso me pareció al principio-, alzábase donde antes no
había nada. Y cuando avancé hacia él, en el colmo del espanto, cubierta de
sangre y pálida la cara, mi propia imagen vino tambaleándose hacia mí.
Eso me pareció, digo, pero me equivocaba. Era mi antagonista, era Wilson
quien se erguía ante mí, agonizante. Su máscara y su capa yacían en el suelo,
donde las había arrojado. Cada hebra de su ropa, cada línea de los marcados y
singulares rasgos de su cara ¡eran idénticos a los míos!
Era Wilson. Pero ya no se expresaba en susurros y hubiera podido imaginar
que era yo mismo el que hablaba cuando dijo:
-Has vencido y me entrego. Pero a partir de ahora tú también estás muerto...
muerto para el mundo, para el cielo y para la esperanza. En mí existías... y
observa esta imagen, que es la tuya, porque al matarme te has asesinado tú
mismo!

IMPERIOS GALACTICOS I


IMPERIOS
GALÁCTICOS I
Brian W. Aldiss
(Recopilador)


ÍNDICE
VOLUMEN I - ASCENSIÓN Y ESPLENDOR
1. UN SENTIDO DE PERSPECTIVA
Mucho, mucho tiempo, R. A. Lafferty (Been a long, long time; 1969)
Los posesos, Arthur C. Clarke (The possessed; 1953)
Especies protegidas, H. B. Fyfe (Protected species; 1951)
Vuelta a empezar, Michael Shaara (All the way back; 1952)
2. TODAVÍA MÁS Y MÁS VASTO
El saqueador de estrellas, Poul Anderson (The star plunderer; 1952)
Fundación, Isaac Asimov (Foundation; 1951)
¡Somos civilizados!, Mark Clifton y Alex Apostolides. (We're civilized!; 1953)
El cielo permanece inescrutable
La tierra conserva sus misterios
Así que seguimos plantando banderas llamativas
Fatigándonos con la distancia.
LI HO LUÁN (siglo IX)
Presentación
Dentro de la vertiente de la ciencia ficción llamada Space Opera —esa rama del género
entre ingenua y visionaria— tiene una importancia primordial el tema de los imperios
galácticos, del mismo modo que los reinos fabulosos juegan un papel básico en la
narrativa heroica de todos los tiempos.
Colosales imperios que abarcan cientos de mundos y miden sus dominios por parsecs.
Imperios cuyo esplendor rivaliza con el de las propias estrellas y cuyo derrumbamiento las
hace estremecer...
Brian W. Aldiss, autor de Barbagrís( ), uno de los más importantes autores de ciencia
ficción actuales y uno de los mejores conocedores del género, ha recopilado una extensa
antología (que ofrecemos a nuestros lectores en cuatro volúmenes de los que éste es el
primero) que muestra las facetas más características y los distintos enfoques de esta
fascinante temática a medio camino entre lo especulativo y lo legendario. Cada volumen
está dividido a su vez en dos partes, con lo que la antología completa consta de ocho
selecciones, dedicadas a otros tantos aspectos básicos del tema.
Los autores incluidos en éste y los otros volúmenes no necesitan presentación. La
mayoría de los grandes maestros están aquí: Clarke, Anderson, Asimov, Simak, Blish,
Van Vogth..., pues pocos son los autores que no se hayan sentido atraídos en un
momento u otro por este tema grandioso y singular.
Por supuesto, los cuatro volúmenes son totalmente independientes, ya que todos los
relatos lo son entre sí. Juntos, sin embargo, constituyen la más completa y representativa
antología jamás realizada sobre una de las ramas más sugestivas del género.
CARLO FRABETTI
Introducción
Imperios galácticos representa la última locura en ciencia ficción.
Imperios galácticos representa una relación promiscua entre la ciencia y el encanto,
con un predominio general del encanto.
Imperios galácticos representa lo más espectacular en el campo de la ciencia ficción.
Los imperios galácticos han sido condenados a menudo como tales por las personas
serias y sensatas. Eso puede deberse menos a los errores intrínsecos del género que al
hecho de que las personas serias y sensatas son muy dadas a la condena. Sin embargo,
uno puede ser bastante sensible y seguir encontrando placer en leer cosas sobre tipos
armados de corazas con hachones, bebiendo en grandes copas y conduciendo caballos
de guerra hacia las naves espaciales antes de precipitarse a través del espacio a muchas
veces la velocidad de la luz.
En otras palabras, estas narraciones pueden ser tomadas en serio. Lo que no se debe
hacer es tomarlas literalmente. Sus autores no lo hicieron. Cada cosa tiene su forma de
leerla.
La mayor parte de estos relatos fueron escritos para divertir. Pero hay muchos niveles
de diversión. La responsabilidad de un antologista es precisamente la de ser serio y
sensato en este asunto. Pero antes... una cita de una de las narraciones publicadas en
esta antología (ya llegará a leerla):
«Los cascos recubiertos de metal resonaron sobre el pavimento con dura cadencia
mientras los doce guardias escoltaban a Deralan hacia el centro de la Avenida de los
Reyes. La en otro tiempo orgullosa calle se había convertido ahora en un lugar de
bazares. Rael era un planeta antiguo, sabio y agrio. Hasta él habían llegado las heces de
mil planetas, los aduladores, los tramposos con su buen olfato para la depravación, con
su insolente contoneo. Ya no se podía andar solo por la noche en Rael.»
La miseria destartalada es a menudo un atractivo en la narración galáctica. Las calles
de Rael están depravadas por buenas razones, pero éstas ocupan un segundo lugar,
detrás de lo pintoresco. En mil Ráeles posibles, los autores nos conducen instintivamente
hacia la más próxima tabernucha, antes que mostrarnos cómo funciona el sistema de
alcantarillado (a menos que nuestro héroe tenga que verse obligado a escapar por él), o
cómo se acumulan las ratas para beneficio mutuo de todos. Esos autores conocen
nuestros gustos.
Lo que hacen principalmente los autores es contarnos una historia con criaturas
extrañas, duelo de espadas, artilugios fascinantes y —preferentemente— hermosas
princesas. En cuanto a la narración en sí, suele ser bastante tradicional. Son relatos en
los que lo esencial del caso se resuelve mediante la utilización de una inteligencia rápida,
el coraje y la fuerza bruta. Si esto suena como un cuento de hadas, habría que decir,
sobre los cuentos de hadas, que nos encantan y amplían nuestras percepciones. Tal y
como Michael Shaara dice en su relato:
«La historia de la Tierra y de toda la humanidad se extinguió y se perdió. Oyeron hablar
de grandes razas y de mundos ilimitados, y del gobierno inimitable que era el de la
Federación Galáctica. La ficción, las leyendas, los sueños de miles de años se habían
convertido en realidad en un momento, en la figura de un pequeño anciano que no era de
la Tierra. Tendrían que aprender mucho y aceptar aún mucho más en el período de una
sola tarde, y en un planeta extraño.»
La ciencia es una cuestión tenue al lado de este material legendario.
Digo que esto es lo que hacen principalmente los autores. Sin embargo, hay una
moraleja que sopla de vez en cuando como un viento frío por la Calle Mayor de Rael,
recorriendo todo el cuento galáctico: que es mejor gobernar que ser gobernado. En más
de una de las narraciones incluidas aquí, los gobernados se convierten en los
gobernadores en el transcurso de la historia. En el caso de que el mensaje no se
comprenda del todo, hay un apartado especial en el tercer volumen titulado El otro
extremo del garrote, en el que Mack Reynolds y sus colegas nos hacen comprender
adecuadamente, la tarea. Mark Clifton y Alex Apostolides también tienen que decir algo
convincente sobre la cuestión.
La moralidad está siempre muy bien, pero a mí denme el lujo. Existe un lujo innegable
en las más características de estas historias, un lujo que se manifiesta como de pasada.
No se puede dejar de admirar la descripción del derroche, que contiene en unas pocas
líneas el esplendor de la tecnología y la calidad tudoriana del pasado:
«Siguió su cuerpo ondulante a lo largo de los pasillos llenos de colgaduras, penetrando
en las pequeñas habitaciones y pasando junto a puertas de roble. Ella llegó junto a una
pared desnuda, elevó el brazo y apretó las rosadas yemas de sus dedos contra una
piedra rosada, casi roja.
»—Las espiras que hay en las yemas de mis dedos ponen en marcha un mecanismo
de encendido oculto en la piedra —explicó ella—. Es mejor que cualquier llave.
»En alguna parte, zumbó una máquina y la pared de roca comenzó a girar.»
No se puede dejar de admirar la forma en que los villanos o los héroes vuelan a través
de las remotas galaxias de estrellas, persiguiéndose los unos a los otros. Ni la forma en
que la Razas Antiguas, los Terribles Secretos, las Fuerzas Antiguas o los simples, furtivos
y viejos teleportadores surgen a cada paso. Y no le queda a uno más remedio que
admirar a las mujeres imperiales.
Se ha de decir que la mayor parte de estas historias fueron escritas en una época
inocente, antes de la aparición del Women's Lib, y que, a menudo, los propios autores se
encontraban en una edad inocente. Y así, se ofrece una imagen claramente romántica de
mujeres como Daylya, «cuya belleza había sido como un grito cálido en la noche». El
comandante Cordwainer es prácticamente único en tener una esposa a la que ama
prosaicamente. Las bellezas con las que uno se encuentra aquí son aptas para
materializarse en circunstancias siniestras, y para vestirse —o desnudarse— para matar,
como Alys, en el más espectacular de los cuentos del segundo volumen.
«Observó la graciosa línea de su cuello sin adornos, los hombros y pechos desnudos,
el pequeño talle, el estómago plano y firme... todo revelado por la estudiada desnudez de
la moda de las Marcas Internas. No era ninguna niña.» Así lo esperamos todos,
fervientemente. A menudo, suena una nota de melancolía y desesperación, cuando la
heroína está perdida. «Recordó el sonido de su voz y la dulzura de sus labios, y la amó.
Un millón de años, y ella era polvo soplando en el viento de la noche...»
Algunos comentaristas aseguran haber visto aleo siniestro en la idea de una civilización
galáctica, relacionándola con los designios imperialistas norteamericanos. Esto me parece
absurdo. Las historias no contienen esa clase de aspecto de interpretación. A pesar de
todo, es digno hacer notar que los mejores exponentes de los imperios galácticos son
norteamericanos, con una sola excepción (el gran Olaf Stapledon). Probablemente, los
ingleses, que tuvieron un imperio, consideraron la cuestión como algo más prosaico.
Otra objeción es la de que no estamos moralmente preparados todavía para dirigir
nuestro propio mundo, de modo que el pensar de nosotros mismos que somos capaces
de extendernos por otros mundos es una ofensa al buen sentido. Esta objeción podría
tener más fuerza si los autores estuvieran tratando realmente de profetizar, o se
esforzaran por mostrarnos cómo podríamos apoderarnos de una galaxia. Pero, desde
luego, no hay nada más lejos de la verdad. Están interesados en la tarea perenne de los
escritores, que consiste en coger a una audiencia por su oreja colectiva y narrarle un buen
relato, incluyendo al mismo tiempo unas pocas verdades propias. La predicción no tiene
nada que ver con ello. (Todo lo que estoy dispuesto a admitir es que si la Tierra establece
un imperio galáctico, o se ve incorporada a él en, por ejemplo, trescientos años, no cabe
la menor duda de que la idea ya estaba bullendo en nuestro inconsciente colectivo
durante el siglo XX —y sobre todo en ese trozo de inconsciente colectivo llamado Poul
Anderson.) C. S. Lewis —que, en general, es un crítico muy astuto de ciencia ficción—
planteó otra objeción contra la narración galáctica, al quejarse de que, en tal caso, el autor
«procede a desarrollar una narración ordinaria de amor, de espionaje, de accidente, de
crimen. Y eso me parece algo de muy poco gusto. Todo aquello que no se utilice en una
obra de arte, está haciendo daño». Lewis yerra extrañamente, tratándose de un seguidor
tan agudo como lo es él de la ciencia ficción. Leemos la historia de amor, de espionaje o
de lo que sea porque se está desarrollando en una enorme nave espacial de cincuenta
kilómetros de longitud, porque está localizada en un planeta en el que el sol entra en
eclipse una hora sí y otra no, porque sucede en la capital del mayor imperio que jamás
conociera el universo. Nuestra sensibilidad se ve afectada por los lugares donde suceden
las cosas, y por saber que estamos leyendo algo sobre personajes legendarios que están
viviendo cientos de años por delante de nosotros, en el futuro. Abandonaríamos
inmediatamente la lectura de Ja historia si supiéramos que todo eso está sucediendo en
Leicester, en el año 1976.
¿Estoy afirmando con ello que esta antología contiene simplemente literatura de
evasión? Si es así, permítanme citar de nuevo a C. S. Lewis, en esta ocasión de parte de
la justicia (de mi lado). El pensaba que la acusación de escapismo era muy extraña.
«Nunca la comprendí por completo, hasta que mí amigo el profesor Tolkien me hizo una
pregunta muy simple: ¿Qué clase de hombres cree usted que se sentirán más
preocupados y más hostiles con respecto a la idea de escapar? Y me dio la evidente
contestación: los carceleros.»
En relación con esto, me di cuenta, al reunir las narraciones, de que la mayor parte de
ellas fueron publicadas por primera vez en los años cincuenta. Esto pudo deberse en
parte al hecho de que, por aquel entonces, se publicaban muchas revistas de ciencia
ficción, más que antes o que desde entonces. Pero una parte más significativa de la
explicación radica seguramente en el hecho de que nos encontrábamos en la época de la
Guerra Fría, aquellos años frígidos en los que el Este y el Oeste se hallaban frente a
frente, montado cada uno sobre un enorme montón de bombas H, La Tierra no era por
entonces particularmente habitable para la imaginación. Era un verdadero alivio poder
hacer un viaje por ¡as afueras. (Y notarán ustedes que la radiación aparece como una
amenaza siniestra y a menudo curiosamente irrealista en un gran número de estos
relatos.)
Para recopilar esta antología, me he limitado prácticamente a seleccionarla de las
revistas de ciencia ficción. Hay muchas antologías de ciencia ficción en el mercado; pero
muy pocos de sus editores parecen haber estudiado otra cosa que no sean otras
antologías. Yo, en cambio, estoy más interesado en rescatar del olvido aquellas
narraciones que, aun cuando no fueron escritas por autores famosos —por una razón u
otra—, pueden ser leídas y disfrutadas en la actualidad.
Los cuatro volúmenes de esta antología contiene; veintiséis narraciones recogidas de
catorce fuente diferentes, que se extienden a lo largo de treinta cuatro años. Algunas de
aquellas revistas fueron Oí curas, otras en cambio fueron muy queridas. La mayor parte
de ellas ya han desaparecido. Fueron buenas mientras duraron; formaron otro imperio
que también se ha desvanecido.
Publicamos también las entradillas originales que aparecieron junto con las narraciones
en su primer; publicación. Aquellas entradillas eran, de por sí, uní pequeña forma de arte.
Allí donde no existían este tipo de introducciones, han sido elaboradas.
BRIAN ALDISS
Heath House Southmoor. Julio de 1975
1 - UN SENTIDO DE PERSPECTIVA
Germinando en regiones muy alejadas, estos imperios dominaron fácilmente cualquier
mundo subutópico que se encontraba a su alcance. De este modo, se extendieron de un
sistema planetario a otro, hasta que, finalmente, un imperio estableció contacto con el
otro.
Siguieron después guerras como no se habían dado nunca antes en nuestra galaxia.
Las flotas de los mundos, naturales y artificiales, maniobraron entre las estrellas para
burlarse mutuamente y destruirse las unas a las otras con cohetes de largo alcance y
energía subatómica. A medida que el progreso de la batalla se fue extendiendo más y
más lejos a través del espacio, quedaron aniquilados sistemas planetarios enteros.
Muchos espíritus universales encontraron un fin repentino Más de una raza interior, que
no tenía arte ni parte en la contienda, se vio destrozada en la guerra celestial que la
rodeó.
OLAF SIAPLEDON: Hacedor de Estrellas
Algunas ideas son tan poderosas, se encuentran tan cerca de los fundamentos del
pensamiento humano, que se imponen en reinos en los que parecen tener derecho a
ocupar un lugar. La. idea de los ciclos o estaciones es una de ellas. El pensamiento
cristiano está familiarizado con la idea de un Reino Eterno, pero «sobre la Tierra», en la
realidad, ningún remo dura siempre. Los fantasmales imperios galácticos de la ciencia
ficción también demostraron ser cíclicos. Así pues, en este sentido, lo mismo sucede con
las galaxias.
Para quienes viven en el ecuador, o para quienes habitan planetas que no conocen las
estaciones, la naturaleza cíclica del universo puede ser menos evidente. Puede ser. Pero
las condiciones básicas de la vida —nacer, procrear y morir— nos familiarizan a la fuerza
con el significado del cambio estacional. En este volumen comenzamos, siguiendo el ciclo
de la Madre Naturaleza, con la primavera de los imperios.
Sin embargo, la mayor parte de las historias de la sección casi podrían pertenecer
también al final. Tomemos el caso de Jeff Otis, investigando unas ruinas en el planeta de
una estrella binaria. La civilización terrestre ya se ha extendido por fin hacia el espacio
interestelar, habiéndose abierto ya cinco nuevos sistemas planetarios. Este, en el que nos
encontramos ahora, está siendo preparado para la colonización. Y, entonces, Otis
consigue acercarse algo más a una de las extrañas criaturas. Tal y como H. B. Fyfe relata
en su narración, maravillosamente construida, la criatura en cuestión posee un fragmento
de información capaz de cambiar la perspectiva de todo lo que les rodea.
Es curiosa la atracción que tienen las ruinas para los escritores de ciencia ficción. Eso
forma parte de la herencia gótica de esta narrativa y, al mismo tiempo, creo que es un
símbolo de la forma en que nos vemos viviendo a nosotros mismos entre las ruinas de las
creencias religiosas o de una cultura más profunda.. Sólo durante los diez últimos años se
ha prestado una atención crítica a la ciencia ficción; la mayor parte de los críticos han
observado la forma sorprendente en que la ciencia ficción, al abandonar el literalismo y
avanzar hacia el surrealismo, proporciona una clase especial de espejo para su propio
tiempo. Se podría decir que los imperios galácticos han sido inventados porque sentimos
nostalgia de esa clase de cohesión cósmica; su tendencia es tanto religiosa como
materialista.
Así pues, no se sorprendan demasiado si de estos relatos surgen inesperadamente
toda clase de complicaciones. La implicación existente en el relato de Michael Shaara
está relacionada con el diablo y su conexión con la raza humana. Se trata de una
narración típica de ciencia ficción en el sentido de que supone enormes saltos de tiempo y
espacio —una libertad que es la razón por la que muchos de nosotros leemos relatos de
ciencia ficción—. Inevitablemente, las perspectivas cambian durante el proceso.
Y, a propósito, ésta fue la primera o la segunda narración de Shaara en ser publicada.
El fue uno de los muchos nuevos autores que aparecieron a principios de los años
cincuenta. Recientemente, ha ganado un premio Pulitzer por su novela sobre la guerra
civil norteamericana, Los ángeles asesinos.
Los dos relatos que inician la selección, escritos por Arthur C. Clarke y R. A. Lafferty,
son cortos. Sirven como oberturas al gran tema de la expansión colonial. Ponen en
marcha la escena, dentro de un marco de referencia. Clarke, con una de sus
características propias, nos recuerda que lo grande y lo pequeño están relacionados;
ambos aspectos forman parte del proceso que está actuando en el universo. Un proceso
que, en su totalidad, es indiferente al hombre. Puede que las incursiones del hombre en el
universo, si es que llega a realizarlas, sean como las de los lemingos, antes que una
progresión racional.
En cuanto a R. Á. Lafferty, nos recuerda... Bueno, Lafferty es un hombre muy divertido,
y eso es precisamente lo que nos recuerda. En este largo viaje hacia el exterior
necesitaremos un buen sentido del humor, así como de la sorpresa.
MUCHO, MUCHO TIEMPO
R. A. Lafferty
¿Han oído hablar de los monos, la máquina de escribir y las obras completas de
Shakespeare? Lo mismo le sucedió a Michael... ¡pero él se dispuso a demostrarlo!
No termina con uno... comienza con un gemido.
Era un amanecer separador... Incandescencia para la que todas las luces posteriores
son como candiles... Calor para el que el calor de todos los soles posteriores no es más
que una cerilla quemada. Las polaridades que crean la tensión para siempre.
Y en el medio de todo hubo un gemido, la primera sacudida que indicaba que el tiempo
había empezado.
Los dos Desafíos eran más altos que el radio del espacio que estaba naciendo; y una
débil criatura Boshel, se encontraba en el medio, demasiado acobardada como para
aceptar ningún desafío.
—¡Eh! ¿Hasta cuándo vais a estar fuera? —gruñó Boshel.
El Acontecimiento Creativo era la Revuelta, dividiendo el Vacío en dos. Las dos partes
se formaron oponiendo Naciones de Luz dividida sobre el escarpado abismo. Dos
Campeones estaban frente a frente, con una amargura que nunca ha pasado... Michael
envuelto en fuego blanco... y Helel, hinchado con un resplandor negro y púrpura. Y sus
seguidores con ellos. Esto se ha alegorizado como Aceptación y Rechazo, y como Dios y
Diablo; pero al principio hubo la Polaridad con la que se sostiene el Universo.
Entre ellos, como un pigmeo, se encontraba Boshel, solo, lleno de una gimiente duda.
—Si vas a venir con nosotros, saca el metal primordial —rugió Helel como una crujiente
tormenta, mientras se dirigía a sus seguidores, hecho una furia, para formar un nuevo
núcleo.
—¡Eh, vosotros! ¿Vais a volver antes de la noche? —musitó Boshel.
—¡Oh! ¡Vete al infierno! —rugió Michael.
—Cuidado con ese pequeño juramento —observó Helel—. Todavía no hay fuego
suficiente para incendiar un edificio.
Las dos grandes multitudes se separaron, y Boshel se quedó solo en el vacío. Aún
estaba allí cuando se produjo una segunda y pequeña sacudida y el tiempo comenzó de
veras, reventando la vaina y convirtiéndola en un chorro de chispas que viajaron y
crecieron. El seguía estando allí cuando las chispas adquirieron forma y movimiento; y
continuó estando allí cuando la vida comenzó a aparecer en las pequeñas manchas de
hollín desprendidas de las chispas. Permaneció allí durante mucho, mucho tiempo.
—¿Qué vamos a hacer con esa pequeña sabandija? —le preguntó un subordinado a
Michael—. No podemos dejarle ahí, ensuciando el paisaje para siempre.
—Iré a preguntarlo —dijo Michael.
Y así lo hizo. Pero a Michael se le dijo que la responsabilidad era suya; que Boshel
tendría que ser castigado por su indecisión; y que dependía de Michael seleccionar el
castigo adecuado y comprobar que éste se llevara a cabo.
—¿Sabes que hizo tartamudear el tiempo al principio? —le dijo Michael al
subordinado—. Colocó un elemento de azar que lo afectó todo. Por eso tiene que tratarse
de un castigo que tenga algo que ver con el tiempo.
—¿Tienes alguna idea? —preguntó el subordinado.
—Ya pensaré en algo —dijo Michael.
Bastante después de aquello, Michael estaba hojeando un libro una tarde, en una
librería de Los Ángeles.
—Aquí dice —entonó Michael— que si seis monos fueran colocados ante seis
máquinas de escribir y mecanografiaran durante un espacio de tiempo suficiente,
mecanografiarían con exactitud todas las palabras de Shakespeare. El tiempo es algo de
lo que disponemos a montones. Intentémoslo, Kitabel, y veamos cuánto tiempo tarda.
—¿Qué es un mono, Michael?
—No lo sé.
—¿Qué es una máquina de escribir?
—No lo sé.
—¿Qué es Shakespeare, Mike?
—Todo el mundo puede hacer preguntas, Kitabel. Reúne todas esas cosas y
empecemos de una vez con el proyecto.
—Parece que va a tratarse de un proyecto muy largo. ¿Quién lo supervisará?
—Boshel. Es natural que sea él. Le enseñará a ser paciente y a tener sentido del
orden, e imprimirá sobre él la majestuosidad del tiempo. Es exactamente la clase de
castigo que he estado buscando.
Reunieron las cosas y se volvieron hacia Boshel.
—En cuanto el proyecto esté terminado, Bosh, habrá pasado tu período de espera.
Entonces te podrás unir al grupo y disfrutar con el resto de nosotros.
—Bueno, eso es mejor que permanecer aquí, sin hacer nada —observó Boshel—. El
asunto podría ir más rápido si pudiera educar a los monos y hacer que lo copiaran todo.
—No, el mecanografiado tiene que hacerse al azar, Bosh. Fuiste tú quien introdujiste el
factor azar en el universo. Así es que, ahora, sufre las consecuencias.
—¿Tiene que corresponder la copia con alguna edición en particular?
—Con la edición «Blackstone Readers» del Treinta y Siete. Y estos volúmenes que
tengo aquí servirán perfectamente —contestó Michael—. He tenido una charla con los
monos y están dispuestos a aplicarse a la tarea. Me ha costado ochenta mil años
conseguir que pudieran hablar, pero eso no representa nada cuando hablamos de tiempo.
—¡Vaya! ¿Acaso hablamos alguna vez de tiempo? —protestó Boshel.
—He hecho un trato con los monos. Serán inmunes a la fatiga y al aburrimiento. Pero a
ti no puedo prometerte lo mismo.
—Bueno, Michael, como esto puede durar bastante, me pregunto si no podría tener
alguna especie de reloj para ir comprobando qué tal de rápidas van saliendo las cosas.
Así es que Michael le hizo un reloj. Era un cubo de piedra de un parsec de arista.
—No tienes que darle cuerda, Bosh. No tienes que hacerle nada —le explicó Michael—
. Un pequeño pájaro llegará cada milenio y afilará su pico en esta piedra. Podrás contar el
paso del tiempo por la disminución de la piedra. Es un buen reloj, y sólo tiene una parte
móvil, que es el pájaro. No te garantizo que hayas podido terminar todo el proyecto
cuando haya desaparecido la piedra, pero al menos podrás saber el tiempo que ha
pasado.
—Es mejor que nada —dijo Boshel—, pero esto va a ser una pesadez. Creo que ese
concepto del tiempo es algo medieval.
—Así soy yo —dijo Michael—. Sin embargo, te diré lo que puedo hacer, Bosh. Te
puedo encadenar a esa piedra y hacer que otro gran pájaro se lance sobre ti en picado y
te arranque trozos de hígado. Eso mismo estaba escrito en otro libro, en aquella librería.
—Me haces morir de risa, Mike. No será necesario. Pasaré el rato de algún modo.
Boshel hizo que los monos se pusieran a trabajar. Estaban condicionados para que
pulsaran las teclas de las máquinas de escribir al azar. Al cabo de un corto período de
tiempo (según cuentan el tiempo las Grandes Criaturas), los monos ya habían producido
palabras enteras de Shakespeare: «Permitir», que se encuentra en la escena dos del
primer acto de Ricardo III; «Ir», que está en la escena dos del acto segundo de Julio
César; y «Ser»; que aparece en la primera escena y acto de La tempestad. Boshel se
sentía muy animado.
Al cabo de algún tiempo, uno de los monos produjo dos palabras de Shakespeare, una
detrás de la otra. Para entonces, el mundo hogar de Shakespeare (que era también el
mundo donde se encontraba aquella librería de Los Ángeles donde naciera tan gran idea)
ya había desaparecido desde hacía tiempo.
Al cabo de otro tiempo, los monos habían llegado ya a escribir frases enteras. Para
entonces, ya había transcurrido bastante tiempo.
El problema con aquel pequeño pájaro era que su pico no parecía necesitar estar muy
afilado cuando llegaba una vez cada mil años, Boshel descubrió que Michael le había
jugado una mala pasada de serafín y había estado alimentando al pájaro con natillas
blandas. El pájaro daba dos o tres ligeros picotazos a la piedra, y después se marchaba
para no volver hasta al cabo de otros mil años. Sin embargo, al cabo de no más de mil
visitas, ya se notaba un inconfundible arañazo en la piedra. Era una señal esperanzadora.
Boshel comenzó a comprender que la cosa se podía hacer. Finalmente, uno de los
monos —y no precisamente el más brillante— produjo una frase completa: «¿Qué dices
tú, tirano?» Y en ese mismo instante sucedió otra cosa. Fue algo sorprendente para
Boshel, pues era la primera vez que lo veía. Pero lo tendría que ver miles de millones de
veces antes de terminar.
Una mancha de polvo cósmico, situada en las regiones más alejadas del espacio, se
encontró con otra mancha. Esto no tendría que haber sido nada raro; siempre había
manchas que se encontraban con otras. Pero este caso fue diferente. Cada mancha —en
la dirección opuesta—, había sido la más alejada de todo el cosmos. Ya no podía alejarse
más que a aquella distancia. La mancha (un numerosísimo conglomerado de mundos
habitados) miró a la otra mancha con ojos e instrumentos y vio sus propios ojos e
instrumentos devolviéndole su misma imagen. Lo que veía la mancha era a sí misma. La
esfera cósmica tetradimensional había quedado completada. La primera mancha se había
encontrado a sí misma, saliendo de la otra dirección, y el espacio quedó transvertido.
Después, todo él se derrumbó. Las estrellas desaparecieron una tras otra y miríada tras
miríada. ¡Holocaustos de caída! Todos los orbes oscurecidos cayeron en el vacío, que
estaba al fondo. En el vacío no quedó nada, excepto una vaina cerrada y unas cuantas
cosas más, fuera de contexto, como Michael y sus asociados, y Boshel y sus monos.
Boshel se sintió incómodo por un momento. Se había acostumbrado al aspecto del
universo en expansión. Pero no tenía por qué sentirse incómodo. Todo empezó de nuevo.
Pasaron silenciosamente unos cuantos miles de millones de siglos. Una vez más, la
vaina explotó formando un chorro de chispas que viajaron y crecieron. Adquirieron forma y
movimiento y la vida volvió a aparecer sobre los abismos arrojados por aquellas chispas.
Y esto ocurrió una y otra vez. Cada ciclo parecía condenadamente largo mientras
estaba sucediendo; pero, mirándolo retrospectivamente, los ciclos eran solamente como
una luz parpadeante que se encendiera y se apagara. Y, en la Larga Retrospección, eran
como un alternador de alta frecuencia, que producía un increíble número de tales ciclos
por cada instante y continuaba por eras. Pero Boshel estaba empezando a aburrirse. No
había otra palabra con la que poder expresarlo.
Cuando sólo se habían completado unos pocos miles de millones de ciclos cósmicos,
había una hendidura tan grande en la piedra-roca, que se podía meter un caballo dentro.
El pequeño pájaro ya había hecho innumerables viajes para afilar su pico. Y, para
entonces, Pithekos Pete, el más rápido de los monos, ya había escrito por casualidad La
Tempestad, perfecta y completa. Todos se estrecharon las manos, ángel y monos. Por el
momento, era algo positivo.
Pero el momento no duró mucho. Pete, en lugar de seguir mecanografiando
furiosamente, por casualidad, para producir el resto de las obras, escribió su propia
versión mejorada de La Tempestad. Boshel estaba furioso.
—¡Pero si es mejor, Bosh! —protestó Pete—. Y tengo algunas ideas sobre el arte
teatral que realmente lo elevarán.
—¡Claro que es mejor! Pero no queremos nada mejor. Sólo queremos tener la misma
rima ¿Es que no os dais cuenta de que estamos elaborando un problema de
probabilidades casuales? ¡Oh, cabezas de chorlito!
—Déjame tener ese maldito libro durante un mes, Bosh, y te copiaré todo lo que hay
ahí al pie de la letra, y habremos terminado —sugirió Pithekos Pete. —¡Las reglas,
cabezas vacías, las reglas! —rugió Boshel—. Tenemos que guiarnos por las reglas.
Sabéis que eso no está permitido y, además, sería descubierto. Por mucho que me duela
decirlo, tengo razones para sospechar que uno de mis propios monos y asociados aquí
presentes es un informador. Nunca conseguiríamos hacerlo.
Después de este breve malentendido, las cosas fueron mejor. Los monos se aplicaron
a cumplir con su tarea. Y al cabo de un número de ciclos, expresados por nueve seguido
de ceros suficientes para extenderse alrededor del universo hasta un período justo
anterior a su colapso (el radio y la circunferencia de la esfera final son, evidentemente, lo
mismo), quedó preparada por fin la primera versión completa.
Era errónea, desde luego, y tuvo que ser rechazada. Pero había en ella menos de
treinta mil errores; eso presagiaba grandes cosas y un triunfo final.
Más tarde (¡pero podía ser aún más tarde!) llegaron a acercarse bastante. Cuando la
hendidura de la piedra-reloj podía contener ya un sistema solar de tamaño medio,
consiguieron una versión en la que sólo había cinco errores.
—Llegará —dijo Boshel—. Llegará con el tiempo. Y el tiempo es lo único de lo que
disponemos en gran cantidad.
Tarde —mucho, mucho más tarde—, pareció que ya disponían de una copia perfecta y,
para entonces, el pájaro ya había desgarrado casi la quinta parte de la masa de la gran
piedra, todo ello con sus visitas milenarias.
El propio Michael leyó la versión y no pudo encontrar ningún error. Pero no era
definitivo, desde luego, porque Michael era un lector impaciente y apresurado. Se
necesitaron tres lecturas para verificarlo, pero las esperanzas nunca fueron tan altas.
Transcurrió la segunda lectura, llevada a cabo por un ángel mucho más cuidadoso, y que
se pronunció diciendo que era una versión perfecta, letra por letra. Pero el lector había
terminado su lectura a últimas horas de la noche y podía haber mostrado cierta falta de
cuidado al final.
Y pasó la tercera lectura, que comprendió las treinta y siete obras, y todos los poemas
al final. Esta última lectura fue realizada por Kitabel, el propio ángel escribiente, que fue
nombrado para llevarla a cabo. Estaba a punto de firmar el certificado, cuando se detuvo.
—Hay algo que parece atascado en mi mente —dijo, y sacudió la cabeza para intentar
despejarse—. Hay algo como un eco que no está del todo correcto. No quisiera cometer
una equivocación.
Había escrito «Kitab...», pero no había terminado aún la firma.
—No podré dormir esta noche si no pienso en ello —se quejó—. Si había algo, no
estaba en las obras de teatro. Sé que estaban perfectas. Debe de tratarse de algo que
había en los poemas... algo situado bastante cerca del final..., alguna disonancia. O bien
la propia edición original tenía algún fallo, alguna línea escrita mal a propósito, o bien se
trata de un error en la transcripción que mi ojo ha pasado por alto, pero que recuerda mi
oído. Reconozco que, cuando ya me encontraba hacia el final, me sentía un poco
adormilado.
—¡Oh! ¡Por todos los mundos que fueron hechos firma! —rogó Boshel.
—Si has esperado todo este tiempo, no te morirás por esperar un poco más, Bosh.
—No apuestes por eso, Kit. Estoy a punto de estallar. Te lo aseguro.
Pero Kitabel volvió a la copia y lo encontró..., era un verso en el Fénix y la Tortuga:
Desde esta sesión queda vedada Toda ave de ala tirana, Salvo el águila, pluma
soberana: Mantened esta norma observada.
Eso era lo que decía el libro. Y lo que Pithekos Pete había escrito era casi lo mismo,
pero no exactamente lo mismo:
Desde esta sesión queda vedada Toda ave de ala tiranna, Salvo el águila, pluma
soberanna: Maldita máquinna, la n está atascada.
Y si no han visto nunca llorar a un ángel, las ¡palabras no podrán describir el
espectáculo que dio Boshel.
Esta misma noche siguen mecanografiando, por casualidad, porque aquella última
copia, tan cercana a la victoria, se produjo hace poco menos de un millón de miles de
millones de ciclos. Y sólo hace un momento —al principio del presente ciclo—, uno de los
monos consiguió escribir de un tirón, y por casualidad, no menos de nueve palabras
completas de Shakespeare.
Aún hay esperanza. Y, a estas alturas, el pájaro va ha socavado aproximadamente la
mitad de la masa de la roca.
LOS POSESOS
Arthur C. Clarke
Se dirigieron hacia el futuro... en busca de algo oculto en el distante pasado..
Y ahora, el sol que se encontraba delante estaba ya tan cerca que el huracán de
radiación estaba obligando al Swarm a volver hacia la oscura noche del espacio. No
tardaría en llegar el momento a partir del cual no podría acercarse más; las tempestades
de luz sobre las que rodaba de estrella en estrella no podían ser vencidas estando tan
cerca de su fuente. A menos que encontrara un planeta pronto y pudiera recogerse en la
paz y la seguridad de su sombra, tendría que abandonar este sol, como había tenido que
abandonar tantos otros antes.
Ya habían sido investigados y descartados seis fríos mundos exteriores. O bien
estaban helados, más allá de toda esperanza de encontrar vida orgánica en ellos, o bien
hospedaban a entidades de tipos que eran inútiles para Swarm. Para sobrevivir tendría
que encontrar anfitriones no muy distintos de aquellos que había dejado en su hogar
condenado y distante. El Swarm había iniciado el viaje hacía ya millones de años,
impulsado hacia las estrellas por los fuegos de su propio sol en explosión. Y, sin embargo,
incluso ahora se mantenía claro y nítido el recuerdo de su perdido lugar de nacimiento. Un
dolor que nunca moriría.
Había un planeta allá delante, con su cono de sombra oscilando a través de la noche
surcada por las llamaradas. Los sentidos que el Swarm había desarrollado durante su
largo viaje se extendieron hacia el mundo que se aproximaba, y lo encontraron bueno.
La despiadada vaharada de radiación cesó cuando el disco negro del planeta eclipsó el
sol. Dejándose llevar libremente por la gravedad, el Swarm cayó rápidamente hasta que
entró en contacto con el borde exterior de la atmósfera. La primera vez que hizo contacto
con un planeta casi significó su destrucción, pero ahora contrajo su tenue sustancia con la
habilidad automática propia de la larga experiencia, hasta que se formó una esfera
diminuta y homogénea. Su velocidad disminuyó lentamente, hasta que finalmente se
encontró flotando inmóvil entre la tierra y el cielo.
Durante muchos años surcó los vientos de la estratosfera, de un polo a otro, o dejó que
los silenciosos soplos del amanecer le impulsaran hacia el oeste, alejándole del sol
naciente. Encontró vida en todas partes, pero no halló inteligencia. Había cosas que se
arrastraban y volaban y saltaban, pero no había cosas capaces de hablar o construir.
Dentro de diez millones de años, podría haber allí criaturas con mentes que el Swarm
podría poseer y guiar para cumplir sus propios propósitos; pero ahora no había la menor
señal de ellas. No podía suponer cuál de las innumerables formas de vida del planeta
podría ser la dueña del futuro, y sin la existencia de un huésped de esa clase era inútil un
simple modelo de cargas eléctricas, una matriz de orden y auto-conciencia en un universo
dominado por el caos. Por sus propios medios, el Swarm no tenía control sobre la
materia, pero, una vez alojado en la mente de una raza consciente, no existía nada que
no pudiera alcanzar con sus poderes.
No era la primera vez, y no sería la última, que el planeta había sido explorado por un
visitante del espacio..., aunque nunca lo había sido por uno con una necesidad tan
peculiar y urgente. El Swarm se enfrentaba con un dilema torturante. Podía comenzar una
vez más sus viajes errabundos, con la esperanza de encontrar por fin las condiciones que
buscaba, o podía esperar allí, en aquel mundo, hasta que apareciera una raza que
conviniera a su propósito.
Se movió como la neblina a través de las sombras, dejando que los vientos
caprichosos le llevaran hacia donde quisieran. Los torpes y deformados reptiles del joven
mundo no le vieron nunca pasar, pero él los observaba, registrándolo y analizándolo todo,
tratando de extrapolarlo hacia el futuro. ¡Había tan poco entre lo que poder elegir en todas
aquellas criaturas! Ni una sola de ellas mostraba siquiera el más débil balbuceo de mente
consciente. Sin embargo, si abandonaba aquel mundo en busca de otro, podría seguir
vagando inútilmente por el universo hasta el final del tiempo.
Finalmente, tomó su decisión. Por su propia naturaleza, podía elegir ambas
alternativas. La parte más grande del Swarm continuaría sus viajes entre las estrellas,
pero una parte permanecería en aquel mundo, como una semilla plantada con la
esperanza de una futura cosecha.
Comenzó a moverse sobre su cuerpo tenue, aplanándose en forma de disco. Ahora,
estaba oscilando ya en las fronteras de la visibilidad; era como un fantasma pálido, como
un débil balbuceo de voluntad que, de repente, se dividió en dos fragmentos desiguales.
El movimiento fue muriendo poco a poco: el Swarm se había convertido en dos y cada
fragmento era una entidad que poseía todos los recuerdos del original y todos sus deseos
y necesidades.
Hubo un último intercambio de pensamientos entre padre e hijo, que eran también
hermanos gemelos. Si todo iba bien con los dos, se volverían a encontrar en el lejano
futuro, allí mismo, en aquel valle situado entre las montañas. El que se quedaba
regresaría a este punto a intervalos regulares, a través de los tiempos; el que continuaba
la búsqueda, enviaría allí un emisario si encontraba alguna vez un mundo mejor. Y
entonces volverían a estar unidos, y ya no serían exiliados sin hogar destinados a vagar
inútilmente entre las indiferentes estrellas.
La luz del amanecer empezaba a extenderse sobre las rugosas montañas nuevas
cuando el enjambre-padre se elevó hacia el sol. Cuando se encontraba en el borde de la
atmósfera la tempestad de radiación lo envolvió y lo lanzó irresistiblemente más allá de
los planetas, para empezar de nuevo la interminable búsqueda.
El que se quedó, inició también su tarea, casi sin esperanzas. Necesitaba un animal
que no fuera ni tan raro como para que la enfermedad o el accidente pudiera extinguirlo,
ni tan diminuto como para que no pudiera nunca adquirir poder sobre el mundo físico. Y
debía procrear con rapidez, de modo que su evolución pudiera ser dirigida y controlada
con la mayor celeridad posible.
La búsqueda fue larga y la elección difícil; pero, finalmente, el Swarm seleccionó a su
huésped. Como si se tratara de lluvia hundiéndose en el suelo árido, penetró en los
cuerpos de ciertos pequeños lagartos y comenzó a dirigir su destino.
Fue una tarea inmensa, incluso para un ser que nunca conocería la muerte. Una
generación tras otra de lagartos fue sucediéndose antes de que se pudiera producir la
más ligera mejora en la raza. Y siempre, en el momento acordado, el Swarm acudía al
lugar de la cita, entre las montañas. Siempre volvía en vano: no había ningún mensajero
procedente de las estrellas, trayéndole noticias de haber hallado una mejor fortuna en otra
parte.
Los siglos se prolongaron, convirtiéndose en milenios, y los milenios en eones. Según
los niveles del tiempo geológico, los lagartos estaban cambiando ahora rápidamente. En
realidad, ya no eran lagartos, sino criaturas de sangre caliente, cubiertas de piel peluda,
que cuidaban juntos de sus crías. Aún eran pequeños y débiles, y sus mentes eran
rudimentarias, pero contenían las semillas de la grandeza futura.
Pero, a medida que pasaban lentamente las eras, no sólo cambiaban las criaturas
vivientes. Los continentes se hacían pedazos, y las montañas eran desgarradas por el
peso de la incansable lluvia. A pesar de todos estos cambios, el Swarm siguió
manteniendo su propósito. Y siempre, en los períodos acordados, acudía al lugar del
encuentro elegido ya hacía mucho tiempo, esperaba pacientemente durante un tiempo y
después se marchaba. Quizá el enjambre-padre seguía buscando o quizá —era un
pensamiento demasiado duro y terrible para ser concebido— algún destino desconocido
se había apoderado de él y había terminado por seguir el camino de la raza que en otro
tiempo rigió. No podía hacer otra cosa que esperar a ver si la tozuda materia vital de
aquel planeta podía ser obligada a seguir el camino hacia la inteligencia.
Y así, pasaron los eones...
En alguna parte del laberinto de la evolución, el Swarm cometió un error fatal. Habían
transcurrido cien millones de años desde que llegara a la Tierra y se encontraba muy
débil. No podía morir, pero podía degenerar. Los recuerdos de su antiguo hogar y su
destino estaban desvaneciéndose: su inteligencia estaba disminuyendo, incluso mientras
su huésped subía la larga cuesta que le llevaría hacia la autoconciencia.
Por una ironía cósmica, el Swarm se había quedado exhausto al dar el ímpetu que un
día traería la inteligencia a este mundo. Había llegado a la última fase del parasitismo; ya
no podría seguir existiendo fuera de su huésped. Ya no podría volver a ser impulsado por
el viento y el sol, libremente, por el mundo. Para hacer el peregrinaje hacia el antiguo
lugar de la cita, tenía que viajar con lentitud y dolorosamente a través de miles de
pequeños cuerpos. Sin embargo, continuó la costumbre inmemorial, impulsado por el
deseo de reunión que le quemaba mucho más intensamente, ahora que conocía la
amargura del fracaso. Sólo si el enjambre-padre regresaba y le reabsorbía podría conocer
alguna vez nueva vida y vigor.
Los glaciares aparecieron y desaparecieron; por un verdadero milagro, las pequeñas
bestias que albergaban a la decadente inteligencia extraña consiguieron escapar a los
dedos agarrotados del hielo. Los océanos cubrieron las tierras, y la raza siguió
sobreviviendo. Incluso se multiplicó, pero no pudo hacer nada más. Este mundo no sería
nunca el suyo propio, porque allá, en el corazón de otro continente, un mono había bajado
de los árboles y se había puesto a mirar las estrellas con el primer brillo de curiosidad en
sus ojos.
La mente del Swarm se estaba dispersando, desparramándose por entre un millón de
cuerpos diminutos, siendo incapaz ya de unir y afirmar su voluntad. Había perdido toda su
cohesión; sus recuerdos se estaban desvaneciendo. Dentro de otro millón de años, como
máximo, habrían desaparecido por completo.
Sólo quedaba una cosa..., la ciega y urgente necesidad experimentada en los
intervalos, que por una extraña aberración se hacían cada vez más cortos, en los que se
sentía impulsado a buscar su consumación en un valle que había dejado de existir desde
hacía mucho tiempo.
Cruzando tranquilamente la línea proyectada por la luz de la luna, el crucero de placer
pasó junto a la isla con su faro parpadeante y penetró en el fiordo. Era una noche
tranquila y maravillosa, con Venus poniéndose por el oeste, mucho más allá de las
Feroes, y con las luces del puerto reflejadas, sin apenas un temblor, en las tranquilas
aguas que se extendían delante.
Nils y Christina se sentían muy contentos. Permaneciendo el uno junto al otro,
apoyados en la barandilla del barco, sus dedos estaban entrelazados, mientras
observaban cómo los troncos de los árboles pasaban silenciosamente ante ellos. Los
altos árboles permanecían inmóviles bajo la luz de la luna, con sus hojas imperturbables
incluso ante el más simple soplo de brisa, con sus delicados troncos elevándose como
sombras blanquecinas desde el fondo de las sombras. Todo estaba dormido; únicamente
el barco se atrevía a romper el hechizo que había embrujado la noche.
Entonces, de repente, Christina lanzó un ligero j gemido y Nils sintió cómo los dedos de
ella se apretaban convulsivamente sobre los suyos. Siguió la dirección de sus ojos;
estaba mirando fijamente hacia el otro lado de las aguas, hacia los silenciosos centinelas
del bosque.
—¿Qué ocurre, querida? —preguntó con ansiedad.
—¡Mira! —exclamó ella con un murmullo que Nils apenas si pudo escuchar—. ¡Allí...,
bajo los pinos!
Nils miró fijamente hacia allí y al hacerlo se fue desvaneciendo lentamente la belleza de
la noche y los terrores ancestrales volvieron arrastrándose desde el exilio. Porque, bajo
los árboles, la tierra estaba viva: una marejada salpicada de manchas marrones se
precipitaba por los acantilados hasta penetrar en las oscuras aguas. Allí había una
pequeña extensión de agua en la que la luz de la luna se rompía por las sombras. Todo
parecía estar cambiando, incluso mientras observaba: la superficie de la tierra parecía
estar deslizándose hacia abajo como si se tratara de una cascada lenta que buscara la
unión con el mar.
Y, entonces, Nils se echó a reír y el mundo adquirió de nuevo su cordura. Christina le
miró, extrañada, pero habiendo recuperado ya su confianza.
—¿No recuerdas? —preguntó con una sonrisa—. Lo hemos leído esta mañana en el
periódico. Hacen lo mismo cada pocos años, y siempre por la noche. Hace ya varios días
que dura.
El la estaba acariciando, haciendo desaparecer la tensión de los últimos minutos.
Christina le devolvió la mirada y en su rostro apareció una ligera sonrisa.
—¡Claro! —exclamó—. ¡Qué estúpida he sido!
Después, se volvió una vez más hacia la tierra y su expresión se hizo triste, pues era
una persona de corazón tierno.
—¡Pobres pequeños! —dijo, suspirando—. Me pregunto por qué lo harán.
Nils se encogió de hombros con indiferencia.
—Nadie lo sabe —dijo—. Es simplemente uno de esos misterios sin resolver. No
deberíamos pensar en ello si te preocupa. Mira..., ¡no tardaremos en llegar al puerto!
Se volvieron hacia las luces que parecían atraerles y en las que se encontraba su
futuro, y Christina sólo volvió la mirada una vez hacia la riada trágica y estúpida que
todavía seguía fluyendo por debajo de la luz de la luna.
Obedeciendo una necesidad urgente, cuyo significado nunca habían conocido, las
condenadas legiones de los lemingos estaban encontrando el olvido debajo de las aguas.
ESPECIES PROTEGIDAS
H. B. Fyfe
Cuando los hombres llegaron al planeta, encontraron ruinas, y unos cuantos seres
extraños, difíciles de ver. Y decidieron proteger las especies..., lo que fue una idea
errónea, basada en una comprensión inadecuada de los hechos.
La estrella amarilla, de la que Torang era el segundo planeta, brillaba cálidamente
sobre el grupo de hombres que observaban la presa medio construida, desde las alturas.
A una distancia de ciento veintiocho millones de kilómetros, el efecto era bastante
terrestre, siendo la estrella algo más pequeña que el Sol.
Para Jeff Otis, recién salido del salto a través del espacio desde la estrella de brillo
extra que era el otro componente del sistema binario, el color resultaba enervante. Los
pantalones cortos y la ligera camisa que le había suministrado el coordinador del planeta
estaban empapados de sudor. Se pasó la mano por la frente y se volvió hacia su anfitrión.
—Muy buen trabajo, Finchley —dijo, con un cumplido—. Es fácil comprobar que tiene
aquí las riendas bien sujetas.
Finchley sonrió con una leve mueca. Tenía un rostro amplio, duro y plano, con labios
apretados y unos ojos azules que eran dos simples hendiduras. Desde la mañana
anterior, Otis había estado intentando captar una expresión en ellos.
Se sentía incómodo, al darse cuenta de que sus propios gestos eran demasiado
francos y abiertos para un inspector de instalaciones coloniales. Por un lado, tenía
demasiadas líneas y huecos en su rostro, como consecuencia de estar crónicamente por
debajo de su peso normal, de tanto viajar por el espacio, entre los dieciséis planetas del
sistema binario.
Otis se dio cuenta de que los ayudantes de Finchley le observaban furtivamente.
—Sí, Finchley —repitió, para romper el pequeño silencio—, está usted trabajando muy
bien en la terminal hidroeléctrica. ¿Cuándo me va a mostrar la capital que está
construyendo?
—Podemos volar allí ahora mismo —contestó Finchley—. Hemos trazado límites
aproximados por debajo de esas ruinas precoloniales que hemos visto desde el
helicóptero.
—¡Oh, sí! ¿Sabe una cosa? Cuando volamos sobre ellas quise hacerle la observación
de que se parecían bastante a restos similares existentes en algún otro de los planetas.
Se contuvo al observar cómo los delgados labios de Finchley se apretaban un poco
más. Evidentemente, el coordinador estaba tratando de ser paciente y amable con un
oficial del que esperaba conseguir un buen informe, pero Otis comprendía que el otro
preferiría seguir con su tarea de construir la colonia.
Llegó a la conclusión de que no podía culpar a Finchley por eso. Se trataba del quinto
sistema planetario que los terrestres habían encontrado en su expansión por el espacio, y
para un hombre de éxito en su trabajo, habría tareas más grandes a realizar en el futuro.
La civilización estaba llegando al fin a las estrellas. Otis supuso que también él era una
especie de pionero, aunque normalmente se encontraba demasiado ocupado como para
sentirse así.
—Bueno, le mostraré más tarde algunas fotografías —dijo—. Ahora mismo, nosotros...
Dígame, ¿a qué se debe todo ese jaleo allá abajo?
En la garganta del fondo, los hombres habían dejado sus herramientas y parecían
acudir presurosamente hacia un mismo punto. Hasta la parte alta de los riscos llegaban
débilmente los excitados gritos de los hombres.
—Probablemente, se trata de una caza de monos —supuso uno de los ingenieros de
Finchley.
—¿Monos? —preguntó Otis, sorprendido.
—No son exactamente eso —le corrigió Finchley, con paciencia—. Es la denominación
que solemos utilizar para lo que en nuestros informes mencionamos como torangs.
Tienen el aspecto de monos un poco grandes, escuálidos y grises; pero son los únicos
seres vivos lo bastante grandes como para ser nombrados según el planeta.
Otis se quedó mirando fijamente hacia el barranco. La mayor parte de los nombres
habían abandonado sus esfuerzos y regresaban lentamente a su trabajo. Dos o tres de
ellos, blandiendo pistolas, siguieron corriendo y desaparecieron tras una curva del terreno.
—Ahora nunca lo cogerán —comentó el piloto de Finchley.
—¿Les deja echar a correr cada vez que tienen ganas de hacerlo? —preguntó Otis.
Finchley se enfrentó estólidamente a su curiosa mirada.
—Estoy a favor de cualquier cosa que rompa la monotonía, señor Otis. Ya sabe que
tenemos un problema de moral. Este planeta es una colonia clave y me gusta hacer las
cosas de modo que el trabajo se desarrolle con suavidad.
—Sí, supongo que todavía no hay muchas cosas con las que poder divertirse.
—Exactamente. Yo mismo no comprendo qué puede haber de deporte en eso, pero les
dejo hacer. Lo que importa es que estamos al corriente de nuestro trabajo.
—En todo caso, adelantados —le aplacó Otis— Bien, ¿volvemos ahora a la ciudad?
Finchley indicó el camino de regreso al helicóptero. El piloto y Otis esperaron, mientras
el otro sostenía una breve conversación final con sus ingenieros. Después, subieron al
aparato y levantaron el vuelo.
Más tarde, mientras volaban sobre la red de caminos que estaban siendo apianados
por los bulldozers de Finchley, Otis admitió en voz alta que el emplazamiento había sido
bien elegido. Se encontraba junto a una larga y estrecha bahía que se retiraba desde el
distante océano para recoger las aguas del mismo río en el que se estaba construyendo
la presa, aguas arriba.
—Esos acantilados de allí —dijo Finchley, señalando— surgieron al final de la
civilización que pudo haber por aquí... Eso es, al menos, lo que dicen mis geólogos.
Podemos volar de regreso por ese camino, y verá que la ciudad antigua se encontraba
situada al fondo de la bahía.
El piloto saltó y se dirigió hacia los acantilados. Otis vio que éstos formaban el borde de
una meseta. En uno de sus puntos, su continuidad quedaba cortada por un profundo
barranco.
—Por ahí es por donde corría el río hace miles de años —le explicó Finchley.
Llegaron a un punto desde el que se podían distinguir bien los contornos de la ciudad
en ruinas. Otis sabía, por haberlas visto desde el aire, que eran evidentemente más
planas de lo que parecían estando entre ellas.
—Tuvo que haber sido un lugar grande y hermoso —señaló—. ¿Alguna idea sobre la
clase de seres que la construyeron, o de qué les sucedió?
—Todavía no hemos tenido tiempo para eso —contestó Finchley—. Algunos
muchachos del equipo de exploración se pasan por allí de vez en cuando. La teoría más
usual parece ser la de que pertenecieron a los torangs.
—¿Los «animales» que estaban cazando antes? —preguntó Otis..
—Puede ser. No se puede asegurar, pero los excavadores han encontrado señales de
que la ciudad sufrió más de un golpe que no era precisamente un terremoto. Aseguran
haber encontrado demasiadas pruebas de incendios, misiles explotados y guerra, en
general... y también en otros lugares. Así es que hemos supuesto que los torangs son
descendientes degenerados de los supervivientes de alguna guerra interplanetaria.
Otis consideró la sugerencia.
—Parece plausible —admitió—, pero tendría que hacer algo para asegurarse de que
está en lo cierto.
—¿Por qué?
—Porque si es así, tendrá que ordenar que sus hombres dejen de cazarlos;
degenerados o no, la Comisión Colonial tiene en vigor regulaciones sobre contactos con
cualquier clase de habitantes locales.
Finchley giró la cabeza para escudriñar a Otis, y se controló con un esfuerzo evidente.
—¿Con esos monos? —preguntó.
—Bueno, ¿cómo se puede saber con seguridad? ¿Ha tratado alguna vez de entrar en
contacto con ellos?
—¡Sí! Al principio, antes de que les tomáramos por animales.
—¿Y...?
—¡No pudimos acercarnos a ninguno de ellos! —exclamó Finchley, con vehemencia—.
Si tuvieran alguna clase de cultura semiinteligente, ¿no nos permitirían establecer alguna
especie de contacto?
—Sin duda alguna —admitió Otis—. Creo que sí. ¿Qué le parece si nos detenemos
unos minutos? Me gustaría echar un vistazo a esas ruinas.
Finchley miró su reloj de pulsera, pero dirigió al piloto, ordenándole que aterrizara en un
claro. El joven hizo descender el aparato con suavidad y los dos oficiales desembarcaron.
Otis, mirando a su alrededor, vio dónde habían estado excavando los arqueólogos.
Habían dejado sus herramientas abandonadas en el lugar..., el aire estaba seco aquí, ¿y
quién se iba a atrever a robar una pala?
Dejó a Finchley y rodeó un montón de escombros que habían sido apartados de la
entrada de uno de los edificios. El edificio en cuestión había sido construido en piedra, o
al menos revocado con ella. Una rápida mirada en la pequeña excavación le hizo llegar a
la conclusión de que había habido un marco de acero, pero que todo se había venido
abajo, como a causa de una explosión.
Se alejó andando un poco más y llegó a una sección de edificios presumiblemente más
altos donde las ruinas de piedra se elevaban sobre la superficie arenosa. Después de
haber deambulado por una o dos aberturas en forma de arco que parecían haber sido
ventanas, comprendió por qué los exploradores habían preferido excavar para obtener
información. Si las paredes estuvieron alguna vez cubiertas o decoradas por alguna clase
de objetos, el tiempo ya hacía mucho que las había destrozado. En cuanto a techo o
azotea, no quedaba nada.
—De todos modos, tuvo que haber sido una civilización altamente desarrollada —
musitó.
Su mirada captó entonces un movimiento en una de las aberturas oscurecidas por las
sombras, situada a su derecha. No recordaba haber visto a Finchley dejar el helicóptero
para seguirle, pero se sintió contento de contar con un guía.
—¿No lo cree así? —preguntó, en voz alta.
Volvió la cabeza, pero Finchley no estaba allí. De hecho, ahora que Otis se daba
cuenta de lo que le rodeaba, pudo escuchar las voces de los otros dos hombres,
charlando junto al aparato.
—¡He visto visiones! —gruñó, y empezó a salir por la antigua ventana.
Pero un cierto instinto le detuvo, cuando ya estaba medio fuera.
«Vamos, Jeff —se dijo a sí mismo—. ¡No seas tonto! ¿Qué puede haber aquí?
¿Fantasmas?» Por otra parte, se daba cuenta de que a veces era conveniente fiarse del
instinto, al menos hasta llegar a descubrir el origen de la sensación extraña. Cualquier
hombre del espacio estaría de acuerdo con ello. El hombre que desarrollaba un sexto
sentido animal era precisamente quien más vivía en planetas extraños.
Pensó que tuvo que haberse detenido un minuto completo o más durante el que no
pudo escuchar ni el más ligero sonido, excepto el murmullo de las voces, junto al aparato.
Echó un vistazo al interior de la cámara, que tenía unos veinte metros cuadrados y que
estaba suficiente, aunque no brillantemente, iluminada por la luz reflejada.
Allí no se podía ver nada, pero cuando volvió la cabeza a hurtadillas para echar un
vistazo por encima de su hombro, llegó a la conclusión de que aquella extraña sensación
que le recorrió la nuca tenía que significar algo.
«Espera un momento —pensó rápidamente—. No he visto toda la habitación.» El suelo
estaba lleno de escombros barridos por el viento que no dejarían huellas de pisadas. Se
sintió mucho más aliviado al darse cuenta de que estaba pensando en esa línea.
«Al menos, no me estoy imaginando fantasmas», pensó.
Dando un paso hacia adelante, extendió la cabeza por la abertura y lanzó una rápida
mirada hacia la izquierda, y después a la derecha, a lo largo de la pared. Al volverse hacia
la derecha, su mirada se encontró directamente con un par de ojos negros muy abiertos
que se cerraron ligeramente al encontrarse con los suyos.
El torang tenía aproximadamente su propia estatura de más de un metro ochenta,
debido principalmente a sus prolongadas extremidades, como las de un gibón, y estaba
en una postura igualmente encogida. Los brazos y las piernas, cubiertos por un pelaje
corto, rizado y gris, tenían las mismas proporciones generales que las extremidades
humanas, pero parecían ser muy largas para un tronco que parecía disponer de costillas
hasta abajo. Las juntas de los hombros y de las caderas estaban inclinadas de forma
compacta, como si el torang se hubiera desarrollado en un mundo con menor gravedad
que el del ser humano.
Pero fue el rostro lo que más sorprendió a Otis. La boca no tenía dientes y
probablemente estaba construida más para chupar que para masticar. ¡Pero los ojos! Se
proyectaban como los extremos de una pesa a cada lado del estrecho cráneo donde
tendrían que haber estado las orejas, y enfocaban los objetos con una evidente movilidad.
Fijándose más atentamente, Otis vio diminutas orejas debajo de los ojos, casi ocultas por
el pelaje rizado del cuello.
Se dio cuenta abruptamente de que sentía sus propios ojos como si estuvieran
abultándose, aunque no podía recordar el haber cambiado su expresión de curiosidad
casual. Su espalda también se estaba poniendo rígida. Se irguió cuidadosamente.
—¡Eh, hola! —murmuró, sintiéndose enormemente tonto, pero consciente de un cierto
impulso para encontrar una fórmula de compromiso entre un tono de saludo a otro ser
humano y otro de pacificación a un animal.
Entonces, el torang se movió con rapidez, pero sin prisas. De hecho, Otis llegó más
tarde a la conclusión de que lo hizo deliberadamente. Uno de los largos brazos se movió
hacia abajo hasta rozar el suelo.
Al instante siguiente, Otis apartó de un salto la cabeza de la abertura, cuando una
piedra pasó zumbando frente a su nariz.
—¡Eh! —protestó involuntariamente. Desde el interior le llegó el sonido de alguien
escarbando algo, como si las garras de un animal estuvieran agarrándose por entre los
cascajos para correr con mayor rapidez. Una vez recuperado su equilibrio, Otis se lanzó
temerariamente a través de la ventana.
—No sé por qué lo hice —admitió ante Finchley pocos minutos después—. Si me
detengo ahora a pensar cómo me podría haber destrozado el cráneo al pasar a través de
la ventana, supongo que en ese momento tendría que haber retrocedido y haber gritado,
llamándoles.
Finchley asintió con un gesto, pero su estrecha mirada parecía ser débilmente
aprobadora por primera vez desde que se habían encontrado.
—Se marchó, desde luego —siguió diciendo Otis—. Apenas si pude ver su espalda
desvaneciéndose a través de otra ventana.
—Sí, son bastante rápidos —intervino el piloto de Finchley—. Desde que estamos aquí,
los chicos no han podido agarrar a más de media docena. Sin embargo, en el cuartel
general tenemos a uno.
—Hum... —murmuró Otis, pensativamente.
Por sus otras observaciones, notó que no se había dado cuenta de todo, a pesar de
haber visto al torang frente a frente. Sintió una buena sorpresa cuando Finchley mencionó
los tres dígitos de las manos y los pies, por ejemplo.
Otis permaneció en silencio durante la mayor parte del vuelo de regreso al cuartel
general. Una vez allí, desapareció hacia las habitaciones que le habían sido asignadas,
dando una excusa superficial.
Aquella noche, durante una cena que Finchley trató de que fuera lo más atractiva
posible en una colonia relativamente nueva y tosca como aquélla, Otis se mostró
especialmente sociable. El coordinador se sintió agradecido.
—Parece como si por fin nos hubieran enviado a un tipo adecuado —comentó Finchley
a uno de sus ayudantes—. Habrá que buscar a un par de las mejores secretarias para
mantenerle feliz.
—Tengo entendido que casi le echa el guante a uno de los torang en las excavaciones
—dijo el otro.
—Echó a correr tras él sin ninguna arma. Supongo que se le acercó todo lo que pudo.
—Eso es como si no hubiera hecho nada —comentó el ayudante—. Son lo bastante
grandes como para destrozar a un hombre desarmado.
Mientras tanto y durante el resto de la noche, Otis estuvo continuamente ocupado
conociendo a gente nueva. Estaba tan ocupado en cambiar el giro de toda nueva
conversación, dirigiéndola hacia el tema de los torangs, y en hacer preguntas
aparentemente casuales sobre lo poco que se sabía de sus costumbres y su posible
pasado, que apenas se dio cuenta de estar recibiendo atenciones especiales. Como
inspector de visita que era, estaba acostumbrado a que los demás intentaran entretenerle
y distraerle.
A la mañana siguiente, encontró a Finchley en su despacho, en la poco elegante
estructura de un solo piso de hormigón y vidrio que era el cuartel general colonial.
Después de tomar asiento en una silla situada frente a la mesa del coordinador, Otis le
comunicó sus conclusiones. Los estrechos ojos de Finchley se abrieron un poco cuando
escuchó los detalles. Su rostro amplio y endurecido se sonrosó ligeramente.
—¡Oh, por...! Quiero decir, ¿por qué tiene que convertir esto en algo importante? De
todos modos, los hombres apenas si se encuentran con alguno de vez en cuando.
—Quizá porque son tan raros —contestó Otis, con calma—_. ¿Cómo sabemos que no
son seres inteligentes? Quizá si usted se encontrara en las ruinas de la civilización de sus
antepasados, reducido a un estado primitivo, tendría una actitud igualmente esquiva ante
un puñado de terrestres que aparecieran por allí haciendo tanto ruido.
Finchley se encogió de hombros. Parecía sentirse vagamente incómodo, como si
estuviera reflexionando sobre quién era más fácil de manejar, si Otis o cualquiera de los
malhumorados deportistas de sus equipos de construcción.
—Piense por un momento en la imagen general —le pidió Otis—. Después de siglos de
sueños y esfuerzos, estamos consiguiendo por fin penetrar en el espacio. Con toda la
miseria que hemos visto en varios de los sistemas coloniales en nuestra propia casa,
hemos tratado de planificar estas aventuras de modo que podamos evitar los errores.
Finchley asintió con un gruñido. Otis comprendió que su mente se encontraba en los
diagramas de progreso de sus numerosos proyectos.
—Es razonable pensar —siguió diciendo el inspector— que algún día encontraremos
un planeta con vida inteligente. Todavía somos nuevos en el espacio, pero esto tendrá
que ocurrir alguna vez, a medida que nos vayamos extendiendo. Esa es la razón por la
que la Comisión estableció reglas sobre las formas de vida natural. ¿O es que no ha le do
últimamente esa parte del código?
Finchley se removía de un lado a otro en su silla.
—¡Escuche! —protestó—. No crea que soy u vándalo endurecido que no tiene en la
cabeza otro pensamiento que el de exterminar cualquier cosa que se mueva en Torang.
¡Yo no voy por ahí abrazando a los monos!
—Lo sé, lo sé —le calmó Otis—. Pero antes de que la Comisión Colonial sancione
cualquier destrucción de vida indígena, tendremos que demostrar además de que no es
inteligente, que la especie existe en número suficiente como para evitar la extinción.
—¿Y qué espera que haga al respecto?
Otis le observó con una expresión de cierta simpatía. Finchley era el tipo duro que la
Comisión necesitaba para hacerse cargo de las primeras fe reas de una colonia en un
planeta extraño, pero n era un tipo irrazonable. Lo único que deseaba era que le dejaran
solo para enfrentarse con el duro trabajo que le esperaba.
—Anuncie una orden prohibiendo la caza de lo torangs —dijo Otis—. Tiene que haber
alguna otra cosa que los hombres puedan perseguir.
—¡Oh, sí! —admitió Finchley—. Hay verdadero enjambres de cosas parecidas a
conejos y otro tipo de sabandijas corriendo por la maleza. Pero no sé..
—Es una práctica usual —le recordó Otis—. Nosotros mismos tenemos muchas
especies protegida en la Tierra. Especies que ahora estarían extinguida de no haber sido
por las leyes sobre la caza.
Al final, acordaron que Finchley haría todo lo que pudiera por hacer entrar en vigor una
prohibición, siempre y cuando Otis obtuviera una orden formal del cuartel general del
sistema. El inspector abandonó el despacho y se dirigió directamente hacia el centro de
comunicaciones, donde llenó un largo informe dirigido al despacho del coordinado] jefe,
situado en la otra parte del sistema binario.
La respuesta tardó varias horas en llegar a Torang. Cuando finalmente llegó, aquella
misma tarde se marchó a buscar a Finchley.
Encontró al coordinador inspeccionando una recién terminada factoría conservera,
junto a la costa, contento ante el término de uno de los elementos que permitirían el
autoabastecimiento de la colonia.
—Aquí está —le dijo Otis, haciendo oscilar la copia del mensaje—. Firmado por el
propio jefe. «Con fecha de hoy, los seres similares a monos denominados torangs,
indígenas del planeta, etcétera, etcétera, han de ser considerados como una especie rara
y protegida, bajo las regulaciones que..., etcétera, etcétera.»
—Eso es suficiente —dijo Finchley, con un amistoso encogimiento de hombros—.
Démelo y lo haré transmitir por el sistema de dirección pública y por los boletines.
Otis regresó satisfecho hacia el helicóptero que le había traído desde el cuartel general.
—¿Regresamos, señor? —le preguntó el piloto.
—Sí..., ¡no! Lléveme a esa vieja ciudad, aunque sólo sea por diversión. El otro día no
pude darle más que un vistazo, y me gustaría verlo mejor antes de marcharme.
Volaron sobre las planicies, entre el mar y los acantilados que se elevaban,
escarpados. En la distancia, Otis vio fugazmente una imagen de la presa que se le había
mostrado el día anterior. Esta colonia se desarrollaría bien, reflexionó, mientras él
comprobaba detalles como la preservación de las formas de vida nativas.
Finalmente, el piloto aterrizó en el mismo lugar en que lo hiciera durante su anterior
visita a las antiguas ruinas. En aquel momento, alguien más estaba en el escenario. Otis
vio a un par de hombres a los que tomó por los arqueólogos.
—Sólo daré una pequeña vuelta por ahí —le dijo al piloto.
Se dio cuenta de que los dos hombres le miraban desde donde se encontraban, junto a
las palas y otras herramientas, así es que se detuvo para saludarles. Tal y como había
pensado, estaban excavando en las ruinas.
—En realidad, estamos tomando algunas medidas —dijo el rubio, quemado por el sol y
que se presentó como Hoffman—. Tratamos de sacar alguna idea sobre qué clase de
seres construyeron este lugar.
—¡Oh! —exclamó Otis, sintiéndose interesado—. ¿Cuál es la última teoría?
—No debieron de ser seres muy diferentes a nosotros —le dijo Hoffman al inspector,
mientras su compañero les dejaba para recoger otra carga de artefactos—. A juzgar por el
tamaño de las habitaciones, por la altura de las puertas y por cosas como las escaleras —
siguió diciendo—, tenían una estatura bastante similar a la nuestra, aunque, desde luego,
sólo se trata de una estimación aproximada.
—Pudieron ser antepasados de los torangs, ¿eh? —preguntó Otis.
—Es muy posible, señor —contestó Hoffman, con una rapidez en la que se adivinaba
que era ése su propio punto de vista—. Pero todavía no hemos excavado lo suficiente
como para suponer siquiera el tipo de cultura que tenían, ni tampoco hemos podido llegar
a ninguna conclusión en relación con su psicología o costumbres sociales.
Otis hizo un gesto de asentimiento, pensando que debía mencionar el nombre del joven
a Finchley, antes de abandonar Torang. Dio una excusa cuando regresó el otro hombre
con una caja con algunos restos que la pareja había desenterrado, y echó a andar por
entre los edificios intocados.
Al cabo de pocos minutos, se encontraba en la sección de estructuras más elevadas en
las que se había encontrado al torang el día anterior.
—Me pregunto si no debería volver a mirar en el mismo sitio —murmuró, en voz alta—.
No..., ése sería el último lugar al que regresaría ese ser..., a menos que tenga allí su cubil.
Se detuvo un instante para orientarse; después, se encogió de hombros y rodeó un
montón de ruinas, dirigiéndose hacia lo que le pareció que era el edificio en cuestión.
«Estoy bastante seguro de que era éste —musitó—. Sí, las sombras que hay alrededor
de esa ventana parecen las mismas... También es el mismo momento del día.»
Se detuvo, casi con un sentido de culpabilidad, y miró hacia atrás, para asegurarse de
que nadie estaba observando su regreso a la escena de su pequeña aventura. Después
de todo, un inspector de instalaciones coloniales no debería estar rondando por ahí, a la
caza de fantasmas, como un niño pequeño.
Sintiéndose solo, se introdujo bruscamente por el arco semidestrozado... y se detuvo
de pronto, helado.
—Encantado de conocerle —dijo el torang, con una voz suave, bastante zumbante—.
Pensamos que posiblemente volvería usted a este mismo sitio.
Otis abrió la boca, en busca de respiración. Los ojos negros que se proyectaban desde
las partes laterales de la estrecha cabeza le recorrieron de arriba abajo, dándole la
desagradable sensación de que le estuvieran midiendo para lanzar sobre él una salva de
artillería.
—Se me conoce como Jal-Ganyr —dijo el torang—. A menos que se me haya
informado incorrectamente, usted es conocido como Jeff-Otis.
—Así es.
Esta última afirmación fue hecha casi sin ninguna inflexión, pero alguna esquina de la
mente de Otis, que aún seguía funcionando, la interpretó como una pregunta. Dio un
profundo suspiro, repentinamente consciente de que se había olvidado de respirar
durante un instante.
—No sabía..., sí, así es..., no sabía que ustedes los torangs pudieran hablar terrestre.
O cualquier otro idioma. ¿Cómo...?
Dudó, mientras un millón de preguntas bullían en su mente, esperando ser planteadas.
Con una actitud ausente, Jal-Ganyr se rascó el pelaje gris de su pecho con su mano
izquierda de tres dedos, pacientemente sentado en cuclillas sobre una roca plana. De
algún modo, Otis tuvo la impresión de que se le había permitido derrochar el tiempo sólo
gracias a una amabilidad disciplinada.
—Yo no soy de los torangs —dijo Jal-Ganyr, con su voz sibilante—. Yo soy de los
myrbs. Probablemente, ustedes dirían myrbii. No he sido informado. —¿Quiere decir que
es el nombre que se aplican a sí mismos? —preguntó Otis.
Jal-Ganyr pareció considerar la pregunta, mientras sus ojos móviles se encogían hacia
adentro para escudriñar el rostro del terrestre.
—Más que eso —dijo al fin, cuando lo hubo pensado—. Quiero decir que pertenezco a
la raza originada en Myrb, no en este planeta.
—Antes de continuar —insistió Otis—, dígame al menos cómo aprendió nuestra
lengua.
Jal-Ganyr hizo un gesto fugaz. Su rostro era ilegible para el terrestre, pero Otis tuvo la
impresión de que había querido expresar el equivalente de una sonrisa y de un
encogimiento de hombros.
—En cuanto a eso —dijo el myrb—, posiblemente la aprendí yo antes que usted. Les
hemos estado observando desde hace mucho tiempo. No creería usted desde hace
cuánto tiempo.
—Pero ¿entonces...? —Otis se detuvo; seguramente, con aquello quería decir que les
estaban observando antes de que los colonizadores hubieran aterrizado en este planeta.
Sentía cierto temor de que pudiera significar incluso que mucho antes de que llegaran a
este sistema solar. Apartó el pensamiento de su mente y preguntó—: Pero entonces,
¿cómo es que viven así, entre las ruinas? ¿Por qué esperar hasta ahora? Si se hubieran
comunicado con nosotros, podrían haber contado con nuestra ayuda para reconstruir...
Dejó desvanecer su voz, preguntándose qué habría sonado mal. Jal-Ganyr hizo rodar
sus ojos divertidamente, como en un gesto de desdén hacia las ruinas que les rodeaban.
Una vez más, parecía estar considerando todas las implicaciones de las preguntas de
Otis.
—Captamos el mensaje que dirigió a su jefe —contestó finalmente—. Decidimos
entonces que ya había llegado el momento de comunicarnos con uno de ustedes. No
tenemos ningún interés en reconstruir nada. Hemos ocultado los alojamientos para
nosotros mismos.
Otis se dio cuenta de que sus labios estaban secos debido a que, inconscientemente,
había dejado la boca abierta. Se los humedeció con la punta de la lengua, y se relajó lo
suficiente como para apoyarse contra la pared.
—¿Se está refiriendo a la obtención de la orden en la que se les proclama como una
especie protegida? —preguntó—. ¿Tienen instrumentos para interceptar esas señales?
—Tengo. Tenemos —dijo Jal-Ganyr simplemente—. Se ha decidido que ya se han
extendido lo suficiente en el espacio como para hacer necesario un contacto con algunos
de los más reflexivos de entre ustedes. Posiblemente, eso facilitará las cosas en el futuro
a nuestros observadores.
Otis se preguntó cuánto había de ironía en aquello. Recordó entonces el «espécimen
disecado» existente en el cuartel general y se sintió peculiarmente aliviado por no haber
ido a verlo.
«He tenido la suerte —se dijo a sí mismo—. He sido el primero en descubrir a los
primeros seres inteligentes más allá del Sol.»
—Esperábamos encontrarnos finalmente con seres como ustedes. —dijo en voz alta—.
Pero ¿por qué me ha elegido a mí?
Se dio cuenta de que la pregunta parecía inútil, pero produjo resultados inesperados.
—Por su mensaje. Tomó usted de una forma pequeña la misma decisión que nosotros
tomamos de una forma grande. Deducimos que sería usted capaz de comprender nuestro
sentimiento y nuestra vergüenza por lo que sucedió entre nuestras razas... hace mucho
tiempo.
—¿Entre...?
—Sí. Durante mucho tiempo, pensamos que todos ustedes habían desaparecido. Nos
agrada mucho verles de vuelta en algunos de sus viejos planetas. Otis se le quedó
mirando fijamente. Algún instinto debió de permitir al myrb interpretar su expresión de
enorme extrañeza. Pidió rápidamente disculpas.
—Es posible que me haya olvidado de explicar lo de las ruinas —dijo Jal-Ganyr,
volviendo a mirar lentamente a su alrededor—. No son ruinas nuestras —añadió con
suavidad—. Son de ustedes.
VUELTA A EMPEZAR
Michael Shaara
Existen circunstancias en las que resulta extremadamente difícil establecer
comunicación con otro individuo... o raza. Un nuevo autor considera un punto que podría
convertir en bastante fútiles las comunicaciones técnicamente adecuadas...
Grandes fueron los Antha, así dice el Primer Libro de la historia, quizá más grandes
que cualquiera de los Pueblos Galácticos, y fueron brillantes y justos, y su reino fue largo
y en todo eran grandes y orgullosos, incluso en la manera de su muerte...
Prefacio a Loab: Historia de la Raza Maestra
La enorme bola roja de un sol colgaba brillante sobre la pantalla.
Jansen ajustó el botón de plano oblicuo, su rostro se tensó y mostró una expresión de
fatiga. El sol salió por la derecha de la pantalla y fue sustituido por la viveza negra del
espacio y por el millón de luces moteadas de las lejanas estrellas. Un instante después, el
sol volvió a atravesar silenciosamente la pantalla y desapareció por la izquierda. Una vez
más, no había otra cosa, excepto espacio y estrellas.
—¿Lo has intentado de nuevo? —preguntó Cohn.
—No, no tiene objeto —murmuró Jansen, lanzando un juramento—. Nada. Siempre
nada. Nunca se encuentra una bendita cosa.
Cohn reprimió un suspiro y comenzó a ajustar los controles.
En las mentes de ambos se encontraba el único y amargo pensamiento de que sólo
habría una última oportunidad y de que después regresarían a casa. Y era un trayecto
demasiado largo para regresar a casa sin nada.
Una vez ajustados los controles, ya no les quedaba nada por hacer. Los dos hombres
se encaminaron lentamente hacia la sala de hibernación. Subiendo dolorosamente al
acero aplanado de las camas, se tumbaron de espaldas y esperaron a que funcionaran
los mecanismos, a que comenzara la congelación.
Habiendo girado en su curso, la nave espacial se introdujo en el vacío abierto. Sus
portillas estaban abiertas y adquiría cada vez mayor velocidad a medida que se alejaba
de la enorme estrella roja.
El objeto fue avistado por el último miembro de la patrulla, cuando la enorme nave de
los Exploradores Galácticos cruzó el borde del Gran Desierto de Rim, oscilando
ampliamente y trazando una larga y lenta curva. Aparecía allí, en el masómetro, como un
débil blip, y, desde luego, se informó directamente a Roymer.
—Informe —dijo brevemente.
El teniente Goladan, un joven higiandriano algo pomposo, emitió el equivalente
higiandriano de una ligera tos y después informó.
—Observe —dijo el teniente Goladan— que no se trata de un meteoro, pues su
velocidad es mucho mayor.
Roymer hizo un paciente gesto de asentimiento.
—Y, una vez más, su velocidad está disminuyendo —Goladan consultó sus cifras— a
un índice de veinticuatro dinas por segmento. Como la órbita parece sostenerse
directamente sobre la estrella Mina, y la disminución de la velocidad es de un cierto origen
arbitrario, tenemos que llegar a la conclusión de que ese objeto es una nave espacial.
Roymer sonrió.
—Muy bien, teniente.
Y Goladan comenzó a brillar y a expandirse como si fuera una nova diminuta.
«Un buen hombre —pensó Roymer con tolerancia—; la suya es una raza de hombres
buenos. Han tardado dos millones de años en conseguir los vuelos espaciales; no se
puede esperar de ellos más que una especie de actitud adolescente.» —¿Quiere llamar a
Investigación Mental, por favor? —pidió Roymer.
Goladan se marchó presuroso, para regresar casi inmediatamente con Trian, el jefe no
humano y de pesada cabeza de la Sección de Investigación Mental.
Trian miró con atención hacia Roymer, con una cosa similar a un ojo y con una
expresión de interrogación preocupada.
—¿Sí, mi comandante?
La pregunta fue formulada mentalmente. Los de la especie de Trian no tenían aparato
vocal. Nunca lo habían necesitado en la larguísima historia de su raza.
—¿Quiere quedarse, por favor? —pidió Roymer y después apretó un botón y habló con
el equipo dé abordaje—. Preparados para contacto con extraños.
El cambio abrupto de dirección sólo fue percibido en la placa de visión, mientras las
estrellas se deslizaban silenciosamente. La nave patrulla trazó un arco, oscilando hacia el
interior del desierto y situándose en un curso paralelo a la nueva y extraña nave,
manteniendo una discreta distancia de aproximadamente un año-luz.
Los dispositivos exploradores permitieron enfocar inmediatamente el objeto y Goladan
sonrió con una mueca, lleno de placer. Sí, era una nave espacial y también extraña. Sin
duda alguna, se trataba de una raza primitiva. Comunicó estos pensamientos en voz alta
a Roymer.
—Sí —dijo el comandante, mirando fijamente el extraño y pequeño objeto como un
proyectil—. Es de un tipo primitivo. Cabría preguntarse qué es lo que están haciendo en el
desierto.
Goladan adoptó una expresión de intensa curiosidad.
—Trian —dijo Roymer, agradablemente—, ¿quiere hacer el favor de establecer
contacto?
La enorme cabeza se elevó y bajó una sola vez y después se quedó mirando fijamente
hacia la pantalla. Hubo un momento de profundo silencio. Después, Trian se volvió para
mirar a Roymer, y había una expresión claramente humana de sorpresa en sus cosas
similares a ojos.
—Nada —llegó el pensamiento—. No puedo detectar ninguna presencia.
Roymer elevó una ceja.
—¿Existe alguna barrera?
—No. —Trian se había vuelto para mirar hacia la pantalla—. Al menos no una barrera
que yo pueda detectar. Pero no hay nada. A bordo de esa nave no hay ninguna actividad
sensorial.
Las palabras de Trian tenían que ser creídas, desde luego, y Roymer se sintió
desilusionado. Una nave espacial, vacía de toda clase de vida... Roymer se encogió de
hombros. Sería una nave abandonada. Pero entonces, ¿por qué aquella velocidad
decreciente? Eso sólo podría explicarse mediante controles preestablecidos, pero ¿por
qué? Evidentemente, si alguien abandonaba una nave no la prepararía para...
Fue interrumpido por el pensamiento de Trian.
—Perdóneme, pero no hay nada. ¿Puedo regresar a mi sección?
Roymer hizo un gesto de asentimiento y le agradeció su presencia, y Trian se marchó
pausadamente.
—¿Nos preparamos para abordarla, señor? —preguntó Goladan.
—Sí.
Y después, Goladan se marchó para dar sus orgullosas ordenes.
Roymer siguió mirando fijamente la nave primitiva que aparecía sobre la placa. Era
curioso. Siempre resultaba muy interesante encontrarse con naves abandonadas. Corrían
historias de que no eran más que viejas y silenciosas tumbas que habían permanecido
viajando, quizá durante millones de años, en las profundidades del espacio. Al principio,
Roymer había esperado que la nave estuviera tripulada y que fuera extraña, pero a estas
alturas, ya resultaba raro establecer contacto con una raza aislada. Sí, era algo
extremadamente raro. No era algo que se pudiera esperar, y él se sentiría contento con
esta nave antigua, indudablemente vacía.
Y entonces, y ante la completa sorpresa de Roymer, la nave hacia la que estaba
mirando fijamente cambió abruptamente de curso, giró sobre su eje y emprendió un nuevo
curso como si se tratara de algo vivo.
Cuando los deshibernadores fueron activados y le despertaron, Jansen permaneció
durante un momento sobre la superficie de acero, parpadeando. Como sucedía siempre
con la hibernación, resultaba difícil decir al principio si es que había sucedido realmente
alguna cosa. Todo era como un rápido parpadeo y nada más, y después se encontraba
uno echado, sintiendo exactamente como siempre, pensando los mismos pensamientos y
si, en todo caso, había algo diferente, quizá sólo fuera que uno se había convertido en un
pequeño ser entumecido. Y, sin embargo, durante ese parpadeo pasaba mucho tiempo y
los meses transcurrían —Jansen sonrió— como postes de una valla.
Elevó una mirada lánguida hacia la bombilla roja del techo. Fuera. Suspiró. La
hibernación había llegado y se había ido. Se sintió vagamente defraudado y pensó que la
próxima vez, antes de someterse a la hibernación, descabezaría un pequeño sueño.
Saltó de la mesa y se dio cuenta de que Cohn ya se había dirigido hacia la sala de
control. Se adaptó al pensamiento de que se estaban aproximando a un nuevo sol y
entonces recordó, de repente, que éste sería el último, y que después regresarían a casa.
Que éste, por lo menos, tuviera planetas. Haber estado todo aquel tiempo de viaje,
haber permanecido once años fuera de casa, para no encontrar nada...
Sus viejos sentimientos de desesperación se esfumaron, como por una sacudida,
provocada por un movimiento repentino de la nave. Sería Cohn, que habría desconectado
el automático. «Y ahora —pensó— echaremos a correr hacia el telescopio y daremos un
vistazo y no habrá nada.» Fatigadamente, pisó sobre la cubierta de hierro, subiendo hacia
la sala de control. Al principio había tenido muchas esperanzas, pero ahora ya no le
quedaba ninguna. Todos tuvieron esperanzas, pensó, todos han estado esperando desde
hace trescientos años. Y todavía seguirán esperando durante algún tiempo, y más
adelante será cada vez más difícil encontrar hombres, incluso con la hibernación, hasta
que, finalmente, las naves espaciales ya no saldrán. Y el hombre quedará condenado al
sistema solar durante el resto de sus días.
Por eso pidió humildemente, en silencio, que este sol tuviera, por lo menos, planetas.
Una vez en la cúpula de la cabina de control, observó a Cohn, inclinado sobre el panel,
dando más potencia. Levantó la mirada e hizo un rápido gesto de asentimiento en el
momento en que Jansen entró. Los dos tenían la impresión de que sólo habían estado
separados durante cinco minutos.
—¿Están ya todos calientes? —preguntó Jansen.
—No, todavía no.
La nave había permanecido en las profundidades del espacio con todas sus portillas
abiertas. El frío absoluto había penetrado, llegando hasta su núcleo, y siempre se tardaba
un poco hasta que la nave volvía a ser utilizable y sus instrumentos estaban calientes.
Incluso ahora, se notaba un frío mordiente en el aire de la cabina.
Jansen tomó asiento distraídamente, frotándose los brazos.
—Supongo que ésta será la última vuelta.
—Sí —contestó Cohn, y añadió lacónicamente—: Quisiera que Weizsacker estuviera
aquí.
Jansen sonrió con una mueca. Weizsacker, el pobre y viejo Weizsacker. Ya hacía
mucho tiempo que estaba muerto y era bueno que así fuera, porque era el ser humano
más maligno de todo el sistema.
Durante cien años, su teoría sobre el nacimiento de los planetas, en el sentido de que
cada sol daba necesariamente origen a una familia de satélites, había sido aceptada
como una parte del conocimiento del hombre. Y después, desde luego, llegaron los vuelos
espaciales.
Jansen sonrió irónicamente. Un hombre con suerte aquel Weizsacker. Sin embargo,
ahora, doscientos años y mil estrellas después, sólo habían descubierto cuatro planetas.
Alfa Centauro tenía uno: una pequeña mota, estéril, cubierta por una costra de hielo, no
más grande que la Luna. Y Pólux tenía tres, todos ellos masas informes de roca helada y
hierro. Ninguna de las otras estrellas tenía un solo planeta. Sí, habría sido un gran golpe
para Weizsacker.
Un zumbido de corriente penetró en los pensamientos de Jansen cuando el telescopio
salió hacia el exterior. Sobre la pantalla se vio el comienzo repentino de la luz.
A pesar de sí mismo y del sentimiento irónico y desesperanzado que abrigaba en su
interior, Jansen se levantó rápidamente, con un débil temblor de nerviosismo en sus
brazos. «De todos modos, siempre queda alguna posibilidad —pensó—. Sólo hemos
visitado mil soles y mil soles no representan nada en una galaxia. Así es que siempre
queda una posibilidad.» Cohn, tranquilo y metódico, estaba manejando el radar.
Gradualmente, condensándose en el centro de la pantalla, la imagen de la estrella fue
adquiriendo forma. Finalmente, apareció enorme y amarilla y brillando con una terrible
luminosidad, y las prominencias de sus bordes hacían desigual el enorme círculo. Como
la nave estaba cerca y el filtro estaba colocado, las estrellas del fondo eran invisibles, y no
había nada, excepto el gran sol.
Jansen comenzó a ajustar los instrumentos para la observación.
La observación fue corta.
Se detuvieron un momento, antes de iniciar las pruebas, mirando hacia el rostro del sol
extraño. Siendo los primeros de su raza en estar aquí y ver, se sintieron cautivados por un
instante por la antigua y profunda emoción del espacio y del Universo desconocido.
Observaron, y en su campo de visión, surgiendo lentamente sobre el borde brillante del
disco del sol, apareció una pequeña pelota negra. Se movía constantemente, apartándose
del borde, dirigiéndose hacia el centro del sol. No cabía la menor duda de que se trataba
de un planeta en tránsito.
Cuando se movió la nave extraña, Roymer quedó considerablemente perplejo.
Sabía que no se podía poner en duda a Investigación Mental y que, en consecuencia,
no podía haber ningún ser viviente en aquella nave. Por lo tanto, el movimiento de la nave
sólo podía ser considerado como una aberración peculiar del impulso que aún seguiría
funcionando. No podía ser otra cosa, pensó, y la paz volvió a su mente.
Pero aquello le colocaba ante un problema incómodo. Abordar aquella nave no sería
nada fácil, al menos mientras aquella cosa fuera dando tumbos de un lado a otro de aquel
modo, sin previa advertencia. Existían en Roymer doscientos años de condicionamientos
que le hacían imposible colocar ni a su nave ni a su tripulación en una posición
innecesariamente peligrosa. Y las naves espaciales vacilantes y erráticas podían ser
clasificadas, sin duda alguna, como peligrosas.
En consecuencia, la nave tendría que ser inutilizada.
Aun sintiéndolo, conectó con Control de Fuego y dejó la operación en manos del oficial
de Fuego, sentándose después para observar los resultados de las acciones dirigidas
contra aquella nave extraña.
Y la nave volvió a moverse.
Esta vez no lo hizo de repente, como antes, sino que ahora fue deliberadamente.
Volvió a variar su rumbo y su velocidad disminuyó mucho más rápidamente. Aún se
estaba moviendo sobre Mina, pero ahora su órbita era tangencial, y no directa como
antes. Mientras Roymer observaba los movimientos de la nave, hizo girar el mando de
ampliación para obtener una imagen mayor, y comprobó las lecturas automáticas
aparecidas en el panel, debajo de la pantalla. Y sus ojos se dirigieron repentinamente
hacia la pequeña proyección cónica que había empezado a surgir del interior de la nave y
que, después de salir una corta distancia, se detuvo, dirigida hacia el centro de Mina.
Roymer quedó desconcertado, pero actuó inmediatamente. Detuvo la acción del oficial
de Fuego, se volvieron a establecer todas las pantallas protectoras y la nave de patrulla
regresó rápidamente tras la protección del espacio profundo.
En la mente de Roymer no quedaba ya la menor duda de que los movimientos del
objeto extraño estaban dirigidos por una inteligencia viva, y no por ningún medio
mecánico. Sin embargo, tampoco tenía ninguna duda en el sentido de que en aquella
nave no había ningún ser vivo. El problema era difícil.
Roymer sintió el cráneo de su cabeza calva y comenzó a rascárselo. En la historia de la
galaxia,, sólo se habían descubierto cinco razas no humanas, pero nunca se habían
encontrado con ninguna raza que no traicionara su existencia por la naturaleza telepática
de su pensamiento. Roymer no podía concebir a unas gentes tan extrañas como para que
hasta la estructura fundamental de sus procesos de pensamiento fueran completamente
diferente a la de los galácticos.
¿Extragalácticos? Observó más atentamente la nave y sacudió la cabeza. No. Era
evidente que no se trataba de ninguna nave extragaláctica. Era de un tipo demasiado
primitivo.
¿Extraespacial? Se volvió a rascar la cabeza.
Sin saber en absoluto lo que debía hacer, Roymer volvió a ponerse en contacto con
Investigación Mental y pidió que Trian acudiera a su presencia inmediatamente.
Trian llegó, precedido por un desconcertado Goladan. Las órdenes de contacto
extraño, después la de fuego y, finalmente, la de una rápida retirada, habían afectado
profundamente al teniente. Era un hombre acostumbrado a seguir un curso estrictamente
lógico de los acontecimientos. Esperó, a la expectativa, a que su normalmente sereno
comandante diera una explicación.
Sin embargo, Roymer estaba sumamente ocupado en seguir el nuevo curso de la nave
extraña. Observó que estaba trazando una órbita alrededor de Mina, con aquella
proyección cónica dirigida hacia la estrella; ¿qué era aquello, un instrumento de guerra o
algún instrumento de medición?
Apareció el estólido Trian —la palabra «andando» no terminaría de describir cómo—, y
se le pidió que llevara a cabo otro intento por establecer contacto con la nave extraña.
Replicó con su misterioso y usual silencio, y al cabo de un momento, cuando se volvió
hacia Roymer, había sorpresa en el pensamiento que transmitió.
—No lo entiendo. Ahora hay vida allí.
Roymer se sintió aliviado, pero Goladan parpadeó.
Trian continuó, volviéndose de nuevo a mirar la pantalla.
—Es muy notable. Sólo hay dos seres vivos. Raza del tipo humano. Su presencia es
muy clara. Están... —se detuvo un instante—. Son exploradores, eso es al menos lo que
parece. Pero no estaban allí antes. Es algo extremadamente raro.
«En efecto, lo es», pensó Roymer, mostrándose de acuerdo.
—¿Se han dado cuenta de nuestra presencia? —preguntó con rapidez.
—No. Están dirigiendo su atención hacia la estrella. ¿Hago contacto?
—No. Todavía no. Primero les observaremos.
La nave extraña flotaba en la pantalla, ante ellos, moviéndose en una lenta órbita
alrededor de la estrella Mina.
Siete. Había un total de siete. Siete planetas y por lo menos tres de ellos tenían
atmósferas, y dos hasta podían ser habitables. Jansen se sentía tan excitado que estaba
dando brincos alrededor de la sala de control. Cohn no hizo nada, pero sonreía
ampliamente con una maravillosa alegría, y los dos se estrecharon repetidamente las
manos.
—¡Siete! —rugió Jansen—. ¡El viejo siete de la suerte!
Después, con rapidez y con un extremo nerviosismo, llevaron a cabo análisis
espectrográficos de cada uno de aquellos siete fascinantes mundos. Empezaron con los
planetas centrales, dentro del cinturón de temperaturas favorables, donde se presentaban
las mayores posibilidades de existencia de vida, y después fueron trabajando hacia el
exterior. Por razones que eran tanto sentimentales como prácticas, comenzaron por
estudiar el tercer planeta de este provechoso sol. Había una delgada atmósfera, más débil
incluso que la de Marte, y no había oxígeno. Silenciosamente, pasaron al cuarto. Era frío
y pesado, con un tamaño aproximado al doble del de la Tierra y tenía una gruesa
envoltura de gases nocivos. Comprobaron con creciente temor que tampoco aquí había
esperanza alguna y después dirigieron rápidamente su atención hacia la zona más
calurosa y cercana al sol.
En el segundo planeta, dieron en el blanco, tal y como lo expresó el propio Jansen.
Era un mundo cálido y verde, de un tamaño similar al de la Tierra y con una atmósfera
igualmente similar; en el análisis aparecían con claridad y fuerza las líneas de vapor de
agua y de oxígeno.
—Este parece ser lo que buscamos —dijo Jansen, volviendo a sonreír.
Cohn asintió con un gesto, se apartó de la pantalla y se dirigió hacia los instrumentos
manuales de navegación.
—Bajemos a echar un vistazo.
—Primero hagamos una comprobación por radio.
Era el procedimiento adecuado. Jansen lo había realizado mentalmente miles de
veces. Puso en marcha el receptor y esperó a que se calentaran las válvulas y después
rastreó, en busca de un contacto. Escuchó intensamente mientras se movían en dirección
al planeta. Lo intentó en todas las longitudes de onda, esperando, a la escucha de algún
sonido. No percibió nada, excepto la chirriante estática del espacio abierto.
—Bien —dijo finalmente, mientras el planeta verde se hacía cada vez más grande en la
pantalla—, si hay alguna raza allá abajo, no dispone de radio.
Cohn mostró su alivio.
—Podría tratarse de una civilización joven.
—O una tan antigua o avanzada que no necesita la radio.
Jansen no dejó que se esfumara su profunda alegría. Era imposible saber lo que habría
allí. Ahora parecía como si estuvieran trescientos años atrás, cuando la primera nave
terrestre tripulada se aproximaba a Marte. «Y siempre será así —pensó Jansen—, en
cada nuevo sistema al que nos dirigimos. ¿Cómo puede uno imaginarse lo que pueda
haber? En nuestro pasado no existe nada capaz de darnos una pista. Sólo se puede
esperar y confiar.»
El planeta se había convertido en una hermosa esfera verde sobre la pantalla.
El pensamiento que llegó a través de la mente de Trian estaba matizado de alivio.
—Ya comprendo cómo lo hicieron. Han conseguido un estatismo completo, un estado
perfecto de animación suspendida que producen mediante una ingeniosa utilización del
cero absoluto del espacio exterior. Así, cuando están... hibernados, es la forma en que
ellos lo consideran, sus mentes no funcionan y sus vidas no son detectables. Han revivido
hace muy poco y están dirigiendo su nave.
Roymer dirigió lentamente la nueva información. ¿Qué clase de raza sería ésta? Una
raza que navegaba en naves espaciales primitivas y que, sin embargo, había resuelto ya
uno de los mayores problemas de la historia galáctica, un problema que venía
desconcertando a los galácticos desde hacía millones de años. Roymer se sintió
incómodo.
«Un instrumento muy ingenioso —estaba pensando Train—. Lo utilizan para alterar la
cantidad de tiempo subjetivo empleado en sus exploraciones. Su nave espacial tiene una
velocidad máxima muy baja. En consecuencia, sin esta... hibernación, su viaje les llevaría
una buena parte de sus vidas.»
—¿Puede clasificar su tipo de mente? —preguntó Roymer con una creciente
preocupación.
—Sí —dijo—, aunque el tipo es extremadamente poco usual. Nunca lo he observado
con anterioridad. La clasificación general sería la del humano cuatro.
Más específicamente, yo les situaría en el nivel noveno.
—¿El nivel noveno? —preguntó Roymer, asombrado.
—Sí, como ya he dicho, son extremadamente poco usuales.
Ahora, Roymer estaba claramente preocupado. Se apartó y anduvo por el puente
durante unos momentos. De repente, abandonó la sala y se dirigió a los archivos de
clasificación de extraños. Estuvo ausente durante largo rato, mientras Goladan
permanecía agitado y Trian seguía reuniendo información, extraída, a través del espacio,
de las mentes extrañas. Finalmente, Roymer regresó.
—¿Qué están haciendo?
—Se dirigen ahora hacia el segundo planeta. Están a punto de determinar si las
condiciones son adecuadas para el establecimiento de una colonia de los de su clase.
Gravemente, Roymer dio sus órdenes a navegación. La nave patrulla se puso en
movimiento y adquirió velocidad con rapidez, en dirección al segundo planeta.
En el nuevo mundo había un único y enorme océano azul, que cubría todo un
hemisferio. Y el resto de la superficie era una jungla joven, húmeda y verde y vacía de
cualquier clase de personas, llena de grandes extensiones cubiertas de verde y naranja.
Giraron alrededor del globo a una altura de varios miles de metros y, ante su extrañeza y
alegría, no vieron ningún animal; ni un pájaro, ni un conejo, ni su equivalente extraño. Así
es que se lo quedaron mirando con una feliz fascinación.
—Esto sí que es lo que buscábamos —dijo Jansen con un tono de voz desigual.
—¿Cómo crees que deberíamos llamarlo? —le estaba diciendo Cohn con aire
ausente—. ¿Nueva Tierra? ¿Utopía?
Observaron juntos cómo el terreno desigual se deslizaba por debajo de ellos.
—No hay gente. Es nuestro —y, al cabo de un momento, Jansen dijo—: Nueva Tierra.
Ese es un buen nombre.
Comí estaba observando intensamente los rasgos del terreno.
—¿Te das cuenta de la especie de... del aspecto circular de la mayor parte de las
cadenas montañosas? Como en la Luna, pero desgastadas y erosionadas. Son círculos
casi perfectos.
Haciendo un esfuerzo para apartar su mente de las tremendas visiones que tenía sobre
la colonia que podría establecerse allí, Jansen trató de observar las montañas con una
mirada objetiva. Sí, ahora se daba cuenta, con una ligera sorpresa, de que eran redondas,
como los cráteres de la Luna.
—Es algo peculiar —murmuró Cohn—. No creo que se trate de nada natural. No podría
serlo. No existen muchas posibilidades de que haya meteoros en esta atmósfera. ¿Qué
diablos...? Jansen pegó un salto.
—¡Mira allí! —gritó de repente—. ¡Un lago redondo!
Surgiendo del polo norte del planeta, apareció lentamente a la vista un lago que era un
círculo perfecto. En sus orillas no se veía ninguna interrupción, excepto la de una
pequeña corriente que llegaba desde el norte.
—Eso no es natural —dijo Cohn rápidamente—. Alguien lo construyó.
Se estaban dirigiendo hacia la parte oscura y Cohn hizo girar la nave. La sensación de
optimismo era demasiado nueva para ellos como para dejar que se desvaneciera, pero la
extraña visión de una gran cantidad de círculos perfectos, desparramados
caprichosamente como los restos de grandes salpicaduras sobre toda la superficie del
planeta, les resultaba algo desconcertante.
Fue la vista de un cráter en particular, un gran agujero estéril situado en medio de un
amplio desierto rojo, lo que hizo sonar el timbre en el recuerdo de Jansen, que exclamó:
—¡Una guerra! Hubo una guerra aquí. Ese de ahí parece como el cráter de una bomba
de fisión.
Cohn lo observó fijamente y después levantó las cejas.
—Apostaría a que tienes razón. —Es el cráter de una bomba, ¿lo ves? Eleva colinas
hacia todas partes, formando un círculo, y mata...
Y un pensamiento repentino y terrible se le ocurrió entonces a Jansen. Radiactividad.
¿Habría radiactividad allí?
Mientras Cohn hacía descender la nave sobre el desierto, trató de calmar los temores
de Jansen.
—No puede haber mucha. Hay demasiada vida vegetal. Se ven junglas por todas
partes. Tranquilízate, hombre.
—Pero no hay un solo ser viviente en todo el pía neta. Apuesto a que es ésa la razón
por la que hubo una guerra. Se les escapó de las manos. La radiactividad acabó con todo.
¡Nosotros podríamos haber hecho lo mismo a la Tierra!
Se deslizaron sobre el plano vacío del desierto y los contadores comenzaron a sonar
como si s hubieran vuelto locos.
—Ahí lo tienes —dijo Jansen definitivamente— todavía queda radiactividad. Puede que
no haya si cedido hace tanto tiempo.
—Por lo que sabemos, podría haber pasado hace un millón de años.
—Bueno, al parecer, la mayor parte de los lugares son seguros. Lo comprobaremos
antes de descender.
Mientras hacía subir y bajar la nave, Cohn sudaba.
—¿Supones realmente que no hay un solo s viviente allá abajo? Quiero decir, ¿no
habrá ningún bicho, ni germen, ni tan siquiera un virus? Si fuera así sería como un nuevo
mundo completamente limpio —no podía apartar los ojos de la pantalla. Estaban
descendiendo. Dentro de poco, podrí salir de la nave y caminar bajo el sol. El placer la
sensación era indescriptible. Ellos eran terrestres hibernados desde que salieron del
sistema, terrestre que se habían dirigido hacia las estrellas y que ahora se disponían a
aterrizar sobre el siguiente mundo de su imperio.
Cohn no pudo controlarse.
—¿Necesitamos una bandera? —preguntó, s riendo burlonamente—. ¿Cómo vas a
reclamar el derecho de posesión sobre este lugar?
—Simplemente aterrizando, hombre —rugió Jansen.
Cohn empezó a reírse entre dientes. —¡Oh, hermoso nuevo mundo! —exclamó entre
risas—. Y sin nadie en él.
—¿Pero por qué tenemos que establecer contacto con ellos? —preguntó Goladan
impacientemente—. ¿Es que no podríamos...?
Roymer le interrumpió sin mirarle siquiera.
—La ley exige que se establezca el contacto y se explique la situación antes de
emprender cualquier acción. De otro modo, sería un acto bárbaro.
Goladan meditó tristemente.
La nave patrulla estaba situada ahora en las sombras de la parte oscura, siguiendo a la
nave extraña gracias al destello radiactivo de ésta. Los extraños estaban descendiendo,
disponiéndose a aterrizar en la parte iluminada por el sol.
Trían se adelantó, junto con los otros miembros del Equipo de Contacto con seres
Extraños, e informó a Roymer.
—Los extraños han descendido.
—Sí —dijo Roymer—, les dejaremos disponer de un poco de tiempo. Trian, ¿cree
usted que tendrá alguna dificultad en la transmisión?
—No. La conversación no será difícil. Aunque la naturaleza confusa y compleja de sus
modelos de pensamiento hace que sus reacciones internas sean algo oscuras. Pero no
creo que haya problemas.
—Muy bien. Permanecerá usted aquí y emitirá los mensajes.
—Sí.
La nave patrulla se elevó rápidamente sobre el polo norte y después giró hacia el
ecuador, trazando círculos sobre el lugar en el que habían descendido los seres extraños.
Roymer hizo bajar su nave y, con el silencio característico de un galáctico, la hizo posarse
en un lugar cubierto de bosque, a un kilómetro y medio de la nave extraña. Los galácticos
permanecieron en su nave durante un rato, mientras Trian seguía haciendo sus pruebas
para la información Cuando, finalmente, el Equipo de Contacto con seré: Extraños
descendió, Roymer y Goladan estaban a si cabeza. El resto de la tripulación se
desvaneció tranquilamente en el interior de la jungla.
Mientras caminaba sobre los jóvenes matorrales de color anaranjado, Roymer observó
todo lo que le rodeaba. Casi estaba listo para la repoblación pensó. Dentro de otros cien
años la radiactividad habría desaparecido por completo y podrían regresar. Los mundos
de aquella guerra serían recupera dos uno tras otro.
Sintió en su mente las instrucciones de dirección de Trian.
—Se está aproximando a ellos. Proceda con pre caución. Están justo al otro lado de
esa pequeña elevación. Creo que seria mejor que esperara, pues permanecen cerca de
su nave.
Roymer envió a Trian un «sí» silencioso. Haciendo señas a Goladan para que se
estuviera quieto Roymer se dirigió hacia la última elevación del terreno. En la jungla que le
rodeaba, el equipe galáctico se movía silenciosamente.
El aire era perfecto; no había radiación. A excepción del estridente color naranja de la
vegetación, el lugar era como un Jardín del Edén. Jansen tuvo instintivamente la
sensación de que allí no había ningún peligro, ninguna plaga terrible o virus ni ninguna
otra cosa nociva para ellos. Sintió una violenta y urgente necesidad de salir de su traje
espacial y echar a correr y respirar, pero estaba prohibido. No debía hacerse en el primer
viaje. Eso llegaría después, una vez.hechas todas las pruebas y experimentos, y una vez
se hubiera decidido que aquel mundo era seguro.
Una de las primeras cosas que hizo Jansen fue sacar el magnetófono y tomar solemne
posesión de aquel mundo para la Federación Solar, grabando las palabras históricas para
los archivos de la Tierra. El y Cohn permanecieron un rato en la esclusa de aire de su
nave, observando el mundo extraño y, sin embargo, familiar al que acababan de llegar.
—Más adelante, buscaremos ruinas —dijo Cohn—. Estáte atento a todo lo que se
mueva. Es posible que queden todavía algunos de ellos vivos, ¡y quién sabe qué aspecto
tendrán! Probablemente serán mutantes, con cinco cabezas. Así es que hay que
mantener los ojos muy abiertos. —De acuerdo.
Jansen comenzó a recoger muestras del suelo, del aire y de la vegetación más
cercana. El polvo era igual que el de la Tierra; no había ninguna diferencia. Se agachó y
desmenuzó con sus dedos el suave césped húmedo. Las flores parecían un poco
peculiares. «Probablemente están mutadas —pensó—, pero la tierra es excelente, y
apostaría a que el aire es igual que el de la Tierra.» Se incorporó y miró hacia el claro azul
del cielo, sintiendo de nuevo una urgente necesidad de quitarse el casco y respirar y,
mientras miraba el cielo y las colinas verdes y anaranjadas, de repente y a una corta
distancia de donde se encontraba, un pequeño anciano apareció sobre la colina,
caminando hacia él. Se estuvieron mirando el uno al otro, a través del silencioso espacio
de un claro. El rostro de Roymer era viejo y sonriente; Jansen le miró con la más absoluta
expresión de asombro.
Al cabo de una breve pausa, Roymer comenzó a caminar hacia el terreno abierto,
seguido de Goladan, y Jansen se llevó la mano a su arma térmica.
—¡Cohn! —gritó con un urgente tono de voz—. ¡Cohn!
Y mientras Cohn se volvía, veía a los dos seres y se quedaba helado, Jansen escuchó
unas palabras que estaban siendo vertidas en su cerebro. Eran palabras procedentes del
pequeño anciano.
—Por favor, no dispares —dijo el viejo, sin mover los labios.
—No, no dispares —dijo Cohn, rápidamente—. Espera. Déjale.
Pero la mano de Cohn también estaba junto a su arma.
Roymer sonrió. Para los dos terrestres, su rostro resultaba increíblemente anciano,
sabio y suave. Estaba pensando: «Si hubiera sido un ser no humano, me habrían
matado.»
Envió un pensamiento hacia Trian. El Investigador Mental lo recogió y lo envió hacia los
cerebro de los terrestres, haciéndolo pasar por sus centro: corticales para subir después
hacia sus mentes conscientes, de modo que las palabras fueron escuchada: en el
lenguaje de la Tierra.
—Gracias —dijo Roymer amablemente.
La mano de Jansen sostenía el arma, apuntaba hacia el pecho de Roymer. Estaba
mirándole fijamente, sin saber qué decir.
—Por favor, quédese donde está —la voz de Cohn sonó dura y firme.
Roymer se detuvo, obediente. Goladan también s¡detuvo, junto a su codo, mirando a
los terrestres con una mezcla de temor y curiosidad. El percibir si temor ayudó mucho a
Jansen.
—¿Quiénes son? —preguntó Cohn con claridad separando las palabras.
Roymer se cruzó las manos cómodamente sobre su pecho. Todavía estaba sonriendo.
—Con su permiso, explicaré nuestra presencia.
Cohn siguió mirándole fijamente.
—Habrá mucho que explicar. ¿Podemos sentar nos y hablar?
Trian ayudó con la sugestión. Se sentaron.
El sol del nuevo mundo se estaba poniendo y la conferencia comenzó. Roymer fue
quien llevó la mayor parte de la conversación. Los terrestres permanecieron sentados,
casi transfigurados.
Fue como crecer de repente, en el espacio de un segundo.
La historia de la Tierra y de toda la humanidad se extinguió y se perdió. Oyeron hablar
de grandes razas y de mundos ilimitados, y del gobierno inimitable que era el de la
Federación Galáctica. La ficción las leyendas, los sueños de miles de años se habían
convertido en realidad en un momento, en la figura de un pequeño anciano que no era de
la Tierra. Tendrían que aprender mucho y aceptar aún mucho más en el período de una
sola tarde, y en un planeta extraño.
Para ellos, todo fue tan nuevo y tan real a la vez como el hecho de haber descubierto
un planeta deshabitado y fértil, el primero en ser descubierto por el hombre. Y no podían
dejar de rebelarse contra la repentina idea de que el planeta pudiera ser ya propiedad de
alguien..., de que los galácticos eran los propietarios de todo lo que valía la pena poseer.
Era un pensamiento intolerable.
—¿Hasta dónde se extiende la Liga Galáctica? —preguntó Cohn, notando cómo el
corazón se le subía al cuello.
La voz de Roymer les llegó tranquila y directamente a sus mentes:
—Sólo por las regiones centrales de la galaxia. En los bordes quedan millones de
estrellas que todavía no han sido exploradas.
Cohn se relajó, lleno de alivio. Eso significaba que también había sitio para los
terrestres.
—Y este planeta, ¿es parte de la Federación?
—Sí —contestó Roymer.
Cohn trató entonces de ocultar su pensamiento. Se sentía enojado y esperaba que el
extraño no pudiera leer su mente mientras seguía hablando con él. Haber llegado hasta
tan lejos...
—Hubo aquí una vez una raza —estaba diciendo Roymer—, una raza humanoide que
quedó casi totalmente destruida por la guerra. Este planeta no ha sido habitable desde
hace mucho tiempo. Sólo quedaron unas pocas gentes que se encontraban en el espacio
en el momento en que se produjo el último ataque. La Federación los estableció en otra
parte. Cuando el planeta esté preparado, los descendientes de aquellos supervivientes
serán traídos de nuevo aquí. Este es su hogar.
Ninguno de los dos terrestres dijo nada.
—Es sorprendente —siguió diciendo Roymer—, que su propio mundo hogar se
encuentre en el desierto. Habíamos pensado que allí no había mundos habitados.
—¿El desierto?
—Sí. La región de la galaxia de la que han venido ustedes. Es la región a la que
nosotros llamamos el desierto. Es una zona casi totalmente desprovista de planetas. ¿Les
importaría decirme qué estrella es su hogar?
Cohn se puso rígido.
—Me temo que nuestro gobierno no nos permitiría revelar cualquier información
relacionada con nuestra raza.
—Como quiera. Siento haberle molestado. Sólo sentía curiosidad por saber... —e hizo
un gesto negligente con la mano, indicando que la información no tenía la menor
importancia.
«Ya llegaremos más tarde a eso —pensó—, cuando descifremos sus mapas.» Estaba
llegando al final de la conferencia y se disponía a decir lo que había venido a decir.
—No cabe la menor duda de que han estado explorando las estrellas existentes
alrededor de su mundo, ¿verdad?
Los dos terrestres asintieron. Pero en la cuestión referente al Sol, ya habían perdido
todo su temor ante este plácido anciano y su silencioso acompañante, de ojos muy
abiertos.
—Quizá les gustaría saber por qué está desierta su zona —dijo Roymer.
Instantáneamente, tamo Jansen como Cohn quedaron completamente absorbidos.
Esto era el final de trescientos años de investigación. Regresarían a casa con la
contestación.
Roymer no estaba relajado del todo. —No hace mucho tiempo —dijo—, hace
aproximadamente treinta mil años de los suyos, una gran raza dominaba en el desierto,
una raza conocida como los Antha, y por aquel entonces aquello no era un desierto. Los
Antha dominaban en cientos de mundos. Eran quizá los mayores de todos los pueblos
galácticos; sin duda alguna, fueron la raza más brillante que jamás conoció la galaxia.
»Pero no eran una buena raza. Durante cientos de años, mientras fueron todavía
jóvenes, tratamos de que entraran a formar parte de la Federación. Se negaron y, desde
luego, nosotros no les obligamos Pero a medida que pasaron los años, sus conocimientos
aumentaron de un modo enorme y extraño; no tardaron en alcanzar posiciones
tecnológicas iguale: a las de cualquier otra raza de la galaxia. Y, entonces, los Antha se
lanzaron a una era de expansión imperialista.
»Eran superiores, lo sabían y se sentían orgullosos. Así es que se extendieron y
envolvieron a la razas y mundos de la zona conocida ahora como el desierto. Su gobierno
fue una tiranía sin igual en toda la historia galáctica.
Los terrestres ni siquiera se movieron y Roymer siguió:
—Pero los Antha no eran miembros de la Federación y, en consecuencia, no se les
podía pedir cuentas de sus actos. No podíamos hacer otra cosa que permanecer alertas y
observarles mientras ellos extendían su vicioso gobierno de un mundo a otro. Eran
absolutamente despiadados.
«Como un ejemplo de su clase de gobierno, les contaré el crimen que cometieron
contra los apectanos.
»El planeta Apectus no sólo resistió a los Antha, sino que de algún modo se las arregló
para luchar durante varios años contra su aproximación. Finalmente, los Antha les
conquistaron y entonces, en venganza por el valor demostrado por los apectanos, llevaron
a cabo el más brutal de sus experimentos masivos.
»Eran gente muy brillante. Habían estado experimentando con los genes de la
herencia. Encontraron una forma de alterar los genes de los apectanos, que eran
humanoides como ellos mismos, y lo hicieron a una escala masiva. No decidieron
exterminar la raza, sino que su venganza fue mucho mayor. Cada apectano nacido desde
la invasión de los Antha, nació sin uno de sus brazos.
Jansen contuvo la respiración. Era algo muy horrible de escuchar y un repentino
recuerdo llegó entonces a su mente. César hacía eso mismo, pensó. Cortaba las manos
derechas de los galos. Era una extraña coincidencia, y Jansen se sintió incómodo.
Roymer se detuvo un instante.
—Las noticias de lo sucedido con los apectanos puso en armas a los pueblos
galácticos, pero no fue hasta que los Antha atacaron a un mundo de la Federación
cuando se dirigieron finalmente contra ellos. Fue la mayor guerra que se produjo en la
historia de la vida.
«Quizá comprenderán lo grande que era la raza de los Antha si les digo que ellos
solos, sin ayuda de nadie, dependiendo únicamente de sus propios recursos, lucharon
contra el resto de los pueblos galácticos hasta que se terminó la guerra. A medida que
fueron pasando aquellos terribles años, perdimos razas y planetas enteros —como éste,
que fue uno de los destruidos por los Antha—, pero no pudimos derrotarles.
«Sólo después de muchos años, cuando un galáctico inventó la más peligrosa de las
armas conocidas, pudimos ganar. La invención, de la que sólo tiene conocimiento el
Consejo Galáctico, nos permitió convertir los soles de los Antha en novas, a larga
distancia. Y así, uno tras otro, fuimos destruyendo los mundos de los Antha. Los
perseguimos por todos los planetas del desierto; por primera vez en la historia el edicto de
la Federación era de muerte, muerte para toda la raza. Finalmente, no quedó un solo
mundo habitable en el que hubiera Antha. Incendiamos sus mundos y los obligamos a huir
por e espacio. Y así fue como, hace ya treinta mil años sucumbió la civilización de los
Antha.»
Roymer había terminado. Miró a los terrestres con una expresión grave en sus
cansados ojos d anciano.
Cohn le estaba mirando fijamente, fascinado; la boca abierta. Pero Jansen,
incomprensiblemente sintió un escalofrío. La historia de César permanecí incómodamente
en su mente. Y entonces hizo un pregunta rápida, llena de sospecha:
—¿Está seguro de que los cazaron a todos? —No. Seguramente, algunos de ellos
pudieron escapar. Había demasiados en el espacio, y el espacio no tiene límites.
—¿Han oído hablar de alguno de ellos desde entonces? —quiso saber Jansen.
La sonrisa de Roymer desapareció de su rostro cuando contestó:
—No. Hasta ahora.
Sólo quedaban unos pocos segundos más. Les di el tiempo suficiente para
comprender. No pudo evitar el decirles que lo sentía, e incluso pidió disculpas. Y después,
envió la orden con su mente.
Los Antha murieron rápidamente y en silencio sin dolor.
Sólo hace treinta mil años, pensó Roymer, pero en aquel breve espacio de tiempo ya
habían vuelto a salir de las estrellas. Ahora no les quedaba el recuerdo de lo que fueron,
ni de lo que habían hecho. Lo empezaron todo desde el principio, ya que la vieja historia
de la raza se había perdido, y al cabo de treinta mil años ya habían recorrido nuevamente
el camino.
Roymer sacudió la cabeza con una triste admiración y pavor. El pueblo más brillante de
todos.
Goladan se acercó tranquilamente a él, con los informes finales.
—No hay mapas —gruñó—. Ni un solo mapa. No nos será posible descubrir de dónde
han venido. En realidad, Roymer no sabía qué hacer, si sentirse desilusionado o aliviado.
«No les podemos destruir ahora —pensó—, al menos inmediatamente.» No podía dejar
de sentirse aliviado. Quizá en esta ocasión se encontrara una forma de convivencia y no
tuvieran que ser destruidos. Ellos podrían ser... Recordó el edicto..., el edicto de la
muerte. Los Antha se lo habían merecido, y era justo. Se dio cuenta de que no quedaba
mucha esperanza.
Los informes estaban sobre su mesa y los observó con una sonrisa irónica. En
realidad, no había forma de seguirles la pista y saber de dónde habían venido. No había
mapas. Sólo una serie regular de coordenadas de comprobación de curso, referidas a su
planeta hogar y que no eran descifrables. Incluso en esta fase de su civilización, ya
habían anticipado las consecuencias que podría acarrearles el que una de sus naves
cayera en manos extrañas. Y esto lo habían hecho así aun a pesar de vivir en el desierto.
Goladan le sorprendió con una pregunta ansiosa: —¿Qué podemos hacer? Roymer
permaneció en silencio. «Podemos esperar —pensó—. Gradualmente, uno tras otro, irán
saliendo del desierto, y cuando lo hagan, nosotros estaremos esperándoles. Quizá llegue
un día en que podamos seguir a uno de ellos hasta su mundo y destruirlo por completo, y
quizá antes de eso encontremos una forma de salvarles.»
De repente, mientras sus ojos recorrían el informe que tenía ante sí, recordó el
ingenioso mecanismo de la hibernación y un pensamiento inevitable y escalofriante
penetró en su cerebro.
«Y quizá —pensó con tranquilidad, pues era un hombre filosófico—, quizá salgan del
desierto equipados ya para gobernar toda la galaxia.»
2 - TODAVÍA MAS Y MAS VASTO
Las naves espaciales de papel están en camino. La galaxia, como el Salvaje Oeste,
está completamente abierta.
Las sorpresas con las que la humanidad se encontró en la galaxia fueron una cuestión
especulativa, y los autores contestaron la cuestión de acuerdo con sus propios
temperamentos. Casi todo escritor de ciencia ficción ha considerado en una ocasión u
otra los imperios interplanetarios, aportando su propia interpretación, ya fuera hablando
de federalismo o de colonialismo. Robert Heinlein, E. E. Smith, Van Vogt, Beam Piper,
Henry Kuttner, James Blish..., cada uno de ellos ofreció su propia versión. La cultura
galáctica multiespecífica de E. E. Smith, expuesta a lo largo de los seis volúmenes de la
saga Lensman, ha alcanzado una fama particular.
Todos los autores están de acuerdo en un aspecto: la necesidad del poder para
establecer o mantener cualquier clase de imperio. Esta selección contiene tres
interesantes interpretaciones de cómo se podría manejar ese poder.
Mark Clifton y Alex Apostolides, en ¡Somos civilizados!, demuestran la inmoralidad del
poder... y solemos sentir la inmoralidad con mayor fuerza cuando ésta es utilizada contra
nosotros. Cari Sagan habló recientemente sobre la cuestión del establecimiento de
comunicación con otras inteligencias de la galaxia. En un momento determinado, dijo:
«Consideremos lo que deberíamos hacer si ellos eligieran ponerse en contacto con
nosotros...» Y una voz urgente procedente del auditorio dijo en voz alta: «¡No contestar al
teléfono!» No cabe la menor duda de que aquel caballero había leído el relato de Clifton y
Apostolides.
La narración de Asimov representa el comienzo de su trilogía Fundación( ), que ha sido
elegida como el libro más popular de ciencia ficción jamás escrito. Esta narración apareció
publicada en Astounding Sciencie Fiction en 1942, y captó inmediatamente la imaginación
de los lectores. No es difícil comprender por qué. Hay un momento cómico en que el
alcalde de Términus pega un salto y exclama: «¡La galaxia se está desmoronando!» Eso
es precisamente lo que sucede constantemente en las manos de los escritores de ciencia
ficción. Pero la galaxia de Asimov, gobernada por el hombre, tiene cualidades especiales
y, sobre todo, la cualidad que le distingue de muchos de sus compañeros escritores:
aboga por el orden. Al igual que H. G. Wells, a quien Asimov ha emulado al pasar de la
ficción a una amplia popularización científica, está en contra del desorden producido por
la guerra y por el asesinato. Del mismo modo que sus robots son gobernados por reglas
que les impiden hacer daño a los hombres (mientras que los robots anteriores a Asimov
enloquecían constantemente), su galaxia de la Fundación está concebida para funcionar
de un modo ordenado, de acuerdo con la programación psicohistórica de Hari Seldon. La
moneda de Términus está hecha de un metal raro —como suelen estar hechas todas las
monedas—: el acero. Es característico del método de Asimov que la Fundación,
destinada a jugar un papel tan poderoso en la historia de la galaxia durante los diez mil
años siguientes, se sitúe en un mundo en e) que virtualmente no existen metales.
En esta narración, el poder está constituido por la fuerza de una idea intelectual: que
las semillas del Renacimiento son sembradas en Términus. Para la gente corriente, esta
idea se convierte casi en una creencia religiosa, una tendencia contra la que los
científicos de Términus tienen que luchar continuamente.
Creo que hay señales lo bastante claras como para decir que Asimov concibió
Términus como una especie de utopía, sin metales, sin intentos de guerra y sin
psicólogos. Armado con todas estas interesantes intenciones, se le puede perdonar por
haber convertido al político lord Dorwin en la parodia de un hombre de Estado inglés del
siglo XVII, incluyendo su balbuceo y su tabaquera («superadornada y con poca artesanía
en ello», según las notas de Hardin). Así pues, la Fundación es una extraña cosa, un
intento de un imperio galáctico intelectual. El imperio de Poul Anderson comienza desde
direcciones completamente opuestas. Se trata de una narración aventurera, con un fondo
estrellado y una galaxia superpoblada de salvajes semihumanos. En tres simples
párrafos, vemos morir a un gran bárbaro gris, «girar sobre sus talones, tambaleándose y
gritando, agarrándose el cuerpo con sus cuatro manos, hasta ir cayendo lentamente de
rodillas».
Esta afición por seres extraños locos o deformados tiene, desde luego, una deplorable
falta de solemnidad, y es el reverso del escenario, bastante austero, creado por Asimov.
En los círculos de la ciencia ficción fue costumbre el desaprobar esta clase de
fanfarronadas imaginativas. Se tenía la sensación de que actuaban corno una barrera en
contra de una aceptación general de la ciencia ficción.
Se puede comprender muy bien la fuerza de esta clase de argumentación; yo mismo
he llegado a estar parcialmente convencido. Pero la otra parte de la argumentación tiene
una mayor fuerza. Relatos como El saqueador de estrellas compendian lo que una vez
fuera la ciencia ficción antes de llegar a ser aceptable. Cuando los escritores de ciencia
ficción comenzaron a tomarse en serio a sí mismos, mostraron tendencia a abandonar
sus imaginaciones y a basarse más bien en las predicciones o en las extrapolaciones de
las publicaciones científicas y de las estadísticas de población; el resultado de ello fue una
literatura gris, que experimentó una pérdida en su fuerza de atracción original, llegando a
convertirse en un aditivo del literalismo.
El literalismo es algo que raramente nos encontraremos en esta antología. Poul
Anderson nos ofrece un imperio salvaje y un terrestre capaz de todo «una mezcla de toda
la humanidad». Se trata de la clase de narración en la que sobresalió el joven Anderson,
contada con, Una considerable actitud emocional Solo como advertencia tenemos otra
narración de Poul Anderson en el cuarto volumen.
Mas tarde continuaremos la discusión sobre los abigarrados imperios galácticos y lo
que pueden o no pueden representar. Mientras tanto, introduzca monos en esa hedionda
nave de esclavos gorzun.
EL SAQUEADOR DE ESTRELLAS
Poul Anderson
Los imperios comienzan de una manera extraña..., uno de ellos surgió de un motín que
se produjo en una nave de esclavos gorzunis.
Lo que sigue es una parte, modernizada pero por lo demás auténtica, de ese curioso
libro encontrado por los excavadores de las ruinas de Ciudad Sol, Tierra, las memorias
del contraalmirante John Henry Reeves, de la Armada Solar Imperial. Sigue siendo una
cuestión sin resolver si el manuscrito, que evidentemente nunca fue publicado y que
tampoco fue concebido para su publicación, es un verdadero registro hecho por un
hombre que poseía un gusto por los informes dramatizados, o bien se trata de una pura
ficción; lo que no cabe la menor duda es que fue escrito en el primer período del Primer
Imperio y, como tal, nos ofrece una imagen notable de los tiempos y especialmente del
Fundador. Los verdaderos hechos pueden o no haberse desarrollado tal y corno los
describe Reeves, pero no podemos dudar de que, en cualquier caso, fueron muy
similares. Leed este quinto capítulo de las memorias como una ficción histórica, si
queréis, pero recordad que el autor tuvo que haber vivido en aquella época grande,
trágica y triunfante y que, a través del manuscrito, debió de intentar ofrecer una imagen
real del hombre que se había convertido en una leyenda, incluso en su propio tiempo.
Donvar Ayeghen, Pte. de la Sdad. Arqueolóigca Galáctica.
I
Se estaban acercando. Su jefe era una enorme figura gris que llenaba mi punto de
mira, y cada vez que echaba un vistazo por encima del muro, una rociada de balas me
obligaba a bajar inmediatamente la cabeza. Disponía de un cierto abrigo desde el que
poder disparar de vez en cuando, situado en un fragmento de muro que se elevaba un
poco más que el resto, como si se tratara de un solo diente dejado en la mandíbula de un
hombre muerto; pero tenía que apretar el gatillo y volver a ocultarme con rapidez. De
tanto en cuando, uno de sus disparos explotaba sobre mi casco y el gas penetraba por
mis narices, con un olor dulce y nauseabundo. Me sentía con náuseas y mareado a causa
de él.
Kathryn estaba recargando su propio rifle, y la escuché lanzar un juramento cuando el
peine se le atascó en la vieja y oxidada arma. Le hubiera dado la mía, pero no era mucho
mejor. No resultaba divertido tener que luchar con armas que parece que están a punto
de explotar a cada momento ante nuestras propias narices, pero eso era todo lo que
teníamos, todo lo que tenía la pobre y devastada Tierra después de que los báldicos la
hubieran saqueado dos veces en el transcurso de quince años.
Disparé y vi al gran bárbaro gris girar sobre sus talones, tambaleándose y gritando,
agarrándose el cuerpo con sus cuatro manos, hasta ir cayendo lentamente de rodillas.
Las criaturas situadas detrás de él comenzaron a gritar desaforadamente, pero él sólo
emitió un rugido procedente de lo más profundo de su garganta. Tardaría mucho tiempo
en morir. Yo había conseguido atravesarle el cuerpo, produciéndole un agujero, pero
aquellos gorzunis eran muy duros.
Las andanadas explotaban a nuestro alrededor mientras me puse de pie, bajando, al
otro lado del muro, sobre la larga hierba que había crecido alrededor de los fragmentos
ensombrecidos de la casa. Soplaba un viento fresco que agitaba la hierba y los grandes
árboles que mostraban las cicatrices de la guerra; las nubes se movían rápidamente,
cruzando un cielo soleado de verano, de modo que la concentración de gases nunca era
lo bastante fuerte como para dejarnos fuera de combate. Pero Jonsson y Hokusai estaban
tumbados como cadáveres contra el destrozado muro. Habían recibido disparos directos y
estarían durmiendo durante horas.
Kathryn se arrodilló junto a mí, con su sucio y rasgado vestido como si fueran los
adornos de una reina cubriendo sus formas jóvenes y esbeltas, con unos cuantos rizos
oscuros que le caían por debajo del casco y con los que jugaba el viento.
—Si les enfurecemos lo suficiente —dijo—, llamarán a la artillería o enviarán una nave
sobre nosotros para hacernos saltar al Planeta Negro.
—Quizá —gruñí—, aunque normalmente siempre están ansiosos de coger esclavos.
—John...
Se quedó allí, encogida por un momento, con las cejas ligeramente fruncidas, aquel
gesto que yo sabía muy bien que oscurecía sus ojos azules. Observé la forma en que las
sombras jugaban sobre su delgado rostro moreno. Había una mancha de grasa sobre su
nariz achatada, ocultando las pecas. Pero aún seguía teniendo un buen aspecto, un
aspecto realmente bueno, ella y la Tierra verde y la vida y la libertad y todo aquello que ya
nunca volvería a tener.
—John —me dijo al fin—, quizá deberíamos ahorrarles el problema. Quizá deberíamos
terminar nosotros mismos.
—Es una idea —murmuré, arriesgándome a echar un vistazo sobre el muro.
Los gorzunis mostraban mayores precauciones, arrastrándose por los jardines hacia
las destrozadas edificaciones exteriores que nosotros defendíamos. Detrás de ellos, el
puesto principal, último nudo de la resistencia de nuestra unidad, aparecía destrozado e
incendiado. Los gorzunis deambulaban por allí, sacando a los humanos que habían
sobrevivido y acaparando cualquier tesoro que pudiera quedar. Estuve tentado de
disparar contra aquellos enormes cuerpos peludos, pero tenía que ahorrar munición para
el destacamento que se estaba acercando a nosotros.
—No me imagino la vida como esclavo de un bárbaro extranjero —dije—, Sin embargo,
los humanos con entrenamiento técnico son muy buscados y suelen ser bien tratados.
Pero, para una mujer...
Las palabras se desvanecieron en mis labios. No las podía pronunciar.
—Yo también puedo vender mis propios conocimientos mecánicos —dijo ella—. Como
también puedo no hacerlo. ¿Crees que vale la pena arriesgarse, querido John?
Los dos estábamos condicionados en contra del suicidio, desde luego. Todos los
miembros de la destrozada marina de la Commonwealth lo estábamos, excepto quienes
eran portadores de secretos. La idea consistía en vender nuestras vidas o nuestra libertad
a un precio lo más exorbitante posible, luchando hasta el último momento. Era una política
estúpida, típica del equivocado liderazgo que nos había ayudado a perder todas nuestras
guerras. Un esclavo humano con conocimientos de ciencia y maquinaria valía mucho más
para los bárbaros que los pocos soldados extra que pudiera matar entre sus hordas
permaneciendo vivo hasta que fuera capturado.
Pero la inhibición implantada podía ser rota por una persona que poseyera una fuerte
voluntad. Miré a Kathryn por un momento, allí, entre las abatidas ruinas de la casa, y sus
ojos se encontraron con los míos y se sintieron aliviados, profundamente azules, con una
mirada grave y con un temblor de lágrimas detrás de las largas pestañas.
—Bueno... —dije, desesperanzado, y entonces la besé.
Fue nuestro gran error. Los gorzunis se habían acercado mucho más de lo que me
imaginaba y en la gravedad de la Tierra —que era aproximadamente la mitad de la de su
propio planeta—, se podían mover como un cometa atraído por el sol. Uno de ellos
apareció sobre el muro que estaba detrás de mí, saltando y aterrizando sobre sus pies
biselados dotados de garras, produciendo un crujido que hizo retemblar el suelo. Su
salvaje «¡Juu-uu-uu-uu!» apenas si había salido de su boca cuando le descerrajé un
disparo sobre el rostro aplanado y dotado de cuernos, arrancándoselo de los hombros.
Pero, detrás de él, aparecía ya una masa de figuras grises. Kathryn gritó y disparó contra
el grueso de otro destacamento que nos atacaba por la espalda.
Sentí un fuerte aguijonazo, un intenso y agudo dolor y una bomba explotó en mi
cabeza, haciéndome caer en una larga y nauseabunda espiral, hacia la oscuridad. Lo
último que vi fue a Kathryn, atrapada entre los cuatro brazos de un soldado. El era el
doble de alto que ella, y al arrancarle el arma de los brazos dobló el cañón, pero ella se
resistió bien. Sí, luchaba endemoniadamente bien. Después, ya no volví a ver nada más
durante algún tiempo.
Después del anochecer, nos encerraron a todos, apiñados en una gabarra. Era como
una escena procedente de algún infierno antiguo... La noche sobre nosotros,
rodeándonos por todas partes, iluminada por los restos de unas casas ardiendo, como
hornos incómodos, allá, en la oscuridad, y la larga fila de humanos, dando traspiés hacia
el bote, con puntapiés y golpes recibidos por parte de los guardias, que les daban prisa.
No lejos de allí ardía una casa, elevando sus llamas rojas y amarillas, que se reflejaban
sobre el metal de la nave, iluminando un rostro ojeroso situado entre las sombras,
reflejándose en las lágrimas humanas y en los acerados ojos inhumanos. Las sombras se
movían de un lado a otro, ocultándonos los unos a los otros, excepto cuando una ráfaga
de aire avivaba el incendio. Después, sentimos una vaharada de calor y apartamos la
vista de la miseria de cada cual.
No pude ver a Kathryn por ninguna parte. Me fui abriendo paso con los puños atados a
la espalda, contenido de vez en cuando por el cañón de un arma, cuando alguna de las
siniestras figuras se ponía impaciente. Pude escuchar los sollozos de las mujeres y los
rugidos de los hombres en la oscuridad, ante mí, detrás de mí, a mi alrededor, mientras
nos obligaban a penetrar en el bote.
—Jimmy. ¿Dónde estás, Jimmy?
—Lo mataron. Está allí, muerto, entre las ruinas.
—¡Oh, Dios! ¿Qué hemos hecho?
—Mi hijo. ¿Ha visto alguien a mi hijo? Tenía un hijo, y ellos se lo han llevado.
—Ayuda, ayuda..., socorro, socorro, socorro...
Un juramento amargo, apenas murmurado, un grito, un sollozo, el estertor de una
boqueada, en busca de aire, y siempre el lento arrastrar de los pies y los sollozos de las
mujeres y de los niños.
Nosotros éramos los conquistados. Ellos habían destrozado nuestros ejércitos. Habían
saqueado nuestras ciudades. Nos cazaron por las calles y las colinas y las grandes
profundidades del espacio, y nosotros sólo podíamos gruñir y maldecir y confiar en que.
los restos de nuestra armada pudieran conseguir un milagro. Pero es muy difícil que se
produzcan los milagros.
Hasta el momento, la Liga Báldica sólo había ocupado los planetas exteriores. Los
mundos internos se encontraban nominalmente bajo el gobierno de la Commonwealth,
pero el gobierno estaba escondido, o no existía ya. Sólo fragmentos de la armada seguían
luchando, sin autoridad, ni plan, ni esperanza, y la Tierra se había convertido en el feliz
coto de caza de unos saqueadores y cazadores de esclavos. Supuse amargamente que
los mundos externos no tardarían en emplear toda su fuerza, rompiendo las últimas
resistencias e incorporando todo el sistema solar a su salvaje imperio. A partir de
entonces, los únicos seres humanos libres serían los colonos extrasolares, y muchos de
ellos también eran bárbaros y se habían aliado con la Liga Báldica en contra de su mundo
madre.
Los cautivos fueron hacinados en los camarotes existentes en la gabarra, apretados los
unos contra los otros, hasta que apenas si quedó espacio para permanecer de pie.
Kathryn tampoco estaba en el camarote en el que me encontraba. Me dejé hundir en una
total apatía.
Cuando todo el mundo estuvo a bordo, los puentes retemblaron bajo nuestros pies y la
aceleración nos arrojó cruelmente los unos contra los otros. Bajo aquella enorme presión
murieron varios humanos. Yo hice todo lo que pude para evitar que la masa me aplastara
el pecho, pero, desde luego, todo aquello no preocupaba lo más mínimo a los gorzunis.
Quedaban muchos más de nosotros en el lugar de donde veníamos.
La nave era una gabarra de transporte, anticuada y comida por el óxido, con la mitad
de sus arcaicos artilugios rotos e inútiles. Aquellos báldicos no eran técnicos. Eran
bárbaros que habían aprendido demasiado pronto a construir y manejar naves espaciales
y armas de fuego, y un puñado de sus planetas, unidos por un genio militar, había
emprendido la tarea de arrollar a la Commonwealth civilizada.
Sus conocimientos los solían aprender de una forma maquinal. He conocido a más de
un «ingeniero» báldico que ofrecía sacrificios a su convertidor, y a muchos generales
cuyas grandes decisiones dependían de los astrólogos y de los arúspices. Así, los
humanos entrenados eran muy solicitados como esclavos. Siendo especialista en energía
nuclear, podía considerar la perspectiva de un puesto medianamente decente, aunque,
desde luego, siempre cabía la posibilidad de ser vendido a alguien capaz de desollarme, o
de dejarme ciego o de destrozarme personalmente el corazón.
Los humanos que no estaban entrenados no tenían muchas posibilidades. Sólo eran
máquinas de carne y sangre que hacían el trabajo para el que los bárbaros no tenían
instrumentos automáticos, por lo que raramente sobrevivían a más de diez años de
esclavitud. Las mujeres eran el comercio de lujo, y solían ser vendidas a elevados precios
a los renegados y rebeldes humanos. Lancé un gemido ante este pensamiento y traté
desesperadamente de convencerme a mí mismo de que los conocimientos técnicos de
Kathryn la mantendrían en posesión de un ser no humano.
Fuimos llevados a una nave que se encontraba en órbita, justo por encima de la
atmósfera. Las escotillas de la gabarra estaban cerradas, de modo que no pude echarle
un vistazo desde el exterior, pero en cuanto entramos en ella me di cuenta de que se
trataba de un gran transporte interestelar de la clase Thurnogan, utilizado primordialmente
para transportar tropas al sistema solar y para regresar cargad; de esclavos, aunque
estaba armada para la guerra Cuando se la manejaba adecuadamente, era una
formidable nave de combate.
Había guardias apoyados en sus rifles, todos ellos de raza gorzuni, con sus arreos
llevados de cualquier manera y sin que existiera ningún tipo de formalidades entre los
oficiales y los hombres. La relajada disciplina de los ejércitos bárbaros había cegado a
nuestros amables comandantes de punta en blanco, engañándoles en cuanto a su
despiadado coraje y su puntería. Ahora, la delicada armada de la Commonwealth no era
más que un puñado de hombres destrozados, perseguidos y desesperados, que los
despiadados seres de los mundos exteriores estaban acosando a través de toda la
galaxia.
Sin embargo, esta nave resultó ser peor de lo normal. Vi óxido y moho en las planchas
de las que ya había desaparecido la pintura. Los fluorescentes eran débiles y en algunos
lugares se habían quemado. Se notaba un latido repugnante en los generadores de
gravedad. Las cabinas ya hacía tiempo que habían sido privadas de todo su equipo,
volviendo a ser cubiertas con pieles, instrumentos robados de las casas, cacharros de
cocinar y armas. Todos los gorzunis eran tan sucios y descuidados como su nave.
Ganduleaban de un lado a otro, masticando trozos de carne, bebiendo, jugando a los
dados y echando de Vez en cuando algún vistazo hacia nosotros.
Un bárbaro que hablaba algo de ánglico nos gritó, ordenándonos que nos
desnudáramos. Aquellos que dudaban fueron golpeados hasta que los dientes les
bailaron en las cabezas. Echamos las ropas en un montón y fuimos avanzando
lentamente, pasando junto a una mesa, donde un gorzuni borracho y un humano muy
sobrio llevaban a cabo la inspección médica.
El «médico» bárbaro nos dirigía la más superficial de las miradas. La mayor parte de
nosotros pudimos pasar, con un gesto. Pero, de vez en cuando, miraba con mayor
atención a alguien.
—Enfermo —gruñía—. Nunca sobrevivirá al viaje. Matadlo.
El hombre, o la mujer o niño, gritaban cuando uno de los soldados cogía una espada y
le arrancaba la cabeza con un tajo experto.
El humano permanecía sentado ante la mesa, con una pierna bailándole sobre la otra y
silbando suavemente. Una y otra vez, el gorzuni le miraba cuando tenía dudas sobre el
estado físico de algún esclavo. Entonces, el humano le examinaba más de cerca.
Normalmente, los dejaba pasar. Sólo destinó a la muerte a uno o dos.
A mí me dirigió una atenta mirada cuando pasé ante él. Tenía una estatura inferior a la
media, era de fuerte constitución, moreno, de rostro pesado y nariz partida, pero sus ojos
eran grandes, de un color azul-grisáceo; eran los ojos más fríos que he visto jamás en un
ser humano. Llevaba puesta una camisa suelta de colores y unos pantalones: ropa cara,
robada, probablemente de alguna villa terrestre.
—¡Inmundo bastardo! —murmuré. El hombre se encogió de hombros, indicándome el
collar de hierro que llevaba alrededor de la garganta.
—Sólo trabajo aquí, teniente —dijo con suavidad. Debió de haberse dado cuenta de mi
uniforme antes de que me lo quitara.
Más allá de la mesa, un gorzuni nos rociaba con una manguera, lavándonos para
quitarnos la sangre y la suciedad. Después, fuimos llevados por los largos pasillos de la
nave y conducidos a las celdas, a las que bajamos por escaleras de madera (al parecer,
no funcionaban los ascensores). Allí, separaban a los hombres de las mujeres. Fuimos
introducidos en compartimentos contiguos, enormes cavernas de metal llenas de ecos,
con literas adosadas a lo largo de las paredes, abrevaderos para comer y servicios
sanitarios. Eso era todo lo que había.
El polvo formaba una gruesa capa sobre el suelo oxidado, y el aire era frío y tenía un
hedor metálico. Después de que la puerta reforzada se cerró tras nosotros, debimos
quedar allí unos quinientos hombres, agitándonos desamparadamente de un lado a otro.
Había ventanas entre las dos grandes celdas. Acudimos hacia ellas apresuradamente,
gritando, empujándonos y enredándonos los unos con los otros, buscando la primera
oportunidad para comprobar si aún vivían nuestras mujeres.
Yo era alto y fuerte. Me abrí paso a codazos a través de la gente, hasta alcanzar la
ventana que se encontraba más cerca. Ya había allí un hombre, aplastado contra la pared
por los cuerpos sudorosos que se apretujaban tras él, extendiendo las manos a través de
los barrotes hacia las trescientas mujeres que, al otro lado, se agolpaban igualmente junto
a las ventanas.
—¡Agnes! —gritó—. ¡Agnes! ¿Estás ahí? ¿Estás viva?
Le agarré por el hombro y le aparté de un empujón. Se volvió hacia mí, lanzando un
juramento, y le di un puñetazo en la boca, obligándole a retirarse hacia los demás
hombres que seguían empujando.
—¡Kathryn! —rugí.
Los ecos de las voces resonaban en las huecas cabinas de metal. Los gritos, las
oraciones, las maldiciones y los sollozos de desesperación volvían a nosotros como ecos
sardónicos hasta que nuestras cabezas temblaron con ellos.
—¡Kathryn! ¡Kathryn!
De algún modo, ella se las arregló para encontrarme. Se acercó a mí y el beso que me
dio a través de aquellos barrotes hizo desaparecer por aquel breve instante la nave y la
esclavitud y todo el mundo que me rodeaba.
—¡Oh, John! ¡John, John! ¡Estás vivo! ¡Estás aquí! ¡Oh, querido!
Y después, miró alrededor de la semioscuridad de metal y me dijo con rapidez, con
urgencia:
—Tendremos un tumulto, John, si toda esta gente no se calma. Mira a ver qué puedes
hacer tú con los hombres. Yo me encargaré de hablar con las mujeres.
Aquello era muy propio de Kathryn. Era el alma más valerosa que jamás caminó bajo
los cielos de la Tierra, y tenía una mente que comprendía en un instante qué era lo que se
tenía que hacer. Me pregunté entonces de qué serviría detener un pánico asesino.
Quienes murieran asesinados, estarían mejor, ¿no? Pero Kathryn nunca se rendía, así es
que yo tampoco pude hacerlo.
Nos volvimos, dirigiéndonos hacia las dos multitudes, y gritamos y aporreamos e
intimidamos, y lentamente acudieron otros en nuestra ayuda, hasta que se logró una
sollozante tranquilidad en el vientre de la nave de esclavos. Después, organizamos turnos
ante las ventanas. Kathryn y yo nos apartamos de aquellas reuniones y de las personas
que no encontraban a nadie. No es decente observar a un alma desnuda.
Las máquinas empezaron a zumbar. Emprendíamos el viaje hacia las heladas
montañas de Gorzun. Ya no volveríamos a ver los cielos azules y la hierba verde, ni a
sentir el limpio olor salino del océano, ni el rugido del viento sobre los altos árboles.
Ahora, éramos esclavos y no podíamos hacer otra cosa que esperar.
II
El tiempo no existía a bordo de la nave. Los pocos y débiles fluorescentes mantenían
nuestra bodega en una incómoda luz penumbrosa. Los gorzunis nos daban de comer
bazofia cuando se les ocurría a intervalos irregulares, y sólo escuchábamos la vibración
de los motores y el suspiro asmático de lo; ventiladores. La gravedad, que era dos veces
la normal, nos mantenía a todos demasiado agotado: como para hablar mucho. Pero creo
que fue aproximadamente cuarenta y ocho horas después de abandonar la Tierra, cuando
la nave ya había empezado a viajar en impulso secundario y estaba abandona do el
sistema solar, cuando bajó a vernos el hombre con el collar de hierro.
Penetró en la bodega acompañado por una escolta de gorzunis armados y cautelosos,
que mantuvieron a punto sus rifles. Todos levantamos la cabeza mirando con ojos
sombríos la figura pequeña y poderosa. Su voz casi se perdió en la enorme vastedad de
la bodega.
—Estoy aquí para clasificarles. Acérquense un a uno y díganme su nombre y
entrenamiento, si e que tienen alguno. Les advierto que el castigo pe haber afirmado
poseer un entrenamiento que no se posee, es la tortura, y que serán probados si hacen
tales afirmaciones.
Caminamos, arrastrando los pies. Un gorzuni, el médico borracho, tenía un juego de
agujas de tatuar y grababa un número en la palma de la mano de cada hombre. Este
número era anotado por el humano, junto con el nombre, la edad y la profesión. Quienes
no poseían conocimientos técnicos, que eran la gran mayoría, eran apartados
brutalmente. Los cincuenta hombres, aproximadamente, que aseguraron poseer una
valiosa educación fueron reunidos en un rincón.
La aguja quemó la palma de mi mano y contuve la respiración, apretando los dientes.
La voz impersonal sonó apagada junto a mis oídos:
—¿Nombre?
—John Henry Reeves, veinticinco años, teniente en la marina de la Commonwealth e
ingeniero nuclear antes de las guerras.
Espeté las respuestas de golpe, con un duro tono de voz y un sabor amargo en mi
boca. El sabor de la derrota.
—Hum...
Me di cuenta entonces de que los fríos ojos pálidos descansaban sobre mí, mirándome
con una extraña expresión. De repente, los gruesos labios de] hombre se contorsionaron
en una sonrisa. Fue una sonrisa extrañamente encantadora, que dio a todo su rostro un
fugaz brillo de alegría.
—¡Oh, sí! Ya le recuerdo, teniente Reeves. Creo que fue usted quien me llamó
inmundo bastardo
—Lo hice —gruñí.
Mi mano me palpitaba y de ella se despedía un olor nauseabundo. Estaba sin lavar y
desnudo y sentía náuseas ante mi propio desamparo.
—Puede que tenga razón —dijo, asintiendo— Pero necesito urgentemente un par de
ayudantes Esta nave es un viejo cascarón. Puede que nunca consiga llegar a Gorzun si
no hay alguien capaz de cuidar los motores. ¿Quiere ayudarme?
—No —contesté.
—Sea razonable. Si se niega, lo único que conseguirá es que le encierren en la bodega
especial, donde mantenemos a los esclavos con conocimientos especiales. Será un viaje
muy largo y la monotonía hará mucho más por quebrar su espíritu que cualquier número
de azotes. Como ayudante mío, dispondrá de alojamientos adecuados y de una
oportunidad para ir de un lado a otro y mover sus manos.
Permanecí de pie, pensando en silencio. —¿Dijo usted que necesitaba dos ayudantes?
—pregunté al fin.
—Sí. Dos que puedan hacer algo con esta ruina de nave.
—Seré uno de ellos —le dije—, si puedo nombrar al otro, —Nostalgia de lo que no
tiene, ¿verdad? —preguntó, frunciendo el ceño.
—O lo toma, o lo deja —le dije, encogiéndome de hombros—. Pero esa persona es un
técnico endemoniadamente bueno.
—Bien, dígame su nombre y ya veremos. —Se trata de mi prometida, Kathryn
O'Donnell.
—No —dijo, sacudiendo su cabeza de rizos negros—. Nada de mujeres.
—Entonces, tampoco habrá ningún hombre —y sonreí sin alegría.
La cólera inflamó el frío de sus ojos.
—No puedo tener a mi lado a ninguna mujer que represente un estorbo.
—Ella llevará su propio peso, y más si es necesario. Estaba de servicio en mi propia
nave y luchó allí mismo, junto a mí, hasta el final.
El enojo de su rostro desapareció sin dejar la menor huella. Ya no había ninguna
expresión rígida en el rostro fuerte, feo, de un color oliváceo, que levantó la mirada hacia
mí. Su voz sonó monótona.
—¿Y por qué no me ha dicho eso antes? Está bien entonces, teniente. ¡Pero que los
dioses les ayuden si no son ambos como ha dicho!
Resultaba difícil de creer, por lo de las ropas..., la diferencia que representaban,
después de haber sido un animal más, acorralado y desnudo. Y una comida de carne y
café, aunque mal preparada, tomada gratuitamente en la cocina, después de la comida de
los soldados, agitó las venas y los cuerpos que ya se habían ido acostumbrando a la
bazofia propia de un cerdo.
Me di cuenta crudamente de que el hombre con el collar de hierro tenía razón. No
muchos humanos habrían podido permanecer libres de alma durante aquel largo viaje
hacia Gorzun. Si a ello se añadía el eterno agotamiento producido por el peso doble, la
fría y severa oscuridad del planeta al que nos dirigíamos, el más extremo alejamiento del
hogar, el más desesperado de los desamparos y quizá una caricia del látigo y del hierro
candente, los hombres no tardaban en convertirse en animales domesticados, que
trotaban dócilmente tras sus dueños.
—¿Desde cuándo es usted un esclavo? —le pregunté a nuestro nuevo jefe.
Caminaba a nuestro lado tan arrogantemente como si la nave fuera suya. No era,
desde luego, un hombre alto, pues hasta Kathryn le sobrepasaba quizá en cinco
centímetros, y su cabeza de cráneo redondeado apenas si llegaba a mis hombros. Pero
tenía unos gruesos y poderosos brazos musculosos, un pecho de gorila y la gravedad no
parecía molestarle lo más mínimo.
—Llevo así desde hace cuatro años —contestó—. Y a propósito, mi nombre es Manuel
Argos, y creo que será mejor que nos tuteemos a partir de ahora mismo.
Un par de gorzunis se acercaron, caminando majestuosamente por el pasillo, haciendo
sonar e] metal. Nos hicimos a un lado para permitir el paso de los gigantes, pero no
aprecié nada de servil en la actitud de Manuel. Sus extraños ojos les siguieron
especulativamente.
Teníamos una cabina cerca de la popa, un diminuto cubículo con cuatro literas, pelado
y vacío, pero su escrupulosa limpieza fue como una brisa del hogar después de haber
pasado por la inmundicia de la bodega. Sin decir una sola palabra, Manuel cogió una de
las estropeadas mantas y la colgó a través de una cama, a modo de cortina.
—Es la mejor sensación de intimidad que puedo ofrecerte, Kathryn —dijo.
—Gracias —musitó ella.
Se sentó sobre su propia litera y levantó la mira da hacia nosotros. Mi estatura le
sobrepasaba el mucho, y era como un gigante rubio contra su figura casi cuadrada. Mi
familia había sido antigua, poseedora de una gran cultura y riqueza antes de la: guerras, y
él me parecía el típico producto anónimo de cientos de barrios bajos y puertos espaciales
Pero desde el principio, no cupo la menor duda entre nosotros de quién era el jefe.
—Esta es la historia —dijo, con sus actitudes bruscas—. A pesar de no haber tenido
una educación formal, conocía lo suficiente sobre ingeniería práctica como para
conseguirme un amo bastante decente, en cuyas factorías aprendí más. Hace dos año:
me vendió al capitán de esta nave. Conseguí desembarazarme del denominado ingeniero
jefe que tenían entonces. No me fue difícil provocar una pelea a muerte entre él y un
subordinado celoso. Pero su sucesor es un holgazán borracho que ha salido de lo:
bosques hace apenas una generación.
»De hecho, soy el ingeniero de esta nave. También me las he arreglado para aficionar
a mi amo, el capitán Venjain, a la marihuana. Afecta a los gorzuni; mucho más que a los
humanos, y ahora ya se ha convertido en un adicto sin esperanza alguna. A eso se debe,
en parte, la condición en que se encuentre esta nave y la relajación existente entre la
tripulación. Un liderazgo y una organización pobres. Eso es una perogrullada.
Me quedé mirándole fijamente, sintiendo un repentino escalofrío a lo largo de la
espalda. Pero fui Kathryn quien susurró la pregunta:
—¿Por qué?
—Estoy esperando mi oportunidad —espetó— Soy el único que he convertido en
verdadera basura los motores y el equipo. Les digo que todo está viejo y que está mal
construido. Ellos piensan que sólo mi trabajo constante mantiene la nave en
funcionamiento, pero si me interesara podría hacerla zumbar de veras en el término de
una semana. No puedo esperar mucho más. Tarde o temprano, alguien le va a echar un
vistazo a toda esa maquinaria y les va a decir que ha sido deliberadamente desordenada.
Así es que he estado esperando la llegada de un par de ayudantes con conocimientos
técnicos y con voluntad de lucha. Espero que vosotros dos encajéis bien. Si no es así... —
se encogió de hombros—, adelante, decídmelo ahora mismo. Eso no conseguirá vuestra
libertad. Pero si queréis arriesgar unas vidas que no llevarán una existencia muy
agradable ni muy larga en Gorzun, ¡me podéis ayudar a apoderarme de la nave!
Permanecí un buen rato mirándole fijamente. Resultaba extraña la forma en que nos
había tomado la medida con una simple mirada y unas palabras. Sin duda alguna, las
perspectivas eran espantosas. Pude sentir el sudor en mi rostro. Mis manos, en cambio,
estaban frías. Pero le seguiría. ¡Por Dios que le seguiría!
Sin embargo...
—¿Sólo tres de nosotros? —pregunté—. ¿Tres de nosotros contra un par de cientos de
soldados?
—Habrá muchos más de nuestra parte —dijo, impasiblemente, para seguir diciendo, al
cabo de un momento de silencio—: Naturalmente, tendremos que tener mucho cuidado.
Sólo hay dos o tres de ellos que conocen el ánglico. Os los señalaré. Y, desde luego,
nuestro trabajo está siempre vigilado. Pero los vigilantes son unos ignorantes. Creo que
tenéis cerebro suficiente para engañarles.
—Yo... —Kathryn se detuvo, buscando las palabras—. No lo puedo creer —dijo al fin—.
Una nave en estas condiciones...
—Las cosas eran mucho mejor bajo los antiguos conquistadores báldicos —admitió
Manuel—. Los reyes que fraguaron la Liga a partir de cien planetas que aún se
encontraban en la noche salvaje, bárbaros que aprendieron a construir naves espaciales y
a lanzar bombas atómicas contra los hombres y poco más. Pero sólo alcanzaron el éxito
porque no hubo una verdadera oposición. La sociedad de la Commonwealth 3ra estaba
deshecha, corrompida, destrozada por las guerras civiles; sus líderes se habían
convertido en una burocracia petrificada, y sus fuerzas militares se encontraban
diseminadas sobre mil planetas inquietos; sus gentes estaban más dispuestas a comprar
la paz que a luchar. No es nada extraño que la Liga lo arrollara todo.
»Pero después del primer saqueo de la Tierra, hace ahora quince años, los bárbaros se
dividieron. Sus poderosos primeros dirigentes estaban muertos y sus hijos lucharon entre
sí por apoderarse de una herencia que no sabían cómo gobernar. La Liga se dividió en
dos regiones hostiles y en no sé cuántos grupos partidistas. Su antigua organización se
ha ido al infierno.
»El sistema solar no se recuperó a tiempo. Todavía se encontraba bajo el decadente
gobierno de la Commonwealth. Así es que ahora una rama de los báldicos se las ha
arreglado para conquistar nuestros grandes planetas. Pero el hecho de que se hayan
contentado con llevar a cabo raids y saquear los mundos interiores, en lugar de ocuparlos
y administrarlos decentemente, demuestra la decadencia de su propia sociedad. Si
disponemos de un líder adecuado, todavía conseguiremos arrojarles del sistema solar y
pasar después a destrozar sus propios territorios. Sólo que el liderazgo no ha aparecido
aún por ninguna parte.
Fue una exposición dura, algo colérica, y yo parpadeé y sentí resentimiento en mi
interior.
—¡Maldita sea! ¡Hemos luchado! —exclamé.
—Sí, y también hemos sido rechazados y dispersados. —Su pesada boca se elevó en
una mueca irónica—. Y eso ha sucedido porque no ha habido un jefe que fuera capaz de
comprender la estrategia y la organización, y que pudiera hacer vibrar el corazón de sus
hombres.
—Supongo que serás tú ese hombre —dije, bastante sarcásticamente.
Su contestación fue sencilla, serena y extraordinariamente segura:
—Sí.
Durante los días que siguieron fui conociendo más cosas sobre Manuel Argos. Nunca
parecía estar dispuesto a hablar de sí mismo.
Supongo que su raza era originalmente mediterráneo-anatolia, con más de un cruce
con negros y orientales, pero creo también que tuvo que haber algún antepasado nórdico
olvidado, aunque sólo fuera para explicar aquellos helados ojos azules. Era una mezcla
de toda la humanidad, como, por otra parte., no era nada raro ver en estos tiempos.
Su madre había estado trabajando en Venus. Su padre, aunque ni él mismo estaba
seguro, había sido un explorador del espacio que murió joven y nunca conoció a su hijo.
Cuando tenía trece años, se marchó a Sirio y no había regresado al sistema solar desde
entonces. Ahora, a los cuarenta años, había sido hombre espacial, minero, capataz de
muelle, soldado tanto en las guerras civiles como en las guerras contra los báldicos,
político en pequeños momentos en los planetas colonizados, cazador, maquinista y toda
una serie de otras cosas algo oscuras.
Durante algún tiempo de aquella sorprendente carrera, había encontrado el espacio
suficiente para hacer una enorme cantidad de lecturas, pero siempre confiaba mucho más
en sus propios sentidos y razón e intuición que en los libros. Había sido capturado hacía
cuatro años en una incursión gorzuni sobre Alfa Centauro, y desde entonces se había
puesto a estudiar a sus aprehensores con la misma sangre fría con que había estudiado a
los de su propia raza.
Sí, aprendí muchas cosas sobre él, pero nada de él. Creo que nunca hubo una sola
criatura viviente que supiera cosas de él. No era una de esas personas predispuestas a
abrir su corazón. Se pasaba los días envuelto en la soledad y en los sueños. Nadie estará
seguro nunca de si la frialdad de su actitud penetraba en su alma y la rara actitud cálida
que mostraba no era más que una máscara, o si su carácter era realmente tierno y se
encubría bajo la armadura de la indiferencia. Y él convertía esa incertidumbre en un arma.
Nadie sabía jamás lo que se podía esperar de él, por ¡o que siempre se sentía tenso en
su presencia, abierto siempre a su voluntad.
—Es una persona muy extraña —dijo Kathryn en una ocasión, cuando nos
encontrábamos solos—. Todavía no he podido decidir si se trata de un loco o de un genio.
—Probablemente sea ambas cosas, querida —sugerí, un poco irritado.
No me gustaba ser dominado.
—Quizá. Pero entonces, ¿qué es la cordura? —se estremeció y se acercó más a mí—.
No quiero hablar de eso.
La nave continuó su camino a través de las estrellas, aislada en años-luz de vacío, con
su carga de odio y temor y miseria y sueños. Nosotros trabajamos y esperamos, y los días
pasaron lentos.
Se tenía que fijar el funcionamiento de los viejos motores. Se tenía que representar
algún espectáculo para los gigantes de pelo gris, que nos observaban en la parpadeante
oscuridad de las salas de energía. Arreglamos la instalación eléctrica, soldamos y
sujetamos con tornillos, comprobamos y deshicimos para volver a rehacer, sofocándonos
en el calor de las explosiones de átomos que surgían de los escudos antirradiación,
ensordecidos por el zumbido de los generadores y por el ruido sordo de las turbinas mal
ajustadas y por la desigual monotonía de los grandes convertidores. Ajustamos el
sabotaje de Manuel, hasta que la nave se deslizó casi con suavidad. Más tarde, y con
algún pretexto, volveríamos a manejarla a nuestro gusto.
—Es como la tela de Penélope —dijo Manuel.
Y yo me asombré de que una trampa espacial pudiera hacerse siguiendo aquella
alusión clásica.
—¿A qué estamos esperando? —le pregunté una vez, cuando el zumbido del
generador que estábamos revisando sofocó nuestras palabras—. ¿Cuándo empezamos
nuestro motín?
El me miró. La luz de su lámpara de averías hacía brillar el sudor de su rostro feo,
marcado por la viruela.
—En el momento adecuado —contestó fríamente—. Será cuando el capitán tome su
próxima dosis.
Mientras tanto, dos de los esclavos habían intentado llevar adelante una revuelta
propia. Cuando uno de los imprudentes guardias se acercó demasiado a la puerta de la
bodega de los hombres, uno de ellos extendió la mano a través de los barrotes, consiguió
sacarle el arma de la funda y disparó contra él. Después, intentó hacer saltar por los aires
la cerradura. Cuando los gorzunis bajaron para gasearle, su compañero les resistió con
uñas y dientes, hasta que ambos rebeldes fueron dejados fuera de combate. Los dos
fueron despellejados vivos en presencia de los demás cautivos.
Kathryn no pudo evitar ponerse a llorar cuando regresamos a nuestra cabina. Ocultó su
rostro contra mi pecho y lloró hasta que llegó un momento en que me pareció que no
dejaría de llorar nunca. Mientras tanto, yo la apretaba contra mí y le decía las tonterías
que se me ocurrían.
—Se lo han merecido —dijo Manuel; había desprecio en su voz—. ¡Por tontos! ¡Por
ciegos y estúpidos tontos! Por lo menos podrían haber retenido al guardia como rehén y
tratar de negociar después. Pero no, tenían que comportarse como héroes. Tenían que
matarle. Ahora, el ejemplo ha asustado a todos los demás. Esos hombres se merecían
que los despellejaran, como han hecho.
Al cabo de un momento, añadió pensativamente: —Sin embargo, si la emoción de
temor despertada en los esclavos puede ser convertida en odio, hasta resultaría útil. Esta
conmoción, al menos, les ha obligado a salir de su apatía.
—Eres un bastardo sin corazón —le dije, sin emoción.
—Tengo que serlo después de ver que todo el mundo prefiere comportarse como un
ser sin cerebro. No son éstos buenos tiempos para las personas tiernas. Estamos en una
época de disolución y de caos, como ha ocurrido tan a menudo en la historia, y sólo una
persona que primero acepte las realidades de la situación puede confiar en hacer algo por
ellos. No vivimos en un cosmos donde la perfección sea posible o incluso deseable.
Tenemos que establecer nuestros compromisos, y dirigirnos hacia los objetivos que
tenemos alguna posibilidad de alcanzar. —Después, dirigiéndose a Kathryn, añadió
incisivamente—: Y ahora, deja de lloriquear. Tengo que pensar.
Ella le lanzó una mirada nublada por las lágrimas, con los ojos muy abiertos.
—Eso te da un aspecto endiablado —dijo él, sonriendo con una mueca—. La nariz
enrojecida, la cara hinchada, un mal caso de hipo. No hay nada bonito en llorar.
Kathryn respiró con un temblor y la cólera apareció en sus mejillas. Tragándose los.
sollozos, se apartó de mí y le volvió la espalda.
—Pero he conseguido que dejara de llorar —me murmuró Manuel, con una traviesa
expresión.
III
Los días, interminables y sin significado alguno, terminaron por introducirnos en un
espacio sin tiempo en el que a veces me preguntaba si aquella nave no sería el Buque
Fantasma, condenada a viajar para siempre con una tripulación de demonios y con los
condenados. No tenía el menor sentido tratar de darle prisas a Manuel. Abandoné esa
pretensión y me dejé llevar hacia la rutina del trabajo y la espera. Ahora creo que una
parte de ese retraso fue concebido a propósito; que lo que él pretendía era acabar con las
últimas esperanzas de los esclavos y dejar en ellos una única ansia de venganza. De ese
modo lucharían mejor.
No había muchas oportunidades de quedarme solo con Kathryn. Un beso fugaz, una
palabra murmurada en la semioscuridad de la sala de máquinas, los ojos y las manos
encontrándose ligeramente a través de una máquina oxidada y grasienta. Eso era todo.
Cuando regresábamos a nuestra cabina, solíamos sentirnos demasiado cansados para
hacer otra cosa que no fuera dormir.
En cierta ocasión, me di cuenta de que Manuel había intercambiado unas pocas
palabras en la bodega de los esclavos con el alférez Hokusai, que había sido capturado
junto con nosotros. Alguien tenía que dirigir a los humanos, y Hokusai era el mejor
hombre para hacer ese trabajo. Pero ¿cómo lo había sabido Manuel? Formaba parte de
su genio para comprender.
El final llegó de una forma repentina. Manuel me sacudió hasta despertarme. Parpadeé
cansadamente ante las odiadas paredes que me rodeaban, sintiendo la palpitación
irregular del campo de gravedad, que volvía a funcionar mal. Más trabajo para nosotros.
—Está bien, está bien —gruñí—. Ya voy. Cuando Manuel apartó la cortina de la litera
de Kathryn y la despertó, yo protesté.
—Déjala descansar. Nosotros solos lo podemos hacer.
—¡Ahora, no! —contestó, mientras los dientes blancos brillaban en la oscuridad de su
rostro—. El capitán se ha marchado al reino de la nada. Oí a dos gorzunis hablar sobre
ello.
Aquello me despertó del todo, y me hizo sentir un escalofrío a lo largo de la espalda.
—¿Ahora...?
—Tómatelo con calma —advirtió Manuel—. Disponemos de mucho tiempo.
Nos vestimos y bajamos por los largos pasillos. La nave estaba en silencio. Bajo el
pesado retumbar de los motores, sólo se escuchaba el susurro de nuestro calzado y el
duro rasgueo de la respiración en mis pulmones. Kathryn estaba pálida y sus ojos se
abrían enormemente en la semioscuridad. Pero no buscó refugio a mi lado. Ando entre los
dos y percibí en ella una actitud distanciada que no pude comprender del todo. De vez en
cuando, pasábamos junto a un soldado gorzuni errante, que seguía su camino, y nosotros
nos hacíamos a un lado, como hacían los esclavos. Pero pude observar la amarga
expresión de triunfo en los ojos de Manuel cuando observaba a los titanes por la espalda.
Entramos en las salas de energía, donde las máquinas zumbaban bajo una apagada y
parpadeante luz roja. Y allí, como dioses paganos, había tres gorzunis, armados, que nos
miraron. Uno de ellos trató de cortar el paso a Manuel. Pero éste no le hizo el menor caso
y se inclinó sobre el generador de gravedad, haciéndome señales para que le ayudara a
levantar la tapa.
Pude ver que había un cortocircuito en una de las bobinas de campo; eso inducía un
campo de corriente armónica que imponía una cierta agitación en la corriente de
distorsión espacial. Podríamos haberlo ajustado en un momento. Pero Manuel se rascó la
cabeza y se volvió a mirar a los ignorantes gigantes que se inclinaban por encima de
nuestros hombros. Empezó a seguir las conexiones con los dedos, con una elaborada
complicación.
—Nos abriremos paso hasta el convertidor atómico auxiliar —me dijo—. Lo he
preparado para que haga lo que quiero.
Sabía que los gorzunis no podían comprendernos y que las expresiones humanas no
tenían ningún significado para ellos, pero un temblor incontrolado recorrió todos mis
nervios.
Fuimos aparentando que hacíamos cosas, hasta que llegamos al motor que era la
fuente de energía de la maquinaria interna de la nave. Manuel introdujo un osciloscopio y
estudió las señales como si éstas significaran algo.
—¡Aja! —exclamó.
Desenroscamos los tornillos del escudo de antirradiación, dejando al descubierto la
válvula de salida. Sabía que la luz roja procedente de ella era inofensiva, que los
deflectores cortaban la mayor parte de la radiactividad, pero no pude evitar encogerme
ante ella. Cuando un convertidor se limpia a través de una válvula, se suele llevar traje
protector.
Manuel se dirigió hacia un banco de trabajo y cogió un artilugio que él mismo se había
hecho. Yo sabía que no tenía la menor utilidad para las reparaciones, pero él aparentaba
utilizarlo como una herramienta, habiéndolo hecho ya en otras ocasiones. Se trataba de
una tubería flexible, forrada de plomo, de una bomba magnetrónica, a la que había
añadido una gran cantidad de medidores y conmutadores para producir mayor efecto.
—Échame una mano, John —me dijo con tranquilidad.
Fijamos la bomba sobre la válvula de salida y sujetamos los dos o tres controles que
realmente significaban algo. Escuché a Kathryn boquear detrás de mí, y al darme cuenta
repentinamente de lo que pretendía se me quedaron las manos como paralizadas. Ni
siquiera había una junta.
Uno de los ingenieros gorzunis se dirigió hacia nosotros, haciéndonos una pregunta en
su duro lenguaje, con sus compañeros detrás de él. Manuel contestó rápidamente, sin
apartar la mirada de los colgantes metros de tubería.
Se volvió hacia mí y observé la risa oscura en sus ojos.
—Les he dicho que el convertidor se ha estropeado debido a una salida de productos
de desecho —dijo en ánglico—. De hecho, así está toda la nave.
Cogió la tubería con una mano mientras descansaba la otra sobre un conmutador que
había en el motor.
—No mires, Kathryn —dijo monótonamente.
Después, apretó el conmutador.
Escuché el sonido metálico de los deflectores. Manuel había puesto fuera de circuito
los controles automáticos de seguridad que mantenían los deflectores hacia arriba cuando
estaban explotando los átomos. Me coloqué una mano delante de los ojos y me agaché.
La llamarada que surgió hacia adelante fue como un trozo de sol, que se canalizó por
el tubo y atravesó la sala. Sentí cómo se me arrugaba la piel de la incandescencia y
escuché el rugido del aire partido. En menos de un segundo, Manuel había vuelto a
colocar los deflectores en su lugar, pero su improvisada explosión había destrozado las
cabezas ^de los tres gorzunis y fundido la pared del fondo. Cuando volví a mirar, el metal
brillaba, con un color blanco y los fuertes estruendos resonaban en mis huesos,
haciéndolos temblar, hasta que todo mi cráneo pareció quedar lleno de ellos.
Apartando el tubo, Manuel se dirigió hacia los gigantes muertos y sacó las armas de
sus fundas.
—Una para cada uno de nosotros —dijo.
Después, volviéndose a Kathryn, añadió:
—Ponte un traje de protección y espera aquí. La radiactividad es mala, pero no creo
que sea nociva durante el tiempo que necesitamos. Dispara contra todo aquel que
pretenda entrar.
—Yo... —su voz sonó débil bajo los estruendos y los ecos—. Yo no quiero ocultarme...
—¡Maldita sea! Serás nuestro guardia de seguridad. No podemos permitir que esos
monstruos vuelvan a capturar la sala de máquinas. Y ahora, ¡gravedad cero!
Y Manuel apagó el generador.
La caída libre me llenó de una terrible náusea. Luché contra mi estómago rebelado y
me agarré a un lugar para bajar hacia el puente. Bajar, no. Ahora no existía ni arriba ni
abajo. Estábamos flotando libremente. Manuel había anulado la ventaja de gravedad de
los gorzunis.
—Muy bien, John, ¡vámonos! —me espetó.
Sólo tuve tiempo de apretar la mano de Kathryn. Después, nos abrimos paso a
empujones hacia la puerta y más allá del pasillo. Menos mal que la marina de la
Commonwealth había dado al menos entrenamiento a su personal para actuar en
situaciones de gravedad cero. Pero me pregunté cuántos de los esclavos se las sabrían
arreglar por sí mismos.
Toda la nave rugía a nuestro alrededor. Dos gorzunis salieron de una cabina lateral,
con las armas en la mano. Manuel los quemó en cuanto aparecieron, recogió sus armas y
saltó hacia las bodegas de esclavos.
Las luces se apagaron. Me quedé flotando en una densa oscuridad. ¿Tendríamos que
enfrentarnos así con la rabia del enemigo?
—¿Qué diablos...? —murmuré.
—Kathryn sabe muy bien lo que debe hacer —me llegó la respuesta de Manuel desde
la oscuridad—. Se lo dije hace unos pocos días.
En aquel momento, no tuve tiempo para darme cuenta del vacío que se produjo dentro
de mí al saber que ellos dos habían estado hablando a espaldas mías. Pero había
demasiadas cosas que hacer. Los gorzunis estaban disparando a ciegas. Los rayos
explosivos estallaban lívidamente por las salas. El motín se estaba desatando. En dos
ocasiones, un fogonazo de luz crepitó a pocos centímetros de mí. Manuel devolvía el
fuego, disparando contra los gigantes aislados, matándolos y recogiendo sus armas.
Protegidos por la oscuridad, buscamos a tientas el camino hacia las bodegas de esclavos.
Allí no había guardias. Cuando Manuel empezó a fundir las cerraduras con chorro de
bajo poder energético, pude ver débilmente la confusión de los cuerpos desnudos que
flotaban libremente, agitándose y gritando en la amplia penumbra. Era como una escena
del infierno. La caída de los ángeles rebeldes. El hombre, hijo de Dios, se había
abalanzado sobre las estrellas, siendo condenado por ello al infierno.
¡Y ahora estaba a punto de explotar!
El ansioso rostro aplanado de Hokusai estaba apretado contra los barrotes.
—Sacadnos de aquí —rugió fieramente.
—¿En cuántos puedes confiar? —preguntó Manuel.
—Aproximadamente en cien. Se mantienen serenos. ¿Los ves allí, esperando? Y quizá
unas cincuenta mujeres.
—Muy bien. Trae a tus seguidores. Deja que los demás se amotinen durante un rato.
No podemos hacer nada por ayudarles.
Los hombres salieron, hoscos y silenciosos, permaneciendo allí mientras yo abría la
bodega de las mujeres. Manuel fue repartiendo las pocas armas de que disponíamos. Su
voz se elevó en la oscuridad.
—Muy bien. Nos hemos apoderado ya de la sala de máquinas. Quiero que seis de
vosotros, con armas, acudáis allí ahora mismo para ayudar a Kathryn O'Donnell a
defenderla. En caso contrario, los gorzunis volverán a capturarla. El resto de nosotros
iremos hacia el arsenal.
—¿Qué hay del puente? —pregunté.
—Se mantendrá. Ahora mismo, los gorzunis son presas del pánico. Es parte de su
naturaleza. Son peores que los humanos cuando se producen estampidas masivas. Pero
eso no durará mucho y nosotros tenemos que aprovechar la ventaja. ¡Vamos!
Hokusai condujo el pequeño grupo hacia la sala de máquinas —su entrenamiento naval
le indicaría dónde se encontraba ésta—, y yo seguí a Manuel, dirigiendo a los demás.
Sólo nos quedaban tres o cuatro armas, pero ahora, al menos, sabíamos adonde íbamos.
Y, además, unos pocos humanos esperaban vivir y no les preocupaba otra cosa, excepto
matar gorzunis. Manuel lo había programado todo correctamente.
Avanzamos a tientas a través de una lívida oscuridad, intercambiando disparos con
soldados que deambulaban por la nave, disparando contra todo lo que se movía.
Perdimos algunos hombres, pero conseguimos más armas. De vez en cuando,
encontrábamos gorzunis muertos, asesinados durante el motín, e incluso destrozados.
Nos detuvimos un momento para liberar a los técnicos de su celda especial y después
nos dirigimos violentamente hacia el arsenal.
Todos los gorzunis tenían armas privadas, pero el arsenal de la nave no era pequeño.
Un grupo de centinelas permanecían ante la puerta, defendiéndola contra todo el que se
acercara. Disponían de un escudo portátil individual contra los chorros de energía. Vi
cómo nuestros disparos se estrellaban contra los escudos y cómo los hombres morían
cuando los gorzunis respondieron al fuego.
—Necesitamos lanzar una carga directa para atraer su atención, mientras unos cuantos
de nosotros, aprovechando la gravedad cero, se lanzan hacia «arriba», y después les
atacan desde allí —dijo la fría voz de Manuel, que era clara incluso en aquella
penumbra—. John, dirige el ataque principal.
—¡Ni hablar! —espeté.
Sería un asesinato. Seríamos barridos como un leñador corta los árboles pequeños. Y
Kathryn me estaba esperando... Pero después, me tragué la rabia y el temor y lancé un
grito hacia los hombres. No soy ni más ni menos valiente que cualquier otro, pero en una
batalla se produce una cierta exaltación, y Manuel la estaba utilizando calculadamente,
como hacía con todo.
Nos lanzamos contra ellos, en una verdadera barrera de carne; un muro que ellos
destrozaron, obligándonos a retroceder en fragmentos sueltos. Sólo fue un instante de
llamaradas y estruendos e inmediatamente después el ataque volador de Manuel se
*lanzó sobre los defensores, barriéndolos por completo. Ya había pasado todo. Me di
cuenta vagamente de que tenía un trozo de pierna quemado. No me dolía en aquel
momento y quedé asombrado por el pequeño milagro que me había mantenido vivo.
Manuel fundió la puerta y el resto de nosotros se abalanzó hacia el interior,
lanzándonos sobre las estanterías donde estaban las armas con una terrible fiereza.
Antes de que las tuviéramos todas cargadas apareció un destacamento de gorzunis que
cargó contra nosotros, pero los rechazamos.
También se producían fogonazos de luz. Teníamos iluminación en la hirviente
oscuridad. El rostro de Manuel surgió de aquella noche dando sus órdenes, rápidas y
crispadas. Un rostro petrificado, pesado, poderoso y feo, pero los hombres saltaban ante
sus órdenes. Se formó un destacamento con la misión de regresar a las bodegas de
esclavos y entregar armas a los otros humanos y traerlos hacia donde nos
encontrábamos.
También se enviaron refuerzos a la sala de máquinas. Se montaron y se cargaron
morteros y pequeños cañones antigravitatorios. Los gorzunis también se estaban
serenando. Alguien se había hecho cargo de la situación y los estaba dirigiendo. Se
preparaba una verdadera batalla.
¡Y la tuvimos!
No recuerdo mucho de todas aquellas horas de encarnizada lucha. Perdimos muchos
hombres, a pesar de disponer de un armamento superior. Pero unos trescientos humanos
sobrevivieron a la batalla, aunque muchos de ellos quedaron malheridos. Pero nos
apoderamos de la nave. Fuimos cazando a los gorzunis hasta el último y quemamos a
quienes trataron de rendirse. No había ninguna piedad en nosotros. Los gorzunis nos
habían mordido, y ahora tenían que enfrentarse al monstruo que ellos mismos crearon.
Cuando se volvieron a encender las luces, trescientos agotados humanos seguían
viviendo y se habían apoderado de la nave.
IV
Se convocó una conferencia en la sala más grande que pudimos encontrar. Todo el
mundo estaba allí, recogido en sudoroso silencio y mirando fijamente al hombre que les
había liberado. Teóricamente, fue una asamblea democrática, convocada para decidir
nuestro próximo movimiento. Pero, en realidad, fue Manuel Argos quien dio las órdenes.
—Lo primero, desde luego —dijo con una voz suave que, de algún modo, llegaba hasta
los últimos rincones de la cámara—, es llevar a cabo las reparaciones necesarias, tanto
de los desperfectos ocasionados por la batalla como de la maquinaria deliberadamente
estropeada. Supongo que eso nos costará una semana, pero entonces podremos
disponer de una nave excelente. Para entonces, todos vosotros os habréis convertido en
una verdadera tripulación. El teniente Reeves y el alférez Hokusai os darán instrucciones
de combate. Todavía no hemos terminado toda la lucha.
—¿Queréis decir...? —dijo un hombre, levantándose entre la multitud—. ¿Queréis decir
que nos encontraremos con oposición en nuestro regreso al Sol? Supongo que podríamos
deslizamos furtivamente hacia el sistema solar. Un planeta es algo demasiado grande
para ser bloqueado, aun cuando los báldicos se preocuparan de intentarlo.
—Lo que quiero decir —dijo Manuel, con serenidad— es que nos dirigimos hacia
Gorzun.
Aquello habría significado un nuevo motín si la gente no hubiera estado tan agotada.
Pero tal y como estaba todo el mundo, el murmullo que recorrió la asamblea fue de muy
mal agüero.
—Mirad —dijo Manuel, pacientemente—, cuando lleguemos allí tendremos en nuestro
poder una nave de combate de primera clase. El enemigo no tiene nada parecido.
Además, seremos una nave a la que se espera, una de las suyas, y en ningún caso
esperan ellos un raid sobre su propio planeta hogar. Es una excelente oportunidad para
lanzarles un buen golpe. Los gorzunis no dan un nombre a sus naves, así es que
propongo bautizar la nuestra con el nombre de Venganza.
Era una oratoria clara. Su voz sonaba como un órgano. Sus palabras fueron las de un
ángel colérico. Argumentó y rogó, intimidó y amenazó, y, finalmente, hizo sonar las
trompetas para todos nosotros. Al final, todos se levantaron y le aclamaron. Hasta mi
propio corazón se sintió elevado, mientras que los ojos de Kathryn aparecían muy
abiertos y brillantes. Era un hombre frío, duro e imperioso, pero nos hizo sentirnos
orgullosos de ser humanos.
Finalmente, se tomó el acuerdo, y la nave solar Venganza —capitán Manuel Argos,
primer oficial John Henry Reeves—, reanudó su viaje hacia Gorzun.
Durante los días y semanas que siguieron, Manuel habló mucho de sus planes. Un raid
devastador contra Gorzun conmocionaría la confianza de los bárbaros y haría que la
mayor parte de las naves que se encontraban en los mundos exteriores regresaran
apresuradamente para defender al mundo madre. Probablemente, la otra parte rival de la
Liga Báldica vería en ello su oportunidad y no tardaría en lanzarse contra un enemigo
repentinamente debilitado. El Venganza regresaría al sistema solar, pero para entonces
poseería la mejor tripulación del universo conocido y conseguiría reunir a su alrededor a
las dispersas fuerzas de la humanidad. La guerra continuaría hasta que se hubiera
limpiado todo el sistema...
—...Y entonces, claro está, continuará hasta que los bárbaros hayan sido conquistados
—terminó diciendo Manuel.
—¿Por qué? —pregunté—. El imperialismo interestelar no puede dar buenos
resultados. Los tiene para los bárbaros porque no disponen de los servicios técnicos
suficientes para producir en sus hogares lo que pueden robar en cualquier otra parte.
Pero con ello, el sistema solar echaría sobre sus espaldas una pesada carga.
—Por motivos de defensa —contestó Manuel—. No creerás que voy a permitir a un
enemigo derrotado que se retire a lamer sus heridas y prepare, mientras tanto, un nuevo
ataque, ¿verdad? No, todo el mundo, excepto el sistema solar, debe ser desarmado, y la
única forma de forzar el establecimiento de esa clase de paz es que el sistema solar se
convierta en gobernante incuestionable. —Y después, añadió pensativamente—: ¡Oh! El
imperio no se tendrá que extender eternamente. Sólo hasta que sea lo suficientemente
grande como para defenderse por sí mismo contra todos los recién llegados. Y un cierto
reajuste económico también puede convertirlo en una proposición provechosa. Podemos
recoger tributos, ya sabes.
—¿Un imperio...? —preguntó Kathryn—. ¡Pero si la Commonwealth es democrática!
—¡Fue democrática! —replicó él—. Ahora todo está podrido. Ya sé que es terrible, pero
no se puede hacer revivir a los muertos. Nos encontramos en una época de la historia
similar a la existente en otras muchas ocasiones, en las que el cesarismo es la única
solución. Quizá no sea una buena solución, pero, sin lugar a dudas, es mejor que la
devastación que estamos sufriendo en la actualidad. Cuando haya habido un período lo
bastante largo de paz y unidad, quizá sea el momento de pensar en la restauración del
viejo republicanismo. Pero ese momento se encuentra a muchos siglos de distancia, en el
futuro, si es que llega alguna vez. Por ahora, las condiciones socio-económicas no son las
adecuadas para implantarlo.
Paseó incansablemente por el puente. Por la portilla se veía brillar un millón de
estrellas, como una escalofriante corona sobre su cabeza.
—Será un imperio de hecho —dijo—, y, en consecuencia, también tendrá que serlo de
nombre. La _gente luchará, se sacrificará y morirá por un símbolo llamativo aun cuando
las exigencias de la realidad no les afecten. Necesitamos una aristocracia hereditaria que
pueda representar un buen espectáculo. Eso es algo especialmente efectivo y el arcaísmo
es muy valioso para el sistema solar en estos momentos. Recordará los buenos y
gloriosos tiempos, antes de que se iniciaran los viajes espaciales. Ahora será un símbolo
con una fuerza incluso mayor que la que tuvo en su propia época. Sí, un imperio, Kathryn,
el imperio de la paz y el Sol hermanados.
—Las aristocracias son decadentes —argumenté—. El despotismo funciona bien
mientras se dispone de un déspota, pero tarde o temprano nace un luchador...
—No, si la dinastía nace con hombres y mujeres fuertes, sigue eligiendo a personas
aptas y educa a sus hijos en la misma escuela dura en que fueron educados sus padres.
En tal caso, puede durar siglos. Especialmente en esta época de gerontología y vidas
activas que duran cien años.
—Una sola nave... ¡y ya estás planeando un imperio en la galaxia! —exclamé, riendo—
. Y supongo que tú mismo serás el primer emperador, ¿verdad?
Sus ojos no mostraban expresión alguna.
—Sí —contestó—, a menos que encuentre a un hombre mejor, lo que dudo mucho.
—No me gusta —dijo Kathryn, mordiéndose un labio—. Es... cruel.
—Estamos en una época cruel, querida —dijo él, con suavidad.
Gorzun se balanceaba negro y enorme contra un salvaje escenario de estrellas. Él
hemisferio iluminado de rojo era como una hoz de sangre cuando nos deslizamos a
impulso secundario e iniciamos el descenso hacia el hemisferio oscuro.
Sólo en una ocasión intentaron detenernos como medida de comprobación. A través
del comunicador transónico llegó hasta nosotros un duro galimatías de palabras. Manuel
contestó tranquilamente en la lengua nativa, explicando que nuestro visor se había
estropeado, y dando las señales de reconocimiento explicadas en el libro de códigos. La
nave de guerra nos dejó pasar.
Fuimos bajando y bajando, con la superficie oscura aumentando continuamente de
tamaño, bajo nosotros, con las montañas elevando sus hambrientos picos dispuestos a
desgarrar el vientre de la nave, con la nieve y los glaciares y un mar agitado iluminados
por tres violentas lunas. Oscuridad, frío y desolación.
—¡Mirad hacia abajo, hombres del Sol! —dijo Manuel a través de los
intercomunicadores—. Mirad los puertos de desembarque. Ahí es donde nos esperaban.
Un rugido de puro odio le contestó. Aquella tripulación hubiera muerto hasta el último
hombre si con ello pudieran llevarse consigo el planeta entero. Y que Dios me ayude, yo
mismo lo sentí así, Había sido un viaje largo y duro, incluso después de nuestra
liberación, y la debilidad que sentía sólo se veía superada por la perspectiva de la batalla.
Había estado trabajando a marchas forzadas, entrenando a los hombres, organizando los
cientos de unidades que necesita una moderna nave de guerra. Manuel, con Kathryn
como secretaria y ayudante general, se había estado conduciendo incluso con mayor
fiereza, pero yo no les había podido ver muy frecuentemente. Todos estuvimos muy
ocupados.
Ahora, los tres estábamos en el puente, observando como Gorzun aumentaba de
tamaño ante nosotros, para recibirnos. Kathryn estaba pálida y silenciosa y la mano que
descansaba sobre la mía era fría. Yo sentía en mi interior una tensión que se acercaba al
punto de ruptura. Las órdenes que había dado a mis tripulaciones de combate eran
rígidas. Sólo Manuel parecía seguir siendo tan frío y sereno como siempre. Era un
hombre de verdadero acero. A veces me preguntaba si era realmente humano.
La atmósfera gritó y retembló detrás de nosotros. Volamos sobre el mar, dirigiéndonos
hacia la línea del amanecer, y bajo sus frías bandas de luz incolora vimos la capital de
Gorzun, elevándose desde el borde del mundo.
Tuve una visión extraña de torres cuadradas de piedra, de calles estrechas como
cañones y del surgir gigantesco de las naves espaciales, en las afueras de la ciudad.
Manuel hizo un gesto de asentimiento y yo di las órdenes de fuego.
Las llamaradas y las ruinas explotaron bajo nosotros. Las naves espaciales saltaron
por los aires y después descendieron sus enormes masas sobre los edificios. La piedra y
el metal se fusionaron, formando ríos de lava entre los muros destrozados. La tierra se
abrió, tragándose a media ciudad. Un hongo blanco-azulado de fuego atómico brilló a
través de la repentina nube de humo. Y la ciudad murió.
Pusimos rumbo al cielo a toda velocidad, con todas las vigas protestando por el
esfuerzo, y nos dirigimos rápidamente hacia el puerto espacial más próximo. Sobre él se
elevaba ya una nave. Quizá ya habían sido advertidos. Nunca lo supimos. Abrimos el
fuego y la nave nos contestó, y mientras maniobrábamos en el cielo, el Venganza lanzó
sus bombas. Sufrimos el choque de las ondas, pero mientras nuestras pantallas de fuerza
resistieron, las de la nave enemiga no pudieron. La nave incendiada destrozó la mitad de
la ciudad cuando cayó.
Y de nuevo en marcha hacia el puerto más próximo señalado en los mapas capturados.
En esta ocasión, nos encontramos con una verdadera nube de interceptores espaciales.
Desde tierra ya nos disparaban cohetes. El Venganza se estremeció ante las explosiones.
Casi pude ver humear nuestro generador de gravedad mientras trataba de compensar
nuestros alocados saltos, contorsiones y sacudidas. Luchamos contra ellos como un oso
lucha contra una jauría de perros, los dispersamos y destrozamos la base.
—Muy bien —dijo Manuel—. Salgamos de aquí.
El espacio se convirtió en una noche llena de relámpagos a nuestro alrededor, mientras
subíamos por encima de la atmósfera. Ahora, las naves de guerra estarían dirigiéndose
hacia nosotros a toda potencia, dispuestas a aplastarnos. Pero ¿cómo podíamos localizar
una sola y nave en la inmensidad existente entre los mundos? Pasamos a navegar en
impulso secundario, una maniobra que suele hacerse cuando se está cerca de un sol,
pero habíamos reforzado los motores y entrenado bien a la tripulación. Al cabo de pocos
minutos estábamos ya junto al planeta más próximo, también habitado. Allí sólo había tres
colonias. Las destruimos por completo.
Los hombres gritaban de entusiasmo. Aquello se parecía más al aullido de una manada
de lobos. El griterío murió ante mi propio rostro y sentí náuseas ante tanta ruina. Eran
nuestros enemigos, sí. Pero hubo muchos muertos. Kathryn lloró con unas lágrimas
silenciosas que rodaron lentamente por su rostro, mientras le temblaban los hombros.
Manuel se dirigió hacia ella y la cogió de la mano.
—Ya está hecho, Kathryn —dijo tranquilamente—. Ahora, podemos regresar a casa.
Al cabo de un momento, como si hablara consigo mismo, dijo:
—El odio es un medio útil para alcanzar un fin terriblemente peligroso. Tendremos que
acabar con el complejo racista que hay en la humanidad. No podemos conquistar a nadie,
ni siquiera a los gorzunis, mantenerlos como inferiores y confiar en sostener un imperio
estable. Todas las razas tienen que ser iguales. —Se frotó la fuerte y cuadrada mejilla—.
Creo que seguiré el ejemplo de los antiguos romanos. Todos los individuos valiosos, de
cualquier raza, podrán convertirse en ciudadanos terrestres. Eso será un factor de
estabilización.
—Eres un megalomaníaco —le dije, con un duro tono de voz.
Pero ya ni siquiera estaba seguro de eso.
Era invierno en el hemisferio norte de la Tierra cuando el Venganza llegó a casa. Salté
a la nieve, que crujió bajo mis pies, y vi cómo mi aliento se convertía en humo blanco que
contrastaba con el claro azul pálido del cielo. Unos cuantos más habían salido conmigo.
Cayeron de rodillas, en la nieve, y la besaron. Era un puñado de hombres de aspecto
salvaje, vestidos con las telas más inverosímiles que pudieron encontrar; todos los
hombres llevaban barbas y el pelo largo, pero formaban la tripulación más estupenda y
combativa de toda la galaxia. Permanecieron allí, mirando las suaves ondulaciones de las
colinas, el cielo azul, los árboles brillantes por el hielo y un solo cuervo volando sobre sus
cabezas, algo alejado. Y las lágrimas se helaron en sus barbas.
El hogar.
Habíamos enviado señales a otras unidades de la marina. No tardarían en acudir
algunas a recogernos y guiarnos hacia la base secreta situada en Mercurio. Allí
continuaría la lucha. Pero ahora, precisamente ahora, en ese instante eterno, nos
encontrábamos en casa.
Sentí la debilidad en mis huesos, como un dolor. Hubiera querido refugiarme como un
oso en alguna cueva, junto al murmullo de algún río, bajo los queridos y altos árboles de
la Tierra, para dormir hasta que la primavera volviera a despertar al mundo. Pero mientras
permanecí allí, con el fino viento invernal como un baño purificador a mí alrededor,
desapareció el cansancio. Mi cuerpo respondió al mundo creado tras dos mil millones de
años de evolución, y yo me eché a reír ante la alegría de pensarlo.
No podíamos fallar. Éramos los hombres libres de la Tierra, luchando por ganar el
fuego de nuestras chimeneas, y en nosotros estaba la antigua y profunda fortaleza del
planeta. Obtendríamos la victoria y tendríamos las estrellas en nuestras manos, incluso
ahora.
Me volví y observé a Kathryn bajando por ¡a abertura de la esclusa de aire. Mi corazón
dio un salto y después comenzó a latir rápidamente. Había sido todo muy largo,
terriblemente largo. Habíamos tenido muy poco tiempo, pero ahora estábamos en casa y
ella estaba aquí y yo también y todo el mundo estaba cantando.
Su rostro tenía una expresión sería cuando se me acercó. Había algo remoto en ella, y
una extraña mezcla de dolor, junto con la alegría que también ella debía de sentir. La
escarcha crujió en su pelo oscuro suelto y cuando tomó mis manos, las suyas estaban
frías.
—Kathryn, estamos en casa —murmuré—. Estamos en casa y vivos y somos libres.
¡Oh, Kathryn, te amo!
Ella no dijo nada, pero se me quedó mirando fijamente, sin apartar la vista, hasta que
Manuel Argos acudió a unirse a nosotros. El hombre, fortachón y de baja estatura, parecía
sentirse desconcertado, la primera y única vez que le vi de ese modo, aunque sólo fuera
débilmente.
—John —me dijo—, tengo que decirte algo.
—Eso puede esperar —le contesté—. Tú eres el capitán de la nave. Tienes autoridad
para celebrar matrimonios. Quiero que nos cases a Kathryn y a mí, aquí, ahora, en la
Tierra.
Ella me miró firmemente, pero sus ojos estaban cegados por las lágrimas.
—Eso es precisamente, John —me dijo ella, con un tono de voz tan baja que apenas si
pude escucharla—. No podrá ser. Voy a casarme con Manuel.
Me quedé allí, sin decir nada, sin ser capaz de sentirlo aún.
—Ocurrió durante el viaje —siguió diciendo ella, sin emoción—. Traté de defenderme,
pero no pude. Le amo, John. Le amo incluso más de lo que te quiero a ti, y no creía que
eso fuera posible.
—Ella será la madre de los reyes —dijo Manuel, pero sus palabras arrogantes fueron
casi defensivas—. No podía haber hecho una mejor elección.
—¿La amas también o sólo la consideras como una buena hembra de cría? —pregunté
lentamente—. No importa. Tu contestación sólo será la que más te convenga. Nunca
sabremos la verdad.
Era el instinto, pensé con una nueva y gran sensación de debilidad. Una mujer fuerte y
vital sólo podía elegir al más adecuado de los hombres. Ella no podía evitarlo. Era la raza
que llevaba consigo, y yo no podía hacer nada al respecto.
—Os bendigo entonces —dije.
Se marcharon al cabo de un momento, cogidos de la mano, bajo los altos árboles que
brillaban con el hielo y el sol. Yo me los quedé mirando hasta que se perdieron de vista.
Incluso entonces, cuando aún teníamos ante nosotros la perspectiva de una lucha larga y
desesperada, creo que sabía que ellos eran los padres del imperio y de la gloriosa
dinastía argólida, que llevaban el futuro dentro de sí mismos.
Y no me importó en absoluto.
FUNDACIÓN
Isaac Asimov
Una de las características de una civilización decadente es que sus «Científicos»
consideren todo el saber corno algo ya conocido, que se pasen el tiempo haciendo
recopilaciones enciclopédicas de ese conocimiento. Pero aquella Fundación fue algo
bastante astuto...
Hari Seldon era viejo y se sentía cansado. Su voz también sonaba vieja y cansada, a
pesar del retumbar producido por el sistema de amplificación.
En aquella pequeña asamblea había muy pocas personas que no se dieran cuenta de
que Hari Seldon estaría muerto antes de la llegada de la próxima primavera. Y
escuchaban en respetuoso silencio las últimas palabras oficiales de la mente más grande
de la galaxia.
—Esta es la reunión final del grupo que convoqué hace más de veinte años —dijo la
cansada voz.
Los ojos de Seldon se deslizaron sobre los científicos sentados. Se encontraba solo
sobre la plataforma, solo en la silla de ruedas a la que, dos años antes, le había confinado
un ataque. Y sobre su regazo estaba el último volumen —el cincuenta y dos— de las
actas de las reuniones anteriores. Estaba abierto por la última página.
—El grupo que convoqué —siguió diciendo— representaba lo mejor de lo que el
Imperio Galáctico podía ofrecer en cuanto a filósofos, psicólogos, historiadores y
científicos. Y durante los pasados veinte años, hemos considerado el mayor problema al
que jamás se haya enfrentado cualquier grupo de cincuenta hombres... y quizá el mayor
al que jamás se haya enfrentado cualquier número de hombres.
»No siempre hemos estado de acuerdo en los métodos o en los procedimientos. Nos
hemos pasado meses y, sin duda alguna, años en debates inútiles sobre aspectos
relativamente menores. En más de una ocasión, considerables partes de nuestro grupo
amenazaron con romper la unidad.
»Y, sin embargo —su viejo rostro se encendió con una suave sonrisa—, solucionamos
el problema. Muchos de los miembros originales murieron y fueron sustituidos por otros.
Hubo momentos en que se abandonaron esquemas o se rechazaron planes; hubo otros
en que los procedimientos demostraron ser erróneos. No obstante, resolvimos el
problema, y mientras estuvo vivo, ni uno solo de los miembros abandonó el grupo. Me
alegro de eso.
Se detuvo y dio tiempo a que muriera el subsiguiente aplauso.
—Lo hemos conseguido, y nuestro trabajo ha quedado terminado. El Imperio Galáctico
está desmoronándose, pero su cultura no morirá, y se han tomado las medidas
necesarias para que de ahí surja una nueva y más grande cultura. Se han establecido los
dos Refugios Científicos que planeamos: uno en cada extremo de la galaxia, en Términus
y en Estrella Final. Ya están en funcionamiento y siguen las directrices inevitables que
trazamos para ellos.
»A nosotros sólo nos queda un aspecto que realizar, y eso se hará dentro de cincuenta
años. Ese aspecto, elaborado ya en todos sus detalles, será la instigación de revueltas en
los sectores clave de Anacreonte y Loris. Eso pondrá en marcha la maquinaria final, para
que ésta actúe por sí sola durante el milenio siguiente.
La cansada cabeza de Hari Seldon se hundió hacia el pecho.
—Caballeros, con esto se anuncia la última reunión de nuestro grupo. Comenzamos a
trabajar en secreto; hemos seguido trabajando en secreto, y ahora terminamos en
secreto... para esperar nuestra recompensa dentro de mil años, con el establecimiento del
Segundo Imperio Galáctico.
Quedó cerrado el último volumen de actas y la delgada mano de Hari Seldon se apartó
de él.
—¡He terminado! —susurró.
Lewis Pirenne estaba muy atareado ante su mesa, en la única esquina bien iluminada
de la habitación. El trabajo tenía que ser coordinado. El esfuerzo debía ser organizado.
Los hilos habían de ser tejidos hasta formar un modelo.
Habían transcurrido cincuenta años; cincuenta años para establecerse y convertir la
Enciclopedia Fundación Número Uno en una unidad de trabajo de funcionamiento suave.
Cincuenta años para reunir todo el material en bruto. Cincuenta años para preparar.
Se había hecho. Dentro de cinco años más se produciría la publicación del primer
volumen de la obra más monumental que jamás concibiera la galaxia. Y después, a
intervalos de diez años, regularmente, como un reloj, volumen tras volumen. Y con ellos
habría suplementos, artículos especiales sobre acontecimientos de interés actual, hasta
que...
Pirenne se agitó incómodamente cuando sonó el apagado zumbador existente sobre su
mesa. Casi se había olvidado de la cita. Empujó el sistema de cierre de la puerta y desde
el abstraído ángulo de uno de sus ojos observó cómo se abría ésta y entraba en la
habitación la ancha figura de Salvor Hardin. Pirenne no levantó la mirada.
Hardin sonrió para sí. Tenía prisa, pero sabía que era mucho mejor no ofender el por
otra parte caballeroso tratamiento de Pirenne contra todo aquello que perturbara su
trabajo. Se hundió en un sillón, al otro lado de donde se encontraba la mesa, y esperó.
La pluma de Pirenne, deslizándose sobre el papel, era el único sonido rasgueante y
débil que se escuchaba. A excepción de aquello, ningún otro movimiento o ruido. Hardin
sacó una moneda de dos créditos del bolsillo de su chaleco. La lanzó al aire y su
superficie de acero inoxidable captó los resplandores de la luz mientras caía por el aire.
La cogió y la volvió a lanzar, observando perezosamente las reflexiones de la luz. El acero
inoxidable era un buen medio de intercambio en un planeta en el que todos los metales
tenían que ser importados.
Pirenne levantó la mirada y parpadeó.
—¡Deja de hacer eso! —pidió, quejumbrosamente.
—¿Eh?
—Ese infernal juego con la moneda. Deja de hacerlo.
—¡Oh! —Y Hardin se metió la moneda en el bolsillo—. Cuando hayas terminado, me lo
dirás, ¿verdad? Prometí estar de regreso en la reunión del Concejo Municipal antes de
que se pusiera a votación el proyecto del nuevo acueducto.
Pirenne suspiró y se levantó, alejándose de la mesa.
—Estoy preparado. Pero espero que no me vayas a preocupar con cuestiones
municipales. Hazte cargo tú mismo de esas cosas, por favor. La Enciclopedia ocupa todo
mi tiempo.
—¿Has oído las noticias? —preguntó Hardin, flemáticamente.
—¿Qué noticias?
—Las noticias que captó hace dos horas el receptor de ultrasonda de Términus. El
gobernador real de la prefectura de Anacreonte ha asumido el título de rey.
—¿Y bien? ¿Qué pasa?
—Significa —respondió Hardin— que estamos cortados con respecto a las regiones
internas del Imperio. ¿Te das cuenta de que Anacreonte se encuentra justo en medio de
lo que fue nuestra última ruta comercial a Santanni y a Trántor, e incluso a la propia
Vega? ¿De dónde va a venir nuestro metal? No hemos conseguido recibir un embarque
de acero o de aluminio desde hace seis meses, y ahora no podremos conseguir nada,
como no sea con el beneplácito del rey de Anacreonte.
Pirenne se removió con impaciencia.
—Entonces, haced pasar el cargamento a través de su zona.
—¿Podemos hacerlo? Escucha, Pirenne, de acuerdo con el fuero que estableció esta
Fundación, el Consejo de Fideicomisarios del Comité de la Enciclopedia posee completos
poderes administrativos. Yo, como alcalde de Términus, tengo el poder suficiente como
para sonarme las narices, y quizá para estornudar si tú firmas una orden dándome
permiso. Eso quiere decir que todo depende de ti y de tu Consejo. Te estoy pidiendo, en
nombre de la ciudad, cuya.prosperidad depende de un comercio ininterrumpido con la
galaxia, que convoques una reunión de emergencia...
—¡Basta! No es momento para pronunciar discursos electorales. Y ahora, Hardin, has
de recordar que el Consejo de Fideicomisarios no ha impedido el establecimiento de un
gobierno municipal en Términus. Comprendimos que era necesario uno debido al
aumento de la población desde que se estableció la Fundación, hace cincuenta años, y
debido al creciente número de personas encargadas de realizar trabajos no relacionados
con la Enciclopedia, Pero eso no significa que la primera y única aspiración de la
Fundación haya dejado de ser la publicación de la Enciclopedia definitiva de todo el
conocimiento humano. Somos una institución científica mantenida por el Estado, Hardin.
No podemos, no tenemos que interferir en la política local, y no lo haremos.
—¡Política local! ¡Por el dedo gordo del pie izquierdo del emperador, Pirenne! Esto es
una cuestión de vida o muerte. El planeta Términus no puede sostener por sí mismo una
civilización mecanizada. Faltan metales. Eso ya lo sabes. En las rocas de la superficie no
hay ni rastro de hierro, cobre o aluminio y sólo muy poco de otros metales preciosos.
¿Qué crees que le pasará a la Enciclopedia si ese rey de Anacreonte trata de acabar con
nosotros?
—¿Con nosotros? ¿Te olvidas de que nos encontramos bajo el control directo del
propio emperador? No formamos parte de la prefectura de Anacreonte, ni de ninguna otra
prefectura. ¡Recuérdalo siempre! Formamos parte de los dominios personales del
emperador y nadie nos va a tocar. El Imperio puede proteger lo suyo.
—Entonces, ¿por qué no ha evitado que el gobernador real de Anacreonte muestre por
fin su juego? ¡Si al menos sólo se tratara de Anacreonte! Por lo menos otros veinte de los
más alejados prefectos de la galaxia, en realidad todos los de la periferia, han empezado
a llevar las cosas a su modo. Te digo que me siento condenadamente inseguro del
Imperio y de su capacidad para protegernos.
—¡Hokum! Gobernadores reales, reyes..., ¿cuál puede ser la diferencia? El Imperio
siempre ha salido adelante con una cierta cantidad de política y con hombres diferentes
presionando aquí o allá. Los gobernadores se han rebelado y hasta los emperadores han
sido depuestos o asesinados antes de ahora. ¿Pero qué tiene eso que ver con el Imperio
en sí? Olvídalo, Hardin. Eso no nos incumbe a nosotros. Nosotros somos científicos,
antes que nada y por encima de cualquier otra consideración. Y nuestra única
preocupación es la Enciclopedia. ¡Oh, sí, casi se me había olvidado. Hardin!
—¿El qué?
—¿Has hecho algo sobre ese periódico tuyo? —la voz de Pirenne parecía enojada.
—¿Te refieres al Journal de Términus? No es mío. Es de propiedad privada. ¿Qué ha
estado haciendo?
—Desde hace varias semanas está recomendando que se convierta el cincuenta
aniversario del establecimiento de la Fundación en ocasión de fiestas públicas y
celebraciones bastante inapropiadas.
—¿Y por qué no? El reloj de radio abrirá la Primera Bóveda dentro de tres meses. Yo
diría que ésa es una gran ocasión, ¿no te parece?
—No para el boato idiota, Hardin. La Primera Bóveda y su apertura es algo que sólo
concierne al Consejo de Fideicomisarios. Cualquier cosa de importancia será comunicada
a la gente. Eso es definitivo y te ruego que se lo hagas entender perfectamente al Journal.
—Lo siento, Pirenne, pero el fuero de la ciudad garantiza una cierta cuestión
secundaria conocida como libertad de prensa.
—Puede. Pero el Consejo de Fideicomisarios no garantiza nada. Yo soy el
representante del emperador en Términus, Hardin, y tengo plenos poderes en ese
sentido.
La expresión de Hardin se convirtió en la de un hombre que está contando
mentalmente hasta diez. Después, dijo con severidad:
—En relación con tu status como representante del emperador, tengo una noticia final
que darte.
—¿Sobre Anacreonte?
Los labios de Pirenne se apretaron. Se sentía extrañado.
—Sí. Desde Anacreonte nos llegará un enviado especial. Dentro de dos semanas.
—¿Un enviado? ¿Aquí? ¿De Anacreonte? —Pirenne rumió aquella noticia—. ¿Para
qué?
Hardin se levantó y empujó su silla contra la mesa del despacho.
—Sólo te doy una pista.
Y después se marchó, sin ninguna ceremonia.
Anselm haut Rodric —«haut» significaba sangre noble—, subprefecto de Pluema y
enviado extraordinario de Su Alteza de Anacreonte —además de otra media docena de
títulos—, fue recibido por Salvor Hardin en el puerto espacial con todo el imponente ritual
de una ocasión de Estado.
Con una apretada sonrisa y una ligera inclinación, el subprefecto extrajo su arma de la
pistolera y se la presentó a Hardin con la culata por delante. Hardin devolvió el cumplido
con un arma pedida específicamente de prestado para la ocasión. De este modo, se
establecían la amistad y la buena voluntad, y si Hardin notó la desnuda protuberancia en
el hombro de Haut Rodric, actuó prudentemente y no dijo nada.
El vehículo terrestre que los recogió —precedido, flanqueado y seguido por la
correspondiente nube de pequeños funcionarios— avanzó de forma lenta y ceremoniosa
hacia la Plaza de la Enciclopedia, saludado en su trayecto por una multitud
adecuadamente entusiasta.
El subprefecto Anselm recibió los vítores con la complaciente indiferencia de un
soldado y de un noble.
—¿Y esta ciudad es todo su mundo? —le preguntó a Hardin.
Hardin elevó el tono de su voz, para ser oído por encima del clamor de la multitud.
—Somos un mundo joven, su eminencia. Durante nuestra breve historia sólo han
visitado nuestro planeta unos pocos miembros de la alta nobleza. Eso explica nuestro
entusiasmo.
Cierto que en la expresión «alta nobleza» no había nada de ironía cuando la escuchó.
—¿Y fue fundada hace cincuenta años? ¡Hum...! —dijo, reflexivamente—. Disponen
aquí de una gran cantidad de terreno sin explotar, alcalde. ¿No han considerado nunca la
posibilidad de dividirlo en lotes?
—Aún no tenemos esa necesidad. Estamos extremadamente centralizados; tenemos
que estarlo, a causa de la Enciclopedia. Quizá algún día, cuando haya aumentado nuestra
población...
—¡Un mundo extraño! ¿No tienen campesinado?
Hardin reflexionó por un momento, pensando que no se necesitaba un gran sentido de
la agudeza para saber que su eminencia estaba haciendo una serie de preguntas torpes.
—No..., ni nobleza.
Las cejas de Haut Rodríc se elevaron y, después, preguntó:
—¿Y qué me dice de su jefe..., el hombre con quien me tengo que encontrar?
—¿Se refiere al doctor Pirenne? ¡Sí! Es el presidente del Consejo de Fideicomisarios...
y un representante personal del emperador.
—¿Doctor? ¿No tiene ningún otro título? ¿Un universitario? ¿Y manda por encima de la
autoridad civil?
—Claro, ¿y por qué no? —replicó Hardin con amabilidad—. Todos nosotros somos más
o menos universitarios. Después de todo, no somos tanto un mundo como una fundación
científica..., bajo el control directo del emperador.
Hubo un ligero énfasis en la última frase y aquello pareció desconcertar al subprefecto.
Permaneció en un reflexivo silencio durante el resto del lento camino hacia la Plaza de la
Enciclopedia.
Si Hardin se sintió aburrido durante la tarde y la noche que siguieron, tuvo al menos la
satisfacción de darse cuenta de que Pirenne y Haut Rodric —habiéndose encontrado con
una actitud en la que ambos expresaron mutuamente sus protestas de estima y
consideración— se detestaban mucho más de lo que se estimaban.
Haut Rodric asistió con ojos brillantes a la conferencia de Pirenne durante la «visita de
inspección» del Edificio de la Enciclopedia. Con una sonrisa amable y ausente, escuchó
las rápidas explicaciones de este último mientras pasaban por los enormes almacenes de
películas de referencia y por las numerosas salas de proyección.
Sólo cuando hubo pasado de un nivel a otro hizo su primer comentario comprensivo,
tras haber recorrido los departamentos de composición, los de edición, ¡os de publicación
y los de filmación.
—Todo esto es muy interesante —dijo—, pero parece una tarea extraña para hombres
ya maduros. ¿Para qué sirve?
Fue una observación que Hardin anotó, y para la que Pirenne no encontró respuesta
alguna, aunque la expresión de su rostro fue muy elocuente.
La cena de aquella noche fue en gran medida la imagen reflejada de los
acontecimientos de aquella tarde, pues Haut Rodric monopolizó la conversación,
describiendo —en todos sus diminutos detalles técnicos y con un entusiasmo increíble—
sus propias hazañas como jefe de batallón durante la reciente guerra entre Anacreonte y
el vecino y recientemente proclamado reino de Smyrno.
Los detalles de la narración del subprefecto no quedaron completados hasta después
de acabada la cena y, uno tras otro, los oficiales secundarios se habían ido escabullendo.
La última parte de la triunfante descripción de naves espaciales entremezcladas llegó
cuando acompañó a Pirenne y a Hardin al balcón, relajándose bajo el aire cálido de la
noche de verano.
—Y ahora —dijo con una pesada jovialidad—, pasemos a hablar de cosas serias.
—¡Claro que sí! —murmuró Hardin, encendiendo un largo puro de tabaco de Vega. «Ya
no quedaban muchos», pensó, empujando la silla hacia atrás, colocándola sobre sus dos
patas traseras.
La galaxia estaba muy alta en el cielo y su nebulosa forma lenticular se extendía
perezosamente de un horizonte a otro. Las pocas estrellas que quedaban aquí, en el
mismo borde del universo, no eran más que parpadeos insignificantes en comparación
con todo lo demás.
—Desde luego —dijo el subprefecto—, todas las discusiones formales, me refiero a la
firma de papeles y a todas esas formalidades técnicas, se llevarán a cabo ante el...
¿Cómo llaman ustedes a su Consejo?
—El Consejo de Fideicomisarios —respondió Pirenne fríamente.
—¡Extraño nombre! Da igual, eso lo dejaremos para mañana. Sin embargo, podemos
aclarar ahora mismo, de hombre a hombre, algunas de las cosas más delicadas.
—¿Y qué significa eso? —preguntó Hardin, azuzándole.
—Simplemente, lo siguiente: se ha producido un cierto cambio en la situación, aquí en
la periferia, y el status de su planeta ha llegado a ser un tanto incierto. Tal y como está la
situación, sería muy conveniente que pudiéramos llegar a un entendimiento. Y, a
propósito, señor alcalde, ¿le queda alguno de esos puros?
Hardin se lo quedó mirando fijamente y le entregó uno, de mala gana.
Anselm haut Rodric lo olió y emitió un chasqueante sonido de agrado.
—¿Tabaco de Vega? ¿De dónde lo consiguió? Recibimos algunos en el último
embarque. Apenas si quedan. El espacio sabrá cuándo conseguiremos más..., si es que
los conseguimos alguna vez.
Pirenne frunció el ceño. El no fumaba y, en realidad, detestaba el olor del tabaco.
—Permítame ver si he comprendido lo que ha dicho, eminencia. Su misión, ¿es de
simple clarificación?
Haut Rodric asintió a través de las primeras bocanadas de humo de su puro.
—En ese caso, tardará muy poco en haber sido cumplida. La situación con respecto a
la Fundación Enciclopedia Número Uno es la que siempre ha sido.
—¡Ah! ¿Y cuál es la que ha sido siempre?
—Exactamente ésta: una institución científica apoyada por el Estado y parte de los
dominios personales de su augusta majestad, el emperador.
El subprefecto no pareció quedar impresionado por aquellas palabras. Lanzó anillos de
humo al aire.
—Esa es una teoría muy bonita, doctor Pirenne. Supongo que dispone de fueros con el
sello imperial en ellos..., pero ¿cuál es la situación actual? ¿Qué actitud mantiene con
respecto a Smyrno? Ya sabe que no se encuentran a más de cincuenta parsecs de la
capital de Smyrno. ¿Y qué me dice de Konom y de Daribow?
—No tenemos nada que ver con ninguna prefectura —dijo Pirenne—. Como parte de
los dominios del emperador...
—No son prefecturas —le recordó Haut Rodric—. Ahora son reinos.
—Que sean reinos entonces. No tenemos nada que ver con ellos. Como institución
científica que somos...
—¡La ciencia será hecha pedazos! —exclamó el otro con un enérgico juramento militar
que ionizó la atmósfera—. ¿Qué demonios tiene que ver eso con el hecho de que nos
arriesgamos a que Términus sea tomado en cualquier momento por Smyrno?
—¿Y el emperador? ¿Se quedará sin hacer nada?
Haut Rodric se serenó un tanto y dijo:
—Muy bien, doctor Pirenne. Usted respeta la propiedad del emperador, y lo mismo
hace Anacreonte, pero puede que Smyrno no lo haga. Recuerde que acabamos de firmar
un tratado con el emperador. Mañana mismo presentaré una copia a ese Consejo. En ese
tratado se nos concede la responsabilidad de mantener el orden dentro de los límites de
la antigua prefectura de Anacreonte, en nombre del emperador.
En tal caso, nuestro deber está claro, ¿no le parece?
—Desde luego. Pero Términus no forma parte de la prefectura de Anacreonte.
—Y Smyrno...
—Tampoco forma parte de la prefectura de Smyrno. De hecho, no forma parte de
ninguna prefectura.
—¿Sabe eso Smyrno?
—No me importa si lo sabe o no.
—A nosotros sí que nos importa. Acabamos de terminar una guerra con Smyrno, que
todavía posee dos sistemas estelares que son nuestros. Términus ocupa un lugar
sumamente estratégico entre las dos naciones.
Hardin se sentía cansado e interrumpió la conversación:
—¿Cuál es su proposición, eminencia?
El subprefecto parecía estar dispuesto a dejar de fanfarronear para exponer las
cuestiones de una manera más directa. Dijo con brusquedad:
—Parece perfectamente evidente que, puesto que Términus no se puede defender por
sí mismo, Anacreonte debe hacerse cargo de esa tarea, en beneficio propio.
Comprenderán ustedes que no tenemos el menor deseo de interferir con la administración
interna...
—Vaya, vaya —gruñó Hardin, secamente.
—...pero creemos que lo mejor para todos los interesados será que Anacreonte
establezca una base militar en el planeta.
—Y eso es todo lo que querrían..., una base militar en alguna parte del vasto territorio
no ocupado..., y ahí acabaría todo.
—Bueno, quedaría, desde luego, la cuestión del mantenimiento de las fuerzas de
protección.
La silla de Hardin se adelantó, cayendo sobre sus cuatro patas, y sus codos se
apoyaron sobre sus rodillas.
—Ahora estamos llegando por fin a lo esencial. Tratemos de expresar eso con
palabras. Términus ha de convertirse en un protectorado y pagar un tributo.
—Nada de tributos. Impuestos. Nosotros les protegemos. Ustedes pagan por ello.
Pirenne dio un golpe en la silla con la mano, con una repentina violencia.
—Déjame hablar a mí, Hardin. Su eminencia, no me importa ni una oxidada moneda de
medio crédito ni Anacreonte, ni Smyrno, ni todas sus políticas locales y lamentables
guerras. Le digo que ésta es una institución sostenida por el Estado y libre de impuestos.
—¿Sostenida por el Estado? Pero si el Estado somos nosotros, doctor Pirenne, y
nosotros no estamos sosteniendo nada.
—Su eminencia —dijo Pirenne, levantándose con un gesto de enojo—, soy el
representante directo de...
—...su augusta majestad el emperador —terminó la frase, secamente, el propio Anselm
haut Rodric—. Y yo soy el representante directo del rey de Anacreonte. Y Anacreonte está
mucho más cerca, doctor Pirenne.
—Volvamos a la cuestión —urgió Hardin—. ¿Cómo cobrarían esos llamados
impuestos, su eminencia? ¿Los tomarían en especie: trigo, patatas, hortalizas, ganado?
—¡Qué demonios! —exclamó el subprefecto, mirándole fijamente—. ¿Para qué
necesitamos todo eso? Disponemos de enormes reservas excedentes. Los cobraríamos
en oro, desde luego. El cromo o el vanadio serían incluso mejor, si es que disponen de
alguna cantidad.
Hardin se echó a reír.
—¡Cantidad! —exclamó—. Ni siquiera disponemos de hierro en cantidad. ¡Oro! Mire,
eche un vistazo a nuestra moneda —y lanzó una moneda hacia el enviado.
Haut Rodric la cogió en el aire y la observó atentamente.
—¿Qué es esto? ¿Acero?
—Así es.
—No entiendo.
—Términus es un planeta en el que prácticamente no hay metales. Los importamos
todos. En consecuencia, no tenemos oro y tampoco tenemos nada con que pagar, a
menos que quieran unas pocas toneladas de patatas.
—Bueno..., artículos manufacturados.
—¿Sin metal? ¿Y de qué cree usted que podemos hacer nuestras máquinas?
Se produjo una pausa y Pirenne volvió a intentar exponer su punto de vista.
—Toda esta discusión olvida un punto importante. Términus no es un planeta, sino una
fundación científica que está preparando una gran enciclopedia. ¿Es que no siente usted
ningún respeto por la ciencia?
—Las enciclopedias no ganan las guerras —dijo Haut Rodric elevando las cejas—. Se
trata entonces, de un mundo completamente improductivo... y que prácticamente no se ha
ocupado de producir nada. Bueno, pueden pagar ustedes con terreno.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Pirenne.
—Este mundo está prácticamente deshabitado y lo más probable es que todo el
territorio no ocupado sea fértil. Hay muchas personas, pertenecientes a la nobleza de
Anacreonte, a las que les gustaría añadir algo a sus propiedades.
—No puede proponer tal...
—No hay necesidad alguna de mostrarse tan alarmado, doctor Pirenne. Hay mucho
terreno aquí, el suficiente para todos. Si llegamos al acuerdo al que espero llegar,
probablemente lo podremos arreglar todo para que ustedes no pierdan nada. Se pueden
conferir los títulos y garantizar los terrenos. Supongo que me entiende.
—¡Gracias! —exclamó Pirenne con un bufido. Y entonces, Hardin preguntó
ingenuamente: —¿Puede Anacreonte suministrarnos cantidades adecuadas de
praseodimio para nuestra planta de energía atómica? Sólo nos quedan suministros para
unos pocos años.
Pirenne abrió la boca, lanzando una bocanada de aire y después se produjo un silencio
mortal durante varios minutos. Cuando Haut Rodric volvió a hablar, empleó un tono de
voz completamente diferente al que había utilizado hasta entonces.
—¿Tienen energía atómica?
—Desde luego. ¿Qué hay de extraño en ello? Creo que la energía atómica se
descubrió hace aproximadamente cincuenta mil años. ¿Por qué no íbamos a tenerla? Lo
que sucede es que nos resulta algo difícil conseguir praseodimio.
—Sí..., sí —el enviado se detuvo y añadió, un tanto incómodamente—: Bien,
caballeros, seguiremos hablando del tema mañana. Si me permiten...
Pirenne le observó mientras se marchaba y rechinó los dientes.
—¡Ese insufrible burro pretencioso! Ese...
—No vale la pena —le interrumpió Hardin—. Es simplemente el producto de su medio
ambiente. No entiende casi nada, excepto que «yo tengo un arma y tú no la tienes».
Pirenne se volvió hacia él, lleno de desesperación.
—¿Qué diablos querías decir cuando hablaste sobre las bases militares y el tributo?
¿Es que te has vuelto loco?
—No. Sólo pretendía darle cuerda y dejarle hablar. Te habrás dado cuenta de que dio
un tropezón al hablar de las verdaderas intenciones de Anacreonte..., o sea, parcelar
Términus en lotes de terreno. Desde luego, no tengo la menor intención de dejar que eso
ocurra.
—Tú no tienes la menor intención. No la tienes. ¿Y quién eres tú? ¿Y puedo
preguntarte qué significa haber abierto la boca sobre nuestra planta de energía atómica?
Eso es precisamente lo único que podría convertirnos en un blanco militar.
—Sí —admitió Hardin con el gesto adusto—. Un blanco militar del que tendríamos que
mantenernos apartados. ¿No te has dado cuenta de la razón por la que saqué a relucir el
tema? Lo hice simplemente para confirmar una sospecha muy grave que tenía.
—¿Y cuál era?
—Que hace ya mucho tiempo que Anacreonte no tiene una economía basada en la
energía atómica..., y que, desde luego, lo mismo sucede con el resto de la periferia. Es
algo muy interesante, ¿no te parece?
—¡Bah!
Pirenne se marchó con un humor de perros y Hardin sonrió suavemente.
Arrojó el puro y se quedó mirando la galaxia, extendida ante él, en el cielo.
—¿Han vuelto al petróleo y al carbón? —se preguntó a sí mismo y, en cuanto a lo que
fueron sus otros pensamientos, se los mantuvo para sí.
Cuando Hardin negó ser propietario del Journal, quizá estaba técnicamente en lo cierto,
pero nada más. Hardin había sido el espíritu rector en el impulso destinado a convertir
Términus en una municipalidad autónoma —había sido su primer alcalde elegido—, de
modo que no resultaba nada sorprendente que, aun cuando ni una sola de las acciones
del Journal estuviera a su nombre, pudiera controlar aproximadamente el sesenta por
ciento de las mismas por medios mucho más sutiles que el de la propiedad.
Había formas de hacerlo.
En consecuencia, cuando Hardin comenzó a sugerir a Pirenne que se le permitiera
asistir a las reuniones del Consejo de Fideicomisarios, no fue ninguna coincidencia que el
Journal iniciara una campaña similar. Y se produjo la primera manifestación masiva en la
historia de la Fundación, exigiendo la representación de la ciudad en el gobierno
«nacional».
Y, finalmente, Pirenne capituló de mala gana.
Mientras permanecía sentado al pie de la mesa, Hardin especuló vanamente cotí la
idea de qué era lo que convertía a los científicos en tan malos administradores. Pudiera
ser debido a que estaban demasiado acostumbrados a los hechos inflexibles y muy poco
a ser flexibles con la gente.
En cualquier caso, Tomaz Sutt y Jord Fara se encontraban a su izquierda, y Lundin
Crast y Yate Fulham a su derecha. Pirenne presidía la reunión. Los conocía a todos,
desde luego, pero en esta ocasión pareció poner un poco de pomposidad especial en la
ocasión.
Hardin casi se quedó adormilado durante las formalidades iniciales y después se
despertó de golpe cuando Pirenne bebió un poco de agua del vaso que tenía ante sí, a
modo de preparación, y dijo:
—Me es muy agradable poder informar al Consejo que, desde nuestra última reunión,
he recibido palabra de que lord Dorwin, canciller del Imperio, llegará a Términus dentro de
dos semanas. Podemos considerar como garantizado el que nuestras relaciones con
Anacreonte quedarán suavizadas a nuestra entera satisfacción en cuanto el emperador
quede informado de la situación.
Sonrió y, dirigiéndose a Hardin a través de la larga mesa, añadió:
—En el Journal ya se ha publicado información al respecto.
Hardin contuvo ligeramente la respiración. Parecía evidente que el deseo de Pirenne
de pavonearse ante él de esta información había sido una de las razones de su admisión
en el sancta sanctorum.
—Dejando aparte las expresiones ambiguas —dijo, con un tono de voz uniforme—:
¿qué esperas que haga lord Dorwin?
Le contestó Tomaz Sutt. Tenía la mala costumbre de dirigirse a uno en tercera persona
cuando se encontraba en situaciones oficiales.
—Parece bastante evidente —observó—, que el alcalde Hardin es un cínico
profesional. Apenas si puede dejar de darse cuenta de que el emperador no dejará que
sean pisoteados sus derechos personales.
—¿Cómo? ¿Qué haría en el caso de que lo fueran? Hubo una cierta tensión de
extrañeza. Pirenne dijo:
—Te estás extralimitando —y, tras una breve pausa, añadió—: Y, además, estás
naciendo afirmaciones que casi rozan la traición.
—¿Debo considerar que con eso se ha contestado mi pregunta?
—Sí. Si no tienes nada más que decir...
—No hay que sacar conclusiones tan rápidamente. Me gustaría plantear una cuestión.
Además de este golpe diplomático, que puede o no significar algo, ¿se ha hecho algo
concreto para enfrentarnos con la amenaza anacreóntica?
Yate Fulham se pasó una mano por su bigote rojo de aspecto feroz, y dijo:
—Considera eso como una amenaza, ¿verdad?
—¿Usted no?
—Apenas —contestó con actitud indulgente—. El emperador...
—¡Por el gran espacio! —exclamó Hardin, extrañado—. ¿Qué sucede aquí? De vez en
cuando y con cierta frecuencia alguien menciona al «emperador», o al «Imperio», como si
se tratara de palabras mágicas. El emperador está a cincuenta mil parsecs de distancia, y
dudo de que le importe mucho nuestra suerte. Y, aun en el caso de que le importara,
¿qué puede hacer? Toda la armada imperial que se encontraba en estas regiones ha
caído ahora en manos de los cuatro reinos y Anacreonte ha recibido su parte
correspondiente. Escuchen, tenemos que luchar con armas, y no con palabras.
»Y ahora, dense cuenta de esto: disponemos por el momento de dos meses de respiro,
debido principalmente a que hemos dado a Anacreonte la idea de que poseemos armas
atómicas. Bien, todos nosotros sabemos que ésa es una pequeña mentira. Disponemos
de energía atómica, sí, pero sólo para usos comerciales y muy poca. Eso es algo que
ellos van a descubrir tarde o temprano, y si creen que se van a alegrar por haber sido
engañados, están ustedes equivocados...
—Mi querido...
—Un momento. No he terminado aún —Hardin se estaba entusiasmando, y le
gustaba—. Está muy bien el incluir cancilleres en este asunto, pero sería mucho mejor
conseguir unos cuantos cañones grandes, adaptados para disparar hermosas bombas
atómicas. Hemos perdido dos meses, señores, y puede que no estemos en condiciones
de perder otros dos. ¿Qué proponen que hagamos?
La nariz de Lundin Crast se contrajo en un gesto de enojo.
—Si está proponiendo la militarización de la Fundación, no estoy dispuesto a escuchar
una sola palabra más. Eso marcaría nuestra abierta introducción en el campo de la
política. Nosotros, señor alcalde, somos una Fundación científica, y nada más.
—No se da cuenta —añadió Sutt— de que la construcción de armamentos significa el
empleo de hombres para manejarlos..., de hombres valiosos..., de la Enciclopedia. Eso no
se puede hacer, pase lo que pase.
—Muy cierto —admitió Pirenne—. La Enciclopedia primero..., siempre.
Hardin rugió en su interior. El Consejo parecía sufrir violentamente de una
enciclopeditis en el cerebro.
—¿Se le ha ocurrido alguna vez al Consejo que es bastante posible que Términus
pueda tener otros intereses que los de la Enciclopedia? —preguntó con frialdad.
—Hardin —replicó Pirenne—, no puedo concebir la idea de que la Fundación pueda
tener otros intereses que no sean los de la Enciclopedia.
—¡No dije la Fundación! Dije Términus. Me temo que no entienden la situación. Aquí,
en Términus, vivimos aproximadamente un buen millón de personas, y sólo unas ciento
cincuenta mil están trabajando directamente en la Enciclopedia. Para el resto de nosotros,
esto es nuestro hogar. Nacimos aquí. Estamos viviendo aquí. Comparada con nuestras
granjas y nuestros hogares y nuestras factorías, la Enciclopedia significa muy poco para
nosotros. Queremos ver protegido todo lo nuestro...
Fue obligado a callarse.
—Primero la Enciclopedia —gruñó Crast—. Tenemos que cumplir una misión.
—Al infierno con esa misión —espetó Hardin—. Puede que eso fuera cierto hace
cincuenta años. Pero ahora nos encontramos ante una nueva generación.
—Eso no tiene nada que ver con el asunto —replicó Pirenne—. Nosotros somos
científicos.
Y Hardin aprovechó el momento para introducirse por aquella brecha.
—¿Lo son, de verdad? Eso no es más que una hermosa alucinación. Vuestro grupo no
es más que una perfecta alucinación. Vuestro grupo es un ejemplo perfecto de lo que ha
estado funcionando mal en toda la galaxia durante miles de años. ¿Qué clase de ciencia
se puede estar haciendo aquí, clasificando durante siglos la tarea realizada por los
científicos del último milenio? ¿Han pensado alguna vez en trabajar hacia adelante,
ampliando su conocimiento y mejorándolo? ¡No! Se sienten perfectamente felices al
quedar estancados. Toda la galaxia lo está, y lo ha estado durante el espacio sabe cuánto
tiempo. Esa es la razón por la que la periferia se está rebelando; eso explica por qué se
están interrumpiendo las comunicaciones, y por qué las horribles guerras se están
convirtiendo en algo eterno; ésa es la razón por la que sistemas enteros están perdiendo
la energía atómica y están volviendo a utilizar las bárbaras técnicas de la energía química.
»Si quieren saberlo —gritó—. ¡La galaxia se está desmoronando!
Se detuvo y se hundió en la silla, respirando a fondo, sin prestar ninguna atención a los
dos o tres que estaban intentando contestarle al mismo tiempo.
Crast se levantó.
—No sé lo que está tratando de conseguir con todas esas afirmaciones histéricas,
señor alcalde. Pero, desde luego, no está añadiendo nada constructivo a la discusión.
Solicito, señor presidente, que las últimas observaciones del orador sean borradas del
acta y que se reanude la discusión en el momento en que fue interrumpida.
Jord Fara se removió en el asiento por primera vez. Hasta el momento, Fara no había
tomado parte en la discusión, ni siquiera en su fase más caliente. Pero ahora, su voz,
pesada, tan pesada como su cuerpo de ciento cincuenta kilos, hizo sonar su tono de bajo.
—¿No habremos olvidado algo, caballeros? —¿Qué? —preguntó Pirenne
malhumoradamente. —Que dentro de un mes celebramos nuestro cincuenta aniversario.
—Fara sabía decir las cosas más evidentes con la mayor de las profundidades.
—¿Y qué?
—Y que durante ese aniversario —siguió diciendo Fara plácidamente—, se abrirá la
Primera Bóveda de Hari Seldon. ¿Han considerado alguna vez lo que puede haber en la
Primera Bóveda?
—No lo sé. Cuestiones de rutina. Quizá un discurso corriente de felicitaciones. No creo
que se tenga que dar ninguna significación especial a la Primera Bóveda, aunque el
Journal trató de convertir la cuestión en un acontecimiento —y miró hacia Hardin, que le
devolvió la mirada—. Yo detuve ese intento.
—¡Ah! —exclamó Fara—. Pero puede que esté equivocado. ¿No les extraña —se
detuvo y colocó uno de sus dedos en su pequeña nariz redonda— que la Bóveda sea
abierta precisamente en un momento tan conveniente para todos?
—Muy inconveniente, querrá decir —murmuró Fulham—. Tenemos otras muchas
cosas de las que preocuparnos.
—¿Otras cosas más importantes que un mensaje de Hari Seldon? No lo creo.
Fara estaba adoptando una actitud más pontificial que nunca y Hardin le observó, con
una expresión pensativa. ¿Qué estaba intentando dar a entender?
—De hecho —dijo Fara con una expresión de felicidad—, todos ustedes parecen
olvidar que Seldon fue el más grande psicólogo de nuestro tiempo y el verdadero
fundador de nuestra Fundación. Parece razonable suponer que utilizó su ciencia para
determinar el curso probable de la historia del futuro inmediato. Si lo hizo así, tal y como
parece, repito, se las habría arreglado, sin la menor duda, para encontrar una forma de
advertirnos del peligro y, quizá, de señalarnos una solución. La Enciclopedia era algo muy
querido para él, ya lo saben todos.
Se extendió entre los presentes un hálito de perpleja duda. Pirenne también dudó.
—Bueno, realmente no sé qué decir. La psicología es una gran ciencia, pero... no hay
psicólogos entre nosotros, por el momento. Creo que estamos pisando sobre terreno
incierto.
—¿No estudió usted psicología con Alurin? —preguntó Fara, dirigiéndose a Hardin.
—Sí —contestó éste, medio ensimismado—. Sin embargo, nunca terminé mis estudios.
Me cansé de la teoría. Quería ser ingeniero psicológico, pero nos faltaban los servicios
adecuados, así es que hice lo mejor que podía hacer a continuación..., me introduje en el
mundo de la política. Es prácticamente lo mismo.
—Bien, ¿y qué piensa de la Primera Bóveda?
—No lo sé —contestó Hardin, con precaución.
Ya no volvió a decir nada más durante el resto de la reunión... aun cuando se volvió a
tratar el tema del canciller del Imperio.
De hecho, ni siquiera escuchó lo que se dijo. Había encontrado una nueva pista y las
cosas parecían ir ajustándose en su sitio... aun cuando sólo fuera un poco. Los pequeños
ángulos encajaban... uno o dos.
Y la psicología era la clave. De eso estaba seguro.
Estaba tratando desesperadamente de recordar la teoría psicológica que aprendiera en
otra época... y de ella extrajo una cosa desde el principio.
Un gran psicólogo como Seldon podría haber desenmarañado las emociones y las
reacciones humanas hasta un punto,1o suficientemente amplio como para ser capaz de
predecir con bastante claridad el devenir histórico del futuro.
Y eso significaba... ¡humm!
Lord Dorwin tomaba rapé. También tenía un pelo largo, rizado de un modo complicado
y, evidentemente, artificial. A ello se añadían un par de velludas patillas rubias, que se
acariciaba afectuosamente. Además, hablaba haciendo afirmaciones muy precisas y
dejando de pronunciar las erres.
Por el momento, Hardin no tuvo tiempo de pensar en ninguna otra razón para explicar
la instantánea sensación de aborrecimiento que tuvo al ver al noble canciller. ¡Oh, sí!
También estaban los elegantes gestos con los que solía subrayar sus observaciones y la
estudiada condescendencia con la que acompañaba cualquier afirmación, por simple que
fuera.
Pero, en cualquier caso, el problema consistía. ahora en localizarle. Había
desaparecido, junto con Pirenne, hacía media hora... los dos desaparecieron simplemente
de su vista.
Hardin estaba seguro de que su propia ausencia durante las discusiones preliminares
le vendría bastante bien a Pirenne.
Pero Pirenne había sido visto en esta ala y en este piso del edificio. Se trataba
simplemente de ir abriendo una puerta tras otra. A medio camino lanzó una exclamación y
penetró en la habitación oscurecida. El perfil del intrincado pelo de lord Dorwin era
inconfundible, recortado contra la pantalla iluminada.
Lord Dorwin levantó la vista y dijo:
—Hola, Hagdiri. Sin duda alguna estaba buscándonos, ¿vegdad?
Levantó su tabaquera, superadornada con una pobre mano de obra, dirigiéndola hacia
Hardin y, tras la amable negativa de éste, tomó una pizca de rapé y sonrió graciosamente.
Pirenne frunció el ceño al ver a Hardin, pero le miró con una expresión de indiferencia.
El único sonido que rompió el breve silencio que siguió fue el clic del cierre de la
tabaquera de lord Dorwin. Y, después, la apartó a un lado y dijo:
—Esa Enciclopedia suya es una ggan cosa, Hagdin. De hecho, es algo compagabíe
con los loggos más majestuosos de todos los tiempos.
—La mayor parte de nosotros pensamos así, mí lord. Sin embargo, es algo que todavía
no ha sido realizado por completo.
—Pog lo poco que he podido veg sobge la eficacia de su Fundación, no abgigo ningún
temog al gespecto —e hizo un gesto de asentimiento hacia Pirenne, que éste contestó
con una deliciosa inclinación.
«Una fiesta de amor», pensó Hardin.
—Quisiera quejarme sobre la falta de eficacia, milord, así como del definitivo exceso de
eficacia por parte de los anacreontianos..., aunque en otra dirección más destructiva.
—¡Ah, sí, Anacgeonte! —e hizo un gesto negligente con la mano—. Acabo de llegag de
Tgeag. Es el planeta más bágbago. Es casi inconcebible que los seges humanos puedan
vivig aquí, en la pegifegia. Aquí faltan las exigencias más elementales de un caballego
cultugizado; también faltan los medios fundamentales paga la comodidad y
conveniencia... y la extgema negligencia con que ellos...
—Desgraciadamente —le interrumpió Hardin—, los anacreontianos disponen de todo lo
necesario para la guerra y también están en posesión de los medios fundamentales para
producir destrucción.
—Sí, sí. —Lord Dorwin parecía extrañado, quizá por haber sido interrumpido a mitad de
una frase—. Pego no vamos a discutig esas cosas ahoga. Doctog Pigenne, ¿no iba a
enseñagme el segundo volumen? Hágalo, pog favog.
Las luces se apagaron y, durante la media hora siguiente, Hardin podría haberse
encontrado en Anacreonte, por la atención que le prestaron. El libro que aparecía sobre la
pantalla tenía muy poco sentido para él, y tampoco hizo ningún esfuerzo por seguirlo,
pero lord Dorwin se sintió humanamente excitado. Hardin se dio cuenta de que durante
estos momentos de excitación, el canciller pronunciaba sus erres.
Cuando volvieron a encenderse las luces, lord Dorwin dijo:
—Magavilloso. Vegdadegamente magavilloso. Y a pgopósito, no estagá usted
integesado en la agqueología, ¿vegdad, Hagdin?
—¿Eh? —Hardin sacudió la cabeza, saliendo de su ensimismamiento—. No, milord, no
lo estoy. Soy un psicólogo por vocación original, y un político por decisión final.
—¡Ah! No cabe la menog duda de que se tgata de estudios muy integesantes. Yo
mismo, ya sabe... —y tomó un buen pellizco de rapé—, estoy ligegamente integesado pog
la agqueología.
—¿De veras?
—Su señoría —le interrumpió Pirenne— está muy familiarizado con ese campo.
—Bueno, quizá lo esté, quizá —dijo complacientemente su señoría—. He gealizado
una enogme cantida de tgabajo en la ciencia. De hecho, soy muy leído. He tgabajado con
todo lo gelacionado con los jawdun, los obijasi y los khomwill... ¡Oh, sí, con todos ellos!
—He oído hablar de ellos, desde luego —dijo Hardin—, pero nunca he leído nada
sobre ellos.
—Debegía haceglo algún día, quegido. Le gecompensagá ampliamente. Considego
que vale mucho la pena habeg hecho este viaje aquí, a la pegifegia, paga veg esta copia
de Lameth. ¿Me cgeegía si le digo que en mi libgegía falta pog completo una copia? Y a
pgopósito, doctog Pigenne, no se habgá olvidado de su pgomesa de tgansdesaggollag
una copia para mi, antes de magchagme, ¿vegdad?
—Estaré encantado de hacerlo.
—Tienen que sabeg que Lameth —siguió diciendo el canciller, con su estilo pontifical—
gepgesenta un nuevo e integesante aditivo a mis conocimientos pgevios sobge la
«cuestión ogigen».
—¿Qué cuestión? —preguntó Hardin.
—La «cuestión ogigen». El lugag del ogigen de las especies humanas, ya sabe.
Segugamente sabe que se piensa que ogigilnalmente la gaza humana sólo ocupó uno de
los sistemas planetagios.
—Sí, eso ya lo sé.
—Desde luego, nadie sabe con exactitud de qué sistema se tgataba... Está pegdido en
la nebulosa de la antigüedad. Sin embaggo, hay algunas teogías. Algunos dicen que
Sigio. Otgos insisten en que fue en Alfa Centaugo, o en el Sol, o en 61 Cygni... Como ve,
todos están en el sectog de Sigio.
—¿Y qué dice Lameth?
—Bueno, él tgata de seguig una pista completamente nueva. Pgetende demostgag que
los gestos agqueológicos hallados en el tegcer planeta del sistema Acgtugiano
demuestgan que la humanidad existió allí antes de que apageciega cualquieg clase de
indicaciones sobge viajes espaciales.
—¿Significa eso que fue ése el planeta donde nació la humanidad?
—Quizá. Tengo que estudiaglo atentamente y compgobag las pguebas antes de podeg
pgonunciagme. Sólo hay que veg lo dignas de confianza que son sus obsegvaciones.
Hardin permaneció en silencio durante un momento. Después, preguntó:
—¿Cuándo escribió Lameth su libro?
—¡Oh! Yo digía que hace apgoximadamente unos ochocientos años. Natugalmente, lo
ha basado ampliamente en los tgabajos pgevios de Gleen.
—Entonces, ¿por qué confiar en él? ¿Por qué no ir al sistema Acrturiano y estudiar por
vos mismo los restos allí existentes?
Lord Dorwin elevó las cejas y se apresuró a coger otro pellizco de rapé.
—¿Y paga qué, mi quegido amigo?
—Para conseguir información de primera mano, desde luego.
—Pego, ¿paga qué hay necesidad de haceglo? Pagece un método muy poco común y
excesivamente dispagatado. Mige, dispongo de todas las obgas de los antiguos
maestgos..., los ggandes agqueólogos del pasado. Compago los unos con los otgos,
equilibgio sus desacuegdos, analizo las afigmaciones conflictivas, decido cuál es
pgobablemente la más coggecta... y llego a una conclusión. Eso es un método científico.
¡Qué insufgiblemente cgudo segía ig a Agctugus o al Sol, pog ejemplo, e ig de un lado a
otgo, cuando los antiguos maestgos ya han excavado el suelo mucho más efectivamente
de lo que nosotgos podgíamos haceglo.
—Ya entiendo —murmuró Hardin, con amabilidad.
Método científico, ¡diablos! No era nada asombroso que toda la galaxia estuviera
derrumbándose.
—Vamos, milord —dijo Pirenne—. Creo que será mejor que volvamos.
—¡Ah, sí! Quizá sea mejog.
En el momento en que se disponían a abandonar la habitación, Hardin dijo de pronto:
—Milord, ¿me permite hacerle una pregunta?
Lord Dorwin sonrió suavemente y puso énfasis en su contestación con un gracioso
gesto de la mano.
—Desde luego, mi quegido amigo. Me sentigé muy feliz de segle de alguna ayuda. Si
pagtiendo de mis pobges conocimientos le puedo segvig de algo...
—Mí pregunta no está exactamente relacionada con la arqueología, milord.
—¿No?
—No. Se trata de lo siguiente. El pasado año recibimos aquí en Términus noticias
sobre la explosión ocurrida en una planta de energía en el planeta y de Gamma
Andrómeda. Conseguimos una descripción general del accidente... sin detalles. Me
pregunto si podría usted decirme lo que sucedió exactamente.
La boca de Pirenne se contrajo.
—Me asombra que molestes a su señoría con preguntas sobre temas totalmente
irrelevantes.
—No impogta, doctog Pigenne —intercedió el canciller—. Está bien. En cualquieg caso,
no hay mucho que decig al gespecto. La planta de eneggía explotó y fue una catástgofe
bastante ggande, ya sabe. Cgeo que mugiegon vagios millones de pegsonas y pog lo
menos la mitad del planeta quedó completamente agguinado. En gealidad, el gobiegno
está considegando segiamente el imponeg algunas gestgicciones sobge el uso
indiscgiminado de la eneggía atómica..., aunque eso, como ya compgendegá, no es algo
destinado a la publicación genegal.
—Comprendo —dijo Hardin—. Pero ¿qué falló en la planta?
—Bueno, en gealidad, ¿quién lo sabe? —contestó lord Dorwin, con indiferencia—. Se
estgopeó algunos años antes y se piensa que las gepagaciones fuegon de mala calidad.
¡Gesulta tan difícil encontgag en estos días pegsonas que entiendan gealmente los
detalles más técnicos de nuestgos sistemas eneggéticos! —y tomó un pellizco de rapé,
con un gesto de sentimiento.
—¿Se ha dado cuenta —preguntó Hardin— de que los reinos independientes de la
periferia han perdido la energía atómica?
—¿De vegas? No me sogpgende en absoluto. Son planetas bágbagos... ¡Oh, pego mi
quegido amigo, no les llame independientes! Ya sabe que no lo son. Los tgatados que
hemos establecido con ellos así lo demuestgan. Ellos geconocen la sobeganía del
empegadog. Tuviegon que haceglo, desde luego, puesto que en caso conígagio no
habgíamos establecido tgatados con ellos.
—Puede que sea así, pero, en cualquier caso, disponen de una considerable libertad
de acción.
—Sí, supongo que si. Considegable. Pego eso apenas impogía. El Impegio está mucho
mejog con la pegifegia dependiendo de sus pgopios gecugsos..., como ahoga sucede,
más o menos. Ya sabe, no gepgesentan ningún bien paga nosotgos. Me gefiego a la
mayog pagte de los planetas bágbagos. Apenas si están civilizados.
—Pero fueron civilizados en el pasado. Anacreonte fue una de las provincias exteriores
más ricas. Creo que podía compararse favorablemente incluso con la propia Vega.
—¡Oh, Hagdin, pego eso fue hace siglos! No se pueden extgaeg conclusiones de eso.
Las cosas egan difegentes en los viejos y glogiosos tiempos. Ahoga no somos los
hombges que égamos, ya sabe. Pego Hagdin, vamos, es usted un hombge muy insistente
y ya le he dicho que no estaba dispuesto a discutig cosas hoy. El doctog Pigenne ya me
había pgevenído contga usted. Me dijo que ígaíagía de liagme, pego soy demasiado viejo
paga eso. Déjelo paga el pgóximo día.
Y aquello fue todo»
Esta era la segunda reunión del Consejo a la que Hardin asistía, si se excluían las
charlas informales que los miembros del Consejo habían mantenido con lord Dorwin, que
ahora ya se había marchado. Sin embargo, el alcalde tenía una idea perfectamente
definida de que al menos se había mantenido otro Consejo y posiblemente dos o tres,
para los que, de algún modo, no habían recibido invitación.
Según le parecía, tampoco habría recibido invitación para asistir a éste, de no haber
sido por el ultimátum.
El, al menos, lo consideraba como un ultimátum, aunque una lectura superficial del
documento visigrafiado le podría llevar a uno a pensar que se trataba de un amistoso
intercambio de saludos entre dos potentados.
Hardin lo recorrió cautelosamente con la vista. Comenzaba con un florido saludo de
«Su Poderosa Majestad, el Rey de Anacreonte, a su amigo y hermano, el doctor Lewis
Pirenne, presidente del Consejo de Fideicomisarios, de la Fundación Enciclopedia
Número Uno», y terminaba incluso más profusamente, con un sello gigantesco y
coloreado del más complicado simbolismo.
Pero, de todos modos, era un ultimátum.
—Se ha demostrado —dijo Hardin— que, al fin y al cabo, no disponíamos de mucho
tiempo..., sólo de tres meses. Pero, a pesar de ser poco, lo desaprovechamos. Esto que
tenemos ante nosotros, nos da una semana de tiempo. ¿Qué hacemos ahora?
Pirenne frunció el ceño, preocupado.
—Tiene que haber una escapatoria. Es absolutamente inconcebible que lleven las
cosas a tales extremos, sobre todo a la vista de lo que lord Dorwin nos aseguró con
respecto a la actitud del emperador y del Imperio.
—Ya entiendo —dijo Hardin, levantando la cabeza—. ¿Has informado al rey de
Anacreonte de esa actitud?
—Lo hice... tras haber sometido la proposición al Consejo, para que la aprobara, y
habiendo recibido un consentimiento unánime.
—¿Y cuándo se produjo esa votación?
—No creo ser responsable ante ti de ninguna forma, alcalde Hardin —contestó Pirenne,
adoptando la actitud de su dignidad.
—Muy bien. De todos modos, no estoy vitalmente interesado en eso. En mi opinión, fue
precisamente tu diplomática información sobre la valiosa contribución de lord Dorwin a la
situación —elevó un ángulo de su boca en una agria semisonrisa— la que ha provocado
directamente esta pequeña nota amistosa. De no haber sido por eso, la podrían haber
retrasado algún tiempo más..., aunque no creo que ese tiempo adicional nos hubiera
servido de mucho, considerando la actitud del Consejo.
—¿Y cómo llega usted a esa notable conclusión, alcalde? —preguntó Yate Fulham.
—De una forma bastante simple. Sólo se necesita utilizar esa capacidad tan
descuidada que se llama... sentido común. Hay una rama del conocimiento humano
denominada lógica simbólica, que puede ser utilizada para reducir toda clase de
hojarasca al sentido básico que se oculta en el lenguaje humano.
—¿Y qué pasa con eso? —preguntó Fulham.
—Yo la he aplicado. Y, entre otras cosas, la he aplicado a este documento que
tenemos aquí. En realidad, no necesitaba hacerlo para mí mismo, porque sabía de qué se
trataba, pero creo que de este modo lo podré explicar más fácilmente a cinco científicos
físicos, utilizando símbolos en lugar de palabras.
Hardin cogió unas pocas hojas de papel de la carpeta que tenía bajo el brazo y las
extendió sobre la mesa.
—Y, a propósito, esto no lo he hecho yo mismo —dijo—. Como pueden ver, el análisis
está firmado por Muller Holk, del departamento de Lógica.
Pirenne se inclinó sobre la mesa para verlo mejor y Hardin siguió diciendo:
—El mensaje de Anacreonte fue un problema muy simple, naturalmente, porque los
hombres que lo escribieron son hombres de acción, antes que hombres de palabras. Se
puede seguir fácil y directamente hasta la afirmación final, que es lo que ustedes ven aquí
en símbolos, y que traducido a palabras dice aproximadamente lo siguiente: «O nos dan
en una semana lo que deseamos, o les daremos una buena paliza y, de todos modos, nos
lo llevaremos.» Se produjo un silencio entre los cinco miembros del Consejo mientras
éstos recorrieron la línea de símbolos. Después, Pirenne volvió a sentarse y tosió,
sintiéndose incómodo.
—¿No hay ninguna escapatoria para esto, doctor Pirenne? —preguntó Hardin.
—No parece haberla.
—Muy bien. —Hardin volvió a colocar las hojas en su lugar—. Ante ustedes tienen
ahora una copia del tratado establecido entre el Imperio y Anacreonte; un tratado que,
incidentalmente, fue firmado en nombre del emperador por el propio lord Dorwin, que
estuvo aquí la semana pasada. Junto a él verán un análisis simbólico.
El tratado apareció en la pantalla. Eran cinco páginas impresas, de letra pequeña, y el
análisis estaba dibujado en apenas la media página final.
—Como verán, caballeros, aproximadamente el noventa por ciento del tratado ha sido
mantenido al margen del análisis por tratarse de cosas insignificantes, y el resultado final
con el que nos encontramos puede ser descrito de la siguiente e interesante manera:
obligaciones de Anacreonte con respecto al Imperio: ¡ninguna! Poderes del Imperio sobre
Anacreonte: ¡ninguno!
Los cinco hombres volvieron a seguir ansiosamente el razonamiento, comprobando
cuidadosamente el tratado, y cuando terminaron, Pirenne dijo, con un aspecto
preocupado:
—Eso parece correcto.
—¿Admiten entonces que el tratado no es nada más que una declaración de total
independencia por parte de Anacreonte y un reconocimiento de ese status por parte del
Imperio?
—Así parece ser.
—¿Y suponen que Anacreonte no se da cuenta de eso y que no está ansioso por hacer
resaltar la posición de independencia... de modo que pueda tomar a mal cualquier matiz
de amenaza por parte del Imperio? Sobre todo cuando es evidente que el Imperio no tiene
poder alguno para hacer cumplir tales amenazas, pues, en caso contrario, no habría
permitido tal independencia.
—Pero entonces —argumentó Sutt—, ¿cómo explicaría el alcalde Hardin las
seguridades que nos dio lord Dorwin sobre el apoyo del Imperio? Parecían... —se encogió
de hombros—. Bueno, quiero decir que parecían satisfactorias.
Hardin se echó hacia atrás en la silla.
—¿Sabe? Esa es precisamente la parte más interesante de toda la cuestión. Admito
que llegué a pensar que su señoría era el burro más consumado con quien jamás me
había encontrado..., pero resultó ser que, en realidad, se comportó como un diplomático
excelente y como un hombre extremadamente inteligente. Me tomé la libertad de grabar
todo lo que dijo.
Hubo unos murmullos y Pirenne abrió la boca, lleno de horror.
—¿Qué pasa? —preguntó Hardin—. Me daba cuenta de que eso significaba una
ruptura del sentido de la hospitalidad y algo, que no haría lo que suele ser considerado
como un caballero. También me di cuenta de que si su señoría me hubiera cogido, las
cosas podrían haberse desarrollado de una forma desagradable; pero él no descubrió
nada y ahora tengo la grabación y ya está todo hecho. Tomé esa grabación, hice sacar
copia y también se la envié a Holk para que la analizara.
—¿Y dónde está el análisis? —preguntó Lundin Crast.
—Eso es lo más interesante de todo —replicó Hardin—. Este análisis fue el más difícil
de los tres. Cuando después de dos días de continuo trabajo, Holk consiguió eliminar
todas las afirmaciones sin significado alguno, toda la palabrería ambigua, todas las
calificaciones inútiles..., en resumen, toda la paja, se encontró con que no quedaba nada.
Todo quedaba anulado.
»Caballeros, lord Dorwin no dijo una maldita cosa durante los cinco días de discusión, y
lo hizo de manera que nadie se diera cuenta. Esas son las seguridades que han recibido
ustedes de su precioso Imperio.
Con esta última afirmación, Hardin creó tanta confusión como si hubiera colocado una
bomba de relojería activada sobre la mesa. Esperó, con aburrida paciencia, a que fuera
desapareciendo la confusión.
—Así pues —terminó diciendo al cabo de un rato—, cuando enviaron amenazas, y eso
es lo que eran, sobre la acción del Imperio con respecto a Anacreonte, lo único que
hicieron fue irritar a un monarca que conocía mucho mejor la situación. Naturalmente, su
ego exigía una acción inmediata, y el ultimátum es el resultado final de todo esto..., lo que
me lleva a mi afirmación original. Sólo nos queda una semana de tiempo y... ¿qué
hacemos ahora?
—Según parece —dijo Sutt—, no nos queda otro remedio que permitir a Anacreonte el
establecimiento de bases militares en Términus.
—Estoy de acuerdo en ese punto —convino Hardin—, pero ¿qué hacemos con
respecto a arrojarles de aquí a la primera oportunidad que se nos presente?
—Eso suena —dijo Yate Fulham, retorciéndose el bigote—, como si ya hubiera
decidido mentalmente que es necesario utilizar la violencia contra ellos.
—La violencia es el último recurso del incompetente —fue la respuesta—. Pero, desde
luego, no tengo la intención de extender la alfombra de bienvenida y limpiar nuestros
mejores muebles para que ellos los utilicen.
—Sigue sin gustarme la forma en que usted lo expresa —dijo Fulham, insistiendo—. Se
trata de una actitud peligrosa. Quizá sea de lo más peligrosa, porque hemos notado
últimamente que una parte considerable de la población parece responder exactamente
así a todas sus sugerencias. Le puedo decir, alcalde Hardin, que este Consejo no está
ciego del todo ante todas sus recientes actividades.
Se detuvo y hubo una actitud de consenso general sobre estas palabras. Hardin se
encogió de hombros y Fulham siguió diciendo:
—Si tiene usted el propósito de incitar a la ciudad hacia un acto de violencia, sólo
estaría provocando un complicado acto de suicidio... y no tenemos la intención de
permitirlo. Nuestra política sólo tiene un principio cardinal, y ése es la Enciclopedia.
Decidamos lo que decidamos, lo haremos únicamente porque será la medida más
adecuada para mantener segura la Enciclopedia.
—Entonces —dijo Hardin—, llego a la conclusión de que debemos continuar nuestra
intensa campaña de no hacer nada.
—Tú mismo nos has demostrado que el Imperio no puede ayudarnos —dijo Pirenne,
amargamente—. Sin embargo, no acabo de comprender cómo y por qué tiene que ser
así. Si es necesario el compromiso...
Hardin tenía la sensación de pesadilla de estar corriendo a toda velocidad para no
llegar a ningún sitio.
—No hay compromiso posible. ¿No se dan cuenta de que lo de las bases militares no
es más que un grado inferior de sumisión? Haut Rodric nos dijo lo que iba buscando
Anacreonte..., anexión inmediata e imposición de su propio sistema feudal de lotes de
terreno y de la creación de una economía basada en el campesinado y la aristocracia. Lo
que aún queda de nuestra baladronada sobre la energía atómica puede obligarles a
actuar con lentitud, pero, de todos modos, lo harán.
Se había levantado, con una actitud indignada y los demás también se levantaron...,
excepto Jord Fara.
—Por. favor, quieren sentarse todos —dijo entonces Jord Fara—. Hemos conseguido
llegar bastante lejos. Vamos, alcalde Hardin, no vale la pena adoptar una actitud tan
furiosa; ninguno de nosotros ha cometido ninguna traición.
—¡Tendrá que convencerme de eso!
—Sabe muy bien que no quiere decir lo que ha dicho —comentó Fara, sonriendo
suavemente—. ¡Déjeme hablar!
Sus pequeños y perspicaces ojos estaban semicerrados y el sudor brillaba sobre la
suave amplitud de su frente.
—Parece que no vale la pena ocultar que el Consejo ha llegado a la decisión de que la
verdadera solución al problema anacreontiano se encuentra en lo que se nos revele
cuando abramos la Primera Bóveda, dentro de seis días.
—¿Es ésa su contribución a la cuestión?
—Sí.
—Eso significa que no vamos a hacer nada, excepto esperar con toda serenidad y una
fe extraordinaria a que el deus ex machina surja de la Primera Bóveda, ¿no es eso?
—En efecto, ésa es la idea, desnuda de su fraseología emocional.
—¡Qué escapismo más poco sutil! Realmente, doctor Fara, eso tiene la impronta del
genio. Una mente menos completa sería incapaz de haber llegado a esa conclusión.
—Su gusto por los epigramas es muy divertido, Hardin, pero está fuera de lugar —dijo
Fara, sonriendo con indulgencia—. En realidad, creo que fue usted mismo quien me
recordó hace unas tres semanas la línea de argumentación relacionada con la Primera
Bóveda.
—Sí, lo recuerdo. No niego que no fue más que una idea estúpida, considerándola
únicamente desde el punto de vista de la lógica deductiva. Dijo usted, y puede
interrumpirme si cometo alguna equivocación, que Hari Seldon fue el mayor psicólogo de
todo el sistema; que, en consecuencia, pudo prever el momento apretado e incómodo en
que nos hallamos ahora; que, por lo tanto, estableció la Primera Bóveda como un método
de comunicarnos la salida adecuada.
—Ha captado usted la esencia de la idea.
—¿Le sorprendería saber que durante estas últimas semanas me he dedicado mucho
a pensar en la cuestión?
—Muy interesante. ¿Y con qué resultado?
—Con el resultado de que esa deducción no era más que un deseo. Una vez más, lo
que se necesita aquí es un poco de sentido común.
—¿Como por ejemplo?
—Como por ejemplo, tener en cuenta lo siguiente: si pudo prever el problema
anacreontiano, ¿por qué no habernos colocado en algún otro planeta, más cerca de los
centros galácticos? ¿Por qué situarnos aquí si pudo concebir previamente la ruptura de
las líneas de comunicación, nuestro aislamiento de la galaxia, la amenaza de nuestros
vecinos y nuestro desamparo a causa de la falta de metales en Términus? ¡Esto último,
sobre todo! O si pudo prever todo esto, ¿por qué no haber advertido previamente a los
primeros que llegaron aquí para que hubieran podido disponer así de tiempo para
prepararse, en lugar de dejarles esperando, como está haciendo, hasta que uno de
nuestros pies se encuentra ya sobre el precipicio?
»Y no olviden esto: aun cuando pudiera prever el problema entonces, nosotros también
lo podemos ver ahora. En consecuencia, si él pudo prever la solución, nosotros
tendríamos que ser capaces de verla ahora. Después de todo, Seldon no fue ningún
mago. No existe ningún método de truco para escapar a un dilema, me refiero a métodos
que él pudiera ver y nosotros no.
—Pero, Hardin —le recordó Fara—, ¡no podemos!
—Pero no lo han intentado. No lo han intentado ni siquiera una sola vez. Al principio, se
negaron a admitir la existencia de una amenaza. Después, depositaron la fe más ciega y
absoluta en el emperador. Y ahora, desvían el problema hacia Hari Seldon, esperando de
él la solución. Lo único que han hecho en todos esos casos es basarse en la autoridad o
en el pasado..., pero nunca en sí mismos.
Sus puños se contrajeron espasmódicamente.
—Eso se va acumulando, hasta convertirse en una actitud enfermiza..., en un reflejo
condicionado que aparta a un lado la independencia de sus mentes cuando se plantea
una cuestión de oponerse a la autoridad. Parece que en sus mentes no existe la menor
duda de que el emperador es más poderoso de lo que lo son ustedes, o bien que Hari
Seldon fue más sabio. Y eso es erróneo, ¿no lo comprenden?
Por alguna razón, nadie se preocupó de contestarle.
—Pero no son solamente ustedes —siguió diciendo Hardin—. Es toda la galaxia.
Pirenne ya oyó la idea que tiene lord Dorwin sobre la investigación científica. Lord Dorwin
cree que la forma de ser un buen arqueólogo es leer todos los libros que han sido escritos
sobre el tema..., escritos por hombres que murieron hace siglos. Piensa que la forma de
resolver todos los enigmas arqueológicos consiste en sopesar y contraponer ideas
opuestas. Y Pirenne se limitó a escuchar y no opuso ninguna objeción. ¿No comprenden
que hay algo erróneo en toda esa actitud?
Hubo de nuevo una nota de casi ruego en su voz. Y tampoco en esta ocasión hubo
respuesta.
—Y ustedes —siguió diciendo—, así como la mitad de la población de Términus, hacen
lo mismo. Permanecemos sentados aquí, considerando la Enciclopedia como el summum.
Consideramos que el máximo fin de la ciencia consiste en clasificar toda la información
obtenida en el pasado. Eso es importante, pero ¿es que ya no queda ningún otro trabajo
por hacer? Estamos retrocediendo y olvidando, ¿no se dan cuenta? Aquí, en la periferia,
se ha perdido el uso de la energía atómica. En Gamma Andrómeda ha explotado una
planta de energía a causa de unas reparaciones deficientes, y el canciller del Imperio se
queja, diciendo que ya quedan pocos técnicos atómicos. ¿Cuál es la solución? ¿Entrenar
a nuevos técnicos? ¡Nunca! En lugar de eso, lo único que hacen es restringir el uso de la
energía atómica.
»¿No lo comprenden? —volvió a preguntar por tercera vez—. Está extendido por toda
la galaxia. Es como una veneración del pasado. Es un deterioro..., ¡un estancamiento!
Se quedó mirando a los presentes, de uno en uno y ellos le devolvieron la mirada
fijamente.
Fara fue el primero en recuperarse.
—Bien, la filosofía mística no va a ayudarnos en nada en este caso. Seamos concretos.
¿Niega usted la posibilidad de que Hari Seldon pudo haber elaborado fácilmente las
tendencias históricas del futuro mediante la simple utilización de la técnica psicológica?
—No, claro que no —gritó Hardin—. Pero no podemos confiar en él para hallar una
solución. Lo mejor que podrá hacer es indicar el problema, pero si existe una solución,
tendremos que encontrarla nosotros mismos. El no puede hacerlo por nosotros.
—¿Qué quiere decir con eso de... indicar el problema? —preguntó Fulham, de
repente—. Nosotros ya conocemos el problema.
—¿Lo cree así? —preguntó Hardin, volviéndose hacia él—. ¿Cree realmente que
Anacreonte es todo lo que le hubiera preocupado a Hari Seldon? ¡No estoy de acuerdo!
Caballeros, les digo que ninguno de ustedes tiene por ahora la menor idea de lo que está
sucediendo.
—¿Y tú sí? —preguntó Pirenne, con hostilidad.
—¡Creo que sí! —contestó Hardin, levantándose y apartando la silla; la mirada de sus
ojos era fría y dura—. Si hay algo que pueda considerarse como definido es que en toda
la situación existe algo que huele mal; algo que es mucho más grande que todo aquello
sobre lo que hemos hablado. Háganse ustedes mismos esta pregunta: ¿por qué entre
toda la población original de la Fundación no se incluyó a ningún psicólogo de primera
clase, excepto Bor Alurin? Y él mismo evitó entrenar a sus alumnos, no pasando más allá
de las cuestiones fundamentales.
Se produjo un breve silencio, y finalmente Fara preguntó:
—Muy bien. ¿Por qué?
—Quizá porque un psicólogo podría haberse dado cuenta de lo que estaba
sucediendo... y demasiado pronto para la conveniencia de Hari Seldon. Tal y como están
las cosas, lo único que hemos hecho es deambular de un lado a otro, cantando fugaces y
nebulosas visiones de la verdad. Nada más. Y eso es lo que quería Hari Seldon.
»¡Buenos días, caballeros! —dijo, despidiéndose con una risa áspera. Y salió de la
habitación.
El alcalde Hardin mordió la punta de su puro. Se había apagado, pero él no se daba
cuenta. No había dormido la noche anterior, y tenía una idea bastante justificada de que
tampoco podría dormir esta noche. Sus ojos mostraban el cansancio. —¿Y eso lo cubre?
—preguntó débilmente. —Así lo creo —contestó Yohan Lee, llevándose una mano a la
frente—. ¿Qué tal suena?
—No demasiado mal. Como comprenderá, es algo que se tiene que hacer con
insolencia. O sea, no debe haber ningún momento de duda; no hay que darles tiempo
para que comprendan la situación. Una vez que nos encontremos en situación de dar
órdenes, hágalo como si hubiera nacido para darlas, y ellos obedecerán por costumbre.
Esa es la esencia de todo golpe.
—Si el Consejo permanece indeciso... —¿El Consejo? No hay que contar con él. A
partir de mañana, su importancia como un factor determinante en los asuntos de
Términus no valdrá un maldito medio crédito oxidado.
—Sin embargo —dijo Lee, asintiendo lentamente—, resulta extraño que no hayan
hecho nada hasta el momento para detenernos. Dijo usted que ellos no estaban por
completo en Babia.
—Fara lo indicó con cierta claridad. Y Pirenne ha estado sospechando de mí desde que
fui elegido. Pero, en realidad, nunca tuvieron capacidad para comprender lo que estaba
sucediendo realmente. Todo su entrenamiento ha sido autoritario. Están absolutamente
seguros de que el emperador es todopoderoso, precisamente por ser el emperador. Y
también están seguros de que el Consejo de Fideicomisarios no puede encontrarse en
una posición en la que no dé las órdenes, simplemente por ser el Consejo de
Fideicomisarios y por actuar en nombre del emperador. Esa incapacidad para reconocer
la posibilidad de una revuelta es nuestra mejor aliada. Se levantó de la silla y se dirigió
hacia el enfriador de agua.
—En realidad, no son malas personas, Lee, siempre y cuando se atengan a su
Enciclopedia... y ya nos ocuparemos de que en el futuro se limiten únicamente a eso. Son
incompetentes cuando se trata de gobernar Términus. Y ahora, váyase y haga que las
cosas empiecen a funcionar. Quiero estar solo.
Se sentó en la esquina de su mesa y se quedó mirando fijamente el vaso de agua.
¡Espacio! ¡Si sólo tuviera tanta confianza como aparentaba! Los anacreontianos
llegarían dentro de dos días, ¿y qué otra cosa podía hacer, excepto tener una serie de
ideas y vagas suposiciones sobre lo que Hari Seldon había estado impulsando durante
aquellos últimos cincuenta años? El ni siquiera era un buen psicólogo... Sólo era una
persona titubeante, con un poco de entrenamiento, que trataba de suponer lo que había
concebido la mayor mente de la época.
Si Fara tenía razón; si Anacreonte resultaba ser todo el problema previsto por Hari
Seldon; si lo único que estaba interesado era en conservar la Enciclopedia..., ¿de qué
serviría entonces aquel coup d'état?
Se encogió de hombros y se bebió el vaso de agua.
La Primera Bóveda estaba amueblada con muchas más de seis sillas, como si se
hubiera esperado una concurrencia mucho mayor. Hardin percibió reflexivamente este
detalle y se sentó cansadamente en una esquina, tan lejos como le fue posible de los
otros cinco.
Los miembros del Consejo no parecieron objetar nada a aquella disposición. Hablaban
entre ellos, en murmullos que se convertían en monosílabos sibilantes y después en
nada. De todos ellos, únicamente Jord Fara parecía sentirse razonablemente sereno.
Había traído un reloj y lo estaba observando sombríamente.
Hardin miró su propio reloj y entonces dirigió la mirada hacia el cubículo de cristal —
absolutamente vacío— que dominaba la mitad de la estanca. Era el único elemento poco
usual que existía allí, porque, aparte de aquello, no había la menor indicación de que en
alguna parte una pequeña partícula de radio se estaba gastando para acercarse a ese
preciso momento en que caería un volteador, se produciría una conexión y...
¡Las luces se debilitaron!
No se apagaron del todo, sino que simplemente se oscurecieron de una forma tan
rápida que hicieron saltar a Hardin en su asiento. Elevó los ojos hacia las luces del techo,
con una expresión de asombro, y cuando volvió a bajar la mirada vio que el cubículo de
cristal ya no estaba vacío.
Una figura lo ocupaba..., ¡una figura sentada en una silla de ruedas!
Durante unos momentos, no dijo nada, pero cerró el libro que tenía sobre el regazo y lo
acarició suavemente. Después, sonrió y el rostro pareció adquirir vida.
—Soy Hari Seldon —dijo con una voz vieja y blanda.
Hardin casi se levantó para saludarle, pero se detuvo a mitad del acto.
—No les puedo ver, ya lo saben —siguió diciendo la voz en un tono de conversación—,
de modo que no les puedo saludar adecuadamente. Ni siquiera sé cuántos de ustedes
están aquí, así es que todo esto ha de ser llevado adelante de un modo informal. Si
alguno de ustedes está de pie, por favor, siéntese; y si desean fumar, no me importa —
hubo una ligera risilla—. ¿Por qué me iba a importar? En realidad, no estoy aquí.
Hardin buscó un puro casi automáticamente, pero se lo pensó mejor y no lo encendió.
Hari Seldon apartó su libro —como si lo estuviera dejando a un lado, sobre una mesa—
y cuando sus dedos lo dejaron, desapareció.
—Han pasado ya cincuenta años desde que se estableció esta Fundación —siguió
diciendo—. Cincuenta años en los que los miembros de la Fundación han permanecido
ignorantes sobre hacia dónde conducía aquello en lo que estaban trabajando. Era
necesario mantenerlos en tal ignorancia, pero esa necesidad ha desaparecido ahora.
Para empezar, hay que decir que la Fundación Enciclopedia es un fraude, y que siempre
lo ha sido.
Detrás de Hardin hubo un sonido de personas que se removían en sus asientos y una o
dos exclamaciones apagadas, pero él no se volvió a mirar hacia atrás.
En cuanto a Hari Seldon, desde luego, permaneció imperturbable. Siguió diciendo:
—Es un fraude en el sentido de que ni yo ni mis colegas nos preocupamos por si se
publicaría o no un solo volumen de la Enciclopedia. Sin embargo, el proyecto sirvió su
propósito, ya que gracias a él conseguimos un fuero del emperador, pudimos atraer a los
cien mil científicos necesarios para nuestro esquema y nos las arreglamos para
mantenerlos ocupados mientras los acontecimientos iban adquiriendo su forma, hasta que
fuera demasiado tarde para cada uno de ellos la retirada de la situación en que se
encontraba.
»En los cincuenta años durante los que han trabajado en este proyecto fraudulento —
no vale la pena suavizar las frases—, su retirada les ha sido cortada y ahora no les queda
otro camino que seguir trabajando en un proyecto infinitamente más importante, que fue y
sigue siendo nuestro verdadero plan.
»Por ese motivo, les hemos situado en un planeta como éste y en un momento en el
que, cincuenta años después de concebido, ya no tienen ustedes más libertad de acción.
A partir de ahora y durante siglos, es inevitable el camino que se verán obligados a seguir.
Se enfrentarán con una serie de crisis, tal y como se están enfrentando ya a la primera y
en cada uno de los casos su libertad de acción se hallará circunscrita de un modo similar
a la actual, de manera que se verán obligados a seguir uno y únicamente un camino.
»Se trata del camino que ha sido elaborado por nuestra psicología... y ello es así por
una razón.
»Durante siglos, la civilización galáctica se ha estancado e incluso sigue un proceso de
declinación, aunque sólo unos pocos nos dábamos cuenta de eso. Pero ahora, al menos,
la periferia se está separando y está siendo conmocionada la unidad política del Imperio.
En algún momento de los pasados cincuenta años es donde los historiadores del futuro
trazarán una línea arbitraria y dirán: "Esto señala la caída del Imperio Galáctico.”
»Y tendrán razón, aunque apenas habrá algunos que reconocerán esa caída durante
algunos siglos más.
»Y después de la caída, llegará inevitablemente la barbarie, un período que, según nos
dice nuestra psicohistoria, puede durar, bajo circunstancias ordinarias, de treinta a
cincuenta mil años. No podemos evitar la caída. Y tampoco deseamos hacerlo, porque la
cultura imperial ha perdido toda la virilidad y el valor que tuvo en otros tiempos. Pero
podemos acortar el período de barbarie que ha de seguir inevitablemente..., hasta dejarlo
reducido a un espacio de tiempo que sólo será de mil años.
»No les podemos decir los altibajos de ese período de acortamiento, del mismo modo
que no les pudimos decir la verdad sobre la Fundación, hace ahora cincuenta años. Si
descubrieran ustedes esos altibajos, nuestro plan podría fallar; como habría fallado si
hubieran comprendido antes el fraude de la Enciclopedia; porque, en tal caso y debido al
conocimiento, su libertad de acción se habría visto aumentada y el número de variables
adicionales introducidas se habría hecho mayor que el que nuestra psicología podía
manejar.
»Pero no lo pudieron descubrir porque no había psicólogos en Términus, y nunca los
hubo, excepto Alurin... y él fue uno de los nuestros.
»Pero sí que les puedo decir lo siguiente: Términus, así como la otra Fundación, en el
otro extremo de la galaxia, son las semillas del Renacimiento, y en ambos planetas viven
los futuros fundadores del Segundo Imperio Galáctico. Y es la presente crisis la que está
naciendo que Términus se ponga en movimiento hacia ese clímax.
»Y, a propósito, ésta es una crisis bastante clara y mucho más simple que la mayor
parte de las crisis que aún les esperan. Para dejarla reducida a sus términos
fundamentales, hay que tener en cuenta lo siguiente: se encuentran ustedes en un
planeta que se ha visto repentinamente cortado con respecto a los centros aún civilizados
de la galaxia, y que se ve amenazado por sus vecinos más fuertes. Forman ustedes un
pequeño mundo de científicos, rodeados por reinos bárbaros en vasta y rápida expansión.
Son una isla de energía atómica en un creciente océano de energía más primitiva; pero, a
pesar de ello, se encuentran desamparados, debido a la falta de metales.
»Como verán, se ven enfrentados a una dura necesidad y eso actúa sobre ustedes
necesariamente. La naturaleza de esa acción, o sea, la solución de su dilema, es,
naturalmente, evidente.
La imagen de Hari Seldon se extendió hacia el aire abierto y el libro apareció de nuevo
en su mano. Lo abrió y dijo:
—Por muy intrincado que sea el camino que siga su historia en el futuro, impriman
siempre en sus descendientes la idea de que el camino ha sido marcado, y de que al final
del mismo se encontrará un imperio nuevo y más grande.
Y mientras sus ojos se inclinaron hacia el libro, desapareció en la nada y las luces
volvieron a brillar con toda su intensidad.
Bien. Dentro de otros seis meses, ellos tampoco darían una sola orden más.
De hecho, tal y como había dicho Hari Seldon y tal y como el propio Salvor Hardin
había supuesto desde el mismo día en que Anselm haut Rodric le había revelado por
primera vez que Anacreonte no tenía energía atómica..., la solución a esta primera crisis
era evidente.
¡Tan evidente como todo un infierno!
Hardin levantó la vista hacia Pirenne, que le observaba con una mirada trágica en los
ojos y los labios temblándole.
La voz del presidente sonó firme, pero monótona:
(—Parece que tenías razón. Si quieres verte con nosotros esta tarde, a las seis, el
Consejo consultará contigo en cuanto a cuál debe ser nuestro próximo movimiento.
Se estrecharon las manos entre todos y se marcharon. Y Hardin sonrió para sí. Eran
hombres fundamentalmente sanos en aquel aspecto, porque eran lo bastante científicos
como para admitir que se habían equivocado..., pero ya era demasiado tarde para ellos.
Miró su reloj. En aquel momento, ya todo se había consumado. Los hombres de Lee se
habrían hecho cargo del control y el Consejo ya no podría dar más órdenes.
Los anacreontianos aterrizarían mañana mismo con sus naves espaciales, pero eso
también estaba
¡SOMOS CIVILIZADOS!
Mark Clifton y Alex Apostolides
Naturalmente, la raza superior debía ganar..., pero superior, ¿según qué pautas... y de
quiénes?
Las mujeres y los niños trabajaban, entre los líquenes, recogiendo las hojas más
gruesas y maduras para su comida y humedad, completando así su arco del círculo de la
simbiosis.
Los hombres trabajaban en la superficie de los canales o en las excavaciones situadas
al aire libre. Sus amplias manos mutadas cortaban la arcilla, dura como una roca,
abriendo un canal que habría de ser llenado con arena y después cerrado con arcilla por
todos sus lados y superficies. Esa agua podría entonces filtrarse a través de la arena sin
evaporación, sin pérdida, desde los polos hasta el ecuador de Marte..., filtrarse sin que
nada lo impidiera, de modo que la humedad podría llegar a las plantaciones de líquenes
de todos, para que nadie pasara hambre o sed.
La filtración debía correr. Ni siquiera en los más oscuros rincones de los recuerdos
raciales se sabía de alguien que hubiera tomado jamás más de lo que le correspondía,
pues eso sería como los dedos de una mano robando la sangre de los dedos de la otra.
Entre la raza de Marte había muchas palabras para expresar el contento y la afinidad
de cada una con todo. Había palabras para expresar el éxtasis de observar las estrellas
eternas, durante la noche y durante el día, a través de la tenue atmósfera negruzca.
Había palabras para expresar la alegría de abrir las hendiduras de las narices y respirar
profundamente en aquellos lugares protegidos donde las arenas fértiles no se
arremolinaban, de abrir pliegues de piel elástica para captar los débiles rayos del Sol
distante.
Pero no había palabras para indicar «mío», como algo separado de «tuyo». Y tampoco
se sentía la necesidad de gritar: «¿Por qué estoy aquí? ¿Cuál es el propósito de todo
esto?»
Cada uno tenía su propósito, sereno, incuestionable. Cada uno reparaba o extendía los
canales de filtración para que otros, no nacidos aún, pudieran conocer las mismas
alegrías y éxtasis que ellos. El trabajo era, en sí mismo, una parte de la alegría total, y no
lo resistían más de lo que los pulmones saludables resisten el aire claro y frío.
Tan alejado su origen en el tiempo que hasta el concepto del comienzo se había
olvidado, la estructura de su interdependencia simbólica se filtraba a través de sus vidas
con la naturalidad con que la preciosa agua se filtraba a través de las arenas del canal.
El capitán Griswold mantuvo una expresión impasible en su rostro (dejad que eso sea
también una parte de la leyenda). Sin expresión, miró a través de la pantalla hacia la tierra
roja que brillaba bajo la nave. Pero, inconscientemente, cuadró los hombros, respiró más
profundamente, disfrutando del tirón viril de su uniforme sobre su pecho en expansión.
Decididamente, apartó a un lado la visión de incontables generaciones de escolares que
aún tendrían que venir, repitiendo obedientemente la lección de sus maestros.
«El capitán Thomas H. Griswold tomó posesión de Marte el 14 de junio de 2018.» No,
no debía permitir ser dominado por ningún matiz de vanidad para estimular sus propios
recuerdos sobre este momento. Se encontraba más allá del punto en el que su nombre
estaría situado junto a los grandes nombres de todos los tiempos. Sin embargo, no podía
negar lo histórico del momento.
La voz del teniente Atkinson interrumpió sus preocupaciones, ahorrándole el inmodesto
pensamiento de preguntarse si quizá no debería llevar su visor echado un poco más hacia
un lado. Tenía que dar pie a una costumbre, algo distintivo de quienes habían estado en
Marte... —Otro canal, señor.
Bajo ellos, una línea recta de color gris-verdoso, extendida hasta el horizonte,
contrastando agudamente con el rojo óxido ferroso del paisaje. Todo un planeta de óxido
ferroso —hierro—, preparado para la ya hambrienta tecnología de la Alianza Occidental.
El capitán sintió una irritación momentánea por el hecho de que aquella estrecha reguera
desplazara la preciosa veta de hierro.
Evidentemente, aquellos canales no tenían ningún propósito. Su nave había
circunvalado el planeta por su ecuador y después de polo a polo. Había canales por todas
partes, pero nada más. Ya se había gastado tiempo y combustible suficiente. Tenían que
aterrizar. Evidentemente, no había vida inteligente. Pero, lo histórico del momento no
debía ser estropeado por ninguna clase de precipitaciones. No debía quedar ninguna
cuestión en los libros que todavía tuviera que ser escrita. No tenía que elevarse ninguna
acreditada voz de crítica.
—Transmita mis saludos al señor Barkeley —dijo duramente, dirigiéndose al teniente
Atkinson— y pregúntele si es tan amable de acudir a la sala de control —se detuvo un
instante y añadió secamente—: Cuando lo crea oportuno.
Sí, el señor Berkeley. ¿Cómo llamaban a ese civil..., un etnólogo? Un tipo del que se
suponía era una verdadera autoridad en razas, civilizaciones, modos y costumbres de los
grupos. Bueno, aquel hombre era como exceso de equipaje. Aquí no habría ninguna raza
con la que establecer contacto. Eso también era bueno. Esos expertos civiles, con sus
teorías..., ¡se les mostraba un diente y soñaban con un monstruo! Se les enseñaba una
uña y a partir de ella deducían toda una civilización. ¡Era algo sin sentido!
—¿Quería verme, capitán? —la voz era joven, serena y controlada.
Sin darse ninguna prisa, el capitán Griswold se volvió hacia Berkeley. No era un
teórico, sino que además era joven. Estos jóvenes superinteligentes, con sus agudos ojos
azules. Mucho aprendizaje y pocos conocimientos. Mucha sabiduría y nada de sentido
común. Controló cuidadosamente su voz, ocultando su falta de respeto para con el civil.
—Bien, señor Berkeley, hemos reconocido el globo. No hemos visto evidencia alguna
de civilización.
—¿No tiene en cuenta los canales, capitán? —preguntó Berkeley, más con curiosidad
que por espíritu de negativa.
—Tengo que descartarlos —contestó el capitán con decisión—. No hemos visto
ninguna clase de edificios en todo el planeta, ni siquiera ruinas; no hemos visto ninguna
prueba de que aquí existan seres inteligentes.
—Yo creo, señor, que unas líneas rectas que corren a lo largo de la mitad de un globo,
son una prueba de algo —fue una afirmación sencilla, expresada sin énfasis alguno.
¡Argumentos! ¡Argumentos! Hombres pequeños que tenían que inflarse a sí mismos
para alcanzar una estatura de cierta importancia..., destruir lo que de sacramental había
en este momento histórico. Pero ahora, había que tranquilizarse. No tenía que quedar el
recuerdo de que se hubiera producido el menor conflicto.
—¿Dónde están sus edificios, señor Berkeley? —preguntó con una paciente
tolerancia—. ¿Dónde están sus fábricas? ¿Dónde, el humo procedente de sus fábricas?
¿Y las carreteras? ¿Y los servicios de transporte? ¿Dónde están los aviones? Incluso
este aire tan tenue podría sustentar un jet rápido. No es que exija que deban tener naves
espaciales para conceder que tienen inteligencia, señor Berkeley. No exijo que sean
iguales al hombre. También yo tengo cierto entrenamiento científico. Y mi entrenamiento
me dice que no puedo reconocer la existencia de alguien allí donde no hay la menor
prueba.
—Los canales —insistió Berkeley.
Su voz también sonaba controlada, porque él también se daba cuenta de la importancia
histórica del momento. Pero su preocupación no estaba relacionada con la posibilidad de
que su nombre apareciera en los libros de historia. Sabía demasiado bien lo que hacían
los historiadores con los individuos, en beneficio de la conveniencia. Lo único que ¡e
preocupaba era que este momento no se convirtiera en un momento de profunda
vergüenza para el hombre
—Quizá no tienen ni edificios, ni fábricas, ni humo por la simple razón de que no los
necesitan. Quizá no tienen carreteras porque no desean ir a ninguna parte. Quizá su
concepto de la vida sea completamente distinto al nuestro. —ordenó Griswold
ásperamente—. Hacia ese punto de unión —después, se volvió y observó la pantalla—.
Ahí lo tiene, señor Berkeley. Todo muerto. Una docena..., por lo menos una docena de
sus canales uniéndose en un solo lugar. Sin duda alguna, si existió alguna civilización, la
encontrará en ese preciso lugar —estaba construyendo lenta y cuidadosamente las
páginas de la historia—. No deseo que surja nunca la implicación de que el comandante
de esta nave, o cualquiera de los miembros de su personal, se negaron a cooperar alguna
vez, de algún modo, con las autoridades científicas que están a bordo.
—Eso ya lo sé, capitán —dijo Berkeley—. Y estoy de acuerdo. Vayamos, pues, hacia
ese punto de unión.
Griswold se encogió de hombros. —Estamos hablando en un lenguaje totalmente
distinto, señor Berkeley.
—Me temo que tiene razón, capitán —concedió Berkeley, suspirando—. Y puede que
de ese modo hagamos alguna cosa trágica. Recuerde que el hombre europeo hablaba
una lengua diferente a la de los indios norteamericanos, a la de los mayas, polinesios,
africanos, indonesios... —se detuvo de pronto, como si la lista fuera interminable—.
Únicamente pido que no nos apresuremos a cometer los mismos errores que en el
pasado.
—No podemos permanecer para siempre aquí, sobre la superficie —dijo Griswold
irritablemente—. Hemos explorado el globo. Los otros expertos están ansiosos por
aterrizar, para poder empezar así su trabajo. Hemos investigado en busca de su
civilización, y no la hemos encontrado.
—Retiro todas las objeciones al aterrizaje, capitán. Tiene usted toda la razón. Tenemos
que aterrizar.
El intercomunicador existente en la pared lanzó un zumbido, y después se oyó una voz:
—Observación a control. Observación a control. Red de canales formando un punto de
unión, por delante de nosotros.
—Prepárese para el aterrizaje, teniente Atkinson.
Un suspiro del servomecanismo, la llamarada intolerablemente caliente, de color azul, y
la nave permaneció inmóvil sobre el punto de unión de los canales. La nave se fue
asentando lenta y suavemente; sostenida por los pilares formados por la llama que surgía
bajo ella, situada directamente sobre el punto de unión de los canales, fundiendo la arena
de éstos hasta convertirla en cristales, haciendo explotar sus paredes y transformándolas
en vapor. Dentro de sus cálidas y protegidas madrigueras, más allá de los canales, las
hendiduras de las narices se cerraron, y el iris de los ojos se contrajo, las estriadas capas
de la piel se abrieron y se tensaron, y se volvieron a abrir convulsivamente, en los últimos
reflejos de la muerte.
Se produjo una ligera sacudida cuando la nave se asentó en el suelo, bañada por la
llamarada, en forma de hongo.
—Un buen aterrizaje, teniente —felicitó el capitán Griswold—. De veras, un buen
aterrizaje.
Levantó la cabeza y observó la pantalla para ver cómo el paisaje volvía a aparecer a
través del polvo y del vapor.
—Prepárese para desembarcar aproximadamente dentro de seis horas, teniente. Para
entonces, el calor habrá remitido lo suficiente. Saldrán los oficiales de la nave, los civ...
quiero decir el grupo de científicos y una patrulla de hombres. Yo indicaré el camino.
Usted, teniente, llevará la bandera y todo lo necesario para la ceremonia. La
celebraremos sin retraso alguno.
Berkeley también estaba observando la pantalla. Se preguntaba cuál habría sido el
efecto del calor producido por el aterrizaje sobre los canales. Se preguntaba por qué se
habría considerado necesario aterrizar precisamente sobre la unión de los canales. El
hombre siempre hace aquello que puede ser más destructivo, como si lo hiciera por
instinto.
Se encogió de hombros, alejándose. Aterrizaran donde aterrizaran, siempre podría
haberse tratado del lugar más inapropiado.
Mucho más allá y alejado de los canales, allí donde no había llegado el calor, la raza de
Marte comenzó a salir de sus madrigueras de protección. Habían visto el meteoro caer
violentamente, y uno de sus condicionamientos era precisamente el de buscar sus
madrigueras cada vez que sucedía algún fenómeno amenazador.
Ya antes habían caído otros meteoros ardientes, pero en la mente racial
interrelacionada no quedaba el menor recuerdo de ninguno que hubiera caído
directamente sobre un punto de unión de los canales. Con todo el sistema de sus
instintos, sintieron la arena fundida, las paredes rotas de arcilla, el agua evaporada,
saliendo por las paredes rotas, desperdiciada. Sintieron las aguas del otro lado de la
barrera, avanzando hacia delante, dejando la arena sin llenar. Dentro de los nervios de
sus propios cuerpos, sintieron las punzadas anticipadas de las raíces, buscando hacia
abajo, en la arena, tratando de encontrar agua, y no hallándola.
Sintieron una verdadera urgencia, dentro de toda la región. La urgencia de apartar de
allí aquel meteoro, de restaurar los canales en cuanto lo permitiera el calor. Empezaron a
reunirse, formando un círculo alrededor del meteoro y del suelo chamuscado que lo
rodeaba. La urgente necesidad de llegar a él antes de que se perdiera demasiada
cantidad de agua les impulsó hacia el suelo caliente.
Pero el calor poco usual les mantuvo apartados. Se movieron con indecisión, en
número cada vez más creciente, alrededor del meteoro.
Como el capitán Griswold no le había pedido que abandonara la sala de control durante
las operaciones de aterrizaje, Berkeley todavía estaba allí, observando la pantalla. Ante la
primera aparición de la raza de Marte, surgiendo del suelo, exclamó con gran excitación:
—¡Ahí están! ¡Ahí están, capitán!
Griswold acudió rápidamente y permaneció junto a él, observando la pantalla, con los
ojos muy abiertos.
—Horrible —murmuró, lleno de una sensación revulsiva.
La náusea fue subiendo por su cuello y detuvo lo que iba a decir por un momento. Pero
el sentido de la historia volvió a apoderarse de él.
—Supongo que nos acostumbraremos a su aspecto con el tiempo —concedió.
—Ellos son los constructores, capitán. ¡Es maravilloso! —Berkeley estaba exultante de
alegría—. Esas especies de extremidades en forma de palas... ¡son los constructores!
—Quizá —admitió Griswold—, pero en la forma en que lo pueda ser un topo o una
ardilla... Sin embargo, si fueran lo bastante inteligentes como para ser entrenados en
operaciones de minería... Pero no creo que pueda usted considerar inteligentes esas
criaturas, señor Berkeley.
—¿Y cómo lo podemos saber, capitán?
Pero el capitán estaba mirando hacia todos los lados de la pantalla, en busca de
edificios, del humo de las fábricas, de carreteras.
—¡Teniente Atkinson! —llamó.
—Sí, señor.
—Envíe inmediatamente una orden por toda la nave. Esas criaturas de Marte no han
de ser molestadas bajo ningún concepto —miró a Berkeley al mismo tiempo que daba la
orden y después volvió a apartar la mirada—. Doble la patrulla de hombres que
acompañarán al grupo de aterrizaje y compruebe que estén todos completamente
armados —después, dirigiéndose de nuevo a Berkeley, añadió—: Un buen jefe sabe
prevenirse contra cualquier contingencia. Pero no habrá ninguna matanza indiscriminada.
Puede estar seguro de eso. Me siento tan ansioso como usted de que el hombre...
—Gracias, capitán —le interrumpió Berkeley—. ¿Y la colocación de la bandera? ¿Y la
toma de posesión?
—¿Pero qué espera que hagamos ahora, señor Berkeley? ¿Qué debemos hacer ahora
que hemos visto algunas... cosas? ¿Marcharnos? ¿Dejar que todo un planeta de mineral
de hierro sea reclamado más tarde por la Alianza Oriental? El enemigo no está tan
alejado de nosotros en cuanto a tecnología, señor Berkeley.
Su actitud se puso acorde con el tema, levantó la cabeza y echó los hombros hacia
atrás.
—Suponga que esos seres son inteligentes. Suponga que tienen sentimientos de una u
otra clase. ¿Qué les sucederá si la Alianza Oriental reclama la posesión de este planeta?
Bajo nosotros, al menos, tendrán la debida protección. Estableceremos reservas en las
que podrán vivir en paz. Evidentemente, ahora viven en madrigueras, en el suelo; no veo
edificios por ninguna parte. Todos sus suministros de alimentos tienen que ser esas
miserables plantas. ¡Qué existencia tan miserable llevan ahora!
«Nosotros cambiaremos esa situación. Les proporcionaremos una alimentación
adecuada, alimentos para llenar sus estómagos vacíos..., si es que tienen estómagos.
Cubriremos su repulsiva desnudez. Si disponen de sentido suficiente para aprender, les
proporcionaremos el orgullo de poder emplearse en nuestras minas y factorías. Seríamos
menos que humanos, señor Berkeley, si no reconociéramos nuestro deber.
La luz de las nobles intenciones brillaba en su rostro. Se había dejado llevar por su
propia elocuencia.
—Si nos hacemos cargo de ese deber —terminó diciendo—, el destino se hará cargo
de sí mismo.
Eso estaba muy bien. Esperaba que tuvieran la elegancia de citar más adelante sus
propias palabras. Era un resumen perfecto de todo su carácter.
Berkeley sonrió, con una sonrisa triste. No había forma de detenerlo. No se trataba de
una cuestión de no plantar la bandera, de no tomar posesión. El capitán tenía razón. Si no
lo hacía la Alianza Occidental, lo haría sin duda la Alianza Oriental. Su disputa no era ni
con el capitán, ni con el deber, sino con el destino. El tema no podía ser decidido ahora.
Ya se había decidido..., cuando el primer homínido saltó a la guarida de otro y le robó a su
compañera.
El hombre toma. Ya sea por rapiña bárbara o por aceptación a regañadientes del
deber, a través de una diplomacia cuidadosamente concebida, el caso es que el hombre
toma.
Berkeley se volvió y salió de la sala de control.
En el exterior, el suelo se elevó en sus contorsiones producidas por el enfriamiento. El
viento silbó secamente sobre el paisaje rojo, elevando pequeños remolinos de polvo,
desplazándolos eternamente de un lugar a otro. Ahora, el suelo estaba menos caliente y,
a medida que se enfriaba, la raza de Marte presionó hacia dentro. Su urgente necesidad
era la de llegar a aquel meteoro con la mayor rapidez posible, apartarlo y permitir que el
agua fluyera una vez más.
—Observación informa de que el suelo está lo bastante frío como para desembarcar.
Aquellas palabras mágicas parecieron sonar a canto en la cabina de control.
—Reunión de todo el grupo de desembarco —ordenó inmediatamente el capitán
Griswold.
Los timbres de señales sonaron por toda la nave. También sonó el timbre en la cabina
de supercargo. Junto con los otros científicos, Berkeley se puso el traje protector, se
ajustó el casco de oxígeno de vidrio claro sobre la cabeza, y lo apretó. Junto con el resto,
permaneció al lado de la esclusa de aire que se le había asignado, en espera de la
llegada del capitán.
Y el capitán no les hizo esperar mucho tiempo. Apareció en el momento preciso, dando
únicamente un ligero vistazo lateral al equipo fotográfico. El capitán se dirigió hacia la
esclusa de aire, seguido de sus oficiales. Las puertas de obturación del pasillo que había
detrás de ellos se cerraron, dejando aislado a todo el grupo, convirtiendo el propio pasillo
en una gran esclusa de aire.
Se produjo un largo suspiro y las grandes vigas de las cerraduras se movieron
pesadamente contra su peso. Se produjo una corriente de aire saliendo del pasillo, a
medida que la mayor presión lo empujaba hacia el exterior, a través de las cerraduras que
se estaban abriendo, para equilibrarse con el aire más tenue de Marte. Junto con el aire
salieron enormes cantidades de diminutos hongos, esporas, virus y microbios; la mayor
parte de ellos estaban destinados a perecer bajo aquellas condiciones extrañas, pero
algunos sobrevivirían... y se multiplicarían.
La luz roja que había sobre la puerta parpadeaba, apagándose y encendiéndose.
Los oficiales, los científicos y los hombres armados observaban la luz con toda
atención. Esta parpadeó por última vez. Las cerraduras estaban completamente abiertas.
La gran rampa se deslizó hasta tocar el suelo.
En ordenada fila militar, con el capitán al frente, el grupo de desembarco atravesó el
pasillo, las puertas y salió al exterior, caminando sobre la rampa, bajo el cielo negroazulado,
hasta pisar el suelo rojo. El capitán Griswold fue el primer hombre en colocar su
pie sobre Marte, el 14 de junio de 2018. Los fotógrafos fueron los segundos.
La raza de Marte se estaba acercando más a la nave, pero el suelo todavía estaba
demasiado caliente para sus pies, no protegidos. Les poseía la urgente necesidad de
apartar de allí el meteorito. El movimiento de los hombres que estaban desembarcando
en aquel momento no fue para ellos más que otro de los aspectos ininteligibles de aquel
increíble meteorito.
El sonido de una corneta cortó el tenue aire; emitido por el altavoz de la nave,
reverberó a través de sus cascos. El grupo de desembarco formó en semicírculo, al pie de
la rampa.
El capitán Griswold, con el rostro tan rígido como la estatua de mármol que, sin duda
alguna, tendría algún día, extendió la mano y cogió la bandera que portaba el teniente
Atkinson. La plantó firmemente, sin ningún falso movimiento, sobre la estructura que uno
de los hombres había colocado previamente sobre el suelo, para sostenerla.
Después, señaló hacia el norte, el sur, el este y el oeste. A continuación, puso las
manos juntas, con las palmas hacia abajo y los brazos completamente extendidos ante sí.
Extendió los brazos a lo ancho y hacia abajo, los volvió a juntar y los elevó, completando
un círculo que comprendía a todo el planeta. Extendió después su mano derecha y recibió
el rollo de pergamino del teniente Atkinson.
Con un gesto decisivo, no excesivamente teatral, desenrolló el rollo. Y con una voz lo
bastante firme como para impresionar a toda la posteridad, leyó:
—En virtud de la autoridad con que me ha investido el Consejo Supremo de la Alianza
Occidental, los únicos y verdaderos representantes de la Tierra y del Hombre, tomo
posesión de todo este planeta, en nombre de nuestro presidente, del Consejo Supremo
de la Alianza Occidental, de la Tierra, y en nombre de Dios.
Ahora, el suelo estaba lo bastante frío como para que sus pies pudieran soportarlo. El
dolor era grande, pero quedaba perdido en aquel dolor mucho más grande producido por
la sensación de obstrucción mortal que había traído consigo el gran meteorito sobre sus
canales. La raza de Marte comenzó a presionar inexorablemente hacia dentro.
Fue en el momento anticlimático que siguió a la ceremonia de posesión, cuando los
hombres deambulaban de un lado a otro, dubitativos, cuando el teniente Atkinson vio a la
raza de Marte, que se había acercado más y que se estaba moviendo.
—¡Los monstruos! —gritó, lleno de horror—. ¡Están atacando!
Berkeley miró y por los pequeños gestos de movimiento y su prolongado entrenamiento
dedujo lo que estaba sucediendo en realidad.
—¡No es contra nosotros! —gritó—. ¡Es contra la nave!
Quizá sus palabras fueron más desafortunadas de lo que podría haber sido su silencio;
porque la nave era para el capitán Griswold una preocupación mayor que su propia
persona.
—¡Alto! —gritó Griswold, dirigiéndose a la raza de Marte que se aproximaba—. ¡Alto o
disparo!
Pero la raza de Marte no prestó ninguna atención. Fueron avanzando lentamente,
siendo cada paso sobre el suelo caliente una verdadera tortura, pero un dolor que podía
ser soportado. La mayor tortura de todas, la única que no podían soportar, era la urgencia
de presionar contra este meteorito, de apartarlo, de poder limpiar de nuevo el punto de
unión de los canales. Del mismo modo que un hombre al que se le ha cortado la
respiración lucha frenéticamente en busca de aire, sin preocuparse de ninguna otra cosa,
así sentían ellos la desesperación de las arenas secas.
Y avanzaron.
—Por última vez —espetó Griswold—, ¡alto!
Hizo un movimiento con sus manos, como si tratara de apartarlos, o de demostrar su
significado por medio de signos. Entonces, involuntariamente, sus ojos buscaron los de
Berkeley. Fue una mirada de ruego, de desamparo. Berkeley se encontró con su mirada y
leyó en ella la ansiedad, la trágica situación del hombre que no está dispuesto a despertar
la rabia o el desprecio de la posteridad.
Fue una mirada breve la que se cruzó entre los dos hombres, y luego los dos apartaron
la vista. La cabeza del capitán Griswold se levantó. Sus hombros se hincharon frente a los
monstruos que se acercaban. Ahora estaban cerca, y se acercaban cada vez más. Como
siempre, los expertos eran pródigos con sus consejos cuando no se les necesitaba. Pero
cuando los dados estaban echados, no podían hacer otra cosa que sonreír y encogerse
de hombros.
Dio la orden y no hubo en ella ninguna incertidumbre.
—¡Fuego!
La celebración se llevó a cabo en el Gran Estadio, la estructura más grande y costosa
que jamás construyera el hombre. Era una estructura destinada a los campeonatos de
fútbol más importantes; y también era utilizada ocasionalmente, si podía ser adaptada sin
perturbar el programa, para los asuntos de Estado. Ahora, el estadio estaba repleto al
máximo de su capacidad y su suelo se agitaba bajo los descuidados pies de los miles y
miles que se las habían arreglado para conseguir una entrada.
Desde las gradas de asientos, de unos cuatrocientos metros de altura, desde el suelo
del estadio, surgían los gritos, que se extendían hacia la plataforma, situada en el extremo
norte.
—¡Griswold! ¡Griswold!
Pero no había llegado aún el momento histórico de asegurar la justicia de la masacre.
El presidente elevó una mano. La batería de cámaras vídeo recogió cada uno de sus
movimientos.
—Nuestras esperanzas, nuestros temores, nuestros corazones y nuestras oraciones
fueron con cada uno de los kilómetros de espacio oscuro y moteado de estrellas
recorridos por estos pioneros —se volvió entonces hacia el capitán—. En nombre del
pueblo de la Tierra, almirante Griswold, le impongo esta medalla. ¡Una nueva medalla
para un guía del destino, para un constructor de imperios, para un hijo del hombre!
La voz se hizo más débil y se detuvo.
La multitud situada en el suelo del estado estaba empujando, tratando de salir del
centro, gritando, llena de dolor y terror. En el preciso momento en que la gente debía
permanecer tranquila, llena de reverencia ante la ceremonia, resultaba que estaba
esforzándose por vaciar el suelo del estadio. Pero no por su propia voluntad. Estaba
siendo presionada hacia atrás y hacia fuera, como si el gran peso se abriera camino,
empujando, a través del agua. Quienes no se podían alejar más allá, eran aplastados allí
mismo donde se encontraban. Y entonces apareció la nave. De contornos confusos,
reluciente en ángulos imposibles, vista antes por el luminoso fuego de luz que por su
forma sólida, como si su realidad se encontrara en otra dimensión completamente distinta
y ésta no fuera más que una proyección..., así apareció la nave.
La mano del presidente se extendió y agarró el hombro de Griswold mientras se
inclinaba cada vez más hacia atrás, tratando de determinar su enorme altura. Entonces,
un silencio aterrador se extendió por entre la multitud.
Transcurrió todo en un minuto. Incluso en la plataforma, donde estaban reunidos todos
los pioneros de Marte con los dignatarios de la Tierra, incluso allí se fue retirando la gente
ante aquel horror desconocido, que no se podía ver.
Pero un hombre se inclinó hacia delante, estudiando frenéticamente los brillantes
contornos de la nave. Un hombre..., Berkeley.
Con el entrenamiento propio del etnólogo, un hombre capaz de deducir toda una
civilización a partir de una vaga información, reconoció el tremendo significado.
Al final de aquel minuto, sin advertencia alguna, un grupo de figuras se balancearon en
el aire, cerca del suelo del estadio.
Rápidamente, los ojos de Berkeley captaron su forma, su color, la creciente solidez de
los humanoides. Existen ciertos movimientos, ciertos gestos que son comunes a todos los
seres que poseen inteligencia... la pausa, la resolución, la elevación del orgullo. —¡No! —
gritó y comenzó a avanzar hacia delante—. ¡Oh, no! Nosotros somos civilizados. ¡Somos
inteligentes!
Fue obligado a retroceder cuando, en su terror, trató de saltar de la plataforma para
acercarse a los humanoides.
Mantenido allí, incapaz de moverse, leyó el significado de las acciones del grupo que
se balanceaba cerca de la nave. Uno de ellos lanzó un brillante tentáculo a su alrededor,
como si señalara el estadio, la lastimosamente pequeña nave espacial, allí, exhibida, la
enorme cantidad de gente.
El jefe le ignoró manifiestamente. Dio un paso hacia delante, con su cabeza ovoide
levantada, en un gesto de orgullo y arrogancia. Dirigió un tentáculo hacia la parte sur del
estadio y de allí se elevó una columna de llamaradas; alimentada sin ningún combustible,
llama destinada a no cesar nunca, símbolo de la posesión.
Después, dirigió sus tentáculos hacia el norte, el sur, el este y el oeste. Hizo una serie
de movimientos con sus tentáculos, como si tratara de abarcar toda la Tierra.
A continuación, desplegó un rollo y comenzó a leer algo.
FIN

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