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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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martes, 7 de octubre de 2008

CRONICAS MARCIANAS -- FUERA DE TEMPORADA -- RAY BRADBURY

CRONICAS MARCIANAS -- FUERA DE TEMPORADA -- RAY BRADBURY

NOVIEMBRE DE 2005


Fuera de temporada


Sam Parkhill, armado de una escoba, barría hacia fuera la arena azul de Marte.

-Y bien -dijo-. Mira eso. -Y señaló con la mano-. Mira ese letrero: Salchichas calientes de Sam. Es hermoso, ¿no es cierto, Elma?

-Sí, Sam -dijo Elma.

-Dios, ¡qué cambio! ¡Si los muchachos de la cuarta expedición me vieran ahora! Es bueno tener un negocio mientras todos los demás andan todavía armas al hombro. Ganaremos millones, Elma, ¡millones!

Elma lo miró largamente, en silencio.

-¿Qué fue del capitán Wilder? -preguntó al fin-. El que mató a aquel hombre que quería acabar con todos los terrestres, ¿cómo se llamaba?

-Spender. Un chiflado, un extravagante... ¿El capitán Wilder? Me dijeron que partió para Júpiter. Sí, se lo quitaron de encima con un ascenso. Me parece que Marte lo dejó un poco trastornado también. Quisquilloso, ¿comprendes? Volverá de Júpiter y Plutón dentro de unos veinte años... Si tiene suerte. Eso es lo que ha conseguido abriendo la boca. Y mientras él se muere de frío, ¡mírame, mira este sitio!


Dos carreteras muertas desembocaban en aquella encrucijada, perdiéndose luego en la oscuridad de la noche. Allí había construido Sam Parkhill. una casa de chapas de aluminio de brillo enceguecedor, sacudidas ahora por la música del fonógrafo automático.

Sam Parkhill se inclinó y enderezó los vidrios rotos que bordeaban el sendero. Había sacado los vidrios de unos viejos edificios marcianos de las colinas.

-¡Las mejores salchichas de dos mundos! ¡El primer hombre en Marte con un quiosco de salchichas calientes! ¡Las mejores salchichas, los mejores pimientos y la mejor mostaza! No dirás que no soy un hombre emprendedor. Aquí las carreteras, allá la ciudad muerta y las minas. Los camiones de la colonia terrestre Ciento Uno pasarán por aquí las veinticuatro horas del día. ¿No he elegido bien el sitio?



Elma se miraba las uñas.

--Tú crees que esos diez mil nuevos cohetes llegarán a Marte? -dijo al fin.

-Dentro de un mes -afirmó Parkhill-. ¿Por qué pones esa cara?

-No confío en los terrestres. Creeré cuando vea llegar esos diez mil cohetes, con esos cien mil mexicanos y chinos a bordo.

-Clientes -dijo Parkhill con aire soñador---. Cien mil individuos hambrientos.

-Si antes no estalla una guerra atómica -dijo Elma lentamente, alzando los ojos al cielo-. Desconfío de las bombas atómicas. Hay tantas en la Tierra que no se sabe qué puede pasar.

-Ah -dijo Sam, y siguió barriendo.

Alcanzó a ver de reojo un resplandor azul. Algo flotaba gentilmente detrás de Sam.

-Sam -dijo la voz de Elma-, un amigo tuyo viene a verte.

Sam se volvió rápidamente y vio la máscara que parecía flotar en el viento.

-¡Otra vez aquí! -Sam blandió la escoba como un arma.

La máscara asintió. Era de cristal tallado, de color celeste, y se alzaba sobre un cuello delgado y unas ropas ondulantes y sueltas de fina seda amarilla. Dos manos de plata trenzada surgieron de las ropas. De la boca de la máscara salió una música suave, y las sedas, la máscara y las manos subieron y bajaron.

-Señor Parkhill, he venido a conversar otra vez con usted -dijo la voz detrás de la máscara.

-¡Ya le dije que no quiero verlo por aquí! -gritó Sam-. Váyase, o le contagiaré la Enfermedad.

-Ya tuve la Enfermedad -dijo la voz-. Fui uno de los pocos sobrevivientes. Estuve enfermo mucho tiempo.
-Váyase, escóndase en las colinas. Allá está su casa, allá ha vivido siempre. ¿Por qué viene a molestarme? Y así, de pronto. Dos veces en un día.

-No tenemos malas intenciones.


-Yo sí -dijo Sam, enojado-. No me gustan los desconocidos. No me gustan los marcianos. Nunca vi ninguno hasta hoy. Y no es natural. Se esconden durante años y de pronto se meten conmigo. Déjenme en paz.

-Es algo importante -dijo la máscara azul.

-Si se trata del terreno, es mío. He construido este quiosco con mis propias manos.

-En cierto sentido se trata del terreno.

-Mire -dijo Sam-. Soy de Nueva York. Una ciudad de diez millones de hombres. Ustedes, los marcíanos, son sólo un par de docenas. No tienen ciudades, andan vagando por las colinas, no tienen jefes, ni leyes, y ahora me vienen a hablar del terreno. Pues bien, los viejos deben dar paso a los jóvenes. Es la ley del más fuerte. Desde esta mañana, desde que usted se fue, llevo un arma conmigo, y cargada.

-Nosotros los marcianos somos telepáticos -dijo la fría máscara azul---. Estamos en contacto con un pueblo terrestre del otro lado del mar muerto. ¿Ha oído usted la radio?

-Se me ha estropeado el aparato.

-Entonces no sabe. Hay grandes noticias. De la Tierra...

Una mano de plata se movió ligeramente, y en ella apareció un tubo de bronce.

-Permítame que le enseñe esto.

-Un arma -gritó Sam Parkhill.

En un instante se llevó la mano a la cadera, sacó el arma, e hizo fuego contra la neblina, la ropa de seda y la máscara azul.

La máscara flotó todavía un momento. Luego, como la tienda de un circo pequeño que ha aflojado las estacas y se va doblando en pliegues sucesivos, las sedas susurraron, la máscara descendió, y las manos de plata tintinearon en el sendero de piedra. La máscara descansó sobre un pequeño montón de ropa y de huesos blancos y silenciosos.

Sam jadeaba.



Elma se inclinó sobre el marciano.

-Esto no es un arma -dijo agachándose y levantando el tubo de bronce~. El marciano te iba a mostrar un mensaje. Está todo escrito con letras serpentinas, todas azules. Yo no lo entiendo. ¿Y tú?

-No, esa escritura marciana con figuras nunca fue nada. Tíralo -replicó Sam mirando alrededor---. Es posible que haya otros. Hay que ocultar el cadáver. Trae una pala.



-¿Qué vas a hacer?

-Enterrarlo, por supuesto.

-No debías haberlo matado.

-Fue un error. ¡Pronto!

Elma le alcanzó la pala en silencio.

A las ocho, Sam, con rostro preocupado, barría otra vez el frente del quiosco. Elma estaba de pie en el umbral iluminado cruzada de brazos.

-Lamento lo que pasó -dijo Sam. Miró a Elma y en seguida volvió los ojos-. Fue sólo la fatalidad, ¿no es cierto?

-Sí -dijo ella.

_Me trastornó verle sacar el arma.

-¿Qué arma?

-Bueno, ¡yo creía que era un arma! Lo siento. Lo siento. ¿Cuántas veces tengo que decirlo?

Elma se llevó un dedo a los labios.

-Calla...

-No me importa -bufó Sam---. Me apoya la compañía Colonias Terrestres, Sociedad Anónima. Los marcianos no se atreverán a...

-Mira -dijo Elma.


Sam miró el fondo del mar muerto. La escoba se le cayó de las manos. La recogió, temblando, abrió la boca y un hilo de saliva le flotó en el aire.

-¡Elma, Elma, Elma! -dijo.

-Allá vienen -dijo Elma.

Sobre el fondo antiguo del mar, doce embarcaciones marcianas de velas azules flotaban como fantasmas azules, como columnas de humo azul.



-¡Barcos de arena! Pero ya no hay más, Elma, ya no hay más barcos de arena.

-Ésos parecen barcos de arena -dijo Elma.

-Las autoridades los confiscaron. Los desarmaron y los subastaron. En todo este maldito territorio no hay más que un barco de arena, el mío, y sólo yo sé manejarlo.

-No sólo tú -dijo Elma señalando el fondo del mar.



~Vamos, ¡salgamos de aquí!

-¿Por qué? -preguntó Elma lentamente, fascinada por las naves marcianas.

-¡Me van a matar! ¡Vamos al camión, rápido!

Elma no se movió.

Sam tuvo que arrastrarla al otro lado del quiosco, donde estaban las dos máquinas: el camión que había usado regularmente hasta hacía un mes y el viejo barco marciano para andar por la arena, que había comprado sonriendo en una subasta y que en las últimas tres semanas había utilizado para transportar mercancías sobre el vítreo fondo del mar. Miró el camión y recordó. El motor estaba en el suelo y desde hacía dos días intentaba repararlo.

~Me parece que ese camión no está en condiciones -dijo Elma.

-El barco de arena. ¡Sube!

-¿Y dejaré que me lleves en un barco de arena? Oh, no.

-Sube. Sé manejarlo.



Sam la empujó dentro del barco, saltó detrás de ella, y empuñando la caña del timón, soltó la vela azul al viento del anochecer.

Las estrellas brillaban, y los azules barcos marcianos se deslizaban por las arenas susurrantes. El barco de Sam no se movía. Recordó el ancla de arena y la arrancó de un tirón.

-¡Allá vamos!

El viento empujó la nave sobre el antiguo fondo del mar, sobre cristales enterrados hacía mucho tiempo, y las columnas, los muelles desiertos de mármol y bronce, las ciudades muertas ajedrezadas y blancas, y las laderas purpúreas desfilaron y se alejaron. Las siluetas de los barcos marcianos se empequeñecieron, y luego empezaron a seguir a Sam.

-¡Muy pronto sabrán de mil -gritó Sam-. Informaré a la Compañía Cohete. Me protegerán. No, no me dormiré, te lo aseguro.

-Si hubiesen querido -dijo Elma con cansancio- habrían podido detenerte. No se han molestado, nada más.



Sam se echó a reír.


-No digas tonterías. ¿Por qué iban a dejarme escapar? No, no fueron bastante rápidos, eso es todo.

-¿No? -dijo Elma señalando detrás de ellos con un movimiento de cabeza.


Sam no se volvió. Sintió que soplaba un viento frío. Temió darse cuenta. Sintió que en el banco detrás de él había algo, algo tan leve como el aliento de un hombre en una mañana fría, algo tan azul como un humo de leña en el crepúsculo, algo que parecía un antiguo encaje blanco, una nevada, la helada escarcha del invierno en los juncos quebradizos.



Una delgada lámina de cristal se rompió de pronto. Una risa. Después, silencio. Sam se volvió.


La figura estaba sentada, inmóvil, en el banco del timón. Era una joven de muñecas transparentes como cristales de hielo, y de ojos claros como las lunas, grandes, tranquilos y blancos. El viento sopló y el cuerpo de ella tembló como una imagen en el agua, y las sedas se extendieron alrededor como jirones de lluvia azul.


-Vuelva -dijo la joven.

-No. -Sam se estremeció, con el leve y delicado estremecimiento de una avispa suspendida en el aire, asustada, indecisa entre el miedo y el odio-. ¡Salga del barco!



-Este barco no es suyo -dijo la visión-. Es tan viejo como el mundo. Navegaba en los mares de arena hace diez mil años, cuando desaparecieron las aguas y los muelles quedaron desiertos; y vino usted y lo robó. Vuelva al cruce de la carretera, queremos hablar con usted. Ha ocurrido algo.


-¡Fuera del barco! -dijo Sam sacando el arma de la funda con un crujido de cuero. Sam apuntó con cuidado-. Salte antes de que cuente tres o...

-¡No dispare! -gritó la muchacha-. No le haré daño. Ni tampoco los otros. Venimos en paz.

-Uno -dijo Sam.

-¡Sam! -dijo Elma.

-Escúcheme -dijo la muchacha.

-Dos -dijo Sam firmemente, con el dedo en el gatillo.

-¡Sam! -gritó Elma.

-Tres -dijo Sam.

-Nosotros sólo... -dijo la muchacha.

Sam hizo fuego.

A la luz del sol se funde la nieve, los cristales se evaporan transformándose en nubes, en nada. A la luz del fuego los vapores danzan y se desvanecen. En el cráter del volcán, las cosas frágiles estallan y se volatilizan. La joven marciana, ante el disparo, ante el calor, ante el impacto, se dobló como una bufanda de seda y se fundió como una figurita de cristal. Lo que quedó de ella -hielo, nieve, humo- se lo llevó el viento. El banco del timón estaba vacío.

Sam guardó el arma, sin mirar a su mujer.

Susurrante, la nave continuó el viaje sobre las arenas del color de las lunas.

-Sam -dijo Elma al cabo de un rato-, para el barco.

-Oh, no, no -respondió Sam muy pálido-. No  me dejarás ahora, después de tanto tiempo.

Elma miró la mano que empuñaba el arma.

-Creo que serías capaz. Sí, creo que serías capaz.


Sam, empuñando el timón, sacudió la cabeza.
-Es una locura, Elma. Dentro de un minuto estaremos en la ciudad, ¡y a salvo!


-Sí -dijo Elma tendiéndose en el fondo del barco.

-Elma, óyeme.

-Nada tengo que oír.

-¡Elma!

Pasaban ante una blanca ciudad ajedrezada, y Sam, despechado, furioso, disparó seis veces contra las torres de cristal. La ciudad se deshizo en una lluvia de antiguos cristales y astillas de cuarzo, y cayó disolviéndose en escamas de jabón. Desapareció. Sam, riéndose, hizo fuego una vez más, y una última torre, una última figura de ajedrez, se incendió, ardió, y en cenizas azules subió a las estrellas.

-¡Les enseñaré! ¡Les enseñaré a todos!

-Sigue, Sam, sigue enseñándonos -dijo Elma tendida en la sombra.

-¡Ahí viene otra ciudad! -Sam volvió a cargar el arma-. Verás cómo la arreglo.

Los fantasmales barcos azules se alzaron detrás de ellos, acercándose. Aunque al principio Sam no los vio, oía un silbido continuo, un viento que chillaba como una hoja de acero en la arena. Era el ruido de las proas afiladas de los barcos de desplegados gallardetes rojos y azules. Se abrían camino en el fondo del mar. Y en los barcos de color azul claro había unas imágenes de color azul oscuro: hombres enmascarados, hombres con rostros de plata, hombres con ojos como estrellas azules, hombres con orejas talladas en oro, hombres con mejillas de estaño y labios adornados de rubíes, hombres de brazos cruzados, hombres que seguían a Sam, marcianos.

Uno, dos, tres, contó Sam. Los barcos marcianos se acercaban.


  Y no puedo con todos.

Elma no respondió ni se movió.

Sam disparó su arma ocho veces. Uno de los barcos se deshizo. La vela, el casco de esmeralda, la quilla de bronce, la caña del timón, blanca como la luna, y los hombres enmascarados y azules se hundieron en la arena con una llama anaranjada y humeante.



Pero otros barcos se acercaron.



-Son demasiados, Elma -gritó Sam-. Me van a matar..



Echó el ancla. Era inútil seguir. La vela aleteó, cayó y se plegó sobre sí misma, con un suspiro. El barco se detuvo. El viento se detuvo. El viaje se detuvo. Marte no se movió mientras las majestuosas naves marcianas giraban titubeando alrededor de Sam.



-Terrestre -llamó una voz desde un asiento alto, en alguna parte.



Una máscara plateada se animó. Unos labios de rubíes centellearon.



-¡No he hecho nada!



Sam observó las caras de alrededor. Un centenar de caras. No quedaban muchos marcianos en Marte, cien, ciento cincuenta, y casi todos estaban ahora allí, en el fondo seco del mar, en sus barcos resucitados, no muy lejos de sus ajedrezadas ciudades muertas. Una de ellas acababa de caer en pedazos, como una copa de cristal derribada por una piedra. Las máscaras plateadas destellaban.



-Fue todo un error -alegó Sam irguiéndose en el barco. Elma yacía encogida como una muerta en el fondo de la cala-. Vine a Marte como un honrado y emprendedor hombre de negocios. Con los materiales de un viejo cohete, hice en el cruce de las carreteras... ya conocen el sitio, el quiosco más hermoso que hayan visto jamás. Admitirán ustedes que es una construcción excelente. -Sam se rió y miró alrededor-. Y entonces llegó aquel marciano. Ya sé que era amigo de ustedes. Su muerte fue un accidente, puedo asegurarlo. Yo sólo quería tener un quiosco de salchichas. El único en todo el planeta. El primero y el más importante. ¿Entienden? Yo iba a servir allí las mejores salchichas calientes, con pimientos, cebollas y naranjada.



Las inmóviles máscaras de plata ardían a la luz de las lunas. Unos ojos amarillos brillaban sobre Sam. Sam sintió que el estómago se le encogía, se le retorcía, se le endurecía como una piedra. Dejó caer el arma en la arena.



-Me entrego.



-Recoja el arma, terrestre -dijeron los marcianos a coro.



~¿Qué?



Una mano enjoyada se movió en la proa de un brazo azul.



-El arma. Recójala. Guárdela.



Sam, asombrado, la recogió.



-Ahora -dijo la voz- haga girar el barco y regrese al quiosco.



-¿Ahora?



-Ahora -repitió la voz-. No le haremos daño. Usted huyó antes de que pudiéramos explicárselo. Venga.







Los grandes barcos giraron como vilanos de luna. Las velas aletearon en el viento con un ruido de aplausos leves, y las máscaras se movieron y brillaron, encendiendo las sombras.



-¡Elma! -Sam avanzó, tambaleándose por el barco-. Levántate -tartamudeó-. Regresamos, Elma. No me van a hacer daño, no me van a matar. Levántate, querida, levántate.



-¿Qué? ¿Qué pasa?



El viento arrastraba otra vez la nave. Elma parpadeó y lentamente, como en un sueño, se incorporó y se dejó caer en un banco, como un saco de piedras.



La arena se deslió bajo la quilla de bronce. Media hora después los barcos se detenían en la encrucijada, y todos bajaron a la orilla.



El jefe de los marcianos miró a Sam y a Elma con una máscara de bronce pulido y ojos que eran sólo agujeros de un insondable y oscuro azul, y del agujero de la boca le salieron unas palabras que flotaron en el viento.



-Prepare el quiosco -dijo la voz. Una mano enguantada en diamantes se agitó en el aire-. Prepare la comida, prepare los vinos raros, porque esta noche es la gran noche.



-¿Quieren decir -le preguntó Sam- que puedo quedarme?



-Sí.



-¿No me odian, entonces?



La máscara era rígida, y tallada y fría y ciega.



-Prepare esa casa de comidas -dijo la voz-. Y tome esto.



-¿Qué es?



Sam contempló parpadeando el rollo de papel de plata que le ofrecía el marciano, y donde bailaban unos jeroglíficos con figuras de serpiente.



-El acta de concesión del territorio entre las montañas de plata y las colinas azules, entre el mar muerto y los valles lejanos de ópalo y de esmeralda -dijo el jefe.



-¿Es mío? -preguntó Sam, incrédulo.



-Suyo.



-¿Cien mil kilómetros cuadrados de territorio?



-Suyo.



-¿Has oído, Elma?



Elma, sentada en el suelo, con los ojos cerrados, apoyaba la cabeza en el quiosco de aluminio.



-Pero ¿por qué?.... ¿por qué me dan todo esto? -preguntó Sam tratando de ver en las hendiduras metálicas de los ojos.



-Eso no es todo. Tome.



Aparecieron otros seis rollos de papel. Se leyeron los nombres; se designaron los territorios.



-Pero ¡es la mitad de Marte! ¡Soy dueño de la mitad de Marte! -Sam apretaba los rollos en sus puños. Riendo como un loco agitó los papeles delante de Elma-. Elma, ¿has oído?



-He oído -dijo Elma observando el cielo.



-Gracias, oh, gracias -le dijo Sam. a la máscara de bronce.



-Esta noche es la noche -dijo la máscara-. Tiene que estar preparado.



-Me prepararé. ¿Qué es ... ? ¿Una sorpresa? ¿Vienen los cohetes de la Tierra antes de lo que pensábamos? ¿Un mes antes? ¿Los diez mil cohetes con los colonos, los mineros, los obreros y sus mujeres? ¿Los cien mil hombres? ¿No te parece magnífico, Elma? ¿Ves?, ya te lo había dicho, ya te lo había dicho. Ese pueblo no va a tener siempre mil habitantes. Vendrán cincuenta mil, y al mes siguiente cien mil, y a fin de año cinco millones. ¡Y yo dueño del único quiosco de salchichas calientes en una concurrida carretera que lleva a las minas!



La máscara flotó en el viento.



~Nos vamos. Prepárese. El territorio es suyo.



A la luz de las lunas, en el viento, como pétalos metálicos de alguna flor antigua, como plumas azules, como inmensas y silenciosas mariposas de cobalto, las viejas naves giraron y se deslizaron sobre las arenas, y las máscaras brillaron y resplandecieron hasta que el último reflejo, el último color azul, se perdió entre las colinas.



-Elma, ¿por qué lo habrán hecho? ¿Por qué no me mataron? ¿No saben nada? ¿Qué les pasa? ¿Tú lo entiendes, Elma? -le preguntaba Sam sacudiéndole un hombro-. ¡Soy dueño de medio Marte!



-Elma miraba el cielo nocturno, esperando.



-Ven -le dijo Sam---. Hay que arreglar la casa, cocinar todas las salchichas, calentar el pan, freír los pimientos, pelar y cortar las cebollas, preparar las salsas, poner las servilletas, barrer y limpiar. ¡Ja! -Dio unos pasos de baile, entrechocando los talones-. Oh, muchacho, qué feliz me siento, sí, señor, qué feliz me siento -cantó con voz desafinada-. ¡Es mi día de suerte!



Corriendo de un lado a otro, coció las salchichas, cortó el pan, peló las cebollas.



-Piénsalo, el marciano habló de una sorpresa. Eso sólo puede significar una cosa, Elma: cien mil personas llegan antes de lo esperado, esta misma noche, ¡entre todas las noches! ¡Nos van a inundar! Trabajaremos horas y horas durante días y días. Y todos esos turistas alrededor, mirando cosas. ¡Elma! ¡Piensa en el dinero!



Salió de la casa y examinó el cielo. No vio nada.



-Dentro de un minuto quizá -dijo aspirando con satisfacción el aire frío, levantando los brazos, golpeándose el pecho-. ¡Ah!



Elma no hablaba. Pelaba tranquilamente unas patatas, con los ojos fijos en el cielo nocturno.



-Sam -dijo media hora después-. Allá está, mira.



Sam miró y vio.



La Tierra.



Se elevaba sobre las colinas, llena y verde, como una piedra finamente tallada.



-La buena y vieja Tierra -suspiró Parkhill cariñosamente-. La vieja y maravillosa Tierra. Mándame tus hambrientos desfallecidos. Algo.... algo, ¿cómo dice el poema? Mándame tus hambrientos, vieja Tierra. Aquí está San Parkhill con las salchichas preparadas, los pimientos en la sartén y todo limpio como un espejo. Vamos, Tierra, ¡mándame tus cohetes!



Salió y contempló su quiosco. Allí estaba, perfecto como un huevo recién puesto en el antiguo fondo del mar, el único núcleo de luz y calor en cien kilómetros cuadrados de tierra desolada, como un corazón solitario en un enorme cuerpo sombrío. Sam se sintió triste de orgullo, mirando el quiosco con ojos húmedos.



-Uno se siente humilde -dijo entre el olor de las salchichas, los panes calientes y la mantequilla-. ¡Vengan! -dijo, invitando a las estrellas del cielo-. ¿Quién será el primer cliente?



-Sam -dijo Elma.



La Tierra cambió en el cielo negro.



Una parte pareció volar en innumerables pedazos, como un gigantesco rompecabezas. Luego ardió durante un minuto con un resplandor siniestro, tres veces mayor que el normal, y se fue apagando.



-¿Qué ha sido eso? -preguntó Sam mirando el fuego verde en el cielo.



-La Tierra ~dijo Elma juntando las manos.



-No puede ser la Tierra. No es la Tierra. No, no es la Tierra. No puede ser.



-¿Quieres decir que no podía ser la Tierra? -dijo Elma mirándolo-. No, ya no es la Tierra. ¿Es eso lo que quieres decir?



-No es la Tierra, no; no podía ser -gimió Sam.



Y se quedó allí inmóvil, con los brazos colgantes, la boca abierta, la mirada apagada.



-Sam -llamó Elma. Por primera vez, después de muchos días, le brillaban los ojos-. ¿Sam?



Sam contemplaba el cielo.



-Bueno -dijo Elma. Miró alrededor unos instantes, en silencio, y luego, de pronto, se echó una servilleta al brazo-. Enciende las luces, ¡que suene la música, que se abran las puertas! Dentro de un millón de años vendrá otra hornada de clientes. Hay que estar preparado, sí, señor.



Sam no se movió.



-Qué lugar magnífico para un quiosco de salchichas -dijo Elma mientras sacaba un mondadientes y se lo ponía en la boca-. Te voy a contar un secreto, Sam -murmuró inclinándose hacia él-. Me parece que estamos fuera de temporada.


 
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NOVIEMBRE DE 2005






Cuando aquella noche el dueño de la tienda de equipajes escuchó la noticia, transmitida directamente desde la Tierra en una onda de luz- sonido, le pareció algo muy remoto.

Una guerra iba a estallar en la Tierra.

El dueño de la tienda de equipajes se asomó a la puerta y miró el cielo.

Sí, allá estaba la Tierra, en el cielo nocturno, descendiendo como el sol detrás de las colinas. Las palabras de la radio y aquella estrella verde eran lo mismo.

-No lo creo -dijo el dueño de la tienda.

-Porque usted no está allá -dijo el padre Peregrine, que se había detenido para entretener la velada.

-¿Qué quiere decir, padre?

-En mi infancia era lo mismo -explicó el padre Peregrine-. Nos decían que había estallado una guerra en China y no lo creíamos. China estaba demasiado lejos. Y moría demasiada gente. Imposible. No lo creíamos ni al ver las películas. Bueno, así es ahora. La Tierra es China. Está tan lejos que parece irreal. No está aquí. No se puede tocar. No se puede ver. Es sólo una luz verde. ¿En esa luz viven dos billones de personas? ¡Increíble! ¿Una guerra! No oímos las explosiones.


-Ya las oiremos -dijo el dueño de la tienda---. No puedo olvidarme de todos los que iban a venir a Marte en esta semana. ¿Cuántos eran? Unos cien mil en un mes, más o menos. ¿Qué hará esa gente si estalla la guerra?

-Supongo que volverán. Los necesitarán en la Tierra.


-Bueno -dijo el dueño-. Será mejor que sacuda el polvo de las maletas. Sospecho que en cualquier momento habrá aquí un tropel de clientes.

-¿Cree usted que si es ésta la Gran Guerra de la que tanto se ha hablado las gentes de Marte volverán a la Tierra?

-Es curioso, padre; pero sí, creo que volverán, todos. Ya sé que hemos venido huyendo de muchas cosas: la política, la bomba atómica, la guerra, los grupos de presión, los prejuicios, las leyes; ya lo sé. Pero nuestro hogar está aún allá abajo. Espere y verá. Cuando la primera bomba atómica caiga en los Estados Unidos, la gente de aquí arriba comenzará a pensar. No han vivido aquí bastante tiempo. No más de un par de años. Si hubieran pasado aquí cuarenta años, todo sería distinto; pero allá abajo están sus parientes, y los pueblos donde nacieron. Yo ya no puedo creer en la Tierra; apenas puedo imaginármela. Pero yo soy viejo. No cuento. Podría quedarme aquí.

-Lo dudo.

-Sí, tiene usted razón.

De pie, en el porche, contemplaron las estrellas. Al fin el padre Peregrine sacó algún dinero del bolsillo y se lo dio al propietario.

-Ahora que lo pienso, mejor que me dé una maleta nueva. La que tengo está muy estropeada...

CRONICAS MARCIANAS -- USHER II -- RAY BRADBURY

CRONICAS MARCIANAS -- USHER II -- RAY BRADBURY

ABRIL DE 2005

 
Usher II



-«Durante todo un día de otoño, triste, oscuro y silencioso, cuando las nubes colgaban opresivas y bajas en los cielos, yo había estado cruzando, montado a caballo, una región singularmente lóbrega, y de pronto, cuando ya se cerraban las sombras de la noche, me encontré delante de la melancólica Casa Usher .. »

 

E1 señor Willíam Stendahl dejó de recitar. Allí, sobre una colina baja y negra, estaba la Casa, y la piedra angular tenía una inscripción: 2005 A.D.

 

-Ya está terminada -dijo el señor Bigelow, el arquitecto-. Aquí tiene la llave, señor Stendahl.

 

Las dos figuras se alzaban inmóviles en la tranquila tarde otoñal. Los planos azules crujían sobre la hierba de color de cuervo.

 

-La Casa Usher -dijo el señor Stendahl con satisfacción-. Proyectada, construida, comprada, pagada. ¿El señor Poe no estaría encantado?

 

El señor Bigelow entornó los ojos.

 

-¿Era esto lo que quería, señor?

 

-¡Sí!

 

-¿El color está bien? ¿Es desolado y terrible?

 

-¡Muy desolado, muy terrible!

 

-¿Las paredes son... lívidas?

 

-¡Asombrosamente lívidas!

 

-¿La laguna es bastante negra y siniestra? 

 

-Increíblemente negra y siniestra.

 

-Y los juncos, no sé si sabe usted, señor Stendahl, que los hemos teñido, ¿tienen ahora el color gris y ébano apropiado?

 

-¡Son horribles!

 

El señor Bigelow consultó sus planos arquitectónicos.

 

-La Casa, la laguna, el suelo, señor Stendahl, <
 

-Señor Bigelow, vale lo que cuesta, hasta el último centavo. Dios mío, ¡qué hermosa es!

 

-Gracias. He tenido que trabajar a ciegas. Por fortuna, tenía usted sus propios cohetes, o no hubiésemos podido traer la mayor parte del equipo. Ya habrá observado usted el permanente crepúsculo, el invariable mes de octubre, la tierra desnuda, estéril, muerta. Hemos trabajado mucho. Matamos todo. Diez mil toneladas de DDT No ha quedado una rana, una víbora, ni siquiera una mosca marciana. Crepúsculo permanente, señor Stendahl, estoy orgulloso. Unas máquinas ocultas oscurecen el sol. Todo es siempre adecuadamente «siniestro».

 

Stendah1 respiró la tristeza, la opresión, los vapores pestilentes, toda la «atmósfera» tan delicadamente concebida y adaptada. ¡Y la Casa! ¡Ese horror tambaleante, la laguna maléfica, los hongos, la extendida putrefacción! ¿Quién podía adivinar si era o no de material plástico?

 

Stendahl miró el cielo de otoño. En algún sitio, allá arriba, más allá, muy lejos, estaba el sol. En algún sitio era abril en Marte, un mes amarillo de cielo azul. En algún sitio, allá arriba, descendían las naves con una estela de llamas, dispuestas a civilizar un planeta maravillosamente muerto. Pero el fragor de los cohetes no llegaba a este mundo sombrío y silencioso, a este antiguo mundo otoñal y a prueba de ruidos.

 

-Ahora que mi tarea ha terminado -dijo el señor Bigelow, intranquilo-, ¿puedo preguntarle qué va a hacer usted con todo esto?

 

-¿Con Usher? ¿No lo ha adivinado?

 

-No.

 

-¿El nombre de Usher no significa nada para usted?

 

-Nada.

 

-Bueno, ¿y este nombre: Edgar Allan Poe?

 

El señor Bigelow meneó la cabeza.

 

-Por supuesto -gruñó delicadamente el señor Stendahl, con desaliento y desprecio a la vez-. ¿Cómo pude pensar que conoce al bendito señor Poe? Murió hace mucho tiempo, antes que Lincoln. Quemaron todos sus libros en la Gran Hoguera. Hace ya treinta años...

 

---Ali -dijo juiciosamente el señor Bigelow-. ¡Uno de aquéllos!

 

-Sí, Bigelow, uno de aquéllos. Allí ardieron Poe y Lovecraft y Hawthorne y Ambrose Bierce, y todos los cuentos de miedo, de fantasía y de horror, y con ellos los cuentos del futuro. Implacablemente. Se dictó una ley. Oh, no era casi nada al principio. Mil novecientos cincuenta y mil novecientos sesenta. Primero censuraron las revistas de historietas, las novelas policiales, y por supuesto, las películas, siempre en nombre de algo distinto: las pasiones políticas, los prejuicios religiosos, los intereses profesionales. Siempre había una minoría que tenía miedo de algo, y una gran mayoría que tenía miedo de la oscuridad, miedo del futuro, miedo del presente, miedo de ellos mismos y de las sombras de ellos mismos.

 

-Ya.

 

-Tenían miedo de la palabra «política», que entre los elementos más reaccionarios acabó por ser sinónimo de comunismo, de modo que pronunciar esa palabra podía costarle a uno la vida. Y apretando un tornillo aquí y una tuerca allá, presionando, sacudiendo, tironeando, el arte y la literatura fueron muy pronto como una gran pasta de caramelo, retorcida y aplastada, sin consistencia y sin sabor. Poco después las cámaras cinematográficas se detuvieron, los teatros quedaron a oscuras, y de las imprentas que antes inundaban el mundo con un Niágara de material de lectura, brotó una materia inofensiva e insípida, como de un cuentagotas. ¡Oh, hasta el «entretenimiento» era extremista, se lo aseguro!

 

-¿De veras?

 

-Así es. El hombre, decían, ha de afrontar la realidad. ¡Ha de afrontar el Aquí y el Ahora! Todo lo demás tiene que desaparecer. ¡Las hermosas mentiras literarias, las ilusiones de la fantasía, han de ser derribadas en pleno vuelo! Y las alinearon contra la pared de una biblioteca un domingo por la mañana, hace treinta años. Alinearon a Santa Claus, y al jinete sin Cabeza, y a Blanca Nieves y Pulgarcito, y a Mi Madre la Oca.... Oh, ¡qué lamentos!, y quemaron los castillos de papel y los sapos encantados y a los viejos reyes, y a todos los que «fueron eternamente felices», pues estaba demostrado que nadie fue eternamente feliz, y el «había una vez» se convirtió en «no hay más». Y las cenizas del fantasma Rickshaw se confundieron con los escombros del país de Oz, e hicieron unos paquetes con los huesos de Ozma y Glinda la Buena, y destrozaron a Polícromo en un espectroscopío y sirvieron a Jack Cabeza de Calabaza con un poco de merengue en el baile de los biólogos. La Bella Durmiente despertó con el beso de un hombre de ciencia y expiró con el fatal pinchazo desu jeringa. Hicieron que Alicia bebiera algo de una botella que la devolvió a un tamaño donde no podía seguir gritando «más curioso y más curioso» y rompieron el Espejo de un martillazo y acabaron con el Rey Rojo y la Ostra.

 

El señor Stendahl apretó los puños, jadeante, el rostro enrojecido. ¡Oh Dios, no había pasado tanto tiempo!

 

En cuanto al señor Bigelow, la larga explosión del señor Stendahl lo había dejado estupefacto. Al fin parpadeó y dijo:

 

-Lo siento. No sé de qué me habla usted. Sólo nombres para mí. He oído decir que la Gran Hoguera fue una cosa buena.

 

-¡Fuera! -gritó Stendahl-. ¡Su trabajo ha terminado, y ahora déjeme solo, idiota!

 

El señor Bigelow llamó a los carpinteros y se alejó.

 

El señor Stendahl se quedó solo ante la Casa.

 

-Oídme todos -les dijo a los invisibles cohetes-. Vine a Marte para alejarme de vosotros, gente de Mente Limpia, pero llegáis en enjambres cada vez más espesos, como moscas a la carroña. Pues bien, ha llegado mi hora. Os daré una buena lección por lo que le hicisteis al señor Poe en la Tierra. ¡Desde hoy, cuidado! ¡La Casa Usher está abierta!

 

Y alzó al cielo un puño amenazante.

 

 

 

El hombre salió del cohete con aire despreocupado. Le echó una mirada a la Casa, y una expresión de irritación y disgusto le ensombreció los ojos grises. Cruzó el foso y se acercó al hombrecito que esperaba allí.

 

-¿Usted es Stendahl?

 

-Yo soy Garrett, inspector de Climas Morales.

 

-¿De modo que al fin llegaron a Marte, ustedes los de¡ Clima Moral? Me estaba preguntando cuándo aparecerían.

 

-Llegamos la semana pasada. Muy pronto todo será aquí limpio y ordenado como en la Tierra -dijo Garrett, y sacudió irritado una tarjeta de identidad, señalando la Casa-. ¿Por qué no me dice que es esto, Stendahl?

 

-Un castillo encantado, si le parece.

 

-No me gusta, Stendahl, no me gusta. El sonido de esa palabra encantado

 

-No es nada complicado. En el año de gracia dos mil cinco, he construido un santuario mecánico: murciélagos de cobre que vuelvan en rayos electrónicos, ratas de bronce que corretean por sótanos de material plástico, esqueletos robots que bailan, vampiros robots, arlequines, lobos, fantasmas blancos, productos todos de la química y el ingenio del hombre.

 

-Lo que me temía -dijo Garrett sonriendo pacíficamente-. Tendremos que echar abajo la casa, señor Stendahl.

 

-Sabía que vendrían ustedes, tan pronto como se enteraran.

 

-Hubiera venido antes, pero en Climas Morales queríamos estar seguros de las intenciones de usted. Los desmanteladores y la brigada de incendios, podemos tenerlos aquí a la hora de la cena. Y a medianoche no quedará de su Casa ni los cimientos. Señor

Stendahl, me parece usted un poco bobo. Gastar en una tontería dinero ganado con trabajo. Por lo menos le ha costado a usted tres millones de dólares...

 

-Cuatro millones. Pero en mi juventud, señor Garrett, heredé veinticinco millones. Me puedo permitir este gasto. Es una lástima, sin embargo, haber terminado la Casa no hace más de una hora y que ya se precipiten sobre ella usted y sus desmanteladores ¿No podría dejarme disfrutar de mi juguete durante digamos, veinticuatro horas?

 

-Ya conoce usted la ley. Es muy estricta. Nada de libros, nada de Casas, nada que pueda sugerir de alguna manera fantasmas, vampiros, hadas y otras criaturas de la imaginación.

 

- ¡Pronto quemarán a los Babbitt! 

 

-Usted nos dio mucho que hacer, señor Stendahl. Consta en nuestros registros. Hace veinte años. En la Tierra. Usted y su biblioteca.

 

-Sí, yo y mi biblioteca. Y unos pocos más como yo. Oh, ya nadie se acordaba de Poe, de Oz y de los otros. Pero yo tenía mi pequeño refugio. Unos pocos ciudadanos conservamos nuestras bibliotecas hasta que llegaron ustedes, con antorchas e incineradores, y destrozaron y quemaron mis cincuenta mil libros. Un día atravesaron también con un palo el corazón del día de Todos los Muertos, y les dijeron a los productores de cine que si querían hacer algo se limitasen a repetir y a repetir, una y otra vez, a Ernest Hemingway. ¡Dios santo, cuántas veces he visto Por quién doblan las campanas! Treinta versiones diferentes. Todas realistas. ¡Oh, el realismo! ¡Oh el aquí, oh el ahora, oh el infierno!

 

-Es inútil amargarse.

 

-Señor Garrett, usted tiene que presentar un informe completo, ¿no es asi

 

-Sí.

 

-Aunque sólo sea por curiosidad, entre y mire un rato. No tardaremos más de un minuto.

 

-Muy bien. Guíeme. Y nada de trampas. Estoy armado.

 

La puerta de la Casa Usher se abrió rechinando, y dejó escapar un viento de humedad, y se oyeron unos gemidos y unos suspiros muy hondos, como si grandes fuelles subterráneos respiraran en lejanas catacumbas.

 

Una rata corrió por el suelo de piedra. Garrett, gritando, le dio un puntapié. La rata rodó, y de su piel de nailon brotó una increíble horda de moscas metálicas.

 

-¡Asombroso! -Garrett se inclinó y miró.

 

Una vieja bruja estaba sentada en un nicho y barajaba con temblorosas manos de cera un mazo anaranjado y azul de naipes de Tarot. Sacudió la cabeza, y le siseó a Garrett a través de la boca desdentada, golpeando los naipes grasientos con las puntas de los dedos.

 

-¡La muerte! -gritó.

 

-A esto, precisamente, me refería -dijo Garrett-. ¡Deplorable!

 

-Permitiré que usted mismo la queme. 

 

-¿De veras? -dijo Garrett satisfecho. En seguida frunció el entrecejo-. He de reconocer que se lo toma usted muy bien.

 

-Me basta haber podido crear este sitio. Poder decir que lo hice. Decir que he creado un ambiente medieval en un mundo moderno e incrédulo.

 

-Yo mismo no puedo dejar de admirar el genio inventivo de usted, señor.

 

Garrett miró una niebla que pasaba, susurrando y susurrando, y que parecía una hermosa y vaporosa mujer. En el fondo de un pasillo húmedo giraron unas ruedas, y como hilos de caramelo lanzados por una máquina centrífuga, las neblinas flotaron murmurando en los aposentos silenciosos.

 

Un gorila brotó de la nada.

 

-¡Cuidado! -gritó Garrett.

 

Stendahl golpeó levemente el pecho negro de¡ gorila.

 

-No tema. Un robot. Cobre y otros materiales, como la bruja. ¿Ve? -Tocó la piel descubriendo unos tubos de metal.

 

_Sí. -Garrett alargó tímidamente una mano-. Pero ¿por qué? ¿Por qué todo esto, señor Stendahl? ¿Qué lo obsesiona?

 

-La burocracia, señor Garrett. Ahora no puedo explicárselo. Pero el gobierno lo sabrá muy pronto. -Y Stendahl hizo una seña al gorila---. Bien. Ahora.

 

El gorila mató al señor Garrett.

 

 

-¿Estamos listos, Pikes?

 

Pikes, inclinado sobre la mesa, alzó los ojos.

 

-Sí, señor.

 

-Ha hecho usted un espléndido trabajo.

 

-Bueno, para eso me pagan, señor -dijo Pikes suavemente mientras levantaba el párpado de plástico del robot y ajustaba con precisión el ojo de vidrio a los músculos de goma-Ya está.

 

-La vera efigie del señor Garrett.

 

Pikes señaló la mesa rodante donde yacía el cadáver del verdadero señor Garrett.

 

-¿Qué hacemos con él, señor?

 

-Quémelo, Pikes. No necesitamos dos Garrett, ¿no es cierto?

 

Pikes arrastró la mesa hasta el incinerador de ladrillo.

 

-Adiós -dijo, metió dentro al señor Garrett y cerró la puerta.

 

-Adiós.

 

Stendah1 miró al robot.

 

-¿Recuerda las instrucciones, Garrett?

 

-Sí, señor. -El robot se sentó en la mesa muy tieso-. Vuelvo a Climas Morales. Redactaré un informe complementario. Demoren intervención cuarenta y ocho horas. Continúo investigando.

 

-Bien, Garrett. Adiós.

 

El robot corrió hacia el cohete de Garrett, entró, y se fue volando.

 

Stendahl se volvió.

 

-Bueno, Pikes, ahora enviaremos las últimas invitaciones para esta noche. Creo que nos divertiremos, ¿no es cierto?

 

-Teniendo en cuenta que hemos esperado veinte años, ¡será toda una fiesta! -Se guiñaron los ojos.

 

 

 

Las siete. Stendahl miró su reloj. Era casi la hora. Hizo girar la copa de jerez en la mano, y luego se sentó, tranquilamente. Sobre él, entre las vigas de roble, los murciélagos, de delicados huesos de cobre ocultos bajo la carne de caucho, chillaban y lo miraban parpadeando. Stendahl levantó la copa hacia ellos.

 

-Por nuestro éxito -dijo.

 

Y reclinándose en el sofá cerró los ojos y consideró otra vez el asunto. Con qué placer recordaría esta noche cuando fuera viejo. El gobierno antiséptico pagaba al fin sus conflagraciones y sus terrores literarios. Oh, cómo habían crecido en él la furia y el odio a lo largo de los años. Oh, cómo el plan había cobrado forma lentamente en su mente aletargada, hasta el día en que había conocido a Pikes, tres años atrás.

 

Ah, sí, Pikes. Pikes, corroído por una amargura profunda, como un oscuro pozo de ácido verde. ¿Quién era Pikes? El más grande de todos. Pikes, el hombre de diez mil caras, una furia, una humareda, una niebla azul, una lluvia blanca, un murciélago, una gárgola, un monstruo, ¡eso era Pikes! ¿Superior a Lon Chaney, padre? Stendahl, que había visto a Lon Chaney noche tras noche, en películas viejas, muy viejas, meditó unos instantes. Sí, superior a Chaney. ¿Superior a aquella otra vieja momia? ¿Cómo se llamaba? ¿Karloff? Muy superior. ¿Lugosi? La comparación era odiosa. No, no había más que un Pikes. Y le habían prohibido todas sus fantasías. No había lugar para él en la Tierra, ni gente que pudiera admirarlo. ¡Ni siquiera podía representar ante un espejo, ante sí mismo!

 

¡Pobre, imposible y derrotado Pikes! ¡Qué habrás sentido, Pikes, aquella noche en que arrancaron tus películas de las cámaras, como si les sacaran las entrañas, tus propias entrañas, para arrojarlas luego en rollos y pilas a las llamas de un horno! ¿Habrás sufrido tanto como yo cuando destruyeron mis cincuenta mil libros sin una disculpa? Sí, sí. Stendahl sintió que una furia insensata le helaba las manos. Cómo no iba a ser natural que en incontables medias noches conversaran consumiendo interminables cafeteras, y que de esas conversaciones y de ese fermento amargo saliera... la Casa Usher.

 

Se oyeron las campanadas de una gran iglesia. Llegaban los invitados.

 

Stendahl, sonriendo, fue a recibirlos.

 

 

 

Adultos sin memoria, los robots esperaban. Vestidos de seda verde como los charcos de los bosques, envueltos en sedas del color de las ranas y los helechos, ellos esperaban. Envueltos en pieles amarillas, como el sol y la arena, los robots esperaban. Aceitados, con huesos de tubos de bronce sumergidos en gelatina. En cajas de madera, en ataúdes fabricados para los que no estaban vivos ni muertos, los metrónomos esperaban que los pusieran en marcha. Un olor de lubricación y bronces torneados. Un silencio de cementerio. Sexuados, pero sin sexo, los robots. Nominados, pero sin nombre, con todas las características humanas menos la humanidad, en una muerte que ni siquiera era muerte, ya que nunca había sido vida, los robots miraban fijamente las tapas ccerradas de sus cajas, esas cajas en las que alguien había grabado las letras EO.B. Y de pronto rechinaron los clavos. De pronto se levantaron las tapas, hubo sombras en las cajas, y una mano apretó una lata de aceite. Se oyó el leve tictac de un reloj, luego otro y otro, hasta que el sótano se convirtió en una inmensa y ronroneante relojería. Los párpados de goma se abrieron y descubrieron los ojos de mármol; las narices palpitaron; los robots se levantaron vestidos con una velluda piel de mono, o una piel blanca de conejo; Tweedledum detrás de Tweediedee, la Tortuga y el Ratón, cadáveres de ahogados en un mar de sal y algas, ahorcados de rostros violáceos y ojos desorbitados y viscosos, seres de hielo y de ardientes oropeles, enanos de arcilla y gnomos de pimienta, Tik-Tok, Ruggedo, Santa Claus precedido por un torbellino de nieve, Barba Azul con patillas de acetileno, y nubes sulfurosas con lenguas de fuego verde, y por último un dragón gigantesco y escamoso que llevaba un horno en el vientre cruzó la puerta con un grito, un rugido, un silencio, un torrente, una ráfaga. Diez mí¡ tapas cayeron. La relojería invadió Usher. La noche estaba encantada.

 

 

 

Una cálida brisa pasó sobre el paisaje. Los invitados llegaron en cohetes que abrasaban el cielo y transformaban el otoño en primavera.

 

Los hombres vestidos de etiqueta salieron de los cohetes, y detrás de ellos salieron las mujeres con peinados muy altos y complicados.

 

-¡Así que esto es Usher!

 

-¿Pero dónde está la puerta?

 

En ese momento apareció Stendahl. Las mujeres reían y parloteaban. El señor Stendahl levantó una mano imponiendo silencio. Se volvió, miró una alta ventana de castillo y llamó:

 

~Rapunzel, Rapunzel, suéltale el pelo.

 

Y allá arriba, una hermosa doncella se inclinó sobre el viento de la noche, y se soltó el cabello dorado. Y el cabello flotó y se retorció y fue una escalera, y los invitados subieron riendo, y entraron en la Casa.

 

¡Muy eminentes sociólogos! ¡Inteligentes psicólogos! ¡Tremendamente importantes políticos, bacteriáóogos y neurólogos! Allí estaban, entre paredes húmedas.

 

-¡Bienvenidos!

 

El señor TVron, el señor Owen, el señor Dunne, el señor Lang, el señor Steffen, el señor Fletcher, y dos docenas más.

 

-Pasen, pasen.

 

La señorita Gibbs, la señorita Pope, la señorita Churchill, la señorita Blunt, la señorita Drummond y una veintena de otras resplandecientes mujeres.

 

Personas eminentes, sí, eminentes todas ellas, miembros de la Sociedad de Represión de la Fantasía, enemigos de la fiesta de Todos los Muertos y de¡ día de Guy Fawkes, cazadores de murciélagos, incendiarios de libros, portadores de antorchas; ciudadanos pacíficos y limpios, ciudadanos que habían, todos ellos, esperado a que los hombres toscos llegaran a Marte, enterraran a los marcianos, limpiaran las ciudades, construyeran pueblos, repararan las carreteras y suprimieran todos los peligros. Después, cuando ya todo estaba tranquilo, vinieron ellos, los aguafiestas, gentes con ojos de color de yodo y sangre de mercuriocromo a imponer sus Climas Morales, a repartir bondad. ¡Y ésos eran los amigos de Stendahl! Sí, con cuidado, con mucho cuidado, los había buscado, uno por uno, y en el último año pasado en la Tierra se había hecho amigo de todos ellos.

 

-¡Bienvenidos a las antesalas de la Muerte! -les gritó.

 

-Hola, Stendahl, ¿qué es esto?

 

-Ya lo verán, Que se desvista todo el mundo. Entren en estos cuartos y cámbiense de ropa. Los hombres aquí, las mujeres allá.

 

Los invitados, un poco intranquilos, no se movieron.

 

-No sé si debemos quedarnos -dijo la señorita Pope-. No me gusta el aspecto de todo esto. Es casi... una blasfemia.

 

-¡Qué tontería! Es un baile de disfraz.

 

-Parece algo ¡legal -gruñó el señor Steffens.

 

Stendahl se echó a reír.

 

-Vamos, vamos, diviértanse. Mañana todo esto será una ruina. Entren en los cuartos.

 

La Casa resplandeció, de vida y color. Los arlequines corrían con gorros de cascabeles; los ratones blancos bailaban unas cuadrillas al compás de una música que unos enanos tocaban con arcos diminutos en violines diminutos; en las vigas chamuscadas ondeaban los banderines, nubes de murciélagos volaban entre unas gárgolas, y de las bocas de las gárgolas salía un vino fresco, puro y espumante. Un arroyo serpenteaba por las siete salas del baile de máscaras. Los invitados lo probaban y descubrían que era jerez. Los invitados salían de los cuartos transformados en personajes de otra época, con los rostros cubiertos por antifaces, perdiendo al ponerse las máscaras todo derecho a quereliarse con la fantasía y el terror. Las mujeres vestidas de rojo se reían desplazándose por los salones. Los hombres las cortejaban bailando. Y en las paredes había sombras, aun donde no había cuerpos, y aquí y allá había espejos que no reflejaban ninguna imagen.

 

-¡Todos nosotros vampiros! -rió el señor Fletcher---. ¡Muertos!

 

Las siete salas eran de distinto color: una azul, una morada, una verde, una anaranjada, una blanca, una violeta, y la última amortajada en terciopelo negro. En esta sala negra un reloj de ébano daba sonoramente la hora. Y los invitados, ya casi borrachos, corrían por las salas entre fantásticos robots, entre ratones y Sombrereros Locos, gnomos y gigantes, Gatos Negros y Reinas Blancas, y bajo los pies de los bailarines el suelo latía pesadamente como un oculto corazón delator,

 

-Señor Stendahl.

 

Un murmullo.

 

-Señor Stendahl.

 

Un monstruo, con el rostro de la Muerte, se detuvo junto a Stendahl. Era Pikes.

 

-Quiero hablar con usted.

 

-¿Qué pasa?

 

Pikes extendió una mano esquelética con unas cuantas ruedas, tuercas, tornillos y pernos calcinados o fundidos a medias.

 

Stendahl los contempló largamente. Luego llevó a Pikes a un pasillo.

 

-¿Garrett? -susurró.

 

Pikes asintió.

 

-Ha mandado a un robot. Cuando limpié el horno, encontré esto.

 

Pikes y Stendahl miraron las fatídicas piezas.

 

-Esto significa que la policía llegará en cualquier momento -dijo Pikes-. Y arruinarán nuestros planes.

 

Stendahl observó a los bailarines; un torbellino de gente amarilla, anaranjada y azul. La música barría los salones neblinosos.

 

-No sé. Tendría que haber adivinado que Garrett no vendría en persona. No es tan tonto. Pero, espere...

 

~¿Qué pasa?

 

-Nada. No pasa nada. Garrett nos envió un robot. Bien, pero nosotros le enviamos otro... Si no lo examina con cuidado, no notará la diferencia.

 

-¡Por supuesto!

 

-La próxima vez vendrá él mismo, pues pensará que no hay peligro. Es posible que se presente en cualquier momento, ¡en persona! ¡Más vino, Pikes!
Se oyó un enorme tañido.
-Apuesto a que es él. Hágalo pasar.

Rapunzel se soltó el cabello dorado.

-¿El seño Stendahl?

-¿El señor Garrett? ¿El verdadero señor Garrett?

Garrett examinó las paredes húmedas y a la gente que daba vueltas.

-El mismo. He creído conveniente una inspección personal. No se puede confiar en los robots, menos aún en los ajenos. Antes de salir para aquí he citado a los desmanteladores. Llegarán dentro de una hora, preparados para echar abajo esta horrible guarida.

Stendah1 se inclinó ceremoniosamente.

-Gracias por advertírmelo. Mientras tanto, podría usted divertirse. ¿Un poco de vino?


-No, gracias. ¿Qué pasa aquí? ¿A qué extremos puede llegar un hombre?
-Véalo usted mismo, señor Garrett.

-El crimen -dijo Garrett.

~El más repugnante.

Una mujer chilló. La señorita Pope llegó corriendo, con la cara blanca como un queso.

-¡Ha ocurrido algo horrible! ¡Un mono ha estrangulado a la señorita Blunt y la ha metido en una chimenea!

Stendahl y Garrett se volvieron y vieron una larga cabellera amarilla desparramada al pie de la chimenea. Garrett dio un grito.

-¡Horroroso! -sollozaba la señorita Pope. De pronto dejó de llorar. Parpadeó y miró-. ¡Señorita Blunt!

-Sí, aquí estoy -dijo la señorita Blunt.

-¡Pero si acabo de ver cómo la metían en la chimenea!

-No -dijo la señorita Blunt riéndose-. Era un robot. Un perfecto facsímil.

-Pero,pero...

-No llore, querida. Estoy perfectamente bien. Voy a verme a mí misma. ¡Pues sí, aquí estoy! En la chimenea, como usted dijo. Tiene gracia, ¿eh?

Y la señorita Blunt se fue, riéndose.

-¿Quiere un vaso de vino, Garrett?

-Creo que sí. Este asunto me ha puesto los nervios de punta. Dios mío, qué lugar. Merece verdaderamente que lo echemos abajo. Durante un momento creí...


Garrett bebió. Otro alarido. El piso se abrió mágicamente y cuatro conejos blancos descendieron por una escalera llevando en hombros al señor Steffens. Y allá fue el señor Steffens, al fondo de un foso, y allá lo dejaron amordazado y atado, bajo la cuchilla de acero de un gran péndulo oscilante que ahora descendía y descendía, acercándose cada vez más al cuerpo ultrajado del señor Steffens.

-¿Soy yo el que está ahí abajo? -preguntó el señor Steffens apareciendo al lado de Garrett. Se inclinó sobre el pozo-. Qué extraño, qué curioso es verse morir.

El péndulo dio un golpe final.

-No, gracias. ¿Qué pasa aquí? ¿A qué extremos puede llegar un hombre?
-Véalo usted mismo, señor Garrett.

-El crimen -dijo Garrett.

~El más repugnante.

Una mujer chilló. La señorita Pope llegó corriendo, con la cara blanca como un queso.

-¡Ha ocurrido algo horrible! ¡Un mono ha estrangulado a la señorita Blunt y la ha metido en una chimenea!

Stendahl y Garrett se volvieron y vieron una larga cabellera amarilla desparramada al pie de la chimenea. Garrett dio un grito.

-¡Horroroso! -sollozaba la señorita Pope. De pronto dejó de llorar. Parpadeó y miró-. ¡Señorita Blunt!

-Sí, aquí estoy -dijo la señorita Blunt.

-¡Pero si acabo de ver cómo la metían en la chimenea!

-No -dijo la señorita Blunt riéndose-. Era un robot. Un perfecto facsímil.
-Pero,pero...


-No llore, querida. Estoy perfectamente bien. Voy a verme a mí misma. ¡Pues sí, aquí estoy! En la chimenea, como usted dijo. Tiene gracia, ¿eh?

Y la señorita Blunt se fue, riéndose.

-¿Quiere un vaso de vino, Garrett?

-Creo que sí. Este asunto me ha puesto los nervios de punta. Dios mío, qué lugar. Merece verdaderamente que lo echemos abajo. Durante un momento creí...


Garrett bebió. Otro alarido. El piso se abrió mágicamente y cuatro conejos blancos descendieron por una escalera llevando en hombros al señor Steffens. Y allá fue el señor Steffens, al fondo de un foso, y allá lo dejaron amordazado y atado, bajo la cuchilla de acero de un gran péndulo oscilante que ahora descendía y descendía, acercándose cada vez más al cuerpo ultrajado del señor Steffens.

-¿Soy yo el que está ahí abajo? -preguntó el señor Steffens apareciendo al lado de Garrett. Se inclinó sobre el pozo-. Qué extraño, qué curioso es verse morir.

El péndulo dio un golpe final.

-Qué realismo -dijo Steffens alejándose.
-Otro vaso de vino, señor Garrett.

-Sí, por favor.

-Esto no durará. Pronto llegarán los desmanteladores.

-Gracias a Dios.

Y por tercera vez, un grito.

-¿Ahora qué? -dijo Garrett, receloso.

-Ahora me toca a mí -dijo la señorita Drummond-. Miren.

Y poco después una segunda señorita Drummond chillaba dentro de un ataúd mientras la metían debajo del suelo, en una tierra húmeda.

-Pero cómo, yo recuerdo esto -jadeó el investigador de Climas Morales-. Estaba en los viejos libros prohibidos. El enterramiento prematuro. Y lo demás. La fosa, el péndulo, y el mono, la chimenea y los asesinatos de la calle Morgue. ¡Sí! ¡En uno de los libros que quemé!

-Otro trago, Garrett. No mueva la copa.

-¡Dios mío, qué imaginación!

Y en seguida vieron morir a otros cinco. Uno en la boca de un dragón, los otros arrojados a las aguas negras de una laguna, donde se hundieron y desaparecieron.

-¿Le gustaría ver lo que hemos proyectado para usted? -preguntó StendahI.

-¿Por qué no? ¿Qué importa? Pronto vamos a destruir este infiemo. Es usted horrible, Stendahl.

-Venga por aquí.

Y Stendahl llevó abajo a Garrett, a través de numerosos pasillos, y otra vez más abajo por escaleras de caracol, hacia el interior de la tierra, hacia las catacumbas.

-¿Qué quiere mostrarme? -preguntó Garrett.

-Su propia muerte.

-¿La muerte de mi doble?

-Sí. Y otra cosa.

-¿Qué?

-El Amontillado -dijo Stendah1 adelantándose y alzando una linterna deslumbrante.

Unos esqueletos se asomaban levantando las tapas de los ataúdes. Garrett, con un gesto de repugnancia, se llevó una mano a la nariz.

-¿El qué?

-¿No ha oído hablar usted del Amontillado?

-No.

~¿No reconoce usted eso? -Stendahl le señaló una celda.

- ¿Tendría que reconocerlo?

Stendahl sonrió y sacó de entre los pliegues de su capa una paleta de albañil.

-¿Y esto?

-¿Qué es?

-Venga.

Entraron en la celda y Stendahl encadenó a Garrett, que estaba casi borracho.

-Por Dios, ¿qué hace usted? -gritó Garrett sacudiendo las cadenas.

-Me siento irónico. No interrumpa a un hombre que se siente irónico. No sea descortés. Ya está.

-¡Me ha encadenado!

-Es cierto.

-Pero ¿qué pretende?

-Dejarlo en esta celda.
-Usted bromea.
-Una broma muy graciosa.
-¿Dónde está mi doble? ¿No vamos a ver cómo lo matan?

-No hay doble.

-Pero ¿y los otros?

-Los otros están muertos. Los que usted vio matar eran los verdaderos. Los dobles, los robots, miraban solamente.

Garrett calló. 

-Ahora usted debe decir: «¡Por amor de Dios, Montresor!» -continuó Stendahl-. Y yo contestaré: «¡Sí, por amor de Dios!». ¿No quiere usted decirlo? Vamos. Dígalo.

-Imbécil.

- ¿Tengo que repetírselo? Dígalo. Diga: «¡Por amor de Dios. Montresor!».
Garrett se sentía más despejado.

-No lo diré, idiota. Sáqueme de aquí.

-Póngase eso -dijo Stendahl. tirándole algo que campanilleaba y tintineaba.

-¿Qué es?

-Un gorro de cascabeles. Póngaselo y quizá lo deje salir.

-¡Stendahl!

-Le he dicho que se lo ponga.

Garrett obedeció. Los cascabeles repicaron.

-¿No siente usted como si esto hubiera sucedido antes? -Preguntó Stendahl, y comenzó a trabajar con la paleta, un mortero y unos ladrillos.

-¿Qué hace?
 
-Estoy amurallándolo. Ya hay una hilera. Ahora va otra.

-¡Usted está loco!

-No lo discuto.

Stendah1 mojó un ladrillo en el mortero, cantando entre dientes. Ahora había golpes y gritos y llantos en la celda cada vez más oscura. La pared crecía lentamente.

-Un poco más de ruido, por favor -dijo Stendahl-. Representemos bien la escena.

-¡Déjerne salir! ¡Déjeme salir!

Sólo faltaba un ladrillo. Los gritos eran ahora continuos.

-¿Garrett? -llamó Stendahl. en voz baja. Garrett calló-. ¿Sabe usted por qué le hago esto? Porque quemó los libros del señor Poe sin haberlo leído. Le bastó la opinión de los demás. Si hubiera leído los libros, habría adivinado lo que yo le iba a hacer, cuando bajamos hace un momento. La ignorancia es fatal, señor Garrett.

Garrett no replicó.

-Quiero que esto sea perfecto -dijo Stendah1 levantando la linterna para que la luz cayera sobre la encogida figura de Garrett-. Agite suavemente los cascabeles. -Los cascabeles tintinearon-. Ahora diga usted: «¡Por amor de Dios, Montresor!»; es posible que lo deje salin

La luz de la linterna alumbró la cara de Garrett. Garrett titubeó y luego dijo grotescamente:

-Por amor de Dios, Montresor.

-Ah -exclamó Stendahl con los ojos cerrados. Colocó el último ladrillo y lo aseguró con una capa de cemento-. Requiescat in pace, querido amigo.

 
Salió de prisa de la catacumba.


El sonido de un reloj de medianoche hizo que todo se detuviera en las siete salas de la Casa.

Apareció la Muerte Roja.


Stendahl se volvió un momento en el umbral y luego echó a correr fuera de la Casa, más allá del foso, donde esperaba un helicóptero.

-¿Listo, Pikes?

 

-Listo.

-¡Vamos allá!

 
Miraron la Casa, sonriendo. Las paredes empezaron a abrirse por el medio, como en un terremoto, y mientras Stendahl observaba la magnífica escena, oyó a Pikes que recitaba detrás de él en un tono bajo y cadencioso:

-«Cuando vi que las enormes paredes se hundían, sentí un vértigo... Se oyó un largo ruido tumultuoso, como la voz de innumerables cataratas, y la laguna profunda y oscura que había a mis pies se cerró triste y silenciosamente sobre las ruinas de la casa Usher.»

El helicóptero se elevó sobre las aguas hirvientes del lago y voló hacia el oeste.

 *************************************************************************

ENERO DE 1999

El verano del cohete

 

Un minuto antes era invierno en Ohio; las puertas y las ventanas estaban cerradas, la escarcha empañaba los vidrios, el hielo adornaba los bordes de los techos, los niños esquiaban en las laderas; las mujeres, envueltas en abrigos de piel, caminaban torpemente por las calles heladas como grandes osos negros.

Y de pronto, una larga ola de calor atravesó el pueblo; una marea de aire tórrido, como si alguien hubiera abierto de par en par la puerta de un horno. El calor latió entre las casas, los arbustos, los niños. El hielo se desprendió de los techos, se quebró, y empezó a fundirse. Las puertas se abrieron; las ventanas se levantaron; los niños se quitaron las ropas de lana; las mujeres se despojaron de sus disfraces de osos; la nieve se derritió, descubriendo los viejos y verdes prados del último verano.

El verano del cohete. Las palabras corrieron de boca en boca por las casas abiertas y ventiladas. El verano del cohete. El caluroso aire desértico alteró los dibujos de la escarcha en los vidrios, borrando la obra de arte. Esquíes y trineos fueron de pronto inútiles. La nieve, que venía de los cielos helados, llegaba al suelo como una lluvia cálida. El verano del cohete. La gente se asomaba a los porches húmedos y observaba el cielo, cada vez más rojo. El cohete, instalado en su plataforma, lanzaba rosadas nubes de fuego y calor. El cohete, de pie en la fría mañana de invierno, engendraba el estío con el aliento de sus poderosos escapes. El cohete creaba el buen tiempo, y durante unos instantes fue verano en la tierra...


**********************************

AGOSTO DE 2005


 
Los viejos

 

 

¿Y no era natural que al fin llegaran los viejos a Marte, siguiendo los pasos de los ruidosos exploradores, de la gente sofisticada y aromática, de los viajeros profesionales y de los conferenciantes románticos en busca de nuevos temas?

 

Pues sí, los viejos secos y crujientes, los que se pasaban el tíempo escuchándose los corazones, tomándose el pulso y llevándose cucharadas de jarabe a la boca torcida, los que en noviembre iban en autobús a California y en abril embarcaban para Italia en tercera, las pasas de uva, las momías, llegaron al fin a Marte...

 

CRONICAS MARCIANAS -- YLLA -- RAY BRADBURY

CRONICAS MARCIANAS -- YLLA -- RAY BRADBURY

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YLLA

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Ray Bradbury
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Tenían en el planeta Marte, a orillas de un mar seco, una casa de columnas de cristal, y todas las mañanas se podía ver a la señora K mientras comía la fruta dorada que brotaba de las paredes de cristal, o mientras limpiaba la casa con puñados de un polvo magnético que recogía la suciedad y luego se dispersaba en el viento cálido. A la tarde, cuando el mar fósil yacía inmóvil y tibio, y las viñas se erguían tiesamente en los patios, y en el distante y recogido pueblito marciano nadie salía a la calle, se podía ver al señor K en su cuarto, que leía un libro de metal con jeroglíficos en relieve, sobre los que pasaba suavemente la mano como quien toca el arpa. Y del libro, al contacto de los dedos, surgía un canto, una voz antigua y suave que hablaba del tiempo en que el mar bañaba las costas con vapores rojos y los hombres lanzaban al combate nubes de insectos metálicos y arañas eléctricas.

El señor K y su mujer vivían desde hacía ya veinte años a orillas del mar muerto, en la misma casa en que habían vivido sus antepasados, y que giraba y seguía el curso del sol, como una flor, desde hacía diez siglos.

El señor K y su mujer no eran viejos. Tenían la tez clara, un poco parda, de casi todos los marcianos; los ojos amarillos y rasgados, las voces suaves y musicales.

En otro tiempo habían pintado cuadros con fuego químico, habían nadado en los canales, cuando corría por ellos el licor verde de las viñas y habían hablado hasta el amanecer, bajo los azules retratos fosforescentes, en la sala de las conversaciones.

Ahora no eran felices.

Aquella mañana, la señora K, de pie entre las columnas, escuchaba el hervor de las arenas del desierto, que se fundían en una cera amarilla, y parecían fluir hacia el horizonte.

Algo iba a suceder.

La señora K esperaba.

Miraba el cielo azul de Marte, como si en cualquier momento pudiera encogerse, contraerse, y arrojar sobre la arena algo resplandeciente y maravilloso.

Nada ocurría.

Cansada de esperar, avanzó entre las húmedas columnas. Una lluvia suave brotaba de los acanalados capiteles, caía suavemente sobre ella y refrescaba el aire abrasador. En estos días calurosos, pasear entre las columnas era como pasear por un arroyo. Unos frescos hilos de agua brillaban sobre los pisos de la casa. A lo lejos oía a su marido que tocaba el libro, incesantemente, sin que los dedos se le cansaran jamás de las antiguas canciones. Y deseó en silencio que él volviera a abrazarla y a tocarla, como a una arpa pequeña, pasando tanto tiempo junto a ella como el que ahora dedicaba a sus increíbles libros.

Pero no. Meneó la cabeza y se encogió imperceptiblemente de hombros. Los párpados se le cerraron suavemente sobre los ojos amarillos. El matrimonio nos avejenta, nos hace rutinarios, pensó.

Se dejó caer en una silla, que se curvó para recibirla, y cerró fuerte y nerviosamente los ojos.

Y tuvo el sueño.

Los dedos morenos temblaron y se alzaron, crispándose en el aire.

Un momento después se incorporó, sobresaltada, en su silla. Miró vivamente a su alrededor, como si esperara ver a alguien, y pareció decepcionada. No había nadie entre las columnas.

El señor K apareció en una puerta triangular

- ¿Llamaste? - preguntó, irritado.

- No - dijo la señora K.

- Creí oírte gritar.

- ¿Grité? Descansaba y tuve un sueño.

- ¿Descansabas a esta hora? No es tu costumbre.

La señora K seguía sentada, inmóvil, como si el sueño, le hubiese golpeado el rostro.

- Un sueño extraño, muy extraño - murmuró.

- Ah.

Evidentemente, el señor K quería volver a su libro.

- Soñé con un hombre - dijo su mujer

- ¿Con un hombre?

- Un hombre alto, de un metro ochenta de estatura

- Qué absurdo. Un gigante, un gigante deforme.

- Sin embargo... - replicó la señora K buscando las palabras -. Y... ya sé que creerás que soy una tonta, pero... ¡tenía los ojos azules!

- ¿Ojos azules? ¡Dioses! - exclamó el señor K - ¿Qué soñarás la próxima vez? Supongo que los cabellos eran negros.

- ¿Cómo lo adivinaste? - preguntó la señora K excitada.

El señor K respondió fríamente:

- Elegí el color más inverosímil.

- ¡Pues eran negros! - exclamó su mujer -. Y la piel, ¡blanquísima! Era muy extraño. Vestía un uniforme raro. Bajó del cielo y me habló amablemente.

- ¿Bajó del cielo? ¡Qué disparate!

- Vino en una cosa de metal que relucía a la luz del sol - recordó la señora K, y cerró los ojos evocando la escena -. Yo miraba el cielo y algo brilló como una moneda que se tira al aire y de pronto creció y descendió lentamente. Era un aparato plateado, largo y extraño. Y en un costado de ese objeto de plata se abrió una puerta y apareció el hombre alto.

- Si trabajaras un poco más no tendrías esos sueños tan tontos.

- Pues a mí me gustó - dijo la señora K reclinándose en su silla -. Nunca creí tener tanta imaginación. ¡Cabello negro, ojos azules y tez blanca! Un hombre extraño, pero muy hermoso.

- Seguramente tu ideal.

- Eres antipático. No me lo imaginé deliberadamente, se me apareció mientras dormitaba. Pero no fue un sueño, fue algo tan inesperado, tan distinto...

El hombre me miró y me dijo: «Vengo del tercer planeta. Me llamo Nathaniel York...»

- Un nombre estúpido. No es un nombre.

- Naturalmente, es estúpido porque es un sueño - explicó la mujer suavemente -. Además me dijo: «Este es el primer viaje por el espacio. Somos dos en mi nave; yo y mi amigo Bart.»

- Otro nombre estúpido.

- Y luego dijo: «Venimos de una ciudad de la Tierra; así se llama nuestro planeta.» Eso dijo, la Tierra. Y hablaba en otro idioma. Sin embargo yo lo entendía con la mente. Telepatía, supongo.

El señor K se volvió para alejarse; pero su mujer lo detuvo, llamándolo con una voz muy suave.

- ¿Yll? ¿Te has preguntado alguna vez... bueno, si vivirá alguien en el tercer planeta?

- En el tercer planeta no puede haber vida - explicó pacientemente el señor K - Nuestros hombres de ciencia han descubierto que en su atmósfera hay demasiado oxígeno.

- Pero, ¿no sería fascinante que estuviera habitado? ¿Y que sus gentes viajaran por el espacio en algo similar a una nave?

- Bueno, Ylla, ya sabes que detesto los desvaríos sentimentales. Sigamos trabajando.

Caía la tarde, y mientras se paseaba por entre las susurrantes columnas de lluvia, la señora K se puso a cantar. Repitió la canción, una y otra vez.

- ¿Qué canción es ésa? - le preguntó su marido, interrumpiéndola, mientras se acercaba para sentarse a la mesa de fuego.

La mujer alzó los ojos y sorprendida se llevó una mano a la boca.

- No sé.

El sol se ponía. La casa se cerraba, como una flor gigantesca. Un viento sopló entre las columnas de cristal. En la mesa de fuego, el radiante pozo de lava plateada se cubrió de burbujas. El viento movió el pelo rojizo de la señora K y le murmuró suavemente en los oídos. La señora K se quedó mirando en silencio, con ojos amarillos, húmedos y dulces a el lejano y pálido fondo del mar, como si recordara algo.

- Drink to me with thine eyes, and I will pledge with mine (Brinda por mí con tus ojos y yo te prometeré con los míos) - cantó lenta y suavemente, en voz baja -. Or leave a kiss within the cup, and I'll not ask for wine. (O deja un beso en tu copa y no pediré vino.)

Cerró los ojos y susurró moviendo muy levemente las manos. Era una canción muy hermosa.

- Nunca oí esa canción. ¿Es tuya? - le preguntó el señor K mirándola fijamente.

- No. Sí... No sé - titubeó la mujer -. Ni siquiera comprendo las palabras. Son de otro idioma.

- ¿Qué idioma?

La señora K dejó caer, distraídamente, unos trozos de carne en el pozo de lava.

- No lo sé.

Un momento después sacó la carne, ya cocida, y se la sirvió a su marido.

- Es una tontería que he inventado, supongo. No sé por qué.

El señor K no replicó. Observó cómo su mujer echaba unos trozos de carne en el pozo de fuego siseante. El sol se había ido. Lenta, muy lentamente, llegó la noche y llenó la habitación, inundando a la pareja y las columnas, como un vino oscuro que subiera hasta el techo. Sólo la encendida lava de plata iluminaba los rostros.

La señora K tarareó otra vez aquella canción extraña.

El señor K se incorporó bruscamente y salió irritado de la habitación.

Más tarde, solo, el señor K terminó de cenar.

Se levantó de la mesa, se desperezó, miró a su mujer y dijo bostezando:

- Tomemos los pájaros de fuego y vayamos a entretenernos a la ciudad.

- ¿Hablas seriamente? - le preguntó su mujer -. ¿Te sientes bien?

- ¿Por qué te sorprendes?

- No vamos a ninguna parte desde hace seis meses.

- Creo que es una buena idea.

- De pronto eres muy atento.

- No digas esas cosas - replicó el señor K disgustado -. ¿Quieres ir o no?

La señora K miró el pálido desierto; las mellizas lunas blancas subían en la noche; el agua fresca y silenciosa le corría alrededor de los pies. Se estremeció levemente. Quería quedarse sentada, en silencio, sin moverse, hasta que ocurriera lo que había estado esperando todo el día, lo que no podía ocurrir, pero tal vez ocurriera. La canción le rozó la mente, como un ráfaga.

- Yo...

- Te hará bien - musitó su marido. Vamos.

- Estoy cansada. Otra noche.

- Aquí tienes tu bufanda - insistió el señor K alcanzándole un frasco -. No salimos desde hace meses.

Su mujer no lo miraba.

- Tú has ido dos veces por semana a la ciudad de Xi - afirmó.

- Negocios.

- Ah - murmuró la señora K para sí misma.

Del frasco brotó un liquido que se convirtió en un neblina azul y envolvió en sus ondas el cuello de señora K.

Los pájaros de fuego esperaban, como brillantes brasas de carbón, sobre la fresca y tersa arena. La flotante barquilla blanca, unida a los pájaros por mil cintas verdes, se movía suavemente en el viento de la noche.

Ylla se tendió de espaldas en la barquilla, y a una palabra de su marido, los pájaros de fuego se lanzaron ardiendo, hacia el cielo oscuro. Las cintas se estiraron, la barquilla se elevó deslizándose sobre las arenas, que crujieron suavemente. Las colinas azules desfilaron, desfilaron, y la casa, las húmedas columnas, las flores enjauladas, los libros sonoros y los susurrantes arroyuelos del piso quedaron atrás. Ylla no miraba a su marido. Oía sus órdenes mientras los pájaros en llamas ascendían ardiendo en el viento, como diez mil chispas calientes, como fuegos artificiales en el cielo, amarillos y rojos, que arrastraban el pétalo de flor de la barquilla.

Ylla no miraba las antiguas y ajedrezadas ciudades muertas, ni los viejos canales de sueño y soledad. Como una sombra de luna, como una antorcha encendida, volaban sobre ríos secos y lagos secos.

Ylla sólo miraba el cielo.

Su marido le habló.

Ylla miraba el cielo.

- ¿No me oíste?

- ¿Qué?

El señor K suspiró.

- Podías prestar atención.

- Estaba pensando.

- No sabía que fueras amante de la naturaleza, pero indudablemente el cielo te interesa mucho esta noche.

- Es hermosísimo.

- Me gustaría llamar a Hulle - dijo el marido lentamente -. Quisiera preguntarle si podemos pasar unos días, una semana, no más, en las montañas Azules. Es sólo una idea...

- ¡En las montañas Azules! - Gritó Ylla tomándose con una mano del borde de la barquilla y volviéndose rápidamente hacia él.

- Oh, es sólo una idea...

Ylla se estremeció.

- ¿Cuándo quieres ir?

- He pensado que podríamos salir mañana por la mañana - respondió el señor K negligentemente -. Nos levantaríamos temprano...

- ¡Pero nunca hemos salido en esta época!

- Sólo por esta vez. - El señor K sonrió. - Nos hará bien. Tendremos paz y tranquilidad. ¿Acaso has proyectado alguna otra cosa? Iremos, ¿no es cierto?

Ylla tomó aliento, esperó, y dijo:

- ¿Qué?

El grito sobresaltó a los pájaros; la barquilla se sacudió.

- No - dijo Ylla firmemente -. Está decidido. No iré.

El señor K la miró y no hablaron más. Ylla le volvió la espalda.

Los pájaros volaban, como diez mil teas al viento.

Al amanecer, el sol que atravesaba las columnas de cristal disolvió la niebla que había sostenido a Ylla mientras dormía. Ylla había pasado la noche suspendida entre el techo y el piso, flotando suavemente en la blanda alfombra de bruma que brotaba de las paredes cuando ella se abandonaba al sueño. Había dormido toda la noche en ese río callado, como un bote en una corriente silenciosa. Ahora el calor disipaba la niebla, y la bruma descendió hasta depositar a Ylla en la costa del despertar.

Abrió los ojos.

El señor K, de pie, la observaba como si hubiera estado junto a ella, inmóvil, durante horas y horas. Sin saber por qué, Ylla apartó los ojos.

- Has soñado otra vez - dijo el señor K -. Hablabas en voz alta y me desvelaste. Creo realmente que debes ver a un médico.

- No será nada.

- Hablaste mucho mientras dormías.

- ¿Sí? - dijo Ylla, incorporándose.

Una luz gris le bañaba el cuerpo. El frío del amanecer entraba en la habitación.

- ¿Qué soñaste?

Ylla reflexionó unos instantes y luego recordó.

- La nave. Descendía otra vez, se posaba en el suelo y el hombre salía y me hablaba, bromeando, riéndose, y yo estaba contenta.

El señor K, impasible, tocó una columna. Fuentes de vapor y agua caliente brotaron del cristal. El frío desapareció de la habitación.

- Luego - dijo Ylla -, ese hombre de nombre tan raro, Nathaniel York, me dijo que yo era hermosa y... y me besó.

- ¡Ah! - exclamó su marido, dándole la espalda.

- Sólo fue un sueño - dijo Ylla, divertida.

- ¡Guárdate entonces esos estúpidos sueños de mujer!

- No seas niño - replicó Ylla reclinándose en los últimos restos de bruma química.

Un momento después se echó a reír.

- Recuerdo algo más - confesó.

- Bueno, ¿qué es, qué es?

- Ylla, tienes muy mal carácter.

- ¡Dímelo! - exigió el señor K inclinándose hacia ella con una expresión sombría y dura -. ¡No debes ocultarme nada!

- Nunca te vi así - dijo Ylla, sorprendida e interesada a la vez -. Ese Nathaniel York me dijo... Bueno, me dijo que me llevaría en la nave, de vuelta a su planeta. Realmente es ridículo.

- ¡Si! ¡Ridículo! - gritó el señor K -. ¡Oh, dioses! ¡Si te hubieras oído, hablándole, halagándolo, cantando con él toda la noche! ¡Si te hubieras oído!

- ¡Yll!

- ¿Cuándo va a venir? ¿Dónde va a descender su maldita nave?

- Yll, no alces la voz.

- ¡Qué importa la voz! ¿No soñaste - dijo el señor K inclinándose rígidamente hacia ella y tomándola de un brazo - que la nave descendía en el valle Verde?

¡Contesta!

- Pero, si...

- Y descendía esta tarde, ¿no es cierto?

- Sí, creo que sí, pero fue sólo un sueño.

- Bueno - dijo el señor K soltándola -, por lo menos eres sincera. Oí todo lo que dijiste mientras dormías. Mencionaste el valle y la hora.

Jadeante, dio unos pasos entre las columnas, como cegado por un rayo. Poco a poco recuperó el aliento. Su mujer lo observaba como si se hubiera vuelto loco. Al fin se levantó y se acercó a él.

- Yll - susurró:

- No me pasa nada.

- Estás enfermo.

- No - dijo el señor K con una sonrisa débil y forzada -. Soy un niño, nada más. Perdóname, querida. - La acarició torpemente. - He trabajado demasiado en estos días. Lo lamento. Voy a acostarme un rato.

- ¡Te excitaste de una manera!

- Ahora me siento bien, muy bien. - Suspiró. - Olvidemos esto. Ayer me dijeron algo de Uel que quiero contarte. Si te parece, preparas el desayuno, te cuento lo de Uel y olvidamos este asunto.

- No fue más que un sueño.

- Por supuesto - dijo el señor K, y la besó mecánicamente en la mejilla -. Nada más que un sueño.

Al mediodía, las colinas resplandecían bajo el sol abrasador.

- ¿No vas al pueblo? - preguntó Ylla.

El señor K arqueó ligeramente las cejas.

- ¿Al pueblo?

- Pensé que irías hoy.

Ylla acomodó una jaula de flores en su pedestal. Las flores se agitaron abriendo las hambrientas bocas amarillas. El señor K cerró su libro.

- No - dijo -. Hace demasiado calor, y además es tarde.

- Ah - exclamó Ylla. Terminó de acomodar las flores y fue hacia la puerta -. En seguida vuelvo - añadió.

- Espera un momento. ¿A dónde vas?

- A casa de Pao. Me ha invitado - contestó Ylla, ya casi fuera de la habitación.

- ¿Hoy?

- Hace mucho que no la veo. No vive lejos.

- ¿En el valle Verde, no es así?

- Sí, es sólo un paseo - respondió Ylla alejándose de prisa.

- Lo siento, lo siento mucho. - El señor K corrió detrás de su mujer, como preocupado por un olvido. - No sé cómo he podido olvidarlo. Le dije al doctor Nlle que viniera esta tarde.

- ¿Al doctor Nlle? - dijo Ylla volviéndose.

- Sí - respondió su marido, y tomándola de un brazo la arrastró hacia adentro.

- Pero Pao...

- Pao puede esperar. Tenemos que obsequiar al doctor Nlle.

- Un momento nada más.

- No, Ylla.

- ¿No?

El señor K sacudió la cabeza.

- No. Además la casa de Pao está muy lejos. Hay que cruzar el valle Verde, y después el canal y descender una colina, ¿no es así? Además hará mucho, mucho calor, y el doctor Nlle estará encantado de verte. Bueno, ¿qué dices?

Ylla no contestó. Quería escaparse, correr. Quería gritar. Pero se sentó, volvió lentamente las manos, y se las miró inexpresivamente.

- Ylla - dijo el señor K en voz baja -. ¿Te quedarás aquí, no es cierto?

- Sí - dijo Ylla al cabo de un momento -. Me quedaré aquí.

- ¿Toda la tarde?

- Toda la tarde.

Pasaba el tiempo y el doctor Nlle no había aparecido aún. El marido de Ylla no parecía muy sorprendido. Cuando ya caía el sol, murmuró algo, fue hacia un armario y sacó de él un arma de aspecto siniestro, un tubo largo y amarillento que terminaba en un gatillo y unos fuelles. Luego se puso una máscara, una máscara de plata, inexpresiva, la máscara con que ocultaba sus sentimientos, la máscara flexible que se ceñía de un modo tan perfecto a las delgadas mejillas, la barbilla y la frente. Examinó el arma amenazadora que tenía en las manos. Los fuelles zumbaban constantemente con un zumbido de insecto. El arma disparaba hordas de chillonas abejas doradas. Doradas, horribles abejas que clavaban su aguijón envenenado, y caían sin vida, como semillas en la arena.

- ¿A dónde vas? - preguntó Ylla.

- ¿Qué dices? - El señor K escuchaba el terrible zumbido del fuelle - El doctor Nlle se ha retrasado y no tengo ganas de seguir esperándolo. Voy a cazar un rato. En seguida vuelvo. Tú no saldrás, ¿no es cierto?

La máscara de plata brillaba intensamente.

- No.

- Dile al doctor Nlle que volveré pronto, que sólo he ido a cazar.

La puerta triangular se cerró. Los pasos de Yll se apagaron en la colina. Ylla observó cómo se alejaba bajo la luz del sol y luego volvió a sus tareas. Limpió las habitaciones con el polvo magnético y arrancó los nuevos frutos de las paredes de cristal. Estaba trabajando, con energía y rapidez, cuando de pronto una especie de sopor se apoderó de ella y se encontró otra vez cantando la rara y memorable canción, con los ojos fijos en el cielo, más allá de las columnas de cristal.

Contuvo el aliento, inmóvil, esperando.

Se acercaba.

Ocurriría en cualquier momento.

Era como esos días en que se espera en silencio la llegada de una tormenta, y la presión de la atmósfera cambia imperceptiblemente, y el cielo se transforma en ráfagas, sombras y vapores. Los oídos zumban, empieza uno a temblar. El cielo se cubre de manchas y cambia de color, las nubes se oscurecen, las montañas parecen de hierro. Las flores enjauladas emiten débiles suspiros de advertencia. Uno siente un leve estremecimiento en los cabellos. En algún lugar de la casa el reloj parlante dice: «Atención, atención, atención, atención...», con una voz muy débil, como gotas que caen sobre terciopelo.

Y luego, la tormenta. Resplandores eléctricos, cascadas de agua oscura y truenos negros, cerrándose, para siempre.

Así era ahora. Amenazaba, pero el cielo estaba claro. Se esperaban rayos, pero no había una nube.

Ylla caminó por la casa silenciosa y sofocante. El rayo caería en cualquier instante; habría un trueno, un poco de humo, y luego silencio, pasos en el sendero, un golpe en los cristales, y ella correría a la puerta...

- Loca Ylla - dijo, burlándose de sí misma -. ¿Por qué te permites estos desvaríos?

Y entonces ocurrió.

Calor, como si un incendio atravesara el aire. Un zumbido penetrante, un resplandor metálico en el cielo.

Ylla dio un grito. Corrió entre las columnas y abriendo las puertas de par en par, miró hacia las montañas. Todo había pasado. Iba ya a correr colina abajo cuando se contuvo. Debía quedarse allí, sin moverse. No podía salir. Su marido se enojaría muchísimo si se iba mientras aguardaban al doctor.

Esperó en el umbral, anhelante, con la mano extendida. Trató inútilmente de alcanzar con la vista el valle Verde.

Qué tonta soy, pensó mientras se volvía hacia la puerta. No ha sido más que un pájaro, una hoja, el viento, o un pez en el canal. Siéntate. Descansa.

Se sentó.

Se oyó un disparo.

Claro, intenso, el ruido de la terrible arma de insectos.

Ylla se estremeció. Un disparo. Venía de muy lejos. El zumbido de las abejas distantes. Un disparo. Luego un segundo disparo, preciso y frío, y lejano.

Se estremeció nuevamente y sin haber por qué se incorporó gritando, gritando, como si no fuera a callarse nunca. Corrió apresuradamente por la casa y abrió otra vez la puerta.

Ylla esperó en el jardín, muy pálida, cinco minutos.

Los ecos morían a los lejos.

Se apagaron.

Luego, lentamente, cabizbaja, con los labios temblorosos, vagó por las habitaciones adornadas de columnas, acariciando los objetos, y se sentó a esperar en el ya oscuro cuarto del vino. Con un borde de su chal se puso a frotar un vaso de ámbar.

Y entonces, a lo lejos, se oyó un ruido de pasos en la grava. Se incorporó y aguardó, inmóvil, en el centro de la habitación silenciosa. El vaso se le cayó de los dedos y se hizo trizas contra el piso.

Los pasos titubearon ante la puerta.

¿Hablaría? ¿Gritaría; «¡Entre, entre!»?, se preguntó

Se adelantó. Alguien subía por la rampa. Una mano hizo girar el picaporte.

Sonrió a la puerta. La puerta se abrió. Ylla dejó de sonreír. Era su marido. La máscara de plata tenía un brillo opaco.

El señor K entró y miró a su mujer sólo un instante. Sacó luego del arma dos fuelles vacíos y los puso en un rincón. Mientras, en cuclillas, Ylla trataba inútilmente de recoger los trozos del vaso.

- ¿Qué estuviste haciendo? - preguntó.

- Nada - respondió él, de espaldas, quitándose la máscara.

- Pero... el arma. Oí dos disparos.

- Estaba cazando, eso es todo. De vez en cuando me gusta cazar. ¿Vino el doctor Nlle?

- No.

- Déjame pensar. - El señor K castañeteó fastidiado los dedos. - Claro, ahora recuerdo. No iba a venir hoy, sino mañana. Qué tonto soy.

Se sentaron a la mesa. Ylla miraba la comida, con las manos inmóviles.

- ¿Qué te pasa? - le preguntó su marido sin mirarla, mientras sumergía en la lava unos trozos de carne.

- No sé. No tengo apetito.

- ¿Por qué?

- No sé. No sé por qué.

El viento se levantó en las alturas. El sol se puso, y la habitación pareció de pronto más fría y pequeña.

- Quisiera recordar - dijo Ylla rompiendo el silencio y mirando a lo lejos, más allá de la figura de su marido, frío, erguido, de mirada amarilla.

- ¿Qué quisieras recordar? - preguntó el señor K bebiendo un poco de vino.

- Aquella canción - respondió Ylla -, aquella dulce y hermosa canción. Cerró los ojos y tarareó algo, pero no la canción. - La he olvidado y no se por qué. No quisiera olvidarla. Quisiera recordarla siempre.

Movió las manos, como si el ritmo pudiera ayudarle a recordar la canción. Luego se recostó en su silla.

- No puedo acordarme - dijo, y se echó a llorar.

- ¿Por qué lloras? - le preguntó su marido.

- No sé, no sé, no puedo contenerme. Estoy triste y no sé por qué. Lloro y no sé por qué.

Lloraba con el rostro entre las manos; los hombros sacudidos por los sollozos.

- Mañana te sentirás mejor - le dijo su marido.

Ylla no lo miró. Miró únicamente el desierto vacío y las brillantísimas estrellas que aparecían ahora en el cielo negro, y a lo lejos se oyó el ruido creciente del viento y de las aguas frías que se agitaban en los largos canales. Cerró los ojos, estremeciéndose.

- Sí - dijo -, mañana me sentiré mejor.



FIN

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