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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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sábado, 18 de mayo de 2013

EL HOBBIT - J.R.R. TOLKIEN



EL HOBBIT
J.R.R. TOLKIEN


Esta es una historia de hace mucho tiempo. En esa época los lenguajes eran
bastante distintos de los de hoy... Las runas eran letras que en un principio se
escribían mediante cortes o incisiones en madera, piedra, o metal. En los días de
este relato los Enanos las utilizaban con regularidad, especialmente en registros
privados o secretos. Si las runas del Mapa de Thror son comparadas con las
transcripciones en letras modernas, no será difícil reconstruir el alfabeto (adaptado
al inglés actual), y será posible leer el título rúnico de esta página. Desde un
margen del mapa una mano apunta a la puerta secreta, y debajo está escrito:
Las dos ultimas runas son las iniciales de Thror y Thrain. Las runas lunares leídas
por Elrond eran:
En el Mapa los puntos cardinales están señalados con runas, con el Este arriba,
como es común en los mapas de enanos y han de leerse en el sentido de las
manecillas de reloj: Este, Sur, Oeste, Norte.
UNA TERTULIA INESPERADA
En un agujero en el suelo, vivía un hobbit. No un agujero húmedo, sucio,
repugnante, con restos de gusanos y olor a fango, ni tampoco un agujero seco,
desnudo y arenoso, sin nada en que sentarse o que comer: era un agujero-hobbit,
y eso significa comodidad.
Tenía una puerta redonda, perfecta como un ojo de buey, pintada de verde, con
una manilla de bronce dorada y brillante, justo en el medio. La puerta se abría a un
vestíbulo cilíndrico, como un túnel: un túnel muy cómodo, sin humos, con paredes
revestidas de madera y suelos enlosados y alfombrados, provisto de sillas
barnizadas, y montones y montones de perchas para sombreros y abrigos; el
hobbit era aficionado a las visitas. El túnel se extendía serpeando, y penetraba
bastante, pero no directamente, en la ladera de la colina —La Colina, como la
llamaba toda la gente de muchas millas alrededor—, y muchas puertecitas
redondas se abrían en él, primero a un lado y luego al otro. Nada de subir
escaleras para el hobbit: dormitorios, cuartos de baño, bodegas, despensas
(muchas), armarios (habitaciones enteras dedicadas a ropa), cocinas. Comedores,
se encontraban en la misma planta, y en verdad en el mismo pasillo. Las mejores
habitaciones estaban todas a la izquierda de la puerta principal, pues eran las
únicas que tenían ventanas, ventanas redondas, profundamente excavadas, que
miraban al jardín y los prados de más allá, camino del río.
Este hobbit era un hobbit acomodado, y se apellidaba Bolsón. Los Bolsón habían
vivido en las cercanías de La Colina desde hacía muchísimo tiempo, y la gente los
consideraba muy respetables, no sólo porque casi todos eran ricos, sino también
porque nunca tenían ninguna aventura ni hacían algo inesperado: uno podía saber
lo que diría un Bolsón acerca de cualquier asunto sin necesidad de preguntárselo.
Esta es la historia de cómo un Bolsón tuvo una aventura, y se encontró a sí mismo
haciendo y diciendo cosas por completo inesperadas. Podría haber perdido el
respeto de los vecinos, pero ganó... Bueno, ya veréis si al final ganó algo.
La madre de nuestro hobbit particular... pero, ¿qué es un hobbit? Supongo que los
hobbits necesitan hoy que se los describa de algún modo, ya que se volvieron
bastante raros y tímidos con la Gente Grande, como nos llaman. Son (o fueron)
gente menuda de la mitad de nuestra talla, y más pequeños que los enanos
barbados. Los hobbits no tienen barba. Hay poca o ninguna magia en ellos,
excepto esa común y cotidiana que los ayuda a desaparecer en silencio y
rápidamente, cuando gente grande y estúpida como vosotros o yo se acerca sin
mirar por dónde va, con un ruido de elefantes que puede oírse a una milla de
distancia. Tienden a ser gruesos de vientre; visten de colores brillantes (sobre todo
verde y amarillo); no usan zapatos, porque en los pies tienen suelas naturales de
piel y un pelo espeso y tibio de color castaño, como el que les crece en las
cabezas (que es rizado); los dedos son largos, mañosos y morenos, los rostros
afables, y se ríen con profundas y jugosas risas (especialmente después de cenar,
lo que hacen dos veces al día, cuando pueden). Ahora sabéis lo suficiente como
para continuar el relato. Como iba diciendo, la madre de este hobbit —o sea, Bilbo
Bolsón — era la famosa Belladonna Tuk, una de las tres extraordinarias hijas del
Viejo Tuk, patriarca de los hobbits que vivían al otro lado de Delagua, el riachuelo
que corría al pie de La Colina. Se decía a menudo (en otras familias) que tiempo
atrás un antepasado de los Tuk se había casado sin duda con un hada. Eso era,
desde luego, absurdo, pero por cierto había todavía algo no del todo hobbit en
ellos, y de cuando en cuando miembros del clan Tuk salían a correr aventuras.
Desaparecían con discreción, y la familia echaba tierra sobre el asunto; pero los
Tuk no eran tan respetables como los Bolsón, aunque indudablemente más ricos.
Al menos Belladonna Tuk no había tenido ninguna aventura después de
convertirse en la señora de Bungo Bolsón. Bungo, el padre de Bilbo, le construyó
el agujeró—hobbit más lujoso (en parte con el dinero de ella), que pudiera
encontrarse bajo La Colina o sobre La Colina o al otro lado de Delagua, y allí se
quedaron hasta el fin. No obstante, es probable que Bilbo, hijo único, aunque se
parecía y se comportaba exactamente como una segunda edición de su padre,
firme y comodón, tuviese alguna rareza de carácter del lado de los Tuk, algo que
sólo esperaba una ocasión para salir a la luz. La ocasión no llegó a presentarse
nunca, hasta que Bilbo Bolsón fue un adulto que rondaba los cincuenta años y
vivía en el hermoso agujero-hobbit que acabo de describiros, y cuando en verdad
ya parecía que se había asentado allí para siempre.
Por alguna curiosa coincidencia, una mañana de hace tiempo en la quietud del
mundo, cuando había menos ruido y más verdor, y los hobbits eran todavía
numerosos y prósperos, y Bilbo Bolsón estaba de pie en la puerta del agujero,
después del desayuno, fumando una enorme y larga pipa de madera que casi le
llegaba a los dedos lanudos de los pies (bien cepillados), Gandalf apareció de
pronto. ¡Gandalf! Si sólo hubieseis oído un cuarto de lo que yo he oído de él, y he
oído sólo muy poco de todo lo que hay que oír, estaríais preparados para
cualquier especie de cuento notable— Cuentos y aventuras brotaban por donde
quiera que pasara, de la forma más extraordinaria. No había bajado a aquel
camina al pie de La Colina desde hacía años y años, desde la muerte de su amigo
el Viejo Tuk, y los hobbits casi habían olvidado cómo era. Había estado lejos, más
allá de La Colina y del otro lado de Delagua por asuntos particulares, desde el
tiempo en que todos ellos eran pequeños niños hobbits y niñas hobbits.
Todo lo que el confiado Bilbo vio aquella mañana fue un anciano con un bastón.
Tenía un sombrero azul, alto y puntiagudo, una larga capa gris, una bufanda de
plata sobre la que colgaba una barba larga y blanca hasta más abajo de la cintura,
y botas negras.
—¡Buenos días! — dijo Bilbo, y esto era exactamente lo que quería decir. El sol
brillaba y la hierba estaba muy verde. Pero Gandalf lo miró desde debajo de las
cejas largas y espesas, más sobresalientes que el ala del sombrero, que le
ensombrecía la cara.
—¿Qué quieres decir? — pregunto — ¿Me deseas un buen día, o quieres decir
que es un buen día, lo quiera yo o no; o que hoy te sientes bien; o que es un día
en que conviene ser bueno? —Todo eso a la vez —dijo Bilbo—. Y un día
estupendo para una pipa de tabaco a la puerta de casa, además. ¡Si lleváis una
pipa encima, sentaos y tomad un poco de mi tabaco! ¡No hay prisa, tenemos todo
el día por delante! —entonces Bilbo se sentó en una silla junto a la puerta, cruzo
las piernas, y lanzó un hermoso anillo de humo gris que navegó en el aire sin
romperse, y se alejó flotando sobre La Colina.
—¡Muy bonito! —dijo Gandalf— Pero esta mañana no tengo tiempo para anillos de
humo. Busco a alguien con quien compartir una aventura que estoy planeando, y
es difícil dar con él.
—Pienso lo mismo... En estos lugares somos gente sencilla y tranquila y no
estamos acostumbrados a las aventuras. ¡Cosas desagradables, molestas e
incómodas que retrasan la cena! No me explico por qué atraen a la gente —dijo
nuestro señor Bolsón, y metiendo un pulgar detrás del tirante lanzó otro anillo de
humo más grande aun. Luego sacó el correo matutino v se puso a leer, fingiendo
ignorar al viejo, Pero el viejo no se movió. Permaneció apoyado en el bastón
observando al hobbit sin decir nada, hasta que Bilbo se sintió bastante incómodo y
aun un poco enfadado.
—¡Buenos días! —dijo al fin—. ¡No queremos aventuras aquí, gracias! ¿Por qué
no probáis más allá de La Colina o al otro lado de Delagua? —Con esto daba a
entender que la conversación había terminado.
—¡Para cuántas cosas empleas el Buenas días!, —dijo Gandalf—. Ahora quieres
decir que intentas deshacerte de mí y que no serán buenos hasta que me vaya.
—¡De ningún modo, de ningún modo, mi querido señor!—. Veamos, no creo
conocer vuestro nombre...
—¡Sí, sí, mi querido señor, y yo sí que conozco tu nombre, señor Bilbo Bolsón! Y
tú también sabes el mío, aunque no me unas a él. ¡Yo soy Gandalf, y Gandalf soy
yo! ¡Quién iba a pensar que un hijo de Belladonna Tuk me daría los buenos días
como si yo fuese vendiendo botones de puerta en puerta!
—¡Gandalf Gandalf! ¡Válgame el cielo! ¿No sois vos el mago errante que dio al
Viejo Tuk un par de botones mágicos de diamante que se abrochaban solos y no
se desabrochaban hasta que les dabas una orden? ¿No sois vos quien contaba en
las reuniones aquellas historias maravillosas de dragones y trasgos y gigantes y
rescates de princesas v la inesperada fortuna de los hijos de madre viuda? ¿No el
hombre que acostumbraba a fabricar aquellos fuegos de artificio tan excelentes?
¡Los recuerdo! El Viejo Tuk los preparaba en los solsticios de verano.
¡Espléndidos! Subían como grandes lirios, cabezas de dragón y árboles de fuego
que quedaban suspendidos en el aire durante todo el crepúsculo. —Ya os habréis
dado cuenta de que el señor Bolsón no era tan prosaico como él mismo creía, y
también de que era muy aficionado a las flores. —¡Diantre! —continuó—. ¿No sois
vos el Gandalf responsable de que tantos y tantos jóvenes apacibles partiesen
hacia el Azul en busca de locas aventuras? Cualquier cosa desde trepar árboles a
visitar elfos... o zarpar en barcos, ¡y navegar hacia otras costas! ¡Caramba!, la vida
era bastante apacible entonces Quiero decir, en un tiempo tuvisteis la costumbre
de perturbarlo todo en estos sitios. Os pido perdón, pero no tenía ni idea de que
todavía estuvieseis en actividad.
—¿Dónde si no iba a estar? —dijo el mago—. De cualquier modo me complace
descubrir que aún recuerdas algo de mí. Al menos, parece que recuerdas con
cariño mis fuegos artificiales, y eso es reconfortante. Y en verdad, por la memoria
de tu viejo abuelo Tuk y por la memoria de la pobre Belladonna, te concederé lo
que has pedido.
—Perdón, ¡yo no he pedido nada!
—¡Sí, sí, lo has hecho! Dos veces ya. Mi perdón. Te lo doy. De hecho iré tan lejos
como para embarcarte en esa aventura. Muy divertida para mi, muy buena para
ti... y quizá también muy provechosa, si sales de ella sano y salvo.
—¡Disculpad! No quiero ninguna aventura, gracias, Hoy no. ¡Buenos días! Pero
venid a tomar el té... ¡cuando gustéis! ¿Por qué no mañana? ¡Sí, venid mañana!
¡Adiós! —Con esto el hobbit retrocedió escabulléndose por la redonda puerta
verde, y la cerró lo más rápido que pudo sin llega; a parecer grosero. Al fin y al
cabo, un mago es un mago.
"¡Para qué diablos lo habré invitado al té!" se dijo Bilbo cuando iba hacia la
despensa. Acababa de desayunar hacía muy poco, pero pensó que un pastelillo o
dos y un trago de algo le sentarían bien después del sobresalto.
Gandalf, mientras tanto, seguía a la puerta, riéndose larga y apaciblemente. Al
cabo de un rato subió, y con la punta del bastón dibujó un signo extraño en la
hermosa puerta verde del hobbit. Luego se alejó a grandes zancadas, justo en el
momento en que Bilbo ya estaba terminando el segundo pastel y empezando a
pensar que había conseguido librarse al fin de cualquier posible aventura.
Al día siguiente casi se había olvidado de Gandalf. No recordaba muy bien las
cosas, a menos que las escribiese en la Libreta de Compromisos; de este modo:
Gandalf Té Miércoles. El día anterior había estado demasiado aturdido como para
ponerse a anotar.
Un momento antes de la hora del té se oyó un tremendo campanillazo en la puerta
principal, ¡y entonces se acordó! Se apresuró y puso la marmita, sacó otra taza y
un platillo y un pastel o dos más, y corrió a la puerta.
—¡Siento de veras haberle hecho esperar! —iba a decir, cuando vio que en
realidad no era Gandalf. Era un enano de barba azul, recogida en un cinturón
dorado, y ojos muy brillantes bajo el capuchón verde oscuro. Tan pronto como la
puerta se abrió, entró deprisa como si le estuviesen esperando.
Colgó la capa encapuchada en la percha más cercana, y —¡Dwalin a vuestro
servicio! —dijo saludando con una reverencia.
—¡Bilbo Bolsón al vuestro! —dijo el hobbit, demasiado sorprendido como para
hacer cualquier pregunta por el momento. Cuando el silencio que siguió empezó a
hacerse incómodo, añadió—: Estoy a punto de tomar el té; por favor acercaos y
tomad algo conmigo. —Un tanto tieso, tal vez, pero habló con amabilidad. ¿Y qué
haríais Vosotros, si un enano llegara de súbito y colgara sus cosas en vuestro
vestíbulo sin dar explicaciones?
Llevaban apenas un rato a la mesa, en verdad estaban empezando el tercer
pastelillo, cuando resonó otro campanillazo todavía más estridente.
—¡Disculpad! —dijo el hobbit, y fue hacia la puerta.
—¡Así que al fin habéis venido! —Esto era lo que iba a decirle ahora a Gandalf.
Pero no era Gandalf. En cambio vio en el umbral un enano que parecía muy viejo,
de barba blanca y capuchón escarlata, y éste también entró de un salto tan pronto
como la puerta se abrió, como si fuera un invitado.
—Veo que ya han empezado a llegar —dijo cuando vio en la percha el capuchón
verde de Dwalin. Colocó el suyo rojo junto al otro y —¡Balin a vuestro servicio! —
dijo con la mano en el pecho.
—¡Gracias! —dijo Bilbo casi sin voz. No era la respuesta más apropiada, pero el
han empezado a llegar lo había dejado perplejo. Le gustaban las visitas, aunque
prefería conocerlas antes de que llegasen, e invitarlas él mismo. Tenía el terrible
presentimiento de que los pasteles no serían suficientes, y como conocía las
obligaciones de un anfitrión y las cumplía con puntualidad aunque le parecieran
penosas, quizá él se quedara sin ninguno.
—¡Entre, y sírvase una taza de té! —consiguió decir luego de tomar aliento.
—Un poco de cerveza me iría mejor, si a vos no os importa, mi buen señor —dijo
Balin, el de la barba blanca— Pero no me incomodaría un pastelillo, un pastelillo
de semillas, si tenéis alguno.
—¡Muchos! —se encontró Bilbo respondiendo, sorprendido, y se encontró,
también, corriendo a la bodega para echar en una jarra una pinta de cerveza, y
después a la despensa a recoger dos sabrosos pastelillos de semillas que había
hecho esa tarde para el refrigerio de después de la cena.
Cuando regresó, Balin y Dwalin estaban charlando a la mesa como viejos amigos
(en realidad eran hermanos). Bilbo depositó la cerveza y el pastel delante de ellos,
cuando de nuevo se oyó un fuerte campanillazo, y después otro.
"¡Gandalf de seguro esta vez!" pensó mientras resoplaba por el pasillo. Pero no;
eran dos enanos más, ambos con capuchones azules, cinturones de plata y
barbas amarillas; y cada uno de ellos llevaba una bolsa de herramientas y una
pala. Saltaron adentro, tan pronto la puerta empezó a abrirse. Bilbo ya apenas se
sorprendió.
—¿En qué puedo yo serviros, mis queridos enanos? —dijo.
—¡Kili a vuestro servicio! —dijo uno—. ¡Y Fíli! —añadió el otro; y ambos se
sacaron a toda prisa los capuchones azules e hicieron una reverencia.
—¡Al vuestro y al de vuestra familia! —replicó Bilbo, recordando esta vez sus
buenos modales.
—Veo que Dwalin y Balin están ya aquí —dijo Kili— ¡Unámonos al tropel!
"¡Tropel!" pensó el señor Bolsón. "No me gusta el sonido de esa palabra. Necesito
sentarme un minuto y recapacitar, y echar un trago. "Sólo había alcanzado a
mojarse los labios, en un rincón, mientras los cuatro enanos se sentaban en torno
a la mesa, y charlaban sobre minas y oro y problemas con los trasgos, y las
depredaciones de los dragones, y un montón de otras cosas que él no entendía, y
no quería entender, pues parecían demasiado aventureras, cuando, din—don—
dan, la campana sonó de nuevo, como si algún travieso niño hobbit intentase
arrancar el llamador.
—¡Alguien más a la puerta! —dijo, parpadeando.
—Por el sonido yo diría que unos cuatro —dijo Fíli—. Además, los vimos venir
detrás de nosotros a lo lejos.
El pobrecito hobbit se sentó en el vestíbulo y apoyando la cabeza en las manos,
se preguntó qué había pasado, y qué pasaría ahora, y si todos se quedarían a
cenar. En ese momento la campana sonó de nuevo más fuerte que nunca, y tuvo
que correr hacia la puerta. Y no eran cuatro, sino cinco. Otro enano se les había
acercado mientras él seguía en el vestíbulo preguntándose qué ocurría. Apenas
habíagirado la manija y ya todos estaban dentro, haciendo reverencias y diciendo
uno tras otro "a vuestro servicio". Dori, Nori, Ori, Óin, y Glóin eran sus nombres, y
al momento dos capuchones de color púrpura, uno gris, uno castaño y uno blanco,
colgaban de las perchas, y allá fueron los enanos con las manos anchas metidas
en los cinturones de oro y plata a reunirse con los otros. Ya casi eran un tropel.
Unos pedían cerveza del país, otros cerveza negra, uno café, y todos ellos
pastelillos; así que tuvieron al hobbit muy ocupado durante un rato.
Una gran cafetera había sido puesta a la lumbre, los pastelillos de semillas ya se
habían acabado, y los enanos empezaban una ronda de bollos con mantequilla,
cuando de pronto... un fuerte golpe. No un campanillazo, sino un fuerte toc—toc
en la preciosa puerta verde del hobbit. ¡Alguien estaba llamando a bastonazos!
Bilbo corrió por el pasillo, muy enfadado, y por completo atribulado y compungido;
éste era el miércoles más desagradable que pudiera recordar. Abrió la puerta de
un bandazo, y todos rodaron dentro, uno sobre otro. Más enanos, ¡cuatro más! Y
detrás Gandalf, apoyado en su vara y riendo. Había hecho una muesca bastante
grande en la hermosa puerta; por cierto, también había borrado la marca secreta
que pusiera allí la mañana anterior.
—¡Tranquilidad, tranquilidad! —dijo—. ¡No es propio de ti, Bilbo, tener a los
amigos esperando en el felpudo y luego abrir la puerta de sopetón! ¡Déjame
presentarte a Bifur, Bofur, Bombur, y sobre todo a Thorin!
—¡A vuestro servicio! —dijeron Bifur, Bofur y Bombur los tres en hilera. En seguida
colgaron dos capuchones amarillos y uno verde pálido; y también uno celeste con
una gran borla de plata. Este último pertenecía a Thorin, un enorme e importante
enano, de hecho nada más y nada menos que el propio Thorin Escudo de Roble,
a quien no le gustó nada caer de bruces sobre el felpudo de Bilbo con Bifur, Bofur
y Bombur sobre él. Ante todo, Bombur era enormemente gordo y pesado. Thorin
era muy arrogante, y no dijo nada sobre servicio; pero el pobre señor Bolsón le
repitió tantas veces que lo sentía, que el enano gruñó al fin: —Le ruego no lo
mencione más — y dejó de fruncir el ceño.
—¡Vaya, ya estamos todos aquí! —dijo Gandalf, mirando la hilera de trece
capuchones, una muy vistosa colección de capuchones, y su propio sombrero
colgados en las perchas—. ¡Qué alegre reunión! ¡Espero que quede algo de
comer y beber para los rezagados! ¿Qué es eso? ¡Té! ¡No, gracias! Para mí un
poco de vino tinto.
—Y también yo —dijo Thorin.
—Y mermelada de frambuesa y tarta de manzana—dijo Bifur.
—Y pastelillos de carne y queso —dijo Bofur.
—Y pastel de carne de cerdo y también ensalada—dijo Bombur.
—Y más pasteles, y cerveza, y café, si no os importa—gritaron los otros enanos al
otro lado de la puerta.
—Prepara unos pocos huevos. ¡Qué gran amigo!—gritó Gandalf mientras el hobbit
corría a las despensas. ¡Y saca el pollo frío y unos encurtidos!
"¡Parece conocer el interior de mi despensa tanto como yo!" pensó el señor
Bolsón, que se sentía del todo desconcertado y empezaba a preguntarse si la más
lamentable aventura no había ido a caer justo a su propia casa. Cuando terminó
de apilar las botellas y los platos y los cuchillos y los tenedores y los vasos y las
fuentes y las cucharas y demás cosas en grandes bandejas, estaba acalorado,
rojo como la grana y muy fastidiado.
—¡Malditos y condenados enanos! —dijo en voz alta— ¿Por qué no vienen y me
echan una mano?——Y he aquí que allí estaban Balin y Dwalin en la puerta de la
cocina, y Fíli y Kili tras ellos, y antes de que pudiese decir cuchillo, ya se habían
llevado a toda prisa las bandejas y un par de mesas pequeñas al salón, y allí
colocaron todo otra vez.
Gandalf se puso a la cabecera, con los trece enanos alrededor, y Bilbo se sentó
en un taburete junto al fuego, mordisqueando una galleta (había perdido el apetito)
e intentando aparentar que todo era normal y de ningún modo una aventura. Los
enanos comieron y comieron, charlaron y charlaron, y el tiempo pasó. Por último
echaron atrás las sillas, y Bilbo se puso en movimiento, recogiendo platos y vasos.
—Supongo que os quedaréis todos a cenar —dijo en uno de sus más educados y
reposados tonos.
—¡Claro que sí! —dijo Thorin— y después también. No nos meteremos en el
asunto hasta más tarde, y antes podemos hacer un poco de música. ¡Ahora a
levantar las mesas!
En seguida los doce enanos —no Thorin, él era demasiado importante, y se quedó
charlando con Gandalf— se incorporaron de un salto, e hicieron enormes pilas con
todas las cosas. Allá se fueron, sin esperar por las bandejas, llevando en equilibrio
en una mano las columnas de platos, cada una de ellas con una botella encima,
mientras el hobbit corría detrás casi dando chillidos de miedo: —¡Por favor,
cuidado! —y— ¡Por favor, no se molesten! Yo me las arreglo —. Pero los enanos
no le hicieron caso y se pusieron a cantar:
¡Desportillad los vasos y destrozad los platos!
¡Embotad los cuchillos, doblad los tenedores!
¡Esto es lo que Bilbo Bolsón detesta tanto!
¡Estrellad las botellas y quemad los tapones!
¡Desgarrad el mantel, pisotead la manteca,
y derramad la leche en la despensa!
¡Echad los huesos en la alfombra del cuarto!
¡Salpicad de vino todas las puertas!
¡Vaciad los cacharros en un caldero hirviente;
hacedlos trizas, a barrotazos;
y cuando terminéis, si aún algo queda entero,
echadlo a rodar pasillo abajo!
¡Esto es lo que Bilbo Bolsón detesta tanto!
¡De modo que cuidado! ¡Cuidado con los platos!
Y desde luego no hicieron ninguna de estas cosas terribles, y todo se limpió y se
guardó a la velocidad del rayo, mientras el hobbit daba vueltas y más vueltas en
medio de la cocina intentando ver qué hacían. Al fin regresaron, y encontraron a
Thorin con los pies en el guardafuego fumándose una pipa. Estaba haciendo unos
enormes anillos de humo, y dondequiera que le dijera a uno que fuese, allí iba —
chimenea arriba, o detrás del reloj sobre la repisa, o bajo la mesa, o girando y
girando en el techo—, pero dondequiera que fuesen no eran bastante rápidos para
escapar a Gandalf. ¡Pop! De la pipa de barro de Gandalf subía en seguida un
anillo más pequeño que atravesaba el último anillo de Thorin. Luego el anillo de
Gandalf tomaba un color verde, y bajaba a flotar sobre la cabeza del mago. Tenía
ya toda una nube alrededor, y a la luz indistinta parecía una figura extraña y
fantasmagórica. Bilbo permanecía inmóvil y observaba —le encantaban los anillos
de humo— y se sonrojó al recordar qué orgulloso había estado de los anillos que
en la mañana anterior lanzara al viento sobre La Colina.
—¡Ahora un poco de música! —dijo Thorin—. ¡Sacad los instrumentos!
Kili y Fíli se apresuraron a buscar las bolsas y trajeron unos pequeños violines;
Dori, Nori y Ori sacaron unas flautas de algún bolsillo de los capotes; Bombur
tamborileó desde el vestíbulo; Bifur y Bofur salieron también, y volvieron con unos
clarinetes que habían dejado entre los bastones. Dwalin y Balin dijeron:
—¡Disculpadme, dejé el mío en el porche! —Y Thorin dijo: —¡Trae el mío también!
—Regresaron con unas violas tan grandes como ellos mismos, y con el arpa de
Thorin envuelta en una tela verde. Era una hermosa arpa dorada, y cuando Thorin
la rasgueó, los otros enanos empezaron juntos a tocar una música, tan súbita y
dulcemente que Bilbo olvidó todo lo demás, y fue transportado a unas tierras
distantes y oscuras, bajo lunas extrañas, lejos de Delagua y muy lejos del
agujero—hobbit bajo La Colina.
La oscuridad penetró en la habitación por el ventanuco que se abría en la ladera
de La Colina; el fuego parpadeaba —era abril— y aún seguían tocando, mientras
la sombra de la barba de Gandalf danzaba contra la pared.
La oscuridad invadió toda la habitación, y el fuego se extinguió y las sombras se
borraron; y todavía seguían tocando. Y de pronto, uno primero y luego otro,
mientras tocaban, entonaron el canto grave que antaño cantaran los enanos, en lo
más hondo de las viejas moradas, y estas líneas son como un fragmento de esa
canción, aunque no hay comparación posible sin la música.
Más allá de las frías y brumosas montañas,
a mazmorras profundas y cavernas antiguas,
en busca del metal amarillo encantado,
hemos de ir, antes que el día nazca.
Los enanos echaban hechizos poderosos
mientras las mazas tañían como campanas,
en simas donde duermen criaturas sombrías,
en salas huecas bajo las montañas.
Para el antiguo rey y el señor de los Elfos
los enanos labraban martilleando
un tesoro dorado, y la luz atrapaban
y en gemas la escondían en la espada.
En collares de plata ponían y engarzaban
estrellas florecientes, el fuego del dragón
colgaban en coronas, en metal retorcido
entretejían la luz de la luna y del sol.
Más allá de las frías y brumosas montañas,
a mazmorras profundas y cavernas antiguas
a reclamar el oro hace tiempo olvidado,
hemos de ir, antes que el día nazca.
Allí para ellos mismos labraban las vasijas
y las arpas de oro; pasaban mucho tiempo
donde otros no cavaban; y allí muchas canciones
cantaron que los hombres o los Elfos no oyeron.
Los vientos ululaban en medio de la noche,
y los pinos rugían en la cima.
El fuego era rojo, y llameaba extendiéndose,
los árboles como antorchas de luz resplandecían.
Las campanas tocaban en el valle,
y hombres de cara pálida observaban el cielo,
la ira del dragón, más violenta que el fuego,
derribaba las torres y las casas.
La montaña humeaba a la luz de la luna;
los enanos oyeron los pasos del destino,
huyeron y cayeron y fueron a morir
a los pies del palacio, a la luz de la luna.
Más allá de las hoscas y brumosas montañas,
a mazmorras profundas y cavernas antiguas
a quitarle nuestro oro y las arpas,
¡hemos de ir, antes que el día nazca!
Mientras cantaban, el hobbit sintió dentro de él el amor de las cosas hermosas
hechas a mano con ingenio y magia; un amor fiero y celoso, el deseo de los
corazones de los enanos. Entonces algo de los Tuk renació en él: deseó salir y ver
las montañas enormes, y oír los pinos y las cascadas, y explorar las cavernas, y
llevar una espada en vez de un bastón. Miró por la ventana. Las estrellas
asomaban fuera en el cielo oscuro, sobre los árboles. Pensó en las joyas de los
enanos que brillaban en las cavernas tenebrosas. De repente, en el bosque de
más allá de Delagua se alzó un fuego, —quizá alguien encendía una hoguera— y
pensó en dragones devastadores que invadían la pacífica Colina envolviendo todo
en llamas. Se estremeció; y en seguida volvió a ser el sencillo señor Bolsón, de
Bolsón Cerrado, Sotomonte otra vez.
Se incorporó temblando. Tenía muy pocas ganas de traer la lámpara, y apenas un
poco más de pretender que iba a buscarla y marcharse y esconderse luego en la
bodega detrás de los barriles de cerveza y no salir más hasta que los enanos se
fueran. De pronto advirtió que la música y el canto habían cesado y que todos lo
miraban con ojos brillantes en la oscuridad.
—¿Adónde vas? —le preguntó Thorin, en un tono que parecía querer mostrar que
adivinaba los pensamientos contradictorios del hobbit.
—¿Qué os parece un poco de luz? —dijo Bilbo disculpándose.
—Nos gusta la oscuridad —dijeron todos los enanos—. ¡Oscuridad para asuntos
oscuros! Faltan aún muchas horas hasta el alba.
—¡Por supuesto! —dijo Bilbo, y volvió a sentarse a toda prisa. No le acertó al
taburete y se sentó en cambio en el guardafuegos, derribando con estrépito el
atizador y la pala.
—¡Silencio! —dijo Gandalf—. ¡Que hable Thorin! —Y así fue como Thorin empezó.
—¡Gandalf, enanos y señor Bolsón! Nos hemos reunido en casa de nuestro amigo
y compañero conspirador, este hobbit de lo más excelente y audaz. ¡Que nunca se
le caiga el pelo de los pies! ¡Toda nuestra alabanza al vino y la cerveza de la
región! —Se detuvo a tomar un respiro y a esperar una cortés observación del
hobbit, pero al pobre Bilbo se le habían agotado las cortesías, y movía la boca
tratando de protestar porque lo habían llamado audaz, y peor que eso, compañero
conspirador aunque no emitió ningún sonido; se sentía de veras estupefacto. De
modo que Thorin continuó:
—Nos hemos reunido aquí para discutir nuestros planes, medios, política y
recursos. Emprenderemos ese largo viaje poco antes que rompa el día, un viaje
que para algunos de nosotros, o quizá para todos (excepto para nuestro amigo y
consejero, el ingenioso mago Gandalf) quizá sea un viaje sin retorno. Este es un
momento solemne. Nuestro objetivo, supongo, todos lo conocemos bien. Para el
estimable señor Bolsón, y quizá para uno o dos de los enanos más jóvenes (creo
que acertaría si nombrara a Kili y a Fíli, por. Ejemplo), la situación exacta y actual
podría necesitar de una breve explicación...
Esté era el estilo de Thorin. Era un enano importante. Si se lo hubieran permitido,
quizá habría seguido así hasta quedarse sin aliento, sin dejar de decir a cada uno
algo ya sabido. Pero lo interrumpieron de mal modo. El pobre Bilbo no pudo
soportarlo más. Cuando oyó quizá sea un viaje sin retomo empezó a sentir que un
chillido le subía desde dentro, y muy pronto estalló como el silbido de una
locomotora a la salida de un túnel. Todos los enanos se pusieron en pie de un
salto derribando la mesa. Gandalf golpeó el extremo de la vara mágica que emitió
una luz azul, y en el resplandor se pudo ver al pobre hobbit de rodillas sobre la
alfombra junto al hogar, temblando como una gelatina que se derrite. En seguida
cayó de bruces al suelo, y se puso a gritar: —¡Alcanzado por un rayo, alcanzado
por un rayo! —una y otra vez, y eso fue todo lo que pudieron sacarle durante largo
tiempo. Así que lo levantaron y lo tumbaron en un sofá de la sala, con un trago a
mano, y volvieron a sus oscuros asuntos.
—Excitable el compañerito —dijo Gandalf, mientras se sentaban de nuevo—.
Tiene extraños y graciosos ataques, pero es uno de los mejores: tan fiero como un
dragón en apuros.
Si habéis visto alguna vez un dragón en apuros, comprenderéis que esto sólo
podía ser una exageración poética aplicada a cualquier, hobbit, aun a Toro
Bramador, el tío bisabuelo del Viejo Tuk, tan enorme (como hobbit) que hasta
podía montar a caballo. En la batalla de los Campos Verdes había cargado contra
las filas de trasgos del Monte Gram, y blandiendo una porra de madera le arrancó
de cuajo la cabeza al rey Golfimbul. La cabeza salió disparada unas cien yardas
por el aire y fue a dar a la madriguera de un conejo, y de esta forma, y a la vez, se
ganó la batalla y se inventó el juego de golf.
Mientras tanto, sin embargo, el más gentil descendiente de Toro Bramador volvía
a la vida en la sala de estar. Al cabo de un rato y luego de un trago se arrastró
nervioso hacia la puerta. Esto fue lo que oyó; hablaba Glóin: —¡Hum! —o un
bufido semejante—. ¿Creéis que servirá? Está muy bien que Gandalf diga que
este hobbit es fiero, pero un chillido como ése en un momento de excitación
bastaría para despertar al dragón y al resto de la parentela, y matamos a todos.
¡Creo que sonaba más a miedo que a excitación! En verdad, si no fuese por la
señal en la puerta, juraría que habíamos venido a una casa equivocada. Tan
pronto como eché una ojeada a ese pequeñajo que se sacudía y resoplaba sobre
el felpudo, tuve mis dudas. ¡Más parece un tendero que un saqueador!
En ese momento el señor Bolsón abrió la puerta y entró. La vena Tuk había
ganado. De pronto sintió que si se quedaba sin cama ni desayuno podría parecer
realmente fiero. En cuanto al pequeñajo que se sacudía sobre el felpudo casi le
hizo perder la cabeza. Más tarde, y a menudo, la parte Bolsón se lamentaría de lo
que hizo entonces, y se diría: —Bilbo, fuiste un tonto; te decidiste a entrar y
metiste la pata.
—Perdonadme —dijo—, si por casualidad he oído lo que estabais diciendo. No
pretendo entender lo que habláis, ni esa referencia a saqueadores, pero no creo
equivocarme si digo que sospecháis que no sirvo —esto es lo que él llamaba no
perder la dignidad—. Lo demostraré. No hay señal alguna en mi puerta, se pintó la
semana anterior, y estoy seguro de que habéis venido a la casa equivocada.
Desde el momento en que vi vuestras extrañas caras en el umbral tuve mis dudas.
Pero considerad que es la casa correcta. Decidme lo que queréis que haga y lo
intentaré, aunque tuviera que ir desde aquí hasta el Este del Este y luchar con los
hombres gusanos del Ultimo Desierto. Tuve, una vez, un tío architatarabuelo, Toro
Bramador Tuk, y...
—Sí, sí, pero eso fue hace mucho —dijo Glóin— Estaba hablando de vos. Y os
aseguro que hay una marca en esta puerta: la normal en el negocio, o la que
hasta hace poco era normal. Saqueador nocturno busca un buen trabajo, con
mucha Excitación y Remuneración razonable, así es como todo el mundo la
entiende. Podéis decir Buscador Experto de Tesoros en vez de saqueador si lo
preferís. Algunos lo hacen. Para nosotros es lo mismo. Gandalf nos dijo que había
un hombre de esas características por estos lugares, que buscaba un trabajo
inmediato, y que habían concertado una cita este miércoles, aquí y a la hora del
té.
—Claro que hay una marca —dijo Gandalf—. La puse yo mismo. Por muy buenas
razones. Me pedisteis que encontrara al hombre catorceavo para vuestra
expedición, y elegí al señor Bilbo. Basta que alguien diga que elegí al hombre o la
casa equivocada y podéis quedaros en trece y tener toda la mala suerte que
queráis, o volver a picar carbón.
Clavó la mirada con tal ira en Glóin que el enano se acurrucó en la silla; y cuando
Bilbo intentó abrir la boca para hacer una pregunta, se volvió hacia él con el ceño
fruncido, adelantando las cejas espesas, hasta que el hobbit cerró la boca de
golpe. —Está bien —dijo Gandalf—. No discutamos más. He elegido al señor
Bolsón y eso tendría que bastar a todos. Si digo que es un saqueador nocturno, lo
es de veras, o lo será llegado el momento. Hay mucho más en él de lo que
imagináis y mucho más de lo que él mismo se imagina. Tal vez (posiblemente)
aun viváis todos para agradecérmelo. Ahora Bilbo, muchacho, ¡vete a buscar la
lámpara y pongamos un poco de luz a todo esto!
Sobre la mesa, a la luz de una gran lámpara de pantalla roja, Gandalf extendió un
trozo de pergamino bastante parecido a un mapa *.
—Esto lo hizo Thror, tu abuelo, Thorin —dijo respondiendo a las excitadas
preguntas de los enanos— Es un plano de la Montaña.
—No creo que nos sea de gran ayuda —dijo Thorin desilusionado, tras echar un
vistazo—. Recuerdo la Montaña muy bien, así como las tierras que hay por allí. Y
sé dónde está el Bosque Negro, y el Brezal Marchito, donde se crían los grandes
dragones.
—Hay un dragón señalado en rojo sobre la Montana
—dijo Balin—, pero será bastante fácil encontrarlo sin eso, si alguna vez llegamos
allí.
—Hay también un punto que no habéis advertido
—dijo el mago—, y es la entrada secreta ¿Veis esa runa en el lado oeste, y la
mano que apunta hacia ella desde las otras runas? Eso indica un pasadizo oculto
a los Salones
Inferiores. —Mirad el mapa al principio de este libro, y allí veréis las runas.
—Puede que en otra época fuese secreto —dijo Thorin—, pero ¿cómo sabremos
si todavía lo es? El Viejo Smaug ha vivido allí mucho tiempo y ha de conocer bien
esas cuevas.
—Tal ver... pero no pudo haberlo utilizado desde hace años y años.
—¿Por qué?
—Porque es demasiado pequeño. Cinco pies de altura y tres pasan con holgura,
dicen las runas, pero Smaug no podría arrastrarse por un agujero de ese tamaño,
ni siquiera cuando era un dragón joven, y menos después de haber devorado
tantos enanos y hombres de Valle.
—Pues a mí me parece un agujero bastante grande— chilló Bilbo que nada sabía
de dragones, y en cuanto a agujeros sólo conocía los de los hobbits. Se sentía
otra vez excitado e interesado, y olvidó mantener la boca cerrada. Le encantaban
los mapas, y en el vestíbulo colgaba uno enorme del País Redondo con todos sus
caminos favoritos marcados en tinta roja—, ¿Cómo una puerta tan grande pudo
haber sido un secreto para todo el mundo, aun sin contar al dragón? —preguntó.
Recordad que era sólo un pequeño hobbit.
—De muchos modos —dijo Gandalf—. Pero cómo ha quedado oculta, no lo
sabremos sin antes ir a mirar. Por lo que dice el mapa me imagino que hay una
puerta cerrada que no se distingue del resto de la ladera. El método común entre
los enanos, ¿no es cieno?
—Muy cierto —dijo Thorin.
—Además —prosiguió Gandalf—, olvidé mencionar que con el mapa venía una
llave, una llave pequeña y rara. ¡Hela aquí! —dijo, y dio a Thorin una llave de
plata, larga, de dientes intrincados—. ¡Guárdala bien!
—Así lo haré —dijo Thorin, y la enganchó en una cadenilla que le colgaba del
cuello bajo la chaqueta—. Ahora las cosas parecen más prometedoras. Estas
noticias les dan mejor aspecto. Hasta hoy no teníamos una idea demasiado clara
de lo que podíamos hacer. Pensábamos marchar hacia el Este en silencio y con
toda la cautela posible, hasta llegar a Lago Largo. Las dificultades empezarían
después...
—Mucho antes, si algo sé de los caminos del Este—interrumpió Gandalf.
—Podríamos subir desde allí bordeando el Río Rápido —dijo Thorin sin prestar
atención—, y luego hasta las ruinas de Valle, la vieja ciudad a la sombra de la
Montaña. Pero a ninguno nos gustaba mucho la idea de la Puerta Principal. El río
sale justo ahí atravesando el gran risco al sur de la Montaña, y de ahí sale también
el dragón, muy a menudo desde hace tiempo, a menos que haya cambiado de
costumbres.
—Eso no sería bueno —dijo el mago—, no sin un guerrero poderoso, o aun un
héroe. Intenté conseguir uno; pero los guerreros están todos ocupados luchando
entre ellos en tierras lejanas, y en esta vecindad los héroes son escasos, o al
menos no se los encuentra. Las espadas están aquí casi todas embotadas, las
hachas se utilizan para cortar árboles y los escudos como cunas o cubrefuentes; y
para comodidad de todos, los dragones están muy lejos (y de ahí que sean
legendarios). Por este motivo me dediqué a merodear de noche, sobre todo desde
que recordé la existencia de una puerta lateral. Y aquí tenemos a nuestro pequeño
Bilbo Bolsón, el saqueador, electo y selecto. Así que continuemos y hagamos
planes.
—Muy bien —dijo Thorin—, supongamos entonces que el experto mismo nos da
alguna idea o sugerencia. —Se volvió con una cortesía burlona hacia Bilbo.
—En primer lugar me gustaría saber un poco más del asunto —dijo Bilbo
sintiéndose confuso y un poco agitado por dentro, pero bastante Tuk todavía y
decidido a seguir adelante— Me refiero al oro y al dragón, y todo eso, y cómo
llegar allí y a quién pertenece, etcétera, etcétera.
—¡Bendita sea! —dijo Thorin—, ¿no tienes un mapa? ¿Y no has oído nuestro
canto? ¿Y acaso no hemos estado hablando de esto durante horas?
—Aun así, me gustaría saberlo todo clara y llanamente —dijo Bilbo con
obstinación, adoptando un aire de negocios (por lo común reservado para gente
que trataba de pedirle dinero), y tratando por todos los me dios de parecer sabio,
prudente, profesional, y estar a la altura de la recomendación de Gandalf—
También me gustaría conocer los riesgos, los gastos, el tiempo requerido y la
remuneración, etcétera. —Lo que quería decir: "¿Qué sacaré de esto? ¿Y
regresaré con vida?".
—Oh, muy bien —dijo Thorin— Hace mucho, en tiempos de mi abuelo Thror,
nuestra familia fue expulsada del lejano Norte y vino con todos sus bienes y
herramientas a esta Montaña del mapa. La había descubierto mi lejano
antepasado, Thrain el Viejo, pero entonces abrieron minas, excavaron túneles y
construyeron galerías y talleres más grandes... y creo además que encontraron
gran cantidad de oro y también piedras preciosas. De cualquier modo se hicieron
inmensamente ricos, y mi abuelo fue de nuevo Rey bajo la Montaña y tratado con
gran respeto por los mortales, que vivían al Sur y poco a poco se extendieron río
arriba hasta el valle al pie de la Montaña. Allá, en aquellos días, levantaron la
alegre ciudad de Valle. Los reyes mandaban buscar a nuestros herreros y
recompensar con largueza aun a los menos hábiles. Los padres nos rogaban que
tomásemos a sus hijos como aprendices y nos pagaban bien, sobre todo con
provisiones, pues nosotros nunca sembrábamos, ni buscábamos comida. Aquellos
días sí que eran buenos, y aun el más pobre tenía dinero para gastar y prestar, y
ocio para fabricar objetos hermosos sólo por diversión, para no mencionar los más
maravillosos juguetes mágicos, que hoy ya no se encuentran en el mundo. Así los
salones de mi abuelo se llenaron de armaduras, joyas, grabados y copas, y el
mercado de juguetes de Valle fue el asombro de todo el Norte.
"Sin duda eso fue lo que atrajo al dragón. Los dragones, sabéis, roban oro y joyas
a hombres, elfos y enanos dondequiera que puedan encontrarlos, y guardan el
botín mientras viven (lo que en la práctica es para siempre, a menos que los
maten), y ni siquiera disfrutan de un anillo de hojalata. En realidad apenas
distinguen una pieza buena de una mala, aunque en general conocen bien el valor
que tienen en el mercado; y no son capaces de hacer nada por sí mismos, ni
siquiera arreglarse una escamita suelta en la armadura que llevan. Por aquellos
días había muchos dragones en el Norte, y es posible que el oro empezara a
escasear allá arriba, con enanos que huían al Sur o eran asesinados, y la
devastación general y la destrucción que los dragones provocaban y que iba en
aumento. Había un gusano que era muy ambicioso, fuerte y malvado, llamado
Smaug. Un día echó a volar y llegó al Sur. Lo primero que oímos fue un ruido
como de un huracán que venía del norte, y los pinos en la Montaña crujían y
rechinaban con el viento. Algunos de los enanos que en ese momento estábamos
fuera (yo era por fortuna uno de ellos, un muchacho apuesto y aventurero en
aquellos días, siempre vagando por los alrededores, y eso me salvó entonces),
bien, vimos desde bastante lejos al dragón que se posaba en nuestra montaña en
un remolino de fuego. Luego bajó por las laderas, y los bosques empezaron a
arder. Ya para entonces todas las campanas repicaban en Valle y los guerreros se
armaban. Los enanos salieron corriendo por la puerta grande; pero allí estaba el
dragón esperándolos. Nadie escapó por ese lado. El río se transformó en vapor y
una niebla cayó sobre ellos y acabó con la mayoría de los guerreros: la triste
historia de siempre, sólo que en aquellos días era demasiado común. Luego
retrocedió, arrastrándose a través de la Puerta Principal, y destrozó todos los
salones, aceras, túneles, callejuelas, bodegas, mansiones y pasadizos. Después
de eso no quedó enano vivo dentro, y el dragón se apoderó de todas las riquezas.
Quizá, pues es costumbre entre los dragones, haya apilado todo en un gran
montón muy adentro y duerma sobre el tesoro utilizándolo como cama. Más tarde
empezó a salir de vez en cuando arrastrándose por la puerta grande y llegaba a
Valle de noche, y se llevaba gente, especialmente doncellas, para comerlas en la
cueva, hasta que Valle quedó arruinada y toda la gente murió o huyó. Lo que pasa
allí ahora no lo sé con certeza, pero no creo que nadie viva hoy entre la Montaña y
la orilla opuesta del Lago Largo.
Los pocos de nosotros que estábamos fuera, y así nos salvamos, llorábamos a
escondidas y maldecíamos a Smaug, y allí nos encontramos inesperadamente con
mi padre y mi abuelo, que tenían las barbas chamuscadas. Parecían muy
preocupados, pero hablaban muy poco. Cuando les pregunté cómo habían huido
me dijeron que callase, que algún día a su debido tiempo ya me enteraría. Luego
escapamos, y tuvimos que ganarnos la vida lo mejor que pudimos en todas
aquellas tierras, y muy a menudo llegamos a trabajar en herrerías o aun en minas
de carbón. Pero nunca olvidamos el tesoro robado. E incluso ahora, en que he de
admitir que hemos acumulado alguna riqueza y no estamos tan mal —en este
momento Thorin acarició la cadena de oro que le colgaba del cuello— todavía
pretendemos recuperarlo y hacer que nuestras maldiciones caigan sobre Smaug...
si podemos.
Con frecuencia me pregunté sobre la fuga de mi padre y mi abuelo. Pienso ahora
que tenia que haber una puerta lateral secreta que sólo ellos conocían. Pero por lo
visto hicieron un mapa, y me gustaría saber cómo Gandalf se apoderó de él, y por
qué no llegó a mí, el legítimo heredero.
—Yo no me apoderé de él, me lo dieron —dijo el mago—. Quizá recuerdes que tu
abuelo Thror fue asesinado en las minas de Moria por Azog el Trasgo,
—Maldito sea su nombre, sí —dijo Thorin.
—Y Thrain, tu padre, se marchó un veintiuno dé abril, se cumplieron cien años el
jueves pasado; y desde entonces nunca se lo ha vuelto a ver...
—Cierto, cierto —dijo Thorin.
—Bien, tu padre me dio esto para que te lo diera; y si elegí el momento y el modo
de entregarlo, no puedes culparme, teniendo en cuenta las dificultades que tuve
para dar contigo. Tu padre no recordaba ni su propio nombre cuando me pasó el
papel, y nunca me dijo el tuyo; de modo que en última instancia tendrías que
alabarme y agradecérmelo. Toma, aquí está —dijo entregando el mapa a Thorin.
—No lo entiendo —dijo Thorin, y Bilbo sintió que le gustaría decir lo mismo. La
explicación no parecía explicar nada.
—Tu abuelo —dijo el mago pausada y seriamente— le dio el mapa a su hijo para
mayor seguridad antes de marcharse a las minas de Moria. Cuando mataron a tu
abuelo, tu padre salió a probar fortuna con el mapa; y tuvo muchas desagradables
aventuras, pero nunca se acercó a la Montana. Cómo llegó allí, no lo sé, pero lo
encontré prisionero en las mazmorras del Nigromante.
—¿Qué demonios estabas haciendo allí? —preguntó Thorin con un escalofrío, y
todos los enanos se estremecieron.
—No te importa. Estaba averiguando cosas, como siempre; y resultó ser un
asunto sórdido y peligroso. Hasta yo, Gandalf, apenas conseguí escapar. Intenté
salvar a tu padre, pero o era demasiado tarde. Había perdido el juicio e iba de un
lado para otro, y había olvidado casi todo excepto el mapa y la llave.
—Hace tiempo que dimos su merecido a los trasgos de Moria —dijo Thorin—.
Ahora tendremos que ocuparnos del Nigromante.
—¡No seas absurdo! El Nigromante es un enemigo a quien no alcanzan los
poderes de todos los enanos juntos, si desde las cuatro esquinas del mundo se
reuniesen otra vez. Lo único que deseaba tu padre era que tú leyeras el mapa y
usaras la llave. ¡El dragón y la Montaña son empresas más que grandes para ti!
—¡Oíd, oíd! —dijo Bilbo, y sin querer habló en voz alta.
—¡Oíd, oíd! —dijeron todos mirándolo, y Bilbo se puso tan nervioso que respondió:
—¡Oíd lo que he de decir!
—¿Qué es? —preguntaron.
—Bien, os diré que tendríais que ir hacía el Este y echar allí un vistazo. Al fin y al
cabo allí está la Puerta lateral, y los dragones han de dormir alguna vez, supongo.
Si os sentáis a la entrada durante un tiempo, creo que algo se os ocurrirá. Y bien,
¿no os parece que hemos charlado bastante para una noche, eh? ¿Qué opináis
de irse a la cama, para empezar mañana temprano y todo eso? Os daré un buen
desayuno antes de que os vayáis.
—Antes de que nos vayamos, supongo que querrás decir —dijo Thorin—. ¿No
eres tú el saqueador? ¿Y tu oficio no es esperar a la entrada, y aun cruzar la
puerta? Pero estoy de acuerdo en lo de la cama y el desayuno— Me gusta tomar
seis huevos con jamón cuando empiezo un viaje: fritos, no escalfados, y cuida de
no romperlos,
Luego de que los otros hubieran pedido sus desayunos sin ningún por favor (lo
que molestó sobremanera a Bilbo), todos se levantaron. El hobbit tuvo que
buscarles sitio, y preparó los cuartos vacíos, e hizo camas en sillas y sofás antes
de instalarlos e irse a su propia camita muy cansado y nada feliz. Lo que sí decidió
fue no molestarse en madrugar y preparar el maldito desayuno para lodo el
mundo. La vena Tuk empezaba a desaparecer, y ahora ya no estaba tan seguro
de que fuese a hacer algún viaje por la mañana.
Mientras yacía en cama pudo oír a Thorin en la habitación de al lado, la mejor de
todas, todavía tarareando entre dientes:
Más alta de las frías y brumosas montanas,
a mazmorras profundas y cavernas antiguas
a reclamar el oro hace tiempo olvidado,
hemos de ir, antes que el día nazca.
Bilbo se durmió con ese canto en los oídos, y tuvo unos sueños intranquilos.
Despertó mucho después de que naciera el día.
CARNERO ASADO
Bilbo se levantó de un salto, y poniéndose la bata entró en el comedor. Allí no vio
a nadie, pero sí las huellas de un enorme y apresurado desayuno. Había un
horrendo revoltijo en la habitación, y pilas de cacharros sucios en la cocina.
Parecía que no hubiera quedado ninguna olla ni tartera sin usar. La tarea de
fregarlo todo fue tan tristemente real que Bilbo se vio obligado a creer que la
reunión de la noche anterior no había sido parte de una pesadilla, como casi había
esperado. La idea de que habían partido sin él y sin molestarse en despertarlo,
aunque nadie le hubiera dado las gracias, pensó, lo había aliviado de veras. Sin
embargo, no pudo dejar de sentir una cierta decepción. Este sentimiento lo
sorprendió.
—No seas tonto, Bilbo Bolsón —se dijo—, ¡pensando a tu edad en dragones y en
tonterías estrafalarias! —De modo que se puso el delantal, encendió unos fuegos,
calentó agua y fregó. Luego se tomó un pequeño y apetitoso desayuno en la
cocina, antes de arreglar el comedor. El sol ya brillaba entonces, y por la puerta
delantera entraba una cálida brisa de primavera. Bilbo se puso a silbar y a olvidar
lo de la noche. Ya estaba sentándose para zamparse un segundo apetitoso
desayuno en el comedor, junto a la ventana abierta, cuando de pronto entró
Gandalf.
—Mi querido amigo —dijo—, ¿Cuándo vas a partir? ¿Qué hay de aquello de
empezar temprano? Y aquí estás tomando el desayuno, o como quiera que llames
a eso, a las diez y media. Te dejaron un mensaje, pues no podían esperar.
—¿Qué mensaje? —dijo el pobre Bilbo sonrojado.
—¡Por los Grandes Elefantes! —respondió Gandalf— Estás desconocido esta
mañana; ¡aún no le has quitado el polvo a la repisa de la chimenea!
—¿Y eso qué tiene que ver? ¡Ya tengo bastante con fregar los platos y ollas de
catorce desayunos!
—Si hubieses limpiado la repisa, habrías encontrado esto debajo del reloj —dijo
Gandalf alargándose una nota (por supuesto, escrita en unas cuartillas del propio
Bilbo).
Esto fue lo que el hobbit leyó:
"Thorin y Compañía al Saqueador Bilbo, ¡salud! Nuestras más sinceras gracias por
vuestra hospitalidad y nuestra agradecida aceptación por habernos ofrecido
asistencia profesional. Condiciones: pago al contado y al finalizar el trabajo, hasta
un máximo de catorceavas partes de los beneficios totales (si los hay); todos los
gastos de viaje garantizados en cualquier circunstancia; los gastos de posibles
funerales los pagaremos nosotros o nuestros representantes, si hay ocasión y el
asunto no se arregla de otra manera.
Creyendo innecesario perturbar vuestro muy estimable reposo, nos hemos
adelantado a hacer los preparativos adecuados; esperaremos a vuestra respetable
persona en la posada del Dragón Verde, junto a Delagua, exactamente a las 11
a.m. Confiando en que sea puntual.
tenemos el honor de permanecer
sinceramente vuestros
Thorin y Cía."
—Esto te da diez minutos. Tendrás que correr —dijo Gandalf.
—Pero... —dijo Bilbo.
—No hay tiempo para eso —dijo el mago.
—Pero... —dijo otra vez Bilbo.
—Y tampoco para eso otro ¡Vamos, adelante!
Hasta el final de sus días Bilbo no alcanzó a recordar cómo se encontró fuera, sin
sombrero, bastón, o dinero, o cualquiera de las cosas que acostumbraba llevar
cuando salía, dejando el segundo desayuno a medio terminar, casi sin lavarse la
cara, y poniendo las llaves en manos de Gandalf, corriendo callejón abajo tanto
como se lo permitían los pies peludos, dejando atrás el Gran Molino, cruzando el
río, y continuando así durante una milla o más.
Resoplando llegó a Delagua cuando empezaban a sonar las once, ¡y descubrió
que se había venido sin pañuelo!
—¡Bravo! —dijo Balin, que estaba de pie a la puerta de la posada, esperándolo,
Y entonces aparecieron todos los demás doblando la curva del camino que venía
de la villa. Montaban en poneys, y de cada uno de los caballos colgaba toda clase
de equipajes, bultos, paquetes y chismes. Había un poney pequeño,
aparentemente para Bilbo.
—Arriba vosotros dos, y adelante —dijo Thorin.
—Lo siento terriblemente —dijo Bilbo—, pero me he venido sin mi sombrero, me
he olvidado el pañuelo de bolsillo, y no tengo dinero. No vi vuestra nota hasta
después de las 10.45, para ser precisos.
—No seas preciso —dijo Dwalin—, y no te preocupes. Tendrás que arreglártelas
sin pañuelos y sin buena parte de otras cosas antes de que lleguemos al final del
viaje. En lo que respecta al sombrero, yo tengo un capuchón y una capa de sobra
en mi equipaje.
Y así fue como se pusieron en marcha, alejándose de la posada en una hermosa
mañana poco antes del mes de mayo, montados en poneys cargados de bultos; y
Bilbo llevaba un capuchón de color verde oscuro (un poco ajado por el tiempo) y
una capa del mismo color que Dwalin le había prestado. Le quedaban muy
grandes, y tenía un aspecto bastante cómico. No me atrevo a aventurar lo que su
padre Bungo hubiese dicho de él.
Sólo le consolaba pensar que no lo confundirían con un enano, pues no tenía
barba.
Aún no habían cabalgado mucho tiempo cuando apareció Gandalf, espléndido,
montando un caballo blanco. Traía un montón de pañuelos y la pipa y el tabaco de
Bilbo. Así que desde entonces cabalgaron felices, contando historias o cantando
canciones durante toda la jornada, excepto, naturalmente, cuando paraban a
comer. Esto no ocurrió con la frecuencia que Bilbo hubiese deseado, pero ya
empezaba a sentir que las aventuras no eran en verdad tan malas.
Cruzaron primero las tierras de los hobbits, un extenso país habitado por gente
simpática, con buenos caminos, una posada o dos, y aquí y allá un enano o un
granjero que trabajaba en paz.
Llegaron luego a tierras donde la gente hablaba de un modo extraño y cantaba
canciones que Bilbo no había oído nunca. Se internaron en las Tierras Solitarias,
donde no había gente ni posadas y los caminos eran cada vez peores. No mucho
más adelante se alzaron unas colinas melancólicas, oscurecidas por árboles. En
algunas había viejos castillos, torvos de aspecto, como si hubiesen sido
construidos por gente maldita. Todo parecía lúgubre, pues el tiempo se había
estropeado. Hasta entonces el día había sido tan bueno como pudiera esperarse
en mayo, aun en las historias felices, pero ahora era frío y húmedo. En las Tierras
Solitarias se habían visto obligados a acampar en un lugar desapacible, pero seco
al menos.
—Pensar que pronto llegará junio —mascullaba Bilbo, mientras avanzaba
chapoteando detrás de los otros por un sendero enlodado. La hora del té ya había
quedado atrás; la lluvia caía a cántaros, y así había sido todo el día; el capuchón
le goteaba en los ojos; tenía la capa empapada; el poney cansado tropezaba con
las piedras; los otros estaban demasiado enfurruñados para charlar.
—Estoy seguro que la lluvia se ha colado hasta las ropas secas y las bolsas de
comida —gruñó Bilbo—. ¡Malditos sean los saqueadores y todo lo que se
relacione con ellos! Cómo quisiera estar en mi confortable agujero, al amor de la
lumbre, y con la marmita que ha empezado a silbar. —¡No fue la última vez que
tuvo este deseo!
Sin embargo, los enanos seguían al paso, sin volverse ni prestar atención al
hobbit. Pareció que el sol se había puesto ya en algún lugar detrás de las nubes
grises, pues cuando descendían hacia un valle profundo con un río en el fondo,
empezó a oscurecer. Se levantó viento, y los sauces se mecían y susurraban a lo
largo de las orillas. Por fortuna el camino atravesaba un antiguo puente de piedra,
pues el río crecido por las lluvias bajaba precipitado de las colinas y montanas del
norte.
Era casi de noche cuando lo cruzaron. El viento desgajó las nubes grises y una
luna errante apareció entre los jirones flotantes. Entonces se detuvieron, y Thorin
murmuró algo acerca de la cena y —¿Dónde encontraremos un lugar seco para
dormir?
En ese momento cayeron en la cuenta de que faltaba Gandalf. Hasta entonces
había hecho todo el camino con ellos, sin decir si participaba de la aventura o
simplemente los acompañaba un rato. Había hablado, comido y reído como el que
más... Pero ahora simplemente ¡no estaba allí!
—¡Vaya, justo en el momento en que un mago nos sería más útil! —suspiraron
Dori y Nori (que compartían los puntos de vista del hobbit sobre la regularidad,
cantidad y frecuencia de las comidas).
Por fin decidieron que acamparían allí mismo. Se acercaron a una arboleda, y
aunque el terreno estaba más seco, el viento hacía caer las gotas de las hojas y el
plip—plip molestaba bastante. El mal parecía haberse metido en el fuego mismo.
Los enanos saben hacer fuego en cualquier parte, casi con cualquier cosa, con o
sin viento, pero no pudieron encenderlo esa noche, ni siquiera Óin y Glóin, que en
esto eran especialmente mañosos.
Entonces uno de los poneys se asustó de nada y escapó corriendo. Se metió en el
río antes de que pudieran detenerlo; y antes de que pudiesen llevarlo de vuelta,
Fíli y Kili casi murieron ahogados; y el agua había arrastrado el equipaje del
poney. Naturalmente, era casi todo comida, y quedaba muy poco para la cena, y
menos para el desayuno.
Todos se sentaron, taciturnos, empapados y rezongando, mientras Óin y Glóin
seguían intentando encender el fuego y discutiendo el asunto. Bilbo reflexionaba
tristemente que las aventuras no eran sólo cabalgatas en poney al sol de mayo,
cuando Balin, el oteador del grupo, exclamó de pronto: —¡Allá hay una luz! —Un
poco apartada asomaba una colina con árboles, bastante espesos en algunos
sitios. Fuera de la masa oscura de la arboleda, todos pudieron ver entonces el
brillo de una luz, una luz rojiza, confortadora, como una fogata o antorchas
parpadeantes.
Luego de observarla un rato, se enredaron en una discusión. Unos decían que "sí"
y otros decían que "no". Algunos opinaron que lo único que se podía hacer era ir y
mirar, y que cualquier cosa sería mejor que poca cena, menos desayuno, y ropas
mojadas toda la noche.
Otros dijeron: —Ninguno de estos parajes es bien conocido, y las montañas están
demasiado cerca. Rara vez algún viajero se aventura ahora por estos lados. Los
mapas antiguos ya no sirven, las cosas han empeorado mucho. Los caminos no
están custodiados, y aquí además han oído hablar del rey en contadas ocasiones,
y cuanto menos preguntas hagas menos dificultades encontrarás. —Alguno dijo:
—Al fin y al cabo somos catorce. —Otros: —¿Dónde está Gandalf? —pregunta
que fue repetida por todos.
En ese momento la lluvia empezó a caer más fuerte que nunca, y Óin y Glóin
iniciaron una pelea.
Esto puso las cosas en su sitio: —Al fin y al cabo, tenemos un saqueador entre
nosotros —dijeron; y así echaron a andar, guiando a los poneys (con toda la
precaución debida y apropiada) hacia la luz. Llegaron a la colina y pronto
estuvieron en el bosque. Subieron la pendiente, pero no se veía ningún sendero
adecuado que pudiera llevar a una casa o una granja. Continuaron como pudieron,
entre chasquidos, crujidos y susurros (y una buena cantidad de maldiciones y
refunfuños) mientras avanzaban por la oscuridad cerrada ¿el bosque.
De súbito la luz roja brilló muy clara entre los árboles no mucho más allá, —Ahora
le toca al saqueador —dijeron refiriéndose a Bilbo—. Tienes que ir y averiguarlo
todo de esa luz, para qué es, y si las cosas parecen normales y en orden —dijo
Thorin al hobbit—. Ahora corre, y vuelve rápido si todo está bien. Si no, ¡vuelve
como puedas! Si no puedes, grita dos veces como lechuza de granero y una como
lechuza de campo, y haremos lo que podamos.
Y allá tuvo que partir Bilbo, antes de poder explicarles que era tan incapaz de
gritar como una lechuza como de volar como un murciélago.
Pero, de todos modos, los hobbits saben moverse en silencio por el bosque, en
completo silencio. Era una habilidad de la que se sentían orgullosos, y Bilbo más
de una vez había torcido la cara mientras cabalgaban, criticando ese "estrépito
propio de enanos"; pero me imagino que ni vosotros ni yo hubiéramos advertido
nada en una noche de ventisca, aunque la cabalgata hubiese pasado casi
rozándonos. En cuanto a la sigilosa marcha de Bilbo hacia la luz roja, creo que no
hubiera perturbado ni el bigote de una comadreja, de modo que llegó directamente
al fuego —pues era un fuego— sin alarmar a nadie. Y esto fue lo que vio.
Había tres criaturas muy grandes sentadas alrededor de una hoguera de troncos
de haya, y estaban asando un carnero espetado en largos asadores de madera y
chupándose la salsa de los dedos. Había un olor delicioso en el aire. También
había un barril de buena bebida a mano, y bebían de unas jarras. Pero eran trolls.
Trolls sin ninguna duda. Aun Bilbo, a pesar de su vida retirada, podía darse
cuenta: las grandes caras toscas, la estatura, el perfil de las piernas, por no hablar
del lenguaje, que no era precisamente el que se escucha en un salón de invitados.
—Carnerro ayer, carnerro hoy y maldición si no carnerro mañana —dijo uno de los
trolls.
—Ni una mala pizca de carne humana probamos desde hace mucho, mucho
tiempo —dijo otro troll—. Por qué demonios Guille nos habrá traído aquí; y
además la bebida está escaseando —añadió, tocando el codo de Guille, que en
ese momento bebía un sorbo.
Guille se atragantó: —¡Cierra la boca! —dijo tan pronto como pudo—. No puedes
esperar que la gente se quede por aquí sólo para que tú y Berto se la zampen.
Habéis comido un pueblo y medio entre los dos desde que bajamos de las
montañas. ¿Qué más queréis? Y esos tiempos han pasado. Y tendrías que haber
dicho 'Grracias, Guille', por este buen bocado de carnerro gordo del valle. —
Arrancó un pedazo de la pierna del cordero que estaba asando y se limpió la boca
con la manga.
En efecto, me temo que los trolls se comportan siempre así, aun aquellos que sólo
tienen una cabeza. Luego de haber oído todo esto, Bilbo tendría que haber hecho
algo sin demora. O bien haber regresado en silencio. Y avisar a los demás que
había tres trolls de buena talla y malhumorados, bastante grandes como para
comerse un enano asado o aun un pony, como novedad; o bien tendría que haber
hecho una buena y rápida demostración de merodeo nocturno. Un saqueador
legendario y realmente de primera clase, en esta situación habría metido mano a
los bolsillos de los trolls (algo que casi siempre vale la pena, si consigues hacerlo),
habría sacado el carnero de los espetones, habría arrebatado la cerveza y se
hubiera ido sin que nadie se enterase. Otros más prácticos, pero con menos
orgullo profesional, quizá habrían clavado una daga a cada uno de ellos antes de
que se dieran cuenta. Luego él y los enanos hubieran podido tener una noche
feliz.
Bilbo lo sabía. Había leído de muchas buenas cosas que nunca había visto o
nunca había hecho. Estaba muy asustado, y disgustado también; hubiera querido
encontrarse a cien millas de distancia, y sin embargo... sin embargo no podía
volver directamente a donde estaban Thorin y Compañía con las manos vacías.
Así que se quedó, titubeando en las sombras. De los muchos procedimientos de
saqueo de que había oído, hurgonear en los bolsillos de los trolls le pareció el
menos difícil, así que se arrastró hasta un árbol, justo detrás de Guille.
Berto y Tom iban ahora hacia el barril. Guille estaba echando otro trago. Bilbo se
armó de coraje e introdujo la manita en el enorme bolsillo de Guille. Había un
saquito dentro, para Bilbo tan grande como un zurrón. "¡Ja!" pensó,
entusiasmándose con el nuevo trabajo, mientras extraía la mano poco a poco, "¡y
esto es sólo un principio!"
¡Fue un principio! Los sacos de los trolls son engañosos, y este no era una
excepción. —¡Eh!, ¿quién eres tú? —chilló el saco en el momento en que dejaba
el bolsillo, y Guille dio una rápida vuelta y tomó a Bilbo por el cuello antes de que
el hobbit pudiera refugiarse detrás del árbol.
—¡Maldición, Berto, mira lo que he cazado!
—¿Qué es? —dijeron los otros acercándose.
—¡Que un rayo me parta si lo sé! ¿Tú, qué eres?
—Bilbo Bolsón, un saque... un hobbit —dijo el pobre Bilbo temblando de pies a
cabeza, y preguntándose cómo podría gritar como una lechuza antes que lo
degollasen.
—¿Un saquehobbit? —dijeron los otros un poco alarmados. Los trolls son cortos
de entendimiento, y bastante suspicaces con cualquier cosa que les parezca una
novedad.
—De todos modos, ¿qué tiene que hacer un saquehobbit en mis bolsillos? —dijo
Guille.
—Y ¿podremos cocinarlo? —dijo Tom.
—Se puede intentar —propuso Berto blandiendo un asador.
—No alcanzaría más que para un bocado —dijo Guille, que había cenado bien—,
una vez que le saquemos la piel y los huesos.
—Quizá haya otros como él alrededor y podamos hacer un pastel —dijo Berto—.
Eh, tú, ¿hay otros ladronzuelos por estos bosques, pequeño conejo asqueroso? —
dijo mirando las extremidades peludas del hobbit; y tomándolo por los dedos de
los pies lo levantó y sacudió.
—Sí, muchos —dijo Bilbo antes de darse cuenta de que traicionaba a sus
compañeros—. No, nadie, ni uno —dijo inmediatamente después.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Berto, levantándolo en vilo, esta vez por el
pelo.
—Lo que digo —respondió Bilbo jadeando—. Y por favor, ¡no me cocinen,
amables señores! Yo mismo cocino bien, y soy mejor cocinero que cocinado, si
entienden lo que quiero decir. Les prepararé un hermoso desayuno, un desayuno
perfecto si no me comen en la cena.
—Pobrecito bribón —dijo Guille. Había comido ya hasta hartarse, y también había
bebido mucha cerveza—. Pobrecito bribón. ¡Dejadlo ir!
—No hasta que diga qué quiso decir con muchos y ninguno —replicó Berto—, no
quiero que me rebanen el cuello mientras duermo.
—¡Ponedle los pies al fuego hasta que hable!
—No lo haré —dijo Guille—, al fin y al cabo yo lo he atrapado.
—Eres un gordo estúpido, Guille —dijo Berto—, ya te lo dije antes, por la tarde.
—Y tú, un patán.
—Y yo no lo permitiré, Guille Estrujónez —dijo Berto, y descargó el puño contra el
ojo de Guille,
La pelea que siguió fue espléndida. Bilbo no perdió del todo el juicio, y cuando
Berto lo dejó caer, gateó apartándose antes que los trolls estuviesen peleando
como perros y llamándose a grandes voces con distintos apelativos, verdaderos y
perfectamente adecuados, Pronto estuvieron enredados en un abrazo feroz, casi
rodando hasta el fuego, dándose puntapiés y aporreándose, mientras Tom los
golpeaba con una rama para que recobraran el juicio, y por supuesto
enfureciéndolos todavía más.
Bilbo hubiera podido escapar en ese mismo instante. Pero las grandes garras de
Berto le habían estrujado los desdichados pies, había perdido el aliento, y la
cabeza le daba vueltas; así que allí se quedó resollando, justo fuera del círculo de
luz.
De pronto, en plena pelea, apareció Balin. Los enanos habían oído ruidos a lo
lejos, y luego de esperar un rato a que Bilbo volviera o que gritara como una
lechuza, empezaron a arrastrarse hacia la luz tratando de no hacer ruido. Tan
pronto como Tom vio aparecer a Balin a la luz, dio un horrible aullido. Ocurre que
los trolls no soportan la vista de un enano (crudo). Berto y Guille dejaron en
seguida de pelear, y —Un saco, rápido, Tom —dijeron.
Antes de que Balin, quien se preguntaba dónde estaba Bilbo en aquella
conmoción, se diera cuenta de lo que ocurría, le habían echado un saco sobre la
cabeza, y lo habían derribado.
—Aún vendrán más, o me equivoco bastante. Muchos y ninguno, eso es —dijo—.
No más saquehobbits, pero muchos enanos. ¡Eso es lo que quería decir!
—Pienso que tienes razón —dijo Berto—, y convendría que saliésemos de la luz.
Y así hicieron. Teniendo en la mano unos sacos que usaban para llevar carneros y
otras presas, esperaron en las sombras. Cuando aparecía algún enano, y miraba
sorprendido el fuego, las jarras desbordadas y el carnero roído, ¡pop!, un saco
maloliente le caía sobre la cabeza, y el enano rodaba por el suelo. Pronto Dwalin
yacía al lado de Balin, y Fíli y Kili juntos, y Dori y Nori y Ori en un montón, y Óin,
Glóin, Bifur, Bofur y Bombur incómodamente apilados cerca del fuego.
—Eso les enseñará —dijo Tom, ya que Bifur y Bombur habían causado muchos
problemas y habían peleado como locos, tal como hacen los enanos cuando se
ven acorralados.
Thorin llegó último, y no lo tomaron desprevenido. Llegó esperando encontrar algo
malo, y no necesitó ver las piernas de sus amigos sobresaliendo de los sacos para
darse cuenta de que las cosas no iban del todo bien. Se quedó fuera, algo aparte,
en las sombras, y dijo: —¿Qué es todo este jaleo? ¿Quién está aporreando a mi
gente?
—Son trolls —respondió Bilbo desde atrás del árbol. Lo habían olvidado por
completo—. Están escondidos entre los arbustos, con sacos.
—Oh, ¿son trolls? —dijo Thorin, y saltó hacia el fuego cuando los trolls se
precipitaban sobre él. Alzó una rama gruesa que ardía en un extremo y Berto la
tuvo en un ojo antes de que pudiera esquivarla. Eso lo puso fuera de combate
durante un rato. Bilbo hizo todo lo que pudo. Se aferró de algún modo a una pierna
de Tom —era gruesa como el tronco de un árbol joven—, pero lo enviaron dando
vueltas hasta la copa de unos arbustos, mientras Tom pateaba las chispas hacia
la cara de Thorin. La rama golpeó los dientes de Tom, que perdió un incisivo. Esto
lo hizo aullar, os lo aseguro. Pero justo en ese momento. Guille apareció detrás y
le echó a Thorin un saco a la cabeza y se lo bajó hasta los pies. Y así acabó la
lucha. Un bonito escabeche eran todos ellos ahora, primorosamente atados en
sacos, con tres trolls enfadados (dos con quemaduras y golpes que recordar)
sentados cerca, discutiendo si los asarían a fuego lento, si los picarían fino y luego
los cocerían, o bien si se sentarían sobre ellos, haciéndolos papilla; y Bilbo en lo
alto de un arbusto, con la piel y las vestiduras rasgadas, no atreviéndose a intentar
un movimiento, por miedo de que lo oyeran.
Fue entonces cuando volvió Gandalf, pero nadie lo vio. Los trolls acababan de
decidir que meterían a los enanos en el asador y se los comerían más tarde; había
sido idea de Berto, y tras una larga discusión todos estuvieron de acuerdo.
—No es buena idea asarlos ahora, nos llevaría toda la noche —dijo una voz. Berto
creyó que era la voz de Guille.
—No empecemos de nuevo la discusión, Guille —dijo el otro—, o sí que nos
llevaría toda la noche.
—¿Quién está discutiendo? —dijo Guille, creyendo que había sido Berto el que
había hablado.
—¡Tú! —dijo Berto.
—Eres un mentiroso —dijo Guille, y así empezó otra vez la discusión. Por fin
decidieron picarlos y cocerlos, así que trajeron una gran cacerola negra y sacaron
los cuchillos.
—¡No está bien cocerlos! No tenemos agua y hay todo un buen trecho hasta el
pozo —dijo una voz. Berto y Guille creyeron que era la de Tom.
—¡Calla o nunca acabaremos! Y tú mismo traerás él agua si dices una palabra
más.
—¡Cállate tú! —dijo Tom, quién creyó que era la voz de Guille—. ¿Quién discute,
sino tú?
—Eres bobito —dijo Guille.
—¡Bobito tú! —respondió Tom.
Y así comenzó otra vez toda la discusión, y continuó más enconada que nunca,
hasta que por fin decidieron sentarse sobre los sacos uno a uno, aplastarlos y
cocerlos más tarde.
—¿Sobre cuál nos sentaremos primero? —dijo la voz.
—Mejor sentarnos primero sobre el último tipo —dijo Berto cuyo ojo había sido
lastimado por Thorin, creyendo que era Tom el que hablaba.
—No hables solo —dijo Tom—, pero si quieres sentarte sobre el último, hazlo.
¿Cuál es?
—El de las medias amarillas —dijo Berto.
—Tonterías, el de las medias grises —dijo una voz que parecía la de Guille.
—Me aseguré de que eran amarillas —dijo Berto.
—Amarillas eran —corroboró Guille.
—Entonces ¿por qué dijiste que eran medias grises?—preguntó Berto.
—Nunca dije eso. Fue Tom.
—Yo no lo dije. Fuiste tú —dijo Tom.
—Apuesto dos contra uno, ¡así que cierra la bocal—dijo Berto,
—¿A quién le estás hablando? —preguntó Guille.
—¡Basta ya! —dijeron Tom y Berto al mismo tiempo—¡ La noche avanza y
amanece temprano. ¡Sigamos!
—¡Qué el amanecer caiga sobre todos y que sea piedra para vosotros! —dijo una
voz que sonó como la de Guille. Pero no lo era. En ese preciso instante, la aurora
apareció sobre la colina y hubo un bullicioso gorjeo en la enramada. Guille ya no
dijo nada más, pues se convirtió en piedra mientras se encorvaba, y Berto y Tom
se quedaron inmóviles como rocas cuando lo miraron. Y allí están hasta nuestros
días, solos, a menos que los pájaros se posen sobre ellos; pues los trolls, como
seguramente sabéis, tienen que estar bajo tierra antes del alba, o vuelven a la
materia montañosa de la que están hechos, y nunca más se mueven. Esto fue lo
que les ocurrió a Berto, Tom y Guille.
—¡Excelente! —dijo Gandalf, mientras aparecía desde atrás de un árbol y
ayudaba a Bilbo a descender de un arbusto espinoso. Entonces Bilbo entendió.
Había sido la voz del brujo la que había tenido a los ogros discutiendo y peleando
por naderías hasta que la luz asomó y acabó con ellos.
Lo siguiente fue desatar los sacos y liberar a los enanos. Estaban casi asfixiados y
muy fastidiados: no les había divertido nada estar allí tendidos, oyendo a los ogros
que hacían planes para asarlos, picarlos y cocerlos. Tuvieron que escuchar más
de dos veces el relato de lo que le había ocurrido a Bilbo antes de quedar
satisfechos.
—¡Tiempo tonto para andar practicando el arte de birlar y desvalijar bolsillos! —
dijo Bombur—, Todo lo que queríamos era comida y lumbre.
—Y eso es justamente lo que no hubierais conseguido de esa gente sin lucha, en
cualquier caso —dijo Gandalf—. De todos modos, ahora estáis perdiendo el
tiempo. ¿No os dais cuenta de que los trolls han de tener alguna cueva o agujero
excavado aquí cerca para esconderse del sol? Tenemos que investigarlo,
Buscaron alrededor y pronto encontraron las marcas de las botas de piedra entre
los árboles. Siguieron las huellas colina arriba hasta que descubrieron una puerta
de piedra, escondida detrás de unos arbustos, y que llevaba a una caverna. Pero
no pudieron abrirla, ni aun cuando todos empujaron mientras Gandalf probaba
varios encantamientos.
—¿Será esto de alguna utilidad? —preguntó Bilbo cuando ya se estaban
cansando y enfadando—. Lo encontré en el suelo donde los trolls tuvieron la
discusión. —Y extrajo una llave bastante grande, aunque Guille la hubiese
considerado pequeña y secreta. Por fortuna se le había caído del bolsillo antes de
quedar convertido e piedra.
—Pero, ¿por qué no lo dijiste antes? —le gritaron Gandalf arrebató la llave y la
introdujo en la cerradura.
Entonces la puerta se abrió hacia atrás con un solo en pellón, y todos entraron.
Había huesos esparcidos por el suelo, y un olor nauseabundo en el aire, pero
había también una buena cantidad de comida mezclada al descuido en estantes y
sobre el suelo, entre un cúmulo de cosas tiradas en desorden, producto de
muchos botines, desde botones de estaño a ollas colmadas de monedas de oro
apiladas en un rincón. Había también montones de vestidos que colgaban de las
paredes —demasiado pequeños para los trolls; me temo que pertenecían a las
víctimas—, y entre ellos muchas espadas de diversa factura, forma y tamaño. Dos
les llamaron particularmente la atención, por las hermosas vainas y las
empuñaduras enjoyadas. Gandalf y Thorin tomaron una cada uno, y Bilbo un
cuchillo con vaina de cuero Para un troll no hubiera sido más que un pequeño
cortaplumas, pero al hobbit le servía como espada corta.
—Las hojas parecen buenas —dijo el mago desenvainando una a medias y
observándola con curiosidad —No han sido forjadas por ningún troll ni herrero
humano de estos lugares y días, pero cuando podamos lee las runas que hay en
ellas, sabremos más.
—Salgamos de este hedor horrible —dijo Fíli. Y así sacaron las ollas de monedas
y todos los alimentos que parecían limpios y adecuados para comer, así como un
barril de cerveza del país todavía lleno. Sintieron ganas de desayunar, y
hambrientos como estaban no hicieron ascos a lo que habían sacado de las
despensas de los trolls. De las provisiones que habían traído quedaba ya poco,
pero ahora tenían pan, queso, gran cantidad de cerveza y panceta para asar a las
brasas.
Luego se durmieron, pues la noche no había sido tranquila, y no hicieron nada
hasta la tarde. Entonces trajeron los poneys y se llevaron las ollas del oro y las
enterraron con mucho secreto no lejos del sendero que bordea el río, echándoles
numerosos encantamientos, por sí alguna vez tenían oportunidad de regresar y
recobrarlas. En seguida, volvieron a montar, y trotaron otra vez por el camino
hacia el Este.
—¿Dónde has ido, si puedo preguntártelo? —dijo Thorin a Gandalf mientras
cabalgaban.
—A mirar adelante —respondió Gandalf.
—¿Y qué te hizo volver en el momento preciso?
—Mirar hacia atrás.
—De acuerdo, pero ¿no podrías ser más explícito?
—Me adelanté a explorar el camino. Pronto se hará peligroso y difícil. Deseaba
también acrecentar nuestras pequeñas reservas de alimentos. Sin embargo no
había ido muy lejos cuando me encontré con un par de amigos de Rivendel.
—¿Dónde queda eso? —preguntó Bilbo.
—No interrumpas —dijo Gandalf—. Llegarás allí en pocos días, si tenemos suerte,
y lo sabrás todo. Como estaba diciendo, encontré dos de los hombres de Elrond.
Huían asustados de los trolls. Por ellos supe que tres trolls habían bajado de las
montañas y se habían asentado en el bosque, no lejos del camino. Habían
espantado a coda la gente del distrito y tendían celadas a los extraños. En seguida
tuve el presentimiento de que yo hacía falta. Mirando atrás, vi fuego a lo lejos y me
vine. Así que ya lo sabes ahora. Por favor, ten más cuidado la próxima vez; ¡o no
llegaremos a ninguna parte!
—¡Gracias! —dijo Thorin.
UN BREVE DESCANSO
No cantaron ni contaron historias aquel día, aunque el tiempo mejoró; ni al día
siguiente, ni al otro. Habían empezado a sentir que el peligro estaba bastante
cerca y a ambos lados. Acamparon bajo las estrellas, y los caballos comieron
mejor que ellos mismos, pues la hierba abundaba, pero no quedaba mucho en los
zurrones, aun contando con lo que habían sacado a los trolls. Una mañana
vadearon un río por un lugar ancho y poco profundo, resonante de piedras y
espuma. La orilla opuesta era escarpada y resbaladiza. Cuando llegaron a la
cresta, guiando los poneys, vieron que las grandes montañas descendían ya muy
cerca hacia ellos. Parecían alzarse a sólo un día de cómodo viaje desde la falda
más cercana. Tenían un aspecto tenebroso y lóbrego, aunque había manchas de
sol en las laderas oscuras, y más allá centelleaban las cumbres nevadas.
—¿Es aquella la Montaña? —preguntó Bilbo con voz solemne, mirándola con
asombro. Nunca había visto antes algo que pareciese tan enorme.
—¡Desde luego que no! —dijo Balin—. Esto es sólo el principio de las Montañas
Nubladas, tenemos que cruzarlas de algún modo, por encima o por debajo, antes
de que podamos internarnos en las Tierras Ásperas de más allá. Y aún queda un
largo camino desde el otro lado hasta la Montaña Solitaria de Oriente en la que
Smaug yace tendido sobre el tesoro.
—¡Oh! —dijo Bilbo, y en aquel mismo instante se sintió cansado como nunca
hasta entonces. Añoraba una vez más la silla confortable delante del fuego y la
salita preferida en el agujero—hobbit, y el canto de la marmita. ¡No por última vez!
Gandalf encabezaba ahora la marcha. —No nos salgamos del camino, o ya nada
podrá salvarnos —dijo—, Necesitamos comida, en primer lugar, y descanso con
una seguridad razonable; además es muy importante internarse en las Montanas
Nubladas por el sendero apropiado, o de lo contrario os perderéis y tendréis que
volver y empezar de— nuevo por el principio (si llegáis a volver).
Le preguntaron hacia dónde estaba conduciéndolos, y él respondió: —Habéis
llegado a los límites mismos de las tierras salvajes, como algunos sabéis sin duda.
Oculto en algún lugar delante de nosotros está el hermoso valle de Rivendel,
donde vive Elrond en la Ultima Morada. Le envié un mensaje por mis amigos y nos
está esperando.
Aquello sonaba agradable y reconfortante pero no habían llegado aún, y no era
tan fácil como parecía encontrar la Ultima Morada al oeste de las Montañas. No
había árboles, valles o colinas que quebrasen el terreno delante de ellos: la vasta
pendiente ascendía poco a poco hasta el pie de la montaña más próxima, una
ancha tierra descolorida de brezo y piedra rota, con manchas de latigazos de
verde de hierbas y verde de musgos que señalaban dónde podía haber agua.
Pasó la mañana, llegó la tarde; pero no había señales de que alguien habitara en
ese yermo silencioso. La inquietud de todos iba en aumento, pues veían ahora
que la casa podía estar oculta casi en cualquier lugar entre ellos y las montañas.
Se encontraban de pronto con valles inesperados, estrechos, de paredes
escarpadas, que se abrían de súbito, y ellos miraban hacia abajo y se
sorprendían, pues había árboles y una corriente de agua en el fondo. Algunos
desfiladeros casi hubieran podido cruzarlos de un salto, pero eran en cambio muy
profundos, y el agua corría por ellos en cascadas. Había gargantas oscuras que
no podían cruzarse sin trepar.
Había ciénagas; algunas eran lugares verdes de aspecto agradable, donde
crecían flores altas y luminosas; pero un poney que caminase por allí llevando una
carga nunca volvería a salir.
Por cierto, era una tierra que se extendía desde el vado a las montañas, de una
vastedad que nunca hubieseis llegado a imaginar. Bilbo estaba asombrado. Unas
piedras blancas, algunas pequeñas y otras medio cubiertas de musgo o brezo,
señalaban el único sendero. En verdad era una tarea muy lenta la de seguir el
rastro, aun guiados por Gandalf, que parecía conocer bastante bien el camino.
La cabeza y la barba de Gandalf se movían de aquí para allá cuando buscaba las
piedras y ellos lo seguían; pero cuando el día empezó a declinar no parecían
haberse acercado mucho al término de la busca. La hora del té había pasado
hacia tiempo y parecía que la de la cena pronto iría por el mismo camino. Había
mariposas nocturnas que revoloteaban alrededor y la luz era ahora muy débil,
pues aún no había salido la luna. El poney de Bilbo comenzó a tropezar en raíces
y piedras. Llegaron tan de repente al borde mismo de un declive abrupto, que el
caballo de Gandalf casi resbaló pendiente abajo.
—¡Aquí está, por fin! —anunció el mago, y los otros se agruparon en torno y
miraron por encima del borde. Vieron un valle allá abajo.
Podían oír el murmullo del agua que se apresuraba en el fondo, sobre un lecho de
piedras; en el aire había un aroma de árboles, y en la vertiente del otro lado
brillaba una luz. Bilbo nunca olvidó cómo rodaron y resbalaron en el crepúsculo,
bajando por el sendero empinado y zigzagueante hasta entrar en el valle secreto
de Rivendel. El aire era más cálido a medida que descendían, y el olor de los
pinos amodorraba a Bilbo, quien de vez en cuando cabeceaba y casi se caía, o
daba con la nariz en el pescuezo del poney. Todos parecían cada vez más
animados mientras bajaban.
Las hayas y robles sustituyeron a los pinos, y el crepúsculo era como una
atmósfera de serenidad y bienestar. El último verde casi había desaparecido de la
hierba, cuando llegaron al fin a un claro despejado, no muy por encima de las
riberas del arroyo.
"¡Hummm! ¡Huele como a elfos!" pensó Bilbo, y levantó los ojos hacia las estrellas.
Ardían brillantes y azules. Justo entonces una canción brotó de pronto, como una
risa entre los árboles:
¡Oh! ¿Qué hacéis,
y a dan de vais?
¡Hay que herrar esos poneys!
¡El rio corre!
¡Oh! ¡Tra—la—la—lalle,
aquí abajo en el valle!
¡Oh! ¿Qué buscáis,
y a dónde vais?
¡Los leños humean,
las tartas se doran!
¡Oh! ¡Tral—lel—lel—lelle,
el valle es alegre? ¡Ja! ¡Ja!
¡Oh! ¿Hacía dónde vais
meneando las barbas?
No, no, no sabemos
que trae a Bolsón
y a Balín, y. Dwalin
abajo hacia el valle
en junio, ¡Ja! Ja!
¡Oh! ¿Aquí os quedareis,
o en seguida os iréis?
¡Se extravían los poneys!
¡La luz del día muere!
Sería malo irse;
mucho mejor quedarse,
y escuchar y atender
hasta el fin de la noche
nuestro canto. Ja! ¡Ja!
De esta manera reían y cantaban entre los árboles, y vaya desatino, pensaréis
vosotros, supongo. Pero no les importaría nada si se lo dijeseis; se reirían todavía
más. Eran elfos desde luego. Pronto Bilbo empezó a distinguirlos, a medida que
aumentaba la oscuridad. Le gustaban los elfos, aunque rara vez tropezaba con
ellos, pero al mismo tiempo lo asustaban un poco. Los enanos no se llevaban bien
con aquellas criaturas. Aun enanos bastante simpáticos, como Thorin y sus
amigos, pensaban que los elfos eran tontos (un pensamiento muy tonto, por
cierto), o se enfadaban con ellos. Pues algunos elfos les tomaban el pelo y se
reían de los enanos, y sobre todo de sus barbas.
—¡Bueno, bueno! —dijo una voz— ¡Miren qué cosa! ¡Bilbo el hobbit en un poney,
cíelos! ¿No es delicioso?
—¡Maravilla de maravillas!
En seguida se pusieron a corear otra canción, tan ridícula como la que he copiado
entera. Al fin uno, un joven alto, salió de los árboles y se inclinó ante Gandalf y
Thorin.
—¡Bienvenidos al valle! —dijo.
—¡Gracias! —dijo Thorin con alguna brusquedad, pero Gandalf había bajado ya
del caballo y charlaba alegre entre los elfos.
—Te has desviado un poco del camino —dijo el elfo—. Es decir, si quieres ir por el
único sendero que cruza el río hacia la casa de más allá. Nosotros te guiaremos,
pero sería mejor que fueseis a pie hasta pasar al puente. ¿Te quedarás un rato y
cantarás con nosotros, o te marcharás en seguida? Allá se está preparando la
cena —dijo—. Puedo oler el fuego de leña de la cocina.
Cansado como estaba, a Bilbo le hubiese gustado quedarse un rato. El canto de
los elfos no es para perdérselo, en junio bajo las estrellas, si te interesan esas
cosas. También le hubiese gustado tener unas pocas palabras aparte con estas
gentes, que parecían saber cómo se llamaba y todo acerca de él, aunque nunca
los hubiese visto. Pensaba que la opinión de los elfos sobre la aventura podría ser
interesante. Los elfos saben mucho y es asombroso cómo están enterados de lo
que ocurre entre las gentes de la tierra, pues las noticias corren entre ellos tan
rápidas como el agua de un río, o tal vez más.
Pero los enanos estaban todos de acuerdo en cenar cuanto antes y no quedarse
mucho tiempo. Siguieron adelante, guiando a los poneys, hasta que llegaron a una
buena senda, y así por fin al borde del mismo río. Corría rápido y ruidoso, como un
arroyo de la montaña en un atardecer de verano, cuando el sol ha estado
iluminando todo el día la nieve de las cumbres. Sólo había un puente estrecho de
piedra, sin parapeto, tan estrecho que apenas si cabía un poney, y tuvieron que
cruzarlo despacio y con cuidado, en fila, llevando cada uno un poney por las
riendas. Los elfos habían traído faroles brillantes a la orilla y cantaron una
animada canción mientras el grupo iba pasando.
—¡No mojes tu barba con la espuma, padre! —le gritaron a Thorin, que de tan
encorvado iba casi a gatas—, Ya es bastante larga sin necesidad de que la mojes.
—¡Cuidado con Bilbo, no se vaya a comer todos los bizcochos! —dijeron—.
¡Todavía está demasiado gordo para colarse por el agujero de la cerradura!
—¡Silencio, silencio, Buena Gente! ¡Y buenas noches! —dijo Gandalf, que había
llegado último—. Los valles tienen oídos, y algunos elfos tienen lenguas
demasiado sueltas. ¡Buenas noches!
Y así llegaron por fin a la Ultima Morada y encontraron las puertas abiertas de par
en par.
Ahora bien, parece extraño, pero las cosas que es bueno tener y los días que se
pasan de un modo agradable se cuentan muy pronto y no se les presta demasiada
atención; en cambio, las cosas que son incómodas, estremecedoras, y aun
horribles, pueden hacer un buen relato, y además lleva tiempo contarlas. Se
quedaron muchos días en aquella casa agradable, catorce al menos, y les costó
irse. Bilbo se hubiese quedado allí con gusto para siempre, incluso suponiendo
que un deseo hubiera podido transportarlo sin problemas directa mente de vuelta
al agujero—hobbit. No obstante, algo hay que contar sobre esta estancia,
El dueño de casa era amigo de los elfos, una de esas gentes cuyos padres
aparecen en cuentos extraños, anteriores al principio de la historia misma, las
guerras de los trasgos malvados y los elfos, y los primeros hombres del Norte. En
los días de nuestro relato, había aún algunas gentes que descendían de los elfos y
los héroes del Norte; y Elrond, el dueño de casa, era el jefe de todos ellos.
Era tan noble y de facciones tan hermosas como un señor de los elfos, fuerte
como un guerrero, sabio como un mago, venerable como un rey de los enanos, y
benévolo como el estío. Aparece en muchos relatos, pero la parte que desempeña
en la historia de la aventura de Bilbo es pequeña, aunque importante, como veréis,
si alguna vez llegamos a acabarla. La casa era perfecta tanto para comer o dormir
como para trabajar, o contar historias, o cantar, o simplemente sentarse y pensar
mejor, o una agradable mezcla de todo esto. La perversidad no tenía cabida en
aquel valle.
Desearía tener tiempo para contaros sólo unas pocas de las historias o una o dos
de las canciones que se oyeron entonces en aquella casa. Todos los viajeros,
incluyendo los poneys, se sintieron refrescados y fortalecidos luego de pasar allí
unos pocos días. Les compusieron los vestidos, tanto como las magulladuras, el
humor, y las esperanzas. Les llenaron las alforjas con comida y provisiones de
poco peso, pero fortificantes, buenas para cruzar los desfiladeros. Les
aconsejaron bien y corrigieron los planes de la expedición. Así llegó el solsticio de
verano y se dispusieron a partir otra vez con los primeros rayos del sol estival.
Elrond lo sabía todo sobre runas de cualquier tipo. Aquel día observó las espadas
que habían tomado en la guarida de los trolls y comentó: —Esto no es obra de los
trolls. Son espadas antiguas, muy antiguas, de los Altos Elfos del Oeste, mis
parientes. Están hechas en Gondolin para las guerras de los trasgos. Tienen que
haber sido parte del tesoro escondido de un dragón, o de un botín de los trasgos,
pues los dragones y los trasgos destruyeron esa ciudad hace muchos siglos. En
esta, Thorin, las runas dicen Orcrist, la Hiende Trasgos en la ancestral lengua de
Gondolin; fue una hoja famosa. Esta, Gandalf, fue Glamdrin, la Martilla Enemigos,
que una vez llevó el rey de Gondolin. ¡Guardadlas bien!
—¿De dónde las habrán sacado los trolls, me pregunto? —murmuró Thorin
mirando su espada con renovado interés.
—No sabría decirlo —dijo Elrond—, pero puede suponerse que vuestros trolls
habrán saqueado otros botines, o habrán descubierto los restos de viejos robos en
alguna cueva de las montañas. He oído que hay quizá todavía tesoros ignotos en
las cavernas desiertas de las minas de Moria, desde la guerra de los enanos y los
trasgos.
Thorin meditó estas palabras. —Llevaré esta espada con honor —dijo—. ¡Ojalá
pronto hienda trasgos otra vez!
—¡Un deseo que quizá se cumpla muy pronto en los montes! —dijo Elrond—.
¡Pero mostradme ahora vuestro mapa!
Lo tomó y lo miró largo rato, y meneó la cabeza; pues si no aprobaba del todo a
los enanos y el amor que le tenían al oro, odiaba a los dragones y la cruel
perversidad de estas bestias, y se afligió al recordar la ruina de la ciudad de Valle
y aquellas campanas alegres, y las riberas incendiadas del centelleante Río
Rápido. La luna resplandecía en un amplio cuarto creciente de plata. Elrond alzó
el mapa y la luz blanca lo atravesó. —¿Qué es esto? —dijo—. Hay letras lunares
aquí junto a las runas y que dicen "cinco pies de altura y tres pasan con holgura".
—¿Qué son las letras lunares? —preguntó el hobbit muy excitado. Le encantaban
los mapas, como ya os he dicho antes; y también le gustaban las runas, y las
letras, y las escrituras ingeniosas, aunque él escribía con letras delgadas y como
patas de araña.
—Las letras lunares son letras rúnicas, pero que no se pueden ver —dijo Elrond—,
no al menos directamente. Sólo se las ve cuando la luna brilla por detrás, y en los
ejemplos más ingeniosos la fase de la luna y la estación tienen que ser las mismas
que en el día en que fueron escritas. Los enanos las inventaron y las escribían con
plumas de plata, como tus amigos te pueden contar. Estas tienen que haber sido
escritas en una noche del solsticio de verano con luna creciente, hace ya largo
tiempo.
—¿Qué es lo que dicen? —preguntaron Gandalf y Thorin a la vez, un poco
fastidiados quizá de que Elrond las hubiese descubierto primero, aunque es cierto
que hasta entonces no habían tenido la oportunidad, y no volverían a tenerla quién
sabe por cuánto tiempo.
—Estad cerca de la piedra gris cuando llame el zorzal —leyó Elrond— y el sol
poniente brillará sobre el ojo de la cerradura con las últimas luces del Día de
Durin.
—¡Durin, Durin! —exclamó Thorin.—. Era el padre de los padres de la más antigua
raza de Enanos, los Barbiluengos, y mi primer antepasado: yo soy el heredero de
Durin.
—Pero ¿cuándo es el Día de Durin? —preguntó Elrond.
—El primer día del Año Nuevo de los enanos —dijo Thorin—. Como todos sabéis
sin duda, el primer día de la última luna otoñal, en los umbrales del invierno.
Todavía llamamos Día de Durin a aquel en que el sol y la última luna de otoño
están juntos en el cielo. Pero me temo que esto no ayudará, pues nadie sabe hoy
cuándo este tiempo se presentará otra vez.
—Eso está por verse —dijo Gandalf— ¿Hay algo más escrito?
—Nada que se revele con esta luna —dijo Elrond, y le devolvió el mapa a Thorin; y
luego bajaron al agua para ver a los elfos que bailaban y cantaban en la noche del
solsticio.
La mañana siguiente, la mañana del solsticio, fue tan hermosa y fresca como
hubiera podido soñarse: un cielo azul sin nubes, y el sol que brillaba en el agua.
Partieron entonces entre cantos de despedida y buen viaje, con los corazones
dispuestos a nuevas aventuras, y sabiendo por dónde tenían que ir para cruzar las
Montañas Nubladas hacia la tierra de más allá.
SOBRE LA COLINA Y BAJO LA COLINA
Había muchas sendas que subían internándose en aquellas montañas, y sobre
ellas muchos desfiladeros. Pero la mayoría de estas sendas eran engañosas y
decepcionantes, o no llevaban a ningún lado, o acababan mal; y la mayoría de
estos desfiladeros estaba infestada de criaturas malvadas y de peligros
horrorosos. Los enanos y el hobbit, ayudados por el sabio consejo de Elrond y los
conocimientos y la memoria de Gandalf, tomaron el camino que llegaba al
desfiladero apropiado.
Muchos días después de haber remontado el valle y de dejar millas atrás la Ultima
Morada, todavía seguían subiendo y subiendo. Era una senda escabrosa y
peligrosa, un camino tortuoso, desierto y largo. Al fin pudieron volverse a mirar las
tierras que habían dejado, allá abajo en la distancia. Lejos, muy lejos en el
poniente, donde las cosas eran azules y tenues, Bilbo sabía que estaba su propio
país, con casas seguras y cómodas, y el pequeño agujero—hobbit. Se estremeció.
Empezaba a sentirse un frío cortante allí arriba, y el viento silbaba entre las rocas.
También, a veces, unos cantos rodados bajaban a saltos por las laderas de la
montaña —los había soltado el sol de mediodía sobre la nieve— y pasaban entre
ellos (lo que era afortunado) o sobre sus cabezas (lo que era alarmante). Las
noches se sucedían incómodas y muy frías, y no se atrevían a cantar ni a hablar
demasiado alto, pues los ecos eran extraños y parecía que al silencio le molestaba
que lo quebrasen, excepto con el ruido del agua, el quejido del viento y el crujido
de la piedra.
"El verano está llegando allá abajo" pensó Bilbo. "Y ya empiezan la siega del heno
y las meriendas. A este paso estarán recolectando y recogiendo moras aun antes
de que empecemos a bajar del otro lado." Y los de más tenían también
pensamientos lúgubres de este tipo, aunque cuando se habían despedido de
Elrond alentados por la mañana de verano, habían hablado alegremente del cruce
de las montanas y de cabalgar al galope por las tierras que se extendían más allá.
Habían pensado llegar a la puerta secreta de la Montana Solitaria tal vez en esa
misma primera luna de otoño. —Y quizá sea el Día de Durin —habían dicho. Sólo
Gandalf había meneado en silencio la cabeza. Ningún enano había atravesado
ese paso desde hacía muchos años, pero Gandalf sí, y conocía el mal y el peligro
que habían crecido y aumentado en las tierras salvajes desde que los dragones
habían expulsado de allí a los hombres, y desde que los trasgos habían ocupado
la región en secreto después de la batalla de las Minas de Moria. Aun los buenos
planes de magos sabios como Gandalf, y dé buenos amigos como Elrond, se
olvidan a veces, cuando uno está lejos en peligrosas aventuras al borde del
Yermo; y Gandalf era un mago bastante sabio como para tenerlo en cuenta.
Sabía que algo inesperado podía ocurrir, y apenas se atrevía a desear que no
tuvieran alguna aventura horrible en aquellas grandes y altas montañas de picos y
valles solitarios, donde no gobernaba ningún rey. Nada ocurrió. Todo marchó bien,
hasta que un día se encontraron con una tormenta dé truenos; más que una
tormenta era una batalla de truenos. Sabéis que terrible puede llegar a ser una
verdadera tormenta de truenos allá abajo en el valle del río; sobre todo cuando
dos grandes tormentas se encuentran y se baten. Más terribles todavía son los
truenos y los relámpagos en las montañas por la noche, cuando las tormentas
vienen del este y del oeste y luchan entre ellas. El relámpago se hace trizas sobre
los picos, y las rocas tiemblan, y unos enormes estruendos parten el aire, y entran
rodando a los tumbos en todas las cuevas y agujeros y un ruido abrumador y una
claridad súbita invaden la oscuridad.
Bilbo nunca había visto o imaginado nada semejante. Estaban muy arriba en un
lugar estrecho, y a un lado un precipicio espantoso caía sobre un valle sombrío.
Allí pasaron la noche, al abrigo de una roca; Bilbo tendido bajo una manta y
temblando de pies a cabeza. Cuando miró fuera, vio a la luz de los relámpagos los
gigantes de piedra abajo en el valle; habían salido y ahora jugaban tirándose
piedras unos a otros; las re—cogían y las arrojaban en la oscuridad, y allá abajo
se rompían o desmenuzaban entre los árboles. Luego llegaron el viento y la lluvia,
y el viento azotaba la lluvia y el granizo en todas direcciones, por lo que el refugio
de la roca no los protegía mucho. Al rato estaban empapados hasta los huesos y
los poneys se encogían, bajaban la cabeza, y metían la cola entre las patas, y
algunos re linchaban de miedo. Las risotadas y los gritos de los gigantes podían
oírse por encima de todas las laderas.
—¡Esto no irá bien! —dijo Thorin—, Si no salimos despedidos, o nos ahogamos, o
nos alcanza un rayo, nos atrapará alguno de esos gigantes y de una patada nos
mandará al cielo como una pelota de fútbol.
—Bien, si sabes de un sitio mejor, ¡llévanos allí! —dijo Gandalf, quien se sentía
muy malhumorado, y no estaba nada contento con los gigantes.
El final de la discusión fue enviar a Fíli y Kili en busca de un refugio mejor. Tenían
ojos muy penetrantes, y siendo los enanos más jóvenes (unos cincuenta años
menos que los otros), se ocupaban por lo común de este tipo de tareas (cuando
todos comprendían que sería inútil enviar a Bilbo). No hay nada como mirar, si
queréis encontrar algo (al menos eso decía Thorin a los enanos jóvenes).
Cierto que casi siempre, se encuentra algo, si se mira, pero no siempre es lo que
uno busca. Así ocurrió en esta ocasión.
Fíli y Kili pronto estuvieron de vuelta, arrastrándose, doblados por el viento,
aferrándose a las rocas. —Hemos encontrado una cueva seca —dijeron—,
doblando el próximo recodo no muy lejos de aquí; y caben poneys y todo.
—¿La habéis explorado afondo? —dijo el mago, que sabía que las cuevas de las
montanas raras veces están sin ocupar.
—¡Sí, sí! —dijeron Fíli y Kili, aunque todos sabían qué no podían haber estado allí
mucho tiempo; habían regresado casi en seguida—. No es demasiado grande y
tampoco muy profunda.
Naturalmente, esto es lo peligroso de las cuevas; a veces uno no sabe lo
profundas que son, o a dónde puede llevar un pasadizo, o lo que te espera dentro.
Pero en aquel momento las noticias de Fíli y Kili parecieron bastante buenas. Así
que todos se levantaron y se prepararon para trasladarse. El viento aullaba y el
trueno retumbaba aún, y era difícil moverse con los poneys. De todos modos, la
cueva no estaba muy lejos. Al poco tiempo llegaron a una gran roca que
sobresalía en la senda. Detrás, en la ladera de la montaña, se abría un arco bajo.
Había espacio suficiente para que pasaran los poneys apretujados, una vez que
les quitaran las sillas. Debajo del arco era agradable oír el viento y la lluvia fuera y
no cayendo sobre ellos, y sentirse a salvo de los gigantes y sus rocas. Pero el
mago no quería correr riesgos. Encendió su vara —como aquel día en el comedor
de Bilbo que ahora parecía tan lejano, si lo recordáis— y con la luz exploraron la
cueva de extremo a extremo.
Parecía de buen tamaño, pero no era demasiado grande ni misteriosa. Tenía el
suelo seco y algunos rincones cómodos. En uno de ellos había lugar para los
poneys, y allí permanecieron las bestias muy contentas del cambio, humeando y
mascando en los morrales. Óin y Glóin querían encender una hoguera en la
entrada para secarse la ropa, pero Gandalf no quiso ni oírlo. Así que tendieron las
cosas húmedas en el suelo y sacaron otras secas; luego ahuecaron las mantas,
sacaron las pipas e hicieron anillos de humo que Gandalf volvía de diferentes
colores y hacía bailar en el techo para entretenerlos. Charlaron y charlaron, y
olvidaron la tormenta, y discutieron lo que cada uno haría con su parte del tesoro
(cuando lo tuviesen, lo que de momento no parecía tan imposible); y así fueron
quedándose dormidos uno tras otro. Y ésa fue la última vez que usaron los
poneys, los paquetes, equipajes, herramientas y todo lo que habían traído con
ellos.
No obstante, fue una suerte esa noche que hubiesen traído al pequeño Bilbo.
Porque, por alguna razón, Bilbo no pudo dormirse hasta muy tarde; y luego tuvo
unos sueños horribles. Soñó que una grieta en la pared del fondo de la cueva se
agrandaba y se agrandaba, abriéndose más y más; y él estaba muy asustado pero
no podía gritar, ni hacer otra cosa que seguir acostado, mirando. Después soñó
que el suelo de la cueva cedía, y que se deslizaba, y que él empezaba a caer, a
caer, quién sabe a dónde.
En ese momento despertó con un horrible sobresalto y se encontró con que parte
del sueño era verdad. Una grieta se había abierto al fondo de la cueva y era ya un
pasadizo ancho. Apenas si tuvo tiempo de ver la última de las colas de los poneys,
que desaparecía en la sombra. Por supuesto, lanzó un chillido estridente, tanto
como puede llegar a serlo un chillido de hobbit, bastante asombroso si tenemos en
cuenta el tamaño de estas criaturas.
Afuera saltaron los trasgos, trasgos grandes, trasgos enormes de cara fea,
montones de trasgos, antes que nadie pudiera decir "peñas y breñas". Había por
lo menos seis para cada enano, y dos más para Bilbo; y los apresaron a todos y
los llevaron por la hendedura, antes que nadie pudiera decir "madera y hoguera".
Pero no a Gandalf. Eso fue lo bueno del grito de Bilbo. Lo había despertado por
completo en una décima de segundo y cuando los trasgos iban a ponerle las
manos encima, hubo un destello terrorífico como un relámpago en la cueva, un
olor como de pólvora, y varios cayeron muertos.
La grieta se cerró de golpe ¡y Bilbo y los enanos estaban en el lado equivocado!
¿Dónde se encontraba Gandalf? De eso ni ellos ni los trasgos tenían la menor
idea, y los trasgos no esperaron a averiguarlo. Tomaron a Bilbo y a los enanos, y
los hicieron andar a toda prisa. El sitio era profundo, profundo y oscuro, tanto que
sólo los trasgos que habían tenido la ocurrencia de vivir en el corazón de las
montañas podían distinguir algo. Los pasadizos se cruzaban y confundían en
todas direcciones, pero los trasgos conocían el camino tan bien como vosotros el
de la oficina de correos más próxima; y el camino descendía y descendía y la
atmósfera era cada vez más enrarecida y horrorosa. Los trasgos eran muy brutos,
pellizcaban sin compasión, y reían entre dientes o a carcajadas, con voces
horribles y pétreas; y Bilbo se sentía más desgraciado aún que cuando el troll lo
había levantado tirándole de los dedos de los pies. Una y otra vez se encontraba
añorando el agradable y reluciente agujero hobbit. No sería ésta la ultima ocasión.
De pronto apareció ante ellos el resplandor de una luz roja. Los trasgos
empezaron a cantar, a croar, golpeteando los pies planos sobre la piedra, y
sacudiendo también a los prisioneros.
¡Azota! ¡Voltea! ¡La negra abertura!
¡Atrapa, arrebata! ¡Pellizca, apañusca!
¡Bajando, bajando, al pueblo de trasgos,
vas tú, muchacho!
¡Embute, golpea! ¡Estruja, revienta!
Martillo y tenaza! ¡Batintín y maza!
¡Machaca, machaca, a los subterráneos!
¡jo, jo, muchacho!
¡Lacera, apachurra! ¡Chasquea los látigos!
¡Aúlla y solloza! ¡Sacude, aporrea!
¡Trabaja, trabaja! ¡A huir no te atrevas,
mientras los trasgos beben y carcajean!
¡Rondando, rodando, por el subterráneo!
¡Abajo, muchacho!
El canto era realmente terrorífico, las paredes resonaban con el ¡azota, volea! y
con el ¡estruja, revienta! y con la inquietante carcajada de los ¡jo, jo, muchacho! El
significado de la canción era demasiado evidente; pues ahora los trasgos sacaron
los látigos y los azotaron con gritos de ¡lacera, apachurra!, haciéndolos correr
delante tan rápido como les era posible; y más de uno de los enanos estaba ya
desgañitándose con aullidos incomparables, cuando entraron todos a los
trompicones en una enorme caverna.
Estaba iluminada por una gran hoguera roja en el centro y por antorchas a lo largo
de las paredes, y había allí muchos trasgos. Todos se reían, pateaban y batían
palmas, cuando los enanos (con el pobrecito Bilbo detrás y más al alcance de los
látigos) llegaron corriendo, mientras los trasgos que los arreaban daban gritos y
chasqueaban los látigos detrás. Los poneys estaban ya agrupados en un rincón; y
allí tirados estaban todos los sacos y paquetes, rotos y abiertos, revueltos por
trasgos, y olidos por trasgos, y manoseados por trasgos, y disputados por trasgos.
Me temo que fue lo ultimo que vieron de aquellos excelentes poneys, incluyendo
un magnífico ejemplar blanco, pequeño y vigoroso, que Elrond había prestado a
Gandalf, ya que el caballo no era apropiado para los senderos de la montaña.
Porque los trasgos comen caballos y poneys y burros (y otras cosas mucho más
espantosas), y siempre tienen hambre. Sin embargo, los prisioneros sólo
pensaban ahora en sí mismos. Los trasgos les encadenaron las manos a la
espalda y los unieron a todos en línea, y los arrastraron hasta él rincón más lejano
de la caverna con el pequeño Bilbo remolcado al extremo de la hilera.
Allá, entre las sombras, sobre una gran piedra lisa, estaba sentado un trasgo
terrible de cabeza enorme, y unos trasgos armados permanecían de pie alrededor
blandiendo las hachas y las espadas curvas que ellos usan. Ahora bien, los
trasgos son crueles, malvados y de mal corazón. No hacen nada bonito, pero sí
muchas cosas ingeniosas. Pueden excavar túneles y minas tan bien como
cualquier enano no demasiado diestro, cuando se toman la molestia, aunque
comúnmente son desaseados y sucios. Martillos, hachas, espadas, puñales, picos
y pinzas, y también instrumentos de tortura, los hacen muy bien, o consiguen que
otra gente los haga, prisioneros o esclavos obligados a trabajar hasta que mueren
por falta de aire y luz. Es probable que ellos hayan inventado algunas de las
máquinas que desde entonces preocupan al mundo, en especial ingeniosos
aparatos que matan enormes cantidades de gente de una vez, pues las ruedas y
los motores y las explosiones siempre les encantaron, como también no trabajar
con sus propias manos más de lo indispensable; pero en aquellos días, y en
aquellos parajes agrestes, no habían ido (como se dice) todavía tan lejos. No
odiaban especialmente a los enanos, no más de lo que odiaban a todos y todo, y
particularmente lo metódico y próspero; en ciertos lugares unos enanos malvados
han llegado a pactar con ellos. Pero tenían particular aversión por la gente de
Thorin a causa de la guerra que habéis oído mencionar, pero que no viene a
cuento en esta historia; y de todos modos a los trasgos no les preocupa a quién
capturan, en tanto puedan dar el golpe en secreto y de un modo ingenioso, y los
prisioneros no sean capaces de defenderse.
—¿Quiénes son esas miserables personas? —dijo el Gran Trasgo.
—¡Enanos, y esto! —dijo uno de los captores, tirando de la cadena de Bilbo de tal
modo que el hobbit cayó delante de rodillas—. Los encontramos refugiados en
nuestro Porche Principal,
—¿Qué pretendíais? —dijo el Gran Trasgo volviéndose hacia Thorin—. ¡Nada
bueno, podría asegurarlo! ¡Espiar los asuntos privados de mis gentes, supongo!
¡Ladrones, no me sorprendería saber que lo sois! ¡Asesinos y amigos de los elfos,
sin duda alguna! ¡Ven! ¿Qué tienes que decir?
—¡Thorin el enano a vuestro servicio! —replicó Thorin: una mera nadería cortés—
De las cosas que sospechas e imaginas no tenemos la menor idea. Nos
resguardamos de una tormenta en lo que parecía una cueva cómoda y no usada;
nada más lejos de nuestro pensamiento que molestar de algún modo a los
trasgos. —¡Esto era bastante cierto!
—¡Hum! —gruñó el Gran Trasgo—. ¡Eso es lo que dices! ¿Podría preguntarte qué
hacíais allá arriba en las montañas, y de dónde venís y adonde vais? En realidad
me gustaría saber todo sobre vosotros. No digo que pueda serviros de algo,
Thorin Escudo de Roble, ya sé demasiado de tu gente; pero conozcamos de una
vez la verdad. ¡De lo contrario prepararé para vosotros algo particularmente
incómodo!
—Íbamos de viaje a visitar a nuestros parientes, nuestros sobrinos y sobrinas, y
primeros, segundos y terceros primos, y otros descendientes de nuestros abuelos,
que viven del lado oriental de estas realmente hospitalarias montañas —respondió
Thorin, no sabiendo muy bien qué decir así de repente, pues era obvio que la
verdad exacta no vendría a cuento.
—¡Es un mentiroso, oh tú en verdad el Terrible!
—dijo uno de los captores—. Varios de los nuestros fueron fulminados por un rayo
en la cueva cuando invitamos a estas criaturas a que bajaran, y están tan muertos
como piedras. ¡Tampoco nos ha explicado esto!
—Sostuvo en alto la espada que Thorin había llevado, la espada que procedía del
cubil de los trolls.
El Gran Trasgo dio un aullido de rabia realmente horrible cuando vio la espada, y
todos los soldados crujieron los dientes, batieron los escudos, y patearon.
Reconocieron la espada al momento. En otro tiempo había dado muerte a cientos
de trasgos, cuando tos elfos rubios de Gondolin los cazaron en las colinas o
combatieron al pie de las murallas. La habían denominado Orcrist, Hiende
Trasgos, pero los trasgos la llamaban simplemente Mordedora. La odiaban, y
odiaban todavía más a cualquiera que la llevase.
—¡Asesinos y amigos de los elfos! —gritó el Gran Trasgo—. ¡Acuchilladlos!
¡Golpeadlos! ¡Mordedlos! ¡Que les rechinen los dientes! ¡Llevadlos a agujeros
oscuros repletos de víboras y que nunca vuelvan a ver la luz!
—Tenía tanta rabia que saltó del asiento y se lanzó con la boca abierta hacia
Thorin.
Justo en ese momento todas las luces de la caverna se apagaron, y la gran
hoguera se convirtió, ¡puf!, en una torre de resplandeciente humo azul que subía
hasta el techo, esparciendo penetrantes chispas blancas entre todos los trasgos.
Los gritos y lamentos, gruñidos, farfulleos y chapurreos, aullidos, alaridos y
maldiciones, chillidos y graznidos que siguieron entonces, eran indescriptibles.
Varios cientos de gatos salvajes y lobos asados vivos, todos juntos y despacio, no
hubieran hecho tanto alboroto. Las chispas ardían abriendo agujeros en los
trasgos, y el humo que ahora caía del techo oscurecía tanto el aire, que ni siquiera
ellos mismos podían ver. Pronto empezaron a caer unos sobre otros y a rodar en
montones por el suelo, mordiendo, pateando y peleando, como si todos se
hubieran vuelto locos.
De repente una espada destelló con luz propia. Bilbo vio que atravesaba de lado a
lado al Gran Trasgo, mudo de asombro y furioso a la vez. Cayó muerto, y los
soldados trasgos, huyendo y gritando delante de la espada, desaparecieron en la
oscuridad.
La espada volvió a la vaina. —¡Seguidme a prisa! —dijo una voz fiera y queda. Y
antes que Bilbo comprendiese lo que había ocurrido, estaba ya trotando de nuevo,
tan rápido como podía, al final de la columna, bajando por más pasadizos oscuros
mientras los alaridos del salón de los trasgos quedaban atrás, cada vez más
débiles. Una luz pálida los guiaba.
—¡Más rápido, más rápido! —decía la voz—. Pronto volverán a encender las
antorchas.
—¡Espera un momento! —dijo Dori, que estaba detrás, al lado de Bilbo, y era un
excelente compañero. Como mejor pudo, con las manos atadas, consiguió que el
hobbit se le subiera a los hombros, y luego echaron todos a correr, con un tintineo
de cadenas y más de un tropezón, ya que no tenían manos para sostenerse. No
se detuvieron por un largo rato, cuando ya estaban sin duda en el corazón mismo
de la montaña.
Entonces Gandalf encendió la vara. Por supuesto, era Gandalf; pero en ese
momento todos estaban demasiado ocupados para preguntar cómo había llegado
allí. Volvió a sacar la espada, y una vez más la hoja destelló en la oscuridad; ardía
con una furia centelleante si había trasgos alrededor, y ahora brillaba como una
llama azul por el deleite de haber matado al gran señor de la cueva. No le costó
nada cortar las cadenas de los trasgos y liberar lo más rápido posible a todos los
prisioneros. El nombre de esta espada, recordaréis, era Glamdrin, Martilla
Enemigos. Los trasgos la llamaban simplemente Demoledora, y la odiaban, si eso
es posible, todavía más que a Mordedora. También Orcrist había sido salvada,
pues Gandalf se la había arrebatado a uno de los guardias aterrorizados. Gandalf
pensaba en todo; y aunque no podía hacer cualquier cosa, ayudaba siempre a los
amigos en aprietos,
—¿Estamos todos aquí? —dijo, entregando la espada a Thorin con una
reverencia—. Veamos: uno, Thorin; dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho,
nueve, diez, once. ¿Dónde están Fíli y Kili? ¡Aquí! Doce, trece... y he ahí al señor
Bolsón: ¡catorce! ¡Bien, bien! Podría ser peor, y sin embargo podría ser mucho
mejor. Sin poneys, y sin comida, y sin saber muy bien dónde estamos, ¡y unas
hordas de trasgos furiosos justo detrás! ¡Sigamos adelante!
Siguieron adelante. Gandalf estaba en lo cierto: se oyeron ruidos de trasgos y
unos gritos horribles allá detrás a lo lejos, en los pasadizos que habían
atravesado, Se apresuraron entonces todavía más, y como el pobre Bilbo no podía
seguirles el paso —pues los enanos son capaces de correr más deprisa, os lo
aseguro, cuando tienen que hacerlo— se turnaron llevándolo a hombros.
Sin embargo los trasgos corren más que los enanos, y estos trasgos conocían
mejor el camino (ellos mismos habían abierto los túneles), y estaban locos de
furia; así que hiciesen lo que hiciesen, los enanos oían los gritos y aullidos que se
acercaban cada vez más. Muy pronta alcanzaron a oír el ruido de los pies de los
trasgos, muchos, muchos pies que parecían estar a la vuelta del ultimo recodo. El
destello de las antorchas rojas podía verse detrás de ellos en el túnel; y ya
empezaban a sentirse muertos de cansancio.
—¡Por qué, oh por qué habré dejado mi agujero—hobbit! —decía el pobre señor
Bolsón, mientras se sacudía hacia arriba y abajo sobre el pobre señor Bolsón,
mientras se sacudía hacia arriba y abajo sobre la espalda de Bombur.
—¡Por qué, oh por qué habré traído a este pobrecito hobbit, a buscar el tesoro! —
decía el desdichado Bombur que era gordo, y se bamboleaba mientras el sudor le
caía en gotas de la nariz a causa del calor y el terror,
En aquel momento Gandalf se retrasó, y Thorin con él. Doblaron un recodo
cerrado. —¡Están a la vuelta! —gritó el mago—. ¡Desenvaina tu espada, Thorin!
No había mas que hacer, y a los trasgos no les gustó. Venían corriendo a toda
prisa y dando gritos, y al llegar al recodo tropezaron atónitos con la Hiende
Trasgos y la Martilla Enemigos que brillaban frías y luminosas. Los que iban
delante arrojaron las antorchas y dieron un alarido antes de morir. Los de atrás
aullaban siguiéndolos. —¡Mordedora y Demoledora! —chillaron; y pronto todos
estuvieron envueltos en una completa confusión, y la mayoría se apresuró a
regresar por donde había venido.
Pasó bastante tiempo antes que cualquiera de ellos se atreviese a doblar aquel
recodo. Mientras, los enanos se habían puesto otra vez en marcha, siguiendo un
largo camino que los llevaba a los túneles oscuros del país de los trasgos. Cuando
los trasgos se dieron cuenta, apagaron las antorchas y se deslizaron pisando con
cuidado, y eligieron a los corredores más veloces, aquellos que tenían oídos como
comadrejas en la oscuridad, y eran casi tan silenciosos como murciélagos.
Así ocurrió que ni Bilbo, ni los enanos, ni siquiera Gandalf, los oyeron llegar, ni
tampoco los vieron. Pero los trasgos los vieron a ellos, pues la vara de Gandalf
emitía una luz débil que ayudaba a los enanos a encontrar el camino.
De repente Dori, que ahora otra vez corría a la cola llevando a Bilbo, fue aferrado
por detrás en la oscuridad. Gritó y cayó; y el hobbit rodó de los hombros de Dori a
la negrura, se golpeó la cabeza contra una piedra, y no recordó nada más.
ACERTIJOS EN LAS TINIEBLAS
Cuando Bilbo abrió los ojos, se preguntó si en verdad los habría abierto; pues todo
estaba tan oscuro como si los tuviese cerrados. No había nadie cerca, de él.
¡Imaginaos qué terror! No podía ver nada, ni oír nada, ni sentir nada, excepto la
piedra del suelo.
Se incorporó muy lentamente y anduvo a tientas hasta tropezar con la pared del
túnel; pero ni hacia arriba ni hacia abajo pudo encontrar nada, nada en absoluto, ni
rastro de trasgos o enanos. La cabeza le daba vueltas y ni siquiera podía decir en
qué dirección habrían ido los otros cuando cayó de bruces. Trató de orientarse de
algún modo, y se arrastró largo trecho hasta que de pronto tocó con la mano algo
que parecía un anillo pequeño, trío y metálico, en el suelo del túnel. Este iba a ser
un momento decisivo en la carrera de Bilbo, pero él no lo sabía. Casi sin darse
cuenta se metió la sortija en el bolsillo. Por cierto, no parecía tener ninguna utilidad
por ahora. No avanzó mucho más; se sentó en el suelo helado, abandonándose a
un completo abatimiento. Se imaginaba friendo huevos y panceta en la cocina de
su propia casa —pues alcanzaba a sentir, dentro de él, que era la hora de alguna
comida—, pero esto solo lo hacía más miserable.
No sabía a dónde ir, ni qué había ocurrido, ni por qué lo habían dejado atrás, o por
qué, si lo habían dejado atrás, los trasgos no lo habían capturado; no sabía ni
siquiera por qué tenia la cabeza tan dolorida. La verdad es que había estado
mucho tiempo tendido y quieto, invisible y olvidado en un rincón muy oscuro.
Al cabo de un rato se palpó las ropas buscando la pipa. No estaba rota, y eso era
algo. Buscó luego la petaca, y había algún tabaco, lo que ya era algo más, y luego
buscó las cerillas y no encontró ninguna, y esto lo desanimó por completo. Sólo el
cielo sabe qué cosa hubiera podido caer sobre él atraída por el roce de las cerillas
y el olor del tabaco. Pero por ahora se sentía muy abatido. No obstante,
rebuscando en los bolsillos y palpándose de arriba a abajo en busca de cerillas,
topó con la empuñadura de la pequeña espada, la daga que había obtenido de los
trolls y que casi había olvidado; por fortuna, tampoco los trasgos la habían
descubierto, pues la llevaba dentro de los calzones.
Entonces la desenvainó. La espada brilló pálida y débil ante los ojos de Bilbo. "Así
que es una hoja de los elfos, también" pensó, "y los trasgos no están muy cerca,
aunque tampoco bastante lejos."
Pero de alguna manera se sintió reconfortado. Era bastante bueno llevar una hoja
forjada en Gondolin para las guerras de los trasgos de las que había cantado
tantas canciones; y también había notado que esas armas causaban gran
impresión entre los trasgos que tropezaban con ellas de improviso.
"¿Volver?" pensó. "No sirve de nada. ¿ir por algún camino lateral? ¡Imposible! ¿Ir
hacia adelante? ¡No hay alternativa! ¡Adelante pues!" Y se incorporó y trotó
llevando la espada alzada frente a él, una mano en la pared y el corazón
palpitando.
Era evidente que Bilbo se encontraba en lo que puede llamarse un sitio estrecho.
Pero recordad que no era tan estrecho para él como lo habría sido para vosotros o
para mí. Los hobbits no se parecen mucho a la gente ordinaria, y aunque sus
agujeros son unas viviendas muy agradables y acogedoras, adecuadamente
ventiladas, muy distintas de los túneles de los trasgos, están más acostumbrados
que nosotros a andar por galerías, y no pierden fácilmente el sentido de la
orientación bajo tierra, no cuando ya se han recobrado de un golpe en el cráneo.
También pueden moverse muy en silencio y esconderse con rapidez; se
recuperan de un modo maravilloso de caídas y magulladuras, y tienen un fondo de
prudencia y unos dichos juiciosos que la mayoría de los hombres no ha oído
nunca o ha olvidado hace tiempo,
De cualquier modo no me hubiera sentido a gusto en el sitio donde estaba el señor
Bilbo. La galería parecía no tener fin. Todo lo que él sabía era que seguía bajando,
siempre en la misma dirección, a pesar de un recodo y una o dos vueltas. Había
pasadizos que partían de los lados aquí y allá, como podía saber por el brillo de la
espada, o podía sentir con la mano en la pared. No les prestó atención, pero
apresuraba el paso por temor a los trasgos o a cosas oscuras imaginadas a
medias que asomaban en las bocas de los pasadizos. Adelante y adelante siguió,
bajando y bajando; y toda vía no se oía nada, excepto el zumbido ocasional de un
murciélago que se le acercaba, asustándolo en un principio, pero que luego se
repitió tanto que él dejó de preocuparse. No sé cuánto tiempo continuó así,
odiando seguir adelante, no atreviéndose a parar, adelante y adelante, hasta que
estuvo mas cansado que cansado. Parecía que el camino continuaría así al día
siguiente y más allá, perdiéndose en los días que vendrían después.
De pronto, sin ningún aviso, se encontró trotando en un agua fría como hielo. ¡Uf!
Esto lo reanimó, rápida y bruscamente. No sabía si el agua era sólo un estanque
en medio del camino, la orilla de un arroyo que cruzaba el túnel bajo tierra, o el
borde del lago subterráneo, oscuro y profundo. La espada apenas brillaba. Se
detuvo, y escuchando con atención alcanzó a oír unas gotas que caían desde un
techo invisible en el agua de abajo; pero no parecía haber ningún otro tipo de
ruido.
"De modo que es un lago o un pozo, y no un río subterráneo" pensó. Aun así no
se atrevió a meterse en el agua a oscuras. No sabía nadar, y además pensaba en
las criaturas barrosas y repugnantes, de ojos saltones y ciegos, que culebreaban
sin duda en el agua. Hay extraños seres que viven en pozos y lagos en el corazón
de los montes; pero cuyos antepasados llegaron nadando, sólo el cielo sabe hace
cuánto tiempo, y nunca volvieron a salir, y los ojos les crecían, crecían y crecían
mientras trataban de ver en la oscuridad; y allí hay también criaturas mas viscosas
que peces. Aun en los túneles y cuevas que los trasgos habían excavado para sí
mismos, hay otras cosas vivas que ellos desconocen, cosas que han venido
arrastrándose desde fuera para descansar en la oscuridad. Además, los orígenes
de algunos de estos túneles se remontan a épocas anteriores a los trasgos,
quienes sólo los ampliaron y unieron con pasadizos, y los primeros propietarios
están todavía allí, en raros rincones, deslizándose y olfateando todo alrededor.
Aquí abajo junto al agua lóbrega vivía el viejo Gollum, una pequeña y viscosa
criatura. No sé de dónde había venido, ni quién o qué era. Era Gollum: tan oscuro
como la oscuridad, excepto dos grandes ojos redondos y pálidos en la cara flaca.
Tenía un pequeño bote y remaba muy en silencio por el lago, pues lago era,
ancho, profundo y mortalmente frío. Remaba con los grandes pies colgando sobre
la borda, pero nunca agitaba el agua. No él. Los ojos pálidos e inexpresivos
buscaban peces ciegos alrededor, y los atrapaba con los dedos largos, rápidos
como el pensamiento. Le gustaba también la carne. Los trasgos le parecían
buenos, cuando podía echarles mano; pero trataba de que nunca lo encontraran
desprevenido. Los estrangulaba por la espalda si alguna vez bajaba uno de ellos
hasta la orilla del agua, mientras él rondaba en busca de una presa. Rara vez lo
hacían, pues tenían el presentimiento de que algo desagradable acechaba en las
profundidades, debajo de la raíz misma de la montaña. Cuando excavaban los
túneles, tiempo atrás, habían llegado hasta el lago y descubrieron que no podían ir
más lejos. De modo que para ellos el camino terminaba en esa dirección, y de
nada les valía merodear por allí, a menos que el Gran Trasgo los enviase. A veces
tenían la ocurrencia de buscar peces en el lago, y a veces ni el trasgo ni el
pescado volvían.
Gollum vivía en verdad en una isla de roca barrosa en medio del lago. Observaba
a Bilbo desde lejos con los ojos pálidos como telescopios. Bilbo no podía verlo,
mientras Gollum lo miraba, perplejo; parecía evidente que no era un trasgo.
Gollum se metió en el bote y se alejó de la isla. Bilbo, sentado a orillas del agua,
se sentía desconcertado, como si hubiese perdido el camino y el juicio. De pronto
asomó Gollum, que cuchicheó y siseó:
—¡Bendícenos y salpícanos, preciosso mío! Me huelo un banquete selecto; por lo
menos nos daría para un sabroso bocado ¡Gollum! —Y cuando dijo Gollum hizo
con la garganta un ruido horrible como si engullera. Y así fue como le dieron ese
nombre, aunque él siempre se llamaba a sí mismo "preciosso mío".
El hobbit dio un brinco cuando oyó el siseó, y de repente vio los ojos pálidos
clavados en él.
—¿Quién eres? —preguntó, adelantando la espada.
—¿Qué ess él, preciosso mío? —susurró Gollum (que siempre se hablaba a sí
mismo, porque no tenía a ningún otro con quien hablar). Eso era lo que quería
descubrir, pues en verdad no tenía mucha hambre, sólo curiosidad; de otro modo
hubiese estrangulado primero y susurrado después.
—Soy el señor Bilbo Bolsón. He perdido a los enanos y al mago y no sé donde
estoy, y tampoco quiero saberlo, si pudiera salir.
—¿Qué tiene él en las manoss? —dijo Gollum mirando la espada, que no le
gustaba mucho.
—¡Una espada, una hoja nacida en Gondolin!
—Sss —dijo Gollum, y en un tono más cortés: —Quizá se siente aquí y charle
conmigo un rato, preciosso mío. ¿Le gustan los acertijos? Quizá sí, ¿no? —Estaba
ansioso por parecer amable, al menos por un rato, y hasta que supiese algo más
sobre la espada y el hobbit: si realmente estaba solo, si era bueno para comer, y si
Gollum mismo tenia mucha hambre.
Acertijos era todo en lo que podía pensar. Proponerlos y alguna vez encontrar la
solución había sido el único entretenimiento que había compartido con otras
alegres criaturas, sentadas en sus agujeros, hacía muchos, muchos años, antes
de quedarse sin amigos y de que lo echasen, solo, y se arrastrara descendiendo y
descendiendo, a la oscuridad bajo las montañas.
—Muy bien —dijo Bilbo, muy dispuesto a mostrarse de acuerdo hasta descubrir
algo más acerca de la criatura: si había venido sola, si estaba furiosa o
hambrienta, y si era amiga de los trasgos.
—Tú preguntas primero —dijo, pues no había tenido tiempo de pensar en un
acertijo. Así que Gollum siseó:
Las raíces no se ven,
y es más alta que un árbol,
Arriba y arriba sube,
y sin embargo no crece.
—¡Fácil! —dijo Bilbo—. Una montaña, supongo.
—¿Lo adivinó fácilmente? ¡Tendría que competir con nosotros, preciosso mío! Si
preciosso pregunta y él no responde, nos lo comemos, preciosso mío. Si él
pregunta y no contestamos, haremos lo que él quiera, ¿eh? ¡Le enseñamos el
camino de la salida, sí!
—De acuerdo —dijo Bilbo, no atreviéndose a discrepar y con el cerebro casi
estallándole mientras pensaba en un acertijo que pudiese cerebro casi
estallándole mientras pensaba en un acertijo que pudiese salvarlo de la olla.
Treinta caballos blancos
en una sierra colorada.
Primero mordisquean,
y luego machacan,
y luego descansan.
Eso era todo lo que se le ocurría preguntar; la idea de comer le daba vueltas en la
cabeza. Era además un acertijo bastante viejo, y Gollum conocía la respuesta tan
bien como vosotros.
—Chiste viejo, chiste viejo —susurró—. ¡Los dientes, los dientes, preciosso mío!
¡Pero sólo tenemos seis! —En seguida propuso una segunda adivinanza.
Canta sin voz,
vuela sin alas,
sin dientes muerde,
sin boca habla.
—¡Un momento! —gritó Bilbo, incómodo, pensando aún en cosas que se comían.
Por fortuna una vez había oído algo semejante, y recobrando el ingenio, pensó en
la respuesta—. El viento, el viento, naturalmente —dijo, y quedó tan complacido
que inventó en el acto otro acertijo. "Esto confundirá a esta asquerosa criaturita
subterránea", pensó,
Un ojo en la cara azul
vio un ojo en la cara verde.
"Ese ojo es como este. ojo",
dijo el ojo primero,
"pero en lugares bajos,
y no en lugares altos".
—Ss, ss, ss —dijo Gollum. Había estado bajo tierra mucho tiempo, y estaba
olvidando esa clase de cosas. Pero cuando Bilbo ya esperaba que el desdichado
no podría responder, Gollum sacó a relucir recuerdos de tiempos y tiempos y
tiempos atrás, cuando vivía con su abuela en un agujero a orillas de un río—. Ss,
ss, ss, preciosso mío —dijo—. Quiere decir el sol sobre las margaritas, eso quiere
decir.
Pero estos acertijos sobre las cosas cotidianas al aire libre lo fatigaban. Le
recordaban también los días en que aún no era una criatura tan solitaria y furtiva y
repugnante, y lo sacaban de quicio. Más aún, le daban hambre, así que esta vez
pensó en algo un poco más desagradable y difícil.
No puedes verla ni sentirla,
y ocupa todos los huecos:
no puedes olerla ni oírla,
está detrás de los astros,
y está al píe de las colinas,
llega primero, y se queda;
mala risas y acaba vidas.
Para desgracia de Gollum, Bilbo había oído algo parecido antes, y de cualquier
modo la respuesta fue rotunda. —¡La oscuridad¡ —dijo, sin ni siquiera rascarse la
cabeza o ponerse la gorra de pensar.
Caja sin llave,
tapa o bisagras,
pero dentro un tesoro
dorado guarda.
Bilbo preguntó para ganar tiempo, hasta que pudiese pensar algo más difícil.
Creyó que era un acertijo asombrosamente viejo y fácil, aunque no con estas
mismas palabras, pero resultó ser un horrible problema para Gollum. Siseaba
entre dientes, sin encontrar la respuesta, murmurando y farfullando.
Al cabo de un rato Bilbo empezó a impacientarse.
—Bueno, ¿qué es? —preguntó. La respuesta no es una marmita hirviendo, como
pareces creer, por el ruido que haces.
—Una oportunidad, que nos de una oportunidad, preciosso mío... ss... ss...
—¡Bien! —dijo Bilbo tras esperar largo rato— ¿Qué hay de tu respuesta?
Pero de súbito Gollum se vio robando en tos nidos, hacía mucho tiempo, y
sentado en el barranco del río enseñando a su abuela, enseñando a su abuela a
sorber... —¡Huevoss! —siseó— ¡Huevoss, eso es! —y en seguida preguntó:
Todos viven sin aliento;
y fríos como los muertos,
nunca con sed, siempre bebiendo,
todos en malla, siempre en silencio.
El propio Gollum se dijo que la adivinanza era asombrosamente fácil, pues él
pensaba día y noche en la respuesta. Pero por el momento no se le ocurrió nada
mejor, tan aturdido estaba aún por la cuestión del huevo. De cualquier modo fue
todo un problema para Bilbo, quien nunca había tenido nada que ver con el agua
si podía evitarlo. Imagino que ya sabéis la respuesta, no lo dudo, o que podéis
adivinarla en un abrir y cerrar de ojos, ya que estáis cómodamente sentados en
casa, y el peligro de ser comidos no turba vuestros pensamientos. Bilbo se sentó y
carraspeó una o dos veces, pero la respuesta no llegó.
Al cabo Gollum se puso a sisear entre dientes, complacido. —¿Es agradable,
preciosso mío? ¿Es jugoso? ¿Cruje de rechupete? —Espió a Bilbo en la
oscuridad.
—Un momento —dijo Bilbo temblando de miedo— Yo te he dado una buena
oportunidad hace poco.
—¡Tiene que darse prisa, darse prisa! —dijo Gollum, comenzando a pasar del bote
a la orilla para acercarse a Bilbo. Pero cuando puso en el agua las patas grandes
y membranosas, un pez saltó espantado y cayó sobre los pies de Bilbo.
—¡Uf! —dijo— ¡que frío y pegajoso! —y asi acertó—. ¡Un pez, un pez! —gritó—.
¡Es un pez!
Gollum quedó horriblemente desilusionado; pero Bilbo preguntó otro acertijo tan
rápido como pudo, y Gollum tuvo que volver al bote y pensar.
Sin-piernas se apoya en una pierna;
Dos-piernas se sienta cerca de tres piernas,
y cuatro-piernas consiguió algo.
No era realmente el momento apropiado para este acertijo pero Bilbo estaba en un
apuro. A Gollum le habría costado bastante acertar si Bilbo lo hubiera preguntado
en otra ocasión. Tal como ocurrió, hablando de peces, "sin piernas" no parecía
muy difícil, y el resto fue obvio. "Un pez sobre una mesa pequeña, un hombre a la
mesa, y el gato qué consigue las espinas." Esa era la respuesta por supuesto, y
Gollum la encontró pronto. Entonces pensó que ya era momento de preguntar algo
horrible y difícil. Esto fue lo que dijo:
Devora todas las cosas:
aves, bestias, plantas y. flores;
roe el hierro, muerde el acero,
y pulveriza la peña compacta;
mata reyes, arruina ciudades
y derriba las altas montañas.
El pobre Bilbo sentado en la oscuridad pensó en todos los horribles nombres de
gigantes y ogros que alguna vez había oído en los cuentos, pero ninguno hacía
todas esas cosas. Tenía el presentimiento de que la respuesta era muy diferente y
que la sabía de algún modo, pero no era capaz de ponerse a pensar. Empezó a
sentir miedo, y esto es malo para pensar. Gollum salió entonces del bote. Saltó al
agua y avanzó hacia la orilla. Bilbo alcanzaba a ver los ojos que se acercaban. La
lengua parecía habérsele pegado al paladar; quería gritar:
¡Dame tiempo! Pero todo lo que salió en un súbito chillido fue:
—¡Tiempo! ¡Tiempo!
Bilbo se salvó por pura suerte. Pues naturalmente ésta era la respuesta.
Gollum quedó otra vez desilusionado; ahora estaba enojándose y cansándose del
juego. Le había dado mucha hambre en verdad, y no volvió al bote. Se sentó en la
oscuridad junto a Bilbo. Esto incomodó todavía más al hobbit y le nubló el ingenio.
—Ahora él tiene que hacernos una pregunta, preciosso mío, si, ssí, ssí. Una
pregunta máss para acertar, sí, ssí —dijo Gollum.
Pero Bilbo no podía pensar en ningún acertijo con aquella cosa asquerosamente
fría y húmeda al lado, sobándolo y empujándolo. Se rascaba, se pellizcaba; y
seguía sin poder pensar.
—¡Pregúntenos! ¡Pregúntenos! —decía Gollum. Bilbo se pellizcaba y se
palmoteaba; aferró la espada con una mano y tanteó el bolsillo con la otra. Allí
encontró el anillo que había recogido en el túnel, y que había olvidado.
—¿Qué tengo en el bolsillo? —dijo, en voz alta. Hablaba consigo mismo, pero
Gollum creyó que era un acertijo y se sintió terriblemente desconcertado.
—¡No vale! ¡No vale! —siseó—. ¿No es cierto que no vale, preciosso mío,
preguntarnos qué tiene en los asquerosos bolsillitos?
Bilbo, viendo lo que había pasado y no teniendo nada mejor que decir, repitió la
pregunta en voz más alta; —¿Qué hay en mis bolsillos?
—Sss —siseó Gollum— Tiene que darnos tres Oportunidades, preciosso mío,
tress oportunidadess.
—¡De acuerdo! ¡Adivina! —dijo Bilbo.
—¡Las manoss! —dijo Gollum.
—Falso —dijo Bilbo, quien por fortuna había retirado la mano otra vez—. ¡Prueba
de nuevo!
—Sss —dijo Gollum más desconcertado que nunca. Pensó en todas las cosas que
él llevaba en los bolsillos; espinas de pescado, dientes de trasgos, conchas
mojadas, un trozo de ala de murciélago, una piedra aguzada para afilarse los
colmillos, y otras cosas repugnantes, Intentó pensar en lo que otra gente podía
llevar en los bolsillos.
—¡Un cuchillo! —dijo al fin.
—¡Falso! —dijo Bilbo, que había perdido el suyo hacía tiempo—. ¡Ultima
oportunidad!
Ahora Gollum se sentía mucho peor que cuando Bilbo le había planteado el
acertijo del huevo. Siseó, farfulló y se balanceó adelante y atrás, golpeteando el
suelo con los pies, y se meneó y retorció; sin embargo no se decidía, no quería
echar a perder esa última oportunidad.
—¡Vamos! —dijo Bilbo—. ¡Estoy esperando! —Trató de parecer valiente y jovial,
pero no estaba muy seguro de cómo terminaría el juego, ya Gollum acertase o no.
—¡Se acabó el tiempo! —dijo.
—¡Una cuerda o nada! —chilló Gollum, quien no respetaba del todo las reglas,
respondiendo dos cosas a la vez,
—¡Las dos mal! —gritó Bilbo, mucho más aliviado; e incorporándose de un salto,
se apoyó de espaldas en la pared más próxima y desenvainó la pequeña espada.
Naturalmente, sabía que el torneo de las adivinanzas era sagrado y de una
antigüedad inmensa, y que aun las criaturas malvadas temían hacer trampas
mientras jugaban. Pero sentía también que no podía confiar en que aquella
criatura viscosa mantuviera una promesa.
Cualquier excusa le parecería apropiada para eludirla. Y al fin y al cabo la última
pregunta no había sido un acertijo genuino de acuerdo con las leyes ancestrales.
Pero sin embargo Gollum no lo atacó en seguida. Miraba la espada que Bilbo
tenía en la mano. Se quedó sentado, susurrando y estremeciéndose. Al fin, Bilbo
no pudo esperar más.
—Y bien —dijo—, ¿qué hay de tu promesa? Me quiero ir; tienes que enseñarme el
camino.
—¿Dijimos eso, preciosso? Mostrarle la salida al pequeño y asqueroso Bolsón, sí,
si. Pero, ¿qué tiene él en los bolsilloss? ¡Ni cuerda, preciosso, ni nada! ¡Oh, no!
¡Gollum!
—No te importa —dijo Bilbo—, una promesa es una promesa.
—Vaya, ¡qué prisa! ¡Impaciente, preciosso! —siseó Gollum—, pero tiene que
esperar, sí. No podemos subir por los pasadizos tan de prisa; primero tenemos
que recoger algunas cosas antes, sí, cosas que nos ayuden.
—¡Bien, apresúrate! —dijo Bilbo, aliviado al pensar que Gollum se marchaba.
Creía que sólo se estaba excusando, y que no pensaba volver. ¿De qué hablaba
Gollum? ¿Qué cosa útil podía guardar en el lago oscuro? Pero se equivocaba.
Gollum pensaba volver. Estaba enfadado ahora y hambriento. Y era una miserable
y malvada criatura y ya tenía un plan.
No muy lejos estaba su isla, de la que Bilbo nada sabía; y allí, en un escondrijo,
guardaba algunas sobras miserables y una cosa muy hermosa, muy maravillosa.
Tenía un anillo, un anillo de oro, un anillo precioso.
—¡Mi regalo de cumpleaños! —murmuraba, como había hecho a menudo en los
oscuros días interminables—. Eso es lo que ahora queremoss, sí, ¡lo queremoss!
Lo quería porque era un anillo de poder, y si os lo poníais en el dedo, erais
invisibles. Sólo a la plena luz del sol podrían veros, y sólo por la sombra,
temblorosa y tenue.
—¡Mi regalo de cumpleaños! ¡Llegó a mí el día de mi cumpleaños, preciosso mío!
—Así monologaba Gollum. Pero nadie sabe cómo Gollum había conseguido aquel
regalo, hacía siglos, en los viejos días, cuando tales anillos abundaban en el
mundo. Quizá ni el propio Amo que los gobernaba a todos podía decirlo. Al
principio Gollum solía llevarlo puesto hasta que le cansó, y desde entonces lo
guardó en una bolsa pegada al cuerpo, hasta que le lastimó la piel, y desde
entonces lo tuvo escondido en una roca de la isla, y siempre volvía a mirarlo. Y
aún a veces se lo ponía, cuando no aguantaba estar lejos de él ni un momento
más, o cuando estaba muy, muy hambriento, y harto de pescado. Entonces se
arrastraba por pasadizos oscuros, en busca de trasgos extraviados. Se
aventuraba incluso en sitios donde había antorchas encendidas que lo hacían
parpadear y le irritaban los ojos. Estaba seguro, oh, sí, muy seguro. Nadie lo veía,
nadie notaba que estaba allí hasta que les apretaba la garganta con las manos. Lo
había llevado puesto, hacía sólo unas pocas horas y había capturado un pequeño
trasgo. ¡Cómo había chillado! Aún le quedaban uno o dos huesos por roer, pero
deseaba algo más tierno.
—Muy seguro, sí —se decía—. No nos verá, ¿verdad, preciosso mío? No, y la
asquerosa espadita será inútil, ¡sí, bastante inútil!
Eso es lo que escondía en su pequeña mollera malvada mientras se apartaba
bruscamente de Bilbo y chapoteaba hacia el bote, perdiéndose en la oscuridad.
Bilbo creyó que nunca lo volvería a oír; aun así, esperó un rato, pues no tenía idea
de cómo encontrar solo el camino de salida.
De pronto, oyó un chillido. Un escalofrío le bajó por la espalda. Gollum maldecía y
se lamentaba en las tinieblas, no muy lejos. Estaba en su isla, revolviendo aquí y
allá, buscando y rebuscando en vano.
—¿Dónde está? ¿Dónde está? —sollozaba—. Sse ha perdido, precioso mío,
¡perdido, perdido! ¡Maldíganos y aplástenos, mi precioso, se ha perdido!
—¿Qué pasa? —preguntó Bilbo—. ¿Qué has perdida?
—No tiene que preguntarnos, no es asunto ssuyo, ¡no, Gollum! —chilló Gollum—,
perdido, perdido, Gollum, Gollum, Gollum.
—Bueno, yo también me he perdido y quiero saber dónde estoy. Gané la pugna y
tú hiciste una promesa. Así que ¡adelante! ¡Ven y condúceme fuera, y luego, sigue
buscando! —Aunque Gollum parecía inconsolable, Bilbo no lo compadecía
demasiado, tenía la impresión de que una cosa que Gollum quería tanto no podía
ser nada bueno. —¡Vamos! —gritó.
—¡No, aún no, precioso! —respondió Gollum—. Tenemos que buscarlo pues se
ha perdido, ¡Gollum!
—Pero no acertaste mi última pregunta e hiciste una promesa, —dijo Bilbo.
—¡Nunca lo —imaginé! —dijo Gollum. De repente un agudo siseo brotó de la
oscuridad—. ¿Qué tiene en los bolsilloss? Que nos lo diga. Primero tiene que
decirlo.
Hasta donde Bilbo sabía, no había ninguna razón particular para no decírselo. Más
rápida que la suya, la mente de Gollum había cazado en el aire un presentimiento;
pues durante siglos había estado preocupada por esa sola cosa, temiendo
siempre que se la quitaran. Pero la demora impacientaba a Bilbo. Al fin y al cabo,
había ganado el juego, con bastante limpieza, y corriendo un riesgo terrible. —Las
preguntas eran para acertar, no para decirlas —dijo.
—Pero no fue juego limpio —dijo Gollum—, No era un acertijo, precioso, no.
—¡Oh, bien!, si se trata de preguntas corrientes yo he hecho una antes —
respondió Bilbo—. ¿Qué has perdido, quieres decirme?
—¿Qué tiene en los bolsilloss? —El sonido llegó siseando más agudo y fuerte, y
como Gollum estaba mirándolo, Bilbo vio alarmado dos pequeños puntos de luz
que lo observaban. A medida que la sospecha crecía en la mente de Gollum, la luz
le ardía en los ojos con una llama descolorida.
—¿Qué has perdido? —insistió Bilbo.
Pero la luz en los ojos de Gollum era ahora un fuego verde y se acercaba con
rapidez. Gollum estaba de nuevo en el bote, remando como desesperado de
vuelta a la orilla; y tal era la rabia por la pérdida y la sospecha que tenía en el
corazón, que ya no le atemorizaba ninguna espada.
Bilbo no podía adivinar qué había maquinado la malvada criatura, pero vio que
todo estaba descubierto, y que Gollum pretendía terminar con él, sea como fuere.
Justo a tiempo se volvió y corrió a ciegas, subiendo el pasadizo que había bajado
antes, manteniéndose pegado a la pared y tocándola con la mano izquierda.
—¿Qué tiene en los bolsilloss? —Bilbo oyó el siseo fuerte detrás de él, y el
chapoteo cuando Gollum saltó del bote. "Qué tengo yo, me pregunto" se dijo,
mientras avanzaba jadeando y tropezando. Se metió la mano izquierda en el
bolsillo. El anillo estaba muy frío cuando se le deslizó de pronto en el dedo índice,
con el que tanteaba buscando.
El siseo estaba detrás, muy cerca. Bilbo se volvió y vio los ojos de Gollum como
pequeñas lámparas verdes que subían la pendiente. Aterrorizado, intentó correr
más rápido y cayó cuan largo era, con la pequeña espada debajo del cuerpo.
En un momento Gollum estuvo sobre él. Pero antes que Bilbo pudiese hacer algo,
recuperar el aliento, levantarse o esgrimir la espada, Gollum pasó de largo sin
prestarle atención, maldiciendo y murmurando mientras corría.
¿Qué podía significar esto? Gollum veía en la oscuridad. Bilbo alcanzaba a
distinguir la luz pálida de los ojos, aun desde atrás. Se levantó, dolorido, envainó
la espada, que ahora brillaba débilmente otra vez, y con mucha cautela siguió
andando. Parecía que no se podía hacer otra cosa. No convenía volver
arrastrándose a las aguas de Gollum. Quizá si lo seguía, Gollum lo conduciría sin
querer hasta alguna vía de escape.
—¡Maldito sea! ¡Maldito sea! ¡Maldito sea! —siseaba Gollum—. ¡Maldito Bolsón!
¡Se ha ido! ¿Qué tiene en los bolsillos? ¡Oh, lo suponemos, lo adivinamos!
Precioso mío. Lo ha encontrado, sí, tiene que tenerlo. Mi regalo de cumpleaños.
Bilbo aguzó el oído. Por fin estaba empezando a adivinar. Apresuró el paso,
acercándose a Gollum por detrás hasta donde se atrevió. Gollum corría aún de
prisa, sin mirar atrás, pero volviendo la cabeza a los lados, como Bilbo podía ver
por el pálido reflejo de luz en las paredes.
—¡Mi regalo de cumpleaños! ¡Maldito! ¿Cómo lo perdimos, precioso mío? Sí, eso
es. ¡Maldito! Cuando vinimos por aquí la última vez, cuando estrujamos a aquel
asqueroso jovencito chillón. Eso es. ¡Maldito sea! Se nos cayó, ¡después de tantos
siglos y siglos! No está, ¡Gollum!
De pronto Gollum se sentó y se puso a sollozar, con un ruido silbante y
gorgoteante, horrible al oído. Bilbo se detuvo, pegándose a la pared de la galería.
Pasado un rato, Gollum dejó de lloriquear y comenzó a hablar. Parecía tener una
discusión consigo mismo.
—No vale la pena volver a buscarlo, no. No recordamos todos los lugares que
hemos visitado. Y no serviría de nada. El Bolsón lo tiene en sus bolsilloss; el
asqueroso fisgón lo ha encontrado, lo decimos nosotros.
"Lo suponemos, precioso, sólo lo suponemos. No podemos estar seguros hasta
encontrar a la asquerossa criatura y estrujarla. Pero no conoce las virtudes que
tiene, ¿verdad? Sólo lo guarda en los bolsillos. No lo sabe y no puede ir muy lejos.
Se ha perdido el puerco fissgón. No conoce la salida. Eso fue lo que dijo.
"Así dijo, sí, pero es un tramposo. ¡No dice lo que piensa! No dirá lo que tiene en
los bolsillos. Lo sabe.
Conoce el camino de entrada; tiene que conocer el de salida, sí. Está más allá de
la puerta trasera. Hacia la puerta trasera, eso es.
"Los trasgos lo capturarán entonces. No puede salir por ahí, precioso.
"Sss, sss, ¡Gollum!¡Trasgoss! Sí, pero si tiene el regalo, nuestro regalo de
cumpleaños, entonces los trasgos lo tomarán, ¡Gollum! Descubrirán, descubrirán
sus propiedades. ¡Nunca más estaremos seguros, Gollum! Uno de los trassgos se
lo pondrá y no lo verá nadie. Estará allí, pero nadie podrá verlo. Ni siquiera
nuestros más agudos ojoss, y se acercará escurriéndose y engañando y nos
capturará, ¡Gollum! ¡Gollum!
"¡Dejemos la charla, precioso, y vayamos de prisa! Si el Bolsón se ha ido por ahí,
tenemos que apresurarnos y verlo. ¡Vamos! No puede estar muy lejos. ¡De prisa!
Gollum se levantó de un brinco y se alejó bamboleándose, a grandes zancadas.
Bilbo corrió tras él, todavía cauteloso, aunque ahora lo que más temía era tropezar
de nuevo y caer haciendo ruido. Tenía en la cabeza un torbellino de asombro y
esperanza. Parecía que el anillo que llevaba era un anillo mágico: ¡te hacía
invisible! Había oído de tales cosas, por supuesto, en antiguos relatos; pero le
costaba creer que en realidad él, por accidente, había encontrado uno. Sin
embargo, así era: Gollum había pasado de largo sólo a una yarda.
Siguieron adelante, Gollum avanzando a los trompicones, siseando y maldiciendo;
Bilbo detrás, tan silenciosamente
como puede marchar un hobbit. Pronto llegaron
a unos lugares donde, como había notado Bilbo al bajar, se abrían pasadizos a los
lados, uno acá, Otro allá. Gollum comenzó en seguida a contarlos.
—Uno a la izquierda, sí. Uno a la derecha, sí. Dos a la derecha, sí, sí; dos a la
izquierda, eso es. —Y así una vez y otra.
A medida que la cuenta, crecía, aflojó el paso sollozando y temblando. Pues cada
vez se alejaba más del agua, y tenía miedo. Los trasgos acechaban quizá, y él
había perdido el anillo. Por fin se detuvo ante una abertura baja, a la izquierda.
—Siete a la derecha, sí. Seis a la izquierda, ¡bien! —susurró—. Este es. Este es el
camino de la puerta trasera. ¡Aquí está el pasadizo!
Miró hacia adentro y se retiró, vacilando. —Pero no nos atreveremos a entrar,
precioso, no nos atreveremos. Hay trasgos allá abajo. Montones de trasgoss. Los
olemos. ¡Sss!
"¿Qué podemos hacer? ¡Malditos y aplastados sean! Tenemos que esperar aquí,
precioso, esperar un momento y observar.
Y así se detuvieron. Al fin y al cabo, Gollum había traído a Bilbo hasta la salida,
¡pero Bilbo no podía cruzarla! Allí estaba Gollum, acurrucado justamente en la
abertura, y los ojos le brillaban fríos mientras movía la cabeza a un lado y a otro
entre las rodillas.
Bilbo se arrastró, apartándose de la pared, más callado que un ratón; pero Gollum
se enderezó en seguida y venteó en torno y los ojos se le pusieron verdes. Siseó,
en un tono bajo aunque amenazador. No podía ver al hobbit, pero ahora estaba
atento, y tenía otros sentidos que la oscuridad había aguzado: olfato y oído.
Parecía que se había agachado, con las palmas de las manos extendidas sobre el
suelo, la cabeza estirada hacia adelante y la nariz casi tocando la piedra. Aunque
era sólo una sombra negra en el brillo de sus propios ojos, Bilbo alcanzaba a verlo
o sentirlo: tenso corno la cuerda de un arco, dispuesto a saltar.
Bilbo casi dejó de respirar y también se quedó quieto. Estaba desesperado. Tenía
que escapar, salir de aquella horrible oscuridad mientras le quedara alguna fuerza.
Tenía que luchar. Tenía que apuñalar a la asquerosa criatura, sacarle los ojos,
matarla. Quería matarlo a él. No, no sería una lucha limpia. El era invisible ahora.
Gollum no tenía espada. No había amenazado matarlo, o no lo había intentado
aún. Y era un ser miserable, solitario, perdido. Una súbita comprensión, una
piedad mezclada con horror asomó en el corazón de Bilbo: un destello de
interminables días iguales, sin luz ni esperanza de algo mejor, dura piedra, frío
pescado, pasos furtivos, y susurros. Todos estos pensamientos se le cruzaron
como un relámpago. Se estremeció. Y entonces, de pronto, en otro relámpago,
como animado por una energía y una resolución nuevas, saltó hacia adelante.
No un gran salto para un hombre, pero un salto a ciegas. Saltó directamente sobre
la cabeza de Gollum, a una distancia de siete pies y tres de altura; por cierto, y no
lo sabía, apenas evitó que se le destrozara el cráneo contra el arco del túnel.
Gollum se lanzó hacia, atrás e intentó atrapar al hobbit cuando volaba sobre él,
pero demasiado tarde: las manos golpearon el aire tenue, y Bilbo, cayendo
limpiamente sobre los pies vigorosos, se precipitó a bajar por el nuevo pasadizo,
No se volvió a mirar qué hacía Gollum. Al principio oyó siseos y maldiciones detrás
de él, muy cerca; luego cesaron. Casi en seguida sonó un aullido que helaba la
sangre, un grito de odio y desesperación. Gollum estaba derrotado. No se atrevía
a ir más lejos, había perdido: había perdido su presa, y había perdido también la
única cosa que había cuidado alguna vez, su precioso. El aullido dejó a Bilbo con
el corazón en la boca. Ya débil como un eco, pero amenazadora, la voz venía
desde atrás.
—¡Ladrón, ladrón, ladrón! ¡Bolsón! ¡Lo odiamos, lo odiamos, lo odiamos para
siempre!
No se oyó nada más. Pero el silencio también le parecía amenazador a Bilbo. "Si
los trasgos están tan cerca que él puede olerlos" pensó, "tienen que haber oído las
maldiciones y chillidos. Cuidado ahora, o esto te llevará a cosas peores."
El pasadizo era bajo y de paredes toscas. No parecía muy difícil para el hobbit,
excepto Cuando, a pesar de andar con mucho cuidado, tropezaba de nuevo, y así
muchas veces, golpeándose los dedos de los pies contra las piedras del suelo,
molestas y afiladas. "Un poco bajo para los trasgos, al menos para los grandes",
pensaba Bilbo, no sabiendo que aun los más grandes, los orcos de las montañas,
avanzan encorvados a gran velocidad, con las manos casi en el suelo.
Pronto el pasadizo, que había estado bajando, comenzó a subir otra vez, y de
pronto ascendió abruptamente. Bilbo tuvo que aflojar la marcha, pero por fin la
cuesta acabó; luego de un recodo, el pasadizo descendió de nuevo, y allá, al pie
de una corta pendiente, vio que del costado de otro recodo venía un reflejo de luz.
No una luz roja, como de linterna o de fuego, sino una luz pálida de aire libre. Bilbo
echó a correr.
Corriendo tanto como le aguantaban las piernas, dobló el último recodo y se
encontró en medio de un espacio abierto, donde la luz, luego de todo aquel tiempo
a oscuras, parecía deslumbrante. En verdad, era sólo la luz del sol que se filtraba
por el hueco de una puerta grande, una puerta de piedra, que habían dejado
entornada.
Bilbo parpadeó, y de pronto vio a les trasgos; trasgos armados de pies a cabeza,
con las espadas desenvainadas, sentados a la vera de la puerta y observándolo
con los ojos abiertos, observando el pasadizo por donde había aparecido. Estaban
preparados, atentos, dispuestos a cualquier cosa.
Lo vieron antes que él pudiese verlos. Sí, lo vieron, Fuese un accidente o el último
truco del anillo antes de tomar nuevo amo, no lo tenía en el dedo. Con aullidos de
entusiasmo, los trasgos se abalanzaron sobre él.
Una punzada de miedo y pérdida, como un eco de la miseria de Gollum, hirió a
Bilbo, y olvidando desenvainar la espada, metió las manos en los bolsillos. Y allí
en el bolsillo izquierdo estaba el anillo, y él mismo se le deslizó en el dedo índice.
Los trasgos se detuvieron bruscamente. No podían ver nada del hobbit. Había
desaparecido.
Había desaparecido. Chillaron dos veces, tan alto como antes, pero no con tanto
entusiasmo.
—¿Dónde está? —gritaron.
—¡Se volvió pasadizo arriba! —dijeron algunos.
—¡Fue por aquí! —aullaron unos—, ¡Fue por allá! —aullaron otros.
—¡Cuidad la puerta! —ordenó el capitán. Sonaron silbatos, las armaduras se
entrechocaron, las espadas golpetearon, los trasgos maldijeron y juraron,
corriendo acá y acullá, cayendo unos sobre otros y enojándose mucho. Hubo un
terrible clamoreo, una conmoción y un alboroto.
Bilbo estaba de veras aterrorizado, pero tenía aún bastante juicio para entender
qué había ocurrido, y para esconderse detrás de un barril que guardaba la bebida
de los trasgos centinelas, y salir así del apuro y evitar que lo golpearan y patearan
hasta darle muerte, a que lo capturasen por el tacto.
—¡He de alcanzar la puerta, he de alcanzar la puerta! —seguía diciéndose, pero
pasó largo rato antes de que se atreviera a intentarlo. Lo que siguió entonces fue
horrible, como si jugaran a una especie de gallina ciega. El lugar estaba
abarrotado de trasgos que corrían de un lado a otro, y el pobrecito hobbit se
escurrió aquí y allá, fue derribado por un trasgo que no pudo entender con qué
había tropezado, escapó a gatas, se deslizó entre las piernas del capitán, se puso
de pie, y corrió hacia la puerta.
La puerta estaba abierta, pero un trasgo la había entornado todavía más. Bilbo
empujó, y no consiguió moverla. Trató de escurrirse por la abertura y quedó
atrapado. ¡Era horrible! Los, botones se le habían encajado entre el canto y la
jamba de la puerta. Allí fuera alcanzaba a ver el aire libre: había unos pocos
escalones que descendían a un valle estrecho con montanas altas alrededor: el
sol apareció detrás de una nube y resplandeció más allá de la puerta; pero él no
podía cruzarla.
De pronto, uno de los trasgos que estaban dentro gritó: —¡Hay una sombra al lado
de la puerta! ¡Algo está ahí fuera! —
A Bilbo el corazón se le subió a la boca. Se retorció, aterrorizado. Los botones
saltaron en todas direcciones. Atravesó la puerta, con la chaqueta y el chaleco
rasgados, y brincó escalones abajo como una cabra, mientras los trasgos
desconcertados recogían aún los preciosos botones de latón, caídos en el umbral.
Por supuesto, en seguida bajaron tras él, persiguiéndolo, gritando y ululando por
entre los árboles. Pero el sol no les gusta: les afloja las piernas, y la cabeza les da
vueltas. No consiguieron encontrar a Bilbo, que llevaba el anillo puesto, y se
escabullía entre las sombras de los árboles, corriendo rápido y en silencio y
manteniéndose apartado del sol; pronto volvieron gruñendo y maldiciendo a
guardar la puerta. Bilbo había escapado.
DE LA SARTÉN AL FUEGO
Bilbo había escapado de los trasgos, pero no sabía dónde estaba. Había perdido
el capuchón, la capa, la comida, el poney, sus botones y sus amigos. Siguió
adelante, hasta que el sol empezó a hundirse en el poniente, detrás de las
montañas. Las sombras cruzaban el sendero, y Bilbo miró hacia atrás, luego miró
hacia adelante, y no pudo ver más que crestas y vertientes que descendían hacia
las tierras bajas, y llanuras que asomaban de vez en cuando entre los árboles.
—¡Cielos! —exclamó—. ¡Parece que estoy justo al otro lado de las Montanas
Nubladas, al borde de las Tierras de Más Allá! ¿Dónde y adónde habrán tenido
que ir los enanos y Gandalf? ¡Sólo espero que por ventura no estén todavía allá
atrás en poder de los trasgos!
Continuó caminando, fuera del pequeño y elevado valle, por el borde, y bajando
luego las pendientes; mas en todo este tiempo un pensamiento muy incómodo iba
creciendo dentro de él. Se preguntaba si no estaba obligado, ahora que tenía el
anillo mágico, a regresar a los horribles, horribles túneles y buscar a sus amigos,
Acababa de decidir que no podía escapar a ese deber, que tenía que volver atrás
—y esto hacía que se sintiera muy desdichado— cuando oyó voces.
Se detuvo y escuchó. No parecían trasgos; de modo que se arrastró con mucho
cuidado hacia adelante. Estaba en un sendero pedregoso que serpenteaba hacia
abajo, con una pared rocosa a la izquierda; al otro lado el terreno descendía en
pendiente, y bajo el nivel del sendero había unas cañadas donde crecían
matorrales y arbustos. En una de estas cañadas, bajo los arbustos, había gente
hablando
Se arrastró todavía más cerca, y de súbito vio, asomado entre dos grandes
peñascos, una cabeza con capuchón rojo: era Balin que oteaba alrededor. Bilbo
tenía ganas de palmotear y gritar de alegría, pero no lo hizo. Todavía llevaba
puesto el anillo, por miedo de encontrar algo inesperado y desagradable, y vio que
Balin estaba mirando directamente hacia él sin verlo.
"Les daré a todos una sorpresa", pensó mientras se metía a gatas entre los
arbustos del borde de la cañada. Gandalf estaba deliberando con los enanos.
Hablaban de todo lo que había ocurrido en los túneles, preguntándose y
discutiendo qué irían a hacer ahora. Los enanos refunfuñaban, y Gandalf decía
que de ninguna manera podían continuar el viaje dejando al señor Bolsón en
manos de los trasgos, sin tratar de saber si estaba vivo o muerto, y sin tratar de
rescatarlo.
—Al fin y al cabo es mi amigo —dijo Gandalf—, y una buena persona. Me siento
responsable. Ojalá no lo hubieseis perdido.
Los enanos querían saber ante todo por qué razones lo habían traído con ellos,
por qué no había podido mantenerse cerca y venir también, y por qué el mago no
había elegido a alguien más sensato. —Hasta ahora ha sido una carga de poco
provecho —dijo uno—, Si tenemos que regresar a esos túneles abominables a,
buscarlo, entonces maldito sea, digo yo.
Gandalf contestó enfadado: —Lo traje, y no traigo cosas que no sean de
provecho. O me ayudáis a buscar lo, o me voy y os dejo aquí para que salgáis de
este embrollo como mejor podáis. Si al menos lo encontráramos, me lo
agradeceríais antes de que haya pasado todo. ¿Por qué tuviste que dejarlo caer,
Dori?
—¡Tú mismo lo hubieses dejado caer —dijo Dori—, si de pronto un trasgo te
hubiese aferrado las piernas por detrás en la oscuridad, te hiciese tropezar, y te
patease la espalda!
—En ese caso, ¿por qué no lo recogiste de nuevo?
—¡Cielos! ¡Y aún me lo preguntas! ¡Los trasgos luchando y mordiendo en la
oscuridad, todos cayendo sobre otros cuerpos y golpeándose! Tú casi me
tronchas la cabeza con Glamdrin, y Thorin daba tajos a diestra y siniestra con
Orcrist. De pronto echaste una de esas luces que enceguecen y vimos que los
trasgos retrocedían aullando. Gritaste: '¡Seguidme todos!' y todos tenían que
haberte seguido. Creímos que todos lo hacían. No hubo tiempo para contar, como
tú sabes muy bien, hasta que nos abrimos paso entre los centinelas, salimos por
la puerta más baja, y descendimos hasta aquí atropellándonos. Y aquí estamos,
sin el saqueador, ¡que el cielo lo confunda!
—¡Y aquí está el saqueador! —dijo Bilbo adelantándose y metiéndose entre ellos,
y quitándose el anillo.
¡Señor, cómo saltaron! Luego hubo gritos de sorpresa y alegría. Gandalf estaba
tan atónito como cualquiera de ellos, pero quizá más complacido que los demás.
Llamó a Balín y le preguntó qué pensaba de un centinela que permitía que la
gente llegara así sin previo aviso. Por supuesto, la reputación de Bilbo creció
mucho entre los enanos a partir de ese momento. Si, a pesar de las palabras de
Gandalf, dudaban aún de que era un saqueador de primera clase, no lo dudaron
más. Balín era el más desconcertado; pero todos decían que había sido un trabajo
muy bien hecho.
Bilbo estaba en verdad tan complacido con estos elogios, que se rió entre dientes,
pero nada dijo acerca del anillo; y cuando le preguntaron cómo se las había
arreglado, comentó: —Oh, simplemente me deslicé, ya sabéis... con mucho
cuidado y en silencio.
—Bien, ni siquiera un ratón se ha deslizado nunca con cuidado y en silencio bajo
mis mismísimas narices sin que yo lo descubriera —dijo Balín—, y me saco el
sombrero ante ti. —Cosa que hizo.
—Balín a vuestro servicio —dijo.
—Vuestro servidor, el señor Bolsón —dijo Bilbo.
Luego quisieron conocer las aventuras de Bilbo desde el momento en que lo
habían perdido, y él se sentó y les contó todo, excepto lo que se refería al hallazgo
del anillo ("no por ahora" pensó). Se interesaron en particular en la pugna de las
adivinanzas y se estremecieron como correspondía cuando les describió el
aspecto de Gollum.
—Y luego no se me ocurría ninguna otra pregunta con él sentado junto a mí —
concluyó Bilbo—, de modo que dije: '¿Qué hay en mi bolsillo?' Y no pudo
adivinarlo por tres veces. De modo que dije: '¿Qué hay de tu promesa?
¡Enséñame el camino de salida!' Pero él saltó sobre mí para matarme, y yo corrí,
caí, y me perdí en la oscuridad. Luego lo seguí, pues oí que se hablaba a sí
mismo. Pensaba que yo conocía realmente el camino de salida, y estaba yendo
hacia él. Al fin se sentó en la entrada y yo no podía pasar. De modo que salté
sobre el y escapé corriendo hacia la puerta.
—¿Qué pasó con los centinelas? —preguntaron los enanos—. ¿No había
ninguno?
—¡Oh, sí! Muchísimos, pero los esquivé. Me quedé trabado en la puerta, que sólo
estaba abierta una rendija, y perdí muchos botones —dijo mirándose con tristeza
las ropas desgarradas—. Pero conseguí escabullirme... y aquí estoy.
Los enanos lo miraron con un respeto completamente nuevo, mientras hablaba
sobre burlar centinelas, saltar sobre Gollum y abrirse paso, como si no fuese muy
difícil o muy inquietante.
—¿Qué os dije? —exclamó Gandalf riendo—, El señor Bolsón esconde cosas que
no alcanzabais a imaginar. —Le echó una mirada rara a Bilbo por debajo de las
cejas pobladas mientras lo decía, y el hobbit se preguntó si el mago no estaría
pensando en el episodio que él había omitido.
Tenía sus propias preguntas que hacer ahora, pues si Gandalf ya había explicado
todo a los enanos, Bilbo no lo había oído aún. Quería saber cómo Gandalf había
vuelto a aparecer, y qué habían convenido hasta ese momento.
El mago, a decir verdad, nunca se molestaba por tener que explicar de nuevo sus
habilidades, de modo que ahora le dijo a Bilbo que tanto Elrond como él estaban
bien enterados de la presencia de trasgos malvados en esa parte de las
montañas. Pero la entrada principal miraba antes a un desfiladero distinto, más
fácil de cruzar, y a menudo apresaban a gente ignorante cerca de las puertas. Era
evidente que los viajeros ya no tomaban ese camino, y los trasgos habían abierto
hacía poco una nueva entrada en lo alto de la senda que habían tomado los
enanos, pues hasta entonces había sido un paso seguro.
—Tendría que salir a buscar un gigante más o menos decente para que bloquee
otra vez la puerta —dijo el mago—, o pronto no habrá modo de cruzar las
montanas.
Tan pronto como Gandalf había oído el aullido de Bilbo, comprendió lo que había
pasado. Luego del relámpago que había fulminado a los trasgos que se le
echaban encima, se había metido corriendo en la grieta, justo cuando iba a
cerrarse. Siguió detrás de los trasgos y prisioneros hasta el borde de la gran sala,
y allí se sentó, preparando la mejor magia posible entre las sombras.
—Fue un asunto muy delicado —dijo— Francamente difícil.
Pero Gandalf, por supuesto, había hecho un estudio especial de los
encantamientos con fuego y luces (hasta el mismo hobbit, como recordaréis, no
había olvidado aquellos mágicos fuegos de artificio en las fiestas del Viejo Tuk, las
noches de San Juan). El resto ya lo sabemos, excepto que Gandalf conocía
perfectamente la puerta trasera, como los trasgos denominaban a la entrada
inferior, donde Bilbo había perdido sus botones.
En realidad, cualquiera que conociese aquella parte de las montañas conocía
también la entrada inferior, pero había que ser un mago para no perder la cabeza
en los túneles y seguir la dirección correcta.
—Construyeron esa entrada hace siglos —dijo—, en parte como una vía de
escape, si necesitaban una, en parte como un camino de salida hacia las tierras
de más allá, donde todavía merodean en la noche y causan gran daño. La vigilan
siempre, y nadie jamás ha conseguido bloquearla. La vigilarán doblemente a partir
de ahora. —Gandalf se rió.
Los demás rieron con él. AI fin y al cabo, habían perdido bastantes cosas, pero
habían matado al Gran Trasgo y a otros muchos, y habían escapado todos, y en
verdad podía decirse que hasta ahora habían llevado la mejor parte.
Pero el mago hizo que volvieran a la realidad.
—Tenemos que marchar en seguida, ahora que hemos descansado un poco —
dijo—. Saldrán a centenares detrás de nosotros cuando caiga la noche; y ya las
sombras se están alargando. Pueden oler nuestras huellas horas después de que
hayamos pasado por algún sitio. Tenemos que estar a muchas millas de aquí
antes del anochecer. Habrá algo de luna, si el cielo se mantiene despejado. lo que
es una suerte. No es que a ellos les importe demasiado la luna, pero un poco de
luz ayudará a que no nos extraviemos.
"¡Oh, sí! —dijo en respuesta a más preguntas del hobbit— Perdiste la noción del
tiempo en los túneles de los trasgos. Hoy es jueves, y fuimos capturados la noche
del lunes o la mañana del martes. Hemos recorrido millas y millas, bajamos
atravesando el corazón mismo de las montañas, y ahora estamos al otro lado;
todo un atajo. Mas no estamos en el punto al que nos hubiese llevado el
desfiladero; estamos demasiado al norte, y tenemos por delante una región algo
desagradable. Y nos encontramos aún a bastante altura. ¡De modo que en
marcha!
—Estoy tan terriblemente hambriento —gimió Bilbo, quien de pronto advirtió que
no había probado bocado desde la noche anterior a la última noche. ¡Quién lo
hubiera pensado de un hobbit! Sentía el estómago flojo y vacío, y las piernas muy
inseguras, ahora que la excitación había concluido.
—No puedo remediarlo —dijo Gandalf—, a menos que quieras volver y pedir
amablemente a los trasgos que te devuelvan el poney y los bultos.
—¡No, gracias! —respondió Bilbo.
—Muy bien entonces, no nos queda más que apretarnos los cinturones y marchar
sin descanso... o nos convertiremos en cena, y eso sería mucho peor que no
tenerla nosotros.
Mientras marchaban, Bilbo buscaba por rodos lados aleo para comer; pero las
moras estaban todavía en flor, y por supuesto no había nueces, ni tan siquiera
bayas de espino, Mordisqueó un poco de acedera, bebió de un pequeño arroyo de
la montaña que cruzaba el sendero, y comió tres fresas silvestres que encontró en
la orilla, pero no le sirvió de mucho.
Caminaron y caminaron. El accidentado sendero desapareció. Los arbustos y las
largas hierbas entre los cantos rodados, las briznas de hierba recortadas por los
conejos, el tomillo, la salvia, el orégano y los heliantemos amarillos se
desvanecieron por completo, y los viajeros se encontraron en la cima de una
pendiente ancha y abrupta, de piedras desprendidas, restos de un deslizamiento
de tierras. Empezaron a bajar, y cada vez que apoyaban un pie en el suelo,
escorias y pequeños guijarros rodaban cuesta abajo; pronto trozos más grandes
de roca bajaron ruidosamente y provocaron que otras piedras de más abajo se
deslizaran y rodaran también; luego se desprendieron unos peñascos que
rebotaron, reventando con fragor en pedazos envueltos en polvo. Al rato, por
encima y por debajo de ellos, la pendiente entera pareció ponerse en movimiento,
y el grupo descendió en montón, en medio de una confusión pavorosa de bloques
y piedras que se deslizaban golpeando y rompiéndose.
Fueron los árboles del fondo los que los salvaron. Se deslizaron hacia el bosque
de pinos que trepaba desde el más oscuro e impenetrable de los bosques del valle
hasta la falda misma de la montaña. Algunos se aferraron a los troncos y se
balancearon en las ramas más bajas, otros (como el pequeño hobbit) se
escondieron detrás de un árbol para evitar las embestidas furiosas de las rocas.
Pronto, el peligro pasó; el deslizamiento se había detenido, y alcanzaron a oír los
últimos estruendos mientras los peñascos más voluminosos rebotaban y daban
vueltas entre los helechos y las raíces de pino allá abajo.
—¡Bueno! Nos ha costado un poco —dijo Gandalf—, y aun a los trasgos que nos
rastreen les costará bastante descender hasta aquí en silencio.
—Quizás —gruñó Bombur—, pero no les será difícil tirarnos piedras a la cabeza.
—Los enanos (y Bilbo) estaban lejos de sentirse contentos, y se restregaban las
piernas y los pies lastimados y magullados.
—¡Tonterías! Aquí dejaremos el sendero de la pendiente. ¡Tenemos que
apresurarnos! ¡Mirad la luz!
Hacía largo rato que el sol se había ocultado tras la montaría. Ya las sombras eran
más negras alrededor, aunque allá lejos, entre los árboles y sobre las copas
negras de los que crecían más abajo, podían ver todavía las luces de la tarde en
las llanuras distantes. Bajaban cojeando ahora, tan rápido como podían, por la
pendiente menos abrupta de un pinar, por un inclinado sendero que los conducía
directamente hacia el sur. En ocasiones se abrían paso entre un mar de helechos
de altas frondas que se levantaban por encima de la cabeza del hobbit; otras
veces marchaban con la quietud del silencio, sobre un suelo de agujas de pino; y
durante todo ese tiempo la lobreguez se iba haciendo más pesada y la calma del
bosque más profunda. No había viento aquel atardecer que moviera al menos con
un susurro de mar las ramas de los árboles.
—¿Tenemos que seguir todavía más? —preguntó Bilbo cuando en la oscuridad
del bosque apenas alcanzaba a distinguir la barba de Thorin que ondeaba junto a
él y la respiración de los enanos sonaba en el silencio como un fuerte ruido—.
Tengo los dedos de los pies torcidos y magullados, me duelen las piernas, y mi
estómago se balancea como una bolsa vacía.
—Un poco más —dijo Gandalf.
Luego de lo que pareció siglos más, salieron de pronto a un espacio abierto sin
árboles. La luna estaba alta y brillaba en el claro. De algún modo todos tuvieron la
impresión de que no era precisamente un lugar agradable, aunque no se veía
nada sospechoso.
De súbito oyeron un aullido, lejos, colina abajo, un aullido largo y estremecedor. Le
contestó otro, lejos, a la derecha, y muchos más, más cerca de ellos; luego otro,
no muy lejano, a la izquierda. ¡Eran lobos aullando a la luna, lobos que llamaban a
la manada!
No había lobos que vivieran cerca del agujero del señor Bolsón, pero conocía el
sonido. Se lo habían descrito a menudo en cuentos y relatos. Uno de sus primos
mayores (por la rama Tuk), que había sido un gran viajero, los imitaba a menudo
para aterrorizarlo. Oírlos ahora en el bosque bajo la luna era demasiado para
Bilbo. Ni siquiera los anillos mágicos son muy útiles contra los lobos, en especial
contra las manadas diabólicas que vivían a la sombra de las montañas infestadas
de trasgos, más allá de los límites de las tierras salvajes, en las fronteras de lo
desconocido. ¡Los lobos de esta clase tienen un olfato más fino que los trasgos! ¡Y
no necesitan verte para atraparte!
—¡Qué haremos, qué haremos! —gritó—. ¡Salir de trasgos para caer en lobos! —
dijo, y esto llegó a ser un proverbio, aunque ahora decimos "de la sartén al fuego"
en las situaciones incómodas de este tipo.
~¡A los árboles, rápido! —gritó Gandalf; y corrieron hacia los árboles del borde del
claro, buscando aquellos de ramas bajas o bastante delgados para escapar
trepando por los troncos. Los encontraron con una rapidez insólita, como podéis
imaginar; y subieron muy alto confiando como nunca en la firmeza de las ramas.
Habríais reído (desde una distancia segura) si hubieseis visto a los enanos
sentados arriba, en los árboles, las barbas colgando, como viejos caballeros
chiflados que jugaban a ser niños. Fíli y Kili habían subido a la copa de un alerce
alto que parecía un enorme árbol de Navidad. Dori, Nori, Ori, Óin y Glóin estaban
más cómodos en un pino elevado con ramas regulares que crecían a intervalos,
como los radios de una rueda. Bifur, Bofur, Bombur y Thorin estaban en otro pino
próximo. Dwalin y Balin habían trepado con rapidez a un abeto delgado, escaso de
ramas, y estaban intentando encontrar un lugar para sentarse entre el follaje de la
copa. Gandalf, que era bastante más alto que el resto, había encontrado un árbol
inaccesible para los otros, un pino grande que se levantaba en el mismísimo borde
del claro. Estaba bastante oculto entre las ramas pero, cuando asomaba la luna,
se le podía ver el brillo de los ojos.
¿Y Bilbo? No pudo subir a ningún árbol, y corría de un tronco a otro, como un
conejo que no encuentra su madriguera mientras un perro lo persigue mordiéndole
los talones.
—¡Otra vez has dejado atrás al saqueador! —dijo Nori a Dori mirando abajo.
—No me puedo pasar la vida cargando saqueadores —dijo Dori—, ¡túneles abajo
y árboles arriba! ¿Qué te crees que soy? ¿Un mozo de cuerda?
—Se lo comerán si no hacemos algo —dijo Thorin, pues ahora había aullidos todo
alrededor, acercándose más y más— ¡Dori! —llamó, pues Dori era el que estaba
más abajo, en el árbol más fácil de escalar—, ¡Ve rápido, y dale una mano al
señor Bolsón!
Dori era en realidad un buen muchacho a pesar de que protestara gruñendo. El
pobre Bilbo no consiguió alcanzar la mano que le tendían aunque el enano
descendió a la rama más baja y estiró el brazo todo lo que pudo. De modo que
Dori bajó realmente del árbol y ayudó a que Bilbo se le trepase a la espalda.
En ese preciso momento los lobos irrumpieron aullando en el claro. De pronto
hubo cientos de ojos observándolos desde las sombras. Pero Dori no soltó a Bilbo.
Esperó a que trepara de los hombros a las ramas, y luego saltó. ¡Justo a tiempo!
Un lobo le echó una dentellada a la capa cuando aún se columpiaba en la rama de
abajo y casi lo alcanzó. Un minuto después una manada entera gruñía alrededor
del árbol y saltaba hacia el tronco, los ojos encendidos y las lenguas fuera.
Pero ni siquiera los salvajes wargos (pues así se llamaban los lobos malvados de
más allá del Yermo) pueden trepar a los árboles. Por el momento los
expedicionarios estaban a salvo. Afortunadamente hacía calor y no había viento.
Los árboles no son muy cómodos para estar sentados en ellos un largo rato,
cualquiera que sea la circunstancia, pero al frío y al viento, con lobos que te
esperan abajo y alrededor, pueden ser sitios harto desagradables.
Este claro en el anillo de árboles era evidentemente un lugar de reunión de los
lobos. Más y más continuaban llegando. Unos pocos se quedaron al pie del árbol
en que estaban Dori y Bilbo, y los otros fueron venteando alrededor hasta
descubrir todos los árboles en los que había alguien. Vigilaron estos también,
mientras el resto (parecían cientos y cientos) fue a sentarse en un gran círculo en
el claro; y en el centro del círculo había un enorme lobo gris. Les habló en la
espantosa lengua de los wargos. Gandalf la entendía. Bilbo no, pero el sonido era
terrible, y parecía que sólo hablara de cosas malvadas y crueles, como así era. De
vez en cuando todos los wargos del círculo respondían en coro al jefe gris, y el
espantoso clamor sacudía al hobbit, que casi se caía del pino.
Os diré lo que Gandalf oyó, aunque Bilbo no lo comprendiese. Los wargos y los
trasgos colaboraban a menudo en acciones perversas. Por lo común, los trasgos
no se alejan de las montanas, a menos que se los persiga y estén buscando
nuevos lugares, o marchen a la guerra (y me alegra decir que esto no ha sucedido
desde hace largo tiempo). Pero en aquellos días, a veces hacían incursiones, en
especial para conseguir comida o esclavos que trabajasen para ellos. En esos
casos, conseguían a menudo que los wargos los ayudasen, y se repartían el botín.
A veces cabalgaban en lobos, así como los hombres montan en caballos. Ahora
parecía que una gran incursión de trasgos había sido planeada para aquella
misma noche. Los wargos habían acudido para reunirse con los trasgos, y los
trasgos llegaban tarde. La razón, sin duda, era la muerte del Gran Trasgo y toda la
agitación causada por los enanos, Bilbo y Gandalf, a quienes quizá todavía
buscaban.
A pesar de los peligros de estas tierras lejanas, unos hombres audaces habían
venido allí desde el Sur, derribando árboles, y levantando moradas entre los
bosques más placenteros de los valles y a lo largo de las riberas de los ríos. Eran
muchos, y bravos y bien armados, y ni siquiera los wargos se atrevían a atacarlos
cuando los veían juntos, o a la luz del día. Pero ahora habían planeado caer de
noche con la ayuda de los trasgos sobre algunas de las aldeas más próximas a las
montanas. Si este plan se hubiese llevado a cabo, no habría quedado nadie allí al
día siguiente; todos hubiesen sido asesinados, excepto los pocos que los trasgos
preservasen de los lobos y llevasen de vuelta a las cavernas, como prisioneros.
Era espantoso escuchar esa conversación, no sólo por los bravos leñadores, las
mujeres y los niños, sino también por el peligro que ahora amenazaba a Gandalf y
a sus compañeros. Los wargos estaban furiosos y se preguntaban desconcertados
qué hacía esa gente en el mismísimo lugar de reunión. Pensaba que eran amigos
de los leñadores y habían venido a espiarlos, y advertirían a los valles, con lo cual
trasgos y lobos tendrían que librar una terrible batalla en vez dé capturar
prisioneros y devorar gentes arrancadas bruscamente del sueño. De modo que los
wargos no tenían intención de alejarse y permitir que la gente de los árboles
escapase; de ninguna manera, no hasta la mañana. Y mucho antes, dijeron, los
soldados trasgos vendrán, bajando de las montañas; y los trasgos pueden trepar a
los árboles, o derribarlos.
Ahora podéis comprender por qué Gandalf, escuchando esos gruñidos y aullidos,
empezó a tener un miedo espantoso, mago como era, y a sentir que estaban en
un pésimo lugar y todavía no habían escapado del todo. Sin embargo, no les
dejaría el camino libre, aunque mucho no podía hacer aferrado a un gran árbol con
lobos por doquier allá en el suelo. Arrancó unas piñas enormes de las ramas y en
seguida prendió fuego a una de ellas con una brillante llama azul, y la arrojó
zumbando hacia el círculo de lobos. Alcanzó a, uno en el lomo, y la piel velluda
empezó a arder, con lo cual la bestia saltó de un lado a otro aullando
horriblemente. Luego cayó otra piña y otra, con llamas azules, rojas o verdes.
Estallaban en el suelo, en medio del círculo, y se esparcían en chispas coloreadas
y humo. una especialmente grande golpeó el hocico del lobo jefe, que saltó diez
pies en el aire, y se lanzó dando vueltas y vueltas alrededor del círculo, con tanta
cólera y tanto miedo que mordía y lanzaba dentelladas aun a, los otros lobos.
Los enanos y Bilbo gritaron y vitorearon. Era terrible ver la rabia de los lobos, y el
tumulto que hacían llenaba toda la floresta. Los lobos tienen miedo del fuego en
cualquier circunstancia, pero éste era un fuego muy extraño y horroroso. Si una
chispa les tocaba la piel, se pegaba y les quemaba los pelos, y a menos que se
revolcasen rápido, pronto estaban envueltos en llamas. Muy pronto los lobos
estaban revolcándose por todo el claro una y otra vez para quitarse las chispas de
los lomos, mientras aquellos que ya ardían, corrían aullando y pegando fuego a
los demás, hasta que eran ahuyentados por sus propios compañeros, y huían
pendiente abajo, chillando y gimoteando y buscando agua.
—¿Qué es todo ese tumulto en el bosque? —dijo el Señor de las Águilas. Estaba
posado, negro a la, luz de la luna, en la cima de una solitaria cumbre rocosa del
borde oriental de las montañas—. ¡Oigo voces de lobos! ¿Andarán los trasgos de
fechorías en los bosques?
Se elevó en el aire, e inmediatamente dos de los guardianes del Señor lo siguieron
saltando desde las rocas de los lados. Volaron en círculos arriba en el cielo, y
observaron el anillo de los wargos, un minúsculo punto muy, muy abajo. Pero las
águilas tienen ojos penetrantes y pueden ver cosas pequeñas desde una gran
distancia. El Señor de las Águilas de las Montañas Nubladas tenia ojos capaces
de mirar al sol sin un parpadeo y de ver un conejo que se movía allá abajo a una
milla a la luz pálida de la luna. De modo que aunque no alcanzaba a ver a la gente
en los árboles, podía distinguir los movimientos de los lobos y los minúsculos
destellos de fuego, y oía los aullidos y gañidos que se elevaban tenues desde allá
abajo. También pudo ver el destello de la luna en las lanzas y yelmos de los
trasgos, cuando unas largas hileras de esta gente malvada se arrastraron con
cautela, bajando las laderas dé la calina desde la entrada a los túneles, y
serpenteando en el bosque. Las águilas no son aves bondadosas. Algunas son
cobardes y crueles. Pero la raza ancestral de las montañas del norte era la más
grande entre todas. Altivas y fuertes, y de noble corazón, no querían a los trasgos,
ni los temían. Cuando les prestaban alguna atención (lo que era raro, pues no se
alimentaban de tales criaturas), se precipitaban sobre ellos y los obligaban a
retirarse chillando a las cuevas, y detenían cualquier maldad en que estuviesen
empeñados. Los trasgos odiaban a las águilas y les tenían miedo, pero no podían
alcanzar aquellos encumbrados sitiales, ni sacarlas de las montañas.
Esa noche el Señor de las Águilas tenía mucha curiosidad por saber qué se
estaba tramando; de modo que convocó a otras águilas, y juntas volaron desde las
cimas, y trazando círculos lentamente, siempre girando y girando, bajaron y
bajaron y bajaron hacia el anillo de los lobos y el sitio en que se reunían los
trasgos.
¡Algo muy bueno, por cierto! Cosas espantosas habían estado sucediendo allí
abajo. Los lobos alcanzados por las llamas habían huido al bosque, y habían
prendido fuego en varios sitios. Era pleno verano, y en este lado oriental de las
montañas había llovido poco en los últimos tiempos. Helechos amarillentos, ramas
caídas, espesas capas de agujas de pino, y aquí y allá árboles secos, pronto
empezaron a arder. Todo alrededor del claro de los wargos el fuego se elevaba en
llamaradas. Pero los lobos guardianes no abandonaban los árboles. Enloquecidos
y coléricos saltaban y aullaban al pie de los troncos, y maldecían a los enanos en
aquel horrible lenguaje, con las lenguas fuera y los ojos brillantes tan rojos y fieros
como las llamas.
Entonces, de súbito, los trasgos llegaron corriendo y aullando. Pensaban que se
estaba librando una batalla contra los hombres de los bosques, pero pronto
advirtieron lo que ocurría. Unos pocos llegaron a sentarse y rieron. Otros
blandieron las lanzas y golpearon los mangos contra los escudos. Los trasgos no
temen al fuego, y pronto tuvieron un plan que les pareció de lo mas divertido.
Algunos reunieron a todos los lobos en una manada. Otros apilaron helechos y
brezos alrededor de los troncos, y se precipitaron en torno, y pisotearon y
golpearon, golpearon y pisotearon, hasta que apagaron casi todos los fuegos, pero
no los más próximos a los árboles donde estaban los enanos. Estos fuegos los
alimentaron con hojas, ramas secas y helechos. Pronto un anillo de humo y llamas
rodeó a los enanos, un anillo que no crecía hacia fuera, pero que se iba cerrando
lentamente, hasta que el fuego lamió la leña apilada bajo los árboles. El humo
llegaba a los ojos de Bilbo, podía sentir el calor de las llamas; y a través de la
humareda alcanzaba a ver a los trasgos que danzaban, girando y girando, en un
círculo, como gente que celebraba alrededor de una hoguera la llegada del
verano. Fuera del circulo de guerreros danzantes, armados con lanzas y hachas,
los lobos se mantenían apartados, observando y aguardando.
Bilbo pudo oír a los trasgos que entonaban ahora una horrible canción:
¡Quince pájaros en cinco abetos
las plumas aventadas por una brisa ardiente!
Pero, que extraños pájaros, ¡ninguno tiene alas!
¡Oh! ¿Qué haremos con estas raras gentes?
¿Asarlas vivas, o hervirlas en la olla;
o freírlas, cocerlas y comerlas calientes?
Luego se detuvieron y gritaron: —¡Volad, pajaritos! ¡Volad si podéis! ¡Bajad,
pajaritos; os asaréis en vuestros nidos! ¡Cantad, cantad, pajaritos! ¿Por qué no
cantáis?
—¡Alejaos, chiquillos! —gritó Gandalf por respuesta——, No es época de buscar
nidos. Y los chiquillos traviesos que juegan con fuego reciben lo que se merecen.
—Lo dijo para enfadarlos, y para mostrarles que no tenía miedo, aunque en
verdad lo tenía, mago y todo como era. Pero los trasgos no le prestaron atención,
y siguieron cantando.
¡Que ardan, que ardan, árboles y helechos?
¡Marchitos y abrasados! Que la antorcha siseante
ilumine la noche para nuestro contento.
¡Ea ya!
¡Que los cuezan, tos frían y achicharren,
hasta que ardan las barbas, y los ojos se nublen,
y hiedan los cabellos y estallen los pellejos,
se disuelvan las grasas, y los huesos renegros
descansen en cenizas bajo el cielo!
Asi los enanos morirán,
la noche iluminando para nuestro contento.
¡Ea ya!
¡Ea pronto ya!
¡Ea que va!
Y con ése ¡éa que va! las llamas llegaron bajo el árbol de Gandalf. En un momento
se extendieron a los otros. La corteza ardió, las ramas más bajas crujieron.
Entonces Gandalf trepó a la copa del árbol. El súbito resplandor estalló en su vara
como un relámpago cuando se aprestaba a saltar y a caer, justo entre las lanzas
enemigas. Aquello hubiese sido el fin de Gandalf, aunque probablemente hubiese
matado a muchos, al precipitarse entre ellos como un rayo. Pero no llegó a saltar.
En aquel preciso momento el Señor de las Águilas se abalanzó desde lo alto, abrió
las garras, se apoderó de Gandalf, y desapareció.
Hubo un clamor de cólera y sorpresa entre los trasgos. Fuerte chilló el Señor de
las Águilas, a quien Gandalf había ahora hablado. De vuelta se abalanzaron las
grandes aves que estaban con él, y descendieron como enormes sombras negras.
Los lobos gimotearon rechinando los dientes; los trasgos aullaron y patearon el
suelo con rabia, y arrojaron las pesadas lanzas al aire. Sobre ellos se lanzaron las
águilas; la acometida oscura de las alas que batían los golpeó contra el Suelo o
los arrojó lejos; las garras les laceraron las caras. Otras veces volaron a las copas
de los árboles y se llevaron a los enanos, que ahora subían trepando a unas
alturas a las que nunca se habían atrevido a llegar.
¡El pobre pequeño Bilbo estuvo muy cerca de que le dejaran de nuevo atrás!
Alcanzó justo a aferrarse de las piernas de Dori cuando ya se lo llevaban, el último
de todos; y arriba fueron juntos, sobre el tumulto y el incendio, Bilbo
columpiándose en el aire, sintiendo que se le romperían los brazos en cualquier
momento.
Mientras, allá abajo, los trasgos y los lobos Se habían dispersado en los bosques.
Unas cuantas águilas estaban todavía trazando círculos y cerniéndose sobre el
campo de batalla. De pronto las llamas de los árboles se alzaron por encima de
las ramas más altas. Subieron con un fuego crepitante, y hubo un estallido de
chispas y humo. ¡Bilbo había escapado justo a tiempo!
Pronto las luces del incendio fueron tenues allá abajo; un parpadeo rojo en el
suelo negro; y las águilas volaban muy alto, elevándose todo el tiempo en círculos
amplios y majestuosos. Bilbo nunca olvidó aquel vuelo, abrazado a los tobillos de
Dori. Gemía: —¡Mis brazos, mis brazos! —mientras Dori plañía: —¡Mis pobres
piernas, mis pobres piernas!
En el mejor de los casos las alturas le daban vértigo a Bilbo. Bastaba que mirase
desde el borde de un risco pequeño para que se sintiera mareado. Nunca le
habían gustado las escaleras, y mucho menos los árboles (antes nunca había
tenido que escapar de los lobos). De manera que podéis imaginar cómo le daba
vueltas ahora la cabeza, cuando miraba hacia abajo entre los colgantes dedos de
los pies y veía las tierras oscuras que se ensanchaban debajo, tocadas aquí y allá
por la luz de la luna en la roca de una ladera o en un arroyo de los llanos.
Los picos de las montañas se estaban acercando; puntas rocosas iluminadas por
la luna asomaban entre las sombras negras. Verano o no, el aire parecía muy frío.
Cerró los ojos y se preguntó si sería capaz de seguir sosteniéndose así mucho
más. Luego imaginó qué sucedería si no aguantaba. Se sintió enfermo.
El vuelo terminó justo a tiempo para Bilbo, justo antes de que aflojara las manos.
Se soltó de los tobillos de Dori con un grito sofocado y cayó sobre la tosca plata
forma de un aguilero. Allí quedó un rato tendido sin decir una palabra, con
pensamientos que eran una mezcla de sorpresa por haberse salvado del fuego y
de miedo a caer de aquel sitio estrecho a las espesas sombras de ambos lados.
Sentía la cabeza verdaderamente muy rara en aquel momento, después de las
espantosas aventuras de los tres últimos días, casi sin nada para comer, y de
pronto se encontró diciendo en voz alta:
—¡Ahora sé cómo se siente un trozo de panceta cuando la sacan de pronto de la
sartén con un tenedor y la ponen de vuelta en la alacena!
—¡No, no lo sabes! —oyó que Dori respondía—, pues la panceta sabe que
volverá, tardé o temprano, a la sartén: y es de esperar que nosotros no. ¡Además
las águilas no son tenedores!
—¡Oh no! No se parecen nada a pájaros ponedores, tenedores, quiero decir —
contestó Bilbo incorporándose y observando con ansiedad al águila que estaba
posada cerca. Se preguntó qué otras tonterías habría estado diciendo, y si el
águila lo consideraría ofensivo. ¡Uno no ha de ser grosero con un águila si sólo
tiene el tamaño de un hobbit y está de noche en el aguilero!
El águila se afiló el pico en una roca y se alisó las plumas, sin prestar atención.
Pronto llegó volando otra águila. —El Señor de las Águilas te ordena traer a tus
prisioneros a la Gran Repisa —chilló, y se fue. La Otra tomó a Dori en sus garras y
partió volando con él hacia la noche, dejando a Bilbo completamente solo. Las
pocas fuerzas que le quedaban le alcanzaban apenas para preguntarse qué
habría querido decir el águila con "prisioneros", y ya empezaba a pensar que lo
abrirían en dos como un conejo para la cena, cuando le llegó el turno.
El águila regresó, lo agarró por el dorso de la chaqueta, y se lanzó fuera. Esta vez
el vuelo fue corto. Muy pronto Bilbo estuvo tumbado, temblando de miedo, en una
amplia repisa en la ladera de la montaña. No había manera de descender hasta
allí, sino volando; y no había sendero para bajar excepto saltando a un precipicio.
Allí encontró a todos los otros, sentados de espaldas a la pared montañosa. El
Señor de las Águilas estaba también allí y hablaba con Gandalf.
Quizá a Bilbo no se lo iban a comer, después de todo. El mago y el águila
parecían conocerse de alguna manera, y aun estar en buenas relaciones. En
realidad Gandalf, que había visitado a menudo las montañas, había ayudado una
vez a las águilas y había curado al Señor de una herida de flecha. Así que como
veis, "prisioneros quería decir "prisioneros rescatados de los trasgos" solamente, y
no cautivos de las águilas. Cuando Bilbo escuchó la conversación de Gandalf
comprendió que por fin iban a escapar real y verdaderamente de aquellas cimas
espantosas. Estaba discutiendo planes con el Gran Águila para transportar lejos a
los enanos, a él y a Bilbo, y dejarlos justo en el camino que cruzaba los llanos de
abajo.
El Señor de las Águilas no los llevaría a ningún lugar próximo a las moradas de los
hombres. —Nos dispararían con esos grandes arcos de tejo —dijo—, pensando
que vamos a robarles las ovejas. Y en otras ocasiones estarían en lo cierto. ¡No!
Nos satisface burlar a los trasgos, y pagarte así nuestra deuda de gratitud, pero no
nos arriesgaremos por los enanos en los llanos del sur.
—Muy bien —dijo Gandalf— ¡Llevadnos a cualquier sitio y tan lejos como queráis!
Ya habéis hecho mucho por nosotros. Pero mientras tanto, estamos famélicos.
—Yo casi estoy muerto de hambre —dijo Bilbo con una débil vocecita que nadie
oyó.
—Eso tal vez pueda tener remedio— dijo el Señor de las Águilas.
Más tarde podríais haber visto un brillante fuego en la repisa de piedra, y las
figuras de los enanos alrededor, cocinando y envueltos en un exquisito olor a
asado. Las águilas habían traído unos arbustos secos para el fuego, y conejos,
liebres y una pequeña oveja. Los enanos se encargaron de todos los preparativos.
Bilbo se sentía demasiado débil para ayudar, y de cualquier modo no era muy
bueno desollando conejos o picando carne, pues estaba acostumbrado a que el
carnicero se la entregase lista ya para cocinar. Gandalf estaba echado también,
luego de haberse ocupado de encender el fuego, ya que Óin y Glóin habían
perdido sus yescas. (Los enanos nunca fueron aficionados a las cerillas, ni
siquiera entonces.)
Así concluyeron las aventuras de las Montañas Nubladas. Pronto el estómago de
Bilbo estuvo lleno y confortado de nuevo, y sintió que podía dormir sin
preocupaciones, aunque en realidad le habría gustado más una hogaza con
mantequilla que aquellos trozos de carne costada en varas. Durmió hecho un
ovillo en la piedra dura, más profundamente de lo que había dormido nunca en el
lecho de plumas de su propio pequeño agujero. Pero soñó toda la noche con su
casa, y recorrió en sueños todas las habitaciones buscando algo que no podía
encontrar, y que no sabía qué era.
EXTRAÑOS APOSENTOS
A la mañana siguiente Bilbo despertó con el sol temprano en los ojos. Se levantó
de un salto para mirar la hora y poner la marmita al fuego... y descubrió que no
estaba en casa, de ningún modo. Así que se sentó, deseando en vano un baño y
un cepillo. No los consiguió, ni té, ni tostadas, ni panceta para el desayuno, sólo
cordero frío y conejo. Y en seguida tuvo que prepararse para la inminente partida.
Esta vez se le permitió montar en el lomo de un águila y sostenerse entre las alas.
El aire golpeaba y Bilbo cerraba los ojos. Los enanos gritaban despidiéndose y
prometiendo devolver el favor al Señor de las Águilas si alguna vez era posible,
mientras quince grandes aves partían de la ladera de la montaña. El sol estaba
todavía cerca de los lindes orientales. La mañana era fría, y había nieblas en los
valles y hondonadas, y sobre los picos y crestas de las colinas. Bilbo abrió un ojo y
vio que las aves estaban ya muy arriba y el mundo muy lejos, y que las montañas
se empequeñecían atrás. Cerró otra vez los ojos y se aferró con más fuerza.
—¡No pellizques! —dijo el águila—. No tienes por qué asustarte como un conejo,
aunque te parezcas bastante a uno. Hace una bonita mañana y el viento sopla
apenas. ¿Hay algo más agradable que volar?
A Bilbo le hubiese gustado decir: "Un baño caliente y después, más tarde, un
desayuno sobre la hierba"; pero le pareció mejor no decir nada y aflojó un poquito
las manos.
Al cabo de un buen rato, las águilas divisaron sin duda el punto al que se dirigían,
aun desde aquellas alturas, pues empezaron a volar en círculos, descendiendo en
amplias espirales. Bajaron así un tiempo, y al final él hobbit abrió de nuevo los
ojos. La tierra estaba mucho más cerca, y debajo había árboles que parecían
olmos y robles, y amplias praderas, y un río que lo atravesaba todo. Pero
sobresaliendo del terreno, justo en el curso del río que allí serpenteaba, había una
gran roca, casi una colina de piedra, como una última avanzada de las montañas
distantes, o un enorme peñasco arrojado millas adentro en la llanura por algún
gigante entre gigantes.
Las águilas descendían ahora con rapidez una a una sobre la cima de la roca, y
dejaban allí a los pasajeros.
—¡Buen viaje! —gritaron—. ¡Donde quiera que vayáis, hasta que los nidos os
reciban al final de la jornada! —una fórmula de cortesía común entre estas aves.
—Que el viento bajo las alas os sostenga allá donde el sol navega y la luna
camina —respondió Gandalf, que conocía la respuesta correcta.
Y de este modo partieron. Y aunque el Señor de las Águilas llegó a ser Rey de
Todos los Pájaros, y tuvo una corona de oro, y los quince lugartenientes llevaron
collares de oro (fabricados con el oro de los enanos), Bilbo nunca volvió a verlos,
excepto en la batalla de los Cinco Ejércitos, lejos y arriba. Pero como esto ocurre
al final de la historia, por ahora no diremos más.
Había un espacio liso en la cima de la colina de piedra y un sendero de gastados
escalones que descendían hasta el río; y un vado de piedras grandes y chatas
llevaba a la pradera del otro lado. Allí había una cueva pequeña (acogedora y con
suelo de guijarros), al pie de los escalones, casi al final del vado pedregoso. El
grupo se reunió en la cueva y discutió lo que se iba a hacer.
—Siempre quise veros a todos a salvo (si era posible) del otro lado de las
montañas —dijo el mago—, y ahora, gracias al buen gobierno y a la buena suerte,
lo he conseguido. En realidad hemos avanzado hacia el este más de lo que yo
deseaba, pues al fin y al cabo ésta no es mi aventura. Puedo venir a veros antes
que todo concluya, pero mientras tanto he de atender otro asunto urgente.
Los enanos gemían y parecían desolados, y Bilbo lloraba. Habían empezado a
Creer que Gandalf los acompañaría durante todo el trayecto y estaría siempre allí
para sacarlos de cualquier dificultad. —No desapareceré en este mismo instante
—dijo el mago— Puedo daros un día o dos más. Quizá llegue a echaros una mano
en este apuro, y yo también necesito una pequeña ayuda. No tenemos comida, ni
equipaje, ni poneys que montar; y no sabéis dónde estáis ahora. Yo puedo
decíroslo. Estáis todavía algunas millas al norte del sendero que tendríamos que
haber tomado, si no hubiésemos cruzado la montaña con tanta prisa. Muy poca
gente vive en estos parajes, a menos que hayan venido desde la última vez que
estuve aquí abajo, años atrás. Pero conozco a alguien que vive no muy lejos. Ese
Alguien talló los escalones en la gran roca, la Carroca creo que la llama. No viene
a menudo por aquí, desde luego no durante el día, y no vale la pena esperarlo. A
decir verdad, sería muy peligroso. Tenemos que salir y encontrarlo; y si todo va
bien en dicho encuentro, creo que partiré y os desearé como las águilas "buen
viaje a donde quiera que vayáis".
Le pidieron que no los dejase. Le ofrecieron oro del dragón y plata y joyas, pero el
mago no se inmutó. —¡Nos veremos, nos veremos! —dijo—, y creo que ya me he
ganado algo de ese oro del dragón, cuando le echéis mano.
Los enanos dejaron entonces de suplicar. Se sacaron la ropa y se bañaron en el
río, que en el vado era poco profundo, claro y pedregoso. Luego de secarse al sol,
que ahora caía con fuerza, se sintieron refrescados, aunque todavía doloridos y un
poco hambrientos. Pronto cruzaron el vado (cargando con el hobbit), y luego
marcharon entre la abundante hierba verde y bajo la hilera, de robles anchos de
brazos y los olmos altos.
—¿Y por qué se le llama la Carroca? —preguntó Bilbo cuando caminaba junto al
mago.
—La llamó la Carroca, porque carroca es la palabra para ella. Llama carrocas a
cosas así, y ésta es la Carroca, pues es la única cerca de su casa y la conoce
bien.
—¿Quién la llama? ¿Quién la conoce?
—Ese Alguien de quien hablé... una gran persona. Tenéis que ser todos muy
corteses cuando os presente. Os presentaré muy poco a poco, de dos en dos,
creo; y cuidaréis de no molestarlo, o sólo los cielos saben lo que ocurriría. Cuando
se enfada puede resultar desagradable, aunque es muy amable si está de buen
humor. Sin embargo, os advierto que se enfada con bastante facilidad.
Todos los enanos se juntaron alrededor cuando oyeron que el mago hablaba así
con Bilbo. —¿Es a él a quien nos llevas ahora? —inquirieron— ¿No podrías
encontrar a alguien de mejor carácter? ¿No sería mejor que lo explicases un poco
más? —y así una pregunta tras otra.
—¡Sí, sí, por supuesto! ¡No, no podría! Y lo he explicado muy bien —respondió el
mago, enojado— Si necesitáis saber algo más, se llama Beorn.. Es muy fuerte, y
un cambia pieles además.
—¡Qué! ¿Un peletero? ¿Un hombre que llama a los conejos roedores, cuando no
puede hacer pasar las pieles de conejo por pieles de ardilla? —preguntó Bilbo.
—¡Cielos, no, no, no, no! —dijo Gandalf—. No seas estúpido, señor Bolsón, si
puedes evitarlo, y en nombre de toda maravilla haz el favor de no mencionar la
palabra peletero mientras te encuentras en un área de cien millas a la redonda de
su casa, ¡ni alfombra, ni capa, ni estola, ni manguito, ni cualquier otra palabra tan
funesta! El es un cambia pieles, cambia de piel: unas veces es un enorme oso
negro, otras un hombre vigoroso y corpulento de pelo oscuro, con grandes brazos
y luenga barba. No puedo deciros mucho más, aunque eso tendría que bastaros.
Algunos dicen que es un oso descendiente de los grandes y antiguos osos de las
montanas, que vivían allí antes que llegasen los gigantes. Otros dicen que
desciende de los primeros hombres que vivieron antes que Smaug o los otros
dragones dominasen esta parte del mundo, y antes que los trasgos del Norte
viniesen a las colinas. No puedo asegurarlo, pero creo que la última versión es la
verdadera. A él no le gustan los interrogatorios.
"De todos modos no está bajo ningún encantamiento que no sea el propio. Vive en
un robledal y tiene una gran casa de madera, y como hombre cría ganado y
caballos casi tan maravillosos como él mismo. Trabajan para él y le hablan. No se
los come; no caza ni come animales salvajes. Cría también colmenas, colmenas
de abejas enormes y fieras, y se alimenta principalmente de crema y miel. Como
oso viaja a todo lo largo y ancho. Una vez, de noche, lo vi sentado solo sobre la
Carroca mirando cómo la luna se hundía detrás de las Montañas Nubladas, y lo oí
gruñir en la lengua de los osos: '¡Llegará el día en que perecerán, y entonces
volveré!'. Por eso se me ocurre que vino de las montañas.
Bilbo y los enanos tenían ahora bastante en qué pensar y no hicieron más
preguntas. Todavía les quedaba mucho camino por delante. Ladera arriba, valle
abajo, avanzaban afanosamente. Hacía cada vez más calor. Algunas veces
descansaban bajo los árboles, y entonces Bilbo se sentía tan hambriento que no
hubiera desdeñado las bellotas, si estuviesen bastante maduras como para haber
caído al suelo.
Ya mediaba la tarde cuando entraron en unas extensas zonas de flores, todas de
la misma especie, y que crecían juntas, como plantadas. Abundaba el trébol, unas
ondulantes parcelas de tréboles rosados y purpúreos, y amplias extensiones de
trébol dulce, blanco y pequeño, con olor a miel. Había un zumbido, y un murmullo
y un runrún en el aire. Las abejas andaban atareadas de un lado para otro. ¡Y
vaya abejas! Bilbo nunca había visto nada parecido.
—Si una llegase a picarme —se dijo— me hincharía hasta el doble de mi tamaño.
Eran más corpulentas que avispones Los zánganos, bastante más grandes que
vuestros pulgares, llevaban bandas amarillas que brillaban como oro ardiente en el
negro intenso de los cuerpos.
—Nos acercamos —dijo Gandalf— Estamos en los lindes de los campos de
abejas.
Al cabo de un rato llegaron a un terreno de robles altos y muy viejos, y luego a un
crecido seto de espinos, que no dejaba ver nada, ni era posible atravesar.
—Es mejor que esperéis aquí —dijo el mago a los enanos—, y cuando grite o
silbe, seguidme, pues ya veréis el camino que tomo, pero venid sólo en parejas,
tenedlo en cuenta, unos cinco minutos entre cada pareja. Bombur es mas grueso y
valdrá por dos mejor que venga solo y último. ¡Vamos, señor Bolsón! Hay una
cancela por aquí cerca en alguna parte. —Y con eso se fue caminando a lo largo
del seto, llevando consigo al hobbit aterrorizado.
Pronto llegaron a una cancela de madera, alta y ancha, y desde allí, a lo lejos,
podían ver jardines y un grupo de edificios de madera, algunos con techo de paja
y paredes de leños informes: graneros, establos y una casa grande y de techo
bajo, todo de madera. Dentro, al fondo del gran seto, había hileras e hileras de
colmenas con cubiertas acampanadas de paja. El ruido de las abejas gigantes que
volaban de un lado a otro y pululaban dentro y fuera, colmaba el aire.
El mago y el hobbit empujaron la cancela pesada y crujiente, y descendieron por
un sendero ancho hacia la casa. Algunos caballos muy lustrosos y bien
almohazados trotaban pradera arriba y los observaban con expresión inteligente;
después fueron al galope hacia los edificios.
—Han ido a comunicarle la llegada de forasteros —dijo Gandalf.
Pronto entraron en un patio, tres de cuyas paredes estaban formadas por la casa
de madera y las dos largas alas. En medio había un grueso tronco de roble, con
muchas ramas desmochadas al lado. Cerca, de pie, los esperaba un hombre
enorme de barba espesa y pelinegro, con brazos y piernas desnudos, de
músculos abultados. Vestía una túnica de lana que le caía hasta las rodillas, y se
apoyaba en una gran hacha. Los caballos pegaban los morros al hombro del
gigante.
—¡Uf! ¡Aquí están! —dijo a los caballos—. No parecen peligrosos. ¡Podéis iros! —
Rió con una risa atronadora, bajó el hacha, y se adelantó. —¿Quiénes sois y qué
queréis? —preguntó malhumorado, de pie delante de ellos y encumbrándose por
encima de Gandalf. En cuanto a Bilbo, bien podía haber trotado por entre las
piernas del hombre sin necesitar agachar la cabeza para no rozar el borde de la
túnica marrón.
—Soy Gandalf —dijo el mago.
—Nunca he oído hablar de él —gruñó el hombre—, Y ¿qué es este pequeñajo? —
dijo, y se inclinó y miró al hobbit frunciendo las cejas negras y espesas.
——Este es el señor Bolsón, un hobbit de buena familia y reputación impecable —
dijo Gandalf. Bilbo hizo una reverencia. No tenía sombrero que quitarse y se
sentía molesto pensando que le faltaban algunos botones— Yo soy un mago —
continuó Gandalf— He oído hablar de ti, aunque tú no de mí; pero quizá algo
sepas de mi buen primo Radagast que vive cerca de la frontera meridional del
Bosque Negro.
—Sí; no es un mal hombre, tal como andan hoy los magos, creo. Solía verlo con
bastante frecuencia —dijo Beorn— Bien, ahora sé quién eres, o quién dices que
eres. ¿Qué deseas?
—Para serte sincero, hemos perdido el equipaje y casi el camino, y necesitamos
ayuda, o al menos consejo. Diría que hemos pasado un rato bastante malo con los
trasgos, allá en las montañas.
—¿Trasgos? —dijo el hombrón menos malhumorado— Ajá, ¿así que habéis
tenido problemas con ellos? ¿Para qué os acercasteis a esos trasgos?
—No pretendíamos hacerlo. Nos sorprendieron de noche en un paso por el que
teníamos que cruzar. Estábamos saliendo de los territorios del Oeste, y llegando
aquí.., es una larga historia.
—Entonces será mejor que entréis y me contéis algo de eso, si no os lleva todo el
día —dijo el hombre, volviéndose hacia una puerta oscura que daba al patio y al
interior de la casa.
Siguiéndolo, se encontraron en una sala espaciosa con una chimenea en el
medio. Aunque era verano había troncos quemándose, y el humo se elevaba
hasta las vigas ennegrecidas y salía a través de una abertura en el techo.
Cruzaron esta sala mortecina, sólo iluminada por el fuego y el orificio de arriba, y
entraron por Otra puerta más pequeña en una especie de veranda sostenida por
unos postes de madera que eran simples troncos de árbol. Estaba orientada al
sur, y todavía se sentía el calor y la luz del sol poniente que se deslizaba dentro y
caía en destellos dorados sobre el jardín florecido, que llegaba al pie de los
escalones.
Allí se sentaron en bancos de madera mientras Gandalf comenzaba la historia.
Bilbo balanceaba las piernas colgantes y contemplaba las flores del jardín,
preguntándose qué nombres tendrían; nunca había visto antes ni la mitad de ellas.
—Venía yo por las montañas con un amigo o dos... —dijo el mago.
—¿O dos? Sólo puedo ver uno, y en verdad bastante pequeño —dijo Beorn.
—Bien, para serte sincero, no quería molestarte con todos nosotros hasta
averiguar si estabas ocupado. Haré una llamada, si me permites.
—¡Vamos, llama!
De modo que Gandalf dio un largo y penetrante silbido, y al momento aparecieron
Thorin y Dori rodeando la casa por el sendero del jardín. Al llegar saludaron con
una reverencia.
—¡uno o tres querías decir, ya veo! —dijo Beorn—, pero estos no son hobbits,
¡son enanos!
—¡Thorin Escudo de Roble a vuestro servicio! ¡Dori a vuestro servicio! —dijeron
los dos enanos volviendo a hacer grandes reverencias.
—No necesito vuestro servicio, gracias —dijo Beorn—, pero espero que vosotros
necesitéis el mío. No soy muy aficionado a los enanos; pero si en verdad eres
Thorin (hijo de Thrain, hijo de Thror, creo), y que tu compañero es respetable, y
que sois enemigos de los trasgos y que no habéis venido a mis tierras con fines
malvados... por cierto, ¿a qué habéis venido?
—Están en camino para visitar la tierra de sus padres, allá al Este, cruzando el
Bosque Negro —explico Gandalf—, y sólo por mero accidente nos encontramos
aquí, en tus tierras. Atravesábamos el Desfiladero Alto que podría habernos
llevado al camino del sur, cuando fuimos atacados por unos trasgos malvados...
como estaba a punto de decirte.
—¡Sigue contando entonces! —dijo Beorn, que nunca era muy cortés.
—Hubo una terrible tormenta; los gigantes de piedra estaban fuera lanzando
rocas, y al final del desfiladero nos refugiamos en una cueva, el hobbit, yo y varios
de nuestros compañeros...
—¿Llamas varios a dos?
—Bien, no. En realidad había más de dos,
—¿Dónde están? ¿Muertos, devorados, de vuelta en casa?
—Bien, no. Parece que no vinieron todos cuando silbé. Tímidos, supongo. Ves,
me temo que seamos demasiados para hacerte perder el tiempo.
—Vamos, ¡silba otra vez! Parece que reuniré aquí todo un grupo, y uno o dos no
hacen mucha diferencia — refunfuñó Beorn.
Gandalf silbó de nuevo; pero Nori y Ori estaban allí antes de que hubiese dejado
de llamar, porque, si lo recordáis, Gandalf les había dicho que viniesen por parejas
de cinco en cinco minutos.
—Hola —dijo Beorn—. Vinisteis muy rápidos. ¿Dónde estabais escondidos?
Acercaos, muñecos de resorte.
—Nori a vuestro servicio, Ori a... —empezaron a decir los enanos, pero Beorn los
interrumpió.
—¡Gracias! Cuando necesite vuestra ayuda, os la pediré. Sentaos, y sigamos con
la historia o será hora de cenar antes que acabe.
—Tan pronto como estuvimos dormidos —continuó Gandalf—, una grieta se abrió
en el fondo de la caverna; unos trasgos saltaron y capturaron al hobbit, a los
enanos y nuestra recua de poneys...
—¿Recua de poneys? ¿Qué erais... un circo ambulante? ¿O transportabais
montones de mercancías? ¿O siempre llamáis recua a seis?
—¡Oh, no! En realidad había más de seis poneys, pues éramos más de seis... y
bien ¡aquí hay dos más!
—Justo en ese momento aparecieron Balin y Dwalin, y se inclinaron tanto que
barrieron con las barbas el piso de piedra. El hombrón frunció el ceño al principio,
pero los enanos se esforzaron en parecer terriblemente corteses, y siguieron
moviendo la cabeza, inclinándose, haciendo reverencias y agitando los
capuchones delante de las rodillas (al auténtico estilo enano) hasta que Beorn no
pudo más y estalló en una risa sofocada: ¡parecían tan cómicos!
—Recua, era lo correcto —dijo— Una fabulosa recua de cómicos. Entrad mis
alegres hombrecitos, ¿y cuáles son vuestros nombres? No necesito que me sirváis
ahora mismo, sólo vuestros nombres. ¡Sentaos de una vez y dejad de menearos!
—Balin y Dwalin —dijeron, no atreviéndose a mostrarse ofendidos, y se sentaron
dejándose caer pesadamente al suelo, un tanto estupefactos.
—¡Ahora continuemos! —dijo Beorn a Gandalf.
—¿Dónde estaba? Ah sí... A mí no me atraparon, Maté un trasgo o dos con un
relámpago...
—¡Bien! —gruñó Beorn— De algo vale ser mago entonces.
—..y me deslicé por la grieta antes que se cerrase. Seguí bajando hasta la sala
principal, que estaba atestada de trasgos. El Gran Trasgo se encontraba allí con
treinta o cuarenta guardias. Pensé para mí que aunque no estuviesen
encadenados todos juntos, ¿qué podía hacer una docena contra toda una
multitud?
—¡Una docena! Nunca había oído que ocho es una docena. ¿O es que todavía
tienes más muñecos de resorte que no han salido de sus cajas?
—Bien, sí, me parece que hay una pareja más por aquí cerca... Fíli y Kili, creo —
dijo Gandalf cuando estos aparecieron sonriendo y haciendo reverencias.
—¡Es suficiente! —dijo Beorn— ¡Sentaos y estaos quietos! ¡Prosigue, Gandalf!
Gandalf siguió con su historia, hasta que llegó a la pelea en la oscuridad, el
descubrimiento de la puerta más baja y el pánico que sintieron todos al advertir
que el señor Bilbo Bolsón no estaba con ellos. —Nos contamos y vimos que no
había allí ningún hobbit. ¡Sólo quedábamos catorce!
—¡Catorce! Esta es la primera vez que si a diez le quitas uno quedan catorce.
Quieres decir nueve, o aún no me has dicho todos los nombres de tu grupo.
—Bien, desde luego todavía no has visto a Óin y a
Glóin. ¡Y mira! Aquí están. Espero que los perdonarás por molestarte.
—¡Oh, deja que vengan todos! ¡Daos prisa! Acercaos vosotros dos y sentaos.
Pero mira, Gandalf, aun ahora estáis sólo tú y los enanos y el hobbit que se había
perdido. Eso suma sólo once (más uno perdido), no catorce, a menos que los
magos no cuenten como los demás. Pero ahora, por favor, sigue con la historia. —
Beorn trató de disimularlo, pero en verdad la historia había empezado a
interesarle, pues en otros tiempos había conocido esa parte de las montañas que
Gandalf describía ahora. Movió la cabeza y gruñó cuando oyó hablar de la
reaparición del hobbit, de cómo tuvieron que gatear por el sendero de piedra y del
círculo de lobos entre los árboles.
Cuando Gandalf contó cómo treparon a los árboles con todos los lobos debajo,
Beorn se levantó, dio unas zancadas y murmuró: —¡Ojalá hubiese estado allí! ¡Les
hubiese dado algo más que fuegos artificiales!
—Bien —dijo Gandalf, muy contento al ver que su historia estaba causando buena
impresión—, hice todo lo que pude. Allí estábamos, con los lobos volviéndose
locos debajo de nosotros, y el bosque empezando a arder por todas partes,
cuando bajaron los trasgos de las colinas y nos descubrieron. Daban alaridos de
placer y cantaban canciones burlándose de nosotros. Quince pájaros en cinco
abetos...
—¡Cielos! —gruñó Beorn— No me vengáis ahora con que los trasgos no pueden
contar. Pueden. Doce no son quince, y ellos lo saben.
—Y yo también. Estaban además Bifur y Bofur. No me he aventurado a
presentarlos antes, pero aquí los tienes.
Adentro pasaron Bifur y Bofur. —¡Y yo! —gritó el gordo Bombur jadeando detrás,
enfadado por haber quedado último. Se negó a esperar cinco minutos, y había
venido detrás de los otros dos.
—Bien, ahora aquí están, los quince; y ya que los trasgos saben contar, imagino
que eso es todo lo que había allí arriba en los árboles. Ahora quizá podamos
acabar la historia sin más interrupciones. —El señor Bolsón comprendió entonces
qué astuto había sido Gandalf. Las interrupciones habían conseguido que Beorn
se interesase más en la historia, y esto había impedido que expulsase en seguida
a los enanos como mendigos sospechosos. Nunca invitaba gente a su casa, si
podía evitarlo. Tenía muy pocos amigos y vivían bastante lejos; y nunca invitaba a
más de dos a la vez. ¡Y ahora tenía quince extraños sentados en el porche!
Cuando el mago concluía su relato, y mientras contaba el rescate de las águilas y
de cómo los habían llevado a la Carroca, el sol ya se ocultaba detrás de las
Montañas Nubladas y las sombras se alargaban en el jardín de Beorn.
—Un relato muy bueno —dijo— El mejor que he oído desde hace mucho tiempo.
Si todos los pordioseros pudiesen contar uno tan bueno, llegaría a parecerles más
amable. Es posible, claro, que lo hayáis inventado todo, pero aun así merecéis
una cena por la historia. ¡Vamos a comer algo!
—¡Sí, por favor! —exclamaron todos juntos— ¡Muchas gracias!
La sala era (ahora) bastante oscura. Beorn batió las manos, y entraron trotando
cuatro hermosos poneys blancos y varios perros grandes de cuerpo largo y
pelambre gris. Beorn les dijo algo en una lengua extraña, que parecía sonidos de
animales transformados en conversación. Volvieron a salir y pronto regresaron con
antorchas en la boca, y en seguida las encendieron en el fuego y las colgaron en
los soportes de los pilares, cerca de la chimenea central. Los perros podían
sostenerse a voluntad sobre los cuartos traseros, y transportaban cosas con las
patas delanteras. Con gran diligencia sacaban tablas y caballetes de las paredes
laterales y las amontonaban cerca del fuego.
Luego se oyó un ¡beee!, y entraron unas ovejas blancas como la nieve precedidas
por un carnero negro corno el carbón. Una llevaba un paño bordado en los bordes
con figuras de animales; otras sostenían sobre los lomos bandejas con cuencos,
fuentes, cuchillos y cucharas de madera, que los perros cogían y dejaban
rápidamente sobre las mesas de caballete. Estas eran muy bajas, tanto que Bilbo
podía sentarse con comodidad. Junto a él, un poney empujaba dos bancos dé
asientos bajos y corredizos, con patas pequeñas, gruesas y cortas, para Gandalf y
Thorin, mientras que al otro extremo ponían la gran silla negra de Beorn, del
mismo estilo (en la que se sentaba con las enormes piernas estiradas bajo la
mesa). Estas eran todas las sillas que tenía en la sala, y quizá tan bajas como las
mesas para conveniencia de los maravillosos animales que le servían. ¿En dónde
se sentaban los demás? No los había olvidado. Los otros poneys entraron
haciendo rodar unas secciones cónicas de troncos alisadas y pulidas, y bajas aun
para Bilbo; y muy pronto todos estuvieron sentados a la mesa de Beorn. La sala
no había visto una reunión semejante desde hacía muchos años.
Allí merendaron, o cenaron, como no lo habían hecho desde que dejaron la Ultima
Morada en el Oeste y dijeron adiós a Elrond. La luz de las antorchas y el fuego
titilaban alrededor, y sobre la mesa había dos velas altas de cera roja de abeja.
Todo el tiempo mientras comían, Beorn, con una voz profunda y atronadora,
contaba historias de las tierras salvajes de aquel lado de la montaña, y
especialmente del oscuro y peligroso
bosque que se extendía ante ellos de norte a sur, a un día de cabalgata. Por no
hablar del Este, el terrible bosque denominado el Bosque Negro.
Los enanos escuchaban y se mesaban las barbas, pues pronto tendrían que
aventurarse en ese bosque, y después de las montanas el bosque era el peor de
los peligros, antes de llegar a la fortaleza del dragón. Cuando la cena terminó, se
pusieron a contar historias de su propia cosecha, pero Beorn parecía bastante
amodorra do y no ponía mucha atención. Hablaban sobre todo de oro, plata y
joyas, y de trabajos de orfebrería, y a Beorn no le interesaban esas cosas: no
había nada ni de oro ni de plata en la sala, y pocos objetos, excepto los cuchillos,
eran de metal.
Estuvieron largo rato de sobremesa bebiendo hidromiel en cuencos de madera.
Fuera se extendía la noche oscura. Los fuegos en medio de la sala eran
alimentados con nuevos leños; las antorchas se apagaron, y se sentaron
tranquilos a la luz de las llamas danzantes, con los pilares de la casa altos a sus
espaldas, y oscuros, como copas de árboles, en la parte superior. Fuese magia o
no, a Bilbo le pareció oír un sonido como de viento sobre las ramas, que
golpeaban el techo, y el ulular de unos búhos. Al poco rato empezó a cabecear, y
las voces parecían venir de muy lejos, hasta que despertó con un sobresalto.
La gran puerta había rechinado y en seguida se cerró de golpe. Beorn había
salido. Los enanos estaban aún sentados en el suelo, alrededor del fuego, con las
piernas cruzadas. De pronto se pusieron a cantar. Algunos de los versos eran
como estos, aunque hubo muchos y el canto siguió durante largo rato.
El viento soplaba en el brezal agostado,
pero no se movía una hoja en el bosque;
criaturas oscuras reptaban en silencio,
y allí estaban las sombras día y noche.
El viento bajaba, de las montañas frías,
y como una marea rugía y rodaba,
la rama crujía, el bosque gemía
y allí se amontonaba la hojarasca..
El viento resoplaba viniendo del oeste,
y todo movimiento termino en la floresta,
pero ásperas y roncas cruzando los pantanos,
las voces sibilantes al fin se liberaron.
Las hierbas sisearon con las flores dobladas;
los juncos golpetearon. Los vientos avanzaban
sobre un estanque trémulo bajo cielos helados,
rasgando y dispersando las nubes rápidas.
Pasando por encima del cubil del Dragón,
dejó atrás la Montaña solitaria y desnuda;
había allí unas piedras oscuras y compactas,
y en el aire flotaba una bruma.
El mundo abandonó y se elevo volando
sobre una noche amplia de mareas.
La luna navego sobre los vientos
y avivó el resplandor de las estrellas.
Bilbo cabeceó de nuevo. De pronto, Gandalf se puso de pie.
—Es hora de dormir —dijo—, para nosotros, aunque no creo que para Beorn. En
esta sala podemos descansar seguros, pero os aconsejo que no olvidéis lo que
Beorn dijo antes de irse: no os paseéis por afuera hasta que el sol esté alto, pues
sería peligroso.
Bilbo descubrió que habían puesto unas camas a un lado de la sala, sobre una
especie de plataforma entre los pilares y la pared exterior. Para él había un
pequeño edredón de paja y unas mantas de lana. Se metió entre las mantas muy
complacido, como si se tratara de un día de verano. El fuego ardía bajo cuando al
fin se durmió. Sin embargo, despertó por la noche: el fuego era ahora sólo unas
pocas ascuas; los enanos y Gandalf respiraban tranquilos, y parecía que dormían;
la luna alta proyectaba en el suelo una luz blanquecina. que entraba por el agujero
del tejado. Se oyó un gruñido fuera, y el ruido de un animal que se restregaba
contra la puerta. Bilbo se preguntaba qué sería, y si podría ser Beorn en forma
encantada, y si entraría como un oso para matarlos. Se hundió bajo las mantas y
escondió la cabeza, y de nuevo se quedó dormido, aun a pesar de todos sus
miedos.
Era ya avanzada la mañana cuando despertó. Uno de los enanos se había caído
encima de él en las sombras, y había rodado desde la plataforma al suelo con un
fuerte topetazo. Era Bofur, quien se quejaba cuando Bilbo abrió los ojos.
—Levántate, gandul —le dijo Bofur—, o no habrá ningún desayuno para ti. —Bilbo
se puso en pie de un salto.
—¡Desayuno! —gritó— ¿Dónde está el desayuno?
—La mayor parte dentro de nosotros —respondieron los otros enanos que se
paseaban por la sala—, y el resto en la veranda. Hemos estado buscando a Beorn
desde que amaneció, pero no hay señales de él por ninguna parte, aunque
encontramos el desayuno servido tan pronto como salimos.
—¿Dónde está Gandalf? —preguntó Bilbo partiendo a toda prisa en busca de algo
que comer.
—Bien —le dijeron—, fuera quizá, por algún lado.
—Pero Bilbo no vio rastro del mago en todo el día hasta entrada la tarde. Poco
antes de la puesta del sol, Gandalf entró en la sala, donde el hobbit y los enanos,
atendidos por los magníficos animales de Beorn, se encontraban cenando, como
habían estado haciendo a lo largo del día. De Beorn no habían visto ni sabido
nada desde la noche anterior, y empezaban a inquietarse.
—¿Dónde esta nuestro anfitrión, y dónde has pasado el día? —gritaron todos.
—¡Una pregunta por vez, y no hasta después de haber comido! No he probado
bocado desde el desayuno.
Al fin Gandalf apartó el plato y la jarra (se había comido dos hogazas de pan
enteras, con abundancia de mantequilla, miel y crema cuajada, y había bebido por
lo menos un cuarto de galón de hidromiel) y sacó la pipa. —Primero responderé a
la segunda pregunta —dijo—: pero ¡caramba! ¡Este es un sitio estupendo para
echar anillos de humo! —Y durante un buen rato no pudieron sacarle nada más,
ocupado como estaba en lanzar anillos de humo, que desaparecían entre los
pilares de la sala, cambiando las formas y los colores, y haciéndolos salir por el
agujero del tejado. Desde fuera estos anillos tenían que parecer muy extraños,
deslizándose en el aire uno tras otro, verdes, azules, rojos, plateados, amarillos,
blancos, grandes, pequeños, los pequeños metiéndose entre los grandes y
formando así figuras en forma de ocho, y perdiéndose en la distancia como
bandadas de pájaros.
—Estuve siguiendo huellas de oso —dijo por fin— Una reunión regular de osos
tiene que haberse celebrado ahí fuera durante la noche. Pronto me di cuenta de
que las huellas no podía ser todas de Beorn; había demasiadas, y de diferentes
tamaños. Me atrevería a decir que eran osos pequeños, osos grandes, osos
normales y enormes osos gigantes, todos danzando fuera, desde el anochecer
hasta casi el amanecer. Vinieron de todas direcciones, excepto del lado oeste,
más allá del río, de las Montañas. Hacia allí sólo iba un rastro de pisadas...
ninguna venia, todas se alejaban desde aquí. Las seguí hasta la Carroca. Luego
desaparecieron en el río, que era demasiado profundo y caudaloso para intentar
cruzarlo. Es bastante fácil, como recordaréis, ir desde esta orilla hasta la Carroca
por el vado, pero al otro lado hay un precipicio donde el agua desciende en
remolinos. Tuve que andar millas antes de encontrar un lugar donde el río fuese
bastante ancho y poco profundo como para poder vadearlo y nadar, y después
millas atrás, otra vez buscando las huellas. Para cuando llegué, era ya demasiado
tarde para seguirlas. Iban directa mente hacia los pinares al este de las Montañas
Nubladas, donde anteanoche tuvimos un grato encuentro con los wargos. Y ahora
creo que he respondido además a vuestra primera pregunta —concluyó Gandalf, y
se sentó largo rato en silencio.
Bilbo pensó que sabía lo que el mago quería decir.
—¿Qué haremos —gritó— si atrae hasta aquí a todos los wargos y trasgos? ¡Nos
atraparán a todos y nos matarán! Creí que habías dicho que no era amigo de
ellos.
—Sí, lo dije, ¡Y no seas estúpido! Sería mejor que te fueses a la cama. Se te ha
embotado el juicio.
El hobbit se quedó bastante aplastado, y como no parecía haber otra cosa que
hacer, se fue realmente a la cama; mientras los enanos seguían cantando se
durmió otra vez, devanándose todavía la cabecita a propósito de Beorn, hasta que
soñó con cientos de osos negros que danzaban en círculos lentos y graves, fuera
en el patio a la luz de la luna. Entonces despertó, cuando todo el mundo estaba
dormido, y oyó los mismos rasguños, gangueos, pisadas y gruñidos de antes.
A la mañana siguiente, el propio Beorn los despertó a todos. —Así que todavía
seguís aquí —dijo. Alzó al hobbit y se rió—. Por lo que veo aún no te han
devorado los wargos y los trasgos o los malvados osos —y apretó el dedo contra
el chaleco del señor Bolsón sin ninguna cortesía—. El conejito se está poniendo
otra vez de lo más relleno y saludable con la ayuda de pan y miel.
—Rió entre dientes. —¡Ven y toma algo más!
Así que todos se fueron a desayunar. Beorn parecía cambiado y bien dispuesto; y
en verdad estaba de muy buen humor e hizo que todos se rieran con sus
divertidas historias; no tuvieron que preguntarse por mucho tiempo dónde había
estado o por qué era tan amable con ellos, pues él mismo lo explicó. Había ido al
otro lado del río adentrándose en las montañas —de lo cual podéis deducir que
podía trasladarse a gran velocidad, en forma de oso, desde luego—. Al fin llega al
claro quemado de los lobos, y así descubrió que esa parte de la historia era cierta;
pero aún encontró algo más: había capturado a un wargo y a un trasgo que
vagaban por el bosque, y les había sacado algunas noticias: las patrullas de los
wargos buscaban aún a los enanos junto con los trasgos horriblemente enfadados
a causa de la muerte del Gran Trasgo, y porque le habían quema do la nariz al
jefe lobo y el fuego del mago había dado muerte a muchos de los principales
sirvientes. Todo esto se lo dijeron cuando los obligó a hablar, pero adivinó que se
tramaba algo todavía peor, y que el grueso del ejército de los trasgos y los lobos
podía irrumpir pronto en las tierras ensombrecidas por las montañas, en busca de
los enanos, o tomar venganza sobre los hombres y criaturas que allí vivían y que
quizá estaban encubriéndolos.
—Era una buena historia la vuestra —dijo Beorn—, pero ahora que sé que es
cierta, me gusta todavía más, Tenéis que perdonarme por no haberos creído. Si
vivieseis cerca de los lindes del Bosque Negro, no creeríais a nadie que no
conocieseis tan bien como vuestro propio hermano, o mejor. Como veis sólo
puedo deciros que me he dado prisa en regresar para ver si estabais a salvo y
ofreceros mi ayuda. Tendré en mejor opinión a los enanos después de este
asunto. ¡Dieron muerte al Gran Trasgo, dieron muerte al Gran Trasgo! —se rió
ferozmente entre dientes.
—¿Qué habéis hecho con el trasgo y con el wargo? —preguntó Bilbo de repente.
—¡Venid y lo veréis! —dijo Beorn y dieron la vuelta a la casa. Una cabeza de
trasgo asomaba empalada detrás de la cancela, y un poco más allá se veía una
piel de wargo clavada en un árbol. Beorn era un enemigo feroz. Pero ahora era
amigo de ellos, y Gandalf creyó conveniente contarle la historia completa y la
razón del viajé, para obtener así toda la ayuda posible.
Esto fue lo que Beorn les prometió. Les conseguiría poneys, para cada uno, y a
Gandalf un caballo, para el viaje hasta el bosque, y les daría comida suficiente
para varias semanas si la administraban con cuidado; y luego puso todo en
paquetes fáciles de llevar: nueces, harina, tarros de frutos secos herméticamente
cerrados y potes de barro rojo llenos de miel, y bizcochos horneados dos veces
para que se conservasen bien mucho tiempo; un poco de estos bizcochos bastaba
para una larga jornada. La receta era uno de sus secretos, pero tenían miel, como
casi todas las comidas de Beorn, y un sabor agradable, aunque dejaban la boca
bastante seca. Dijo que necesitarían llevar agua por aquel lado del bosque, pues
había arroyos y manantiales a todo lo largo del camino. —Pero el camino que
cruza el Bosque Negro es oscuro, peligroso y arduo —dijo—. No es fácil encontrar
agua allá, ni comida. No es todavía tiempo de nueces (aunque en realidad quizá
ya haya pasado cuando lleguéis al otro extremo), y las nueces son lo único que se
puede comer en esos sitios; las cosas silvestres son allí oscuras, extrañas y
salvajes. Os daré odres para el agua, y algunos arcos y flechas. Pero no creo que
haya nada en el Bosque Negro que sea bueno para comer o beber. Sé que hay un
arroyo, negro y caudaloso, que cruza el sendero. No bebáis ni os bañéis en él,
pues he oído decir que produce encantamientos, somnolencia y pérdida de la
memoria. Y entre las tenebrosas sombras del lugar no me parece que podáis
cazar algo que sea comestible o no comestible, sin extraviaros. Esto tenéis que
evitarlo en cualquier circunstancia.
"No tengo otro consejo para vosotros. Más allá del linde del bosque, no puedo
ayudaros mucho; tendréis que depender de la suerte, de vuestro valor y de la
comida que os doy. He de pediros que en la cancela de! bosque me mandéis de
vuelta al caballo y los poneys. Pero os deseo que podáis marchar de prisa, y mi
casa estará abierta siempre para vosotros sí alguna vez volvéis por este camino.
Le dieron las gracias, por supuesto, con muchas reverencias y movimientos de los
capuchones, y con muchos;—A vuestro servicio, ¡oh amo de los amplios salones
de madera! —Pero las graves palabras de Beorn los habían desanimado, y todos
sintieron que la aventura era mucho más peligrosa de lo que habían pensado
antes, ya que de cualquier modo, aunque pasasen todos los peligros del camino,
el dragón estaría esperando al final.
Toda la mañana estuvieron ocupados con los preparativos. Poco antes del
mediodía comieron con Beorn por última vez, y después del almuerzo montaron
en los caballos que él les prestó, y despidiéndose una y mil veces, cabalgaron a
buen trote dejando atrás la cancela,
Tan pronto como se alejaron de los setos altos al este de las tierras cercadas, se
encaminaron al norte y luego al noroeste. Siguiendo el consejo de Beorn no
marcharon hacia el camino principal del bosque, al sur de aquellas tierras. Si
hubiesen ido por el desfiladero, una senda los habría llevado hasta un arroyo que
bajaba de las montañas y se unía al Río Grande, algunas millas al sur de la
Carroca. En ese lugar había un vado profundo que podrían haber cruzado, si
hubiesen tenido los poneys, y más allá otra senda llevaba a los bordes del bosque
y a la entrada del antiguo camino de la floresta. Pero Beorn les había advertido
que aquel camino era ahora frecuentado por los trasgos, mientras que el
verdadero camino del bosque, según había oído decir, estaba cubierto de maleza
y abandonado por el extremo oriental, y llevaba además a pantanos
impenetrables, donde los senderos se habían perdido hacia tiempo. El paso por el
este siempre había quedado demasiado al sur de la Montaña Solitaria, y desde
allí, cuando alcanzaran el otro lado, les hubiera esperado aún una marcha larga y
dificultosa hacia el norte. Al norte de la Carroca, los lindes del Bosque Negro
estaban más cerca de las orillas del Río Grande, y aunque las montañas se
alzaban no muy lejos, Beorn les aconsejó tomar este camino, pues a unos pocos
días de cabalgata al norte de la Carroca había un sendero poco conocido que
atravesaba el Bosque Negro y llevaba casi directamente a la Montaña Solitaria.
—Los trasgos —había dicho Beorn—, no se atreverán a cruzar el Río Grande en
unas cien millas al norte de la Carroca, ni tampoco a acercarse a mi casa; ¡está
bien protegida por las noches! Pero yo cabalgaría de prisa, porque si ellos
emprenden esa aventura, pronto cruzarán el río por el sur y recorrerán todo el
linde del bosque con el fin de cortaros el paso, y los wargos corren más que los
poneys. En verdad estaríais a salvo yendo hacia el norte, aunque parezca que así
volvéis a las fortalezas; pues eso sería lo que ellos menos esperarían, y tendrían
que cabalgar mucho más para alcanzaros. ¡Partid ahora tan rápido como podáis!
Eso era por lo que cabalgaban en silencio, galopando por donde el terreno estaba
cubierto de hierba y era llano, con las tenebrosas montañas a la izquierda, y a lo
lejos la línea del río con árboles cada vez más próximos. El sol acababa de girar
hacia el oeste cuando partieron, y hasta el atardecer cayó en rayos dorados sobre
la tierra de alrededor. Era difícil pensar que unos trasgos los perseguían, y cuando
hubo muchas millas entre ellos y la casa de Beorn, se pusieron a charlar y a
cantar otra vez, y así olvidaron el oscuro sendero del bosque que tenían delante.
Pero al atardecer, cuando cayeron las sombras y los picos de las montañas
resplandecieron a la luz del sol poniente, acamparon y montaron guardia, y la
mayoría durmió inquieta, con sueños en los que se oían aullidos de lobos que
cazaban y alaridos de trasgos.
Con todo, la mañana siguiente amaneció otra vez clara y hermosa. Había una
neblina blanca y otoñal sobre el suelo, y el aire era helado, pero pronto el sol rojizo
se levantó por el este y las neblinas desapareció ron, y cuando las sombras eran
todavía largas, reemprendieron la marcha. Así que cabalgaron durante dos días
más, y en todo este tiempo no vieron nada excepto hierba, flores, pájaros, y
árboles diseminados, y de vez en cuando pequeñas manadas de venados rojos
que pacían o estaban echados a la sombra. Alguna vez Bilbo vio cuernos de
ciervos que asomaban por entre la larga hierba, y al principio creyó que eran
ramas de árboles muertas. En la tercera tarde estaban decididos a marchar
durante horas, pues Beorn les había dicho que tenían que alcanzar la entrada del
bosque temprano al cuarto día, y cabalgaron bastante tiempo después del
anochecer, bajo la luna. Cuando la luz iba desvaneciéndose, Bilbo pensó que a lo
lejos, a la derecha o a la izquierda, veía la ensombrecida figura de un gran oso
que marchaba en la misma dirección. Pero si se atrevía a mencionárselo a
Gandalf, el mago sólo decía: —¡Silencio! Haz como si no lo vieses.
Al día siguiente partieron antes del amanecer, aunque la noche había sido corta.
Tan pronto como se hizo de día pudieron ver el bosque, y parecía que viniese a
reunirse con ellos, o que los esperara como un muro negro y amenazador. El
terreno empezó a ascender, y el hobbit se dijo que un silencio distinto pesaba
ahora sobre ellos. Los pájaros apenas cantaban. No había venados, ni siquiera los
conejos se dejaban ver. Por la tarde habían alcanzado los límites del Bosque
Negro, y descansaron casi bajo las ramas enormes que colgaban de los primeros
árboles. Los troncos eran nudosos, las ramas retorcidas, las hojas oscuras y
largas. La hiedra crecía sobre ellos y se arrastraba por el suelo.
—¡Bien, aquí tenemos el Bosque Negro! —dijo Gandalf—. El bosque más grande
del mundo septentrional.
Espero que os agrade. Ahora tenéis que enviar de vuelta estos poneys excelentes
que os han prestado.
Los enanos quisieron quejarse, pero el mago les dijo que eran unos tontos. —
Beorn no está tan lejos como vosotros pensáis, y de cualquier modo será mucho
mejor que mantengáis vuestras promesas, pues él es un mal enemigo. Los ojos
del señor Bolsón son más penetrantes que los vuestros, si no habéis visto de
noche en la oscuridad un gran oso que caminaba a la par con nosotros, o se
sentaba lejos a la luz de la luna, observando nuestro campamento. No sólo para
guiaros y protegeros, sino también para vigilar los poneys. Beorn puede ser amigo
vuestro, pero ama a sus animales como si fueran sus propios hijos. No tenéis idea
de la amabilidad que ha demostrado permitiendo que unos enanos los monten,
sobre todo en un trayecto tan largo y fatigoso, ni de lo que sucedería si intentaseis
meterlos en el bosque.
—¿Y qué hay del caballo? —dijo Thorin—. No dices nada sobre devolverlo.
—No digo nada porque no voy a devolverlo.
—¿Y qué pasa con tú promesa?
—Déjala de mi cuenta. No devolveré el caballo, cabalgaré en él. —Entonces
supieron que Gandalf iba a dejarlos en los mismísimos lindes del Bosque Negro, y
se sintieron desesperados, Pero nada de lo que dijesen lo haría cambiar de idea.
—Todo esto lo hemos tratado ya antes, cuando hicimos un alto en la Carroca —
dijo—. No vale la pena discutir. Como ya he dicho, tengo un asunto que resolver,
lejos al sur; y no puedo perder tiempo con todos vosotros. Quizá volvamos a
encontrarnos antes de que esto se acabe, y puede que no. Eso sólo depende de
vuestra suerte, coraje, y buen juicio; envío al señor Bolsón con vosotros, ya os he
dicho que vale mas de lo que creéis y pronto tendréis la prueba. De modo que
alegra esa cara, Bilbo, y no te muestres tan taciturno. ¡Alegraos Thorin y
compañía! Al fin y al cabo, es vuestra expedición. ¡Pensad en el tesoro que os
espera al final, y olvidaos del bosque y del dragón, por lo menos hasta mañana
por la mañana!
Cuando el mañana por la mañana llegó, Gandalf seguía diciendo lo mismo. Así
que ahora nada quedaba por hacer excepto llenar los odres en un arroyo claro que
encontraron a la entrada del bosque, y descargar los poneys. Distribuyeron los
bultos con la mayor equidad posible, aunque Bilbo pensó que su lote era
demasiado pesado, y no le hacía ninguna gracia la idea de recorrer a pie millas y
millas con todo aquello a sus espaldas.
—¡No te preocupes! —le dijo Thorin—. Todo se aligerará muy pronto. Antes de
que nos demos cuenta, estaremos deseando que nuestros fardos sean más
pesados, cuando la comida empiece a escasear.
Entonces por fin dijeron adiós a los poneys y les pusieron las cabezas apuntando
a la casa de Beorn. Los animales se marcharon trotando, y parecían muy
contentos de volver las colas hacia las sombras del Bosque Negro. Mientras se
alejaban, Bilbo hubiera jurado haber visto algo parecido a un oso que salía de
entre las sombras de los árboles e iba tras ellos arrastrando los pies.
Gandalf se despidió también. Bilbo se sentó en el suelo sintiéndose muy
desgraciado y deseando quedarse con el mago, montado a la grupa de la alta
cabalgadura. Acababa de adentrarse en el bosque justo después del desayuno
(por cierto bastante frugal), y todo estaba allí tan oscuro en plena mañana como
durante la noche, y muy en secreto se dijo a sí mismo: "Parece como si algo
esperara y vigilara".
—Adiós —dijo Gandalf a Thorin— ¡Y adiós a todos vosotros, adiós! Ahora seguid
todo recto a través del bosque. ¡No abandonéis el sendero! Si lo hacéis, hay una
posibilidad entre mil de que volváis a encontrarlo, y nunca saldréis del Bosque
Negro, y entonces es seguro que ni yo ni nadie volverá a veros jamás.
—¿Pero es realmente necesario que lo atravesemos?
—gimoteó el hobbit.
—¡Sí, así es! —dijo el mago— Si queréis llegar al otro lado. Tenéis que cruzarlo o
abandonar toda búsqueda. Y no permitiré que retrocedas ahora, señor Bolsón. Me
avergüenza que se te haya ocurrido. Eres tú quien desde ahora tendrá que cuidar
a estos enanos en mi lugar. —Gandalf rió.
—¡No! ¡No! —dijo Bilbo— Yo no quería decir eso. Pregunto si no hay algún otro
camino bordeándolo.
—Hay, si lo que deseas es desviarte doscientas millas o más al norte, y
cuatrocientas al sur. Pero ni siquiera entonces encontrarías un sendero seguro. No
hay senderos seguros en esta parte del mundo. Recuerda que estás ahora en las
fronteras de las tierras salvajes, expuesto a todo, donde quiera que vayas. Antes
de que pudieras bordear el Bosque Negro por el norte, te encontrarías justo entre
las laderas de las Montanas Grises, plagadas de trasgos, bobotrasgos y orcos de
la peor especie. Antes que pudieras bordearlo por el sur, té encontrarías en el país
del Nigromante; y ni siquiera tú, Bilbo, necesitas que te cuente historias del
hechicero negro. ¡No os aconsejo que os acerquéis a los lugares dominados por
esa torre sombría! Manteneos en el sendero del bosque, conservad vuestro
ánimo, esperad siempre lo mejor y con una tremenda porción de suerte puede que
un día salgáis y encontréis los Pantanos Largos justo debajo; y más allá,
elevándose en el este, la Montaña Solitaria donde habita el querido viejo Smaug,
aunque confío que no os esté esperando.
—Muy consolador de tu parte, puedes estar seguro —gruñó Thorin—. ¡Adiós! ¡Si
no vienes con nosotros es mejor que te largues sin una palabra más!
—¡Adiós entonces, esta vez de verdad adiós! —dijo Gandalf, y dando media
vuelta, cabalgó hacia el oeste.
Pero no pudo resistir la tentación de ser el último en decir algo, y cuando aún
podían oírlo, se volvió y llamó poniendo las manos a los lados de la boca. Oyeron
la voz débilmente: —¡Adiós! Sed buenos, cuidaros, ¡y no abandonéis el sendero!
Luego se alejó al galope y pronto se perdió en la distancia. —¡Oh, adiós y vete de
una vez! —farfullaron los enanos, todos de lo más enfadados, realmente
abrumados de consternación. Ahora empezaba la parte más peligrosa del viaje.
Cada uno cargaba con un fardo pesado y el odre de agua que le correspondía, y
dejando detrás la luz que se extendía sobre los campos, penetraron en la floresta.
MOSCAS Y ARAÑAS
Caminaban en fila. La entrada del sendero era una suerte de arco que llevaba a
un túnel lóbrego formado por dos árboles inclinados, demasiado viejos y ahogados
por la hiedra y los líquenes colgantes para tener más que unas pocas hojas
ennegrecidas. El sendero mismo era estrecho y serpenteaba por entre los troncos.
Pronto la luz de la entrada fue un pequeño agujero brillante allá atrás, y en el
silencio profundo los pies parecían golpear pesadamente mientras todos los
árboles se doblaban sobre ellos y escuchaban.
Cuando se acostumbraron a la oscuridad, pudieron ver un poco a los lados, a una
trémula luz de color verde oscuro. En ocasiones, un rayo de sol que alcanzaba a
deslizarse por una abertura entre las hojas de allá arriba, y escapar a los
enmarañados arbustos y ramas entretejidas de abajo, caía tenue y brillante ante
ellos. Pero esto ocurría raras veces, y cesó pronto.
Había ardillas negras en el bosque. Los ojos penetrantes e inquisitivos de Bilbo
empezaron a vislumbrar las fugazmente mientras cruzaban rápidas el sendero y
se escabullían escondiéndose detrás de los árboles. Había también extraños
ruidos, gruñidos, susurros, correteos en la maleza y entre las hojas qué se
amontonaban en algunos sitios del bosque; pero no conseguían ver qué Causaba
estos ruidos. Entre las cosas visibles lo más horrible eran las telarañas: espesas
telarañas oscuras, con hilos extraordinariamente gruesos; tendidas casi siempre
de árbol a árbol, o enmarañadas en las ramas más bajas, a los lados. No había
ninguna que cruzara el sendero, y no pudieron adivinar si esto era por
encantamiento o por alguna otra razón.
No transcurrió mucho tiempo antes que empezaran a odiar el bosque tanto como
habían odiado los túneles de los trasgos, e incluso tenían menos esperanzas dé
llegar a la salida. Pero no había otro remedio que seguir y seguir, aun después de
sentir que no podrían dar un paso más si no veían el sol y el cielo, y de desear que
el viento les soplara en las caras. El aire no se movía bajo el techo del bosque,
eternamente quieto, sofocante y oscuro. Hasta los mismos enanos lo sentían así,
ellos que estaban acostumbrados a excavar túneles y a pasar largas temporadas
apartados de la luz del sol; pero el hobbit, a quien le gustaban los agujeros para
hacer casas, y no para pasar los días de verano, sentía que se asfixiaba poco a
poco.
Las noches eran lo peor: entonces se ponía oscuro como el carbón, no lo que
vosotros llamáis negro carbón, sino realmente oscuro, tan negro que de verdad no
se podía ver nada. Bilbo movía la mano delante de la nariz, intentando en vano
distinguir algo. Bueno, quizá no es totalmente cierto decir que no veían nada;
veían ojos. Dormían todos muy juntos, y se turnaban en la vigilia; cuando le tocaba
a Bilbo, veía destellos alrededor, y a veces, pares de ojos verdes, rojos o amarillos
se clavaban en él desde muy cerca, y luego se desvanecían y desaparecían
lentamente, y empezaban a brillar en otra parte. De vez en cuando destellaban en
las ramas bajas que estaban justamente sobre él, y eso era lo más terrorífico.
Pero los ojos que menos le agradaban eran unos que parecían pálidos y bulbosos.
"Ojos de insecto" pensaba, "no ojos de animales, pero demasiado grandes."
Aunque no hacía aún mucho frío, trataron de encender unos fuegos pero
desistieron pronto. Parecían atraer cientos y cientos de ojos alrededor; pero esas
criaturas, fuesen las que fuesen, tenían cuidado de no mostrar sus cuerpos a la
luz trémula de las brasas. Peor aún, atraían a miles y miles de falenas grises
oscuras y negras, algunas casi tan grandes como vuestras manos, que
revoloteaban y les zumbaban en los oídos. No fueron capaces de soportarlo, ni a
los grandes murciélagos, negros como sombreros de copa; así que pronto dejaron
de encender fuegos y dormitaban envueltos en una enorme y extraña oscuridad.
Todo esto duró lo que al hobbit parecieron siglos y siglos; siempre tenía hambre,
pues cuidaban sobremanera las provisiones. Aun así, a medida que los días
seguían a los días y el bosque parecía siempre el mismo, empezaron a sentirse
ansiosos. La comida no duraría siempre: de hecho, empezaba a escasear.
Intentaron cazar alguna ardilla, y desperdiciaron muchas flechas antes de derribar
una en el sendero. Cuando la asaron, tenía un gusto horrible, y no cazaron más.
Estaban sedientos también; ninguno llevaba mucha agua, y en todo el trayecto no
habían visto manantiales ni arroyos. Así estaban cuando un día descubrieron que
una corriente de agua interrumpía el sendero. Rápida y alborotada, pero no
demasiado ancha, fluía cruzando el camino; y era negra, o así parecía en la
oscuridad. Fue bueno que Beorn les hubiese prevenido contra ella, o hubieran
bebido y llenado alguno de los odres vacíos en la orilla, sin preocuparse por el
color. Así que sólo pensaron en cómo atravesarla sin mojarse. Allí había habido un
puente de madera, pero se había podrido con el tiempo y había caído al agua
dejando sólo los postes quebrados cerca de la orilla.
Bilbo, arrodillándose en la ribera, miró adelante con atención y gritó: —¡Hay un
bote en la otra orilla' ¿Por qué no pudo haber estado aquí?
—¿A qué distancia crees que está? —preguntó Thorin, pues por entonces ya
sabían que entre todos ellos Bilbo tenía la vista más penetrante.
—No muy lejos. No me parece que mucho más de doce yardas.
—¡Doce yardas! Yo hubiera pensado que eran treinta por lo menos, pero mis ojos
ya no ven tan bien como hace cien años. Aun así, doce yardas es tanto como una
milla. No podemos saltar por encima del río y no nos atrevemos a vadearlo o
nadar.
—¿Alguno de vosotros puede lanzar una cuerda?
—¿Y de qué serviría? Seguro que el bote está atado, aun contando con que
pudiéramos engancharlo, cosa que dudo.
—No creo que esté atado —dijo Bilbo—. Aunque, naturalmente, con esta luz no
puedo estar seguro; pero me parece como si sólo estuviese varado en la orilla,
que es bastante baja ahí donde el sendero se mete en el río.
—Dori es el más fuerte, pero Fíli es el más joven y tiene mejor vista —dijo
Thorin—. Ven acá, Fíli, y mira si puedes ver el bote de que habla el señor Bolsón.
Fíli creyó verlo; así que luego de mirar un largo rato para tener una idea de la
dirección, los otros le trajeron una cuerda. Llevaban muchas con ellos, y en el
extremo de la más larga ataron uno de los ganchos de hierro que usaban para
sujetar las mochilas a las correas de los hombros. Fíli lo tomó, lo balanceó un
momento, y lo arrojó por encima de la corriente.
Cayó salpicando en el agua. —¡No lo bastante lejos!
—dijo Bilbo, que observaba la otra orilla—. Un par de pies más y hubieras
alcanzado el bote. Inténtalo otra vez. No creo que el encantamiento sea tan
poderoso para hacerte daño si tocas un trozo de cuerda mojada.
Recogieron el gancho y Fíli lo alzó en el aire, aunque dudando aún. Esta vez tiró
con más fuerza.
—¡Calma! —dijo Bilbo—. Lo has metido entre los árboles del otro lado. Retíralo
lentamente. —Fíli retiró la cuerda poco a poco, y un momento después Bilbo dijo:
—¡Cuidado!, ahora estás sobre el bote; esperemos que el hierro se enganche.
Y se enganchó. La cuerda se puso tensa y Fíli tiró en vano. Kili fue en su ayuda, y
después Óin y Glóin. Tiraron, y de pronto cayeron todos de espaldas. Bilbo que
estaba atento alcanzó a tomar la cuerda y con un trozo de palo retuvo al pequeño
bote negro que se acercaba arrastrado por la corriente. —¡Socorro! —gritó, y Balin
aferró el bote antes de que se deslizase aguas abajo.
—Estaba atado, después de todo —dijo, mirando la amarra rota que aún colgaba
del bote—. Fue un buen tirón, muchachos; y suerte que nuestra cuerda era la más
resistente.
—¿Quién cruzará primero? —preguntó Bilbo.
—Yo —dijo Thorin—, y tú vendrás conmigo, y Fíli y Balin. No cabemos más en el
bote. Luego, Kili, Óin, Glóin y Dori. Seguirán Ori y Nori, Bifur y Bofur, y por último
Dwalin y Bombur.
—Soy siempre el último, y no me gusta —dijo Bombur—. Hoy le toca a otro.
—No tendrías que estar tan gordo. Tal como eres, tienes que cruzar el último y
con la carga más ligera. No empieces a quejarte de las órdenes, o lo pasarás mal.
—No hay remos. ¿Cómo impulsaremos el bote hasta la otra orilla? —preguntó
Bilbo.
—Dadme otro trozo de cuerda y otro gancho —dijo Fíli, y cuando se los trajeron,
arrojó el gancho hacia la oscuridad, tan alto como pudo. Como no cayó,
supusieron que se había enganchado en las ramas—. Ahora subid —dijo Fíli—.
Que uno de vosotros tire de la cuerda sujeta al árbol. Otro tendrá que sujetar el
gancho que utilizamos al principio, y cuando estemos seguros en la Otra orilla,
puede engancharlo y traer el bote de vuelta.
De este modo pronto estuvieron todos a salvo en la orilla opuesta, al borde del
arroyo encantado. Dwalin acababa de salir aprisa, con la cuerda enrollada en el
brazo, y Bombur (refunfuñando aún) se aprestaba a seguirlo cuando algo malo
ocurrió. Sendero adelante hubo un ruido como de pezuñas raudas. De repente, de
la lobreguez, salió un ciervo volador. Cargó sobre los enanos y los derribó, y en
seguida se encogió para
saltar. Pasó por encima del agua con un poderoso brinco, pero no llegó indemne a
la orilla. Thorin había sido el único que aún se mantenía en pie y alerta. Tan pronto
como llegaron a tierra había preparado el arco y había puesto una flecha, por si de
pronto aparecía el guardián del bote. Disparó rápido contra la bestia, que se
derrumbó al llegar a la otra orilla. Las sombras la devoraron, pero oyeron un
sonido entrecortado de pezuñas que al fin se extinguió.
Antes que pudieran alabar este tiro certero, un horrible gemido de Bilbo hizo que
todos olvidaran la carne de venado. —¡Bombur ha caído! ¡Bombur se ahoga! —
gritó. No era más que la verdad. Bombur sólo tenía un pie en tierra cuando el
ciervo se adelantó y saltó sobre él. Había tropezado, impulsando el bote hacia
atrás y perdiendo el equilibrio, y las manos le resbalaron por las raíces limosas de
la orilla, mientras el bote desaparecía girando lentamente.
Aún alcanzaron a ver el capuchón de Bombur sobre el agua, cuando llegaron
corriendo a la orilla. Le echaron rápidamente una cuerda con un gancho. La mano
de Bombur aferró la cuerda y los Otros tiraron. Por supuesto, el enano estaba
empapado de pies a cabeza, pero eso no era lo peor. Cuando lo depositaron en
tierra seca ya estaba profundamente dormido, la mano tan apretada a la cuerda
que no la pudieron soltar; y profundamente dormido quedó, a pesar de todo lo que
le hicieron.
Aún estaban de pie y mirándolo, maldiciendo el desgraciado incidente y la torpeza
de Bombur, lamentando la pérdida del bote, que les impedía volver y buscar el
ciervo, cuando advirtieron un débil sonido: como de trompas y de perros que
ladrasen lejos en el bosque.
Todos se quedaron en silencio, y cuando se sentaron les pareció que oían el
estrépito de una gran cacería al norte del sendero, aunque no vieron nada.
Estuvieron sentados durante largo rato, no atreviéndose a moverse. Bombur
seguía durmiendo con una sonrisa en la cara redonda, como si todos aquellos
problemas ya no le preocuparan. De repente, sendero adelante, aparecieron unos
ciervos blancos, un cervato y unas ciervas, tan níveos como oscuro había sido el
ciervo anterior. Refulgían en las sombras. Antes de que Thorin pudiera decir nada,
tres de los enanos se habían puesto en pie de un brinco y habían disparado las
flechas. Ninguna pareció dar en el blanco. Los ciervos sé volvieron y
desaparecieron entre los árboles tan en silencio como habían venido y los enanos
dispararon en vano otras flechas.
—¡Deteneos! ¡Deteneos! —gritó Thorin, pero demasiado tarde; los excitados
enanos habían desperdiciado las últimas flechas, y ahora los arcos que Beorn les
había dado eran inútiles.
Esa noche fueron una triste partida, y esta tristeza pesó aún más sobre ellos en
los días siguientes. Habían cruzado el arroyo encantado, pero más allá el sendero
parecía serpear igual que antes, y en el bosque río advirtieron cambio alguno. Si
sólo hubiesen sabido un poco más de él, y hubiesen considerado el significado de
la cacería y del ciervo blanco que se les había aparecido en el camino, hubieran
podido reconocer que iban al fin hacia el linde este, y que si hubiesen conservado
el valor y las esperanzas, pronto habrían llegado a sitios donde la luz del sol
brillaba de nuevo y los árboles eran más ralos.
Pero no lo sabían, y estaban cargados con el pesado cuerpo de Bombur, al que
transportaban como mejor podían, turnándose de cuatro en cuatro en la fatigosa
tarea, mientras los demás se repartían los bultos. Si estos no se hubieran
aligerado en las últimas jornadas, nunca lo hubieran conseguido, pero el sonriente
y sonador Bombur era un pobre sustituto de las mochilas cargadas de comida,
pesasen lo que pesasen. Pocos días más y no les quedó prácticamente nada que
comer o beber. Nada apetitoso parecía crecer en el bosque; sólo hongos y hierbas
de hojas pálidas y olor desagradable.
Cuatro días después del arroyo encantado, llegaron a un sitio del bosque poblado
de hayas. En un primer momento les alegró el cambio, pues aquí no crecían
malezas y las sombras no eran tan profundas. Había una luz verdosa a ambos
lados del sendero, pero el resplandor sólo revelaba unas hileras interminables de
troncos rectos y grises, como pilares de un vasto salón crepuscular. Había un
soplo de aire y se oía un viento, pero el sonido era triste. Unas hojas secas
cayeron recordándoles que fuera llegaba el otoño. Arrastraban los pies por entre
las hojas muertas de otros otoños incontables, que en montones llegaban al
sendero desde la alfombra granate del bosque.
Bombur dormía aún, y ellos estaban muy cansados. A veces oían una risa
inquietante, y a veces también un Canto a lo lejos. La risa era risa de voces
armoniosas, no de trasgos, y el canto era hermoso, pero sonaba misterioso y
extraño, y en vez de sentirse reconfortados, se dieron prisa por dejar aquellos
parajes con las fuerzas que les restaban.
Dos días más tarde descubrieron que el sendero descendía, y antes de mucho
tiempo salieron a un valle en el que crecían unos grandes robles.
—¿Es que nunca ha de terminar este bosque maldito? —dijo Thorin— Alguien
tiene que trepar a un árbol y ver si puede sacar la cabeza por el tejado y echar un
vistazo alrededor. Hay que escoger el árbol más alto que se incline sobre el
sendero.
Por supuesto, "alguien" quería decir Bilbo. Lo eligieron porque para que el intento
sirviera de algo, quien trepase necesitaría sacar la cabeza por entre las hojas más
altas, y por tanto tenía que ser liviano para que las ramas delgadas pudieran
sostenerlo. El pobre señor Bolsón nunca había tenido mucha práctica en trepar a
las árboles, pero los otros lo alzaron hasta las ramas más bajas de un roble
enorme que crecía justo al lado del sendero y allá tuvo que subir, lo mejor que
pudo; se abrió camino por entre las pequeñas ramas enmarañadas, con más de
un golpe en los ojos. Se manchó de verde y se ensució con la corteza vieja de las
ramas más grandes; más de una vez resbaló y consiguió
sostenerse en el último momento; por fin, tras un terrible esfuerzo en un sitio difícil,
donde no parecía haber ninguna rama adecuada, llegó cerca de la cima. Todo el
tiempo se estuvo preguntando si habría arañas en el árbol, y cómo iba a bajar
(excepto cayendo).
Al fin sacó la cabeza por encima del techo de hojas, y en efecto, encontró arañas.
Pero eran pequeñas, de tamaño corriente, y sólo les interesaban las mariposas.
Los ojos de Bilbo casi se enceguecieron con la luz. Oía a los enanos que le
gritaban desde abajo, pero no podía responderles, sólo aferrarse a las ramas y
parpadear. El sol brillaba resplandeciente y pasó largo rato antes que pudiera
soportarlo. Cuando lo consiguió, vio a su alrededor un mar verde oscuro, rizado
aquí y allá por la brisa; y por todas partes, cientos de mariposas. Supongo que
eran una especie de "emperador púrpura", una mariposa aficionada a las alturas
de las robledas, pero no eran nada purpúreas, sino muy oscuras, de un negro
aterciopelado, sin que se les pudiese ver ninguna marca.
Observó a la "emperador negra" durante largo rato, y disfrutó sintiendo la brisa en
el cabello y la cara, pero los gritos de los enanos, que ahora estaban impacientes
y pateaban el suelo allá abajo, le recordaron al fin a qué había venido. De nada le
sirvió. Miró con atención alrededor, tanto como pudo, y no vio que los árboles o las
hojas terminasen en alguna parte. El corazón, que se le había aligerado viendo el
sol y sintiendo el soplo del viento, le pesaba en el pecho; no había comida que
llevar allá abajo.
Realmente, como os he dicho, no estaban muy lejos del linde del bosque; y si
Bilbo hubiera sido más perspicaz habría entendido que el árbol al que había
trepado, aunque alto, estaba casi en lo más hondo de un valle extenso; mirando
desde la copa, los otros árboles parecían crecer todo alrededor, como los bordes
de un gran tazón, y Bilbo no podía ver hasta dónde se extendía el bosque. Sin
embargo, no se dio cuenta de esto, y descendió al fin desesperado, cubierto de
arañazos, sofocado, y miserable, y no vio nada en la oscuridad de abajo, cuando
llegó allí. Las malas nuevas pronto pusieron a los otros tan tristes como él.
—¡El bosque sigue, sigue y sigue en todas direcciones! ¿Qué haremos? ¿Y qué
sentido tiene enviar a un hobbit? —gritaban como si Bilbo fuese el culpable. Les
importaban un rábano las mariposas, y cuando les habló de la hermosa brisa se
enfadaron más aún, pues eran demasiado pesados para trepar y sentirla.
Aquella noche tomaron las últimas sobras y migajas de comida, y cuando a la
mañana siguiente despertaron, advirtieron ante todo que estaban rabiosamente
hambrientos, y luego que llovía, y que las gotas caían pesadamente aquí y allá
sobre el suelo del bosque. Eso sólo les recordó que también estaban muertos de
sed, y que la lluvia no los aliviaba: no se puede apagar una sed terrible sólo
quedándote al pie de unos robles gigantescos, esperando a que una gota
ocasional te caiga en la lengua. La única pizca de consuelo llegó,
inesperadamente, de Bombur.
Bombur despertó de súbito y se sentó rascándose la cabeza. No había modo de
que pudiera entender dónde estaba ni por qué tenía tanta hambre. Había olvidado
todo lo que ocurriera desde el principio del viaje, aquella mañana de mayo, hacía
tanto tiempo. Lo último que recordaba era la tertulia en la casa del hobbit, y fue
difícil convencerlo de la verdad de las muchas aventuras que habían tenido desde
entonces.
Cuando oyó que no había nada que comer, se sentó y se echó a llorar; se sentía
muy débil y le temblaban las piernas.
—¿Por qué habré despertado? —sollozaba—. Tenía unos sueños tan
maravillosos. Soné que caminaba por un bosque bastante parecido a éste,
alumbrado sólo por antorchas en los árboles, lámparas que se balanceaban en las
ramas, y hogueras en el suelo; y se celebraba una. gran fiesta, que no terminaría
nunca. Un rey del bosque estaba allí coronado de hojas; y se oían alegres
canciones, y no podría contar o describir todo lo que había para comer y beber.
—Y no tienes por qué intentarlo —dijo Thorin—. En verdad, si no puedes hablar de
otra cosa, mejor te callas. Ya estamos bastante molestos contigo por lo que pasó.
Si no hubieras despertado, te habríamos dejado en el bosque con tus sueños
idiotas; no es ninguna broma andar cargando contigo ni aun después de semanas
de escasez.
No podían hacer otra cosa que apretarse los cinturones sobre los estómagos
vacíos, cargar con los sacos y mochilas también vacíos, y marchar sin descanso
camino adelante, sin muchas esperanzas de llegar al final antes de caer y morir de
inanición. Esto fue lo que hicieron todo ese día, avanzando cansada y lentamen te,
mientras Bombur seguía quejándose de que las piernas no podían sostenerlo y
que quería echarse y dormir.
—No, no lo harás —decían—. Que tus piernas cumplan la parte que les toca;
nosotros ya te hemos cargado bastante tiempo.
A pesar de todo, Bombur se negó de pronto a dar un paso más y se dejó caer en
el suelo. —Seguid si es vuestro deber —dijo—, yo me echaré aquí a dormir y a
soñar con comida, ya que no puedo tenerla de otro modo. Espero no despertar
nunca más.
En ese momento, Balin, que iba un poco más adelante, gritó: —¿Qué es eso? Creí
ver un destello de luz entre los árboles.
Todos miraron, y parecía que allá a lo lejos se veía un parpadeo rojizo en la
oscuridad, y después otro y otro a un lado. Hasta Bombur mismo se puso de pie, y
luego todos caminaron de prisa, sin detenerse a pensar si las luces serían de
ogros o de trasgos. La luz brillaba delante de ellos y a la izquierda, y al fin fue
evidente que unas antorchas y hogueras ardían bajo los árboles, pero a buena
distancia del sendero.
—Parece como si mis sueños se hiciesen realidad —dijo Bombur desde atrás con
voz entrecortada, y quiso correr directamente bosque adentro hacia las luces.
Pero los Otros recordaban demasiado bien las advertencias de Beorn y el mago.
—Un banquete no servirá de nada si no salimos vivos —dijo Thorin.
—Pero de cualquier modo, sin un banquete no seguiremos vivos mucho tiempo —
dijo Bombur, y Bilbo asintió de todo corazón. Lo discutieron largo rato del derecho
y del revés, hasta que por fin convinieron en mandar un par de espías, para que
se acercaran arrastrándose a las luces y averiguaran más sobre ellas. Pero luego,
cuando se preguntaron a quién enviarían, no pudieron ponerse de acuerdo: nadie
parecía tener ganas de extraviarse y no encontrar más a sus amigos. Por último, y
a pesar de las advertencias, el hambre los decidió, ya que Bombur continuó
describiendo todas las buenas cosas que se estaban comiendo en el banquete del
bosque, de acuerdo con lo que él había soñado, de (nodo que dejaron la senda y
juntos se precipitaron bosque adentro.
Luego de mucho arrastrarse y gatear miraron escondidos detrás de unos troncos y
vieron un claro con algunos árboles caídos y un terreno llano. Había mucha gente
allí, de aspecto élfico, vestidos todos de castaño y verde y sentados en círculo
sobre cepos de árboles talados. Una hoguera ardía en el centro y había antorchas
encendidas sujetas a los árboles de alrededor; pero la visión más espléndida era
la gente que comía, bebía y reía alborozada.
El olor de las carnes asadas era tan atractivo que sin consultarse entre ellos todos
se pusieron de pie y corrieron hacia el círculo con la única idea de pedir un poco
de comida. Tan pronto como el primero dio un paso dentro del claro, todas las
luces se apagaron como por arte de magia. Alguien pisoteó la hoguera que
desapareció en cohetes de chispas rutilantes. Estaban perdidos ahora en la
oscuridad más negra, y ni siquiera consiguieron agruparse, al menos durante un
buen rato. Por fin, luego de haber corrido frenética mente a ciegas, golpeando con
estrépito los árboles, tropezando en los troncos caídos, gritando y llamando hasta
haber despertado sin duda a todo el bosque en millas a la redonda, consiguieron
juntarse en montón y se contaron unos a otros. Por supuesto, en ese entonces
habían olvidado por completo en qué dirección quedaba el sendero, y estaban
irremisiblemente extraviados, por lo menos hasta la mañana.
No podían hacer otra cosa que instalarse para pasar la noche allí donde estaban;
ni siquiera se atrevieron a buscar en el suelo unos restos de comida por temor a
separarse otra vez. Pero no llevaban mucho tiempo echados, y Bilbo sólo estaba
adormecido, cuando Dori, a quien le había tocado el primer turno de guardia, dijo
con un fuerte susurro:
—Las luces aparecen de nuevo allá, y ahora sea más numerosas.
Todos se incorporaron de un salto. Allá, sin ninguna duda, parpadeaban no muy
lejos unas luces y se oían claramente voces y risas. Se arrastraron hacia ellas, en
fila, cada uno tocando la espalda del que iba delante. Cuando se acercaron,
Thorin dijo: —¡Que nadie se apresure ahora! ¡Que ninguno se deje ver hasta que
yo lo diga! Enviaré primero al señor Bolsón para que les hable. No tos asustará. —
"¿Y qué me pasará a mí?" pensó Bilbo—. Y de todos modos, no creo que le hagan
nada malo.
Cuando llegaron al borde del círculo de luz, empujaron de repente a Bilbo por
detrás. Antes que tuviera tiempo de ponerse el anillo, Bilbo avanzó tambaleándose
a la luz del fuego y las antorchas. De nada sirvió, Otra vez se apagaron las luces y
cayó la oscuridad.
Si había sido difícil reunirse antes, ahora fue mucho peor. Y no podían dar con el
hobbit. Todas las veces que contaron, eran siempre trece. Gritaron y llamaron:
—¡Bilbo Bolsón! ¡Hobbit!¡Tú,maldito hobbit! ¡Eh, hobbit malhadado!¿Dónde estás?
Iban a abandonar toda esperanza cuando Dori dio con él por casualidad. Cayó
sobre lo que creyó un tronco y se encontró con que era el hobbit acurrucado y
profundamente dormido. Después de mucho zarandearlo, consiguieron que
despertase, y Bilbo no pareció muy contento.
—Tenía un sueño tan maravilloso —gruñó—, todos participando de la más
espléndida cena.
—¡Cielos!, está como Bombur —dijeron—. No nos hables de cenas. Las cenas
soñadas de nada sirven y no podemos compartirlas.
—No hay nada mejor a mi alcance en este desagradable lugar —murmuró Bilbo,
mientras se echaba otra vez al lado de los enanos e intentaba volver a dormir y
tener de nuevo aquel sueño.
Pero no fue la última vez que vieron luces en el bosque. Más tarde, cuando ya la
noche tenía que haber envejecido, Kili, que estaba entonces de guardia, vino y los
despertó a todos.
—Ha aparecido un gran resplandor, no muy lejos —dijo—. Cientos de antorchas y
muchas hogueras han sido encendidas de repente y por arte de magia. ¡Escuchad
el canto y las arpas!
Luego de quedarse un rato echados y escuchando, descubrieron que no podían
resistir el deseo de acercarse y tratar, una vez más, de conseguir ayuda. Todos se
incorporaron, y esta vez el resultado fue desastroso. El banquete que vieron
entonces era más grande y magnífico que antes: a la cabecera de una larga hilera
de comensales estaba sentado un rey del bosque, con una corona de hojas sobre
los cabellos dorados, muy parecido a la figura que Bombur había visto en sueños.
La gente élfica se pasaba cuencos de mano en mano por encima de las hogueras;
algunos tocaban el arpa y muchos estaban cantando. Las cabelleras
resplandecían ceñidas con flores; gemas verdes y blancas destellaban en
cinturones y collares, y las caras y las canciones eran de regocijo. Altas, claras y
hermosas sonaban las canciones, y fuera salió Thorin, apareciendo entre ellos.
Un silencio mortal cayó a mitad de una frase. Todas las luces se extinguieron. Las
hogueras se transformaron en humaredas negras. Brasas y cenizas cayeron sobre
los ojos de los enanos, y en el bosque se oyeron otra vez clamores y gritos.
Bilbo se encontró corriendo en círculos (así lo creía) y llamando y llamando: —
Dori, Nori, Ori, Óin, Glóin, Fíli, Kili, Bombur, Bifur, Balin, Dwalin, Thorin Escudo de
Roble —mientras gentes que ni podía ver ni sentir hacían lo mismo alrededor,
lanzando algún ocasional —¡Bilbo! —Pero los gritos de los otros fueron
haciéndose más lejanos y débiles, y aunque al cabo de un rato le pareció que se
habían transformado en aullidos y distantes llamadas de socorro, todos los
sonidos murieron al fin, y Bilbo se quedó sólo en una oscuridad y un silencio
completos.
Aquel fue uno de los momentos más tristes de la vida de Bilbo. Pero pronto
decidió que era inútil intentar nada hasta que el día trajese alguna luz y que de
nada servía andar a ciegas cansándose, sin esperanzas de desayuno que lo
reviviese. Así que se sentó con la espalda contra un árbol, y no por última vez se
encontró pensando en el distante agujero—hobbit y las hermosas despensas.
Estaba sumido en pensamientos de pancetas, huevos, tostadas y mantequilla,
cuando sintió que algo lo tocaba. Algo como una cuerda pegajosa y fuerte se le
había pegado a la mano izquierda; trató de moverse y descubrió que tenía las
piernas ya sujetas por aquella misma especie de cuerda, y cuando trató de
levantarse, cayó al suelo.
Entonces la gran araña, que había estado ocupada en atarlo mientras dormitaba,
apareció por detrás y se precipitó sobre él. Bilbo sólo veía los ojos de la criatura,
pero podía sentir el contacto de las patas peludas mientras la araña trataba de
paralizarlo con vueltas y más vueltas de aquel hilo abominable. Fue una suerte
que volviese en sí a tiempo. Pronto no hubiera podido moverse. Pero antes de
liberarse, tuvo que sostener una lucha desesperada. Rechazó a la criatura con las
manos —estaba intentando envenenarlo para mantenerlo quieto, como las arañas
pequeñas hacen con las moscas— hasta que recordó la espada y la desenvainó.
La araña dio un salto atrás y Bilbo tuvo tiempo para cortar las ataduras de las
piernas. Ahora le tocaba a él atacar. Era evidente que la araña no estaba
acostumbrada a cosas que tuviesen a los lados tales aguijones, o hubiese
escapado mucho más aprisa. Bilbo se precipitó sobre ella antes que
desapareciese y blandiendo la espada la golpeó en los ojos. Entonces la araña
enloqueció y saltó y danzó y estiró las patas en horribles espasmos, hasta que
dando otro golpe Bilbo acabó con ella. Luego se dejó caer, y durante largo rato no
recordó nada más.
Cuando volvió en sí, vio alrededor la habitual luz gris y mortecina de los días del
bosque. La araña yacía muerta a un lado y la espada estaba manchada de negro.
Por alguna razón, matar a la araña gigante, él, totalmente solo, en la oscuridad,
sin la ayuda del mago o de los enanos o de cualquier otra criatura, fue muy
importante para el señor Bolsón. Se sentía una persona diferente, mucho más
audaz y fiera a pesar del estómago vacío, mientras limpiaba la espada en la hierba
y la devolvía a la vaina.
—Te daré un nombre —le dijo a la espada—. ¡Te llamaré Aguijón!
Luego se dispuso a explorar. El bosque estaba oscuro y silencioso, pero antes que
nada tenía que buscar a sus amigos, como era obvio. Quizá no estuviesen lejos, a
menos que unos trasgos (o algo peor) los hubieran capturado. A Bilbo no le
parecía sensato ponerse a gritar, y durante un rato estuvo preguntándose de qué
lado correría el sendero y en qué dirección tendría que ir para buscar a los
enanos.
—¡Oh!, ¿por qué no habremos tenido en cuenta los consejos de Beorn y Gandalf?
—se lamentaba— ¡En qué enredo nos hemos metido todos nosotros! ¡Nosotros!
Lo único que deseo es que fuésemos nosotros: es horrible estar completamente
solo.
Por último trató de recordar la dirección de donde habían venido los gritos de
auxilio la noche anterior, y por suerte (había nacido con una buena provisión de
suerte) lo recordó bastante bien, como veréis en seguida. Habiéndose decidido,
avanzó muy despacio, tan hábilmente como pudo. Los hobbits saben moverse en
silencio, especialmente en los bosques, como ya os he dicho; además Bilbo se
había puesto el anillo antes de ponerse en marcha, y fue por eso que las arañas
no lo vieron ni oyeron cómo se acercaba. Se abrió paso sigilosamente durante un
trecho, cuando vio delante una espesa sombra negra, negra aun para aquel
bosque, como la sombra de una medianoche inmutable. Cuando se acercó, vio
que la sombra era en realidad una confusión de telarañas superpuestas. Vio
también, de repente, que unas arañas grandes y horribles estaban sentadas por
encima de él en las ramas, y con anillo o sin anillo, tembló de miedo al pensar que
quizá lo descubrieran. Se quedó detrás de un árbol, observó a un grupo de arañas
durante un tiempo, y al fin comprendió que aquellas repugnantes criaturas se
hablaban unas a otras en la quietud y el silencio del bosque. Las voces eran como
leves crujidos y siseos, pero Bilbo pudo entender muchas de las palabras.
¡Estaban hablan do de los enanos!
—Fue una lucha dura, pero valió la pena —dijo una—. En efecto, qué pieles
asquerosas y gruesas tienen, pero apuesto a que dentro hay buenos jugos.
—Sí, serán un buen bocado cuando hayan colgado un poco en la tela —dijo otra.
—No los colguéis demasiado tiempo —dijo una tercera—. No están muy gordos.
Yo diría que no se alimentaron muy bien últimamente.
—Matadlos, os digo yo —siseó una cuarta—. Matadlos ahora y colgadlos muertos
durante un rato.
—Apostaría a que ya están muertos —dijo la primera.
—No, no lo están. Acabo de ver a uno forcejeando. Justo despertando de un
hermoso sueño, diría yo. Os lo mostraré.
Una de las arañas gordas corrió luego a lo largo de una cuerda, hasta llegar a una
docena de bultos que colgaban en hilera de las ramas altas. Bilbo los vio entonces
por primera vez suspendidos en las sombras, y descubrió horrorizado que el pie
de un enano sobresalía del fondo de algunos de los bultos, y aquí y allá la punta
de una nariz, o un trozo de barba o de capuchón.
La araña se acercó al más gordo de los bultos. "Es el pobre viejo Bombur,
apostaría", pensó Bilbo; y la araña pellizcó la nariz que asomaba. Dentro sonó un
débil gañido, y un pie salió disparado y golpeó fuerte y directamente a la araña.
Aún quedaba vida en Bombur.
Se oyó un ruido, como si hubieran pateado una pelota desinflada, y la araña
enfurecida cayó del árbol, aferrándose a su propia cuerda en el último instante.
Las otras rieron. —Tenías bastante razón. ¡La carne aún está viva y coleando!
—¡Pronto acabaré con eso! —siseó la araña colérica, volviendo a trepar a la rama.
Bilbo vio que había llegado el momento de hacer algo. No podía llegar hasta
donde estaban las bestias, ni tenía nada que tirarles; pero mirando alrededor vio
que en lo que parecía el lecho de un arroyo, seco ahora, había muchas piedras.
Bilbo era un tirador de piedras bastante bueno y no tardó mucho en encontrar una
lisa y de forma de huevo que le cabía perfectamente en la mano. De niño había
tirado piedras a todo, hasta que las ardillas, los conejos y aun los pájaros se
apartaban rápidos como el rayo en cuanto lo veían aparecer; y de mayor se había
pasado también bastante tiempo arrojando tejos, dardos, bochas, boliches, bolos y
practicando otros juegos tranquilos de puntería y tiro; aunque también podía hacer
muchas otras cosas —aparte de anillos de humo, preguntar acertijos y cocinar—
que no he tenido tiempo de contaros. Tampoco lo hay ahora. Mientras recogía
piedras, la araña había llegado hasta Bombur, que pronto estaría muerto. En ese
momento Bilbo disparó. La piedra dio en la cabeza de la araña con un golpe seco
y la bestia se desprendió del árbol y cayó pesadamente al suelo con todas las
patas encogidas.
La piedra siguiente atravesó zumbando una telaraña, y rompiendo las cuerdas,
derribó a la araña que estaba allí sentada. A esto siguió una gran conmoción en la
colonia, y por un momento olvidaron a los enanos, os lo aseguro. No podían ver a
Bilbo, pero no les costó mucho descubrir de qué dirección venían las piedras.
Rápidas como el rayo, se acercaron corriendo y balanceándose hacia el hobbit,
tendiendo largas cuerdas alrededor, hasta que el aire pareció todo ocupado por
trampas flotantes.
Bilbo, de cualquier modo, se deslizó pronto hasta otro sitio. Se le ocurrió la idea de
alejar más y más a las arañas de los enanos, si podía, y hacer que se sintieran
perplejas, excitadas y enojadas, todo a la vez. Cuando medio centenar de arañas
llegó al lugar donde él había estado antes, les tiró unas cuantas piedras más, y
también a las otras que habían quedado a retaguardia; luego, danzando por entre
los árboles, se puso a cantar una canción, para enfurecerlas y atraerlas, y también
para que lo oyeran los enanos.
Esto fue lo que cantó;
¿Araña gorda y vieja que hilas en un árbol!
¡Arana gorda y vieja que no alcanzas a verme!
¡Venenosa! ¡Venenosa!
¡No pararás?
¿No pararás tu hilado y vendrás a buscarme?
Viga Tontona, toda cuerpo grande,
¡Vieja Tontona, no puedes espiarme!
¡Venenosa! ¡Venenosa!
¡Déjate caer!
¡Nunca me atraparás en los árboles!
No muy buena quizá, pero no olvidéis que había tenido que componerla él mismo,
en el apuro de un difícil momento. De todos modos tuvo el efecto que él había
esperado. Mientras cantaba, tiró algunas piedras más y pateó el suelo.
Prácticamente todas las arañas del lugar fueron tras él: unas saltaban abajo, otras
corrían por las ramas, pasando de árbol en árbol o tendían nuevos hilos en sitios
oscuros. Estaban terriblemente enojadas. Aun olvidando las piedras, ninguna
araña había sido llamada Venenosa, y desde luego, Tontona es para cualquiera
un insulto inadmisible.
Bilbo se escabulló a otro sitio, pero por entonces muchas de las arañas habían
corrido a diferentes puntos del claro donde vivían, y estaban tejiendo telarañas
entre los troncos de todos los árboles. Muy pronto Bilbo estaría rodeado de una
espesa barrera de cuerdas, al menos esa era la idea de las arañas. En medio de
todos aquellos insectos que cazaban y tejían, Bilbo hizo de tripas corazón y cantó
otra vez:
La Lob perezosa y la loca Cob
tejen telas para cazarme;
más dulce soy que muchas carnes,
¡pero no pueden encontrarme!
Aquí estoy yo, mosca traviesa;
y ahí vosotras, gordas y hurañas.
Jamás podréis atraparme
en vuestras locas telarañas.
Con eso se volvió y descubrió que el último espacio entre dos grandes árboles
había sido cerrado con una telaraña, pero por fortuna no una verdadera telaraña,
sino grandes hebras de cuerdas de doble ancho, tendidas rápidamente de acá
para allá de tronco a tronco. Desenvainó la pequeña espada, hizo pedazos las
hebras, y se fue cantando.
Las arañas vieron la espada, aunque no creo que supieran lo que era, y todas se
pusieron a correr persiguiendo al hobbit, por el suelo y por las ramas, agitando las
piernas peludas, chasqueando las pinzas, los ojos desorbitados, rabiosas,
echando espuma. Lo siguieron bosque adentro, hasta que Bilbo no se atrevió a
alejarse más. Luego se escabulló de vuelta, más callado que un ratón.
Tenía un tiempo corto y precioso, lo sabía, antes que las arañas perdieran la
paciencia y volviesen a los árboles, donde colgaban los enanos. Mientras tanto,
tenía que rescatarlos. Lo más difícil era subir hasta la rama larga donde pendían
los bultos. No me imagino Cómo se las hubiese arreglado si, por fortuna, una
araña no hubiera dejado un cabo colgando; con ayuda de la cuerda, aunque se le
pegaba a las manos y le lastimaba la piel, trepó, y allá arriba se encontró con una
araña malvada, vieja, lenta y gruesa, que había quedado atrás y guardaba a los
prisioneros, y que había estado entretenida pinchándolos, para averiguar cuál era
el más jugoso. Había pensado comenzar el banquete mientras las otras estaban
fuera, pero el señor Bolsón tenía prisa, y antes que la araña supiera lo que estaba
sucediendo, sintió el aguijón de la espada y rodó muerta cayendo de la rama.
El siguiente trabajo de Bilbo era soltar un enano. ¿Cómo lo haría? Si cortaba la
cuerda, el enano maltrecho caería golpeándose contra el suelo, que estaba bien
abajo. Serpenteando rama adelante (lo que hizo que los pobres enanos se
balancearan y danzaran como fruta madura), llegó al primer bulto.
"Fíli o Kili" se dijo viendo la punta de un capuchón azul que sobresalía de un
extremo. "Más posiblemente Fíli", pensó al descubrir la punta de una nariz larga
que asomaba entre las cuerdas enmarañadas. Inclinándose, Consiguió cortar la
mayor parte de las cuerdas pegajosas y fuertes, y entonces, en efecto, con un
puntapié y algunas sacudidas, apareció la mayor parte de Fíli. Me temo que Bilbo
se rió viendo cómo agitaba las piernas y brazos rígidos mientras danzaba con la
cuerda de la telaraña en las axilas, como uno de esos juguetes divertidos que se
menean en un alambre.
De algún modo, Fíli se encaramó en la rama, y ahí ayudó todo lo posible al hobbit,
aunque se sentía mareado y enfermo a causa del veneno de las arañas, y por
haber estado colgado la mayor parte de la noche y el día siguiente, envuelto y
envuelto en cuerdas, sólo con la nariz fuera para respirar. Tardó mucho tiempo en
quitarse aquellas hebras bestiales de los ojos y las cejas, y en cuanto a la barba,
tuvo que cortarse la mayor parte. Bien, Bilbo y Fíli, juntos, alzaron primero a un
enano y luego a otro y cortaron las ataduras. Ninguno se encontraba mejor que Fíli
y algunos bastante peor, pues apenas habían podido respirar (ya veis, a veces las
narices largas son útiles), y algunos parecían más envenenados.
De este modo rescataron a Kili. Bifur, Bofur, Dori y Nori. El pobre viejo Bombur
estaba tan exhausto —era el más gordo y lo habían pinchado y pellizcado
constantemente— que rodó de la rama y ¡plaf!, cayó al suelo, por fortuna sobre
unas hojas, y quedó allí tendido. Pero aún había cinco enanos que colgaban del
extremo de la rama, cuando las arañas comenzaron a volver, más rabiosas que
nunca.
Bilbo fue inmediatamente hasta el sitio en que la rama nacía del tronco, y mantuvo
a raya a las arañas que subían trepando. Se había quitado el anillo cuando
rescató a Fíli y había olvidado ponérselo de nuevo, y ahora todas ellas farfullaban
y siseaban:
—¡Ya te vemos, asquerosa criatura! ¡Te comeremos y sólo te dejaremos la piel y
los huesos colgando de un árbol! ¡Ah! Tiene un aguijón, ¿verdad? Bueno, de todas
maneras lo atraparemos y colgaremos cabeza abajo durante un día o dos.
Mientras, los enanos trabajaban en el resto de los cautivos y cortaban los hilos.
Pronto liberarían a todos, aunque no estaba claro qué ocurriría después. Las
arañas los habían capturado sin muchas dificultades la noche anterior, pero
sorprendiéndolos en la oscuridad. Esta vez, parecía que iba a librarse una terrible
batalla.
De repente Bilbo cayó en la cuenta de que algunas arañas se habían reunido
alrededor del viejo Bombur, sobre el suelo, lo habían atado otra vez y se lo
estaban llevando a la rastra. Dio un grito y acuchilló a las bestias que tenía
delante. Las arañas retrocedieron en seguida, y Bilbo trepó y saltó desde el árbol,
justo en medio de las que estaban en el suelo. La pequeña espada era un tipo de
aguijón que no conocían. ¡Cómo se movía de acá para allá! La hoja brillaba
triunfante cuando traspasaba a las arañas. Seis de ellas murieron antes que el
resto huyese y dejase a Bombur en manos de Bilbo.
—¡Bajad! ¡Bajad! —gritó a los enanos que estaban en la rama—. No os quedéis
ahí; os echarán las redes encima —pues veía que unas pocas arañas trepaban a
los árboles vecinos, arrastrándose por las ramas sobre la cabeza de los enanos.
Los enanos bajaron gateando, o saltaron o se dejaron caer, los once en montón, la
mayoría muy temblorosos y torpes de piernas. Allí se encontraron al fin los doce,
contando al pobre Bombur, a quien sostenían por ambos lados el primo Bifur y el
hermano Bofur; y Bilbo se movía alrededor y blandía el Aguijón; y cientos de
arañas los miraban con los ojos desorbitados, desde arriba, desde un lado, desde
otro. La situación parecía bastante desesperada.
Entonces comenzó la batalla. Algunos enanos tenían cuchillos; otros, palos, y
había piedras para todos; y Bilbo blandía la daga élfica. Una y otra vez las arañas
fueron rechazadas, y muchas murieron. Pero esto no podía prolongarse. Bilbo
estaba casi exhausto; sólo cuatro de los enanos se mantenían aún en pie, y pronto
las arañas caerían sobre ellos como sobre moscas cansadas. Ya tejían de nuevo
alrededor, de árbol en árbol.
Bilbo al fin no pudo pensar en otro plan que comunicar a los enanos el secreto del
anillo. Lo lamentaba bastante, pero no había otro remedio.
—Voy a desaparecer —dijo—. Alejaré a las arañas de aquí, si puedo; vosotros
tenéis que manteneros juntos y escapar en la dirección opuesta. Por allí a la
izquierda quizá se podría llegar al sitio donde vimos por última vez el fuego de los
elfos.
Tardaron en entender, pues las cabezas les daban vueltas en medio de una
confusión de gritos, y palos y piedras que golpeaban, pero al fin Bilbo sintió que no
podía esperar más: las arañas estaban cerrando el círculo. De súbito se deslizó el
anillo en el dedo, y desapareció dejando estupefactos a los enanos.
Pronto se oyeron gritos: —¡Perezosa Lob! ¡Venenosa! —entre los árboles de la
derecha. Esto enfureció mucho a las arañas. Dejaron de acercarse a los enanos y
unas cuantas se volvieron hacia la voz. "Venenosa" las enojó tanto que perdieron
el juicio. Entonces Balin, quien había entendido el plan de Bilbo mejor que los
demás, se lanzó al ataque. Los enanos se unieron en un pelotón y descargando
una lluvia de piedras corrieron hacia la izquierda y atravesaron el círculo. Lejos,
detrás de ellos, los cantos y gritos cesaron de pronto.
Esperando contra toda esperanza que no hubiesen capturado a Bilbo, los enanos
siguieron adelante. No bastante de prisa, sin embargo. Se sentían enfermos y
débiles y arrastraban las piernas y cojeaban, perseguidos por arañas que les
pisaban los talones. Una y otra vez tenían que volverse y enfrentar a las criaturas
que estaban casi encima de ellos; y ya algunas de las arañas corrían por los
árboles y dejaban caer unos largos hilos pegajosos.
Las cosas parecían haber empeorado otra vez, cuando de pronto Bilbo reapareció
e inesperadamente atacó desde un lado a las asombradas arañas.
—¡Seguid! ¡Seguid! —gritó—. ¡Yo seré quien clave el aguijón!
Y así ocurrió. Se movía adelante y atrás, rasgando los hilos de las arañas,
cortándoles las patas y acuchillándoles los cuerpos gordos si se acercaban
demasiado. Las arañas se hinchaban de rabia y farfullaban y espumajeaban y
siseaban horribles maldiciones; pero ahora tenían un miedo mortal al Aguijón y no
se atrevían a acercarse. Así, mientras maldecían, la presa se les escapaba lenta e
inexorablemente. Era una situación horrible y parecía durar horas. Pero al fin,
cuando Bilbo sentía que ya no tenía fuerzas para levantar la mano y asestar otro
golpe, de pronto abandonaron la persecución, y no los siguieron más y volvieron
decepcionadas a la tenebrosa colonia.
Entonces los enanos se dieron cuenta de que habían llegado al círculo en que
habían ardido los fuegos de los elfos. No podían saber si era uno de los fuegos
que habían visto la noche anterior; pero parecía que algún encantamiento
bienhechor persistía en estos sitios, que a las arañas no les gustaban. De
cualquier modo, la luz era más verde, los arbustos menos espesos y
amenazadores, y ahora podían descansar y recobrar el aliento.
Allí se quedaron un rato resollando y jadeando. Pero muy pronto los enanos
empezaron a hacer preguntas. Querían que Bilbo les explicase bien el asunto de
las desapariciones; tanto les interesó la historia del anillo que por un momento
olvidaron sus propios problemas. Balin en particular insistió en oír otra vez la
historia de Gollum con acertijos y todo lo demás, y con el anillo en el lugar que
correspondía. Pero al cabo de un tiempo la luz comenzó a declinar, y se hicieron
otras preguntas. ¿Dónde estaban y por dónde corría el camino? ¿Dónde habría
comida y qué harían ahora? Estas preguntas fueron hechas una y otra vez, y
esperaban que el pequeño Bilbo conociese las respuestas. Por lo que podéis ver,
habían cambiado mucho de opinión con respecto al señor Bolsón, y ahora lo
respetaban de veras (tal y como había dicho Gandalf). Ya no refunfuñaban, y
esperaban realmente que a Bilbo se le ocurriría algún plan maravilloso. Sabían
demasiado bien que si no hubiese sido por el hobbit todos estarían ya muertos; y
se lo agradecieron muchas veces. Algunos de ellos incluso se pusieron en pie y lo
saludaron inclinándose hasta el suelo, aunque el esfuerzo los hizo caer, y durante
un rato no pudieron incorporarse. Saber la verdad sobre las desapariciones no
disminuyó de ningún modo la opinión que Bilbo les merecía, pues entendieron que
tenía ingenio, y también suerte y un anillo mágico, y las tres cosas eran bienes
muy útiles. En verdad lo elogiaron tanto que Bilbo llegó a sentir que había algo en
él de aventurero audaz, al fin y al cabo, aunque se hubiese sentido aún mucho
más audaz si hubiera tenido algo que comer.
Pero no había nada, nada de nada, y ninguno estaba en disposición de ir a buscar
algo o encontrar el sendero perdido. ¡El sendero perdido! En la fatigada cabeza de
Bilbo no había otra cosa. Se sentó y clavó los ojos en los árboles que se sucedían
en interminables hileras, y al cabo de un rato todos callaron otra vez. Todos
excepto Balin. Mucho tiempo después que los otros hubieran dejado de hablar y
cuando ya habían cerrado los ojos, Balin seguía aún murmurando y riendo entre
dientes.
—¡Gollum! ¡Caramba! Así fue como se escabulló delante de mí, ¿no? ¡Ahora me
lo explico! Arrastrándose en silencio, nada más, ¿no, señor Bolsón? ¡Los botones
todos sobre el umbral! El bueno de Bilbo... Bilbo... Bil bo... bo... bo... bo... —Y
entonces se quedó dormido, y durante un largo rato no se oyó nada.
De pronto, Dwalin abrió un ojo y miró alrededor, —¿Dónde está Thorin? —
preguntó.
Fue un golpe terrible. Desde luego, sólo eran trece, doce enanos y el hobbit.
¿Dónde, pues, estaba Thorin? Se preguntaron qué desgracia habría caído sobre
él: un encantamiento, o quizá unos monstruos oscuros, y todos se estremecieron
mientras yacían perdidos allí en el bosque. Y así, cuando la tarde se hizo noche
negra, cayeron uno tras otro en un sueño incómodo, de horribles pesadillas; y ahí
cenemos qué dejarlos por ahora, demasiado enfermos y débiles como para
ponerse a vigilar o turnarse como centinelas.
Thorin había sido capturado mucho antes que ellos. ¿Recordáis que Bilbo cayó
dormido como un tronco cuando entró en el círculo de luz? La vez siguiente fue
Thorin quien dio un paso adelante, y cuando la luz desapareció, cayó al suelo
como una piedra encantada. Las voces de los enanos perdidos en la noche, los
gritos cuando las arañas se precipitaron sobre ellos y los ataron, y todos los ruidos
de la batalla del día siguiente, habían pasado inadvertidos para Thorin. Luego los
Elfos del Bosque se le echaron encima, y lo ataron, y se lo llevaron.
Por supuesto, las gentes de los banquetes eran Elfos del Bosque. Los elfos no son
malos, pero desconfían de los desconocidos: esto puede ser un defecto. Aunque
dominaban la magia, andaban siempre con cuidado, aun en aquellos días.
Distintos de los Altos Elfos del Poniente, eran más peligrosos y menos cautos,
pues muchos de ellos (así como los parientes dispersos de las colinas y
montañas) descendían de las tribus antiguas que nunca habían ido a la Tierra
Occidental de las Hadas. Allí los Elfos de la Luz, los Elfos del Abismo y los Elfos
del Mar vivieron durante siglos y se hicieron más justos, prudentes y sabios, y
desarrollaron artes mágicas, y la habilidad de crear objetos hermosos y
maravillosos, antes que algunos volvieran al Ancho Mundo. En el Ancho Mundo
los Elfos del Bosque disfrutaban de los crepúsculos del Sol y la Luna, pero
preferían las estrellas; e iban de un lado a otro por los bosques enormes que
crecían en tierras ahora perdidas. Habitaban la mayor parte del tiempo en los
límites de las florestas, de donde salían a veces para cazar o cabalgar y correr por
los espacios abiertos a la luz de la luna o de los astros; y luego de la llegada de
los Hombres, se aficionaron más y más al crepúsculo y a la noche. Sin embargo,
eran y siguen siendo elfos, y esto significa Buena Gente.
En una gran cueva, algunas millas dentro del Bosque Negro, en el lado este, vivía
en este tiempo el más grande rey de los elfos. Por delante de unas puertas de
piedra corría un río que venía de las cimas de los bosques y desembocaba dentro
y fuera de los pantanos, al pie de las altas tierras boscosas. Esta gran cueva, en la
que se abrían a un lado y a otro otras cuevas más reducidas, se hundía mucho
bajo tierra y tenía numerosos pasadizos y amplios salones; pero era más luminosa
y saludable que cualquier morada de trasgos, y no tan profunda ni tan peligrosa.
De hecho, los súbditos del rey vivían y cazaban en su mayor parte en los bosques
abiertos y tenían casas o cabañas en el suelo o sobre las ramas. Las hayas eran
sus árboles favoritos. La cueva del rey era el palacio, un sitio seguro para guardar
los tesoros y una fortaleza contra él enemigo.
Era también la mazmorra de los prisioneros. Así que a la cueva arrastraron a
Thorin, no con excesiva gentileza, pues no querían a los enanos y pensaban que
Thorin era un enemigo. En otros tiempos habían libra do guerras con algunos
enanos, a quienes acusaban de haberles robado un tesoro. Sería al menos justo
decir que los enanos dieron otra versión y explicaban que sólo habían tomado lo
que era de ellos, pues el rey elfo les había encargado que le tallasen la plata y el
oro en bruto, y más tarde había rehusado pagarles. Si el rey elfo tenía una
debilidad, ésa eran los tesoros, en especial la plata y las gemas blancas; y aunque
guardaba muchas riquezas, siempre quería más, pensando que aún no eran
tantas como las de otros señores elfos de antaño. La gente élfica nunca cavaba
túneles ni trabajaba los metales o las joyas; ni tampoco se preocupaba mucho por
comerciar o cultivar la tierra. Todo esto era bien conocido por los enanos, aunque
la familia de Thorin no había tenido nada que ver con la disputa de la que
hablamos antes. En consecuencia, Thorin se enojó por el trato que había recibido
cuando le quitaron el hechizo y recobró el conocimiento, y estaba decidido
también a que no le arrancasen ni una palabra sobre oro o joyas.
El rey miró severamente a Thorin cuando lo llevaron al palacio y le hizo muchas
preguntas. Pero Thorin sólo dijo que se estaba muriendo de hambre.
—¿Por qué tú y los tuyos intentasteis atacarnos tres veces durante la fiesta? —
preguntó el rey.
—Nosotros no los atacamos —respondió Thorin—, nos acercamos a pedir porque
nos moríamos de hambre.
—¿Dónde están tus amigos y qué hacen ahora?
—No lo sé, pero supongo que muriéndose de hambre en el bosque.
—¿Qué hacíais en el bosque?
—Buscábamos comida y bebida, pues nos moríamos de hambre.
—Pero, en definitiva, ¿qué asunto os trajo al bosque? —preguntó el rey, enojado.
Thorin cerró entonces la boca y no dijo nada más.
—¡Muy bien! —exclamó el rey—. Que se lo lleven y lo pongan a buen recaudo
hasta que tenga ganas de decir la verdad, aunque tarde cien años.
Entonces los elfos lo ataron con correas y lo encerraron en una de las cuevas más
interiores, de sólidas puertas de madera, y lo dejaron allí. Le dieron buena comida
y bebida en abundancia, pues los elfos no eran trasgos, y se comportaban de
modo razonable con los enemigos que capturaban, aun con los peores. Las
arañas gigantes eran las únicas cosas vivientes con las que no tenían
misericordia,
Allí, en la mazmorra del rey, quedó el pobre Thorin, y luego de haber dado gracias
por el pan, la carne y el agua, empezó a preguntarse qué habría sido de sus
infortunados amigos. No tardó mucho en saberlo; pero esto es parte del capítulo
siguiente y el comienzo de una nueva aventura en la que el hobbit muestra otra
vez su utilidad.
BARRILES DE CONTRABANDO
El día que siguió a la batalla con las arañas, Bilbo y los enanos hicieron un último
y desesperado esfuerzo por encontrar un camino de salida antes de morir de
hambre y sed. Se incorporaron y fueron tambaleándose hacia el sitio en que corría
el sendero, según decían ocho de los trece; pero nunca descubrieron si habían
acertado. Un día como todos los del bosque se desvanecía una vez más en una
noche negra, cuando las luces de muchas antorchas aparecieron de súbito todo
alrededor, como cientos de estrellas rojas. Los Elfos del Bosque se acercaron
cantando, armados con arcos y lanzas, y dieron el alto a los enanos.
Nadie pensó en luchar. Aun si los enanos no se hubiesen encontrado en una
situación tal que les alegraba realmente ser capturados, los pequeños cuchillos,
las—únicas armas que tenían, hubieran sido inútiles contra las flechas de los
elfos, que podían golpear el ojo de un pájaro en la oscuridad. De modo que se
contentaron con detenerse, y se sentaron, y aguardaron, todos excepto Bilbo, que
se puso rápido el anillo y se deslizó a un lado. Así se explica que cuando los elfos
ataron a los enanos en una larga hilera, uno tras otro, y los contaron, nunca
encontraron ni contaron al hobbit.
No lo oyeron ni lo sintieron mientras corría al trote bastante atrás de la luz de las
antorchas, mientras ellos llevaban a los prisioneros por el bosque. Les habían
vendado los ojos a todos, pero esto no cambiaba mucho las cosas, pues aun
Bilbo, que podía utilizar bien los ojos, no podía ver a dónde iban, y de todos
modos ni él ni los otros sabían de dónde habían partido.
Bilbo trataba por todos los medios de no quedarse demasiado atrás, pues los elfos
hacían marchar a los enanos con una rapidez que nunca habían conocido, sobre
todo enfermos y fatigados como estaban. El rey había ordenado que se dieran
prisa. De pronto, las antorchas se detuvieron, y el hobbit tuvo el tiempo justo para
alcanzarlos antes que comenzasen a cruzar el puente. Este era el puente que
cruzaba el río y llevaba a las puertas del rey. El agua se precipitaba oscura y
violenta por debajo; y en el otro extremo había portones que cerraban una enorme
caverna en la ladera de una pendiente abrupta cubierta de árboles. Allí las
grandes hayas descendían hasta la misma ribera, y hundían los pies en el río.
Los elfos empujaron a los prisioneros a través del puente, pero Bilbo vaciló en la
retaguardia. No le gustaba nada el aspecto de la caverna, y sólo a último momento
se decidió a no abandonar a sus amigos, y se deslizó casi pisándole los talones al
último de los elfos, antes de que los grandes portones del rey se cerrasen detrás
con un golpe sordo.
Dentro los pasadizos estaban iluminados con antorchas de luz roja, y los guardias
elfos cantaban marchando por corredores retorcidos, entrecruzados y resonantes.
No se parecían a los túneles de los trasgos: eran más pequeños, menos
profundos, y de un aire más puro. En un gran salón con pilares tallados en la roca
viva, estaba sentado el rey elfo en una silla de madera labrada. Llevaba en la
cabeza una corona de bayas y hojas rojizas, pues el otoño había llegado de
nuevo. En la primavera se ceñía una corona de flores de los bosques. Sostenía en
la mano un cetro de roble tallado.
Los prisioneros fueron llevados al rey, y aunque él los miró con severidad, ordenó
que los desataran, pues estaban andrajosos y fatigados. —Además, no necesitan
cuerdas —dijo—. No hay escapatoria de mis puertas mágicas para aquellos que
alguna vez son traídos aquí.
Larga e inquisitivamente preguntó a los enanos sobre lo que hadan, y a dónde
iban, y de dónde venían; pero no consiguió sacarles más noticias que a Thorin. Se
sentían desanimados y enfadados, y ni siquiera intentaron parecer corteses.
—¿Qué hemos hecho, oh rey? —dijo Balin, el más viejo de los que quedaban—
¿Es un crimen perderse en el bosque, tener hambre y sed, ser atrapado por las
arañas? ¿Son acaso las arañas vuestras bestias domesticadas o vuestros
animales falderos, y por eso os enojáis si las matamos?
Esta pregunta, desde luego, enojó aún más al rey, quien contestó: —Es un crimen
andar por mi país sin mi permiso. ¿Olvidas que estabas en mi reino, utilizando el
camino que mi pueblo abrió una vez? ¿Acaso por tres veces no acosasteis e
importunasteis a mi gente en el bosque, y despertasteis a las arañas con vuestros
gritos y tumultos? ¡Después de todo el disturbio que habéis provocado tengo
derecho a saber qué os trae por aquí, y si no me lo contáis ahora, os encerraré a
todos hasta que hayáis aprendido a ser sensatos y a tener buenas maneras!
Luego ordenó que pusieran a cada uno de los enanos en celdas separadas y les
dieran comida y bebida, pero que no se les permitiese dejar el calabozo, hasta que
al menos uno de ellos se decidiera a decir todo lo que él quería saber. Pero no les
dijo que Thorin había sido hecho prisionero. Bilbo mismo lo descubrió.
¡Pobre señor Bolsón!... Fue una larga y aburrida temporada la que pasó en aquel
sitio, a solas, y siempre oculto, nunca atreviéndose a sacarse el anillo, y apenas
atreviéndose a dormir, aun escondido en los rincones más oscuros y remotos que
podía encontrar, Por hacer algo se dedicó a recorrer el palacio del rey elfo. Unas
puertas mágicas cerraban la entrada, pero a veces podía salir, si era rápido.
Compañías de los Elfos del Bosque, algunas veces con el rey a la cabeza, salían
de cuando en cuando de cacería, o a otros asuntos, a los bosques y a las tierras
del Este. Entonces, si Bilbo se apresuraba, podía deslizarse fuera detrás de ellos;
aunque era un riesgo muy peligroso. Más de una vez estuvo a punto de ser
alcanzado por las puertas, cuando batían juntas al pasar el último elfo; todavía no
se atrevía a marchar entre ellos a causa de la sombra que echaba (tenue y
vacilante a la luz de las antorchas), o por miedo a que tropezasen con él y lo
descubriesen. Y cuando salía, lo que no era muy frecuente, no servía de mucho.
No deseaba abandonar a los enanos, y en verdad sin ellos no hubiera sabido a
dónde ir. No podía marchar al paso de los elfos cazadores durante el tiempo que
estaban fuera, así que nunca descubría los caminos de salida del bosque y se
quedaba errando tristemente por la floresta, aterrorizado de perderse, hasta que
aparecía una oportunidad de regresar. Además pasaba hambre fuera, pues no era
cazador, mientras que en el interior de las cavernas podía ganarse la vida de
alguna forma, robando comida del almacén o la mesa cuando no había nadie a la
vista.
"Soy como un saqueador que no puede escapar, y ha de seguir saqueando
miserablemente la misma casa, día tras día" pensaba. "!Esta es la parte más
monótona y gris de una desdichada, fatigosa, e incómoda aventura! ¡Desearía
estar de vuelta en mi agujero—hobbit junto a mi propio fuego, y a la luz de la
lámpara!" A menudo deseaba también enviar un mensaje de socorro al mago,
pero aquello, desde luego, era del todo imposible; y pronto comprendió que si algo
podía hacerse, tendría que hacerlo él mismo, solo y sin ayuda.
Por fin, luego de una o dos semanas de esta vida furtiva, observando y siguiendo
a los guardias y aprovechando todas las oportunidades, se las arregló para
descubrir dónde estaban encerrados los enanos. Encontró las doce celdas en
sitios distintos del palacio, y al cabo de un tiempo consiguió conocer el camino
bastante bien. Cuál no sería su sorpresa cuando oyó por casualidad una
conversación de los guardianes y se enteró de que había otro enano en prisión, en
un lugar especialmente profundo y oscuro. Adivinó en seguida, por supuesto, que
se trataba de Thorin; y descubrió al poco tiempo que la suposición era correcta.
Después de muchas dificultades consiguió encontrar el lugar cuando nadie
rondaba y tener unas pocas palabras con el jefe de los enanos.
Thorin se sentía demasiado desdichado para que sus propios infortunios
continuaran enfadándolo mucho tiempo, y ya estaba pensando en contarle al rey
todo lo del tesoro y la búsqueda (lo que prueba qué deprimido se sentía), cuando
oyó la vocecita de Bilbo en el agujero de la cerradura. No podía creerlo. Pronto,
sin embargo, entendió que no podía estar equivocado y se acercó a la puerta; y
sostuvo una larga y susurrante charla con el hobbit al otro lado.
Así fue como Bilbo fue capaz de llevar en secreto un mensaje de Thorin a cada
uno de los otros enanos prisioneros, diciéndoles que Thorin, el jefe, estaba
también en prisión, muy cerca, y que nadie revelara al rey el objeto de la misión,
no todavía, no antes que Thorin lo ordenase. Pues Thorin se sintió otra vez
animado al oír cómo el hobbit había salvado a los enanos de las arañas, y resolvió
de nuevo no pagar un rescate (prometiéndole al rey una parte del tesoro) hasta
que toda Otra esperanza de salir de allí se hubiese desvanecido; en realidad hasta
que el extraordinario señor Bolsón Invisible (de quien empezaba a tener en verdad
una opinión muy alta) hubiese fracasado por completo en encontrar una solución
más ingeniosa.
Los otros enanos estuvieron por completo de acuerdo cuando recibieron el
mensaje. Todos pensaron que las partes del tesoro que les tocaban (y de las que
se consideraban los verdaderos dueños, a pesar de la situación en que se
encontraban ahora y del todavía invicto dragón) se verían seriamente disminuidas
si los Elfos del Bosque reclamaban una porción; y todos confiaban en Bilbo.
Exactamente lo que Gandalf había anunciado, como veis. Tal vez ésa era parte de
la razón por la que sé marchó y los dejó.
Bilbo, sin embargo, no se sentía tan optimista. No le gustaba que alguien
dependiera de él, y deseaba que el mago estuviese al alcance. Pero era inútil;
quizá estaban separados por toda la oscura extensión del Bosque Negro. Se sentó
y pensó y pensó, hasta que casi le estalló la cabeza, pero no se le ocurrió ninguna
idea brillante. Un anillo invisible era algo de veras valioso, aunque no de mucha
utilidad entre catorce. Pero desde luego, como habréis adivinado, al final rescató a
sus amigos, y así es como sucedió:
Un día mientras curioseaba y deambulaba, Bilbo descubrió algo muy interesante:
los grandes portones no eran la única entrada a las cavernas. Un arroyo corría por
debajo del palacio, y se unía al Río del Bosque un poco al este, más allá de la
cuesta empinada en la que se abría la boca principal. En la ladera de la colina
donde nacía este curso subterráneo había una compuerta. La bóveda rocosa
descendía a la superficie del agua, y desde allí podía dejarse caer un portalón
hasta el mismo lecho del río, para impedir que alguien entrase o saliese. Pero el
portalón estaba abierto a menudo, pues mucha gente iba y venía por la
compuerta. Si alguien hubiese llegado por ese camino, se habría encontrado en
un túnel oscuro y tosco que se adentraba en el corazón de la colina; pero debajo
de las cavernas, en cierto sitio, el techo había sido horadado y tapado con grandes
escotillas de roble, que comunicaban con las bodegas del rey. Allí se
amontonaban barriles y barriles y barriles; pues los Elfos del Bosque, y sobre todo
el rey, eran muy aficionados al vino, aunque no había viñas en aquellos parajes. El
vino, y otras mercancías eran traídos desde lejos, de la tierras que habitaban los
parientes del Sur, o de los viñedos de los Hombres en tierras distantes.
Escondido detrás de uno de los barriles más grandes, Bilbo descubrió las
escotillas y para qué servían, y escuchando la charla de los sirvientes del rey, se
enteró de cómo el vino y otras mercancías remontaban los ríos, o cruzaban la
tierra, hasta el Lago Largo. Parecía que una ciudad de Hombres aún prosperaba
allí, construida sobre puentes, lejos, aguas adentro, como una protección contra
enemigos de toda suerte, y especialmente contra el dragón de la Montaña. Traían
los barriles desde la Ciudad del Lago, remontando el Río del Bosque. A menudo
los ataban juntos como grandes almadías y los empujaban aguas arriba con
pértigas o remos; algunas veces los cargaban en botes planos.
Cuando los barriles estaban vacíos, los elfos los arrojaban a través de las
escotillas, abrían la compuerta, y los barriles flotaban fuera en el arroyo, hasta que
eran arrastrados por la corriente a un sitio lejano río abajo, donde la ribera
sobresalía, cerca de los lindes orientales del Bosque Negro. Allí eran recogidos y
atados juntos, y flotaban de vuelta a la ciudad, que se alzaba cerca del punto
donde el Río del Bosque desembocaba en el Lago Largo.
Bilbo estuvo sentado un tiempo meditando sobre esta compuerta, y
preguntándose si los enanos podrían escapar por allí, y al fin tuvo el desesperado
esbozo de un plan.
Habían servido la comida de la noche a los prisioneros. Los guardias se alejaron
con pasos pesados bajando los pasadizos, llevando la luz de las antorchas con
ellos y dejando todo a oscuras. Entonces Bilbo oyó la voz del mayordomo del rey
que daba las buenas noches al jefe de los guardias.
—Ahora ven conmigo —dijo—, y prueba el nuevo vino que acaba de llegar Estaré
trabajando duro esta noche, limpiando las bodegas de barriles vacíos, de modo
que tomemos primero un trago, para que me ayude a trabajar.
—Muy bien —rió el jefe de los guardias— Lo probaré contigo, y veré si es digno de
la mesa del rey. ¡Hay un banquete esta noche y no habría que mandar nada malo!
Cuando Bilbo oyó esto, se excitó sobremanera, pues entendió que la suerte lo
acompañaba, y que pronto tendría ocasión de intentar aquel plan desesperado.
Siguió a los dos elfos, hasta que entraron en una pequeña bodega y se sentaron a
una mesa en la que había dos jarros grandes. Los elfos empezaron a beber y a
reír alegremente. Una suerte desusada acompañó entonces a Bilbo. Tiene que ser
un vino muy poderoso el que ponga somnoliento a un elfo del bosque; pero este
vino, parecía, era la embriagadora cosecha de los gran des jardines de Dorwinion,
no destinado a soldados o sirvientes, sino sólo a los banquetes del rey, y para ser
servido en cuencos más pequeños, no en los grandes jarros del mayordomo.
Muy pronto el guardia jefe inclinó la cabeza; luego la apoyó sobre la mesa y se
quedó profundamente dormido. El mayordomo continuó riendo y charlando
consigo mismo durante un rato, distraído al parecer, pero luego él también inclinó
la cabeza, y cayó dormido y roncando al lado del guardia. El hobbit se escurrió
entonces en la bodega, y un momento después el guardia jefe ya no tenía las
llaves, mientras Bilbo trotaba tan rápido como le era posible, a lo largo de los
pasadizos, hacia las celdas. El manojo de llaves le parecía muy pesado, y a veces
se le encogía el corazón, a pesar del anillo, pues no podía evitar que las llaves
tintineasen de cuando en cuando, estremeciéndolo de pies a cabeza.
Primero abrió la puerta de Balin, y la cerró de nuevo con cuidado tan pronto como
el enano estuvo fuera.
Balin parecía muy sorprendido, como podéis imaginar; pero en cuanto dejó aquella
habitación de piedra agobiante y minúscula, se sintió muy contento y quiso
detenerse y hacer preguntas, y conocer sintió muy contento y quiso detenerse y
hacer preguntas, y conocer los planes de Bilbo, y todo lo demás.
—¡No hay tiempo ahora! —dijo el hobbit—. Simplemente sígueme. Tenemos que
mantenernos juntos y no arriesgarnos a que nos separen. Tenemos que escapar
todos o ninguno, y esta es la última oportunidad. Si se descubre, quién sabe
dónde os pondrá el rey entonces, con cadenas en las manos y los pies, supongo.
¡No discutas, sé un buen muchacho!
Luego fueron de puerta en puerta, hasta que los siguieron los otros doce, ninguno
de ellos demasiado ágil, a causa de la oscuridad y el largo encierro. El corazón de
Bilbo latía con violencia cada vez que uno de ellos tropezaba, gruñía, o susurraba
en las tinieblas, —¡Maldita sea este jaleo de enanos! —se dijo. Pero no ocurrió
nada desagradable, y no tropezaron con ningún guardia. En realidad, había un
gran banquete otoñal aquella noche en los bosques y en los salones de arriba.
Casi toda la gente del rey estaba de fiesta.
Al fin, luego de extraviarse varias veces, llegaron a la mazmorra de Thorin, bien
abajo, en un sitio profundo, y por fortuna no lejos de las bodegas.
—¡Qué te parece! —dijo Thorin, cuando Bilbo le susurró que saliera y se uniera a
los otros—. ¡Gandalf dijo la verdad, como de costumbre! Eres un buen saqueador,
parece, cuando llega el momento. Estoy seguro de que estaremos siempre a tu
servicio, ocurra lo que ocurra. Pero, ¿qué viene ahora?
Bilbo entendió que había llegado el momento de explicar el plan, dentro de lo
posible; aunque no sabía muy bien cómo reaccionarían los enanos. Estos temores
estaban bastante justificados, pues lo que él les dijo no les gustó y se pusieron a
refunfuñar y a gritar a pesar del peligro.
—¡Nos magullaremos y nos haremos pedazos, y nos ahogaremos también,
seguro! —dijeron—. Creímos que habías ideado algo sensato cuando te
apoderaste de las llaves. ¡Esto es una locura!
—¡Muy bien! —dijo Bilbo desanimado, y también bastante molesto—. Regresad a
vuestras agradables celdas, os encerraré otra vez, y allí podréis sentaros
cómodamente y pensar en un plan mejor... aunque supongo que no conseguiré de
nuevo las llaves, aun cuando me sintiese con ganas de intentarlo.
Aquello fue demasiado para ellos, y se calmaron. Al final, desde luego, tuvieron
que hacer exactamente lo que Bilbo había sugerido, pues era obviamente
imposible buscar y encontrar el camino en los salones de arriba, o luchar y salir
cruzando unas puertas que se cerraban por arte de magia; y no era bueno
refunfuñar en los pasadizos y esperar a que los capturasen otra vez. De modo que
siguiendo con cautela al hobbit, fueron a las bodegas de abajo. Pasaron ante la
puerta de la bodega donde el jefe de los guardias y el mayordomo todavía
roncaban felices con rostros sonrientes. El vino de Dorwinion produce sueños
profundos y agradables. Habría una expresión diferente en la cara del jefe de los
guardias al otro día, aun cuando Bilbo, antes de continuar, se deslizó sigiloso y
amablemente le puso las llaves de vuelta en el cinturón.
—Eso le ahorrará alguno de los problemas en qué está metido —se dijo—. No era
un mal muchacho, y trató con decencia a los prisioneros. Quedarán muy
desconcertados. Pensarán que teníamos una magia muy poderosa para traspasar
las puertas cerradas y desaparecer. ¡Desaparecer! ¡Tenemos que darnos prisa, si
queremos que así sea!
Se encargó a Balin que vigilase al guardia y al mayordomo, y avisara si hacían
algún movimiento. El resto entró en la bodega aledaña, donde estaban las
escotillas. Había poco tiempo que perder. En breve, como sabía Bilbo, algunos
elfos bajarían a ayudar al mayordomo en la tarea de pasar los barriles vacíos por
las puertas y echarlos al río. Los barriles estaban ya dispuestos en hileras en
medio del suelo, aguardando a que los empujasen. Algunos eran barriles de vino,
y no muy útiles, pues no podían abrirse por el fondo sin hacer ruido, ni cerrarse de
nuevo con facilidad. Pero había algunos que habían servido para traer otras
mercancías, mantequilla, manzanas y toda suerte de cosas, al palacio del rey.
Pronto encontraron trece cubas con espacio suficiente para un enano en cada
una. En verdad, algunas eran demasiado grandes, y los enanos pensaron con
angustia en las sacudidas y topetazos que soportarían dentro, aunque Bilbo buscó
paja y otros materiales para empacarlos lo mejor que pudo, en tan corto tiempo.
Por último, doce enanos estuvieron dentro de los barriles. Thorin había causado
muchas dificultades, y daba vueltas y se retorcía en la cuba, y gruñía como perro
grande en perrera pequeña; mientras que Balin, que fue el último, levantó un gran
alboroto a propósito de los agujeros para respirar, y dijo que se estaba ahogando
aun antes de que taparan el barril. Bilbo había tratado de cerrar los agujeros en los
costados de los barriles y sujetar bien todas las tapaderas, y ahora se encontraba
de nuevo solo, corriendo alrededor, dando los últimos toques al embalaje, y
aguardando contra toda esperanza que el plan no fracasara.
Había concluido con el tiempo justo. Sólo uno ó dos minutos después de encajar
la tapadera de Balin, llegó un sonido de voces y un parpadeo de luces. Algunos
elfos venían riendo y charlando y cantando a las bodegas. Habían dejado un
alegre festín en uno de los salones y estaban resueltos a retornar tan pronto como
les fuese posible.
—¿Dónde está el viejo Galion, el mayordomo? —dijo uno—. No lo he visto a la
mesa esta noche. Tendría que encontrarse aquí ahora, para mostrarnos lo que
hay que hacer.
—Me enfadaré si el viejo perezoso se retrasa —dijo Otro— ¡No tengo ganas de
perder el tiempo aquí abajo mientras se canta allá arriba!
—¡Ja, ja! —llegó una carcajada— ¡Aquí está el viejo tunante con la cabeza metida
en un jarro! Ha estado montando un pequeño banquete para él y su amigo el
capitán.
—¡Sacúdelo! ¡Despiértalo! —gritaron los otros, impacientes.
A Galion no le gustó nada que lo sacudieran y despertaran, y mucho menos que
se rieran de él. —Estáis retrasados —gruñó—. Aquí estoy yo, esperando y
esperando, mientras vosotros bebéis y festejáis y olvidáis vuestras tareas. ¡No os
maraville que caiga dormido de aburrimiento!
—No nos maravilla —dijeron ellos—, ¡cuando la explicación está tan cerca en un
jarro! ¡Vamos, déjanos probar tu soporífero antes de que comencemos la tarea!
No es necesario despertar al joven de las llaves. Por lo que parece, ha tenido su
ración.
Bebieron entonces una ronda, y de repente todos se pusieron muy contentos.
Pero no perdieron por completo la cabeza. —¡Sálvanos, Galion! —gritó alguien—.
¡Empezaste la fiesta temprano y se te embotó el juicio! Has apilado aquí algunos
toneles llenos en lugar de los vacíos, a juzgar por lo que pesan.
—¡Continuad con el trabajo! —gruñó el mayordomo— Los brazos ociosos de un
levantacopas nada saben de pesos. Estos son los que hay que llevar y no otros.
¡Haced lo que digo!
—¡Está bien, está bien! —le respondieron haciendo rodar los barriles hasta la
abertura—. ¡Tú serás el responsable si las cubas de mantequilla del rey y el vino
mejor son empujados al río para qué los hombres del lago se regalen gratis!
¡Rueda—rueda—rueda—rueda,
rueda—rueda—rueda bajando a la cueva!
¡Levantad, arriba, que caigan a plomo!
Allá abajo van, chocando en el fondo.
Así cantaban, mientras primero uno, y luego otro, los barriles bajaban retumbando
a la oscura abertura y eran empujados hacia las aguas frías que corrían unos pies
más abajo. Algunos eran barriles realmente vacíos; algunos eran cubas bien
cerradas con un enano dentro; todos cayeron, uno tras otro, golpeando y
entrechocándose, precipitándose en el agua, sacudiéndose contra las paredes del
túnel, y flotando lejos corriente abajo.
Fue entonces precisamente cuando Bilbo descubrió de pronto el punto débil del
plan. Seguro que ya os disteis cuenta hace tiempo, y os habéis reído de él; pero
no creo que hubierais conseguido ni la mitad de lo que él consiguió. ¡Por
supuesto, él no estaba en ningún barril, ni había nadie allí para empacarlo, aun si
se hubiera presentado la oportunidad! Parecía como si esta vez fuese a perder de
veras a sus amigos (ya habían desaparecido casi todos a través de la escotilla
oscura), que lo dejarían atrás para siempre, de modo que él tendría que quedarse
allí escondido, como un saqueador sempiterno de las cuevas de los elfos. Pues
aun si hubiera podido escapar en seguida por los portones superiores, no tenía
muchas posibilidades de reencontrarse con los enanos. No sabía cómo llegar al
sitio donde recogían los barriles. Se preguntó qué demonios les ocurriría sin él;
pues no había tenido tiempo de contar a los enanos todo lo que había averiguado,
o lo que se había; propuesto hacer, una vez fuera del bosque.
Mientras todos estos pensamientos le cruzaban por la mente, los elfos, que
parecían ahora muy animados, comenzaron a entonar una canción junto a la
puerta del río. Algunos habían ido ya a tirar de las cuerdas que alzaban la
compuerta para dejar salir a los barriles tan pronto como todos flotaran abajo.
¡Bajas la rápida corriente oscura
de vuelta a tierras que antaño conociste!
Deja las salas y cavernas profundas.
las escarpadas montañas del norte,
en donde el bosque tenebroso y ancho
en sombras grises y hoscas se inclina.
Más allá de este mundo de árboles
flota saliendo hacia la brisa,
más allá de las cañadas y los juncos,
más allá de las hierbas del pantano,
en la neblina blanca que asciende
del lago nocturno y de los charcos.
¡Sigue, sigue a las estrellas que asoman
arriba en cielos fríos y empinados,
gira con el alba sobre la tierra,
sobre la arena, sobre los rápidos!
¡Lejos al Sur, y más lejos al Sur!
¡Busca la luz del sol y la del día,
de vuelta a los pastos, y a los prados,
que vacas y bueyes apacentan!
¡De vuelta a los jardines de las lomas
donde las bayas crecen y maduran
bajo la luz del sol y bajo el día!
¡Lejos al Sur, más lejos al Sur!
¡Bajas la rápida corriente oscura
de vuelta, a tierras que antaño conociste!
¡Ya el último de los barriles iba rodando hacia las puertas! Desesperado, y no
sabiendo qué hacer, el pobre pequeño Bilbo se aferró al barril y fue empujado con
él sobre el borde. Cayó abajo en el agua fría y oscura, con el barril encima, y subió
otra vez balbuceando y arañando la madera corno una rata, pero a pesar de todos
sus esfuerzos no pudo trepar. Cada vez que lo intentaba, el barril daba una media
vuelta y lo sumergía otra vez. El barril estaba realmente vacío, y flotaba como un
corcho. Aunque Bilbo tenía las orejas llenas de agua, aún podía oír a los elfos,
cantando arriba en la bodega. Entonces, de súbito, las escotillas cayeron y las
voces se desvanecieron a lo lejos. Bilbo estaba ahora en un túnel oscuro, flotando
en el agua helada, completamente solo... pues no puedes contar con amigos que
flotan encerrados en barriles.
Muy pronto una mancha gris apareció delante, en la oscuridad. Oyó el chirrido de
la compuerta que se levantaba, y se encontró en medio de una fluctuante y
entrechocante masa de toneles y cubas, todos empujan do juntos para pasar por
debajo del arco y salir a las aguas del río. Trató por todos los medios de impedir
que lo golpearan y machacaran; pero al fin, los barriles apiñados comenzaron a
dispersarse y a balancearse, uno por uno, bajo la arcada de piedra y más allá.
Entonces Bilbo vio que no le habría servido de mucho si hubiese subido a
horcajadas sobre el barril, pues apenas había espacio, ni siquiera para un hobbit,
entre el barril y el techo ahora inclinado de la compuerta.
Fuera salieron, bajo las lamas que colgaban desde las dos orillas. Bilbo se
preguntaba qué sentirían en ese momento los enanos, y si no estaría entrando
agua en las cubas. Algunas de las que pasaban flotando en la oscuridad, junto a
él, parecían bastante hundidas en el agua, y supuso que llevarían enanos dentro.
"¡Espero haber ajustado bastante las tapas!" pensó, pero en seguida estuvo
demasiado preocupado por sí mismo para acordarse de los enanos, Conseguía
mantener la cabeza sobre el agua de algún modo, la suerte cambiase, cuanto
tiempo seria capaz de resistir, y si podía correr el riesgo de soltarse e intentar
nadar hasta la orilla.
La suerte cambió de pronto: la corriente arremolinada arrastró varios barriles a un
punto de la ribera, y allí se quedaron un rato, varados contra alguna raíz oculta.
Bilbo aprovechó entonces la ocasión para trepar por el costado del barril apoyado
firmemente contra. otro. Subió arrastrándose como una rata ahogada, y se tendió
arriba, tratando de mantener el equilibrio. La brisa era fría, pero mejor que el agua,
y esperaba no caer rodando de repente.
Los barriles pronto quedaron libres otra vez y giraron y dieron vueltas río abajo,
saliendo a la corriente principal. Bilbo descubrió entonces que era muy difícil
mantenerse sobre el barril, tal como había temido, y además se sentía bastante
incómodo. Por fortuna, Bilbo era muy liviano, y el barril grande, y bastante
deteriorado, de modo que había embarcado una pequeña cantidad de agua. Aun
así, era como cabalgar sin brida ni estribos un poney panzudo que no pensara en
Otra cosa que en revolcarse sobre la hierba.
De este modo el señor Bolsón llegó por fin a un lugar donde los árboles raleaban a
ambos lados. Alcanzaba a ver el cielo pálido entre ellos. El río oscuro se ensanchó
de pronto, y se unió al curso principal del Río del Bosque, que fluía
precipitadamente desde los grandes portones del rey. En la móvil superficie de
una extensión de agua que las sombras ya no cubrían, se reflejaban las nubes y
las estrellas en luces danzantes y rotas. Las rápidas aguas del Río del Bosque
llevaron toda la compañía de toneles y cubas a la ribera norte, donde habían
abierto una ancha bahía. Esta tenía una playa. de guijarros al pie del barranco, y
estaba cerrada en el extremo oriental por un pequeño cabo sobresaliente de roca
dura. Muchos de los barriles encallaron en los bajíos arenosos, aunque unos
pocos fueron a golpear contra el dique de roca.
Había gente vigilando las riberas. Empujaron rápidamente y movieron con pértigas
todos los barriles hacia los bajíos, y los contaron y ataron juntos y los dejaron allí
hasta la mañana. ¡Pobres enanos! Bilbo no estaba tan mal ahora. Bajó
deslizándose del barril, y vadeó el río hasta la orilla, y luego se escurrió hacia
algunas cabañas que alcanzaba a ver cerca del río. Si tenía la Oportunidad de
tomar una cena sin invitación, esta vez no lo pensaría mucho; se había visto
obligado a hacerlo durante mucho tiempo, y ahora sabía demasiado bien lo que
era tener verdadera hambre, y no sólo un amable interés por las delicadezas de
una despensa bien provista. Había llegado a ver la luz de un fuego entre los
árboles, y era una luz atractiva; las ropas caladas y andrajosas se le pegaban frías
y húmedas al cuerpo.
No es necesario contaros mucho de las aventuras de Bilbo aquella noche, pues
nos estamos acercando ya al término del viaje hacia el este, y llegando a la última
y mayor aventura, de modo que hemos de darnos prisa. Ayudado, como es
natural, por el anillo mágico, a Bilbo le fue muy bien al principio, pero al cabo fue
traicionado por sus pisadas húmedas y el rastro de gotas que iba dejando
dondequiera que fuese o se sentase; y luego se puso a lagrimear, y cuando
intentaba ocultarse era descubierto por las terribles explosiones de unos
estornudos contenidos. Muy pronto hubo una gran conmoción en la villa ribereña;
mas Bilbo escapó hacia los bosques llevando una hogaza y un pellejo de vino y un
pastel que no le pertenecían. El resto de la noche tuvo que pasarla mojado como
estaba y sin fuego, pero el pellejo de vino lo ayudó, y hasta alcanzó a dormitar un
rato sobre unas hojas secas, aunque el ano estaba avanzado y el aire era
cortante.
Despertó de nuevo con un estornudo especialmente ruidoso. La mañana era gris,
y había un alegre alboroto río abajo. Estaban construyendo una almadía de
barriles, y los elfos de la almadía la llevarían pronto aguas abajo hacia la Ciudad
del Lago. Bilbo estornudó otra vez. Las ropas ya no le chorreaban, pero tenía el
cuerpo helado. Descendió gateando tan rápido como se lo permitían las piernas
entumecidas, y logró alcanzar justo a tiempo el grupo de toneles sin que nadie se
diera cuenta en la confusión general. Por suerte, no había sol entonces que
proyectase una sombra reveladora, y por misericordia no estornudó otra vez
durante un buen rato.
Hubo un poderoso movimiento de pértigas. Los elfos que estaban en los bajíos
impelían y empujaban. Los barriles, ahora amarrados entre si, se rozaban y
crujían.
—¡Es una carga pesada! —gruñían algunos—. Flotan muy bajos... algunos no
están del todo vacíos. Si hubiesen llegado a la luz del día podríamos haberles
echado una ojeada —dijeron.
—¡Ya no hay tiempo! —gritó el elfo de la almadía—. ¡Empujad!
Y allá fueron por fin, lentamente al principio, hasta que dejaron atrás el cabo
rocoso, donde otros elfos esperaban para apartarlos con pértigas, y luego más y
más rápido cuando entraron en la corriente principal, y navegaron y fueron
alejándose, aguas abajo, hacia el Lago.
Habían escapado de las mazmorras del rey y habían atravesado el bosque, pero
si vivos o muertos, todavía estaba por verse.
UNA CÁLIDA BIENVENIDA
El día crecía más claro y caluroso a medida que avanzaban flotando. Luego de un
corto trecho, el río rodeaba a la izquierda un repecho de tierra escarpada. Al pie
de la pared rocosa que se alzaba como un risco en una llanura, la corriente más
profunda fluía lamiendo y borboteando. De repente el risco se estrechó. Las orillas
se hundieron. Los árboles desaparecieron. Bilbo miró.
Las tierras se abrían amplias alrededor, cubiertas por las aguas del río que se
perdía y se Bifurcaba en un centenar de cursos zigzagueantes, o se estancaba en
remansos y pantanos con islotes a los lados; pero aun así, una fuerte corriente
seguía su curso regular.
¡Y allá, a lo lejos, mostrando la cima oscura entre retazos de nubes, allá
amenazadora, asomaba la Montaña! Los picos más próximos de la zona noroeste
y el hundido valle que los unía no alcanzaban a distinguirse. Sola y adusta, la
Montana contemplaba el bosque por encima de los pantanos. ¡La Montaña
Solitaria! Bilbo había viajado mucho y había pasado muchas aventuras para verla,
y ahora no le gustaba nada.
Mientras escuchaba la conversación de los elfos en la almadía, e hilaba los
pedazos de información que dejaban caer, pronto comprendió que era muy
afortunado por haberla visto, aun desde lejos. Había sufrido mucho cuando cayó
prisionero, y ahora no encontraba una postura cómoda (por no mencionar a los
pobres enanos debajo de él), y sin embargo no se había dado cuenta de la suerte
que había tenido. La conversación se refería sólo al comercio que iba y venía por
los canales y al incremento del tráfico en el río, pues las carreteras del este que
conducían al Bosque Negro habían desaparecido o dejaron de utilizarse; y
además los Hombres del Lago y los Elfos del Bosque se habían disputado el
dominio del Río del Bosque y el cuidado de las riberas. Estos territorios habían
cambiado mucho desde los días en que los enanos moraran en la Montaña, días
que para la mayoría de la gente sólo eran ahora una vaga tradición. Habían
cambiado aun en años recientes y desde las últimas noticias que Gandalf tenía de
ellos. Inundaciones y lluvias habían aumentado el caudal de las aguas en el Este;
y había habido uno o dos terremotos (que algunos se inclinaron a atribuir al
dragón, mientras señalaban la Montaña con una maldición y un ominoso
movimiento de cabeza). Los pantanos y ciénagas se habían extendido más y más
a ambos lados. Los senderos habían desaparecido, y los jinetes o caminantes
hubieran tenido un destino similar si hubiesen intentado encontrar los viejos
caminos. El sendero elfo que cruzaba el bosque y que los enanos habían tomado
siguiendo el consejo de Beorn, ahora llegaba a un dudoso e insólito final en el
borde oriental del bosque; sólo el río era aún un trayecto seguro desde el linde
norte del Bosque Negro hasta las lejanas planicies sombreadas por la Montaña; y
el río estaba vigilado por el rey de los Elfos del Bosque.
Así que como veis, Bilbo había tomado al final el único camino que era en realidad
bueno. El señor Bolsón hubiera podido sentirse reconfortado, mientras temblaba
sobre los barriles, si hubiese sabido que noticias de todo esto habían llegado a
Gandalf allá lejos, preocupándolo de veras, y que estaba a punto de acabar otro
asunto (que no viene a cuento mencionar en este relato) y se disponía a regresar
en busca de la gente de Thorin. Pero Bilbo no lo sabía.
Todo cuanto sabía era que el río parecía seguir y seguir y seguir, y que él tenía
hambre, y un horroroso resfriado de nariz, y que no le gustaba cómo la Montaña
parecía fruncir el ceno y amenazarlo a medida que se acercaban. Sin embargo, al
cabo de un rato, el río tomó un curso más meridional y la Montana retrocedió de
nuevo, y al fin, ya caída la tarde, entre orillas ahora de rocas, el río reunió todas
sus aguas errantes en un profundo y rápido flujo, y descendió precipitadamente.
El sol ya se había puesto cuando luego de un recodo y de bajar otra vez hacia el
este, el Río del Bosque se precipitó en el Lago Largo. Las puertas del río se
alzaban como altos acantilados, a un lado y a otro, con guijarros apilados en las
orillas. ¡El Lago Largo! Bilbo nunca había imaginado que pudiera haber una
extensión de agua tan enorme, excepto el mar. Era tan ancho que las márgenes
opuestas asomaban apenas a lo lejos, y tan largo que no se veía el extremo norte,
que apuntaba a la Montaña. Sólo por el mapa supo Bilbo que allá arriba, donde las
estrellas del Carro ya titilaban, el Río Rápido descendía desde el valle
desembocando en el Lago, y junto con el Río del Bosque colmaba con aguas
profundas lo que una vez tenia que haber sido un valle de piedra grande y hondo.
En el extremo meridional las dobles aguas se vertían de nuevo en al tas cascadas
y corrían de prisa hacia tierras desconocidas, En el aire tranquilo del anochecer el
ruido de las cascadas resonaba como un bramido distante.
No lejos de la boca del Río del Bosque se alzaba la extraña ciudad de la que
hablaran los elfos, en las bodegas del rey. No estaba emplazada en la orilla,
aunque había allí unas cuantas cabañas y construcciones, sino sobre la superficie
misma del Lago, en una apacible bahía protegida de los remolinos del río por un
promontorio de roca.
Un gran puente de madera se extendía hasta unos enormes troncos que
sostenían una bulliciosa ciudad también de madera, no una ciudad de Elfos sino
de Hombres, que aún se atrevían a vivir a la sombra de la distante Montana del
dragón. Sacaban aún algún provecho del tráfico que venía desde él Sur, río arriba,
y que en el trayecto de las cascadas era transportado por tierra hasta la ciudad;
pero en los grandes días de antaño, cuando el Valle Norte era rico y próspero,
ellos habían sido poderosos hombres de fortuna; vastas flotas de barcos habían
poblado aquellas aguas, y algunos llevaban oro y otros guerreros con armaduras,
y allí se habían conocido guerras y hazañas que ahora eran sólo una leyenda. A lo
largo de las orillas podían verse aún los pilotes carcomidos de una ciudad más
grande, cuando bajaban las aguas, durante las sequías.
Pero los hombres poco recordaban de todo aquello, aunque algunos todavía
cantaban viejas canciones sobre los reyes enanos de la Montaña, Thror y Thrain
de la raza de Durin, y sobre la llegada del Dragón y la caída de los Señores de
Valle. Algunos cantaban también que Thror y Thrain volverían un día, y que el oro
correría en ríos por las compuertas de la Montaña, y que en todo aquel país se
oirían canciones nuevas y risas nuevas. Pero esta agradable leyenda no afectaba
mucho los asuntos cotidianos de los hombres.
Tan pronto como la almadía de barriles apareció a la vista, unos botes salieron
remando desde los pilotes de la ciudad, y unas voces saludaron a los timoneles.
Los elfos arrojaron cuerdas y retiraron los remos, y pronto la balsa fue arrastrada
fuera de la corriente del Río del Bosque, y luego remolcada, bajo el alto repecho
rocoso hasta la pequeña bahía de la Ciudad del Lago. Allí la amarraron no lejos de
la cabecera del puente. Pronto vendrían hombres del Sur y se llevarían algunos de
los barriles, y otros los cargarían con mercancías que habían traído consigo para
devolverlas río arriba a la morada de los Elfos del Bosque. Mientras tanto los
barriles quedaron en el agua, y los elfos de la almadía y los barqueros fueron a
celebrarlo en la Ciudad del Lago.
Se hubieran sorprendido si hubiesen visto lo que ocurrió allá abajo en la orilla
después de que se fueran, ya caída la noche. Bilbo soltó ante todo un barril y lo
empujó hasta la orilla, donde lo abrió. Se oyeron unos quejidos y un enano de
aspecto lastimoso salió arrastrándose. Unas pajas húmedas se le habían
enredado en la barba enmarañada; estaba tan dolorido y entumecido, con tantas
magulladuras y cardenales, que apenas pudo sostenerse en pie y atravesar a
tumbos el agua poco profunda; y siguió lamentándose tendido en la orilla. Tenía
una mirada famélica y salvaje, como la de un perro encadenado y olvidado en la
perrera toda una semana. Era Thorin, aunque sólo podríais reconocerlo por la
cadena de oro y por el color del capuchón celeste, ahora sucio y andrajoso, con la
borla de plata deslustrada. Tuvo que pasar algún tiempo antes de que volviese a
ser amable con el hobbit.
—Bien, estas vivo o muerto? —preguntó Bilbo un tanto malhumorado. Quizá había
olvidado que él por lo menos había tenido una buena comida más que los enanos,
y también los brazos y piernas libres, y no hablemos de la mayor ración de aire—.
¿Estás todavía preso, o libre? Si quieres comida, y si quieres continuar con esta
estúpida aventura (es tuya al fin y al cabo, y no mía), mejor será que sacudas los
brazos, te frotes las piernas e intentes ayudarme a sacar a los demás, mientras
sea posible.
Por supuesto, Thorin entendió la sensatez de estas palabras, y luego de unos
cuántos quejidos más, se incorporó y ayudó al hobbit lo mejor que pudo. En la
oscuridad, chapoteando en el agua fría, tuvieron una difícil y muy desagradable
tarea tratando de dar con los barriles de los en? nos. Dando golpes fuera y
llamándolos, sólo descubrieron a unos seis enanos capaces de contestar. A estos
los desembalaron y ayudaron a alcanzar la orilla, y allí los dejaron, sentados o
tumbados, quejándose y gruñendo. Estaban tan doloridos, entumecidos y
empapados que apenas si alcanzaban a darse cuenta de que los habían liberado
o de que había, razones para que se mostraran agradecidos.
Dwalin y Balin eran dos de los más desafortunados, y no valía la pena pedirles
ayuda. Bifur y Bofur estaban menos magullados y más secos, pero permanecían
tumbados y no hacían nada. Fíli y Kili, sin embargo, que eran jóvenes (para un
enano) y que además habían sido mejor embalados, con paja abundante y en
toneles más pequeños, emergieron casi sonrientes, con alguna que otra
magulladura y un entumecimiento que pronto les desapareció.
—¡Espero no oler nunca más una manzana! —dijo Fíli—. Mi cuba estaba toda
impregnada de ese aroma. No oler ninguna otra cosa que manzanas cuando
apenas puedes moverte y estás helado y enfermo de hambre, es enloquecedor.
Me comería hoy cualquier cosa de todo el ancho mundo durante horas y horas...
¡pero nunca una manzana!
Con la voluntariosa ayuda de Fíli y Kili, Thorin y Bilbo descubrieron al fin al resto
de la compañía y los sacaron de los barriles. El pobre gordo Bombur parecía
dormido o inconsciente; Dori, Nori, Ori, Óin y Glóin habían tragado mucha agua y
estaban medio muertos. Tuvieron que transportarlos uno a uno y depositarlos en
la orilla.
—¡Bien! ¡Aquí estamos! —dijo Thorin—. Y supongo que tenemos que agradecerlo
a nuestras estrellas y al señor Bolsón. Estoy seguro de que tiene derecho a
esperarlo, aunque desearía que hubiese organizado un viaje más cómodo. No
obstante... todos a vuestro servicio una vez más, señor Bolsón. Sin duda alguna
nos sentiremos debidamente agradecidos cuando hayamos comido y nos
recuperemos. ¿Qué hacemos mientras tanto?
—"Yo propondría la Ciudad del Lago —dijo Bilbo—. ¿Qué otra cosa se puede
hacer?
Nadie, desde luego, pudo proponer algo distinto; así que dejando a los otros,
Thorin y Fíli y Kili y el hobbit siguieron la orilla hasta el puente. A la cabecera había
guardias, aunque la vigilancia no parecía muy estricta, y no era realmente
necesaria desde hacia mucho tiempo. Excepto por ocasionales riñas a causa de
los peajes del río, eran amigos de los Elfos del Bosque. Otros pueblos estaban
muy lejos, y algunos de los más jóvenes de la ciudad ponían abiertamente en
duda la existencia de cualquier dragón en la Montana, y se burlaban de los
barbigrises y vejetes que decían haberlo visto volar por el cielo en sus arios
mozos. Por todo esto, no es de extrañar que los guardias estuviesen bebiendo y
riendo junto al fuego dentro de la cabaña, y no oyesen el ruido de los enanos que
eran desembala dos, ó los pasos de los cuatro exploradores. El asombro de los
guardias fue enorme cuando Thorin Escudo de Roble cruzó la puerta.
—¿Quién eres y qué quieres? —gritaron poniéndose en pie de un salto y
buscando a tientas las armas.
—¡Thorin hijo de Thrain hijo de Thror, Rey bajo la Montaña! —dijo el enano con
voz recia, y realmente pa—parecía un rey, aun con aquellas rasgadas vestiduras y
el mugriento capuchón. El oro le brillaba en el cuello y en la cintura; y tenía ojos
oscuros y profundos—. He regresado. ¡Deseo ver al gobernador de la ciudad!
Hubo entonces un tremendo alboroto. Algunos dé los más necios salieron
corriendo como si esperasen que la Montaña se convirtiese en oro por la noche y
todas las aguas del Lago se pusiesen amarillas de un momento a otro. El capitán
de la guardia se adelantó.
—¿Y quiénes son éstos? —preguntó señalando u Fíli, Kili y Bilbo.
—Los hijos de la hija de mi padre —respondió Thorin—. Fíli y Kili de la raza de
Durin, y el señor Bolsón que ha viajado con nosotros desde el Oeste.
—¡Si venís en paz arrojad las armas! —dijo el capitán.
—No tenemos armas —dijo Thorin, y era bastante cieno: los cuchillos se los
habían sacado los Elfos del Bosque, y también la gran espada Orcrist. Bilbo tenía
su daga, oculta como siempre, pero no habló— No necesitamos armas, volvemos
por fin a nuestros dominios, como se decía en otro tiempo. No podríamos luchar
contra tantos. ¡Llévanos al gobernador!
—Está en una fiesta —dijo el capitán.
—Más motivo entonces para que nos lleves a él —estalló Fíli, ya impaciente con
tanta solemnidad— Estamos agotados y hambrientos después de un largo viaje y
tenemos camaradas enfermos. Ahora date prisa y no charlemos más, o tu señor
tendrá algo que decirte.
—Seguidme entonces —dijo el capitán, y rodeándolos con seis de sus hombres
los condujo por el puente, a través de las puertas, hasta el mercado de la ciudad.
Este era un amplio círculo de agua tranquila rodeada por altos pilotes sobre los
que se levantaban las casas más grandes, y por largos muelles de madera con
escalones y escalerillas que descendían a la superficie del lago. De una de las
casas llegaba el resplandor de muchas luces y el sonido de muchas voces.
Cruzaron las puertas y se quedaron parpadeando a la luz, mirando las largas
mesas en las que se apretaba la gente.
—¡Soy Thorin hijo de Thrain hijo de Thror, Rey bajo la Montaña! ¡He regresado! —
gritó Thorin con voz recia desde la puerta, antes de que el capitán pudiese hablar.
Todos se pusieron en pie de un salto. El gobernador de la ciudad se movió
nervioso en la gran silla. Pero nadie se levantó con mayor sorpresa que los elfos,
sentados al fondo de la sala. Precipitándose hacia la mesa del gobernador gritaron
juntos;
—¡Estos son prisioneros de nuestro rey que han escapado, enanos errantes y
vagabundos que ni siquiera pudieron decir nada bueno de sí mismos y que
merodean por los bosques y molestan a nuestra gente!
—¿Es eso cierto? —preguntó e! gobernador. En realidad esto le parecía más
probable que el regreso del Rey bajo la Montaña, si semejante persona había
existido alguna vez.
—Es cierto que el Rey Elfo nos hizo prisioneros por error y nos encarceló sin
causa alguna, cuando regresábamos a nuestro país —respondió Thorin—. Mas ni
can dados ni barrotes pueden impedir el retorno anunciado antaño, y no estamos
en los dominios de los Elfos del Bosque. Hablo al gobernador de la ciudad de los
Hombres del Lago, no a los almadieros del rey.
El gobernador titubeó entonces, mirando a unos y otros. El Rey Elfo era muy
poderoso en aquellas tierras y el gobernador no deseaba enemistarse con él;
además no prestaba mucha atención a canciones antiguas, entregado como
estaba al comercio y a los peajes, a los cargamentos y al oro, hábitos a los que
debía su posición. Otros, sin embargo, pensaban de un modo muy distinto, y el
asunto se solucionó rápidamente sin que el gobernador interviniera. Las noticias
se habían difundido desde las puertas del palacio por toda la ciudad, como si se
tratase de un incendio. La gente gritaba dentro y fuera de la sala. Unos pasos
apresurados recorrían los muelles. Alguien empezó a cantar trozos de viejas
canciones que hablaban del regreso del Rey bajo la Montaña; que fuese el nieto
de Thror y no Thror en persona quien estaba allí, no parecía molestarles. Otros
entonaron la canción que rodó alta y fuerte sobre el lago.
¡El Rey bajo la Montaña,
el Rey de piedra tallada,
el señor de fuentes de plata,
¡regresará a sus tierras!
Sostendrán alta la corona,
tañerán otra vez el arpa,
cantarán otra vez las canciones,
habrá ecos de oro en las salas.
Los bosques ondularán en montañas,
y las hierbas, a la luz del sol;
y las riquezas manarán en fuentes,
y los ríos en corrientes doradas.
¡Alborozados correrán los ríos,
los lagos brillarán como llamas,
cesarán los dolores y las penas,
cuando regrese el Rey de la Montaña!
Así cantaban, o algo parecido, aunque la canción era mucho más larga, y fue
acompañada con gritos y música de arpas y violines. Y en verdad, ni el más viejo
de los abuelos recordaba semejante algarabía en la Ciudad del Lago. Los propios
Elfos del Bosque empezaron a titubear y aun a tener miedo. No sabían, por
supuesto, cómo Thorin había escapado, y se decían quizá que el Rey había
cometido un grave error. En cuanto al gobernador de la ciudad, comprendió que
no podía hacer otra cosa que sumarse a aquel clamor tumultuoso, al menos por el
momento, y fingir que aceptaba lo que Thorin decía que era. De modo que lo invitó
a sentarse en la silla grande, y puso a Fíli y a Kili junto a él en sitios de honor. Aun
a Bilbo se le dio un lugar en la mesa alta, y nadie explicó de dónde venía (ninguna
canción se refería a él, ni siquiera de un modo oscuro), ni nadie lo preguntó en el
bullicio general.
Poco después trajeron a los demás enanos a la. ciudad entre escenas de
asombroso entusiasmo. Todos fueron curados y alimentados, alojados y
agasajados del modo más amable y satisfactorio. Una casa enorme fue cedida a
Thorin y a los suyos; y luego les proporcionaron barcos y remeros, y una multitud
se sentó a las puertas de la casa y cantaba canciones durante todo el día, o daba
hurras si cualquier enano asomaba la punta de la nariz.
Algunas de las canciones eran antiguas; pero otras eran muy nuevas y hablaban
con confianza de la repentina muerte del dragón y de los cargamentos de
fastuosos presentes que bajaban por el río a la Ciudad del Lago. Estos últimos
cantos estaban inspirados en su mayor parte por el gobernador, y no agradaban
mucho a los enanos; pero entretanto los trataban muy bien, y pronto se pusieron
de nuevo fuertes y gordos. En una semana estaban ya casi repuestos, con ropa
fina de color apropiado, las barbas peinadas y recortadas, y el paso orgulloso.
Thorin caminaba y miraba a todo el mundo como si el reino estuviese ya
reconquistado y Smaug cortado en trozos pequeños.
Por entonces, como Thorin había dicho, los buenos sentimientos de los enanos
hacia el pequeño hobbit se acrecentaban día a día. No hubo más gruñidos o
lamentos. Bebían a la salud de Bilbo, le daban golpecitos en la espalda, y
alborotaban alrededor, lo qué no estaba mal, pues el hobbit no se sentía
demasiado feliz. No había olvidado el aspecto de la Montaña, ni lo que pensaba
del dragón, y tenía además un fastidioso resfriado. Durante tres días estornudó y
tosió, y no pudo salir, y aun días después, cuando hablaba en los banquetes, se
limitaba a decir: —Buchísimas bracias.
Mientras tanto los elfos habían regresado al Río del Bosque con los cargamentos,
y hubo una gran excitación en el palacio del rey. Nunca he sabido qué les ocurrió
al jefe de la guardia y al mayordomo. Por supuesto, nada se dijo sobre llaves o
barriles mientras los enanos permanecieron en la Ciudad del Lago, y Bilbo cuidó
de no volverse nunca invisible. No obstante, me atrevería a decir que se suponía
más de lo que se sabía, y sin duda el señor Bolsón era uno de los puntos
misteriosos. De todos modos el rey conocía ahora la misión de los enanos o creía
conocerla, y se dijo a sí mismo:
"Muy bien! ¡Ya veremos! Ningún tesoro saldrá por el Bosque Negro sin que yo
haya dicho la última palabra.
Pero espero que todos tengan un mal fin, ¡y les estará bien empleado!" De todos
modos él no creía en enanos que lucharan y mataran dragones como Smaug, y
sospechaba un intento de saqueo o algo parecido, lo que demuestra que era un
elfo sabio y más sabio que los hombres de la ciudad, aunque no acertaba del todo,
como veremos más adelante. Envió espías a las orillas del Lago y a la Montaña,
lejos hacia el norte, hasta donde pudieran llegar, y aguardó.
A los quince días, Thorin empezó a pensar en la partida. Mientras durase el
entusiasmó en la ciudad, sería tiempo de pedir ayuda. No convenía dejar enfriar
las cosas con dilaciones. Así que habló con el gobernador y los consejeros de la
ciudad, y les dijo que pronto él y su compañía marcharían Otra vez a la Montaña.
Entonces, por vez primera, el gobernador se sorprendió y aun llegó a asustarse, y
se preguntó si Thorin no sería en verdad descendiente de los reyes antiguos.
Nunca había pensado que los enanos se atreverían a acercarse a Smaug, y para
él no eran más que un fraude que tarde o temprano saldría a la luz. Estaba
equivocado. Thorin, por supuesto, era el verdadero nieto del Rey bajo la Montaña,
y nadie sabe de lo que es capaz un enano, por venganza o por recobrar lo que le
pertenece.
Pero el gobernador no sintió pena alguna cuando los dejó partir. La manutención
de los enanos estaba arruinándolo, y desde que habían llegado la vida en la
ciudad era como unas largas vacaciones, con los negocios en punto muerto,
"Dejemos que se vayan y que le den la lata a Smaug. ¡Ya veremos cómo los
recibe!", pensó. —¡Ciertamente, oh Thorin hijo de Thrain hijo de Thror! —fue lo
que dijo—. Tenéis que reclamar lo que es vuestro. Ha llegado la hora que se
anunció tiempo atrás. Tendréis toda la ayuda que podamos daros, y confiamos en
vuestra gratitud cuando reconquistéis el reino.
De modo que un buen día, aunque el Otoño estaba, ya bastante avanzado, y los
vientos eran fríos y las hojas caían rápidas, tres grandes embarcaciones dejaron la
Ciudad del Lago, cargadas con remeros, enanos, el Señor Bolsón, y muchas
provisiones. Habían enviado caballos y poneys que llegarían al apeadero señalado
dando un rodeo por senderos tortuosos. El gobernador y los consejeros de la
ciudad los despidieron desde los grandes escalones del ayuntamiento, que
bajaban hasta el Lago. La gente cantaba en las ventanas y en los muelles. Los
remos blancos golpearon y se hundieron en el agua; y la compañía partió hacia el
norte, río arriba, en la última etapa de un largo viaje. La única persona
completamente desdichada era Bilbo.
EN EL UMBRAL
Durante dos días enteros remaron aguas arriba, y se metieron en el Río Rápido, y
todos pudieron ver entonces la Montaña Solitaria, que se alzaba imponente y
amenazadora ante ellos. La corriente era turbulenta e iban despacio. Al término
del día tercero, unas millas no arriba, se acercaron a la orilla oeste o izquierda y
desembarcaron. Aquí se les unieron los caballos con otras provisiones y útiles y
los poneys y el resto fue almacenado en una tienda, pero ninguno de los hombres
de la ciudad se quedaría con ellos tan cerca de la sombra de la Montaña, ni
siquiera por esa noche.
—No al menos hasta que las canciones sean ciertas —dijeron. Era más fácil creer
en el dragón y menos fácil creer en Thorin en marcha por esas tierras salvajes. En
verdad los almacenes no necesitaban guardias, pues aquellas tierras eran
desoladas y desiertas. Así, aunque ya caía la noche, la escolta los abandonó,
escapando rápidamente río abajo y por los caminos de la orilla.
Pasaron una noche fría y solitaria, y se sintieron desanimados. Al día siguiente
partieron de nuevo. Balin y Bilbo cabalgaban detrás, cada uno llevando un poney
con una carga pesada; los otros iban delante, marchando lentamente pues no
había ninguna senda. Fueron hacia el noroeste, desviándose del Río Rápido y
acercándose más y más a la gran estribación de la Montaña que avanzaba sobre
ellos desde el sur.
Fue una jornada agotadora, silenciosa y furtiva. No hubo risas, ni canciones, ni
sonidos de arpa, y el orgullo y las esperanzas que habían reavivado los corazones
mientras entonaban los viejos cantos junto al lago, murieron pronto en un fatigado
abatimiento. Sabían que estaban aproximándose al final del viaje, y que podía ser
un final muy espantoso. La tierra alrededor era pelada y árida, aunque en otra
época, decía Thorin, había sido hermosa y verde. Había poca hierba, y al cabo de
un rato desaparecieron los árboles y los arbustos, y de los que habían muerto
mucho tiempo atrás sólo quedaban unos tocones rotos y ennegrecidos. Habían
llegado a la Desolación del Dragón y a los últimos días del año.
A pesar de todo, alcanzaron la falda de la Montaña sin tropezar con ningún peligro
ni con otro rastro del dragón que aquel desierto alrededor de la guarida. La
Montaña se alzaba oscura y silenciosa ante ellos, y siempre más alta. Acamparon
por primera vez en el lado oeste de la gran estribación sur, que terminaba en la
llamada Colina del Cuervo, La colina había sido un antiguo puesto de observación;
pero no se atrevieron a escalarla aún; estaba demasiado expuesta.
Antes de partir hacia las estribaciones del oeste en busca de la puerta oculta, en la
que habían puesto todas sus esperanzas, Thorin envió una partida de exploración
para reconocer las tierras del sur, donde estaba la Puerta Principal. Para este
propósito escogió a Balin, Fíli y Kili, y con ellos fue Bilbo. Marcharon bajo los
riscos grises y silenciosos hacia el pie de la Colina del Cuervo. El río, luego de un
amplio recodo sobre Valle, se apartaba de la Montaña e iba hacia el Lago,
fluyendo rápida y ruidosamente. Las orillas eran allí desnudas y rocosas, altas y
escarpadas sobre la corriente; y mirando con atención por encima del estrecho
curso de agua, que saltaba espumosa entre peñascos, pudieron ver en el amplio
valle, ensombrecidas por los brazos de la Montaña, las ruinas grises de casas,
torreones y muros antiguos.
—Ahí yace todo lo que queda dé Valle —dijo Balin—, Las laderas de la montaña
estaban verdes de bosques y los terrenos resguardados eran ricos y agradables
en el tiempo en que las campanas repicaban en la ciudad. —Parecía triste y
furioso a la vez cuando lo dijo; el mismo había sido compañero de Thorin el día
que llegó el dragón.
No se atrevieron a seguir el río mucho más lejos hacia la Puerta; pero dejaron
atrás el extremo de la estribación sur, y ocultándose detrás de una roca, buscaron
y vieron la sombría abertura cavernosa en la pared de un risco elevado, entre los
brazos de la Montaña. Las aguas del Río Rápido se precipitaban fuera, junto con
un vapor y un humo negro. Nada se movía en el yermo aparte del vapor y el agua,
y de cuando en cuando un grajo negro y ominoso. El único sonido era el del agua
entre las rocas, y a veces el áspero graznido de un pájaro. Balin se estremeció.
—¡Volvamos! —dijo—. ¡Aquí no hacemos nada bueno! Y no me gustan esos
pájaros negras, parecen espías del mal.
—El dragón vive todavía, y está ahora en los salones bajo la Montaña, o eso
supongo por el humo —dijo el hobbit.
—No es una prueba —dijo Balin—, aunque no dudo que estés en lo cierto. Pero
pudo haber salido por un rato, o encontrarse de guardia en la ladera de la
montaña, y aun así no me sorprendería que humos y vapores salieran por las
puertas; ese vaho fétido llena sin duda todas las salas interiores,
Con estos pensamientos tenebrosos, seguidos siempre por grajos que graznaban
encima de ellos, volvieron fatigados al campamento. En el mes de junio habían
sido huéspedes de la hermosa casa de Elrond, y aunque el otoño ya caminaba
hacia el invierno, parecía que habían pasado años desde aquellos días
agradables, Estaban solos en el yermo peligroso, sin esperanza de más ayuda.
Habían llegado al término del viaje, pero se encontraban más lejos que nunca, o
así parecía, del final de la misión. A ninguno de ellos le quedaba mucho ánimo.
Quizá os sorprenda, pero el señor Bolsón parecía más animado que los otros. Muy
a menudo le pedía a Thorin el mapa y lo miraba con atención, meditando sobre las
runas y el mensaje de letras lunares que El—rond había leído. Fue Bilbo quien
incitó a los enanos a que buscaran la puerta secreta de la vertiente oeste.
Trasladaron entonces el campamento a un valle largo, más estrecho que el valle
del sur donde se levantaban las Puertas del Río, y protegido por las estribaciones
más bajas de la Montana. Dos de las estribaciones se adelantaban aquí desde el
macizo principal hacia el oeste, en largas crestas de faldas abruptas, que sin
interrupción caían hacia el llano. En este lado se veían menos señales de los
merodeantes pies del dragón, y había alguna hierba para los poneys. Desde el
campamento oeste, siempre ensombrecido por el risco y el muro, hasta que el sol
empezaba a hundirse en el bosque, salieron día tras día a buscar unos senderos
que subiesen por la ladera de la montaña. Si el mapa decía la verdad, en alguna
parte de la cima del risco, en la cabeza del valle, tenía que estar la puerta secreta.
Día tras día volvían sin éxito al campamento.
Pero, por fin, de modo inesperado, encontraron lo que buscaban. Fíli, Kili y el
hobbit volvieron un día valle abajo y gatearon entre las rocas caídas del extremo
sur. Cerca del mediodía, arrastrándose detrás de una piedra solitaria que se
alzaba como un pilar, Bilbo descubrió unos toscos escalones. El y los enanos
treparon excitados, y encontraron el rastro de una senda estrecha, a veces oculta,
a veces visible, que llevaba a la cresta sur, y luego hasta una saliente todavía más
estrecha, que bordeaba hacia el norte la cara de la Montana. Mirando hacia abajo,
vieron que estaban en la punta del risco a la entrada del valle, y contemplaron su
propio campamento allá abajo. En silencio, pegándose a la pared rocosa de la
derecha, fueron en fila por el repecho hasta que la pared se abrió, y entraron
entonces en una pequeña nave de paredes abruptas y suelo cubierto de hierbas,
tranquila y callada. La entrada no podía ser vista desde abajo, pues el risco
sobresalía, ni desde lejos, pues era tan pequeña que parecía sólo una grieta
oscura. No era una cueva y se abría hacia el cielo; pero en el extremo más interior
se elevaba una pared desnuda, y la parte inferior, cerca del suelo, era tan lisa y
vertical como obra de albañil, pero no se veían ensambladuras ni rendijas. Ni
rastros había allí de postes, dinteles o umbrales, ni seña alguna de tranca, pestillo
o cerradura; y sin embargo no dudaron de que al fin habían encontrado la puerta.
La golpearon, la empujaron de mil modos, le imploraron que se moviese, recitaron
trozos de encantamientos que abrían entradas secretas, y nada se movió. Por
último, se tendieron exhaustos a descansar sobre la hierba, y luego, por la tarde,
emprendieron el largo descenso.
Esa noche hubo excitación en el campamento del valle. Por la mañana se
prepararon a marchar otra vez. Sólo Bofur y Bombur quedaron atrás para que
guardaran los poneys y las provisiones que habían traído desde el río. Los otros
bajaron al valle y subieron por el sendero descubierto el día anterior, y así hasta el
estrecho borde. Allí no llevaron bultos ni paquetes, pues la saliente era angosta y
peligrosa, con una caída al lado de ciento cincuenta pies sobre las rocas afiladas
del fondo; pero todos llevaban un buen rollo de cuerda bien atado a la cintura y
así, sin ningún accidente, llegaron a la pequeña nave de hierbas.
Allí acamparon por tercera vez, subiendo con las cuerdas lo que necesitaban.
Algunos de los enanos más vigorosos, como Kili, descendieron a veces del mismo
modo, para intercambiar noticias o para relevar a la guardia de abajo, mientras
Bofur era izado al campamento. Bombur no subiría ni por la cuerda ni por el
sendero.
—Soy demasiado gordo para esos paseos de mosca —dijo—. Me marearía, me
pisaría la barba, y seríais trece otra vez. Y las cuerdas son demasiado delgadas y
no aguantarían mi peso. —Por fortuna para él, esto no era cierto, como veréis.
Mientras tanto algunos de los enanos exploraron el antepecho más allá de la
abertura, y descubrieron un sendero que conducía montaña arriba; pero no se
atrevieron a aventurarse muy lejos por ese camino, ni tampoco servía de mucho.
Fuera, allá arriba, reinaba el silencio, interrumpido sólo por el ruido del viento entre
las grietas rocosas. Hablaban bajo y nunca gritaban o cantaban, pues el peligro
acechaba en cada piedra. Los otros, que trataban de descubrir el secreto de la
puerta, no tuvieron más éxito. Estaban demasiado ansiosos como para romperse
la cabeza con las runas o las letras lunares, pero trabajaron sin descanso
buscando la puerta escondida en la superficie lisa de la roca. Habían traído de la
Ciudad del Lago picos y herramientas de muchas clases y al principio trataron de
utilizarlos. Pero cuando golpearon la piedra, los mangos se hicieron astillas, y les
sacudieron cruelmente los brazos, y las cabezas de acero se rompieron o
doblaron como plomo. La minería, como vieron claramente, no era útil contra el
encantamiento que había cerrado la puerta; y el ruido resonante los aterrorizó.
Bilbo se encontró sentado en el umbral, solo y aburrido. Por supuesto, en realidad
no había umbral, pero llamaban así en broma al espacio con hierba entre el muro
y la abertura, recordando las palabras de Bilbo en el agujero—hobbit durante la
tertulia inesperada, hacía tanto tiempo, cuando dijo que él podría sentarse en el
umbral hasta que ellos pensasen algo. Y sentarse y pensar fue lo que hicieron, o
divagar más y más a la buenaventura, y ponerse cada vez más huraños.
Los ánimos se habían levantado un poco con el descubrimiento del sendero, pero
ahora los tenían ya por los pies; pero ni aun así iban a rendirse y marcharse. El
hobbit no estaba mucho más contento que los enanos. No hacía nada, y sentado
de espaldas a la pared de piedra, miraba fijamente por la abertura hacia el
poniente, por encima del risco y las amplias llanuras, hacia la pared del Bosque
Negro y las tierras de más allá, en las que a veces creía ver reflejos de las
Montañas Nubladas, lejanas y pequeñas. Si los enanos le preguntaban qué estaba
haciendo, contestaba:
—Dijisteis que sentarme en el umbral y pensar seria mi trabajo, aparte de entrar;
así que estoy sentado y pensando. —Pero me temo que no pensaba mucho en su
tarea, sino en lo que había más allá de la lejanía azul, la tranquila Tierra del
Poniente, y el agujero—hobbit bajo La Colina.
Una piedra gris yacía en medio de la hierba y él la observaba melancólico o
miraba los grandes caracoles. Parecía que les gustaba la nave cerrada con muros
de piedra fría, y había muchos de gran tamaño que se arrastraban lenta y
obstinadamente por los lados.
—Mañana empieza la última semana de otoño —dijo un día Thorin.
—Y el invierno viene detrás —dijo Bifur.
—Y luego otro año —dijo Dwalin—, y nos crecerán las barbas y colgarán riscos
abajo hasta el valle antes que aquí haya novedades. ¿Qué hace por nosotros el
saqueador? Como tiene el anillo, y ya tendría que saber manejarlo muy bien, estoy
empezando a pensar que podría cruzar la Puerta Principal y reconocer un poco él
terreno.
Bilbo oyó esto (los enanos estaban en las rocas justo sobre el recinto dónde él se
sentaba) y "¡Vaya!" se dijo.
"De modo que eso es lo que están pensando, ¿no? Siempre soy yo el pobrecito
que tiene que sacarlos de dificultades, al menos desde que el mago nos dejó.
¿Qué voy a hacer? ¡Podía haber adivinado que algo espantoso me pasaría al
final! No creo que soporte ver otra vez el desgraciado país de Valle y menos esa
puerta que echa vapor."
Esa noche se sintió muy triste y apenas durmió. Al día siguiente los enanos se
dispersaron en varias direcciones; algunos estaban entrenando a los poneys allá
abajo, otros erraban por la ladera de la montaña. Bilbo pasó todo el día abatido,
sentado en la nave de hierba, clavando los ojos en la piedra gris, o mirando hacia
afuera al oeste, a través de la estrecha abertura. Tenía la rara impresión de que
estaba esperando algo. "Quizá el mago aparezca hoy de repente", pensaba.
Si levantaba la cabeza alcanzaba a ver el bosque lejano. Cuando el sol se inclinó
hacia el oeste, hubo un destello amarillo sobre las copas de los árboles, como si la
luz se hubiese enredado en las últimas hojas claras. Pronto vio el disco
anaranjado del sol que bajaba a la altura de sus ojos. Fue hacia la abertura y allí,
sobre el borde de la Tierra, había una delgada luna nueva, pálida y tenue.
En ese mismo momento oyó un graznido áspero. Detrás, sobre la piedra gris en la
hierba, había un zorzal enorme, negro casi como el carbón, el pecho amarillo
claro, salpicado de manchas oscuras. ¡Crac! Había capturado un caracol y lo
golpeaba contra la piedra. ¡Crac! ¡Crac!
De repente Bilbo entendió. Olvidando todo peligro, se incorporó y llamó a los
enanos, gritando y moviéndose. Aquellos que estaban más próximos se acercaron
tropezando sobre las rocas y tan rápido como podían a lo largo del antepecho,
preguntándose qué demonios pasaba; los otros gritaron que los izaran con las
cuerdas (excepto Bombur, que por supuesto estaba dormido).
Bilbo se explicó rápidamente. Todos guardaron silencio: el hobbit de pie junto a la
piedra gris, y los enanos observando impacientes, meneando las barbas. El sol
bajó y bajó, y las esperanzas menguaron. El sol se hundió en un anillo de nubes
enrojecidas y desapareció. Los enanos gruñeron, pero Bilbo siguió allí de pie, casi
sin moverse. La pequeña luna estaba tocando el horizonte. Llegaba el anochecer.
Entonces, de modo inesperado, cuando ya casi no les quedaban esperanzas, un
rayo rojo de sol escapó como un dedo por el rasgón de una nube. El destello de
luz llegó directamente a la nave atravesando la abertura y cayó sobre la lisa
superficie de roca. El viejo zorzal, que había estado mirando desde lo alto con ojos
pequeños y brillantes, inclinando la cabeza, soltó un sonoro gorjeo. Se oyó un
crujido. Un trozo de roca se desprendió de la pared y cayó. De repente apareció
un orificio, a unos tres pies del suelo.
En seguida, temiendo que la oportunidad se esfumase, los enanos corrieron hacia
la roca y la empujaron, en vano.
—¡La llave! ¡La llave! — gritó Bilbo entonces— ¿Dónde está Thorin?
Thorin se acercó de prisa.
—¡La llave! — gritó Bilbo—. ¡La llave que estaba con el mapa! ¡Prueba ahora,
mientras todavía hay tiempo!
Entonces Thorin se adelantó, quitó la llave de la cadena que le colgaba del cuello,
y la metió en el orificio. ¡Entraba y giraba! ¡Zas! El rayo desapareció, el sol se
ocultó, la luna se fue, y el anochecer se extendió por el cielo.
Entonces todos empujaron a la vez, y una parte de la pared rocosa cedió
lentamente. Unas grietas largas y rectas aparecieron y se ensancharon. Una
puerta de tres pies de ancho y cinco de alto asomó poco a poco, y sin un sonido
se movió hacia adentro. Parecía como si la oscuridad fluyese como un vapor del
agujero de la montaña, y una densa negrura, en la que nada podía verse, se
extendió ante la compañía: una boca que bostezaba y llevaba adentro y abajo.
Durante un largo rato los enanos permanecieron inmóviles en la oscuridad ante la
puerta, y discutieron, hasta que al final Thorin habló:
—Ha llegado el momento de que nuestro estimado señor Bolsón, que ha probado
ser un buen compañero en nuestro largo camino, y un hobbit de coraje y recursos
muy superiores a su talla, y si se me permite decirlo, con una buena suerte que
excede en mucho la ración común, ha llegado el momento, digo, de que lleve a
cabo el servicio para el que fue incluido en la compañía; ha llegado el momento de
que el señor Bolsón gane su recompensa.
Estáis familiarizados con el estilo de Thorin en las ocasiones importantes, de
modo que no os daré otras muestras, aunque continuó así durante un tiempo. Por
cierto, la ocasión era importante, pero Bilbo se impacientó. Por entonces ya
conocía bastante bien a Thorin, y sabía a dónde iba a parar.
—Si quieres decir que mi trabajo es introducirme primero en el pasadizo secreto,
oh Thorin Escudo de Roble, hijo de Thrain, que tu barba sea todavía más larga —
dijo malhumorado—. ¡Dilo así de una vez y se acabó! Podría rehusarme. Ya os he
sacado de dos aprietos que no creo que estuviesen en él convenio original, y me
parece que ya me he ganado alguna recompensa. Pero 'a la tercera va la vencida',
como mi padre solía decir, y en cierto modo no pienso rehusarme. Tal vez esté
aprendiendo a confiar en mi buena suerte, más que en los viejos tiempos. —
Quería decir en la última primavera, antes de dejar la casa de la colina, pero
parecía, que hubiesen pasado siglos,— Sin embargo creo que iré y echaré un
vistazo en seguida, para terminar de una vez. Bien, ¿quién viene conmigo?
No esperaba un coro de voluntarios, de modo que no se decepcionó. Fíli y Kili
parecían incómodos y vacilaban con un pie en el aire, pero los otros no se
inmutaron, excepto el viejo Balin, el vigía, quien se había encariñado con el hobbit.
Dijo que al menos entraría, y tal vez recorriera también un trecho, dispuesto a
gritar socorro si era necesario.
Lo mejor que se puede decir de los enanos es lo siguiente: se proponían pagar
con generosidad los servicios de Bilbo; lo habían traído para hacer un trabajo que
les desagradaba, y no les importaba cómo se las arreglaría aquel pobre y pequeño
compañero, siempre que llevara a cabo la tarea. Hubieran hecho todo lo posible
por sacarlo de apuros, si se metía con ellos, como en el caso de los ogros, al
principio de la aventura, antes de que tuviesen una verdadera razón para sentirse
agradecidos. Así es: los enanos no son héroes, sino gente calculadora, con una
idea precisa del valor del dinero; algunos son ladinos y falsos; y bastante malos
tipos; y otros en cambio son bastante decentes, como Thorin y compañía, si no se
les pide demasiado.
Las estrellas aparecían detrás de él en un cielo pálido cruzado por nubes negras,
cuando el hobbit se deslizó por el portón encantado y entró sigiloso en la Montaña.
Avanzaba con una facilidad que no había esperado. Esta no era una entrada de
trasgos, ni una tosca cueva de elfos. Era un pasadizo construido por enanos, en el
tiempo en que habían sido muy ricos y hábiles: recto como una regla, de suelo y
paredes pulidas, descendía poco a poco y llevaba directamente a algún destino
distante en la oscuridad de abajo.
Al cabo de un rato Balin deseó —¡Buena suerte! —y Bilbo se detuvo donde
todavía podía ver el tenue contorno de la puerta, y por alguna peculiaridad
acústica del túnel, oír el sonido de las voces que murmuraban afuera. Entonces el
hobbit se puso el anillo, y enterado por los ecos de que necesitaría ser más
precavido que un hobbit, si no quería hacer ruido, se arrastró en silencio hacia
abajo, abajo, abajo en la oscuridad. Iba temblando de miedo, pero con una
expresión firme y ceñuda en la cara menuda. Ya era un hobbit muy distinto del que
había escapado corriendo de Bolsón Cerrado sin un pañuelo de bolsillo. No tenía
un pañuelo de bolsillo desde hacía siglos. Aflojó la daga en la vaina, se apretó el
cinturón y prosiguió.
"Ahora ya estás dentro y allá vas, Bilbo Bolsón", se dijo, "Tú mismo metiste la pata
justo a tiempo aquella noche, ¡y ahora tienes que sacarla y pagar! ¡Cielos, qué
tonto fui y qué tonto soy!", añadió la parte menos Tuk del hobbit. "No tengo ningún
interés en tesoros guardados por dragones, y no me molestaría que todo el
montón se quedara aquí para siempre, si yo pudiese despertar y descubrir que
este túnel condenado es el zaguán de mi propia casa!"
Desde luego no despertó, sino que continuó adelante, hasta que toda señal de la
puerta se hubo desvanecido detrás y a lo lejos. Estaba completamente solo.
Pronto pensó que empezaba a hacer calor. "¿Es alguna especie de luz, lo que
creo ver acercándose justo enfrente, allá abajo?" se dijo.
Lo era. A medida que avanzaba crecía y Crecía, hasta que no hubo ninguna duda.
Era una luz rojiza de color cada vez más vivo. Ahora era también indudable que
hacía calor en el túnel. Jirones de vapor flotaron y pasaron encima del hobbit que
empezó a sudar. Algo, además, comenzó a resonarle en los oídos, una especie de
burbujeo, como el ruido de una gran olla que galopa sobre las llamas, mezclado
con un retumbe como el ronroneo de un gato gigantesco. El ruido creció hasta
convertirse en el inconfundible gorgoteo de algún animal enorme que roncaba en
sueños allá abajo en la tenue luz rojiza frente a él.
En este mismo momento Bilbo se detuvo. Seguir adelante fue la mayor de sus
hazañas. Las cosas tremendas que después ocurrieron no pueden comparársele.
Libró la verdadera batalla en el túnel, a solas, antes de llegar a ver el enorme y
acechante peligro. De todos modos, luego de una breve pausa, se adelantó otra
vez; y podéis imaginaros cómo llegó al final del túnel, una abertura muy parecida a
la puerta de arriba, por la forma y el tamaño: El hobbit asoma la cabecita. Ante él
yace el inmenso y más profundo sótano o mazmorra de los antiguos enanos, en la
raíz misma de la Montaña. La vastedad del sótano en penumbras sólo puede ser
una vaga suposición, pero un gran resplandor se alza en la parte cercana del piso
de piedra. ¡El resplandor de Smaug!
Allí yacía, un enorme dragón aureorrojizo, que dormía profundamente; de las
fauces y narices le salía un ronquido, e hilachas de humo, pero los fuegos eran
apenas unas brasas llameantes. Debajo del cuerpo y las patas y la larga cola
enroscada, y todo alrededor, extendiéndose lejos por los suelos invisibles, había
incontables pilas de preciosos objetos, oro labrado y sin labrar, gemas y joyas, y
plata que la luz teñía de rojo.
Smaug yacía, con las alas plegadas como un inmenso murciélago, medio vuelto
de costado, de modo que el hobbit alcanzaba a verle la parte inferior, y el vientre
largo y pálido incrustado con gemas y fragmentos de oro de tanto estar acostado
en ese lecho valioso, Detrás, en las paredes más próximas, podían verse
confusamente cotas de malla, y hachas, espadas, lanzas y yelmos colgados; y allí,
en hileras, había grandes jarrones y vasijas, rebosantes de una riqueza
inestimable.
INFORMACIÓN SECRETA
Decir que Bilbo se quedó sin aliento no es suficiente. No hay palabras que
alcancen a expresar ese asombro abrumador desde que los Hombres cambiaron
el lenguaje que aprendieran de los Elfos, en los días en que el mundo entero era
maravilloso. Bilbo había oído antes relatos y cantos sobre tesoros ocultos de
dragones, pero el esplendor, la magnificencia, la gloria de un tesoro semejante, no
había llegado nunca a imaginarlos. El encantamiento lo traspasó y le colmó el
corazón, y entendió el deseo de los enanos; y absorto e inmóvil, casi olvidando al
espantoso guardián, se quedó mirando el oro, que sobrepasaba toda cuenta y
medida.
Contempló el oro durante un largo tiempo, hasta que arrastrado casi contra su
voluntad avanzó sigiloso desde las sombras del umbral, cruzando el salón hasta el
borde más cercano de los montículos del tesoro. El dragón dormía encima, una
horrenda amenaza aun ahora. Bilbo tomó un copón de doble asa, de los más
pesados que podía cargar, y echó una temerosa mirada hacia arriba. Smaug
sacudió un ala, desplegó una garra, y el retumbe de los ronquidos cambió de tono.
Entonces Bilbo escapó corriendo. Aunque el dragón no despertó —no todavía—,
pero tumbado allí, en el salón robado, tuvo sueños de avaricia y violencia,
mientras el pequeño hobbit regresaba penosamente por el largo túnel. El corazón
le saltaba en el pecho, y un temblor más febril que el del descenso le atacaba las
piernas, pero no soltaba el copón, y su principal pensamiento era: "¡Lo hice! y esto
les demostrará quién soy. ¡Un tendero más que un saqueador, que se creen ellos
eso! Bien, no volverán a mencionarlo."
Y tampoco lo mencionó él. Balín estaba encantado de volver a ver al hobbit, y
sentía una alegría que era también asombro. Abrazó a Bilbo y lo llevó fuera, al aire
libre. Era medianoche y las nubes habían cubierto las estrellas, pero Bilbo
continuaba con los ojos cerrados, boqueando y reanimándose con el aire fresco,
casi sin darse cuenta de la excitación de los enanos, y de cómo lo alababan y lo
palmeaban, y se ponían a su servicio, ellos y todas las familias de los enanos, y
las generaciones venideras.
Los enanos aún se pasaban el copón de mano en mano y charlaban animados de
la recuperación del tesoro, cuando de repente algo retumbó en el interior de la
montaña, como si un antiguo volcán se hubiese decidido a entrar otra vez en
erupción. Detrás de ellos la puerta se movió acercándose, y una piedra la bloqueó
impidiendo que se cerrara, pero desde las lejanas profundidades y por el largo
túnel subían unos horribles ecos de bramidos y de un andar pesado, que
estremecía el suelo.
Ante eso los enanos olvidaron su dicha y las seguras jactancias de momentos
antes, y se encogieron aterrorizados. Smaug era todavía alguien que convenía
recordar. No es nada bueno no tener en cuenta a un dragón vivo, sobre todo si
habita cerca. Es posible que los dragones no saquen provecho a todas las
riquezas que guardan, pero en general las conocen hasta la última onza, sobre
todo después de una larga posesión; y Smaug no era diferente. Había pasado de
un sueño intranquilo (en el que un guerrero, insignificante del todo en tamaño,
pero provisto de una afilada espada y de gran valor, actuaba de un modo muy
poco agradable) a uno ligero, y al fin se espabiló por completo. Había un hálito
extraño en la cueva. ¿Podría ser una corriente que venía del pequeño agujero?
Nunca se había sentido muy contento con él, aunque era tan reducido, y ahora lo
miraba feroz y receloso, preguntándose por qué no lo habría tapado. En los
últimos días creía haber oído los ecos indistintos de unos golpes allá arriba. Se
movió y estiró el cuello hacia adelante, husmeando.
¡Entonces notó que faltaba el copón!
¡Ladrones! ¡Fuego! ¡Muerte! ¡Nada semejante le había ocurrido desde que llegara
por primera vez a la Montaña! La ira del dragón era indescriptible, esa ira que sólo
se ve en la gente rica que no alcanza a disfrutar de todo lo que tiene, y que de
pronto pierde algo que ha guardado durante mucho tiempo, pero que nunca ha
utilizado o necesitado. Smaug vomitaba fuego, el Salón humeaba, las raíces de la
Montaña se estremecían. Golpeó en vano la cabeza contra el pequeño agujero, y
enroscando el cuerpo, rugiendo como un trueno subterráneo, se precipitó fuera de
la guarida profunda, cruzó las grandes puertas, y entró en los vastos pasadizos de
la montaña—palacio, y fue arriba, hacia la Puerta Principal.
Buscar por toda la montaña hasta atrapar al ladrón y despedazarlo y pisotearlo era
el único pensamiento de Smaug. Salió por la Puerta, las aguas se alzaron en un
vapor siseante y fiero, y él se elevó ardiendo en el aire, y se posó en la cima de la
montaña envuelto en un fuego rojo y verde. Los enanos oyeron el sonido terrible
de las alas del dragón, y se acurrucaron contra los muros de la terraza cubierta de
hierba, ocultándose detrás de los peñascos, esperando de alguna manera escapar
a aquellos ojos terroríficos.
Habrían muerto todos si no fuese por Bilbo, una vez más. —¡Rápido! ¡Rápido! —
jadeó—. ¡La puerta! ¡El túnel! Aquí no estamos seguros.
Los enanos reaccionaron, y ya estaban a punto de arrastrarse al interior del túnel,
cuando Bifur dio un grito: —¡Mis primos! Bombur y Bofur. Los hemos olvidado.
¡Están allá abajo en el valle!
—Los matará, y también a nuestros poneys, y lo perderemos todo —se
lamentaron los demás—. Nada podemos hacer.
—¡Tonterías! —dijo Thorin, recobrando su dignidad—, No podemos abandonarlos.
Entrad, señor Bolsón y Balín, y vosotros dos, Fíli y Kili; el dragón no nos atrapará a
todos. Ahora vosotros, los demás, ¿dónde están las cuerdas? ¡De prisa!
Estos fueron tal vez los momentos más difíciles por los que habían tenido que
pasar. Los horribles estruendos de la cólera de Smaug resonaban arriba en las
distantes cavidades de piedra; en cualquier momento podría bajar envuelto en
llamas o volar girando en círculos y descubrirlos allí, al borde del despeñadero,
tirando desaforados de las cuerdas. Arriba llegó Bofur, y aún todo seguía en
calma. Arriba llegó Bombur resoplando y sin aliento mientras las cuerdas crujían, y
aún todo seguía en calma. Arriba llegaron herramientas y fardos con provisiones, y
entonces una amenaza se cernió sobre ellos.
Se oyó un zumbido chirriante. Una luz rojiza tocó las crestas de las rocas. El
dragón se acercaba.
Apenas tuvieron tiempo para correr de vuelta al túnel, arrastrando y tirando de los
fardos, cuando Smaug apareció como un rayo desde el norte, lamiendo con fuego
las laderas de la montaña, batiendo las grandes alas en el aire que rugía como un
huracán. El aliento arrasó la hierba ante la puerta y alcanzó la grieta por donde
habían entrado a esconderse, y los chamuscó, Unos fuegos crepitantes se
elevaban saltando, y las sombras de las piedras negras danzaban en torno,
Entonces, mientras el dragón pasaba otra vez volando, cayó la oscuridad. Los
poneys chillaron de terror, rompieron las cuerdas y escaparon al galope. El dragón
dio media vuelta, corrió tras ellos, y desapareció.
—¡Este será el final de nuestras pobres bestias! —dijo Thorin— Nada que Smaug
haya visto puede escapársele. ¡Aquí estamos y aquí tendremos que estar, a
menos que a alguien se le ocurra volver a pie hasta el río, y con Smaug al acecho!
¡No era un pensamiento agradable! Se arrastraron túnel abajo estremeciéndose,
aunque hacía calor y el aire era pesado, y allí esperaron hasta que el alba pálida
se coló por la rendija de la puerta. Durante toda la noche pudieron oír una y otra
vez el creciente fragor del dragón, que volaba y pasaba junto a ellos, y se perdía
dando vueltas y vueltas a la montaña, buscándolos en las laderas.
Los poneys y los restos del campamento le hicieron suponer que unos hombres
habían venido del río y el lago, escalando la ladera de la montaña desde el valle.
Pero la puerta resistió la inquisitiva mirada, y la pequeña nave de paredes altas
contuvo las llamas más feroces. Largo tiempo llevaba ya al acecho sin ningún
resultado cuando el alba enfrió la cólera de Smaug, que regresó al lecho dorado
para dormir y reponer fuerzas. No olvidaría ni perdonaría el robo, ni aunque mil
años lo convirtiesen en una piedra humeante; él seguiría esperando. Despacio y
en silencio se arrastró de vuelta a la guarida, y cerró a medias los ojos.
Cuando llegó la mañana, el terror de los enanos disminuyó. Entendieron que
peligros de esta índole eran inevitables con semejante guardián, y que por ahora
no servía de nada abandonar la búsqueda. Pero tampoco podían escapar, como
Thorin había apuntado. Los poneys estaban muertos o perdidos, y Bilbo y los
enanos tendrían que esperar a que Smaug dejara de vigilarlos, antes de que se
atrevieran a recorrer a pie el largo camino. Por fortuna conservaban buena parte
de las provisiones, que aún podían durarles un tiempo. Discutieron largamente
sobre el próximo paso, pero no encontraron modo de deshacerse de Smaug, que
siempre había sido el punto débil de todos los planes, como Bilbo se adelantó a
señalar. Luego, como ocurre con las gentes que no saben qué hacer ni qué decir,
empezaron a quejarse del hobbit, culpándolo por lo que en un principio tanto les
había agradado: apoderarse de una copa y despertar tan pronto la cólera de
Smaug.
—¿Qué otra cosa se supone que ha de hacer un Saqueador? —les preguntó Bilbo
enfadado—. A mi no me encomendaron matar dragones, lo que es trabajo de
guerreros, sino robar el tesoro. Hice hasta ahora lo que creía mejor. ¿Acaso
pensabais que regresaría trotando, con todo el botín de Thror a mis espaldas? Si
vais a quejaros, creo que tengo derecho a dar mi opinión. Tendríais que haber
traído quinientos saqueadores y no uno. Estoy seguro de que esto honra a vuestro
abuelo, pero recordad que nunca me hablasteis con claridad de las dimensiones
del tesoro. Necesitaría centenares de anos para subirlo todo hasta aquí, aunque
yo fuese cincuenta veces más grande, y Smaug tan inofensivo cómo un conejo.
Por supuesto, los enanos se disculparon. —¿Entonces qué nos propones, señor
Bolsón? —preguntó Thorin cortésmente.
-Por el momento no se me ocurre nada, si te refieres a trasladar el tesoro. Para
eso, como es obvio, necesitamos que la suerte cambie, y que podamos
deshacernos de Smaug. Deshacerse de dragones es algo que no está para nada
en mi línea, pero trataré de pensarlo lo mejor que pueda. Personalmente no tengo
ninguna esperanza, y desearía estar de vuelta en casa y a salvo.
—¡Deja eso por el momento! ¿Qué haremos ahora?
—Bien, si realmente quieres mi consejo, te diré que no tenemos nada que hacer
excepto quedarnos donde estamos. Seguro que durante el día podremos
arrastrarnos fuera y tomar aire fresco sin ningún peligro. Quizá pronto sea posible
elegir a uno O dos para que regresen al depósito junto al río y traigan más víveres.
Pero entretanto, y por la noche, todos tienen que quedarse bien metidos en el
túnel.
"Bien, os haré una proposición. Tengo aquí mi anillo, y descenderé este mismo
mediodía, pues a esa hora Smaug estará echando una siesta, y quizá algo ocurra.
'Todo gusano tiene su punto débil', como solía decir mi padre, aunque estoy
seguro de que nunca llegó a comprobarlo él mismo.
Por supuesto, los enanos aceptaron en seguida la proposición. Ya habían llegado
a respetar al pequeño Bilbo. Ahora se había convertido en el verdadero líder de la
aventura. Empezaba a tener ideas y planes propios. Cuando llegó el mediodía, se
preparó para otra expedición al interior de la Montaña. No le gustaba nada, clara
está, pero no era tan malo ahora que sabía de algún modo lo que le esperaba
delante. Si hubiese estado más enterado de las mañas astutas de los dragones,
podría haberse sentido más asustado y menos seguro de sorprenderlo mientras
dormía.
El sol brillaba cuando partió, pero el túnel estaba tan oscuro como la noche. A
medida que descendía, la luz de la puerta entornada iba desvaneciéndose. Tan
silenciosa era la marcha de Bilbo que el humo arrastrado por una brisa apenas
hubiera podido aventajarlo, y empezaba a sentirse un poco orgulloso de sí mismo
mientras se acercaba a la puerta inferior. Lo único que se veía era un resplandor
muy tenue.
"El viejo Smaug está cansado y dormido", pensó. "No puede verme y no me oirá.
¡Animo, Bilbo!" Había olvidado el sentido del olfato de los dragones, o quizá nadie
se lo había dicho antes. Un detalle que también conviene tener en cuenta es que
pueden dormir con un ojo entornado, si tiene algún recelo.
En realidad, Smaug parecía profundamente dormido, casi muerto y apagado, con
un ronquido que era apenas unas bocanadas de vapor invisible, cuando Bilbo se
asomó otra vez desde la entrada. Estaba a punto de dar un paso hacia el salón
cuando alcanzó a ver un repentino rayo rojo, débil y penetrante, que venía de la
caída ceja izquierda de Smaug. ¡Sólo se hacía el dormido! ¡Vigilaba la entrada del
túnel! Bilbo dio un rápido paso atrás y bendijo la suerte de haberse puesto el
anillo. Entonces Smaug habló:
—¡Bien, ladrón! Te huelo y te siento. Oigo cómo respiras. ¡Vamos! ¡Sírvete de
nuevo, hay mucho y de sobra!
Pero Bilbo no era tan ignorante en materia de dragones como para acercarse, y si
Smaug esperaba conseguirlo con tanta facilidad, quedó decepcionado. —¡No
gracias, oh Smaug el Tremendo! —replicó el hobbit— No vine a buscar presentes.
Sólo deseaba echarte un vistazo y ver si eras tan grande como en los cuentas. Yo
no lo creía.
—¿Lo crees ahora? — dijo el dragón un tanto halagado, pero escéptico.
—En verdad canciones y relatos quedan del todo cortos frente a la realidad, ¡oh
Smaug, la Más Importante, la Más Grande de las Calamidades! —replicó Bilbo.
—Tienes buenos modales para un ladrón y un mentiroso —dijo el dragón—.
Pareces familiarizado con mi nombre, pero no creo haberte olido antes. ¿Quién
eres y de dónde vienes, si puedo preguntar?
—¡Puedes, ya lo creo! Vengo de debajo de la colina, y por debajo de las colinas y
sobre las colinas me condujeron los senderos. Y por el aire. Yo soy el que camina
sin ser visto.
—Eso puedo creerlo —dijo Smaug—, pero no me parece que te llamen así
comúnmente.
—Yo soy el descubre—indicios, el corta—telarañas, la, mosca de aguijón. Fui
elegido por el número de la suerte.
—¡Hermosos títulos! —se mofó el dragón—, Pero los números de la suerte no
siempre la traen.
—Yo soy el que entierra a sus amigos vivos, y los ahoga y los saca vivos otra vez
de las aguas. Yo vengo de una bolsa cerrada, pero no he estado dentro de
ninguna bolsa.
—Estos últimos ya no me suenan tan verosímiles —se burló Smaug.
—Yo soy el amigo de los osos y el invitado de las águilas. Yo soy el Ganador del
Anillo y el Porta Fortuna; y yo soy el Jinete de Barril —prosiguió Bilbo comenzando
a entusiasmarse con sus acertijos.
—¡Eso está mejor! —dijo Smaug—, ¡Pero no dejes que tu imaginación se
desboque junto contigo!
Esta es, por supuesto, la manera de dialogar con los dragones, si no queréis
revelarles vuestro nombre verdadero (lo que es juicioso), y tampoco queréis
enfurecerlos con una negativa categórica (lo que es también muy juicioso). Ningún
dragón se resiste a una fascinante charla de acertijos, y a perder el tiempo
intentando comprenderla. Había muchas cosas aquí que Smaug no comprendía
del todo (aunque espero que sí vosotros, ya que conocéis bien las aventuras de
que hablaba Bilbo); sin embargo, pensó que comprendía bastante y ahogó una
risa en su malévolo interior.
"Así pensé anoche", se dijo sonriendo. "Hombres del Lago, algún plan asqueroso
de esos miserables comerciantes de cubas, los Hombres del Lago, o yo soy una
lagartija. No he bajado por ese camino durante siglos y siglos; ¡pero pronto
remediaré ese error!"
—¡Muy bien, oh Jinete del Barril! —dijo en voz alta—, Tal vez tu poney se llamaba
Barril, y tal vez no, aunque era bastante grueso. Puedes caminar sin que te vean,
mas no caminaste todo el camino. Permíteme decirte que anoche me comí seis
poneys, y que pronto atraparé y me comeré a todos los demás. A cambio de esa
excelente comida, te daré un pequeño consejo, sólo por tu bien: ¡No hagas más
tratos con enanos mientras puedas evitarlo!
—¡Enanos! —dijo Bilbo fingiendo sorpresa.
—¡No me hables! —dijo Smaug—. Conozco el olor (y el sabor) de los enanos
mejor que nadie. ¡No me digas que me puedo comer un poney cabalgado por un
enano y no darme cuenta! Irás de mal en peor con semejantes amigos, Ladrón
Jinete de Barril. No me importa si vuelves y se lo dices a todos ellos de mi parte,
—Pero no le dijo a Bilbo que había un olor desconcertante que no podía
reconocer, el olor de hobbit.
—Supongo que conseguiste un buen precio por aquella copa anoche, ¿no? —
continuó—. Vamos, ¿lo conseguiste? ¡Nada de nada! Bien, así son ellos. Y
supongo que se quedaron afuera escondidos, y que tu tarea es hacer los trabajos
peligrosos y llevarte lo que puedas mientras yo no miro... y todo para ellos. ¿Y
tendrás una parte equitativa? ¡No lo creas! Considérate afortunado si sales con
vida.
Bilbo empezaba ahora a sentirse realmente incómodo. Cada vez que el ojo errante
de Smaug, que lo buscaba en las sombras, relampagueaba atravesándolo, se
estremecía de pies a cabeza, y sentía el inexplicable deseo de echar a correr y
mostrarse tal cual era, y decir toda la verdad a Smaug. En realidad corría el grave
peligro de caer bajo el hechizo del dragón. Juntó coraje, y habló otra vez.
—No lo sabes todo, oh Smaug el Poderoso —dijo—, No sólo el oro nos trajo aquí.
—¡Ja, ja! Admites el "nos" —rió Smaug—. ¿Por qué no dices "nos los catorce" y
asunto concluido, señor Número de la Suerte? Me complace oír que tenías otros
asuntos aquí, además de mi oro. En ese caso, quizá no pierdas del todo el tiempo.
"No sé si pensaste que aunque pudieses robar el oro poco a poco, en unos cien
años o algo así, no podrías llevarlo muy lejos. Y que no te sería de mucha utilidad
en la ladera de la montaña. Ni de mucha utilidad en el bosque. ¡Bendita sea!
¿Nunca has pensado en el botín? Una catorceava parte, o algo parecido, fueron
los términos, ¿eh? ¿Pero qué hay acerca de la entrega? ¿Qué acerca del
acarreo? ¿Qué acerca de guardias armados y peajes? —Y Smaug rió con fuerza.
Tenía un corazón astuto y malvado, y sabía que estas conjeturas no iban mal
encaminadas, aunque sospechaba que los Hombres del Lago estaban detrás de
todos los planes, y que la mayor parte del botín iría a parar a la ciudad junto a la
ribera, que cuando él era joven se había llamado Esgaroth.
Apenas me creeréis, pero el pobre Bilbo estaba de veras muy desconcertado.
Hasta entonces todos sus pensamientos y energías se habían concentrado en
alcanzar la Montaña y encontrar la puerta. Nunca se había molestado en
preguntarse cómo trasladarían el tesoro, y menos cómo llevaría la parte que
pudiera corresponderle por todo el camino de vuelta a Bolsón Cerrado, bajo la
Colina.
Una fea sospecha se le apareció ahora en la mente:
¿habían olvidado los enanos también este punto importante, o habían estado
riéndose de él con disimulo todo el tiempo? La charla de un dragón causa este
efecto en la gente de poca experiencia. Bilbo, desde luego, no tenía que haber
bajado la guardia; pero la personalidad de Smaug era en verdad irresistible.
—Puedo asegurarte —dijo, tratando de mantenerse firme y leal a sus amigos—
que el oro fue sólo una ocurrencia tardía. Vinimos sobre la colina y bajo la colina,
en la ola y el viento, por venganza, seguro que entiendes, oh Smaug el
acaudalado invalorable, que con tu éxito te has ganado encarnizados enemigos.
Entonces sí que Smaug rió de veras: un devastador sonido que arrojó a Bilbo al
suelo, mientras allá arriba en el túnel los enanos se acurrucaron agrupándose y se
imaginaron que el hobbit había tenido un súbito y desagradable fin.
—¡Venganza! —bufó, y la luz de sus ojos iluminó el salón desde el suelo hasta el
techo como un relámpago escarlata—. ¡Venganza! El Rey bajo la Montaña ha
muerto, ¿y dónde están los descendientes que se atrevan a buscar venganza?
Girion, Señor de Valle, ha muerto, y yo me he comido a su gente como un lobo
entre ovejas, ¿y dónde están los hijos de sus hijos que se atrevan a acercarse? Yo
mato donde quiero y nadie se atreve a resistir. Yo derribé a los guerreros de
antaño y hoy no hay nadie en el mundo como yo. Entonces era joven y tierno.
¡Ahora soy viejo y fuerte, fuerte, fuerte, Ladrón de las Sombras! —gritó, y echó a
Bilbo una mirada satisfecha y maligna— ¡Mí armadura es como diez escudos, mis
dientes son espadas, mis garras lanzas, mi cola un rayo, mis alas un huracán, y mi
aliento muerte!
—Siempre entendí —dijo Bilbo en un asustado chillido— que los dragones son
más blandos por debajo, especialmente en esa región del... pecho; pero sin duda
alguien tan fortificado ya lo habrá tenido en cuenta.
El dragón interrumpió bruscamente éstas jactancias. —Tu información es
anticuada —espetó—. Estoy acorazado por arriba y por abajo con escamas de
hierro y gemas duras. Ninguna hoja puede penetrarme.
—Tendría que haberlo adivinado —dijo Bilbo—. En verdad no conozco a nadie
que pueda compararse con el Impenetrable Señor Smaug. ¡Qué magnificencia, un
chaleco de diamantes!
—Sí, es realmente raro y maravilloso —dijo Smaug, complacido sin ninguna razón.
No sabía que el hobbit había llegado a verle brevemente la peculiar cobertura del
pecho, en la visita anterior, y esperaba impaciente la oportunidad de mirar de más
cerca, por razones particulares. El dragón se revolcó. —¡Mira! —dijo—. ¿Qué te
parece?
—¡Deslumbrante y maravilloso! ¡Perfecto! ¡Impecable! ¡Asombroso! —exclamó
Bilbo en voz alta, pero lo que pensaba en su interior era: "¡Viejo tonto! ¡Ahí, en el
hueco del pecho izquierdo hay una parte tan desnuda como un caracol fuera de
casa!"
Habiendo visto lo que quería ver, la única idea del señor Bolsón era marcharse. —
Bien, no he de detener a Vuestra Magnificencia por más tiempo —dijo—, ni robarle
un muy necesitado reposo. Capturar poneys da algún trabajo, creo, si parten con
ventaja. Lo mismo ocurre con los saqueadores —añadió como observación de
despedida mientras se precipitaba hacia atrás y huía subiendo por el túnel.
Fue un desafortunado comentario, pues el dragón escupió unas llamas terribles
detrás de Bilbo, y aunque él corría pendiente arriba, no se había alejado tanto
como para sentirse a salvo antes que Smaug lanzara el cráneo horroroso contra la
entrada del túnel. Por fortuna no pudo meter toda la cabeza y las mandíbulas, pero
las narices echaron fuego y vapor detrás del hobbit, que casi fue vencido, y
avanzó a ciegas tropezando, y con gran dolor y miedo. Se había sentido bastante
complacido consigo mismo luego de la astuta conversación con Smaug, pero el
error del final le había devuelto bruscamente la sensatez.
"¡Nunca te rías de dragones vivos, Bilbo imbécil!" se dijo, y esto se convertiría en
uno de sus dichos favoritos en el futuro, y se transformaría en un proverbio.
"Todavía no terminaste esta aventura" agregó, y esto fue bastante cierto también.
La tarde se cambiaba en noche cuando salió otra vez y trastabilló y cayó
desmayado en el "umbral". Los enanos lo reanimaron y le curaron las quemaduras
lo mejor que pudieron; pero pasó mucho tiempo antes de que los pelos de la nuca
y los talones le creciesen de nuevo; pues el fuego del dragón los había rizado y
chamuscado hasta dejarle la piel completamente des nuda. Entretanto, los enanos
trataron de levantarle el ánimo; querían que Bilbo les contara en seguida lo que
había ocurrido, y en especial querían saber por qué el dragón había hecho aquel
ruido tan espantoso, y cómo Bilbo había escapado.
Pero el hobbit estaba preocupado e incómodo, y les costó sacarle unas pocas
palabras. Pensándolo ahora, lamentaba haberle dicho al dragón algunas cosas, y
no tenía ganas de repetirlas. El viejo zorzal estaba posado en una roca próxima,
inclinando la cabeza, escuchando todo lo que hablaban. Lo que pasó entonces
muestra el malhumor de Bilbo: recogió una piedra y se la arrojó al zorzal. El pájaro
aleteó haciéndose a un lado y volvió a posarse.
—¡Maldito pájaro! —dijo Bilbo enojado— Creo que está escuchando, y no me
gusta nada ese aspecto que tiene.
—¡Déjalo en paz! —dijo Thorin—. Los zorzales son buenos y amistosos: éste es
un pájaro realmente muy viejo, y tal vez el último de la antigua estirpe que
acostumbraba a vivir en esta región, dóciles a las manos de mi padre y mi abuelo.
Era una longeva y mágica raza, y quizá éste sea uno de los que vivían aquí
entonces, hace un par de cientos de años o más. Algunos hombres de Valle
entendían el lenguaje de estos pájaros, y los mandaban como mensajeros a los
hombres del lago y a otras partes.
—Bien, tendrá nuevas que llevar a la Ciudad del Lago entonces, si es eso lo que
pretende —dijo Bilbo—. Aunque supongo que allí no queda nadie que se preocupe
por el lenguaje de los zorzales.
—Pero ¿qué ha sucedido? —gritaron los enanos— ¡Vamos, no interrumpas la
historia!
De modo que Bilbo les contó lo que pudo recordar, y confesó que tenía la
desagradable impresión de que el dragón había adivinado demasiado bien todos
los acertijos sobre los campamentos y los poneys. —Estoy seguro de que sabe de
dónde venimos, y que nos ayudaron en Ciudad del Lago; y tengo el hondo
presentimiento de que podría ir muy pronto en esa dirección. Desearía no haber
hablado nunca del Jinete del Barril; en estos lugares aun un conejo ciego pensaría
en los hombres del Lago.
—¡Bueno, bueno! Ya no puede enmendarse, y es difícil no cometer un desliz
cuando hablas con un dragón, o así he oído decir —lo consoló Balin— Yo pienso
que lo hiciste muy bien, y de todos modos has descubierto algo muy útil, y has
vuelto vivo, y esto es más de lo que puede contar la mayoría de quienes hablaron
con gentes como Smaug. Puede ser una suerte, y aun una bendición, saber que
ese viejo gusano tiene un sitio desnudo en el chaleco de diamantes.
Aquello cambió la conversación, y todos empezaron a hablar de matanzas de
dragones, históricas, dudosas y míticas; y de las distintas puñaladas, mandobles,
estocadas al vientre, y las diferentes artes, trampas y estratagemas por las que
tales hazañas habían sido llevadas a cabo. De acuerdo con la opinión general,
sorprender a un dragón que echaba una siesta no era tan fácil como parecía, y el
intento de golpear o pinchar a uno dormido podía ser más desastroso que un
audaz ataque frontal. Mientras ellos hablaban, el zorzal no dejaba de escuchar,
hasta que por último, cuando asomaron las primeras estrellas, abrió en silencio las
alas y se alejó volando. Y mientras hablaban y las sombras crecían, Bilbo se
sentía cada vez más desdichado e inquieto por lo que podía ocurrir.
Por fin los interrumpió. —Sé que aquí no estamos seguros —dijo—. Y no veo
razón para quedarnos. El dragón ha marchitado todo lo que era verde y agradable,
y además ha llegado la noche y hace frío. Pero siento en los huesos que este sitio
será atacado otra vez. Smaug sabe cómo bajé hasta el salón, y descubrirá dónde
termina el túnel. Destruirá toda esta ladera, si es necesario, para impedir que
entremos, y si las piedras nos aplastan, más le gustará.
—¡Estás muy siniestro señor Bolsón! —dijo Thorin—. ¿Por qué Smaug no ha
bloqueado entonces el extremo de abajo, si tanto quiere tenernos fuera? No lo ha
hecho, o lo habríamos oído.
—No sé, no sé... porque al principio quiso probar a atraerme de nuevo, supongo, y
ahora quizá espera porque antes quiere concluir la cacería de la noche, o porque
no quiere estropear el dormitorio, si puede evitarlo... pero preferiría que no
discutiéramos. Smaug puede aparecer ahora en cualquier momento, y nuestra
única esperanza es meternos en el tonel y luego cerrar bien la puerta.
Parecía tan serio que los enanos hicieron al fin lo que decía, aunque se
demoraron en cerrar la puerta. Les parecía un plan desesperado, pues nadie
sabía si podrían abrirla desde dentro, o cómo, y la idea de quedar encerrados en
un sitio cuya única salida cruzaba la guarida del dragón, no les gustaba mucho.
Además todo parecía en calma, tanto fuera como abajo en el túnel. De modo que
se quedaron sentados dentro un largo rato, no muy lejos de la puerta entornada, y
continuaron hablando.
La conversación pasó entonces a comentar las malvadas palabras del dragón
acerca de los enanos. Bilbo deseaba no haberlas escuchado jamás, o al menos
estar seguro de que los enanos eran en verdad honestos, cuando decían que no
habían pensado nunca en lo que ocurriría luego de haber obtenido el tesoro. —
Sabíamos que sería una aventura desesperada —dijo Thorin—, y lo sabemos
todavía; y pienso todavía que cuando hayamos ganado habrá tiempo de resolver
el problema. En cuanto a lo que es tuyo, señor Bolsón, te aseguro que te estamos
más que agradecidos, y que escogerás tu propia catorceava parte tan pronto
como haya algo que dividir. Lo lamento si estás preocupado acerca del transporte,
y admito que las dificultades son grandes (las tierras no se han vuelto menos
salvajes con el paso del tiempo, más bien lo contrario), pero haremos lo que
podamos por ti, y cargaremos con nuestra parte del costo cuando llegue el
momento. ¡Créeme o no, como quieras!
De esto la conversación pasó al gran tesoro escondido, y a las cosas que Thorin y
Balin recordaban. Se preguntaron si estarían todavía intactas allí abajo en el
salón: las lanzas que habían sido hechas para los ejércitos del Rey Blador el Flaco
(muerto tiempo atrás), cada una con una moharra forjada tres veces y astas con
ingeniosas incrustaciones de oro, y que nunca habían sido entregadas o pagadas;
escudos hechos para guerreros fallecidos hacía tiempo; la gran copa de oro de
Thror, de dos asas, martillada y labrada con pájaros y flores de ojos y pétalos
enjoyados; cotas impenetrables de malla, de oro y plata; el collar de Girion, Señor
de Valle, de quinientas esmeraldas verdes como la hierba que hizo engarzar para
la investidura del hijo mayor en una cota de anillos eslabonados que nunca se
había hecho antes, pues estaba trabajada en plata pura con el poder y la fuerza
del triple acero. Pero lo más hermoso era la gran gema blanca, encontrada por los
enanos bajo las raíces de la Montaña, el Corazón de la Montaña, la Piedra del
Arca de Thrain.
—¡La Piedra del Arca! ¡La piedra del Arca! —susurró Thorin en la oscuridad,
medio soñando con el mentón sobre las rodillas—. ¡Era como un globo de mil
facetas; brillaba como la plata al resplandor del fuego, como el agua al sol, como
la nieve bajo las estrellas, como la lluvia sobre la Luna!
Pero el deseo encantado del tesoro ya no animaba a Bilbo. A lo largo de la charla,
apenas había prestado atención. Era el que estaba más cerca de la puerta, con un
oído vuelto a cualquier comienzo de sonido fuera, y el otro atento a los ecos que
pudieran resonar por encima del murmullo de los enanos, a cualquier rumor de un
movimiento en los abismos.
La oscuridad se hizo más profunda y Bilbo se sentía cada vez más intranquilo. —
¡Cerrad la puerta! —les rogó— El miedo al dragón me estremece hasta los
tuétanos. Me gusta mucho menos este silencio que el tumulto de la noche pasada.
¡Cerrad la puerta antes que sea demasiado tarde!
Algo en la voz de Bilbo hizo que los enanos se sintieran incómodos. Lentamente,
Thorin se sacudió los sueños de encima, y luego se incorporó y apartó de un
puntapié la piedra que calzaba la puerta. En seguida todos la empujaron, y la
puerta se cerró con un crujido y un golpe. Ninguna traza de cerradura era visible
ahora en el costado de la piedra. ¡Estaban encerrados en la Montana!
¡Y ni un instante demasiado pronto! Apenas habían marchado un trecho túnel
abajo, cuando un impacto sacudió la ladera de la Montaña con un estruendo de
arietes de roble enarbolados por gigantes La roca retumbó, las paredes se rajaron,
y unas piedras cayeron sobre ellos desde el techo. Lo que habría ocurrido si la
puerta hubiese estado todavía abierta, no quiero ni pensarlo. Huyeron más allá,
túnel abajo, contemos de estar todavía con vida, mientras detrás y fuera oían los
rugidos y truenos de la furia de Smaug. Estaba quebrando rocas, aplastando
paredes y precipicios con los azotes de la cola enorme, hasta que el terreno
encumbrado del campamento, la hierba quemada, la piedra del zorzal, las paredes
cubiertas de caracoles, la repisa estrecha desaparecieron con todo lo demás en
un revoltijo de pedazos rotos, y una avalancha de piedras astilladas cayó del
acantilado al valle.
Smaug había dejado su guarida pisando con cuidado, remontando vuelo en
silencio, y luego había flotado pesado y lento en la oscuridad como un grajo
monstruoso, bajando con el viento hacia el oeste de la Montaña, esperando
atrapar desprevenida a cualquier cosa que estuviera por allí, y espiar además la
salida del pasadizo que el ladrón había utilizado. En ese mismo momento estalló
en cólera, pues no pudo encontrar a nadie ni vio nada, ni siquiera donde
sospechaba que tenía que estar la salida.
Después de haberse desahogado, se sintió mejor y pensó convencido que no
sería molestado de nuevo desde ese lugar. Mientras tanto tenía que tomarse otra
venganza. —¡Jinete del Barril! —bufó—. Tus pies vinieron de la orilla del agua, y
sin ninguna duda viajaste río arriba. No conozco tu olor, mas si no eres uno de
esos Hombres del Lago, ellos te ayudaron al menos. ¡Me verán y recordarán
entonces quién es el verdadero Rey bajo la Montaña!
Se elevó en llamas y partió lejos al sur, hacia el Río Rápido.
NADIE EN CASA
Mientras tanto, los enanos se quedaron sentados en la oscuridad, y un completo
silencio cayó alrededor. Hablaron poco y comieron poco. No se daban mucha
cuenta del paso del tiempo, y casi no se atrevían a moverse, pues el susurro de
las voces resonaba y se repetía en el túnel. A veces dormitaban, y cuando abrían
los ojos descubrían que la oscuridad y el silencio no habían cambiado. Al cabo de
muchos días de espera, cuando empezaban a sentirse asfixiados y embotados por
la falta de aire, no pudieron soportarlo más. Hasta casi hubieran dado la
bienvenida a cualquier sonido de abajo que indicase la vuelta del dragón. En
medio de aquella quietud temían alguna diabólica astucia de Smaug, y no podían
estar allí sentados para siempre.
Thorin habló: —¡Probemos la puerta! —dijo—. Necesito sentir el viento en la cara
o pronto moriré. ¡Creo que preferiría ser aplastado por Smaug al aire libre que
asfixiarme aquí dentro! —Así que varios enanos se levantaron y fueron a tientas
hacia la puerta. Pero allí descubrieron que el extremo superior del túnel había sido
destruido y bloqueado por pedazos de rocas. Ni la llave ni la magia a la que había
obedecido alguna vez, volverían a abrir aquella puerta.
—¡Estamos atrapados! —gimieron—. Esto es el fin, moriremos aquí.
Pero de algún modo, justo cuando los enanos estaban más desesperados, Bilbo
sintió un raro alivio en el corazón, como si le hubieran quitado una pesada carga
que llevaba bajo el chaleco.
—¡Venid, venid! —dijo—. '¡Mientras hay vida hay esperanza!', como decía mi
padre, y 'A la tercera va la vencida'. Bajare por el túnel una vez más. Recorrí este
camino dos veces cuando sabía que había un dragón al otro lado, así que
arriesgaré una tercera visita ahora que no estoy seguro. De cualquier modo la
única salida es hacia abajo y creo que esta vez convendrá que vengáis todos
conmigo.
Desesperados, los enanos asintieron, y Thorin fue e! primero en avanzar junto a
Bilbo.
—¡Ahora tened cuidado! —susurró el hobbit—, y no hagáis ruido si es posible!
Quizá no haya ningún Smaug en el fondo, pero también puede que lo haya. ¡No
corramos riesgos innecesarios!
Bajaron, y siguieron bajando. La marcha de los enanos no podía compararse
desde luego con los movimientos furtivos del hobbit, y lo seguían resoplando y
arrastrando los pies, con ruidos que los ecos magnificaban de un modo alarmante;
pero cuando Bilbo asusta do se detenía a escuchar una y otra vez, no se oía nada
que viniera de abajo. Cuando pensó que estaba cerca del extremo del túnel, se
puso el anillo y marchó delante. Pero no lo necesitaba, pues la oscuridad era
impenetrable, y todos parecían invisibles, con o sin anillo. Tan negro estaba todo,
que el hobbit llegó a la abertura sin darse cuenta, extendió la mano en el aire,
trastabilló, ¡y rodó de cabeza dentro de la sala!
Allí quedó tumbado de bruces contra el suelo, y no se atrevía a incorporarse, y
casi ni siquiera a respirar. Pero nada se movió. No había ninguna luz, aunque
cuando al fin alzó despacio la cabeza, creyó ver un pálido destello blanco encima
de él y lejos en las sombras. En realidad no había ni una chispa de fuego de
dragón, pero un olor a gusano infectaba el sitio, y Bilbo sentía en la boca el sabor
de los vapores.
Al cabo de un rato el señor Bolsón ya no pudo resistirlo más. —¡Maldito seas,
Smaug; tú, gusano! —chilló—, ¡Deja de jugar al escondite! ¡Dame una luz y
después cómeme si eres, capaz de atraparme!
Unos ecos débiles corrieron alrededor del salón invisible, pero no hubo respuesta.
Bilbo se incorporó y descubrió que estaba desorientado, y no sabía por dónde ir.
—Me pregunto a qué demonios está jugando Smaug —dijo—. Creo que no está
en casa por el día (o por la noche, o lo que sea). Si Glóin y Óin no perdieron las
yescas quizás podarnos tener un poco de luz, y echar un vistazo antes de que
cambie la suerte.
"¡Luz! —gritó—. ¿Puede alguien encender una luz?
Los enanos, claro está, se habían asustado mucho cuando Bilbo tropezó con el
escalón y con un fuerte topetazo entró de bruces en la sala. y se habían sentado
acurrucándose en la boca del túnel, donde el hobbit los había dejado.
—¡Chist! —sisearon como respuesta, y aunque Bilbo supo así dónde estaban,
pasó bastante tiempo antes de que pudiese sacarles algo más. Pero al fin, cuando
Bilbo se puso a patear el suelo y a vociferar: —¡Luz! —con una voz aguda y
penetrante, Thorin cedió, y Óin y Glóin fueron enviados de vuelta a la entrada del
túnel, donde estaban los fardos.
Al poco rato un resplandor parpadeante indicó que regresaban; Óin sosteniendo
una pequeña antorcha de pino, y Glóin con un montón bajo el brazo. Bilbo trotó
rápido hasta la puerta y tomó la antorcha, pero no con siguió que encendieran las
otras ó se unieran a él. Como Thorin explicó, el señor Bolsón era todavía
oficialmente el experto saqueador e investigador al servicio de los enanos. Si se
arriesgaba a encender una luz, allá él. Los enanos lo esperarían en el túnel. Así
que se sentaron junto a la puerta y observaron.
Vieron la pequeña figura del hobbit que cruzaba el suelo alzando la antorcha
diminuta. De cuando en cuando, mientras aun estaba cerca, y cada vez que Bilbo
tropezaba, llegaban a ver un destello dorado y oían un tintineo. La luz se
empequeñeció mientras se adentraba en el vasto salón, y luego subió danzando
en el aire. Bilbo escalaba ahora el montículo del tesoro. Pronto llegó a la cima,
pero no se detuvo. Luego vieron que se inclinaba, y no supieron por qué.
Era la Piedra del Arca, el Corazón de la Montaña. Así lo supuso Bilbo por la
descripción de Thorin; no podía haber otra joya semejante, ni en ese maravilloso
botín, ni en el mundo entero. Aun mientras subía, ese mismo resplandor blanco
había brillado atrayéndolo. Luego creció poco a poco hasta convertirse en un
globo de luz pálida. Cuando Bilbo se acercó, vio que la superficie titilaba con un
centelleo de muchos colores, reflejos y destellos de la ondulante luz de la
antorcha. Al fin pudo contemplarla a sus pies, y se quedó sin aliento. La gran joya
brillaba con luz propia, y aun así, cortada y tallada por los enanos, que la habían
extraído del corazón de la montaña hacía ya bastante tiempo, recogía toda la luz
que caía sobre ella y la transformaba en diez mil chispas de radiante blancura
irisada.
De repente el brazo de Bilbo se adelantó, atraído por el hechizo de la joya— No
podía tenerla en la manita, era tan grande y pesada, pero la levantó, cerró los ojos
y se la metió en el bolsillo más profundo.
"¡Ahora soy realmente un saqueador!" pensó. ''Pero supongo que tendré que
decírselo a los enanos... algún día. Ellos me dijeron que podía elegir y tomar mi
par te, y creo que elegiría esto, ¡si ellos se llevan todo lo demás!". De cualquier
modo tenía la incómoda sospecha de que eso de 'elegir y tomar' no incluía esta
maravillosa joya. y que un día le traería dificultades.
Siguió adelante y emprendió el descenso por el otro lado del gran montículo, y el
resplandor de la antorcha desapareció de la vista de los enanos. Pero pronto
volvieron a verlo a lo lejos. Bilbo estaba cruzando el salón.
Avanzó así hasta encontrarse con las grandes puertas en el extremo opuesto, y
allí una corriente de aire lo refrescó, aunque casi le apagó la antorcha. Asomó
tímidamente la cabeza, y desde la puerta vio Unos pasillos enormes y el sombrío
comienzo de unas amplias escaleras que subían en la oscuridad. Pero tampoco
allí había rastros de Smaug. Justo en el momento en que iba a dar media vuelta y
regresar, una forma negra se precipitó sobre él y le rozó la cara. Bilbo se
sobresaltó, chilló, se tambaleó y cayó hacia atrás. ¡La antorcha golpeó el suelo y
se apagó!
—¡Sólo un murciélago, supongo y espero! —dijo con voz lastimosa—. ¿Pero
ahora qué haré? ¿Dónde está el norte, el sur, el este, o el oeste?
—¡Thorin! ¡Balin! ¡Óin!¡Glóin! ¡Fíli y Kili!
Débilmente los enanos oyeron estos gritos, pero la única palabra que pudieron
entender fue "¡socorro!"
—¿Pero qué demonios pasa dentro o fuera? —dijo Thorin—. No puede ser el
dragón, sino el hobbit no seguiría chillando.
Esperaron un rato, pero no se oía ningún ruido de dragón, en verdad ningún otro
sonido que la distante voz de Bilbo. —¡Vamos, que uno de vosotros traiga una o
dos antorchas! —ordenó Thorin— Parece que tendremos que ayudar a nuestro
saqueador.
—Ahora nos toca a nosotros ayudar —dijo Balin—, y estoy dispuesto. Espero sin
embargo que por el momento no haya peligro.
Glóin encendió varias antorchas más, y luego todos salieron arrastrándose, uno a
uno, y fueron bordeando la pared lo más aprisa que pudieron. No pasó mucho
tiempo antes de que se encontrasen con el propio Bilbo que venía de vuelta.
Había recobrado todo su aplomo tan pronto como viera el parpadeo de luces.
—¡Sólo un murciélago y una antorcha que se cayó,nada peor! —dijo en respuesta
a las preguntas de los enanos. Aunque se sentían muy aliviados, les enfadaba que
los hubiese asustado sin motivo; pero cómo hubieran reaccionado si en ese
momento él hubiese dicho algo de la Piedra del Arca, no lo sé. Los meros
destellos fugaces del tesoro que alcanzaron a ver mientras avanzaban, les había
reavivado el fuego en los corazones, y cuando un enano, aun el más respetable,
siente en el corazón el deseo de oro y joyas, puede transformarse de pronto en
una criatura audaz, y llegar a ser violenta.
Los enanos no necesitaban ya que los apremiasen. Todos estaban ahora ansiosos
por explorar el salón mientras fuera posible, y deseando creer que por ahora
Smaug estaba fuera de casa. Todos llevaban antorchas encendidas; y mientras
miraban a un lado y a otro olvidaron el miedo y aun la cautela. Hablaban en voz
alta, y se llamaban unos a otros a gritos a medida que sacaban viejos tesoros del
montículo o de la pared y les sostenían a la luz, tocándolos y acariciándolos.
Fíli y Kili estaban de bastante buen humor, y viendo que allí colgaban todavía
muchas arpas de oro con cuerdas de plata, las tomaron y se pusieron a rasguear;
y como eran instrumentes mágicos (y tampoco habían sido manejadas por el
dragón, que tenía muy poco interés por la música), aún estaban afinadas. En el
salón oscuro resonó ahora una melodía que no se oía desde hacía tiempo. Pero
los enanos eran en general más prácticos: recogían joyas y se atiborraban los
bolsillos, y lo que no podían llevar lo dejaban caer entre los dedos abiertos,
suspirando. Thorin no era el menos activo, e iba de un lado a otro buscando algo
que no podía encontrar. Era la Piedra del Arca; pero todavía no se lo había dicho a
nadie.
En ese momento los enanos descolgaron de las paredes unas armas y unas cotas
de malla, y se armaron ellos mismos. Un rey en verdad parecía Thorin, vestido con
un abrigo de anillas doradas, y con un hacha de empuñadura de plata en el
cinturón tachonado con piedras rojas.
—¡Señor Bolsón! —dijo— ¡Aquí tienes el primer pago de tu recompensa! ¡Tira tu
viejo abrigo y toma éste!
En seguida le puso a Bilbo una pequeña cota de malla, forjada para algún joven
príncipe elfo tiempo atrás. Era de esa plata que los elfos llamaban mithril, y con
ella iba un cinturón de perlas y cristales Un casco liviano que por fuera parecía de
cuero, reforzado debajo por unas argollas de acero y con gemas blancas en el
borde, fue colocado sobre la cabeza del hobbit,
"Me siento magnífico", pensó "pero supongo que he de parecer bastante ridículo.
¡Cómo se reirían allá en casa, en la Colina! ¡Con todo, me gustaría tener un
espejo a mano!"
Pero aun así el hechizo del tesoro no pesaba tanto sobre el señor Bolsón como
sobre los enanos. Bastante tiempo antes de que los enanos se cansaran de
examinar el botín, él ya estaba aburrido y se sentó en el suelo; y empezó a
preguntarse nervioso cómo terminaría todo. "Daría muchas de estas preciosas
copas", pensó, "por un trago de algo reconfortante en un cuenco de madera de
Beorn."
—¡Thorin! —gritó—, ¿Y ahora qué? Estamos armados, ¿pero de qué sirvieron
antes las armaduras contra Smaug el Terrible? El tesoro no ha sido recobrado
aún. No buscamos oro, sino una salida: ¡y hemos tentado demasiado la suene!
—¡Estás en lo cierto! —respondió Thorin, saliendo de su aturdimiento—.
¡Vamonos! Yo os guiaré. Ni en mil años podría yo olvidar los laberintos de este
palacio, —Luego llamó a los otros, que empezaron a agruparse, y sosteniendo
altas las antorchas atravesaron las puertas, no sin echar atrás miradas ansiosas.
Habían vuelto a cubrir las mallas resplandecientes con las viejas capas, y los
cascos brillantes con los capuchones harapientos, y uno tras otro seguían a
Thorin.
Una hilera de lucecitas en la oscuridad que a menudo se detenían, cuando los
enanos escuchaban temerosos, atentos a cualquier ruido que anunciara la llegada
del dragón.
Aunque el tiempo había pulverizado o destruido los adornos antiguos y aunque
todo estaba sucio y desordenado con las idas y venidas del monstruo, Thorin
conocía cada pasadizo y cada recoveco. Subieron por largas escaleras, torcieron
y bajaron por pasillos anchos y resonantes, volvieron a torcer y subieron aún más
escaleras. y de nuevo aún más escaleras. Talladas en la roca viva, eran lisas,
amplias y regulares; y los enanos subieron y subieron, y no encontraron ninguna
señal de criatura viviente, sólo unas sombras furtivas que huían de la proximidad
de las antorchas, estremecidas por las corrientes de aire,
De cualquier manera los escalones no estaban hechos para piernas de hobbit, y
Bilbo empezaba a sentir que no podría seguir así mucho más, cuando de pronto el
techo se elevó; las antorchas no alcanzaban ahora a iluminarlo. Lejos, allá arriba,
se podía distinguir un resplandor blanco que atravesaba una abertura, y el aire
tenía un olor más dulce. Delante de ellos una luz tenue asomaba por unas
grandes puertas, medio quemadas, y que aún colgaban torcidas de los goznes.
—Esta es la gran cámara de Thror —dijo Thorin—, el salón de fiestas y de
reuniones. La Puerta Principal no queda muy lejos.
Cruzaron la cámara arruinada. Las mesas se estaban pudriendo allí; sillas y
bancos yacían patas arriba, carbonizados y carcomidos. Cráneos y huesos
estaban tirados por el suelo entre jarros, cuencos, cuernos de beber destrozadas v
polvo. Luego de cruzar otras puertas en el fondo de la cámara, un rumor de agua
llegó hasta ellos, v la luz grisácea de repente se aclaró.
—Ahí está el nacimiento del Río Rápido —dijo Thorin— Desde aquí corre hacia la
Puerta. ¡Sigámoslo!
De una abertura oscura en una pared de roca, manaba un agua hirviendo, y fluía
en remolinos por un estrecho canal que la habilidad de unas manos ancestrales
había excavado, enderezado y encauzado. A un lado se extendía una calzada
pavimentada, bastante ancha como para que varios hombres pudieran marchar de
frente. Fueron de prisa por la calzada, y he aquí que luego de un recodo la clara
luz del día apareció ante ellos. Allí delante se levantaba un arco elevado, que aún
guardaba los fragmentos de unas obras talladas, aunque deterioradas,
ennegrecidas y rotas. Un sol neblinoso enviaba una pálida luz entre los brazos de
la Montaña, y unos rayos de oro caían sobre el pavimento del umbral.
Un torbellino de murciélagos arrancados de su letargo por las antorchas
humeantes, revoloteaba sobre ellos, que marchaban a saltos, deslizándose sobre
piedras que el dragón había alisado y desgastado. Ahora el agua se precipitaba
ruidosa, y descendía en espumas hasta el valle. Dejaron caer las antorchas
pálidas y miraron asombrados. Habían llegado a la Puerta Principal, y Valle estaba
ahí fuera.
—¡Bien! —dijo Bilbo—, nunca creí que llegaría a mirar desde esta puerta; y nunca
creí estar tan contento de ver el sol de nuevo, y sentir el viento en la cara. Pero
¡uf! este viento es frío.
Lo era. Una brisa helada soplaba del este con la amenaza del invierno incipiente.
Se arremolinaba sobre los brazos de la Montaña y alrededor bajando hasta el
valle, y suspiraba por entre las rocas. Después de haber estado tanto tiempo en
las sofocantes profundidades de aquellas cavernas encantadas, Bilbo y los
enanos tiritaban al sol.
De pronto Bilbo cayó en la cuenta de que no sólo estaba cansado sino también
muv hambriento. —La mañana ha de estar ya bastante avanzada —dijo—, y
supongo que es la hora del desayuno... si hay algo para desayunar. Pero no creo
que las puertas de Smaug sean el lugar más apropiado para ponerse a comer.
¡Vayamos a un sitio donde estemos un rato tranquilos!
—De acuerdo —dijo Balin—, creo que sé a dónde tenemos que ir: al viejo puesto
de observación en el borde sudeste de la Montaña.
—¿Qué lejos está? —preguntó el hobbit.
—A unas cinco horas de marcha, yo diría. Será una marcha dura. La senda de la
Puerta en la ladera izquierda del arroyo parece estar toda cortada. ¡Pero mira allá
abajo! El río se tuerce de pronto al este de Valle, frente a la ciudad en ruinas. En
ese punto hubo una vez un puente que llevaba a unas escaleras empinadas en la
orilla derecha, y luego a un camino que corría hacia la Colina del Cuervo. Allí hay
(o había) un sendero que dejaba el camino y subía hasta el puesto de
observación. Una dura escalada también, aun si las viejas gradas están todavía
allí.
—¡Señor! —gruño el hobbit—. ¡Más caminatas y escaladas sin desayuno! Me
pregunto cuántos desayunos y Otras comidas habremos perdido dentro de ese
agujero inmundo, que no tiene relojes ni tiempo.
En realidad habían pasado dos noches y el día entre ellas (y no por completo sin
comida) desde que el dragón destrozara la puerta mágica, pero Bilbo había
perdido la cuenta del tiempo, y para él tanto podía haber pasado una noche como
una semana de noches.
—¡Vamos, vamos! —dijo Thorin riéndose. Se sentía más animado y hacía sonar
las piedras preciosas que tenía en los bolsillos—. ¡No llames a mi palacio un
agujero inmundo! ¡Espera a que esté limpio y decorado!
—Eso no ocurrirá hasta que Smaug haya muerto —dijo Bilbo, sombrío—. Mientras
tanto, ¿dónde está? Da ría un buen desayuno por saberlo. ¡Espero que no esté
allá arriba en la Montaña, observándonos!
Esa idea inquietó mucho a los enanos, y decidieron en seguida que Bilbo y Balín
tenían razón.
—Tenemos que alejarnos de aquí —dijo Dori—, siento corno si me estuviesen
clavando los ojos en la nuca.
—Es un lugar frío e inhóspito —dijo Bombur—, Puede que haya algo de beber
pero no veo indicios de comida. En lugares así un dragón está siempre
hambriento.
—¡Adelante, adelante! —gritaron los otros— Sigamos la senda de Balin.
A la derecha, bajo la muralla rocosa, no había ningún sendero, y marcharon
penosamente entre las piedras por la ribera izquierda del río, y en la desolación y
el vacío pronto se sintieron otra vez desanimados, aun el propio Thorin. Llegaron
al puente del que Balin había hablado y descubrieron que había caído hacia
tiempo, y muchas de las piedras eran ahora sólo unos cascajos en el arroyo
ruidoso y poco profundo; pero vadearon el agua sin dificultad, y encontraron los
antiguos escalones, y treparon por la alta ladera. Después de un corto trecho
dieron con el viejo camino, y no tardaron en llegar a una cariada profunda
resguardada entre las rocas; allí descansaron un rato y desayunaron como
pudieron, sobre todo cram y agua. (Si queréis saber lo que es un cram, sólo puedo
decir que no conozco la receta. pero parece un bizcocho, nunca se estropea,
dicen que tiene tuerza nutricia, y en verdad no es muy entretenido, y muy poco
interesante, excepto como ejercicio de las mandíbulas. Los preparaban los
Hombres del Lago para los largos viajes.)
Luego de esto siguieron caminando y ahora la senda iba hacia el oeste,
alejándose del río, y el lomo de la estribación montañosa que apuntaba al sur se
acercaba cada vez más. Por fin alcanzaron el sendero de la colina. Subía en una
pendiente abrupta, y avanzaron lentamente uno tras otro hasta que a la caída de
la tarde llegaron al fin a la cima de la sierra y vieron el sol invernal que descendía
en el oeste.
El sitio en que estaban ahora era llano y abierto, pero en la pared rocosa del norte
había una abertura que parecía una puerta. Desde esta puerta se veía un extenso
escenario, al sur, el este y el oeste.
—Aquí —dijo Balin— en los viejos tiempos teníamos casi siempre gente que
vigilaba, y esa puerta de atrás lleva a una cámara excavada en la roca: un cuarto
para el vigía. Había otros sitios semejantes alrededor de la Montana. Pero en
aquellos días prósperos, la vigilancia no parecía muy necesaria, y los guardias
estaban quizá demasiado cómodos... En fin. si nos hubieran advenido a tiempo de
la llegada del dragón, todo habría sido diferente. No obstante, aquí podemos
quedarnos escondidos y al resguardo por un rato, y ver mucho sin que nos vean,
—De poco servirá si nos han visto venir aquí —dijo Dori, que siempre estaba
mirando hacia el pico de la Montana, como si esperase ver allí a Smaug, posado
como un pájaro sobre un campanario.
—Tenemos que arriesgarnos —dijo Thorin—. Hoy no podemos ir más lejos.
—¡Bien, bien! —gritó Bilbo, y se echó al suelo. En la cámara de roca habría lugar
para cien, y más adentro había otra cámara más pequeña, más protegida del frío
de fuera. No había nada en el interior, y parecía que ni siquiera los animales
salvajes habían estado alguna vez allí en los días del dominio de Smaug. Todos
dejaron las cargas; algunos se arrojaron al suelo y se quedaron dormidos, pero
otros se sentaron cerca de la puerta y discutieron los planes posibles. Durante
toda la conversación volvían una v otra vez a un mismo problema: ¿dónde estaba
Smaug? Miraban al oeste y no había nada, al este y no había nada, al sur v no
había ningún rastro del dragón, aunque allí revoloteaba una bandada de muchos
pájaros— Se quedaron mirando, perplejos; pero aún no habían llegado a
entenderlo, cuando asomaron las primeras estrellas frías.
EL ENCUENTRO DE LAS NUBES
Volvamos ahora con Bilbo y los enanos. Uno de ellos había vigilado toda la noche,
pero cuando llegó la mañana, no había visto ni oído ninguna señal de peligro. Sin
embargo, la congregación de los pájaros seguía creciendo. Las bandadas se
acercaban volando desde el —Sur; y los grajos que todavía vivían en los
alrededores de la Montaña, revoloteaban y chillaban incesantemente allá arriba.
—Algo extraño está ocurriendo —dijo Thorin—. Ya ha pasado el tiempo de los
revoloteos otoñales; y estos pájaros siempre moran en tierra: hay estorninos y
bandadas de pinzones, y a lo lejos pájaros carróñeros, como si se estuviese
librando una batalla.
De repente Bilbo apuntó con el dedo: —¡Ahí está el viejo zorzal oirá vez! —gritó—.
Parece haber escapado cuando Smaug aplastó la ladera, ¡aunque no creo que se
hayan salvado también los caracoles!
Era en verdad el viejo zorzal, y mientras Bilbo señalaba. votó hacia ellos y se posó
en una piedra próxima. Luego sacudió las alas y cantó; y torció la cabeza a un
lado, como escuchando; y otra vez cantó, y otra vez escuchó.
—Creo que trata de decirnos algo —dijo Balin—, pero no puedo seguir esa
garrulería, es muy rápida y difícil. ¿Puedes entenderla, Bolsón?
—No muy bien —dijo Bilbo, que no entendía ni jota—, pero parece muy excitado.
—¡ Si al menos fuese un cuervo! —dijo Balin.
—¡ Pensé que no te gustaban! Parecías recelar de ellos Cuando vinimos por aquí
la última vez.
—¡Aquellos eran grajos! Criaturas desagradables de aspecto sospechoso, además
de groseras. Tendrías qué haber oído los horribles nombres con que nos iban
llamando. Pero los cuervos son diferentes. Hubo una gran amistad entre ellos y la
gente de Thror; a menudo nos traían noticias secretas y los recompensábamos
con cosas brillantes que ellos escondían en sus moradas.
"Vivían muchos años, y tenían una memoria larga, y esta sabiduría pasaba de
padres a hijos. Conocí a muchos de los cuervos de las rocas cuando era
muchacho. Esta misma altura se llamó una vez Colina del Cuervo, pues una
pareja sabia y famosa, el viejo Carc y su compañera, vivían aquí sobre el cuarto
del guardia. Pero no creo que nadie de ese viejo linaje esté ahora en estos sitios.
Aún no había terminado de hablar, cuando él viejo zorzal dio un grito, y en seguida
se fue volando.
—Quizá nosotros no lo entendamos, pero ese viejo pájaro nos entiende a
nosotros, estoy seguro —dijo Balin—. Observemos y veamos qué pasa ahora.
Pronto hubo un batir de alas, y de vuelta apareció el zorzal; y con él vino otro
pájaro muy viejo y decrépito. Era un cuervo enorme y centenario, casi ciego y de
cabeza desplumada, que apenas podía volar. Se posó rígido en el suelo ante
ellos, sacudió lentamente las alas, y saludó a Thorin bamboleando la cabeza.
—Oh Thorin hijo de Thrain, y Balin hijo de Fundin —graznó (y Bilbo entendió lo
que dijo, pues el cuervo hablaba la lengua ordinaria y no la de los pájaros)—. Yo
soy Roäc hijo de Carc. Carc ha muerto, pero en un tiempo lo conocías bien. Dejé
el cascarón hace ciento cincuenta y tres anos, pero no olvido lo que mi padre me
dijo. Ahora soy el jefe de los grandes cuervos de la Montaña. Somos pocos, pero
recordamos todavía al rey de antaño. La mayor parte de mi gente está lejos, pues
hay grandes noticias en el sur... algunas serán buenas nuevas para vosotros, y
algunas no os parecerán tan buenas.
"! Mirad! Los pájaros se reúnen otra vez en la Montaña y en Valle desde el sur, el
este y el oeste, ¡pues se ha corrido la voz de que Smaug ha muerto!
—¡Muerto! ¡Muerto! —gritaron los enanos—. ¡Muerto! Hemos estado atemorizados
sin motivo entonces, ¡y el tesoro es nuestro otra vez! —Todos se pusieron en pie
de un salto y vitorearon con los gorros en la mano.
—Sí, muerto —dijo Roác—. El zorzal, que nunca se le caigan las plumas, lo vio
morir, y podemos confiar en lo que dice. Lo vio caer mientras luchaba con los
hombres de Esgaroth, hará hoy tres noches, a la salida de la luna.
Paso algún tiempo antes de que Thorin pudiese calmar a los enanos y escuchar
las nuevas del cuervo. Por fin, el pájaro acabó el relato de la batalla, y prosiguió:
—Hay mucho de que alegrarse, Thorin Escudo de Roble. Puedes volver seguro a
tus salones; todo el tesoro es tuyo, por el momento. Pero muchos vendrán a
reunirse aquí además de los pájaros. Las noticias de la muerte del guardián han
volado ya a lo largo y ancho del país, y la leyenda de la riqueza de Thror no ha
dejado de aparecer en cuentos, durante años y años; muchos están ansiosos por
compartir el botín. Ya una hueste de elfos está en camino, y los pájaros carroñeros
los acompañan, esperando la batalla y la carnicería. Junto al Lago los hombres
murmuran que los enanos son los verdaderos culpables de tanta desgracia, pues
se han quedado sin hogar, muchos han muerto, y Smaug ha destruido Esgaroth.
También ellos esperan que vuestro tesoro repare los daños, estéis vivos o
muertos.
"Vuestra decidirá, pero trece es un pequeño resto del gran pueblo de Durin que
una vez habitó aquí, y que ahora está disperso y en tierras lejanas. Si queréis mi
consejo, no confiéis en el gobernador de los Hombres del Lago, pero sí en aquél
que mató al dragón con una flecha. Bardo se llama, y es de la raza de Valle, de la
línea de Giríon; un hombre sombrío, pero sincero. Una vez más buscará la paz
entre los enanos, hombres y elfos, después de la gran desolación; pero ello puede
costarte caro en oro. He dicho.
Entonces Thorin estalló de rabia: —Nuestro agradecimiento, Roác hijo de Carc. Tú
y tu pueblo no seréis olvidados. Pero ni los ladrones ni los violentos se llevarán
una pizca de nuestro oro, mientras sigamos con vida. Si quieres que te estemos
aún más agradecidos, tráenos noticias de cualquiera que se acerque. También
quisiera pedirte, si alguno de los tuyos es aún fuerte y joven de alas, que envíes
mensajeros a nuestros parientes en las montañas del Norte, tanto al este como al
oeste de aquí, y les hables de nuestra difícil situación. Pero ve especialmente a mi
primo Dain en las Colinas de Hierro, pues tiene mucha gente bien armada y vive
cerca. ¡Dile que se dé prisa!
—No diré si es bueno o malo ese consejo —graznó Roác—, pero haré lo que
pueda —y se alejó volando lentamente.
—¡De vuelta ahora a la Montana! —gritó Thorin—, Tenemos poco tiempo que
perder.
—¡Y también poco que comer! —chilló Bilbo, siempre práctico en tales cuestiones.
En cualquier caso, sentía que la aventura, hablando con propiedad, había
terminado con la muerte del dragón —en lo que estaba muy equivocado— y
hubiese dado buena parte de lo que a él le tocaba por la pacífica conclusión de
estos asuntos.
—¡De vuelta a la Montaña! —gritaron los enanos, como si no lo hubiesen oído; así
que tuvo que ir de vuelta con ellos.
Como ya estáis enterados de algunos acontecimientos, sabréis que los enanos
disponían aún de unos pocos días. Una vez más exploraron las cavernas, y
encontraron como esperaban que sólo la Puerta Principal permanecía abierta;
todas las demás entradas (excepto, claro, la pequeña puerta secreta) hacía mucho
que habían sido destruidas y bloqueadas por Smaug, y no quedaba ni rastro de
ellas. De modo que se pusieron a trabajar duro en las fortificaciones de la entrada
principal, y en abrir un nuevo sendero que llevase hasta ella. Encontraron muchas
de las herramientas de los mineros, canteros y constructores de antaño, y en tales
trabajos los enanos eran aún habilidosos.
Entretanto, los cuervos no dejaban de traer noticias. De esta manera supieron que
el Rey Elfo marchaba ahora hacia el Lago, y tenían unos días de respiro. Mejor
aún, oyeron que tres de los poneys habían huido y se encontraban vagando
salvajes allá abajo, en la ribera del Río Rápido, no lejos del resto de las
provisiones. Así, mientras los otros continuaban trabajando, enviaron a Fíli y Kili,
guiados por un cuervo, a buscar los poneys y traer todo lo que pudieran.
Estuvieron cuatro días fuera, y supieron entonces que los ejércitos unidos de los
Hombres del Lago y los Elfos corrían hacia la Montaña. Pero ahora los enanos
estaban más esperanzados, pues tenían comida para varias semanas, si se
cuidaban —sobre todo cram, por supuesto, y muy cansados estaban de ese
alimento, pero mejor es cram que nada— y ya la Puerta estaba bloqueada con un
parapeto alto y ancho, de piedras regulares, puestas una sobre otra. Había
agujeros en el parapeto por los que se podía mirar (o disparar), pero ninguna
entrada. Entraban y salían con la ayuda de una escalera de mano, y subían con
cuerdas las cosas. Para la salida del arroyo habían dispuesto un arco pequeño y
bajo en el nuevo parapeto; pero cerca de la entrada habían cambiado tanto el
lecho angosto que toda una laguna se extendía ahora desde la pared de la
montaña hasta el principio de la cascada que llevaba el arroyo hacia Valle.
Aproximarse a la Puerta sólo era posible a nado, o escurriéndose a lo largo de una
repisa angosta, que corría a la derecha del risco, mirando desde la entrada.
Habían traído los poneys hasta el principio de las escaleras sobre el puente viejo,
y luego de descargarlos los habían mandado de vuelta a sus dueños, enviándolos
sin jinetes al Sur.
Llegó una noche en la que de pronto aparecieron muchas luces, como de fuegos y
antorchas, lejos hacia el sur en Valle.
—¡Han llegado! —anunció Balin—. Y el campamento es grande de veras. Tienen
que haber entrado en el valle a lo largo de las riberas del río, ocultándose en el
crepúsculo.
Poco durmieron esa noche los enanos. La mañana era pálida aún cuando vieron
que se aproximaba una compañía. Desde detrás del parapeto observaron cómo
subían hasta la cabeza del valle y trepaban lentamente. Pronto pudieron ver que
entre ellos venían hombres del lago armados como para la guerra y arqueros
elfos. Por fin, la vanguardia escaló las rocas caídas y apareció en lo alto del
torrente; mucho se sorprendieron cuando vieron la laguna y la Puerta Principal
obstruida por un parapeto de piedra recién tallada.
Mientras estaban allí señalando y hablando entre ellos, Thorin los increpó: —
¿Quiénes sois vosotros —dijo en voz muy alta— que venís como en guerra a las
puertas de Thorin hijo de Thrain, Rey bajo la Montaña, y qué deseáis?
Pero no le respondieron. Algunos dieron una rápida media vuelta, y los otros,
luego de observar con detenimiento la Puerta, y cómo estaba defendida, pronto
fueron detrás de ellos. Ese mismo día el campamento se trasladó al este del río,
justo entre los brazos de la Montaña. Voces y canciones resonaron entonces entre
las rocas como no había ocurrido por muchísimo tiempo. Se oía también el sonido
de las arpas élficas y de una música dulce; y mientras los ecos subían, parecía
que el aire helado se entibiaba, y que la fragancia de las flores primaverales del
bosque llegaba débilmente hasta ellos.
Entonces Bilbo deseó escapar de la fortaleza oscura y bajar y unirse a la alegría y
las fiestas junto a las fogatas. Algunos de los enanos más jóvenes se sentían
también conmovidos, y murmuraron que habría sido mejor que las cosas hubiesen
ocurrido de otra manera y poder recibir a esas gentes como amigos. Sin embargo,
Thorin fruncía el ceño.
Entonces también los enanos sacaron arpas e instrumentos recobrados del botín y
tocaron para animar a Thorin; pero la canción no era una canción élfica y se
parecía bastante a la que habían cantado hacía mucho en el pequeño agujero—
hobbit de Bilbo:
¡Bajo la Montaña tenebrosa y alta
el Rey ha regresado al palacio!
El enemigo ha muerto, el Gusano Terrible,
y así una vez y otra caerá el adversario.
La espada es afilada, y es larga la lanza,
veloz la flecha, y fuerte la Puerta,
osado el cor aun que mira el oro;
y ya nadie hará daño a los enanos.
Los enanos echaban hechizos poderosos,
mientras las mazas tañían como campanas,
en simas donde duermen unos seres oscuros,
en salas huecas bajo las montañas.
En collares de plata entretejían
a luz de las estrellas, en coronas colgaban
el fuego del dragón; de alambres retorcidos
arrancaban música a las arpas.
¡El trono de la Montaña otra vez liberado!
¿Atended la llamada, oh pueblo aventurero!
El rey necesita amigos y parientes.
¡Marchad de prisa en el desierto!
Hoy llamamos en montañas heladas!
¡regresad a las viejas cavernas!
Aquí a las Puertas el rey espera,
las manos colmadas de oro y gemas.
¡Bajo la Montaña tenebrosa y alta,
el rey ha regresado al palacio!
¡El Gusano Terrible ha caído y ha muerto,
y así una vez y otra caerá el adversario!
Esta canción pareció apaciguar a Thorin, que sonrió de nuevo y se mostró más
alegre; y se puso a estimar la distancia que los separaba de las Colinas de Hierro
y cuánto tiempo pasaría antes de que Dain pudiese llegar a la Montaña Solitaria, si
se había puesto en camino tan pronto como recibiera el mensaje. Pero el ánimo
de Bilbo decayó, tanto por la canción como por la charla: sonaban demasiado
belicosas.
A la mañana siguiente, temprano, una compañía de lanceros cruzó el río y marchó
valle arriba. Llevaban con ellos el estandarte verde del Rey Elfo y el azul del Lago
y avanzaron hasta que estuvieron Justo delante del parapeto de la Puerca.
De nuevo Thorin les habló en voz alta. —¿Quiénes sois que llegáis armados para
la guerra a las puertas de Thorin hijo de Thrain, Rey bajo la Montaña? —Esta vez
le respondieron.
Un hombre alto de cabellos oscuros y cara ceñuda se adelantó y grito: —¡Salud,
Thorin! ¿Por qué te encierras como un ladrón en la guarida? Nosotros no somos
enemigos y nos alegramos de que estés con vida, más allá de nuestra esperanza.
Vinimos suponiendo que no habría aquí nadie vivo, pero ahora que nos hemos
encontrado hay razones para hablar y parlamentar.
—¿Quién eres tú y de qué quieres hablar?
—Soy Bardo y por mi mano murió el dragón y fue liberado el tesoro. ¿No te
importa? Más aún, soy, por derecho de descendencia, el heredero de Girion de
Valle, y en tu botín está mezclada mucha de la riqueza de los salones y villas de
Valle, que el viejo Smaug robó. ¿No es asunto del que podamos hablar? Además,
en su última batalla Smaug destruyó las moradas de los Hombres de Esgaroth y
yo soy aún siervo del gobernador. Por él hablaré, y pregunto si no has
considerado la tristeza y la miseria de ese pueblo. Te ayudaron en tus penas, y en
recompensa no has traído más que ruina; aunque sin duda involuntaria.
Bien, éstas eran palabras hermosas y verdaderas. aunque dichas con orgullo y
expresión ceñuda; y Bilbo pensó que Thorin reconocería en seguida cuánta
justicia había en ellas. Por supuesto, no esperaba que nadie recordara que había
sido él quien descubriera el punto débil del dragón; y esto también era justo, pues
nadie lo sabía. Pero no tuvo en cuenta el poder del oro que un dragón ha cuidado
durante mucho tiempo, ni los corazones de los enanos. En los últimos días Thorin
había pasado largas horas en la sala del tesoro, y la avaricia le endurecía ahora el
corazón. Aunque buscaba sobre todo la Piedra del Arca, sabía apreciar las otras
muchas cosas maravillosas que allí había, unidas por viejos recuerdos a los
trabajos y penas de los enanos.
—Has puesto la peor de tus razones en el lugar último y más importante —
respondió Thorin—. Al tesoro de mi pueblo, ningún hombre tiene derecho, pues
Smaug nos arrebató junto con él la vida o el hogar. El tesoro no era suyo, y los
actos malvados de Smaug no han de ser reparados con una parte. El precio por
las mercancías y la ayuda recibida de los Hombres del Lago la pagaremos con
largueza... cuando llegue el momento. Pero no daremos nada, ni siquiera lo que
vale una hogaza de pan, bajo amenaza o por la fuerza. Mientras una hueste
armada esté acosándonos, os consideraremos enemigos y ladrones.
"Y te preguntaría además qué parte de nuestra herencia habrías dado a los
enanos si hubieras encontrado el tesoro sin vigilancia y a nosotros muertos.
—Una pregunta justa —respondió Bardo— Pero vosotros no estáis muertos y
nosotros no somos ladrones. Por otra parte, los ricos podrían compadecerse, y
aun en exceso, de los menesterosos que les ofrecieron ayuda cuando ellos
pasaban necesidad. Y aún no has respondido a mis otras demandas.
—No parlamentaré, como ya he dicho, con hombres armados a mi puerta. Y de
ningún modo con la gente del Rey Elfo, a quien recuerdo con poca simpatía. En
esta discusión, él no tiene parte. ¡Aléjate ahora, antes de que nuestras flechas
vuelen! Y si has de volver a hablar conmigo, primero manda la hueste élfica a los
bosques a que pertenecen, y regresa entonces, deponiendo las armas antes de
acercarte al umbral.
—El Rey Elfo es mi amigo, y ha socorrido a la gente del Lago cuando era
necesario, sólo obligado por la amistad —respondió Bardo— Te daremos tiempo
para arrepentirte de tus palabras. ¡Recobra tu sabiduría antes que volvamos! —
Luego Bardo partió y regresó al campamento.
Antes de que hubiesen pasado muchas horas, volvieron los portaestandartes, y
los trompeteros se adelantaron y soplaron.
—En nombre de Esgaroth y el Bosque —gritó uno—, hablamos a Thorin hijo de
Thrain, Escudo de Roble, que se dice Rey bajo la Montana, y le pedimos que
reconsidere las reclamaciones que han sido presentadas o será declarado nuestro
enemigo. Entregará, por lo menos, la doceava parte del tesoro a Bardo, por haber
matado a Smaug y como heredero de Girion. Con esa parte, Bardo ayudará a
Esgaroth; pero si Thorin quiere tener la amistad y el respeto de las tierras de
alrededor, como los tuvieron sus antecesores, también él dará algo para alivio de
los Hombres del Lago.
Entonces Thorin tomó un arco de cuerno y disparó una flecha al que hablaba.
Golpeó con fuerza el escudo y allí se quedó clavada, temblando.
—Ya que ésta es tu respuesta —dijo el otro a su vez—, declaro la Montana
sitiada. No saldréis de ella hasta que nos llaméis para acordar una tregua y
parlamentar. No alzaremos armas contra vosotros, pero os abandonamos a
vuestras riquezas. ¡Podéis comeros el oro, si queréis!
Los mensajeros partieron luego rápidamente y dejaron solos a los enanos. Thorin
tenía ahora una expresión tan sombría, que nadie se hubiera atrevido a
censurarlo, aunque la mayoría parecía estar de acuerdo con él, excepto quizá el
gordo Bombur, Fíli y Kili. Bilbo, por supuesto, desaprobaba del todo el cariz que
habían tomado las cosas. Ya estaba bastante más que harto de la Montaña, y no
le gustaba nada que lo sitiaran dentro de ella.
—Todo este lugar hiede aún a dragón —gruñó entre dientes—, y eso me pone
enfermo. Y además empiezo a notar que el cram se me queda pegado a la
garganta.
UN LADRÓN EN LA NOCHE
Ahora los días se sucedían lentos y aburridos. Muchos de los enanos pasaban el
tiempo apilando y clasificando el tesoro; y ahora Thorin hablaba de la Piedra del
Arca de Thrain, y mandaba ansiosamente que la buscasen por todos los rincones.
—Pues la Piedra del Arca de mi padre —decía— vale más que un río de oro, y
para mí no tiene precio. De todo el tesoro esa piedra la reclamo para mí, y me
vengaré de aquél que la encuentre y la retenga.
Bilbo oyó estas palabras y se asustó, preguntándose qué ocurriría si encontraban
la piedra, envuelta en un viejo hatillo de trapos harapientos que le servia de
almohada. De todos modos nada dijo, pues mientras el cansancio de los días se
hacía cada vez mayor, los principios de un plan se le iban ordenando en la
cabecita.
Las cosas siguieron así por algún tiempo hasta que los cuervos trajeron nuevas de
que Dain y más de quinientos enanos, apresurándose desde las Colinas de Hierro,
estaban a unos dos días de camino de Valle, viniendo del nordeste.
—Más no alcanzarán indemnes la Montana —dijo Roác—, y mucho me temo que
habrá batalla en el valle. No creo que convenga esa decisión. Aunque son gente
ruda, no están preparados para vencer a la hueste que os acosa; y aunque así
fuera, ¿qué ganaríais? El invierno y las nieves se dan prisa tras ellos. ¿Cómo os
alimentaréis sin la amistad y hospitalidad de las tierras de alrededor? El tesoro
puede ser vuestra perdición, ¡aunque el dragón ya no esté!
Pero Thorin no se inmutó. —La mordedura del invierno y las nieves la sentirán
tanto los hombres como los elfos —dijo—, y es posible que no soporten quedarse
en estas tierras baldías. Con mis amigos detrás y el invierno encima, quizá tengan
una disposición de ánimo más flexible para parlamentar.
Esa noche Bilbo tomó una decisión. El cielo estaba negro y sin luna. Tan pronto
como cayeron las tinieblas, fue hasta el rincón de una cámara interior junto a la
entrada, y sacó una cuerda del hatillo, y también la Piedra del Arca envuelta en un
harapo. Luego trepó al parapeto. Sólo Bombur estaba allí de guardia, pues los
enanos vigilaban turnándose de uno en uno.
—¡Qué frío horroroso! —dijo Bombur—. ¡Desearía tener una buena hoguera aquí
arriba como la que ellos tienen en el campamento!
—Dentro hace bastante calor —dijo Bilbo.
—Lo creo; pero no puedo moverme de aquí hasta la medianoche —gruñó el
enano gordo— Un verdadero fastidio. No es que me atreva a disentir de Thorin,
cuya barba crezca muchos años; aunque siempre fue un enano bastante tieso.
—No tan tieso como mis piernas —dijo Bilbo—. Estoy cansado de escaleras y de
pasadizos de piedra. Daría cualquier cosa por poner los pies en el pasto.
—Yo daría cualquier cosa por echarme un trago de algo fuerte a la garganta, ¡y
por una cama blanda después de una buena cena!
—No puedo darte eso, mientras dure el sitio. Pero ya hace tiempo que fue mi turno
de guardia, de modo que si quieres, puedo reemplazarte. No tengo sueño esta
noche.
—Eres una buena persona, señor Bolsón, y aceptaré con gusto tu ofrecimiento. Si
ocurre algo grave, llámame primero, ¡acuérdate! Dormiré en la cámara interior de
la izquierda, no muy lejos.
—¡Lárgate! —dijo Bilbo—. Te despertaré a medianoche, para que puedas
despertar al siguiente vigía.
Tan pronto como Bombur se hubo ido, Bilbo se puso el anillo, se ató la cuerda, se
deslizó parapeto abajo, y desapareció. Tenía unas cinco horas por delante.
Bombur dormiría (podía dormirse en cualquier momento, y desde la aventura en el
bosque estaba siempre tratando de recuperar aquellos hermosos sueños); y todos
los demás estaban ocupados con Thorin. Era poco probable que uno de ellos, aun
Fíli o Kili, se acercase al parapeto hasta que les llegase el turno.
Estaba muy oscuro, y al cabo de un rato, cuando abandonó la senda nueva y
descendió hacia el curso inferior del arroyo, ya no reconoció el camino. Al fin llegó
al recodo, y si quería alcanzar el campamento tenia que cruzar el agua. El lecho
del río era allí poco profundo pero bastante ancho, y vadearlo en la oscuridad no
fue nada fácil para el pequeño hobbit. Cuando estaba casi a punto de cruzarlo,
perdió pie sobre una piedra redonda y cayó chapoteando en el agua fría. Apenas
había alcanzado la orilla opuesta, tiritando y farfullando, cuando en la oscuridad
aparecieron unos elfos, llevando linternas resplandecientes, en busca de la causa
del ruido.
—¡Eso no fue un pez! —dijo uno—. Hay un espía por aquí. ¡Ocultad vuestras
luces! Le ayudarían más a él que a nosotros, si se trata de esa criatura pequeña y
extraña que según se dice es el criado de los enanos.
—¡Criado, de veras! —bufó Bilbo; y en medio del bufido estornudó con fuerza, y
los elfos se agruparon en seguida y fueron hacia el sonido.
—¡Encended una luz! —dijo Bilbo—. ¡Estoy aquí si me buscáis! —y se sacó el
anillo, y asomó detrás de una roca.
Pronto se le echaron encima, a pesar de que estaban muy sorprendidos. —
¿Quién eres? ¿Eres el hobbit de los enanos? ¿Qué haces? ¿Cómo pudiste llegar
tan lejos con nuestros centinelas? —preguntaron uno tras otro, —Soy el señor
Bilbo Bolsón —respondió el hobbit—,compañero de Thorin, si deseáis saberlo.
Conozco de vista a vuestro rey, aunque quizá él no me reconozca. Pero Bardo me
recordará y es a Bardo en especial a quien quisiera ver.
—¡No digas! —exclamaron—, ¿y qué asunto te trae por aquí?
—Lo que sea, sólo a mí me incumbe, mis buenos elfos. Pero si deseáis salir de
este lugar frío y sombrío y regresar a vuestros bosques —respondió
estremeciéndose—, llevadme en seguida a un buen fuego donde pueda secarme,
y luego dejadme hablar con vuestros jefes lo más pronto posible. Tengo sólo una o
dos horas.
Fue así como unas dos horas después de cruzar la Puerta, Bilbo estaba sentado
al calor de una hoguera delante de una tienda grande, y allí, también sentados,
observándolo con curiosidad, estaban el Rey Elfo y Bardo. Un hobbit en armadura
élfica, arropado en parte con una vieja manta, era algo nuevo para ellos.
—Sabéis realmente —decía Bilbo con sus mejores modales de negociador—, las
cosas se están poniendo imposibles. Por mi parte estoy cansado de todo el
asunto. Desearía estar de vuelta allá en el Oeste, en mi casa, donde la gente es
más razonable. Pero tengo cierto interés en este asunto, un catorceavo del total,
para ser precisos, de acuerdo con una carta que por fortuna creo haber
conservado. —Sacó de un bolsillo de la vieja chaqueta (que llevaba aún sobre la
malla) un papel arrugado y plegado: ¡la carta de Thorin que habían puesto en
mayo debajo del reloj, sobre la repisa de la chimenea!
—Una parte de todos los beneficios, recordadlo —continuó—. Lo tengo muy bien
en cuenta. Personalmente estoy dispuesto a considerar con atención vuestras
proposiciones, y deducir del total lo que sea justo, antes de exponer la mía. Sin
embargo, no conocéis a Thorin Escudo de Roble tan bien como yo. Os aseguro
que está dispuesto a sentarse sobre un montón de oro y morirse de hambre,
mientras vosotros estéis aquí.
—¡Bien, que se quede! —dijo Bardo—. Un tonto como él merece morirse de
hambre.
—Tienes algo de razón —dijo Bilbo—. Entiendo tu punto de vista. A la vez ya
viene el invierno. Pronto habrá nieve, y otras cosas, y el abastecimiento será
difícil, aun para los elfos, creo. Habrá también otras dificultades. ¿No habéis oído
hablar de Dain y de los enanos de las Colinas de Hierro?
—Sí, hace mucho tiempo; ¿pero en qué nos atañe? —preguntó el rey.
—En mucho, me parece. Veo que no estáis enterados. Dain, no lo dudéis, está
ahora a menos de dos días de marcha, y trae consigo por lo menos unos
quinientos enanos, todos rudos, que en buena parte han participado en las
encarnizadas batallas entre enanos y trasgos, de las que sin duda habréis oído
hablar. Cuando lleguen, puede que haya dificultades serias.
—¿Por qué nos lo cuentas? ¿Estás traicionando a tus amigos, o nos amenazas?
—preguntó Bardo seriamente.
—¡Mi querido Bardo! —chilló Bilbo— ¡No te apresures! ¡Nunca me había
encontrado antes con gente tan suspicaz! Trato simplemente de evitar problemas
a todos los implicados. ¡Ahora os haré una oferta!
—¡Oigámosla! —exclamaron los otros.
—¡Podéis verla! —dijo Bilbo—. ¡Aquí está! —y puso ante ellos la Piedra del Arca,
y retiró la envoltura.
El propio Rey Elfo, cuyos ojos estaban acostumbrados a cosas bellas y
maravillosas, se puso de pie, asombrado. Hasta el mismo Bardo se quedó
mirándola maravillado y en silencio. Era como si hubiesen llenado un globo con la
luz de la luna, y colgase ante ellos en una red centelleante de estrellas
escarchadas.
—Esta es la Piedra del Arca de Thrain —dijo Bilbo—, el Corazón de la Montaña; y
también el corazón de Thorin. Tiene, según él, más valor que un río de oro.
Yo os la entrego. Os ayudará en vuestra negociación,
—Luego Bilbo, no sin un estremecimiento, no sin una mirada ansiosa, entregó la
maravillosa piedra a Bardo, y éste la sostuvo en la mano, como deslumbrado.
—Pero, ¿es tuya para que nos la des así? —preguntó al fin con un esfuerzo.
—¡Oh, bueno! —dijo el hobbit un poco incómodo— No exactamente; pero
desearía dejarla como garantía de mi proposición, sabéis. Puede que sea un
saqueador (al menos eso es lo que dicen: aunque nunca me he sentido tal cosa),
pero soy honrado, espero, bastante honrado. De un modo o de otro regreso ahora,
y los enanos pueden hacer conmigo lo que quieran. Espero que os sirva.
El Rey Elfo miró a Bilbo con renovado asombro.
—¡Bilbo Bolsón —dijo—. Eres más digno de llevar la armadura de los príncipes
elfos que muchos que parecían vestirla con más gallardía. Pero me pregunto si
Thorin Escudo de Roble lo verá así. En general conozco mejor que tú a los
enanos. Te aconsejo que te quedes con nosotros, y aquí serás recibido con todos
los honores y agasajado tres veces.
—Muchísimas gracias, no lo pongo en duda —dijo Bilbo con una reverencia—
Pero no puedo abandonar a mis amigos de este modo, me parece, después de lo
que hemos pasado juntos. ¡Y además prometí despertar al viejo Bombur a
medianoche! ¡Realmente tengo que marcharme, y rápido!
Nada de lo que dijeran iba a detenerlo, de modo que se le proporcionó una
escolta, y cuando se pusieron en marcha, el rey y Bardo lo saludaron con respeto.
Cuando atravesaron el campamento, un anciano envuelto en una capa oscura se
levantó de la puerta de la tienda donde estaba sentado y se les acercó.
—¡Bien hecho, señor Bolsón! —dijo, dando a Bilbo una palmada en la espalda—
¡Hay siempre en ti más de lo que uno espera! —Era Gandalf.
Por primera vez en muchos días Bilbo estaba dé verdad encantado. Mas no había
tiempo para todas las preguntas que deseaba hacer en seguida.
—¡Todo a su hora! —dijo Gandalf— Las cosas están llegando a feliz término, a
menos que me equivoque. Quedan todavía momentos difíciles por delante, ¡pero
no te desanimes! Tú puedes salir airoso. Pronto habrá nuevas que ni siquiera los
cuervos han oído. ¡Buenas noches!
Asombrado pero contento, Bilbo se dio prisa. Lo llevaron hasta un vado seguro y
lo dejaron seco en la orilla opuesta; luego se despidió de los elfos y subió con
cuidado de regreso hacia el parapeto. Empezó a sentir un tremendo cansancio,
pero era bastante antes de medianoche cuando trepó otra vez por la cuerda; aún
estaba donde la había dejado. La desató y la ocultó, y luego se sentó en el
parapeto preguntándose ansiosamente qué ocurriría ahora.
A medianoche despertó a Bombur; y después se encogió en un rincón, sin
escuchar las gracias del viejo enano (que apenas merecía, pensó). Pronto se
quedó dormido, olvidando toda preocupación hasta la mañana. En realidad se
pasó la noche sonando con huevos y panceta.
LAS NUBES ESTALLAN
Al día siguiente las trompetas sonaron temprano en el campamento. Pronto se vio
a un mensajero que corría por la senda estrecha. Se detuvo a cierta distancia, y
les hizo señas, preguntando si Thorin escucharía a otra embajada, ya que había
nuevas noticias y las cosas habían cambiado.
—¡Eso será por Dain! —dijo Thorin cuando oyó el mensaje—. Habrán oído que ya
viene. Pensé que esto les cambiaría el ánimo. ¡Ordénales que vengan en número
reducido y sin armas, y yo escucharé! —gritó al mensajero.
Alrededor de mediodía, los estandartes del Bosque y el Lago se adelantaron de
nuevo. Una compañía de veinte se aproximaba. Cuando llegaron al sendero,
dejaron a un lado espadas y lanzas y se acercaron a la Puerta. Admirados, los
enanos vieron que entre ellos estaban tanto Bardo como el Rey Elfo, y delante un
hombre viejo, envuelto en una capa y con un capuchón en la cabeza, portando un
pesado cofre de madera remachado de hierro.
—¡Salud, Thorin! —dijo Bardo—. ¿Aún no has cambiado de idea?
—No cambian mis ideas con la salida y puesta de unos pocos soles —respondió
Thorin—. ¿Has venido a hacerme preguntas ociosas? ¡Aún no se ha retirado el
ejército elfo, como he ordenado! Hasta entonces, de nada servirá que vengas a
negociar conmigo.
—¿No hay nada, entonces, por lo que cederías parte dé tu oro?
—Nada que tú y tus amigos podáis ofrecerme.
—¿Qué hay de la Piedra del Arca de Thrain? —dijo Bardo, y en ese momento el
hombre viejo abrió el cofre y mostró en alto la joya.
La luz brotó de la mano del viejo, brillante y blanca en la mañana.
Thorin se quedó entonces mudo de asombro y confusión. Nadie dijo nada por
largo rato.
Luego Thorin habló, con una voz ronca de cólera. —Esa piedra fue de mi padre y
es mía —dijo—. ¿Por qué habría de comprar lo que me pertenece? —Sin
embargo, el asombro lo venció a fin y añadió: —Pero ¿cómo habéis obtenido la
reliquia de mi casa, si es necesario hacer esa pregunta a unos ladrones?
—No somos ladrones —respondió Bardo— Lo tuyo re lo devolveremos a cambio
de lo nuestro.
—¿Cómo la conseguisteis? —gritó Thorin cada vez más furioso.
—¡Yo se la di! —chilló Bilbo, que espiaba desde el parapeto, ahora con un horrible
pavor.
—¡Tú! ¡Tú! —gritó Thorin volviéndose hacia él y aferrándolo con las dos manos—
.¡Tú, hobbit miserable!¡Tú, pequeñajo... saqueador!
—¡Por la barba de Durin! Me gustaría que Gandalf estuviese aquí. ¡Maldito sea
por haberte escogido!¡Que la barba se le marchite! En cuanto a ti, ¡te estrellaré
contra las rocas!
—¡Quieto! ¡Tu deseo se ha cumplido! —dijo una voz. El hombre viejo del cofre
echó a un lado la capa y el capuchón—. ¡He aquí a Gandalf! Y parece que a
tiempo. Si no te gusta mi saqueador, por favor no le hagas daño. Déjalo en el
suelo y escucha primero lo que tiene que decir.
—¡Parecéis todos confabulados! —dijo Thorin dejando Caer a Bilbo en la cima del
parapeto— Nunca más tendré tratos con brujos o amigos de brujos. ¿Qué tienes
que decir, descendiente de ratas?
—¡Vaya! ¡Vaya! —dijo Bilbo—. Ya sé que todo esto es muy incómodo.
¿Recuerdas haber dicho que podría escoger mi propia catorceava parte? Quizá
me lo tomé demasiado literalmente; me han dicho que los enanos son más
corteses en palabras que en hechos. Hubo un tiempo, sin embargo, en el que
parecías creer que yo había sido de alguna utilidad. ¡Y ahora me llamas
descendiente de ratas! ¿Es ese el servicio que tú y tu familia me han prometido,
Thorin? ¡Piensa que he dispuesto de mi parte como he querido, y olvídalo ya!
—Lo haré —dijo Thorin ceñudo—. Te dejaré marchar, ¡y que nunca nos
encontremos otra vez! —Luego se volvió y habló por encima del parapeto—. Me
han traicionado —dijo— Todos saben que no podría dejar de redimir la Piedra del
Arca, el tesoro de mi palacio. Daré por ella una catorceava parte del tesoro en oro
y plata, sin incluir las piedras preciosas; más eso contará como la parte prometida
a ese traidor, y con esa recompensa partirá, y vosotros la podréis dividir como
queráis. Tendrá bien poco, no lo dudo. Tomadlo, si lo queréis vivo; nada de mi
amistad irá con él.
—¡Ahora, baja con tus amigos! —dijo a Bilbo—, ¡o té arrojaré al abismo!
—¿Qué hay del oro y la plata? —preguntó Bilbo.
—Te seguirá más tarde, cuando esté disponible —dijo Thorin— ¡Baja!
—¡Guardaremos la piedra hasta entonces! —le gritó Bardo.
—No estás haciendo un papel muy espléndido como Rey bajo la Montaña —dijo
Gandalf—, pero las cosas aún pueden cambiar.
—Cierto que pueden —dijo Thorin. Y ya cavilaba, tan aturdido estaba por el
tesoro, si no podría recobrar la Piedra del Arca con la ayuda de Dain, y retener la
parte de la recompensa.
Y así fue Bilbo expulsado del parapeto, y con nada a cambio de sus apuros,
excepto la armadura que Thorin ya le había dado. Más de uno de los enanos sintió
vergüenza y lástima cuando vio partir a Bilbo.
—¡Adiós! —les gritó—, ¡Quizá nos encontremos otra vez como amigos!
—¡Fuera! —gritó Thorin—. Llevas contigo una malla tejida por mi pueblo y es
demasiado buena para ti. No se la puede atravesar con flechas; pero si no te das
prisa, te pincharé esos pies miserables. ¡De modo que apresúrate!
—No tan rápido —dijo Bardo— Te damos tiempo hasta mañana. Regresaremos a
la hora del mediodía y veremos si has traído la parte del tesoro que hemos de
cambiar por la Piedra. Si en esto no nos engañas, entonces partiremos y el
ejército elfo retomará al Bosque. Mientras tanto, ¡adiós!
Con eso, volvieron al campamento; pero Thorin envió por Roác correos a Dain,
diciéndole lo que había sucedido e instándole a que viniese con una rapidez
cautelosa.
Pasó aquel día y la noche. A la mañana siguiente, el viento cambió al oeste, y el
aire estaba oscuro y tenebroso. Era aún temprano cuando se oyó un grito en el
campamento. Llegaron mensajeros a informar que una hueste de enanos había
aparecido en la estribación oriental de la Montana y que ahora se apresuraba
hacia Valle. Dain había venido. Había corrido toda la noche, y de este modo había
llegado sobre ellos más pronto de lo que había esperado. Todos los enanos de la
tropa estaban ataviados con cotas de malla de acero que les llegaban a las
rodillas; y unas calzas de metal fino y flexible, tejido con un procedimiento secreto
que sólo la gente de Dain conocía, les cubrían las piernas. Los enanos son
sumamente fuertes para su talla, pero la mayoría de estos eran fuertes aun entre
los enanos, En las batallas empuñaban pesados azadones que se manejaban con
las dos manos; además, todos tenían al costado una espada ancha y corta, y un
escudo redondo les colgaba de las espaldas. Llevaban las barbas partidas y
trenzadas, sujetas al cinturón. Las viseras eran de hierro, lo mismo que el calzado;
y las caras eran todas sombrías.
Las trompetas llamaron a hombres y elfos a las armas. Pronto vieron a los enanos,
que subían por el valle a buen paso. Se detuvieron entre el río y la estribación del
este, pero unos pocos se adelantaron, cruzaron el río y se acercaron al
campamento; allí depusieron las armas y alzaron las manos en señal de paz.
Bardo salió a encontrarlos y con él Bilbo.
—Nos envía Dain hijo de Nain —dijeron cuando se les preguntó— Corremos junto
a nuestros parientes de la Montaña, pues hemos sabido que el reino de antaño se
ha renovado. Pero ¿quiénes sois vosotros que acampáis en el llano como
enemigos ante murallas defendidas? —Esto, naturalmente, en el lenguaje de
entonces, cortés y bastante pasado de moda, significaba simplemente: "Aquí no
tenéis nada que hacer. Vamos a seguir, o sea marchaos o pelearemos con
vosotros". Se proponían seguir adelante, entre la Montaña y el recodo del agua,
pues allí el terreno estrecho no parecía muy protegido.
Por supuesto Bardo se negó a permitir que los enanos fueran directamente a la
Montaña. Estaba decidido a esperar a que trajesen fuera la plata y el oro, para ser
cambiados por la Piedra del Arca, pues no creía que esto pudiera ocurrir una vez
que aquella numerosa y hosca compañía hubiera llegado a la fortaleza. Habían
traído consigo gran cantidad de suministros, pues los enanos son capaces de
soportar cargas muy pesadas, y casi toda la gente de Dain, a pesar de que habían
marchado a paso vivo, llevaba a hombros unos fardos enormes, que se sumaban
al peso de los azadones y los escudos. Hubieran podido resistir un sitio durante
semanas, y en ese tiempo quizá vinieran más enanos, pues Thorin tenía muchos
parientes. Quizá fueran capaces también de abrir de nuevo alguna otra puerta, y
guardarla, de modo que los sitiadores tendrían que rodear la montaña, y no eran
tantos en verdad.
Estos eran precisamente los planes de los enanos, (pues los cuervos mensajeros
habían estado muy ocupados yendo de Thorin a Dain); pero por el momento el
paso estaba obstruido, así que luego de unas duras palabras, los enanos
mensajeros se retiraron murmurando, cabizbajos. Bardo había enviado en seguida
unos mensajeros a la Puerta, pero no había allí oro ni pago alguno.
Tan pronto como estuvieron a tiro, les cayeron flechas, y se apresuraron a
regresar. Por ese entonces, todo el campamento estaba en pie, como
preparándose para una batalla, pues los enanos de Dain avanzaban por la orilla
del este.
—¡Tontos! —rió Bardo—. ¡Acercarse así bajo el brazo de la Montaña! No
entienden de guerra a campo abierto, aunque sepan guerrear en las minas.
Muchos de nuestros arqueros y lanceros aguardan ahora escondidos entre las
rocas del flanco derecho. Las mallas de los enanos pueden ser buenas, pero se
las pondrá a prueba muy pronto. ¡Caigamos sobre ellos desde los flancos antes de
que descansen!
Pero el Rey Elfo dijo: —Mucho esperaré antes de pelear por un botín de oro. Los
enanos no pueden pasar, si no se lo permitimos, o hacer algo que no lleguemos a
advertir. Esperaremos a ver si la reconciliación es posible. Nuestra ventaja en
número bastará, si al fin hemos de librar un desgraciado combate.
Pero estas estimaciones no tenían en cuenta a los enanos. Saber que la Piedra
del Arca estaba en manos de los sitiadores, les inflamaba los corazones;
sospecharon además que Bardo y sus amigos titubeaban, y decidieron atacar
cuanto antes.
De pronto, sin aviso, los enanos se desplegaron en silencio. Los arcos
chasquearon y las flechas silbaron. La batalla iba a comenzar.
¡Pero todavía más pronto, una sombra creció con terrible rapidez! Una nube negra
cubrió el cielo. El trueno invernal rodó en un viento huracanado, rugió y retumbó
en la Montana y relampagueó en la cima. Y por debajo del trueno se pudo ver otra
oscuridad, que se adelantaba en un torbellino, pero esta oscuridad no llegó con el
viento; llegó desde el Norte, como una inmensa nube de pájaros, tan densa que
no había luz entre las alas.
—¡Deteneos! —gritó Gandalf, que apareció de repente y esperó de pie y solo, con
los brazos levantados, entre los enanos que venían y las filas que los
aguardaban—. ¡Deteneos! —dijo con voz de trueno, y la vara se le encendió con
una luz súbita como el rayo— ¡El terror ha caído sobre vosotros! ¡Ay! Ha llegado
más rápido de lo que yo había supuesto. ¡Los trasgos están sobre vosotros! Ahí
llega Bolgo del Norte, cuyo padre, ¡oh, Dain!, mataste en Moria, hace tiempo.
¡Mirad! Los murciélagos se ciernen sobre el ejército como una nube de langostas.
¡Montan en lobos, y los wargos vienen detrás!
El asombro y la confusión cayó sobre todos ellos. Mientras Gandalf hablaba, la
oscuridad no había dejado de crecer. Los enanos se detuvieron y contemplaron el
cielo. Los elfos gritaron con muchas voces.
—¡Venid! —llamó Gandalf—. Hay tiempo de celebrar consejo. ¡Que Dain hijo de
Nain se reúna en seguida con nosotros!
Así empezó una batalla que nadie había esperado; la llamaron la Batalla de los
Cinco Ejércitos, y fue terrible. De una parte luchaban los trasgos y los lobos
salvajes, y por la otra, los Elfos, los Hombres y los Enanos. Así fue como ocurrió.
Desde que el Gran Trasgo de las Montañas Nubladas había caído, los trasgos
odiaban más que nunca a los enanos. Habían mandado mensajeros de acá para
allá entre las ciudades, colonias y plazas fuertes, pues habían decidido conquistar
el dominio del Norte. Se habían informado en secreto, y prepararon y forjaron
armas en todos los escondrijos de las montañas. Luego se pusieron en marcha, y
se reunieron en valles y colinas, yendo siempre por túneles o en la oscuridad,
hasta llegar a las cercanías de la gran Montaña Gunabad del Norte, donde tenían
la capital. Allí juntaron un inmenso ejército, preparado para caer en tiempo
tormentoso sobre los ejércitos desprevenidos del Sur. Estaban enterados de la
muerte de Smaug y el júbilo les encendía el ánimo; y noche tras noche se
apresuraron entre las montañas, y así llegaron al fin desde el norte casi pisándole
los talones a Dain. Ni siquiera los cuervos supieron que llegaban, hasta que los
vieron aparecer en las tierras abruptas, entre la Montaña Solitaria y las colinas.
Cuánto sabía Gandalf, no se puede decir; pero está claro que no había esperado
ese asalto repentino.
Este fue el plan que preparó junto con el Rey Elfo y Bardo; y con Dain, pues el
señor enano ya se les había unido: los trasgos eran enemigos de todos, y
cualquier otra disputa fue en seguida olvidada. No tenían más esperanza que la de
atraer a los trasgos al valle entre los brazos de la Montaña; y ampararse en las
grandes estribaciones del sur y el este. Aun de este modo correrían peligro, si los
trasgos alcanzaban a invadir la Montaña, atacándolos entonces desde atrás y
arriba; pero no había tiempo para preparar otros planes o para pedir alguna ayuda.
Pronto pasó el trueno, rodando hacia el sureste; pero la nube de murciélagos se
acercó, volando bajo por encima de la Montaña, y se agitó sobre ellos, tapándoles
la luz y asustándolos.
—¡A la Montaña! —gritó Bardo—, ¡A la Montaña! ¡Tomemos posiciones mientras
todavía hay tiempo!
En la estribación sur, en la parte más baja de la falda y entre las rocas, se situaron
los Elfos; en la del este, los Hombres y los Enanos. Pero Bardo y algunos de los
elfos y hombres más ágiles escalaron la cima de la loma occidental para echar un
vistazo al norte. Pronto pudieron ver la tierra a los pies de la montaña, oscurecida
por una apresurada multitud. Luego la vanguardia se arremolinó en el extremo de
la estribación y entró atropelladamente en Valle. Estos eran los jinetes más
rápidos, que cabalgaban en lobos, y ya los gritos y aullidos hendían el aire a lo
lejos. Unos pocos valientes se les enfrentaron, con un amago de resistencia, y
muchos cayeron allí antes que el resto se retirara y huyese a los lados. Como
Gandalf esperara, el ejército trasgo se había reunido detrás de la vanguardia, a la
que se habían resistido, y luego cayó furioso sobre el valle, extendiéndose aquí y
allá entre los brazos de la Montaña, buscando al enemigo. Innumerables eran los
estandartes, negros y rojos, y llegaban como una marea furiosa y en desorden.
Fue una batalla terrible. Bilbo no había pasado nunca por una experiencia tan
espantosa, y que luego odiara tanto, y esto es como decir que por ninguna otra
cosa se sintió tan orgulloso, hasta tal punto que fue para él durante mucho tiempo
un tema de charla favorito, aunque no tuvo en ella un papel muy importante. En
verdad puedo decir que muy pronto se puso el anillo y desapareció de la vista,
aunque no de todo peligro. Un anillo mágico de esta clase no es una protección
completa en una carga de trasgos, ni detiene las flechas voladoras ni las lanzas
salvajes; pero ayuda a apartarse del camino, e impide que escojan tu cabeza entre
Otras para que un trasgo espadachín te la rebane de un tajo.
Los elfos fueron los primeros en cargar. Tenían por los trasgos un odio amargo y
frío. Las lanzas y espadas brillaban en la oscuridad con un helado reflejo, tan
mortal era la rabia de las manos que las esgrimían. Tan pronto como la horda de
los enemigos aumentó en el valle, les lanzaron una lluvia de flechas, y todas
resplandecían como azuzadas por el fuego. Detrás de las flechas, un millar de
lanceros bajó de un salto y embistió. Los chillidos eran ensordecedores. Las rocas
se tiñeron de negro con la sangre de los trasgos.
Y cuando los trasgos se recobraron de la furiosa embestida, y detuvieron la carga
de los elfos, todo el valle estalló en un rugido profundo. Con gritos de —¡Moria!—
y —¡Dain, Dain!—, los enanos de las Colinas de Hierro se precipitaron sobre el
otro flanco, empuñando los azadones, y junto con ellos llegaron los hombres del
Lago armados con largas espadas.
El pánico dominó a los trasgos; y cuando se dieron vuelta para enfrentar este
ataque, los elfos cargaron otra vez con bríos renovados. Ya muchos de los trasgos
huían río abajo para escapar de la trampa; y muchos de los lobos se volvían
contra ellos mismos, y destrozaban a muertos y heridos. La victoria parecía
inmediata cuando un griterío sonó en las alturas.
Unos trasgos habían escalado la Montana por la otra parte, y muchos ya estaban
sobre la Puerta, en la ladera, y otros corrían temerariamente hacia abajo, sin hacer
caso de los que caían chillando al precipicio, para atacar las estribaciones desde
encima. A cada una de estas estribaciones se podía llegar por caminos que
descendían de la masa central de la Montaña; los defensores eran pocos y no
podrían cerrarles el paso durante mucho tiempo. La esperanza de victoria se
había desvanecido. Sólo habían logrado contener la primera embestida de la
marea negra.
El día avanzó. Otra vez los trasgos se reunieron en el valle. Luego vino una horda
de wargos, brillantes y negros como cuervos, y con ellos la guardia personal de
Bolgo, trasgos de enorme talla, con cimitarras de acero. Pronto llegaría la
verdadera oscuridad, en un cielo tormentoso; mientras, los murciélagos
revoloteaban aún alrededor de las cabezas y los oídos de hombres y elfos, o se
precipitaban como vampiros sobre las gentes caídas. Bardo luchaba aún
defendiendo la estribación del este, y sin embargo retrocedía poco a poco; los
señores elfos estaban en la nave del brazo sur, alrededor del rey, cerca del puesto
de observación de la Colina del Cuervo.
De súbito se oyó un clamor, y desde la Puerta llamó una trompeta.
¡Habían olvidado a Thorin! Parte del muro, movido por palancas, se desplomó
hacia afuera cayendo con estrépito en la laguna. El Rey bajo la Montaña apareció
en el umbral, y sus compañeros lo siguieron. Las capas y capuchones habían
desaparecido; llevaban brillantes armaduras y una luz roja les brillaba en los ojos.
El gran enano centelleaba en la oscuridad como oro en un fuego mortecino.
Los trasgos arrojaron rocas desde lo alto; pero los enanos siguieron adelante,
saltaron hasta el pie de la cascada y corrieron a la batalla. Lobos y jinetes caían o
huían ante ellos. Thorin manejaba el hacha con mandobles poderosos, y nada
parecía lastimarlo.
—¡A mí! ¡A mí! ¡Elfos y hombres! ¡A mí! ¡Oh, pueblo mío! —gritaba, y la voz
resonaba como una trompa en el valle.
Hacia abajo, en desorden, los enanos de Dain corrieron a ayudarlo. Hacia abajo
fueron también muchos de los hombres del Lago, pues Bardo no pudo
contenerlos; y desde la ladera opuesta, muchos de los lanceros elfos. Una vez
más los trasgos fueron rechazados al valle, y allí se amontonaron hasta que Valle
fue un sitio horrible y oscurecido por cadáveres. Los wargos se dispersaron y
Thorin se volvió a la derecha contra la guardia personal de Bolgo. Pero no alcanzó
a atravesar las primeras filas.
Ya tras él yacían muchos hombres y muchos enanos, y muchos hermosos elfos
que aún tendrían que haber vivido largos años, felices en el bosque. Y a medida
que el valle se abría, la marcha de Thorin era cada vez más lenta. Los enanos
eran pocos, y nadie guardaba los flancos. Pronto los atacantes fueron atacados y
se vieron encerrados en un gran círculo, cercados todo alrededor por trasgos y
lobos que volvían a la carga. La guardia personal de Bolgo cayó aullando sobre
ellos, introduciéndose entre los enanos como olas que golpean acantilados de
arena. Los otros enanos no podían ayudarlos, pues el asalto desde la Montana se
renovaba con redoblada fuerza, y hombres y elfos eran batidos lentamente a
ambos lados.
A todo esto, Bilbo miraba con aflicción. Se había instalado en la Colina del Cuervo,
entre los elfos, en parte porque quizá allí era posible escapar, y en parte (el lado
Tuk de la mente de Bilbo) porque si iban a mantener una última posición
desesperada, quería defender al Rey Elfo. También Gandalf estaba allí de algún
modo, sentado en el suelo, como meditando, preparando quizá un último soplo de
magia antes del fin.
Este no parecía muy lejano. "No tardará mucho ya", pensaba Bilbo. "Antes que los
trasgos ganen la Puerta y todos nosotros caigamos muertos o nos obliguen a
descender y nos capturen. Realmente, es como para echarse a llorar, después de
todo lo que nos ha pasado. Casi habría preferido que el viejo Smaug se hubiese
quedado con el maldito tesoro, antes de que lo consigan esas viles criaturas, y el
pobrecito Bombur y Balin y Fíli y Kili y el resto tengan mal fin; y también Bardo, y
los hombres del Lago y los alegres elfos. ¡Ay mísero de mí! He oído canciones
sobre muchas batallas, y siempre he entendido que la derrota puede ser gloriosa.
Parece muy incómoda, por no decir desdichada. Me gustaría de veras estar fuera
de todo esto.
Con el viento, se esparcieron las nubes, y una roja puesta de sol rasgó el oeste.
Advirtiendo el brillo repentino en las tinieblas, Bilbo miró alrededor y chilló. Había
visto algo que le sobresaltó el corazón, unas sombras oscuras, pequeñas aunque
majestuosas, en el resplandor distante.
—¡Las Águilas! ¡Las Águilas! —vociferó—, ¡Vienen las Águilas!
Los ojos de Bilbo rara vez se equivocaban. Las Águilas venían con el viento, hilera
tras hilera, en una hueste tan numerosa que todos los aguileros del norte parecían
haberse reunido allí,
—¡Las Águilas! ¡Las Águilas! —gritaba Bilbo, saltando y moviendo los brazos. Si
los elfos no podían verlo, al menos podían oírlo. Pronto ellos gritaron también, y
los ecos corrieron por el valle. Muchos ojos expectantes miraron arriba, aunque
aún nada se podía ver, excepto desde las estribaciones meridionales de la
Montaña.
—¡Las Águilas! —gritó Bilbo otra vez, pero en ese momento una piedra cayó y le
golpeó con fuerza el yelmo, y el hobbit se desplomó y no vio nada más.
EL VIAJE DE VUELTA
Cuando Bilbo se recobró, se recobró literalmente solo. Estaba tendido en las
piedras planas de la Colina del Cuervo, y no había nadie cerca. Un día despejado,
pero frío, se extendía allá arriba. Bilbo temblaba y se sentía tan helado como una
piedra, pero en la cabeza le ardía un fuego.
"Me pregunto qué ha pasado" se dijo. "De todos modos no soy todavía uno de los
héroes caídos; ¡pero supongo que todavía hay tiempo para eso!"
Se sentó, agarrotado. Mirando hacia el valle no alcanzó a ver ningún trasgo vivo.
Al cabo de un rato la cabeza se le aclaró un poco, y creyó distinguir a unos elfos
que se movían en las rocas de abajo. Se restregó los ojos. ¿Acaso había aún un
campamento en la llanura, a cierta distancia, y un movimiento de idas y venidas
alrededor de la Puerta? Los enanos parecían estar atareados removiendo el muro.
Pero todo estaba como muerto. No se oían llamadas ni ecos de canciones. De
algún modo, había una tristeza en el aire.
—¡Victoria después de todo, supongo! —dijo sintiendo el dolor de cabeza—. Bien,
la situación parece bastante sombría.
De súbito, descubrió a un hombre que trepaba y venía hacia él.
—¡Hola ahí! —llamó con voz vacilante— ¡Hola ahí! ¿Qué ocurre?
—¿Qué voz es la que habla entre las rocas? —dijo el hombre, deteniéndose y
atisbando alrededor, no lejos de donde Bilbo estaba sentado.
¡Entonces Bilbo recordó el anillo! —¡Que me aspen! —dijo—. Esta invisibilidad
tiene también sus inconvenientes. De Otro modo hubiera podido pasar una noche
abrigada y cómoda, en cama.
—¡Soy yo, Bilbo Bolsón, el compañero de Thorin! —gritó, quitándose de prisa el
anillo.
—¡Es una suerte que te haya encontrado! —dijo el hombre adelantándose— Te
necesitan, y estamos buscándote desde hace tiempo. Te hubieran contado entre
los muertos, que son muchos, si Gandalf el mago no hubiese dicho que no hace
mucho habían oído tu voz por estos sitios. Me han enviado a mirar aquí por última
vez. ¿Estás muy herido?
—Un golpe feo en la cabeza, creo —dijo Bilbo—. Pero tengo un yelmo, y una
cabeza dura. Así y todo me siento enfermo y las piernas se me doblan como paja.
—Te llevaré abajo, al campamento del valle —dijo el hombre, y lo alzó con
facilidad.
El hombre era rápido y de paso seguro. No pasó mucho tiempo antes de que
depositara a Bilbo ante una tienda en Valle; y allí estaba Gandalf, con un brazo en
cabestrillo. Ni siquiera el mago había escapado indemne; y había pocos en toda la
hueste que no tuvieran alguna herida.
Cuando Gandalf vio a Bilbo se alegró de veras.
—¡Bolsón! —exclamó—. ¡Bueno! ¡Nunca lo hubiera dicho! ¡Vivo, después de todo!
¡Estoy contento! ¡Empezaba a preguntarme si esa suerte que tienes te ayudaría a
salir del paso! Fue algo terrible, y casi desastroso. Pero las otras nuevas pueden
aguardar. ¡Ven! —dijo más gravemente— Alguien te reclama. —Y guiando al
hobbit, lo llevo dentro de la tienda.
—¡Salud Thorin! —dijo Gandalf mientras entraba—. Lo he traído.
Allí efectivamente yacía Thorin Escudo de Roble, herido de muchas heridas, y la
armadura abollada y el hacha mellada estaban junto a él en el suelo. Alzó los ojos
cuando Bilbo se le acercó.
—Adiós, buen ladrón —dijo— Parto ahora hacia los salones de espera a sentarme
al lado de mis padres, hasta que el mundo sea renovado. Ya que hoy dejo todo el
oro y la plata, y voy a donde tienen poco valor, deseo partir en amistad contigo, y
me retracto de mis palabras y hechos ante la Puerta.
Bilbo hincó una rodilla, ahogado por la pena. —¡Adiós, Rey bajo la Montaña! —
dijo—. Es esta una amarga aventura, si ha de terminar así; y ni una montaña de
oro podría enmendarla. Con todo, me alegro de haber compartido tus peligros:
esto ha sido más de lo que cualquier Bolsón hubiera podido merecer.
—¡No! —dijo Thorin—. Hay en ti muchas virtudes que tú mismo ignoras, hijo del
bondadoso Oeste. Algo de coraje y algo de sabiduría, mezclados con mesura. Si
muchos de nosotros dieran más valor a la comida, la alegría y las canciones que
al oro atesorado, este sería un mundo más feliz. Pero triste o alegre, ahora he de
abandonarlo. ¡Adiós!
Entonces Bilbo se volvió, y se fue solo; y se sentó fuera arropado con una manta,
y aunque quizá no lo creáis, lloró hasta que se le enrojecieron los ojos y se te
enronqueció la voz. Era un alma bondadosa, y pasó largo tiempo antes de que
tuviese ganas de volver a bromear. "Ha sido un acto de misericordia" se dijo al fin,
"que haya despertado cuando lo hice. Desearía que Thorin estuviese vivo, pero
me alegro de que partiese en paz. Eres un tonto, Bilbo Bolsón, y lo trastornaste
todo con ese asunto de la piedra; y al fin hubo una batalla a pesar de que tanto te
esforzaste en conseguir paz y tranquilidad, aunque supongo que nadie podrá
acusarte por eso."
Todo lo que sucedió después de que lo dejasen sin sentido, Bilbo lo supo más
tarde; pero sintió entonces más pena que alegría, y ya estaba cansado de la
aventura. El deseo de viajar de vuelta al hogar lo consumía. Eso, sin embargo, se
retrasó un poco, de modo que entretanto os relataré algo de lo que ocurrió. Las
tropas de trasgos habían despertado hacía tiempo la sospecha de las Águilas, a
cuya atención no podía escapar nada que se moviera en las cimas. De modo que
ellas también se reunieron en gran número alrededor del Águila de las Montañas
Nubladas; y al fin, olfateando el combate, habían venido de prisa, bajando con la
tormenta en el momento crítico. Fueron ellas quienes desalojaron de las laderas
de la montaña a los trasgos que chillaban desconcertados, arrojándolos a los
precipicios, o empujándolos hacia los enemigos de abajo. No pasó mucho tiempo
antes de que hubiesen liberado la Montaña Solitaria, y los elfos y hombres de
ambos lados del valle pudieron por fin bajar a ayudar en el combate.
Pero aun incluyendo a las Águilas, los trasgos los superaban en número. En
aquella última hora el propio Beorn había aparecido; nadie sabía cómo o de
dónde. Llegó solo, en forma de oso; y con la cólera parecía ahora más grande de
talla, casi un gigante.
El rugir de la voz de Beorn era como tambores y cañones; y se abría paso
echando a los lados lobos y trasgos como si fueran pajas y plumas. Cayó sobre la
retaguardia, y como un trueno irrumpió en el círculo. Los enanos se mantenían
firmes en una colina baja y redonda. Entonces Beorn se agachó y recogió a
Thorin, que había caído atravesado por las lanzas, y lo llevó fuera del combate.
Retornó en seguida, con una cólera redoblada, de modo que nada podía
contenerlo y ningún arma parecía hacerle mella. Dispersó la guardia, arrojó al
propio Bolgo al suelo, y lo aplastó. Entonces el desaliento cundió entre los trasgos,
que se dispersaron en todas direcciones. Pero esta nueva esperanza alentó a los
otros, que los persiguieron de cerca, y evitaron que la mayoría buscara cómo
escapar. Empujaron a muchos hacia el Río Rápido, y así huyesen al sur o al
oeste, fueron acosados en los pantanos próximos al Río del Bosque; y allí pereció
la mayor parte de los últimos fugitivos, y quienes se acercaron a los dominios de
los Elfos del Bosque fueron ultimados, o atraídos para que murieran en la
oscuridad impenetrable del Bosque Negro. Las canciones relatan que en aquel día
perecieron tres cuartas partes de los trasgos guerreros del Norte, y las montanas
tuvieron paz durante muchos años.
La victoria era segura ya antes de la caída de la noche, pero la persecución
continuaba aún cuando Bilbo regresó al campamento; y en el valle no quedaban
muchos, excepto los heridos más graves.
—¿Dónde están las Águilas? —preguntó Bilbo a Gandalf aquel anochecer,
mientras yacía abrigado con muchas mantas.
—Algunas están de cacería —dijo el mago—, pero la mayoría ha partido de vuelta
a los aguileros. No quisieron quedarse aquí, y se fueron con las primeras luces del
alba. Dain ha coronado al jefe con oro, y le ha jurado amistad para siempre.
—Lo lamento. Quiero decir, me hubiera gustado verlas otra vez —dijo Bilbo
adormilado—, quizá las vea en el camino a casa. ¿Supongo que iré pronto?
—Tan pronto como quieras —dijo el mago. En verdad pasaron algunos días antes
de que Bilbo partiera realmente. Enterraron a Thorin muy hondo bajo la Montaña,
y Bardo le puso la Piedra del Arca sobre el pecho.
—¡Que yazga aquí hasta que la Montaña se desmorone!
—dijo— ¡Que traiga fortuna a todos los enanos que en adelante vivan aquí!
Sobre la tumba de Thorin, el Rey Elfo puso luego a Orcrist, la espada élfica que le
habían arrebatado al enano cuando lo apresaron. Se dice en las canciones que
brilla en la oscuridad, cada vez que se aproxima un enemigo, y la fortaleza de los
enanos no puede ser tomada por sorpresa. Allí Dain hijo de Nain vivió desde
entonces y se convirtió en Rey bajo la Montaña; y con el tiempo muchos otros
enanos vinieron a reunirse alrededor del trono, en los antiguos salones. De los
doce compañeros de Thorin, quedaban diez. Fíli y Kili habían caído defendiéndolo
con el cuerpo y los escudos, pues era el hermano mayor de la madre de ellos, Los
otros permanecieron con Dain, que administró el tesoro con justicia.
No hubo, desde luego, ninguna discusión sobre la división del tesoro en tantas
partes como había sido planeado, para Balin y Dwalin, y Dori y Nori y Ori, y Óin y
Glóin, y Bifur y Bofur y Bombur, o para Bilbo. Con todo, una catorceava parte de
toda la plata y oro, labrada y sin labrar, se entregó a Bardo pues Dain comentó: —
Haremos honor al acuerdo del muerto, y él custodia ahora la Piedra del Arca.
Aun una catorceava parte era una riqueza excesiva, más grande que la de
muchos reyes mortales. De aquel tesoro. Bardo envió gran cantidad de oro al
gobernador de la Ciudad del Lago; y recompensó con largueza a seguidores y
amigos. Al Rey de los Elfos le dio las esmeraldas de Girion, las joyas que él más
amaba, y que Dain le había devuelto.
A Bilbo le dijo: —Este tesoro es tanto tuyo como mío, aunque antiguos acuerdos
no puedan mantenerse, ya que tantos intervinieron en ganarlo y defenderlo. Pero
aun cuando dijiste que renunciarías a toda pretensión, desearía que las palabras
de Thorin, de las cuales se arrepintió, no resultasen ciertas: que te daríamos poco.
Te recompensaré más que a nadie.
—Muy bondadoso de tu parte —dijo Bilbo—. Pero realmente es un alivio para mí.
Cómo demonios podría llevar ese tesoro a casa sin que hubiera peleas y crímenes
todo a lo largo del camino, no lo sé. Y no sé qué haría con ese tesoro una vez en
casa. En tus manos estará mejor.
Por último accedió a tomar sólo dos pequeños cofres, uno lleno de plata y el otro
lleno de oro, que un poney fuerte podría cargar. —Un poco más y no sabría qué
hacer con él —dijo.
Por fin llegó el momento de despedirse. —¡Adiós Balin! —exclamó—. ¡Y adiós,
Dwalin; y adiós Dori, Nori, Ori, Óin, Glóin, Bifur, Bofur, y Bombur! ¡Que vuestras
barbas nunca crezcan ralas! —Y volviéndose hacia la Montaña añadió: —¡Adiós,
Thorin Escudo de Roble! ¡Y Fíli y Kili! ¡Que nunca se pierda vuestra memoria!
Entonces los enanos se inclinaron profundamente ante la Puerta, pero las
palabras se les trabaron en las gargantas. —¡Adiós y buena suerte, dondequiera
que vayas! —dijo Balin al fin—. Si alguna vez vuelves a visitarnos, cuando
nuestros salones estén de nuevo embellecidos, entonces ¡el festín será realmente
espléndido!
—¡Si alguna vez pasáis por mi camino —dijo Bilbo—, no dudéis en llamar! El té es
a la cuatro; ¡pero cualquiera de vosotros será bienvenido, a cualquier hora!
Luego dio media vuelta y se alejó.
La hueste élfica estaba en marcha; y aunque tristemente disminuida, todavía
muchos iban alegres, pues ahora el mundo septentrional sería más feliz durante
largos años. El dragón estaba muerto y los trasgos derrotados, y los corazones
élficos miraban adelante, más allá del invierno hacia una primavera de alegría.
Gandalf y Bilbo cabalgaban detrás del rey, y junto a ellos marchaba Beorn a
grandes pasos, una vez más en forma humana, y reía y cantaba con una voz recia
por el camino. Así fueron hasta aproximarse a los lindes del Bosque Negro, al
norte del lugar donde nacía el Río del Bosque. Hicieron alto entonces, pues el
mago y Bilbo no penetrarían en el bosque, aun cuando el rey les ofreció que se
quedaran un tiempo. Se proponían marchar a lo largo del borde de la floresta, y
circundar el extremo norte, internándose en el yermo que se extendía entre él y las
Montañas Grises. Era un largo y triste camino, pero ahora que los trasgos habían
sido aplastados, les parecía más seguro que los espantosos senderos bajo los
árboles. Además Beorn iría con ellos.
—¡Adiós, oh Rey Elfo! —dijo Gandalf— ¡Que el bosque verde sea feliz mientras el
mundo es todavía joven! ¡Y que sea feliz todo tu pueblo!
—¡Adiós, oh Gandalf! —dijo el rey—. ¡Que siempre aparezcas donde más te
necesiten y menos te esperen! ¡Cuantas más veces vengas a mis salones, tanto
más me sentiré complacido!
—¡Te ruego —dijo Bilbo tartamudeando, vacilante— que aceptes este presente! —
y sacó un collar de plata y perlas que Dain le había dado al partir.
—¿Cómo me he ganado este presente, oh hobbit? —dijo el rey.
—Bueno... este... pensé —dijo Bilbo bastante confuso—, que... algo tendría que
dar por tu... este... hospitalidad. Quiero decir que también un saqueador tiene
sentimientos. He bebido mucho de tu vino y he comido mucho de tu pan—
—¡Aceptaré tu presente, oh Bilbo el Magnífico! —dijo el rey gravemente—. Y te
nombro amigo del elfo y bienaventurado. ¡Que tu sombra nunca disminuya (o
robarte sería demasiado fácil)! ¡Adiós!
Luego los elfos se volvieron hacia el Bosque, y Bilbo emprendió la larga marcha
hacia el hogar.
Pasó muchos infortunios y aventuras antes de estar de vuelta. El Yermo era
todavía el Yermo, y había allí Otras cosas en aquellos días, además de trasgos;
pero iba bien guiado y custodiado —el mago estaba con él, y Beorn lo acompañó
una buena parte del camino— y nunca volvió a encontrarse en un apuro grave.
Con todo, hacia la mitad del invierno, Gandalf y Bilbo habían dejado atrás los
lindes del Bosque, y volvieron a las puertas de la casa de Beorn; y allí se
quedaron una temporada. El invierno pasó con días agradables y alegres; y
hombres de todas partes vinieron a festejarlo invitados por Beorn. Los trasgos dé
las Montañas Nubladas eran pocos, y se escondían aterrorizados en los agujeros
más profundos que podían encontrar; y los wargos habían desaparecido de los
bosques, de modo que los hombres iban de un lado a otro sin temor. Beorn llegó a
convertirse en el jefe de aquellas regiones y gobernó una extensa tierra entre el
bosque y las montañas, y se dice que durante muchas generaciones los varones
que él engendraba podían transformarse en osos, y algunos se mostraron
inflexibles y perversos, pero la mayor parte fue como Beorn, aunque de menos
tamaño y fuerza. En esos días, los últimos trasgos fueron expulsados de las
Montañas Nubladas y hubo una nueva paz en los límites del Yermo.
Era primavera, y una hermosa primavera con aires tempranos y un sol brillante,
cuando Bilbo y Gandalf se despidieron al fin de Beorn; y aunque anhelaba volver
al hogar, Bilbo partió con pena, pues las flores de los jardines de Beorn eran en
primavera no menos maravillosas que en pleno verano.
Al fin ascendieron por el largo camino y alcanzaron el paso donde los trasgos los
habían capturado antes. Pero llegaron a aquel sitio elevado por la mañana, y
mirando hacia atrás vieron un sol blanco que brillaba sobre la vastedad de la
tierra. Allá atrás se extendía el Bosque Negro, azul en la distancia, y oscuramente
verde en el límite más cercano, aun en los días primaverales. Allá, bien lejos, se
alzaba la Montaña Solitaria, apenas visible. En el pico más alto todavía brillaba
pálida la nieve.
—¡Así llega la nieve tras el fuego, y aun los dragones tienen su final! —dijo Bilbo, y
volvió la espalda a su aventura. El lado Tuk estaba sintiéndose muy cansado, y el
lado Bolsón se fortalecía día a día—. ¡Ahora sólo me falta estar sentado en mi
propio sillón! —dijo
LA ULTIMA JORNADA
Era el primer día de mayo cuando los dos regresaron por fin al borde del valle de
Rivendel, donde se alzaba la Ultima (o la Primera) Morada. De nuevo caía la
tarde, los poneys se estaban cansando, en especial el que transportaba los bultos,
y todos necesitaban algún reposo. Mientras descendían el empinado sendero,
Bilbo Oyó a los elfos que cantaban todavía entre los árboles, como si no hubieran
callado desde que él estuviera allí hacía tiempo, y tan pronto como los jinetes
bajaron a los claros, inferiores del bosque, las voces entonaron una canción muy
parecida a la de aquel entonces. Era algo así:
¡El dragón se ha marchitado,
le han destrozado los huesos,
y le han roto la armadura,
y el brillo le han humillado!
Aunque la espada se oxide,
y la corona perezca,
con una fuerza inflexible
y bienes atesorados,
aún crecen aquí las hierbas,
y aún, el follaje se mece,
el agua blanca se mueve,
y cantan las voces élficas.
¡Venid! ¡Tra—la—la—lalle!
¡Venid de vuelta al valle!
Las estrellas brillan más
que las gemas incontables,
y la luna es aún más clara,
que los tesoros de plata,
el fuego es más reluciente
en el hogar a la noche,
que el oro hundido en las minas.
¿Por qué ir de un lado a otro?
¡Oh! ¡Tra—la—la—lalle!
¡Venid de vuelta al valle!
¿Adonde marcháis ahora
regresando ya tan tarde?
¡Las aguas del río fluyen,
y arden todas las estrellas!
¿Adonde marcháis cargados,
tan tristes y temerosos?
Los elfos y sus doncellas
saludan a los cansados
con un tra—la—la—lalle,
venid de vuelta al valle.
¡Tra—la—la.—lalle!
¡Fa—la—la—lalle!
¡Fa—la!
Luego los elfos del valle salieron y les dieron la bienvenida, conduciéndolos a
través del agua hasta la casa de Elrond. Allí los recibieron con afecto, y esa misma
tarde hubo muchos oídos ansiosos que querían escuchar el relato de la aventura.
Gandalf fue quien habló, ya que Bilbo se sentía fatigado y somnoliento. Bilbo
conocía la mayor parte del relato, pues había participado en él, y además le había
contado muchas cosas al mago en el camino, o en la casa de Beorn; pero algunas
veces abría un ojo y escuchaba, cuando Gandalf contaba una parte de la historia,
de la que él aún no estaba enterado.
Fue así como supo dónde había estado Gandalf; pues alcanzó a oír las palabras
del mago a Elrond. Parecía que Gandalf había asistido a un gran concilio de los
magos blancos, señores del saber tradicional y la magia buena; y que habían
expulsado al fin al Nigromante de su oscuro dominio al sur del Bosque Negro.
—Dentro de no mucho tiempo —decía Gandalf—, el Bosque medrará de algún
modo. El Norte estará a salvo de ese horror por muchos años, espero, ¡Aun así,
desearía que ya no estuviese en este mundo!
—Sería bueno, en verdad —dijo Elrond—, pero temo que eso no ocurrirá en esta
época del mundo, ni en muchas que vendrán después.
Cuando el relato de los viajes concluyó, hubo otros cuentos, y todavía más,
cuentos de antaño, de hogaño y de ningún tiempo, hasta que Bilbo cabeceó y
roncó cómodamente en un rincón.
Despertó en un lecho blanco, y la luna entraba por una ventana abierta. Debajo
muchos elfos cantaban en voz alta y clara a orillas del arroyo.
¡Cantad regocijados, cantad ahora juntos!
El viento está en las copas, y ronda en el brezal,
los capullos de estrellas y la luna florecen,
las ventanas nocturnas refulgen en la torre.
¡Bailad regocijados, bailad ahora juntos!
¡Que la hierba sea blanda, y los pies como plumas!
El río es plateado, y las sombras se borran,
feliz el mes de maye, y feliz nuestro encuentro.
¡Cantemos dulcemente envolviéndolo en sueños!
¡Dejemos que repose y vamonos afuera!
El vagabundo duerme; que la almohada sea blanda.
¡Arrullos! ¡Más arrullos! ¡De alisos y de sauces!
¡Pino, tú no suspires, hasta el viento del alba!
¡Luna, escóndete! Que haya sombra en la tierra.
Silencio! ¡Silencio! ¡Roble, Fresno y Espino!
¡Que el agua calle hasta que apunte la mañana!
—¡Bien, Pueblo Festivo! —dijo Bilbo asomándose— ¿Qué hora es según la luna?
¡Vuestra nana podría despertar a un trasgo borracho! No obstante, os doy las
gracias.
—Y tus ronquidos podrían despertar a un dragón de piedra. No obstante, te damos
las gracias —contestaron los elfos con una risa— Está apuntando el alba, y has
dormido desde el principio de la noche. Mañana, tal vez, habrás remediado tu
cansancio.
—Un sueño breve es un gran remedio en la casa de Elrond —dijo Bilbo—, pero
trataré de que el remedio no me falte. ¡Buenas noches por segunda vez, hermosos
amigos! —Y con estas palabras volvió al lecho y durmió hasta bien entrada la
mañana.
Pronto perdió toda huella de cansancio en aquélla casa, y no tardó en bromear y
bailar, tarde y temprano, con los elfos del valle. Sin embargo, aun este sitio no
podía demorarlo por mucho tiempo más, y pensaba siempre en su propia casa. Al
cabo pues de una semana, le dijo adiós a Elrond, y dándole unos pequeños
regalos que el elfo no podía dejar de aceptar, se alejó cabalgando con Gandalf.
Dejaban el valle, cuando el cielo se oscureció al oeste y sopló el viento y empezó
a llover.
—¡Alegres días de mayo! —dijo Bilbo cuando la lluvia le golpeó la cara—, Pero
hemos vuelto la espalda a muchas leyendas y estamos llegando a casa. Supongo
que esto es el primer sabor del hogar.
—Hay un largo camino —dijo Gandalf.
—Pero es el último camino —dijo Bilbo.
Llegaron al río que señalaba el limite del Yermo, y al vado bajo la orilla escarpada
que quizá recordéis. El agua había crecido con el deshielo de las nieves (pues el
verano estaba próximo) y con el largo día de lluvia; pero al fin lo cruzaron luego de
algunas dificultades y continuaron marchando mientras caía la tarde; era la última
jornada.
Esta fue parecida a la primera, pero ahora la compañía era más reducida, y más
silenciosa; además esta vez no hubo trolls. En cada punto del camino Bilbo
rememoraba los hechos y palabras de hacia un año —a él le parecían más de
diez— y por supuesto, reconoció en seguida el lugar donde el poney había caído
al río, y donde habían dejado atrás aquella desagradable aventura con Tom, Berto
y Guille.
No lejos del camino encontraron el oro enterrado de los trolls, aún oculto e intacto.
—Tengo bastante para toda la vida —dijo Bilbo cuando lo desenterraron—. Sería
mejor que lo tomases tú, Gandalf. Quizá puedas encontrarle alguna utilidad.
—¡Desde luego que puedo! —dijo el mago— ¡Pero dividámoslo en partes iguales!
Puedes encontrarte con necesidades inesperadas.
De modo que pusieron el oro en costales y lo cargaron en los poneys, quienes no
se mostraron muy complacidos. Desde entonces la marcha fue más lenta, pues la
mayor parte del tiempo avanzaron a pie. Pero la tierra era verde y había mucha
hierba por la que el hobbit paseaba contentó. Se enjugaba el rostro con un
pañuelo de seda roja —¡no!, no había conservado uno sólo de los suyos, y éste se
lo había prestado Elrond—, pues ahora junio había traído el verano, y el tiempo
era otra vez cálido y luminoso.
Como todas las cosas llegan a término, aun esta historia, un día divisaron al fin el
país donde Bilbo había nacido y crecido, donde conocía las formas de la tierra y
los árboles tanto como sus propias manos y pies. Alcanzó a otear la Colina a lo
lejos, y de repente se detuvo y dijo:
Los caminos siguen avanzando,
sobre rocas y bajo árboles,
por curvas donde el sol no brilla,
por arroyos que el mar no encuentran,
sobre las nieves que el invierno siembra,
y entre las flores alegres de junio,
sobre la hierba y sobre la piedra,
bajo los montes a la luz de la luna.
Los caminos siguen avanzando
bajo las nubes, y las estrellas,
pero los pies que han echado a andar
regresan por fin al hogar lejano.
Los ojos que fuegos y espadas han visto,
y horrores en salones de piedra,
miran al fin las praderas verdes,
colinas y árboles conocidos.
Gandalf lo miró. —¡Mi querido Bilbo! —dijo—. ¡Algo te ocurre! No eres el hobbit
que eras antes.
Y así cruzaron el puente y pasaron el molino junto al río, y llegaron a la mismísima
puerta de Bilbo.
—¡Bendita sea! ¿Qué pasa? —gritó el hobbit. Había una gran conmoción, y gente
de toda clase, respetable, y no respetable, se apiñaba en la puerta, y muchos
entraban y salían, y ni siquiera se limpiaban los pies en el felpudo, como Bilbo
observó disgustado.
Si él estaba sorprendido, ellos lo estuvieron más. ¡Había llegado de vuelta en
medio de una subasta! Había una gran nota en blanco y rojo en la verja,
manifestando que el veintidós de junio los señores Gorgo, Gorgo y Borgo sacarían
a subasta los efectos del finado señor don Bilbo Bolsón, de Bolsón Cerrado,
Hobbiton. La venta comenzaría a las diez en punto. Era casi la hora del almuerzo,
y muchas de las cosas ya habían sido vendidas, a distintos precios, desde casi
nada hasta viejas canciones (como no es raro en las subastas). Los primos de
Bilbo, los Sacovilla Bolsón, estaban muy atareados midiendo las habitaciones para
ver si podrían meter allí sus propios muebles. En síntesis: Bilbo había sido
declarado "presuntamente muerto", y no todos lamentaron que la presunción fuera
falsa.
La vuelta del señor Bilbo Bolsón creó todo un disturbio, tanto bajo la Colina como
sobre la Colina, y al otro lado de Delagua; el asombro duró mucho más de nueve
días. El problema se prolongó en verdad durante años. Pasó mucho tiempo antes
de que el señor Bolsón fuese admitido otra vez en el mundo de los vivos. La gente
que había conseguido unas buenas gangas en la subasta, fue dura de convencer;
y al final, para ahorrar tiempo, Bilbo tuvo que comprar de nuevo muchos de sus
propios muebles. Algunas cucharas de plata desaparecieron de modo misterioso,
y nunca se supo de ellas, aunque Bilbo sospechaba de los Sacovilla Bolsón. Por
su parte ellos nunca admitieron que el Bolsón que estaba de vuelta fuera el
genuino, y las relaciones con Bilbo se estropearon para siempre. En realidad,
habían pensado mucho tiempo en mudarse a aquel agradable agujero—hobbit.
Sin embargo, Bilbo había perdido más que cucharas; había perdido su reputación.
Es cierto que tuvo desde entonces la amistad de los elfos y el respeto de los
enanos, magos y todas esas gentes que alguna vez pasaban por aquel camino.
Pero ya nunca fue del todo respetable. En realidad todos los hobbits próximos lo
consideraron "raro", excepto los sobrinos y sobrinas de la rama Tuk; aunque los
padres de estos jóvenes no los animaban a cultivar la amistad de Bilbo.
Lamento decir que no le importaba. Se sentía muy contento; y el sonido de la
marmita sobre el hogar era mucho más musical de lo que había sido antes, incluso
en aquellos días tranquilos anteriores a la Tertulia Inesperada. La espada la colgó
sobre la repisa de la chimenea. La cota de malla fue colocada sobre una
plataforma en el vestíbulo (hasta que la prestó a un museo). El oro y la plata los
gastó en generosos presentes, tanto útiles como extravagantes, lo que explica
hasta cierto punto el afecto de los sobrinos y sobrinas. El anillo mágico lo guardó
muy en secreto, pues ahora lo usaba sobre todo cuando llegaban visitas
desagradables.
Se dedicó a escribir poemas y a visitar a los elfos; y aunque muchos meneaban la
cabeza y se tocaban la frente, y decían: —¡Pobre viejo Bolsón!—, y pocos creían
en las historias que a veces contaba, se sintió muy feliz hasta el fin de sus días,
que fueron extraordinariamente largos.
Una tarde otoñal, algunos años después, Bilbo estaba sentado en el estudio
escribiendo sus memorias —pensaba llamarlas Historia de una ida y de una
vuelta. Las vacaciones de un hobbit— cuando sonó la campanilla. Allí en la puerta
estaban Gandalf y un enano, y el enano no era otro que Balin.
—¡Entrad! ¡Entrad! —dijo Bilbo, y pronto estuvieron sentados en sillas junto al
fuego. Y —si Balin advirtió que el chaleco del señor Bolsón era más ancho (y tenía
botones de oro autentico), Bilbo advirtió también que la barba de Balin era varias
pulgadas más larga, y que el llevaba un magnífico cinturón enjoyado.
Se pusieron a hablar de los tiempos que habían pasado juntos, desde luego, y
Bilbo preguntó cómo iban las cosas por las tierras de la Montana. Parecía que
iban muy bien. Bardo había reconstruido la ciudad de Valle, y muchos hombres se
le habían unido, hombres del Lago, y del Sur y el Oeste, y cultivaban el valle que
era próspero otra vez, y en la desolación de Smaug había pájaros y flores en
primavera, y fruta v festejos en otoño. Y la Ciudad del Lago había sido fundada de
nuevo, y era más opulenta que nunca, y muchas riquezas subían y bajaban por el
Río Rápido; v había amistad en aquellas regiones entre elfos y enanos y hombres.
El viejo gobernador había tenido un mal fin. Bardo le había dado mucho oro para
que ayudara a la gente del Lago, pero era un hombre propenso a contagiarse de
ciertas enfermedades, y había sido atacado por el mal del dragón, y apoderándose
de la mayor parte del ero, había huido con él, y murió de hambre en el Yermo,
abandonado por sus compañeros.
—El nuevo gobernador es más —sabio —dijo Balin—, y muy popular, pues a él se
atribuye mucha de la prosperidad presente. Las nuevas canciones dicen que en
estos días los ríos corren con oro.
—¡Entonces las profecías de las viejas canciones se han cumplido de alguna
manera! —dijo Bilbo.
—¡Claro! —dijo Gandalf—. ¿Y por qué no tendrían que cumplirse? ¿No dejarás de
creer en las profecías sólo porque ayudaste a que se cumplieran? No supondrás.
¿verdad?, que todas tus aventuras y escapadas fueron producto de la mera
suerte, para tu beneficio exclusivo. Te considero una gran persona, señor Bolsón,
y te aprecio mucho; pero en última instancia ¡eres sólo un simple individuo en un
mundo enorme!
—¡Gracias al cielo! —dijo Bilbo riendo, y le pasó el pote de tabaco—

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