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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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jueves, 31 de octubre de 2013

SPECIAL - PHILIP K. DICK - IMPOSTOR

IMPOSTOR
PHILIP K. DICK
—Un día de estos voy a tomarme unas vacaciones —dijo Spence Olham mientras desayunaba.
Miró a su esposa—. Creo que me merezco un descanso. Diez años es mucho tiempo.
—¿Y el proyecto?
—Ganarán la guerra sin mí. Nuestra querida bola de arcilla no corre tanto peligro. —Olham se
sentó a la mesa y encendió un cigarrillo—. Las máquinas de noticias alteran los reportajes para
hacernos creer que los alienígenas nos llevan la delantera. ¿Sabes lo que me gustaría hacer durante
las vacaciones? Me gustaría ir de campamento a las montañas que hay en las afueras de la ciudad,
donde fuimos aquella vez. ¿Te acuerdas? Me topé con un zumaque venenoso y tú casi pisas una
culebra.
—¿El bosque de Sutton? —Mary empezó a transportar los platos al fregadero—. El bosque se
quemó hace unas semanas. Pensé que lo sabías. Un incendio repentino.
Olham se entristeció.
—¿Ni siquiera intentaron averiguar la causa? —Frunció los labios—. Ya nadie se preocupa. Sólo
piensan en la guerra. —Tensó la  mandíbula, recordando todos los elementos de la situación: los
alienígenas, la guerra, las naves-aguja.
—¿Cómo se puede pensar en otra cosa?
Olham cabeceó. Su mujer tenía razón, por supuesto. Las pequeñas naves oscuras de Alfa Centauri
habían burlado a los cruceros terrícolas con suma facilidad; los habían dejado atrás como a tortugas
indefensas. Había sido un desfile triunfal, hasta llegar a la Tierra.
Un desfile triunfal, hasta que los laboratorios Westinghouse hicieron una demostración de la
burbuja protectora. La burbuja, que envolvió al principio las principales ciudades de la Tierra y
después todo el planeta, era la primera defensa real, la primera respuesta válida a los alienígenas...,
como las máquinas de noticias les habían bautizado.
Pero ganar la guerra era otra historia. Cada laboratorio, cada proyecto, trabajaban día y noche, sin
tregua, para encontrar algo más: un arma de ataque. Su propio proyecto, por ejemplo. Todo el día,
año tras año.
Olham se levantó y apagó el cigarrillo.
—Como la espada de Damocles. Siempre pendiente sobre nuestras cabezas. Me estoy cansando.
Lo único que quiero es tomarme un largo descanso, aunque imagino que todo el mundo piensa igual.
Sacó la chaqueta del armario y salió al porche delantero. El proyectil, el veloz y pequeño vehículo
que le llevaba al proyecto, pasaría en cualquier momento.
—Espero que Nelson no se retrase. —Consultó su reloj—. Son casi las siete.
—Aquí viene el coche —dijo Mary, señalando entre dos filas de casas.
El sol brillaba detrás de los tejados, reflejándose contra las pesadas planchas de plomo. El pueblo
estaba silencioso; muy poca gente se había levantado.
—Hasta luego. Procura no seguir trabajando después que haya terminado tu turno, Spence.
Olham abrió la puerta del coche y se deslizó en el interior; luego se reclinó con un suspiro contra
el asiento. Un hombre de edad avanzada acompañaba a Nelson.
—¿Y bien? —dijo Olham mientras el vehículo aceleraba—. ¿Te has enterado de alguna noticia
interesante?
—Lo de costumbre —respondió Nelson—. Algunas naves alienígenas alcanzadas, otro asteroide
abandonado por motivos estratégicos.
—Me alegraré cuando alcancemos la última fase del proyecto. No sé si atribuirlo a la propaganda
de las máquinas de noticias, pero desde hace un mes estoy muy cansado de todo esto. Todo es tan
sombrío y serio, tan carente de vida.
—¿Piensa que la guerra es inútil? —preguntó el anciano de repente—. Usted es una parte
importante de ella.
—Te presento al mayor Peters —dijo Nelson.
Olham y Peters se estrecharon las manos. Olham examinó al hombre.
—¿Qué le trae por aquí tan temprano? —preguntó—. No recuerdo haberle visto antes por el
proyecto.
—No, no trabajo en el proyecto, pero sé algo de lo que están haciendo. Mi tarea es muy diferente.
Nelson y él intercambiaron una mirada. Olham la observó y frunció el ceño. El vehículo aumentó
la velocidad y atravesó el terreno yermo y sin vida, en dirección a la silueta lejana del edificio que
albergaba el proyecto.
—¿En qué trabaja? —preguntó Olham—. ¿O no tiene permiso para hablar de ello?
—Trabajo para el gobierno —respondió Peters—. En la ASF, el órgano de seguridad.
—¿Sí? —Olham arqueó una ceja—. ¿Se han producido infiltraciones enemigas en esta región?
—En realidad, he venido a verle a usted, señor Olham.
Olham se quedó asombrado. Reflexionó sobre las palabras de Peters, pero no llegó a ninguna
conclusión.
—¿A verme a mí? ¿Por qué?
—He venido a detener a un espía alienígena. Por eso me he levantado tan temprano esta mañana.
Atrápele, Nelson...
La pistola se hundió en las costillas de Olham. Las manos de Nelson temblaban a causa de la
tensión liberada. Estaba pálido. Respiró profundamente y exhaló el aire.
—¿Le matamos ahora? —susurró a Peters—. Creo que deberíamos matarle ahora. No podemos
esperar.
Olham miró a su amigo. Abrió la boca para hablar, pero no consiguió articular ninguna palabra.
Los dos hombres le observaban fijamente, rígidos y aterrorizados. Olham se sintió mareado. La
cabeza le dolía y le daba vueltas.
—No entiendo —murmuró.
En aquel momento, el coche abandonó el suelo y voló hacia el espacio. El proyecto fue
empequeñeciendo hasta desaparecer. Olham cerró la boca.
—Esperemos un poco —dijo Peters—. Antes quiero hacerle algunas preguntas.
Olham mantenía la vista clavada en el frente, mientras el vehículo proseguía su viaje.
—La detención se llevó a cabo sin el menor problema —dijo Peters a la videopantalla.
Aparecieron las facciones del jefe de seguridad—. Todos nos hemos quitado un peso de encima.
—¿Alguna complicación?
—Ninguna. Entró en el coche sin sospechar. Mi presencia no le resultó excesivamente extraña.
—¿Dónde se encuentran ahora?
—En camino, dentro de la burbuja protectora. Nos desplazamos a la velocidad máxima. Dé por
hecho que el período crítico ya ha pasado. Me alegro que los motores de despegue del vehículo
hayan funcionado a la perfección. Si se hubiera producido algún fallo...
—Déjeme verle —dijo el jefe de seguridad. Contempló a Olham durante un rato. Éste se mantuvo
en silencio. Por fin, el jefe hizo una señal con la cabeza a Peters—. Muy bien. Es suficiente. —
Cierto desagrado se reflejó en sus facciones—. He visto todo cuanto quería. Han hecho algo que será
recordado durante mucho tiempo. Es posible que se les conceda una mención honorífica.
—No es necesario —dijo Peters.
—¿Hay algún peligro? ¿Existe alguna posibilidad que...?
—Alguna, pero no demasiadas. Según tengo entendido, basta con pronunciar una frase clave. En
cualquier caso, correremos el riesgo.
—Notificaré a la base lunar que están en camino.
—No. —Peters negó con la cabeza—. Aterrizaré fuera de la base. No quiero someterla a ningún
peligro.
—Como quiera.
Los ojos del jefe centellearon cuando miró de nuevo a Olham. Después, su imagen se desvaneció.
La pantalla se apagó.
Olham desvió la vista hacia la ventana. La nave ya estaba atravesando la burbuja protectora, sin
cesar de acelerar. Peters tenía prisa; bajo el suelo, los chorros de los motores estaban abiertos por
completo. Le tenían miedo, y por eso corrían a tal velocidad.
Nelson se removió a su lado, inquieto.
—Creo que deberíamos hacerlo ya —dijo—. Daría cualquier cosa con tal de terminar ahora
mismo.
—Tranquilo —dijo Peters—. Quiero que conduzca la nave durante un rato para que pueda hablar
con él.
Se sentó junto a Olham y le miró a la cara. Extendió la mano con cautela y le tocó el brazo, y
después la mejilla.
Olham calló. «Si pudiera informar a Mary —pensó—. Si encontrara una forma de decírselo...»
Miró a su alrededor. ¿Cómo? ¿Por la videopantalla? Nelson estaba sentado junto al tablero,
sujetando la pistola. No podía hacer nada. Estaba atrapado.
Pero, ¿por qué?
—Escuche —dijo Peters—, quiero hacerle algunas preguntas. Ya sabe adonde vamos. A la Luna.
Dentro de una hora aterrizaremos en su cara oculta. Después, le entregaremos de inmediato a un
equipo de hombres que le está esperando. Su cuerpo será destruido al instante. ¿Lo entiende? —
Consultó su reloj—. Dentro de dos horas, sus miembros yacerán esparcidos por el paisaje. No
quedará nada de usted.
Olham salió de su letargo.
—¿No puede decirme...?
—Claro que se lo diré —asintió Peters—. Hace dos días recibimos el informe que una nave
alienígena había penetrado la burbuja protectora. De la nave saltó un espía con forma de robot
humanoide. La misión del robot era destruir a un ser humano en particular y suplantarle.
Peters observó con calma a Olham.
—Dentro del robot había una bomba U. Nuestro agente no sabía cómo iba a detonar la bomba,
pero creía que sería mediante una frase, un grupo determinado de palabras. El robot viviría igual que
la persona a la que había asesinado, realizaría sus actividades habituales, su trabajo, su vida social.
Fue construido para parecerse a esa persona. Nadie notaría la diferencia.
Un enfermizo color yeso tiñó la cara de Olham.
—La persona que el robot debía suplantar era Spence Olham, un funcionario de alto nivel que
trabajaba en un proyecto de investigación. Dado que este proyecto en particular se acercaba a su fase
crucial, la presencia de una bomba viviente en el corazón del proyecto...
Olham se miró las manos.
—¡Pero si yo soy Olham!
—Una vez localizado y asesinado Olham, al robot no le costaría nada asumir su vida. Creemos
que el robot fue lanzado desde la nave hace unos ocho días. La sustitución debió llevarse a cabo el
pasado fin de semana, cuando Olham fue a pasear por las colinas.
—Pero yo soy Olham. —Se volvió hacia Nelson, que estaba sentado a los controles—. ¿No me
reconoces? Hace veinte años que somos amigos. ¿Ya no recuerdas que fuimos a la escuela juntos?
—Se levantó—. Y también fuimos juntos a la universidad. Compartimos la misma habitación.
—¡Aléjate de mí! —chilló Nelson.
—Escucha. ¿Te acuerdas del segundo curso? ¿Te acuerdas de aquella chica? ¿Cómo se
llamaba...? —Se frotó la frente—. La del cabello oscuro, la que conocimos en casa de Ted.
—¡Basta! —Nelson movió la pistola frenéticamente—. No quiero escuchar nada más. ¡Tú le
mataste! Tú..., máquina.
—Estás equivocado —dijo Olham a Nelson—. No sé lo que ha pasado, pero el robot no me atacó.
Algo debió salir mal. Quizá la nave se estrelló. —Se volvió hacia Peters—. Yo soy Olham. Lo sé.
No se ha producido ninguna sustitución. Soy el mismo de siempre.
Se tocó y recorrió su cuerpo con las manos.
—Tiene que haber alguna forma de demostrarlo. Llévenme de nuevo a la Tierra. Un examen de
rayos X o un estudio neurológico serán suficientes. Tal vez encontremos la nave estrellada.
Ni Peters ni Nelson hablaron.
—Soy Olham —repitió—. Sé que lo soy, pero no puedo demostrarlo.
—El robot ignoraría que no era el auténtico Spence Olham. Se transformaría en Olham en mente
y cuerpo. Se le proporcionó un sistema de memoria artificial, falsos recuerdos. Tendría su mismo
aspecto, sus recuerdos, sus pensamientos e intereses, realizaría su trabajo.
»Pero con una diferencia: dentro del robot hay una bomba U, lista para estallar en cuanto suene la
frase clave. —Peters se apartó un poco—. Ésa es la diferencia. Por eso le llevamos a la Luna. Le
desmembrarán y desactivarán la bomba. Tal vez estalle, pero no importa, siempre que lo haga allí.
Olham se sentó lentamente.
—Llegaremos en seguida —dijo Nelson.
Olham se reclinó en su asiento, devanándose los sesos, mientras la nave descendía poco a poco.
Bajo ellos se extendía la torturada superficie de la Luna, la interminable llanura sembrada de
cráteres. ¿Qué podía hacer? ¿Qué podía hacer para salvarse?
—Prepárese —dijo Peters.
Dentro de unos minutos estaría muerto. Divisó un punto diminuto, algún edificio. Había hombres
en el edificio, el equipo de demolición, aguardando el momento de cortarle en pedazos. Le abrirían
en canal, le arrancarían los brazos y las piernas, le destriparían. Se quedarían sorprendidos al no
encontrar la bomba; sabrían la verdad, pero demasiado tarde.
Olham examinó la pequeña cabina. Nelson seguía empuñando la pistola. No le concedería la
menor oportunidad. Si conseguía que un médico le examinara... Era la única solución. Mary podría
ayudarle. Su mente funcionaba a toda máquina. Le quedaban muy pocos minutos. Si pudiera
comunicarse con ella, informarla de alguna forma.
—Despacio —dijo Peters.
La nave descendió con lentitud, rebotando en el escabroso terreno. Se hizo el silencio.
—Escuche —dijo Olham, con voz ronca—, puedo demostrar que soy Spence Olham. Traiga a un
médico...
—Allí está el equipo —señaló Nelson—. Ya vienen. —Miró a Olham con nerviosismo—. Espero
que no ocurra nada.
—Nos iremos antes que empiecen a trabajar —dijo Peters—. Nos largaremos dentro de un
momento. —Se puso el traje presurizado. Cuando hubo terminado, le quitó la pistola a Nelson—.
Yo le vigilaré.
Nelson se puso a toda prisa el traje, maniobrando torpemente.
—¿Y él? —indicó a Olham—. ¿Necesita uno?
—No. —Peters negó con la cabeza—. Los robots no necesitan oxígeno.
El grupo de hombres había llegado casi a la nave. Se detuvo y esperó. Peters les hizo una señal.
—¡Adelante!
Agitó la mano y los hombres avanzaron. Figuras rígidas y grotescas, embutidas en sus trajes
inflados.
—Si abre esa puerta —dijo Olham—, significará mi muerte. Será un asesinato.
—Abra la puerta —dijo Nelson, extendiendo la mano hacia el pomo.
Olham le miró fijamente. Vio que la mano del hombre se cerraba alrededor de la vara metálica.
La puerta se abriría dentro de un segundo y el aire de la nave se escaparía. Moriría, y entonces
comprenderían su error. Quizá en otra época, cuando no hubiera guerra, los hombres no actuarían de
esta forma, arrojando a un individuo a la muerte porque estaban asustados. Todo el mundo estaba
asustado, todo el mundo deseaba sacrificar al individuo en aras del temor del grupo.
Le estaban asesinando porque no podían esperar a estar seguros de su culpabilidad. No tenían
tiempo.
Olham miró a Nelson, su amigo de tantos años. Habían ido juntos al colegio. Había sido su
padrino de boda. Ahora, Nelson se aprestaba a matarle. Pero Nelson no era malo; no era culpa suya.
Eran los tiempos. Quizá había sucedido lo mismo durante las plagas. Si a un hombre le salía una
mancha significaba la muerte inmediata, sin un momento de vacilación, sin prueba, basándose en
meras sospechas. En tiempos de peligro, era el único método.
No les culpaba, pero tenía que vivir. Su vida era demasiado preciosa para sacrificarla. Olham
pensó con rapidez. ¿Qué podía hacer? ¿Había alguna posibilidad? Miró a su alrededor.
—Voy a abrir —dijo Nelson.
—Tiene razón —dijo Olham. El sonido de su voz le sorprendió. Era la fuerza de la
desesperación—. No necesito aire. Abra la puerta.
Los dos hombres se inmovilizaron y le miraron, alarmados e intrigados al mismo tiempo.
—Adelante. Ábranla. Da igual. —La mano de Olham desapareció en el interior de su chaqueta—.
Me pregunto si corren con rapidez.
—¿Correr?
—Les quedan quince segundos de vida. —Sus dedos se crisparon dentro de su chaqueta y su
brazo se puso rígido de repente. Se relajó y sonrió—. Estaban equivocados en lo referente a la frase
clave. Quedan catorce segundos.
Dos rostros sobresaltados le miraron desde los trajes presurizados. Ambos se precipitaron hacia la
puerta y la abrieron. El aire huyó con un silbido hacia el vacío. Peters y Nelson salieron de la nave
como una flecha. Olham les siguió. Empujó la puerta y la cerró. El sistema de presurización
automático resopló con furia y renovó el aire. Olham dejó escapar un suspiro y se estremeció.
Un segundo más...
Vio por la ventana que los dos hombres se habían reunido con el grupo. Éste se dispersó en todas
direcciones. Uno a uno los hombres se fueron arrojando al suelo. Olham se sentó ante el cuadro de
mandos. Movió los cuadrantes. Cuando la nave despegó, los hombres se pusieron en pie y
levantaron la vista, boquiabiertos.
—Lo siento —murmuró Olham—, pero debo regresar a la Tierra.
Enfiló la nave por el camino de ida.
Era de noche. Los grillos cantaban alrededor de la nave, turbando las frías tinieblas. Olham se
inclinó sobre la pantalla. La imagen se formó poco a poco; había podido efectuar la llamada sin
problemas. Dejó escapar un suspiro de alivio.
—Mary —dijo.
La mujer le miró y tragó saliva.
—¡Spence! ¿Dónde estás? ¿Qué ha pasado?
—No puedo decírtelo. Escucha, debo hablar de prisa. Pueden interferir la llamada en cualquier
momento. Ve a las dependencias del proyecto y ponte en contacto con el doctor Chamberlain. Si no
está, habla con cualquier médico. Llévale a casa y dile que se espere. Dile que traiga aparatos, rayos
X, fluoroscopio, todo.
—Pero...
—Haz lo que te digo. Date prisa. Dile que esté preparado dentro de una hora. —Olham se inclinó
hacia la pantalla—. ¿Va todo bien? ¿Estás sola?
—¿Sola?
—¿Hay alguien contigo? ¿Te ha llamado Nelson..., o cualquier otra persona?
—No, Spence. No entiendo nada.
—Muy bien. Nos veremos en casa dentro de una hora. Y no se lo digas a nadie. Ve a ver a
Chamberlain con cualquier pretexto. Dile que estás muy enferma.
Cortó la comunicación y consultó su reloj. Un momento después abandonó la nave y se internó en
la oscuridad. Tenía que recorrer casi un kilómetro.
Empezó a caminar.
Se veía una luz en la ventana, la luz del estudio. La observó, arrodillado junto a la verja. Ni
ruidos ni movimientos. Alzó el reloj a la luz de las estrellas. Había pasado casi una hora.
Un vehículo apareció en la calle y pasó de largo.
Olham miró en dirección a la casa. El médico ya debería haber llegado. Seguramente, estaría
dentro, esperando con Mary. Se le ocurrió un pensamiento. ¿Habría podido Mary salir de casa? Tal
vez la habían interceptado. Tal vez se estaba metiendo en una trampa.
Pero, ¿qué otra cosa podía hacer?
Los informes, exámenes y placas radiográficas de un médico le darían una oportunidad de
demostrar su identidad. Si podía ser sometido a examen, si vivía lo suficiente para que le revisaran...
Lo demostraría de esa forma. Probablemente, era la única solución. Su única esperanza se hallaba
en su casa. El doctor Chamberlain era un hombre respetado. Era el médico del equipo que trabajaba
en el proyecto. Su palabra bastaría. Su dictamen daría al traste con la histeria y la locura.
Locura... Eso era. Si accedieran a esperar, a actuar con parsimonia, a tomarse su tiempo... Pero no
podían esperar. Él tenía que morir, morir cuanto antes, sin pruebas, sin juicios ni exámenes. La
prueba más simple lo demostraría, pero ni siquiera tenían tiempo que perder en la prueba más
simple. Sólo pensaban en el peligro. En el peligro, y en nada más.
Se irguió y avanzó hacia la casa. Llegó al porche. Se detuvo ante la puerta y escuchó. Ningún
ruido. La casa estaba en completo silencio.
Demasiado silencio.
Olham permaneció inmóvil en el porche. Los que se encontraban en el interior se esforzaban por
guardar el máximo silencio. ¿Por qué? Era una casa pequeña; a escasos metros de distancia, detrás
de la puerta, Mary y el doctor Chamberlain estarían esperando. Sin embargo, no oía nada, ni el
susurro de voces, nada en absoluto. Miró la puerta. Era la puerta que había abierto y cerrado miles de
veces, cada mañana y cada noche.
Apoyó la mano en el pomo, pero desistió y tocó el timbre. El timbre sonó en algún lugar de la
casa. Olham sonrió. Había captado movimientos.
Mary abrió la puerta. En cuanto Olham vio su cara lo comprendió.
Se lanzó corriendo hacia los arbustos. Un oficial de seguridad apartó a Mary de un empellón y
disparó. Los arbustos saltaron en pedazos. Olham se escurrió detrás de la casa. Se irguió de un salto
y huyó frenéticamente, hundiéndose en las tinieblas. Un foco alumbró de repente la zona.
Olham cruzó la carretera y saltó una valla. Atravesó un patio trasero. Oficiales de seguridad le
perseguían, intercambiando gritos. Olham jadeó, falto de aliento. Su respiración era muy agitada.
El rostro de Mary... Lo había adivinado al instante. Los labios apretados, los ojos afligidos y
aterrorizados. ¡Si llega a entrar...! Habían intervenido la llamada y salido hacia la casa en cuanto
colgó. Ella debió creer su historia. También pensaba que él era el robot, sin duda.
Olham continuó corriendo. Estaba dejando atrás a los oficiales. Por lo visto, su entrenamiento era
deficiente. Trepó a una colina y bajó por la otra ladera. En un instante llegaría a la nave, pero, ¿adón-
de iría esta vez? Aminoró el paso y se detuvo. Ya veía la nave, recortada contra el cielo, en el lugar
donde la había estacionado. El pueblo se hallaba a su espalda; él estaba en el yermo que separaba los
lugares habitados, donde empezaban los bosques y los eriales. Cruzó un campo estéril y se internó
entre los árboles.
La puerta de la nave se abrió mientras caminaba hacia ella.
Peters salió. Su silueta se recortó contra la luz. Portaba un pesado fusil Boris. Olham se quedó
inmóvil. Peters escudriñó la oscuridad.
—Sé que anda por ahí —dijo—. Acérquese, Olham. Los agentes de seguridad le tienen rodeado.
Olham no se movió.
—Escúcheme. No tardaremos mucho en capturarle. Por lo visto, todavía no cree que es un robot.
Su llamada a la mujer indica que aún se halla bajo el efecto de la ilusión creada por sus recuerdos ar-
tificiales.
»Pero es un robot. Usted es el robot, y en su interior se oculta la bomba. Alguien, usted mismo,
puede pronunciar en cualquier momento la frase que la haga detonar. Cuando eso ocurra, la bomba
sembrará la destrucción en un radio de varios kilómetros. El proyecto, la mujer, todos nosotros
moriremos. ¿Lo comprende?
Olham no dijo nada; se limitó a escuchar. Los hombres se deslizaban por el bosque, avanzando en
su dirección.
—Si no sale, le daremos caza. Es cuestión de tiempo. Hemos desechado la idea de trasladarle a la
base lunar. Será destruido en cuanto le veamos, y tendremos que correr el riesgo que la bomba
estalle. He ordenado que todos los oficiales de seguridad disponibles peinen la zona, centímetro a
centímetro. No puede escapar. Un cordón de hombres armados rodea el bosque. Le quedan unas seis
horas antes que el último centímetro sea registrado.
Olham se alejó. Peters siguió hablando; no le había visto. Estaba demasiado oscuro para ver a
nadie. No obstante, Peters tenía razón. No podía escapar. Había salido del pueblo y se encontraba en
las afueras, donde empezaban los bosques. Podía ocultarse un tiempo, pero terminarían por cazarle.
Era cuestión de tiempo.
Olham caminó en silencio por el bosque. Estaban examinando, estudiando, registrando y
peinando cada parte del condado, kilómetro tras kilómetro. El cordón se iba estrechando cada vez
más.
¿Qué podía hacer? Había perdido la nave, su única esperanza de escapar. Ocupaban su casa; su
mujer les apoyaba, creyendo, sin duda, que el auténtico Olham había sido asesinado. Apretó los pu-
ños. En algún lugar estaba la nave alienígena estrellada, y los restos del robot. En algún lugar
próximo, la nave se había destrozado. Y el robot yacía en su interior, destruido. Una débil esperanza
se agitó en su interior. ¿Y si encontraba los restos? Si pudiera enseñarles el lugar del siniestro, los
fragmentos carbonizados, el robot...
Pero, ¿dónde? ¿Dónde los iba a encontrar? Continuó andando, sumido en sus pensamientos. No
muy lejos, probablemente. La nave habría aterrizado cerca del proyecto; el robot habría recorrido el
resto del camino a pie. Ascendió la ladera de la colina y miró a su alrededor. Destrozada y quemada.
¿Alguna pista, algún indicio? ¿Había leído u oído algo? En algún lugar cercano, al que se podía
acceder a pie. Un lugar agreste, un punto distante, en el que no habría gente.
De pronto, Olham sonrió. Destrozada y quemada... El bosque de Sutton. Aceleró el paso.
Había amanecido. El sol se filtraba entre los árboles rotos e iluminaba al hombre agachado en el
límite del claro. Olham alzaba la vista de vez en cuando y escuchaba. No estaban lejos, sólo a unos
minutos de camino. Sonrió.
Ante él se extendía una masa retorcida de restos metálicos, diseminados por el claro y los tocones
carbonizados que habían sido el bosque de Sutton. Lo que quedaba de la nave brillaba tenuemente a
la luz del sol. No le costó mucho encontrarla. Conocía bien el bosque de Sutton; lo había recorrido
muchas veces, cuando era más joven. Había sabido dónde encontrar los restos. Había un pico que
sobresalía con brusquedad, sin previo aviso.
Una nave poco familiarizada con los bosques que pretendiera aterrizar chocaría con él casi con
toda seguridad. En aquel momento estaba contemplando los restos de la nave.
Olham se puso en pie. Ya les oía, a escasa distancia, avanzando en grupo y hablando en voz baja.
Una gran tensión se apoderó de él. Todo dependía de quién le viera primero. Si era Nelson, estaba
acabado. Nelson dispararía. Moriría antes que vieran la nave. Pero si tenía tiempo de dar la noticia,
retenerles unos segundos... Era todo lo que necesitaba. En cuanto vieran la nave, estaría salvado.
Pero si disparaban antes...
Una rama chamuscada crujió. Apareció una figura que avanzaba con cautela. Olham respiró
profundamente. Quedaban muy escasos segundos, tal vez los últimos de su vida. Levantó los brazos
y clavó la vista en el frente.
Era Peters.
—¡Peters! —Olham agitó los brazos. Peters alzó el fusil y apuntó—. ¡No dispare! —Su voz
temblaba—. Espere un momento. Observe el claro que hay detrás de mí.
—Le he encontrado —gritó Peters.
Los hombres de seguridad surgieron del bosque calcinado y le rodearon.
—No dispare. Mire detrás de mí. La nave, la nave-aguja. La nave alienígena. ¡Mire!
Peters vaciló. El fusil osciló.
—Está ahí —se apresuró a continuar Olham—. Sabía que la encontraría en este lugar. El bosque
quemado. Créame. Encontrará los restos del robot en la nave. ¿Quiere hacer el favor de mirar?
—Hay algo ahí abajo —dijo uno de los hombres, nervioso.
—¡Mátele! —gritó una voz. Era Nelson.
—Espere. —Peters se volvió con brusquedad—. Yo estoy al mando. Que nadie dispare. Tal vez
esté diciendo la verdad.
—Mátele —repitió Nelson—. Él liquidó a Olham. Puede matarnos en cualquier momento. Si la
bomba estalla...
—Cállese. —Peters avanzó hacia la pendiente y miró abajo—. Fíjese en eso. —Indicó a dos
hombres que se acercaran—. Bajen a ver qué es.
Los dos hombres bajaron la pendiente a toda prisa y atravesaron el claro. Se agacharon y
examinaron los restos de la nave.
—¿Y bien? —gritó Peters.
Olham contuvo el aliento. Sonrió levemente. Tenía que estar allí; no había tenido tiempo de
mirar, pero tenía que estar allí. Una duda le asaltó de repente. ¿Y si el robot hubiera sobrevivido y
escapado? ¿Y si su cuerpo se hubiera destruido por completo?
Se humedeció los labios. El sudor inundó su frente. Nelson le estaba mirando, lívido. Su
respiración se agitaba.
—Mátele —dijo Nelson—. Mátele, antes que él nos mate a nosotros.
Los dos hombres se irguieron.
—¿Qué han encontrado? —preguntó Peters. Sostenía el fusil sin vacilar—. ¿Hay algo ahí?
—Eso parece. Es una nave-aguja, desde luego. Hay algo al lado.
—Echaré un vistazo.
Peters pasó junto a Olham. Éste le vio bajar la colina y reunirse con los hombres. Los demás le
siguieron.
—Parece un cuerpo —dijo Peters—. ¡Fíjense!
Olham fue con ellos. Formaron un círculo de miradas ansiosas.
En el suelo, doblada y retorcida de una forma extraña, había una figura grotesca. Habría parecido
humana, de no ser por la manera en que estaba doblada, con los brazos y las piernas extendidos en
todas direcciones. Tenía la boca abierta y los ojos vidriosos.
—Como una máquina estropeada —murmuró Peters.
Olham sonrió débilmente.
—¿Y bien? —preguntó.
—No puedo creerlo —musitó Peters—. Nos dijo la verdad desde el primer momento.
—Nunca me encontré con el robot —dijo Olham. Sacó un cigarrillo y lo encendió—. Fue
destruido cuando la nave se estrelló. Ustedes estaban demasiado ocupados con la guerra para
preguntarse por qué un bosque se había quemado tan repentinamente. Ahora, ya saben la verdad.
Se quedó fumando y contemplando a los hombres. Estaban sacando la forma grotesca de la nave.
El cuerpo tenía los brazos y las piernas rígidos.
—Ahora encontrarán la bomba —dijo Olham.
Los hombres tendieron el cuerpo en el suelo. Peters se agachó.
—Creo que ya la veo.
Extendió la mano y tocó el cuerpo.
El torso del cadáver estaba abierto. En el interior, brillaba algo metálico. Los hombres
contemplaron el metal sin hablar.
—De haber vivido, esa caja de metal nos habría destruido —dijo Peters.
Todo el mundo guardaba silencio.
—Creo que le debemos algo —dijo Peters a Olham—. Ha vivido una auténtica pesadilla. Si no
hubiera escapado, le habríamos... —Se interrumpió.
Olham tiró el cigarrillo.
—Sabía que el robot no me había atacado, por supuesto, pero no podía demostrarlo. A veces, es
imposible demostrar algo en el acto. Ésa es la verdad. No podía demostrar de ningún modo que yo
era yo.
—¿Qué le parecen unas vacaciones? —preguntó Peters—. Creo que podremos conseguirle un
mes de vacaciones para que descanse y se relaje.
—De momento, quiero irme a casa —dijo Olham.
—De acuerdo, pues. Lo que usted diga.
Nelson se había acuclillado junto al cadáver. Extendió la mano hacia el objeto metálico que se
veía en el interior del pecho.
—No lo toques —le advirtió Olham—. Aún podría estallar. Será mejor que el equipo de
demolición se encargue de eso más tarde.
Nelson no dijo nada. De pronto, introdujo la mano en la caja torácica, agarró el objeto metálico y
tiró de él.
—¿Qué estás haciendo? —gritó Olham.
Nelson se puso en pie, sujetando el objeto. Estaba blanco de terror. Era un cuchillo de metal, un
cuchillo-aguja alienígena, cubierto de sangre.
—Le mataron con esto —susurró Nelson—. Mi amigo fue asesinado con esto. —Miró a Olham—
. Tú le mataste con esto y le abandonaste junto a la nave.
Olham estaba temblando. Sus dientes castañeteaban. Su mirada se desvió del cuchillo al cadáver.
—No puede ser Olham —dijo. Su mente giraba, todo daba vueltas en derredor suyo—. ¿Estaba
equivocado? Tragó saliva.
—Pero si ése es Olham, yo debo de ser...
No terminó la frase. El resplandor de la explosión pudo verse hasta en Alfa Centauri.
F I N


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