Philip K. Dick
El planeta en el que estaba viviendo tenía cada día dos amaneceres. Primero aparecía
CY30 y luego su gemela menor se presentaba débilmente, como si Dios no hubiera sido
capaz de decidirse cuál era el sol que prefería y finalmente hubiera encendido ambos. Los
habitantes de los domos gustaban de compararlo con una secuencia de bulbos
incandescentes de múltiples filamentos que se encendieran uno tras otro. CY30 daba la
impresión de ser un foco de 150 watts aproximadamente, y luego llegaba la pequeña
CY30B, que agregaba 50 watts más de luz. La luminosidad agregada hacía que los
cristales de metano de la superficie del planeta brillaran de manera muy agradable,
asumiendo desde luego que se estuviera a resguardo.
Sentado en la mesa del interior de su domo, Leo McVane bebía un sucedáneo de café
y leía el diario. Se sentía libre de ansiedad y frío porque ya hacía tiempo y de manera
ilegal había rediseñado el termostato de su domo. Se sentía tan seguro como cómodo
porque había agregado un puntal de metal extra al casco del domo. Y se sentía
expectante porque hoy vendría el hombre de los alimentos, así que tendría alguien con
quien hablar. Era un buen día.
Todo su equipo de comunicaciones estaba conectado en automático, monitoreando en
ese momento aquello que fuera lo que monitoreaba. Originalmente, estando estacionado
en CY30 II, McVane había estudiado minuciosamente la función y propósito de los
complejos de maravillosa electrónica de los cuales era vigilante… o más bien, como el
código de su empleo puntualizaba, el «maestro vigilante homonoide». Ahora se había
permitido olvidar la mayoría de los trámites que recaían en su cargo. El equipo de
comunicaciones lo había mantenido en una monótona vida hasta que surgiera una
emergencia, punto en el cual dejaría de ser repentinamente el «maestro vigilante
homonoide» para convertirse en el cerebro viviente de su estación.
No había habido una emergencia todavía.
El diario contenía un divertido artículo sobre el manual de la Oficina de Impuestos de
los Estados Unidos de 1978, el año en que McVane había nacido. Las entradas aparecían
en el índice en el siguiente orden:
Uniones, sociedades y retiros.
Viudez: Calificaciones.
Votaciones y elecciones.
Vuelcos financieros.
Y luego venía la última entrada del índice, la cual McVane encontró bastante divertida e
incluso interesante como un comentario final sobre una forma de vida arcaica:
Zona cero.
McVane frunció el ceño para sí mismo. Esa era la manera como el manual de la Oficina
de Impuestos de los Estados Unidos había finalizado, muy apropiadamente, y era así
como los Estados Unidos, unos años más tarde, habían terminado. Se habían arruinado
fiscalmente ellos mismos y habían muerto del trauma.
—Suministro de ración de alimentos —anunció el transductor de su radio—.
Comenzando procedimiento de apertura.
—Apertura en camino —dijo McVane, mientras permanecía leyendo su diario.
El altavoz dijo:
—Colóquese su casco.
—Casco puesto. —McVane no hizo ningún movimiento para ponerse su casco; el flujo
de la atmósfera de su domo compensaría la pérdida; lo había rediseñado, también. El
casco se abrió, y ahí estaba el hombre de la comida, con su burbuja en la cabeza y todos
sus aditamentos. Una campana de alarma en el techo del domo comenzó a sonar
indicando que la presión atmosférica había descendido de manera aguda.
—¡Póngase su casco! —ordenó colérico el hombre de la comida.
La campana de alarma cesó su queja; la presión se había reestabilizado. En ese
momento, el hombre de la comida frunció el ceño. Se quitó el casco y empezó a
descargar cartones de suministro.
—Somos una raza resistente —dijo McVane, ayudándolo.
—Ha cambiado todo aquí —observó el hombre de la comida; como todos los
exploradores que hacían servicios a los domos, era un tipo compacto y robusto que se
movía rápidamente. No era un trabajo seguro operar una nave de suministros entre las
naves madre y los domos de CY30II. Lo sabía y McVane también lo sabía. Cualquiera
podría vivir en un domo; poca gente podía funcionar afuera.
—Quédese un rato —dijo McVane una vez que él y el hombre de la comida habían
desempacado y el hombre de la comida marcaba la factura.
—Si tiene algo de café.
Se sentaron uno frente a otro en la mesa, bebiendo café. Afuera del domo el metano
hacía estropicios, pero ninguno de los hombres lo sentía. El hombre de la comida
comenzó a transpirar; aparentemente encontraba la temperatura del domo de McVane
muy alta.
—¿Conoce a la mujer del domo de a lado? —preguntó.
—Algo —contestó McVane—. Mi equipo le transfiere datos a su circuito de recepción
cada tres o cuatro semanas. Ella los almacena, los intensifica y los transmite. Me lo
supongo. O por lo que sé…
—Está enferma —dijo el hombre de la comida.
—Se veía bien la última vez que hablé con ella —dijo McVane—. Usamos el video.
Mencionó que tenía algunos problemas para leer su terminal.
—Está muriéndose —dijo el hombre de la comida, y tomó un trago de su café.
En su mente, McVane intentó hacerse una imagen de la mujer. Pequeña y morena. Y,
¿cuál era su nombre? Presionó un par de teclas sobre el tablero que tenía a un lado, su
nombre apareció en la pantalla habilitado por el código que empleaban. Rybus Rommey.
—¿De qué está muriendo?
—Esclerosis múltiple.
—¿Qué tan avanzada está?
—No tanto realmente —dijo el hombre de la comida—. Hará un par de meses, me dijo
que cuando estaba al final de su adolescencia sufrió un… ¿cómo se llama? Aneurisma.
En su ojo izquierdo, el cual anuló la visión central de ese ojo. Sospecharon que en ese
entonces se habría iniciado la esclerosis. Y ahora me ha dicho que ha estado padeciendo
una neuritis óptica, la cual…
—¿Se han introducido esos síntomas al M.E.D.?
—Sí. Hay una correlación entre un aneurisma y luego un período de remisión seguido
de visión borrosa y doble… deberías de llamarla y hablar con ella. Cuando estaba
entregándole sus alimentos, estaba llorando.
Volviéndose hacia su teclado McVane comenzó a presionar varias teclas por un buen
rato y luego leyó en la pantalla:
—Hay de un treinta a un cuarenta por ciento de probabilidades de curar la esclerosis
múltiple.
—No aquí. M.E.D. no la puede sacar.
—Mierda —dijo McVane.
—Le dije que demandara que la transfieran de regreso a casa. Eso es lo que yo haría.
Pero no lo hará.
—Está loca —dijo McVane.
—Tiene razón. Está loca. Todos aquí estamos locos. ¿Quiere una prueba de ello? Ella
es la prueba. ¿Usted regresaría a casa si supiera que está muy enfermo?
—Se supone que no debemos abandonar nuestros domos.
—Es muy importante lo que monitorean —el hombre de la comida dejó su taza—. Me
tengo que marchar. —Mientras se levantaba dijo—: Llámela y hable con ella. Necesita
alguien con quien hablar y usted está en el domo más cercano. Me sorprende que no le
haya contado nada.
Nunca pregunté, pensó McVane.
Después de que el hombre de la comida se hubo marchado, McVane buscó el código
del domo de Rybus Rommey, y comenzó a marcarlo en su transmisor, sin embargo
titubeó. Su reloj marcaba las 1830 horas. En ese punto en su ciclo de veinticuatro horas,
tenía que aceptar supuestamente una secuencia a velocidad acelerada de
entretenimiento por audio, señales grabadas que eran emitidas por un satélite servidor en
CY30III; después de almacenarlas, tenía que devolverlas a velocidad normal y seleccionar
el material adecuado para todo el sistema de domos de su propio planeta.
Le echó un vistazo a la programación. Fox estaba dando un concierto que duraba dos
horas. Linda Fox, pensó. Tú y tu síntesis del rock de los viejos tiempos y la línea moderna.
Dios Santo. Si no transcribo la retransmisión de tu concierto en vivo, cada habitante de los
domos de este planeta armará una tormenta aquí y me matarán. Aparte de las
emergencias, las cuales nunca se presentan, esto es lo que me pagan por hacer: manejar
tráfico de información entre los planetas, información que nos conecta con nuestro hogar
y nos mantiene siendo humanos. Tenía que darle vuelta ya a la cinta. Las percusiones de
la cinta aparecían ya.
Dio inicio a la cinta a velocidad aumentada para almacenarla, con los controles del
módulo conectados para recibir, sintonizados con la frecuencia operativa del satélite,
revisó la frecuencia de onda en la pantalla visual para asegurarse que la emisión llegaba
sin distorsiones, y luego conectó una transmisión de audio de lo que estaba recibiendo.
La voz de Linda Fox surgió de las bocinas que tenía encima. Como mostraba la
pantalla, no había distorsión alguna. Sin ruidos extraños. Sin cortes. Todos los canales,
de hecho, estaban balanceados; todos los parámetros indicaban eso.
Algunas veces debería llorar al escucharla, pensó. Hablando de llorar.
Vagando por esta tierra yerma y blanda,
Mi banda.
En los mundos que dejamos atrás,
Me amarás.
Canten para mí, espíritus etéreos.
Creo y brindo por vuestra grandeza.
Mi banda.
Y detrás de la voz de Linda Fox, los syntho-laúdes que eran su marca peculiar. Hasta
que apareció Fox, nadie había pensado en traer de regreso el instrumento para el que
Dowland había escrito con tanta belleza y de manera tan cautivadora.
¿A quién demandaré? ¿Buscaré la gracia?
¿Debo rezar? ¿Qué he de probar?
¿He de luchar por un gozo celestial
Con un amor terrenal?
¿Son esos mundos?,¿son esas lunas
Donde el desolado deberá soportar?
¿Encontraré acaso un corazón puro?
Lo que Linda Fox había hecho era tomar los libros de laúd de John Dowland, escritos al
final del siglo dieciséis, arreglando tanto la melodía como las letras para convertirlas en
algo más actual. Algo nuevo, pensó, para gente dispersa como si hubiera sido arrojada de
prisa: aquí y allá, desordenadamente, en domos, en los rincones de mundos miserables y
en satélites… victimados por el poder de la migración y sin un fin a la vista.
Pobres desgraciados, acaso he de guiarles
En este viaje ciego
Donde la más santa esperanza se exige
No podía recordar el resto. Bueno, lo tenía grabado, desde luego.
Y no hay humano que la pueda encontrar.
O algo así. La belleza del universo no yacía en las estrellas que lo conformaban sino en
la música generada por la mente humana, por las voces humanas, por las manos
humanas. Syntho-laúdes mezclados por expertos en un intrincado panel de control, y la
voz de Linda. Sé lo que debo mantenerme haciendo, pensó. Mi empleo es encantador:
transcribo esto y lo emito, y ellos me pagan.
—Este es el zorro —dijo Linda Fox. (N. del T. Fox es zorro en inglés)
McVane conectó el video en holo, y se formó un cubo en cuyo interior Linda Fox le
sonrió. Mientras tanto, las percusiones enloquecían a gran velocidad, pasando hora tras
hora a su posesión permanente.
—Están con el zorro —decía ella— y el zorro está con ustedes. —Lo miró con sus ojos
brillantes y duros, envolviéndolo con su mirada. La cara con forma de diamante, salvaje y
sabia, salvaje y verdadera; este es el zorro hablándote. Él le devolvió la sonrisa.
—Hola, Linda —dijo.
Algo más tarde llamó a la chica enferma del domo de a lado a la cual le tomó un tiempo
sorprendentemente largo contestarle a su señal, y mientras permanecía sentado notando
cómo se registraba la señal en su propio tablero pensó: ¿Le ha llegado el final? O,
¿vendrán a evacuarla por la fuerza?
Su pequeña pantalla mostraba colores vagos. Estática visual, nada más. Y de repente
ahí estaba.
—¿Te he despertado? —preguntó. Se veía tan lenta, tan disminuida y torpe. Quizá,
pensó, está sedada.
—No. Me estaba picando el culo yo misma.
—¿Cómo dices? —dijo, sorprendido.
—Quimioterapia —dijo Rybus—. No me está yendo muy bien.
—Acabo de grabar un concierto fenomenal de Linda Fox; lo emitiré en unos pocos días.
Te alegrará.
—Es demasiado malo que estemos atascados en estos domos. Ojalá pudiéramos
visitarnos mutuamente. El hombre de la comida acaba de estar aquí. De hecho, me ha
traído mis medicamentos. Son efectivos pero me hacen vomitar.
Desearía no haberla llamado, pensó McVane.
—¿Hay alguna manera de que puedas visitarme? —preguntó Rybus.
—No tengo oxígeno portátil, nada en absoluto.
—Yo tengo —dijo Rybus.
Presa del pánico, respondió:
—Pero si estás enferma…
—Puedo llegar hasta tu domo.
—¿Qué hay de tu estación? ¿Qué tal si llegan datos mientras…?
—Tengo un beeper que puedo llevarme conmigo.
—Está bien —terminó por decir McVane.
—Significaría mucho para mí, alguien con quien sentarme y platicar por un rato. El
hombre de la comida se queda como media hora, pero es lo máximo que puede. ¿Sabes
lo que me dijo? Ha habido un brote de esclerosis amiotrófica lateral en CY30VI. Debe ser
un virus. Toda esta situación es por un virus. Dios mío, odiaría tener esclerosis amiotrófica
lateral. Es como la variante Mariana.
—¿Es contagiosa?
No le respondió directamente. En lugar de ello dijo:
—La que tengo es curable. —Obviamente quería trasmitirle seguridad—. Si el virus
está por los alrededores… no iré; está bien. —Asintió y alzó su mano para desconectar la
transmisión—. Voy a acostarme —dijo— y dormir más. Con esto se supone que debes de
dormir lo más posible. Te hablaré mañana. Adiós.
—Ven —dijo él.
Alegrándose, ella contestó:
—Gracias.
—Pero asegúrate de traer tu beeper. Tengo la intuición de que un montón de
confirmaciones telemétricas están a punto de…
—Oh, ¡al diablo con las confirmaciones telemétricas! —dijo Rybus con acritud—. ¡Estoy
harta de estar atascada en este maldito domo! ¿No estás hastiado de estar sentado
viendo cintas musicales, y de tantas medidas, calibraciones y mierda?
—Creo que deberías volver a casa —dijo.
—No —respondió, con más calma—. Voy a seguir exactamente las instrucciones del
M.E.D. para mi quimioterapia y acabar con esta jodida E.M. No voy a regresar a casa. Iré
a tu domo y prepararé tu cena. Soy una buena cocinera. Mi madre era italiana y mi padre
es chicano así que puedo condimentar cualquier cosa que cocine, a menos que no
puedas obtener especias aquí. Aunque me las puedo arreglar con todas las sintéticas. He
estado experimentando.
—En este concierto voy a estar emitiendo —dijo McVane—, Fox hace una versión de
«Apelaré» de Dowland.
—¿Una canción litigante?
—No, «apelaré» en el sentido de cortejar o lamentarse. Es una canción de amor. —
Entonces se dio cuenta que ella estaba fingiendo.
—¿Sabes que pienso de esta chica Fox? —preguntó Rybus—. Sentimentalismo
reciclado, que es la peor clase de sentimentalismo; ni siquiera es original. Y su cara
parece que estuviera al revés. Tiene una boca maligna.
—A mi me gusta —dijo con rigidez; se sentía cada vez más colérico, realmente
enojado. ¿Se supone que voy a ayudarte? Se preguntó a sí mismo. ¿Corro el riesgo de
contagiarme de lo que tienes sólo para que insultes a Linda?
—Voy a cocinarte un bistec stroganoff con fideos y perejil —dijo Rybus.
—Yo lo hago bastante bien.
Titubeando, habló con la voz baja y vacilante:
—Entonces no quieres que vaya.
—Yo… —dijo.
—Estoy muy asustada, McVane —dijo Rybus—. En quince minutos voy a estar
vomitando por la Neurotoxita IV. Pero no quiero estar sola. No quiero renunciar a mi domo
y no quiero estar aquí sola. Disculpa si te he ofendido. Es solo que para mi la Fox es una
farsa. No diré más; lo prometo.
—¿Tienes que…? —Enmendó lo que iba a decir—: ¿Estás segura que no te incomoda
venir a hacer de comer?
—Ahora estoy más fuerte de lo que estaré —dijo—. Estaré cada vez más débil por un
buen rato.
—¿En cuánto tiempo?
—No hay forma de decirlo.
Vas a morir, pensó. Lo sabía y ella también. No tenían que hablar de ello. La
complicidad del silencio estaba aquí, el acuerdo. Una chica agonizante quiere cocinarme
la cena, pensó. Una cena que no quiero comer. Tendría que decirle que no. Tendría que
mantenerla fuera de mi domo. La insistencia del débil, pensó. Su terrorífico poder. ¡Es
más fácil arrojarle una piedra al que es fuerte!
—Gracias —dijo él—. Me gustaría mucho que cenáramos juntos. Pero asegúrate de
traer tu radio en contacto conmigo durante el trayecto hasta aquí… así podré estar seguro
que estás bien. ¿Me lo prometes?
—Bien, seguro —dijo—. De otro modo —dijo sonriendo—, me encontrarán en un siglo,
congelada con mis ollas, sartenes y comida, así como con mis especias sintéticas. No
tienes aire portátil, ¿verdad?
—No, realmente no tengo —dijo.
Y sabía que su mentira era obvia para ella.
La comida olía bien y supo bien, pero a la mitad Rybus se excusó y fue con paso
inseguro desde la matriz central de la cúpula —la cúpula de McVane—, hasta el baño. Él
trató de no poner atención; llegó a un acuerdo con sus sentidos para no escuchar, y con
su inteligencia para no entender lo que le pasaba. En el baño la chica, terriblemente
enferma, lanzó un grito ahogado mientras él rechinaba sus dientes y hacía a un lado su
plato y de un golpe se puso de pie para conectar su sistema de audio interior; tocó uno de
los primeros álbumes de Fox.
¡Vuelve!
El dulce amor me invita ahora
A gozar de tus gracias, que se niegan
A darme las delicias necesarias…
—¿De casualidad no tendrás un poco de leche? —preguntó Rybus desde la entrada
del baño, con la cara pálida.
Sin decir palabra, le pasó un vaso de leche, o lo que en aquel planeta pasaba por serlo.
—Tengo antieméticos —dijo Rybus sosteniendo el vaso de leche—, pero olvidé traerlos
conmigo. Están en mi domo.
—Podría traértelos
—¿Sabes lo que me dijo M.E.D.? —su voz estaba llena de indignación—. Dijeron que
su quimioterapia no haría que se me cayera el pelo, pero ya se me está cayendo.
—Está bien —interrumpió él.
—¿Está bien?
—Lo siento —dijo.
—Todo esto te está perturbando —dijo Rybus—. La cena se ha estropeado y tú… no
sé qué decirte. Si me hubiera acordado de traer mis antieméticos, habría podido… —Se
calló—. La próxima vez los traeré. Te lo prometo. Ese en uno de los discos de la Fox que
me gustan. Realmente era buena entonces, ¿no lo crees?
—Sí —dijo con rigidez.
—Linda Box —dijo Rybus.
—¿Qué? —preguntó.
—Linda Box. Linda, la caja. Es como mi hermana y yo solíamos llamarla. —Intentó
sonreír.
—Por favor, regresa a tu domo.
—Oh —respondió ella—. Bien… —Se alisó el cabello con la mano temblorosa—.
¿Vendrás conmigo? No creo poderme ir yo sola. Me siento muy débil. Estoy realmente
enferma.
Me estás arrastrando, pensó. Así son las cosas. Esto es lo que está pasando. No te
irás sola; te llevarás mi espíritu contigo. Y lo sabes. Lo sabes tan bien como el nombre de
los medicamentos que estás tomando, y me odias igual que odias la medicación, como
odias a M.E.D. y como odias tu enfermedad; todo es odio, odio hacia cada cosa bajo este
par de soles. Sé quién eres. Te conozco. Veo lo que se avecina, lo que de hecho ya está
sucediendo.
Y no te culpo, pensó. Pero no pienso renunciar a Fox; Linda va a durar más que tú. Y
yo también lo haré. No vas a acabar con el éter luminoso que anima nuestras almas.
Me abrazaré a Linda y Linda me sostendrá en sus brazos y se aferrará a mí. Nosotros
dos…, no habrá nada que pueda separarnos. Tengo docenas de horas de Linda en cintas
de video y audio y las cintas no son únicamente mías sino para todo el mundo. ¿Crees
que puedes acabar con eso?, pensó. Ya lo han intentado antes. El poder de los débiles es
un poder imperfecto, pensó; al final acaban siendo derrotados. De ahí su nombre. Por eso
los llamamos débiles y con toda razón.
—Sentimentalismo —dijo Rybus.
—Cierto —dijo él con sarcasmo.
—Y además sentimentalismo reciclado.
—Y con las metáforas equivocadas.
—¿En sus canciones?
—En lo que estoy pensando. Cuando me enfado realmente tiendo a confundirme.
—Deja que te diga una cosa —le interrumpió Rybus—. Solamente una cosa… Si quiero
sobrevivir, no puedo permitirme el lujo de ponerme sentimental. Tengo que ser muy dura.
Si te he molestado, discúlpame, pero así son las cosas. Es mi vida. Algún día quizá te
encuentres en mi situación actual, y entonces entenderás. Espera a que llegue ese día
para que puedas juzgarme. Si es que llega alguna vez… Mientras tanto, todo eso que
haces sonar en el sistema de audio es basura. Para mi tiene que ser basura, ¿entiendes?
Puedes olvidarme; puedes mandarme de regreso a mi domo, y probablemente ése es el
lugar dónde debo de estar; pero si quieres tener alguna relación conmigo, por pequeña
que sea…
—De acuerdo —dijo él—. Lo entiendo.
—Gracias. ¿Puedo tomar un poco más de leche? Apaga el audio y terminaremos de
comer. ¿Te parece bien?
—¿Piensas seguir intentando…? —dijo él, con asombro.
—Todas las criaturas y especies que se rindieron y dejaron de comer ya no están con
nosotros. —Rybus volvió a sentarse con gran dificultad, agarrándose al borde de la mesa.
—Te admiro.
—No —dijo ella—. Yo te admiro. Para ti es más difícil. Lo sé.
—La muerte… —empezó a decir él.
—Esto no es la muerte. ¿Sabes qué es? ¿Sabes qué es esto en contraste con lo que
sale de los altavoces de tu sistema de audio? Esto es la vida. Por favor, te molesto con la
leche; realmente la necesito.
—Supongo que no podrás acabar con el éter —dijo mientras ella tomaba su leche—.
Sea luminoso o de cualquier otra clase.
—No —estuvo de acuerdo—, no puedo acabar con él puesto que no existe.
Comodidad Central le dio dos pelucas a Rybus, ya que a consecuencia de la
quimioterapia, su pelo comenzó a caerse sistemáticamente. Le gustó más la de color
claro.
Cuando usaba su peluca, no se veía tan mal, pero se había debilitado y cierto ánimo
quejumbroso había invadido su forma de hablar. No podía ya mantener adecuadamente
su domo debido a que ya no tenía fuerzas físicas, McVane sospechaba que la causa era
más la quimioterapia que la misma enfermedad. Yendo a visitarla un buen día, se sintió
impresionado por lo que encontró. Platos, ollas y sartenes e incluso recipientes con
comida echada a perder, ropas sucias colgadas en todos lados, desorden y restos…
afligido, le limpió todo y, para su gran consternación, se dio cuenta que había un olor
impregnado en el ambiente, una dulce mezcla del aroma de la enfermedad, de
medicaciones complejas, ropa sucia y, lo peor de todo, de la comida descompuesta
misma.
Hasta que completó la limpieza de un área, no hubo lugar donde se pudiera sentar.
Rybus yacía en cama, usando una bata de plástico abierta por la espalda.
Aparentemente, sin embargo, se las arreglaba todavía para operar su equipo electrónico;
notó que los medidores indicaban plena actividad. Pero ella estaba usando el
programador remoto normalmente reservado para las condiciones de emergencia; estaba
recostada en la cama con el programador a un lado, tenía una revista, un plato de cereal y
varios frascos de medicina.
Como antes, le planteó la posibilidad de que la transfirieran. Se negó a dejar su
empleo; no iba a ceder.
—No voy a ir a un hospital —le dijo, y con eso dio por finalizada la conversación.
Más tarde, de regreso en su propio domo, a Dios gracias de regreso, puso en
operación un plan. El gran Sistema IA, la Inteligencia Artificial de Plasma, que se
encargaba de resolver los mayores problemas para los sistemas estelares del área de su
galaxia tenía un poco de tiempo disponible que podía comprarse para uso privado. En
consecuencia, llenó una aplicación y la envió junto con la suma total de sus créditos
financieros que había ahorrado durante los últimos meses.
Desde Fomalhaut, donde residía el gran Sistema de Plasma, recibió una respuesta de
confirmación. El equipo que manejaba el tráfico del Sistema estaba de acuerdo en
venderle quince minutos del tiempo de la IA.
Con los parámetros de la comunicación, se sintió motivado a alimentar el Sistema con
sus datos con gran cuidado pero con suma rapidez. Le dijo al Sistema quién era Rybus, lo
cual le daba al gran Sistema de Plasma total acceso a sus archivos completos, incluyendo
su perfil psicológico, y le dijo también que su domo era el más cercano, le habló de su
firme determinación por vivir y de su negativa de aceptar una visita médica o que la
transfirieran de su estación. Incluso se colocó el casco psicotrónico para que el Sistema
tuviera incluso acceso a sus pensamientos, y hacerle llegar así también la información
que pudiera estar enterrada en su inconsciente, impresiones marginales, sus dudas,
ideas, realizaciones, ansiedades, necesidades.
—En cinco días tendrá usted una respuesta —le señaló el equipo de mantenimiento—.
Esto debido a la distancia implicada. Su pago ha sido recibido y transferido. Cambio.
—Cambio —dijo, sintiéndose triste. Había gastado todo lo que tenía. Un vació había
invadido todo lo que tenía de valía. Pero el Sistema era la corte a la que definitivamente
había que apelar para resolver cualquier problema. ¿QUÉ DEBO HACER? Había
preguntado al Sistema. En cinco días tendría la respuesta.
En los siguientes cinco días, Rybus se tornó considerablemente más débil. Aún se
preparaba sus comidas, sin embargo, parecía comer la misma cosa una y otra vez: un
plato de macarrones de alto contenido proteico con queso gratinado encima. Un día la
encontró con lentes oscuros. No quería que viera sus ojos.
—Mi ojo enfermo se ha vuelto loco —dijo desapasionadamente—, sube y baja en mi
cabeza como las persianas de una ventana. —Cápsulas y tabletas sueltas se veían
desparramadas a su alrededor en la cama. Levantó uno de los frascos casi vacíos y vio
que estaba tomando uno de los analgésicos más potentes que se podían conseguir.
—¿M.E.D. te está prescribiendo esto? —dijo, preguntándose si estaba sufriendo un
gran dolor.
—Conozco a alguien —dijo Rybus—, en un domo de IV. El hombre de la comida me lo
trajo.
—Esta cosa es adictiva.
—Tengo suerte de conseguirla. No debería tenerla realmente.
—Sé que no deberías.
—Ese maldito M.E.D. —El ánimo vengativo de su tono era sorprendente—. Es como
tratar con una forma de vida inferior. Para cuando llega el momento en que pueden
prescribirte y conseguirte la medicina, Cristo, ya estás en una urna de cenizas. —Se puso
las manos sobre su cabeza calva—. Lo siento. Debería dejarme la peluca puesta cuando
estás aquí.
—No importa.
—¿Podrías traerme una Coca-cola? La coca me asienta el estómago.
De su refrigerador sacó una botella de a litro de cola y se la sirvió en un vaso que tuvo
que lavar primero, no había un solo vaso limpio en todo el domo.
Delante de ella, a los pies de la cama, estaba el equipo de televisión estándar.
Farfullaba sin sentido, pero nadie lo estaba viendo o escuchando. McVane se percató que
siempre estaba encendida, aún a medianoche.
Cuando volvió a su domo, sintió una tremenda sensación de alivio, una odiosa carga le
había sido retirada. El sólo hecho de poner distancia física entre los dos… le elevaba su
espíritu. Es como si cuando estoy con ella, pensó, tuviera lo que tiene. Compartiéramos la
enfermedad.
No se sintió con ánimos de escuchar nada de Linda, en su lugar puso la segunda
sinfonía de Mahler, La Resurrección. La única sinfonía orquestada para cañas de aliento.
Flautas que parecían escobas pequeñas. Era una pena que Mahler no hubiera conocido
el pedal Morley, pensó, o hubiera compuesto una de sus grandes sinfonías para este
instrumento.
Justo en el momento en que comenzaban los coros, su sistema de audio de apagó;
una fuerza exterior lo había silenciado.
—Transmisión de Fomalhaut.
—Adelante.
—Use el video, por favor, Diez segundos para comenzar.
—Gracias —respondió.
Un mensaje apareció en su pantalla más grande. Era el Sistema IA, el sistema de
plasma, contestándole un día antes.
TEMA: Rybus Rommey
ANÁLISIS: Tanatológico.
CONSEJO DEL PROGRAMA: Evite involucrarse totalmente.
FACTOR ÉTICO: Obviado.
GRACIAS.
Parpadeando, McVane dio las gracias. Había tratado con el Sistema sólo una vez antes
y había olvidado lo tersas que eran sus respuestas. La pantalla se borró; la transmisión
había finalizado.
No estaba seguro de lo que significaba «tanatológico», pero tenía la certeza que tenía
que ver con la muerte. Significa que se está muriendo, reflexionó mientras buscaba en el
banco de referencias del planeta y pedía una definición. Significa que está muriendo o a
punto de morir, es todo lo que sé.
Pero estaba equivocado. Significaba producir la muerte.
Producirla, pensó. Hay una gran diferencia entre muerte y producir la muerte. No había
duda que el Sistema le había notificado que el factor ético estaba exento por su parte.
Es una asesina, se dio cuenta. Bien, es por eso que es tan costoso consultar al
Sistema. Lo que obtienes no es una respuesta por teléfono basada en especulaciones
sino una respuesta absoluta.
Mientas pensaba en esto e intentaba calmarse, su teléfono sonó. Antes de levantarlo
sabía de qué se trataba.
—Hola —dijo Rybus con su voz temblorosa.
—Hola.
—¿Tendrás de casualidad algunas bolsitas de té de Especies Celestiales de la
Tormenta de la Mañana?
—¿Qué?
—Cuando estuve en tu domo, la vez que cociné el filete stroganoff para nosotros, creo
que vi una caja de Especies Celestiales…
—No. Ya no tengo. Las utilicé todas.
—¿Estás seguro?
—Estoy muy cansado —dijo, y pensó, ha dicho «nosotros». Ella y yo somos nosotros.
¿Cuándo sucedió esto? Se preguntó. Creo que eso es a lo que se refiere el Sistema; lo
entiende.
—¿Tienes algún otro tipo?
—No —dijo. Repentinamente su sistema de audio regresó, una vez que la pausa por la
transmisión de Fomalhaut había terminado. El coro estaba cantando.
Por teléfono, Rybus se rió:
—Ahora sí que Fox está haciendo ruido. Un coro completo hecho con un millar de…
—Este es Mahler —dijo con aspereza.
—¿Crees que podrías venir a hacerme compañía un rato? —preguntó Rybus.
Después de un momento, dijo:
—Está bien. Hay algo de lo que te quiero hablar.
—Estaba leyendo un artículo…
—Cuando esté allí —la cortó—, podremos hablar. Te veré en media hora. —Después
colgó el teléfono.
Cuando llegó a su domo, la encontró recostada en su cama, con sus lentes oscuros y
viendo una serie en la televisión. No había cambiado nada desde su última visita, excepto
que la comida descompuesta en los platos y lo líquidos en los vasos estaban más rancios.
—Deberías ver esto —dijo Rybus, sin mirarlo—. Bien; te pondré al corriente. Becky
está embarazada pero su novio no quiere…
—Te traje algo de té. —Depositó las bolsitas de té.
—¿Me podrás acercar algunas galletas crujientes? Hay una caja en la alacena sobre la
estufa. Tengo que tomar una pastilla. Para mí es más fácil tomar mi medicina con comida
que con agua porque cuando tenía tres años… y no me vas a creer. Mi papá me estaba
enseñando a nadar. En aquello días teníamos mucho dinero. Mi padre era un… bueno,
todavía lo es, aunque hace mucho que no sé de él. Se lastimó su espalda al abrir una de
esas puertas de seguridad deslizantes en el condominio donde… —Su voz se fue
apagando; una vez más estaba absorta en su programa de televisión.
McVane limpió una silla y se sentó sin que lo invitara.
—Anoche estuve muy deprimida —dijo Rybus—. Estuve a punto de llamarte. Estaba
pensando en una amiga mía que ahora… bueno, tiene mi edad, pero está clasificada
como 4-C, está especializada en mediciones prismáticas de no sé que diablos. La odio.
¡Tiene mi edad! ¿Puedes entender eso? —Se rió.
—¿Te has pesado últimamente? —preguntó McVane.
—¿Qué? Oh, no. Pero mi peso está bien. Te lo puedo decir. Tomas un pliegue de piel
entre tus dedos, acá cerca de tu hombro, y así lo hice. Todavía tengo una capa de grasa.
—Te ves delgada —dijo. Le puso la mano sobre la frente.
—¿Tengo fiebre?
—No —dijo. Mantuvo la mano en su frente, contra su piel suave y húmeda, muy cerca
de sus lentes oscuros. Dentro, pensó, las vainas de mielina que recubren las fibras
nerviosas son las que están desarrollando las zonas escleróticas que la están matando.
Estarás mejor, se dijo a sí mismo, cuando ella se muera.
Con simpatía, Rybus dijo:
—No te sientas mal. Estaré bien. M.E.D. ha disminuido mi dosis de Vasculine, ahora
sólo la tomo tres veces al día en vez de cuatro.
—Estás al tanto de toda la información médica —dijo.
—Tengo que estarlo. Incluso me dieron un vademécum. ¿Quieres verlo? Está por ahí,
en alguna parte. Busca debajo de aquellos papeles. Me puse a escribirles cartas a unos
amigos porque me topé con sus direcciones buscando unos papeles. He estado tirando
cosas, ¿ves? —Apuntó y él vio bolsas llenas de papeles arrugados—. Ayer escribí por
cinco horas y hoy acabo de comenzar. Es por lo que quería el té; quizá me podrías
arreglar una taza. Ponle mucha, mucha azúcar y sólo un poco de leche.
Mientras le preparaba su té, fragmentos de una adaptación de Dowland hecha por
Linda comenzaron a moverse en su mente.
Dios todopoderoso
Que corriges todo lo erróneo…
Escucha con paciencia
Mi moribunda canción.
—Este programa es realmente bueno —dijo Rybus, cuando una serie de comerciales
interrumpieron su serie de televisión—. ¿Te puedo platicar sobre él?
En vez de asentir, preguntó:
—¿La disminución en la dosis de Vasculine indica que estás mejorando?
—Probablemente voy a entrar en otro periodo de remisión.
—¿Cuánto crees que puede durar?
—Probablemente un buen rato.
—Admiro tu valor —dijo—. Me marcho. Está es la última vez que vengo aquí.
—¿Mi valor? —dijo—. Gracias.
—No voy a volver.
—¿No vas a volver? ¿Cuándo? ¿Quieres decir hoy?
—Eres un organismo que trata con la muerte. Patógeno.
—Si vamos a hablar seriamente —dijo ella—, quiero ponerme mi peluca. ¿Podrías
traerme la de color claro? Está por ahí, quizá debajo de esas ropas en aquella esquina.
Donde está esa blusa roja con botones blancos. Por cierto, tengo que coserle un botón, si
es que puedo encontrar el botón.
Le encontró su peluca.
—Sostenme el espejo un poco —dijo mientras se ponía su peluca—. ¿Crees que soy
contagiosa? Porque M.E.D. dice que en este estado el virus está inactivo. Hablé unas
horas ayer con M.E.D.; me dieron una línea especial de acción.
—¿Quién está manteniendo tu equipo? —preguntó.
—¿Equipo? —Lo miró tras de sus lentes oscuros.
—Tu trabajo. Monitorear el tráfico que llega. Archivarlo y luego transferirlo. La razón de
que estés aquí.
—Está en automático.
—Tienes siete señales de alarma encendidas en este momento, todas rojas y
parpadeando —dijo—. Deberías tener el audio encendido y así escuchar lo que sucede y
no ignorarlo. Estás recibiendo pero no grabando y te lo están tratando de decir.
—Pues vaya que tienen mala suerte —respondió con un tono de voz casi
imperceptible.
—Tienen que tomar en cuenta el hecho que estás enferma.
—Lo hacen. Desde luego que lo hacen. Pueden evitarme; ¿acaso no recibes de
manera general todo lo que recibo yo? ¿No soy esencialmente una estación de respaldo
para la tuya?
—No —dijo él—. Mi estación es la que respalda a la tuya.
—Es lo mismo todo. —Le dio un sorbo al tazón de té que le había preparado—. Está
muy caliente. Dejaré que se enfríe un rato. —Temblando se las arregló para dejar su taza
en la mesa que tenía junto a su cama; el tazón se cayó derramando el té caliente por todo
el piso de plástico—. ¡Dios mío! —dijo con furia—. Bien, así es como va todo; así es como
realmente va. Nada marcha bien hoy. Hijo de perra.
McVane encendió el sistema de aspiración por vacío y éste se encargó de succionar
todo el té regado. No dijo nada. Sentía una cólera amorfa corriendo por su interior, dirigida
hacia nada en particular, una furia sin objeto, y sintió que esta era la cualidad del odio de
ella: era una pasión que no iba a ningún lugar pero que a la vez iba a todas partes. El
odio, pensó, es como una plaga de moscas. Dios mío, pensó, cómo quisiera salir de aquí.
Cómo odio sentir este odio, odio el té derramado de la misma manera que odio esta
enfermedad terminal. Un universo unidimensional. A eso estaba limitado.
En las semanas siguientes, hizo menos y menos viajes a su domo. No escuchaba lo
que decía; no veía lo que hacía; evitaba mirar el caos que la rodeaba, las ruinas de su
domo. Estoy viendo una proyección de su cerebro, pensó una sola vez mientras
momentáneamente inspeccionaba la basura que se había apilado por doquier; Rybus
había sacado incluso bolsas fuera del domo, congelándolas para la eternidad. Estaba
demente.
De regreso en su propio domo, intentaba escuchar a Linda Fox, pero la magia se había
desvanecido. Veía y escuchaba una imagen sintética. No era real. Rybus Rommey le
había succionado la vida a Linda como el sistema de limpieza de su domo había
succionado el té derramado.
Y cuando su pena llegue tan pronta cual diluvio
La esperanza mantendrá su corazón hasta que el consuelo vuelva.
McVane escuchó las palabras pero no le importaban. ¿Cómo la había llamada Rybus?
Sentimentalismo reciclado y basura. Puso el concierto de Vivaldi para fagot. Sólo hay un
concierto de Vivaldi, todos son el mismo, pensó. Hasta la computadora podría hacerlo
mejor. Y más diverso.
—Estás seleccionando la onda Fox —dijo Linda Fox y en su transductor de imágenes
apareció su cara, encendida y salvaje—. ¡Y cuando la onda Fox te golpea —dijo—, es que
te ha llegado!
En un momentáneo espasmo de furia, borró deliberadamente cuatro horas de Linda,
tanto de video como de audio. Y enseguida se arrepintió. Se puso en contacto con uno de
los satélites emisores para que le remplazaran las cintas y le contestaron que su pedido
estaba en espera.
Bien, se dijo a sí mismo. ¿Qué demonios importa?
Esa noche mientras estaba profundamente dormido, su teléfono sonó. Lo dejó sonar;
no contestó, y cuando diez minutos después volvió a sonar de nuevo lo ignoró.
La tercera vez, levantó la bocina y dijo hola.
—Hola —dijo Rybus.
—¿Qué sucede?
—Estoy curada.
—¿Estás en remisión?
—No. Estoy curada. M.E.D. acaba de ponerse en contacto conmigo; su computadora
analizó todas mis cartas y pruebas y todo y no hay señal de los parches duros. Excepto,
desde luego, que no voy a recuperar la visión central en mi ojo dañado. Pero en todo lo
demás, estoy muy bien. —Hizo una pausa—. ¿Cómo has estado tú? No he sabido de ti
por largo rato… pareciera que desde hace una eternidad. Me he estado preguntando
cómo estás.
—Estoy bien —respondió.
—Deberíamos celebrar.
—Sí —dijo él.
—Cocinaré para nosotros, como solía hacerlo. ¿Qué te gustaría? A mí, comida
mexicana. Hago unos tacos realmente buenos; tengo carne molida en mi refrigerador, a
menos que esté descompuesta. La descongelaré y veré. ¿Quieres que yo vaya o
prefieres…?
—Te llamaré mañana —dijo.
—Siento haberte despertado, pero M.E.D. me acaba de dar la noticia. —Se quedó en
silencio por un momento—. Eres el único amigo que tengo —dijo, y luego, increíblemente,
se echó a llorar.
—Está bien —dijo él—. Ya estás bien.
—Estaba tan jodida —dijo con la voz quebrada—. Colgaré y te llamaré mañana. Pero
tienes razón; no lo puedo creer, pero lo hice.
—Fue por tu valor.
—Fue por ti —dijo Rybus—, sin ti me hubiera rendido. Nunca te lo dije, pero… bien,
junté las suficientes pastillas para matarme, y…
—Te hablaré mañana —dijo—, para estar juntos. —Colgó y volvió a acostarse.
Y pensó, cuando Job perdió a sus hijos, tierras y bienes, la Paciencia mitigó su
excesivo dolor. Y cuando sus penas llegaron tan prontas cual diluvio, la Esperanza
mantuvo su corazón hasta que el consuelo llegó. Como Linda lo había dicho.
Sentimentalismo reciclado, pensó. Encaré su dura prueba y me paga mofándose y
convirtiendo en basura lo que más yo amaba. Pero está viva, se dio cuenta; lo hizo. Es
como cuando tratas de matar una rata. La puedes matar seis veces y sigue viva. No
puedes criticar eso. Ese es el nombre de lo que estamos haciendo en este sistema estelar
sobre estos planetas congelados en estos pequeños domos. Rybus Rommey entendió el
juego y lo jugó bien y ganó. Mandó al diablo a Linda Fox. Y luego pensó, pero también
mandó al diablo todo lo que amo.
Ha sido un buen trato, pensó; una vida humana gana y una imagen sintética de los
medios se destruye. La ley del universo.
Temblando con escalofríos, se puso encima sus cobijas y trató de volverse a dormir.
El hombre de la comida lo despertó antes que Rybus lo hiciera; despertó a McVane
muy temprano de mañana con un pedido completo.
—Todavía tiene su temperatura y su aire incrementados de manera ilegal —dijo el
hombre de la comida mientras se quitaba el casco.
—Sólo uso el equipo que tengo —respondió McVane—. No lo construí.
—Bueno, no lo reportaré. ¿Tendrá algo de café?
Se sentaron uno frente al otro bebiendo el sustituto de café.
—Acabo de ver a la chica Rommey del domo de junto —dijo el hombre de la comida—.
Dice que está curada.
—Sí, me telefoneó anoche —dijo McVane.
—Dice que usted lo hizo.
A eso, McVane no contestó nada.
—Ha salvado una vida humana.
—Bien —repuso McVane.
—¿Cuál es el problema?
—Sólo estoy cansado.
—Creo que implicó mucho para usted. Dios Santo, aquello es un desastre. ¿Podría
ayudarla a limpiar? Al menos a destruir toda la basura y esterilizar el lugar; el domo entero
es un foco de infección. Dejó que el sistema de eliminación de basura se tapara y todo se
inundó con aguas residuales, incluyendo sus despensas y alacenas, donde tenía
almacenada su comida. Nunca había visto nada como eso. Desde luego que ha estado
tan débil…
McVane lo interrumpió:
—Veré que puedo hacer.
Con embarazo, el hombre de la comida dijo:
—Lo más importante es que está curada. Ella sola se aplicó las inyecciones de quimio,
¿lo sabía?
—Lo sé —contestó—. La vi. —Y muchas veces, se dijo a sí mismo.
—Y su pelo está creciendo de nuevo. Hombre, se ve espantosa sin su peluca. ¿No
está de acuerdo?
Levantándose, McVane dijo:
—Tengo que emitir unos informes climatológicos. Siento no poder hablar más con
usted.
Hacia la hora de la comida Rybus Rommey apareció en la entrada de su domo
cargando platos y sartenes así como varios paquetes cuidadosamente envueltos. La dejó
entrar, y ella silenciosamente se dirigió hacia el área de la cocina donde dejó caer todo de
una vez; dos paquetes se deslizaron hasta el suelo y se agachó para recogerlos.
Después de quitarse su casco, dijo:
—Es bueno volver a verte.
—Igualmente.
—Me va a llevar como una hora preparar los tacos. ¿Crees que puedas esperar hasta
entonces?
—Seguro —dijo.
—He estado pensando —dijo Rybus mientras comenzaba a derretir mantequilla en una
cacerola sobre la estufa—, merecemos unas vacaciones. ¿Tienes algún tiempo libre
próximo? Yo tengo dos semanas a mi cuenta, aunque con mi enfermedad la situación se
ha complicado. Quiero decir, que he usado muchos de mis permisos como permisos de
enfermedad. Por Dios, me han descontado media paga por un mes, sólo porque no podía
operar mi transmisor. ¿Crees eso?
—Es agradable verte más fuerte —dijo.
—Estoy bien —contestó—. Mierda, olvidé la carne molida. ¡Maldición! —Se quedó
mirándolo.
—Iré a tu domo y la traeré —dijo de inmediato.
Rybus se sentó:
—No está descongelada. Olvide descongelarla. Me acabo de acordar en este
momento. Iba a sacarla del congelador esta mañana, pero he tenido que terminar algunas
cartas… quizá podríamos comer algo más y hacemos los tacos mañana en la noche.
—Está bien.
—Y además te iba a traer tu té.
—Sólo te llevé cuatro bolsitas.
Mirándolo desconcertada, dijo:
—Pensé que me habías llevado una caja completa de Celestiales. Entonces, ¿de
dónde las saqué? Quizá el hombre de la comida me las dejó. Sólo voy a sentarme aquí
por un rato. ¿Podrías encender la televisión?
Encendió la televisión.
—Hay un programa que veo —dijo Rybus—. Nunca me lo pierdo. Me gustan las series
de… bien, tendré que decirte lo que ha estado pasando si vamos a verla.
—¿Podríamos mejor no verla? —dijo.
—Su esposo…
Está completamente loca, pensó. Está muerta. Su cuerpo ha sanado, pero ha matado
su mente.
—Tengo que decirte algo —le dijo McVane.
—¿Qué es?
—Tú… —No pudo seguir.
—Tengo mucha suerte —dijo—. Vencí a las estadísticas. Y no me viste cuando estaba
en mis peores momentos. No quería que lo hicieras. Debido a la quimio quedé ciega y
paralizada además de sorda, y luego aparecieron los ataques; tendré que tomar una dosis
de mantenimiento por años. Pero, ¿está bien? ¿No lo crees? ¿Tomar sólo dosis de
mantenimiento? Quiero decir que podría ser mucho peor. De cualquier modo, su esposo
ha perdido su empleo porque…
—¿Cuál esposo? —preguntó McVane.
—En la televisión. —Se levantó y lo tomo de la mano—. ¿A dónde quieres que
vayamos en nuestras vacaciones? Por las mil maldiciones que merecemos una
recompensa de algún tipo. Los dos.
—Nuestra recompensa —dijo—, es que estás bien.
Parecía ya no estar escuchando; su mirada estaba fija en la televisión. Entonces vio
que todavía usaba sus lentos oscuros. Le hicieron pensar, en ese momento, en la canción
que Linda había cantado para el día de Navidad, para todos los planetas, la canción más
tierna, la más cautivadora de las que había adaptado de los libros de laúd de Jack
Dowland.
Cuando el pobre tullido yaciendo en el fondo del foso
Ha pasado años enteros sumido en miseria y dolor,
Más pronto en Cristo pone sus ojos
Y de nuevo está bien y vuelve el amor.
Rybus Rommey estaba diciendo:
—…era un muy buen empleo pero todos estaban conspirando contra él; sabes cómo
son las cosas en una oficina. Trabajé en una oficina una vez cuando… —Haciendo una
pausa, dijo—: ¿Me podrías calentar algo de agua? Me gustaría un poco de café.
—Está bien —contestó, y dándose la vuelta se dirigió hacia la cocina.
FIN
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