Philip K. Dick
—¡E.J. Elwood! —dijo Liz con tono inquieto—. No escuchas nada de lo que decimos y,
además, tampoco comes. ¿Qué diablos te sucede? A veces no puedo entenderte.
La respuesta tardó en llegar. Ernest Elwood continuó con la vista fija en la
semioscuridad que se alzaba tras la ventana, como si oyera algo que ellos no oían. Por fin
suspiró, se levantó de la silla, como si fuera a decir algo, pero derribó con el codo su taza
de café; se giró para sostenerla y luego secó el café que se había derramado por un lado.
—Lo siento —murmuró—. ¿Qué decíais?
—Come, querido —dijo su esposa. Miró a los niños para comprobar si también habían
dejado de comer—. Sabes que me cuesta mucho preparar tus comidas.
Bob, el mayor, cortaba en pedacitos el hígado y el bacon, pero, por descontado, el
pequeño Toddy había apartado los cubiertos al mismo tiempo que E.J. y contemplaba su
plato en silencio.
—¿Lo ves? —dijo Liz—. No les das buen ejemplo a los niños. Comed, se va a enfriar.
No os gusta el hígado frío, ¿verdad? No hay nada más desagradable que el hígado y la
grasa del bacon fríos. La grasa fría cuesta más de digerir que cualquier otra cosa,
especialmente la grasa de cordero. Querido, come, por favor.
Elwood asintió. Asió el tenedor y se llevó guisantes y patatas a la boca. El pequeño
Toddy le imitó, grave y serio, como una réplica en miniatura de su padre.
—Oye —dijo Bob—, hoy hubo un ejercicio de bombardeo atómico en la escuela. Nos
tiramos bajo los pupitres.
—¿Es eso cierto? —preguntó Liz.
—Pero el señor Pearson, nuestro profesor de ciencias, dice que si arrojaran una bomba
aquí toda la ciudad sería destruida, así que no entiendo de qué sirve refugiarse bajo el
pupitre. Creo que deberían darse cuenta de lo que han conseguido con tantos avances
científicos. Hay bombas que pueden arrasar kilómetros y kilómetros de extensión, sin
dejar piedra sobre piedra.
—Cuántas cosas sabes —se asombró Toddy.
—Oh, cállate.
—Niños —dijo Liz.
—Es verdad —insistió Bob—. Conozco un tipo del Cuerpo de reserva de los Marines, y
dice que tienen una nueva arma capaz de destruir las cosechas de cereales y envenenar
los suministros de agua. Son una especie de cristales.
—¡Santo cielo! —exclamó Liz.
—No había cosas como éstas en la última guerra. El desarrollo de la energía atómica
coincidió casi con el final, y no tuvieron oportunidad de emplearla a gran escala. —Bob se
volvió hacia su padre—. ¿A que sí, papá? Apuesto a que cuando estuviste en el ejército
no teníais ningún arma verdaderamente atómica...
Elwood dejó caer su tenedor. Empujó la silla hacia atrás y se levantó. Liz le miró
asombrada, con la taza en alto. Bob se quedó boquiabierto, interrumpido en mitad de la
frase. Toddy no dijo nada.
—Querido, ¿qué ocurre?
—Nos veremos más tarde.
Le vieron salir del comedor, todavía perplejos. Oyeron que entraba en la cocina, abría
la puerta trasera y la cerraba con estrépito detrás de él.
—Ha salido al patio de atrás —dijo Bob—. Mamá, ¿era así antes? ¿Por qué se
comporta de una forma tan extraña? Es la psicosis de guerra que padeció en las Filipinas,
¿verdad? En la primera guerra mundial le llamaban shock, pero ahora saben que es una
forma de psicosis de guerra. ¿Es algo por el estilo?
—Comed —dijo Liz con las mejillas encendidas de rabia. Agitó la cabeza—. Este
hombre... No consigo imaginar...
Los niños comieron.
El jardín estaba en penumbra. El sol se había puesto y el aire era frío, poblado de
miríadas de insectos nocturnos. Joe Hunt trabajaba en el jardín de al lado, recogiendo
hojas caídas bajo su cerezo. Saludó con un gesto a Elwood.
Elwood descendió con paso lento hacia el garaje. Se detuvo, las manos hundidas en
los bolsillos. Algo inmenso y blancuzco se erguía junto al garaje, una enorme sombra
pálida recortada contra la oscuridad del anochecer. Una cierta calidez creció en su interior
mientras miraba, una calidez extraña, una especie de orgullo, una mezcla de placer y...
excitación. Siempre le exaltaba contemplar el barco. Incluso cuando empezó a construirlo
había sentido los latidos acelerados de su corazón, el temblor de las manos, el sudor que
cubría su rostro.
Su barco. Sonrió y se acercó más. Palmeó el sólido casco. Qué hermoso barco, cómo
cobraba forma. Casi terminado. Había empleado mucho tiempo y esfuerzos en la tarea:
tardes libres, domingos, y, a veces, horas robadas al sueño durante la madrugada, antes
de ir a trabajar.
Le apetecía más por la mañana, cuando el sol brillaba tenuemente; el aire era fresco y
perfumado y todo estaba húmedo y centelleante. Eran sus momentos favoritos, sin nadie
que le molestara o le hiciera preguntas. Palmeó el casco de nuevo. Sí, una gran cantidad
de trabajo y material. Madera y clavos; aserrar, martillar y combar. Claro que Toddy le
había ayudado. No habría podido hacerlo solo. Si Toddy no hubiera trazado los planos y...
—Hola —dijo Joe Hunt.
Elwood se volvió. Joe le miraba, apoyado en la valla.
—Lo siento —se disculpó Elwood—. ¿Qué decía?
—Tu mente estaba a muchos millones de kilómetros de distancia —dijo Joe. Exhaló
una bocanada de humo del puro que fumaba—. Bonita noche.
—Sí.
—Tienes un barco precioso, Elwood.
—Gracias —murmuró Elwood. Retrocedió hacia la casa—. Buenas noches, Joe.
—¿Cuánto tiempo llevas trabajando en ese barco? —Hunt reflexionó un momento—.
Algo así como un año, ¿no? Unos doce meses. Seguro que te ha costado mucho tiempo y
trabajo. Creo que cada vez que te veo estás acarreando madera, aserrando y martillando.
Elwood asintió y caminó hacia la puerta trasera.
—Hasta tus hijos trabajan. Al menos, el mocoso. Sí, un barco excelente. —Hunt hizo
una pausa—. A juzgar por el tamaño, vas a emprender una larga travesía. ¿Adónde me
dijiste que irías? Lo olvidé.
Hubo un silencio.
—No te oigo, Elwood. Habla en voz alta. Con un barco tan grande, debes...
—Olvídalo.
—¿Qué te pasa, Elwood? —rió Hunt—. Sólo bromeaba un poco, te estaba tomando el
pelo. Pero ahora, en serio, ¿adónde irás con eso? ¿Lo remolcarás hasta la playa y lo
botarás? Conozco a un tipo que tiene un pequeño velero; lo monta sobre un remolque y lo
empalma al coche. Suele ir una vez a la semana al embarcadero, pero tú no puedes
meter eso en un remolque. Me contaron que un tipo construyó un barco en su sótano.
¿Sabes lo que descubrió cuando hubo terminado? Que el barco era demasiado grande
para pasar por la puerta...
Liz Elwood fue a la puerta trasera, encendió la luz de la cocina y salió al patio, cruzada
de brazos.
—Buenas noches, señora Elwood —dijo Hunt, llevándose la mano al sombrero—.
Hermosa noche.
—Buenas noches. —Liz se volvió hacia E.J.—. Por el amor de Dios, ¿entras o no? —
habló en voz baja y firme.
—Desde luego. —Elwood se aproximó a la puerta—. Ya voy. Buenas noches, Joe.
—Buenas noches —contestó Hunt. Miró como el matrimonio entraba. La puerta se
cerró y la luz se apagó. Hunt meneó la cabeza—. Un tipo raro, cada vez más raro, como
si viviera en otro mundo. ¡Él y su barco!
Volvió a su casa.
—Ella sólo tenía dieciocho años —dijo Jack Fredericks—. pero va se las sabía todas.
—Las chicas del sur son así —comentó Charlie—. Son como frutas, frutas jugosas,
maduras, un poco húmedas.
—Recuerdo un pasaje de Hemingway parecido —dijo Ann Pike—. pero no sé en qué
libro. Compara una...
—¿Y la manera en que hablan? —dijo Charlie—. Es insoportable.
—¿Qué tiene de mal su forma de hablar? —preguntó Jack—. Es diferente, pero te
acostumbras.
—¿Porqué no pueden hablar bien?
—¿Qué quieres decir?
—Hablan como... como la gente de color.
—Porque provienen de la misma zona —explicó Ann.
—¿Estás diciendo que esa chica era negra? —preguntó Jack.
—No, claro que no. Acaba tu pastel. —Charlie consultó su reloj—. Casi es la una.
Hemos de regresar ala oficina.
—Aún no he terminado de comer —dijo Jack—. ¡Esperad!
—Hay mucha gente de color que se ha trasladado a nuestra zona —dijo Ann—. Una
agencia inmobiliaria que está apenas a una manzana de mi casa tiene un letrero que dice:
«Bienvenidas todas las razas». Casi me caigo cuando lo vi.
—¿Qué hiciste?
—Nada. ¿Qué podía hacer?
—¿Sabes que si trabajas para el gobierno puedes tener a un chino o a un negro en la
mesa de al lado? —preguntó Jack—. Y no hay nada que hacer.
—Excepto largarte.
—Viola tu derecho a trabajar —aseguró Charlie—. ¿Cómo se puede trabajar así?
Contestadme.
—Hay demasiados rojos en el gobierno —dijo Jack—. Todo esto ha pasado porque
empezaron a contratar gente sin fijarse en la raza, cuando Harry Hopkins estaba en la
WPA.
—¿Sabes dónde nació Harry Hopkins? —preguntó Ann—. Nació en Rusia.
—Ése era Sidney Hillman —aclaró Jack.
—Da igual —dijo Charlie—. Habría que echarlos a todos.
Ann miró con curiosidad a Ernest Elwood. Estaba sentado tranquilamente, leyendo el
periódico, y no decía nada. La cafetería bullía de ruidos y de movimiento. Todo el mundo
comía y charlaba.
—¿Estás bien, E.J.? —preguntó Ann.
—Sí.
—Está leyendo lo de los White Sox —dijo Charlie—, de ahí su concentración.
Escuchad, la otra noche llevé a mis chicos al partido y...
—Vamos —dijo Jack, levantándose, hemos de irnos.
Todos se pusieron de pie. Elwood dobló su periódico en silencio y lo guardó en el
bolsillo.
—Oye, estás muy callado —le dijo Charlie mientras salían al pasillo. Elwood alzó la
vista.
—Lo siento.
—Quería preguntarte algo. ¿Te apetece venir el sábado por la noche a echar una
partidita? Hace un montón de tiempo que no juegas con nosotros.
—No le invites —dijo Jack, que estaba pagando en la caja—. Sólo le gustan juegos
raros: los dados, el béisbol, escupir en la mier...
—Me gusta el póquer —dijo Charlie—. Vamos, Elwood, cuantos más seremos más
reiremos. Un par de cervezas, conversación, alejarse un poco de la mujer...
—Uno de estos días organizaremos una fiestecita sólo para hombres. —Jack se
guardó el cambio y guiñó un ojo a Elwood—. ¿Sabes a lo que me refiero? Conseguimos
algunas chicas, vamos a un espectáculo... —dibujó unas formas sinuosas en el aire.
—Quizá. Me lo pensaré.
Elwood se alejó, pagó la comida y salió a la calle, iluminada por el sol. Los otros
seguían adentro, esperando a Ann. Había ido al lavabo.
Elwood se giró de pronto y se alejó de la cafetería con pasos rápidos. Dobló la esquina
y desembocó en Cedar Street, frente a una tienda de televisores. Vendedores y
empleados que salían de comer pasaban riendo y hablando: fragmentos de conversación
se derramaban sobre él como las olas del mar. Se quedó de pie en la entrada de la
tienda, con las manos en los bolsillos, como si se refugiara de la lluvia.
¿Qué le ocurría? Quizá debería ir al médico. Todo le molestaba, la gente, los sonidos.
Ruido y movimiento por todas partes. No dormía lo suficiente, tal vez por culpa de la dieta.
Y trabajaba mucho en el patio. Cuando se acostaba estaba agotado. Elwood se frotó la
frente. Gente, ruido, conversaciones, innumerables formas que se movían por las calles y
las tiendas.
Un enorme aparato de televisión parpadeó y emitió un programa sin sonido en el
escaparate de la tienda; las imágenes brincaban alegremente. Elwood lo contempló sin
interés. Una mujer con mallas hacía acrobacias; primero abrió varias veces las piernas en
línea recta, luego hizo la rueda y después ejecutó saltos peligrosos. Caminó sobre las
manos, con las piernas balanceándose sobre su cabeza, y sonrió al público. Luego
desapareció y, en su lugar, entró un hombre vestido con elegancia que paseaba un perro.
Elwood consultó su reloj. Faltaban cinco minutos para la una. Tenía cinco minutos para
llegar a la oficina. Bajó a la acera y se asomó a la esquina. Ann, Charlie y Jack no
estaban a la vista. Se habían ido. Elwood caminó con parsimonia frente a los escaparates,
con las manos en los bolsillos. Se detuvo frente a una tienda de artículos baratos y
contempló a las mujeres que se empujaban y agolpaban sobre los mostradores de
quincalla, tocando, cogiendo y examinando las cosas. Se fijó en el escaparate de una
farmacia que anunciaba un remedio contra la micosis, una especie de polvos que
recubrían dos dedos gordos del pie hinchados y llagados. Cruzó la calle.
Se detuvo en la otra acera para contemplar ropas de mujer, faldas, blusas y jerséis de
lana. Una fotografía mostraba a una chica vestida con elegancia quitándose la blusa para
enseñar al mundo su atractivo sostén. Elwood pasó de largo. El siguiente escaparate
contenía maletas, baúles y artículos de viaje.
Maletas. Se paró y frunció el ceño. Un vago pensamiento cruzó por su mente,
demasiado vago para percibirlo en su totalidad. Sintió una repentina y profunda necesidad
interna. Consultó su reloj. La una y diez. Llegaba tarde. Apresuró el paso hacia la esquina
y esperó con impaciencia a que cambiara el semáforo. Un montón de hombres y mujeres
se apretujaron contra él y bajaron a la calzada para coger el autobús. Elwood clavó la
vista en el autobús. Frenó y se abrieron las puertas. La gente se precipitó en su interior.
Elwood, sin pensarlo más, se unió a la cola y subió. Las puertas se cerraron y buscó
monedas para pagar el billete.
Un momento después, se sentó junto a una inmensa mujer entrada en años que
sostenía un niño en el regazo. Elwood entrelazó las manos, miró al frente y esperó,
mientras el autobús se dirigía al distrito residencial.
Cuando llegó a casa no había nadie. La casa estaba oscura y fría. Fue a la alcoba y
sacó sus ropas viejas del armario. Iba a salir al patio cuando Liz apareció en el sendero
particular cargada de paquetes.
—E.J. —dijo—, ¿qué sucede? ¿Por qué estás en casa?
—No lo sé. Me he tomado el día libre. Todo va bien.
Liz colocó los paquetes sobre la valla.
—Por el amor de Dios, me asustas —le miró fijamente—. Te has tomado el día libre.
—Sí.
—¿Cuántos llevas este año? ¿Cuántos en total?
—No lo sé.
—¿Que no lo sabes? ¿Cuántos te quedan?
—¿Para qué?
Liz le miró. Luego cogió los paquetes y entró en la casa. Elwood frunció el ceño. ¿Qué
pasaba? Fue al garaje y empezó a sacar madera y herramientas al jardín, y las amontonó
junto al barco.
Contempló aquel armazón cuadrado, grande y cuadrado como una enorme y sólida
caja de embalar. Lo había construido con innumerables tablones. Tenía una cabina
cubierta con una gran ventana y el techo embreado. ¡Un auténtico barco!
Comenzó a trabajar. Liz no tardó en salir de la casa. Atravesó el patio en silencio, de
modo que no advirtió su presencia hasta que fue a buscar clavos largos.
—¿Y bien? —preguntó Liz.
—¿Cómo? —Elwood se detuvo.
Liz se cruzó de brazos.
—¿Qué pasa? —se impacientó Elwood—. ¿Por qué me miras así?
—¿De veras te tomaste un día libre? No te creo. Volviste a casa sólo para trabajar en...
en eso.
Elwood dio media vuelta.
—Espera —ella le siguió—. No me rehuyas. Quédate ahí.
—Tranquila, no me grites.
—No te grito. Quiero hablar contigo, quiero preguntarte algo. ¿Puedo? ¿No te molesta
hablar conmigo?
Elwood asintió con la cabeza.
—¿Por qué?. —dijo Liz en voz baja, pero con energía—. ¿Por qué? ¿Me lo vas a
decir? ¿Por qué?
—¿Por qué qué?
—Eso. Esa..., esa cosa. ¿Para qué sirve? ¿Por qué estás en el patio en pleno día?
Esto dura desde hace un año. Anoche, en la mesa, te levantaste sin decir palabra y te
fuiste. ¿Por qué? ¿Por qué te comportas así?
—Casi está terminado —murmuró Elwood—. Unos cuantos retoques y...
—¿Y luego qué? —Liz se plantó frente él, cortándole el paso—. ¿Y luego qué? ¿Qué
vas a hacer con ese trasto? ¿Venderlo? ¿Botarlo? Todos los vecinos se reirán de ti. Toda
la manzana sabe... —su voz se quebró de súbito—... sabe lo que estás haciendo: Los
niños se burlan de Bob y de Toddy. Dicen que su padre está..., está...
—¿Está loco?
—Por favor, E.J., dime por qué lo haces, por favor. Quizá comprenda. Nunca me lo has
dicho. Tal vez serviría de algo. ¿No pues hacerlo?
—No puedo —dijo Elwood.
—¿No puedes? ¿Por qué?
—Porque no lo sé. No sé para qué sirve. Quizá no sirva para nada.
—¿Trabajas sin ningún motivo?
—No lo sé. Me gusta lo que hago. Es como esculpir madera —agitó las manos con
impaciencia—. Siempre he tenido una especie de taller. Cuando era un niño construía
modelos de aviones a escala. Tengo herramientas, siempre he tenido herramientas.
—Pero ¿por qué vienes a casa en horas de trabajo?
—Me pongo nervioso.
—¿Por qué?
—Yo... oigo hablar a la gente y me molesta. Quiero alejarme de ellos. Me molestan sus
modales, su forma de actuar. Tal vez sufra claustrofobia.
—¿Quieres que te consiga una cita con el doctor Evans?
—No, no, me encuentro bien. Por favor, Liz, si no te apartas no podré ponerme a
trabajar. Tengo ganas de terminar.
—Y ni siquiera sabes por qué lo haces —Liz meneó la cabeza—. Has trabajado todo
este tiempo sin saber por qué, como un animal que sale por la noche a cazar, como un
gato que merodea entre los setos. Dejas tu trabajo y a nosotros para...
—Apártate.
—Escúchame: tira el martillo y entra en casa. Te pones el traje y te vas a la oficina,
¿me oyes? Si no lo haces, no permitiré que entres en casa nunca más. Rompe la puerta
con el martillo, si quieres, pero la cerraré con llave de ahora en adelante si no te olvidas
del barco y vuelves a trabajar.
Hubo un silencio.
—Apártate de mi camino —dijo Elwood—. He de terminar.
—¿Vas a seguir? —E.J. la apartó—. ¿Pretendes continuar como si no hubiera
sucedido nada? Algo anda mal, algo anda mal en tu cabeza. Estás...
—Basta —dijo Elwood, mirando detrás de su mujer.
Liz se volvió.
Toddy les observaba en silencio desde el sendero, con la bolsa del almuerzo bajo el
brazo. Mostraba una expresión grave y solemne. No les dijo nada.
—¡Tod! —exclamó Liz—. ¿Tan tarde es?
Toddy atravesó el patio en dirección a su padre.
—Hola, chico —le saludó Elwood—. ¿Cómo fue la escuela?
—Bien.
—Me voy a casa —dijo Liz—. Hablaba en serio, E.J.; no olvides lo que dije.
Subió el sendero y cerró la puerta de golpe.
Elwood suspiró. Se sentó en la escalerilla apoyada a un costado del barco y dejó el
martillo en el suelo. Encendió un cigarrillo y fumó en silencio. Toddy aguardó sin hablar.
—¿Qué tal, jovencito? —dijo por fin Elwood—. ¿Qué me cuentas?
—¿Qué quieres que hagamos, papá?
—¿Hacer? —sonrió Elwood—. Bueno, no falta mucho, algunos detalles sueltos. Pronto
acabaremos. Examina el puente; creo que nos quedan algunas tablas por clavar —se
frotó el mentón—. Casi terminado. Hemos trabajado durante mucho tiempo. Puedes
empezar a pintar, si quieres. Quiero que pintes la cabina; de rojo, creo. ¿Cómo quedaría
en rojo?
—Verde.
—¿Verde? Muy bien. Hay algo de pintura verde en el garaje. ¿Quieres prepararla?
—Claro.
Toddy corrió hacia el garaje.
Elwood le siguió con la mirada.
—Toddy...
—¿Sí?
—Toddy, espera. —Elwood avanzó lentamente hacia él—. Quiero preguntarte algo.
—¿Que es papá?
—A ti no te importa ayudarme. ¿verdad? ¿No te imparta trabajar en el barco?
Toddy miró con gravedad a su padre. No dijo nada. Ambas se miraron durante largo
rato.
—¡Muy Bien! —exclamó Elwood—. Ya puedes empezar a pintar.
Bob llegó par el sendero en compañía de dos chicos de la escuela secundaria.
—Hola, papá —saludo— ¿Como va todo?
—Bien.
—Mirad —dijo Bob señalando al barco— ¿Veis eso?¿Sabéis lo que es?
—¿Qué es? —preguntó uno.
—Es un submarino atómico. —Bob abrió la puerta de la cocina. Sonrió, y los dos chicos
le imitaron—. Va lleno de uranio 235. Papá va a ir a Rusia con él. Cuando haya acabado,
no quedará nada de Moscú.
Los chicos entraron en la casa y cerraron la puerta a sus espaldas.
Elwood contempló el barca. La señora Hunt, que hacía la colada en el patio vecino.
hizo una pausa para mirar a Elwood y su obra.
—¿Funciona realmente con energía atómica, señor Elwood? —preguntó.
—No.
—Entonces. ¿con qué funciona? No vea velas. ¿Qué clase de motor lleva? ¿Vapor?
Elwood se mordió el labio. Era extraño que nunca hubiera pensado en ese detalle. No
tenía motor de ninguna clase. No tenía velas, ni caldera.
No le había puesto motor, ni turbinas, ni carburante. Nada. Era un casco de madera,
una caja inmensa: nada más. Nunca había pensado en cómo lo haría funcionar, nunca en
toda el tiempo que él y Toddy estuvieron trabajando.
Una oleada de desesperación cayó sobre él. No había motor, nada. No era un barco,
sino una enorme casa de madera, clavos y alquitrán. Nunca se iría, nunca podría
abandonar el patio. Liz tenía razón: era como un animal que penetra en el patio de noche
para cazar y matar en la oscuridad, para luchar ciegamente, sin objetivo ni comprensión,
igual de instintivo, igual de patético.
¿Para qué lo había construido? No lo sabía. ¿Adónde iba a ir? Tampoco lo sabía.
¿Cómo funcionaría? ¿Cómo lo sacaría del patio? ¿Para qué servía trabajar sin objetivo,
en la oscuridad, como una alimaña nocturna?
Toddy le había ayudado desde el principio. ¿Por qué lo había hecho? ¿Lo sabía?
¿Sabía el niño para qué servía el barco, para qué lo construían? Toddy nunca lo había
preguntado porque confiaba en su padre.
Pero él lo ignoraba. Él, su padre, tampoco lo sabía, y no tardaría en estar terminado,
preparado, a punto. ¿Y luego qué? Toddy tiraría pronto la brocha, vaciaría el último bote
de pintura, apartaría los clavos y los trozos de madera sobrantes, colgaría el martillo y la
sierra en el garaje otra vez. Y entonces preguntaría, plantearía la pregunta que nunca
había hecho y que debía, finalmente, llegar.
Y no podría responderle.
Elwood se irguió y contempló la gran mole que había construido, esforzándose en
comprender. ¿Por qué había trabajado? ¿Cuál era el objetivo? ¿Cuándo lo sabría? De
hecho, ¿lo averiguaría algún día? Permaneció allí durante un tiempo incalculable, con la
mirada perdida en el infinito.
Sólo lo comprendió cuando las enormes gotas negras de lluvia empezaron a caer a su
alrededor.
FIN
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