Philip K. Dick
—¡Una capucha!
—¡Un tipo con una capucha!
Empleados y clientes salieron corriendo a la acera y se añadieron a la multitud
congregada. Un joven de rostro cetrino dejó caer su bicicleta y empezó a correr. La
muchedumbre se engrosó con ejecutivos de chaqueta gris, secretarias de aspecto
cansado, funcionarios y obreros.
—¡Atrápenle! —La multitud se abalanzó hacia adelante—. ¡Atrapen al viejo!
El joven de rostro cetrino arrojó una piedra que había tomado de la cuneta y la estrelló
contra el escaparate de una tienda.
—¡Sí, lleva una capucha!
—¡Quítensela!
Llovieron más piedras. El viejo jadeó de miedo e intentó sortear a dos soldados que le
bloqueaban el camino. Una piedra le alcanzó en la espalda.
—¿Qué escondes? —preguntó el joven de rostro cetrino, que se había plantado frente
al anciano—. ¿Por qué tienes miedo que te sondeen?
—¡Seguro que oculta algo!
Un obrero le arrebató el sombrero al viejo. Manos ansiosas buscaron la banda de metal
que rodeaba su cabeza.
—¡Nadie tiene derecho a ocultar nada!
El viejo cayó al suelo con los miembros extendidos. El paraguas salió rodando. Un
funcionario tomó la capucha y tiró. La muchedumbre luchó por tocar la banda metálica. De
pronto, el joven lanzó un grito. Retrocedió y levantó en alto la capucha.
—¡La tengo! ¡La tengo!
Corrió hacia su bicicleta y se alejó pedaleando, sin soltar la capucha doblada.
Se oyó el aullido de una sirena y un coche robot de la policía frenó en la curva. Salieron
policías robot que dispersaron a la turba.
—¿Está herido?
Ayudaron al anciano a levantarse.
El viejo sacudió la cabeza, aturdido. Las gafas le colgaban de una oreja. Tenía el rostro
manchado de sangre y saliva.
—Muy bien. —Los dedos metálicos del policía le soltaron—. Será mejor que se aleje de
la calle y se meta en algún sitio. Por su propio bien.
El director de seguridad Ross apartó la tarjeta electrónica que contenía el informe.
—Uno más. Me sentiré aliviado cuando el proyecto de ley Antiinmunidad sea aprobado.
—¿Uno más? —preguntó Peters, levantando la vista.
—Otra persona que llevaba una capucha, un escudo antisondeos. Van diez en las
últimas cuarenta y ocho horas. No paran de enviarlas por correo.
—Enviadas por correo, deslizadas bajo las puertas, en los bolsillos, abandonadas sobre
los escritorios... Hay muchas formas de distribuirlas.
—Si nos lo comunicara más gente...
—Ya es extraño que alguien lo haga. —Peters sonrió con malicia—. El hecho que las
capuchas sean enviadas a esta gente tiene su lógica. No las escogen al azar.
—¿En qué se basan para enviárselas?
—Tienen algo que ocultar. Es la única explicación.
—¿Qué me dices de los que sí nos informan?
—Tienen miedo de llevarlas. Nos entregan las capuchas... para evitar sospechas.
Ross reflexionó, malhumorado.
—Supongo que tienes razón.
—Un hombre inocente carece de motivos para ocultar sus pensamientos. El noventa y
nueve por ciento de la población está contenta con que su mente sea sometida a sondeos.
La mayoría de la gente desea demostrar su lealtad, pero ese uno por ciento es culpable de
algo.
Ross abrió un sobre de papel manila y extrajo una banda metálica. La estudió con gran
interés.
—Fíjate: un simple trozo de alguna aleación, pero que impide cualquier sondeo. Los
agujas se ponen como locos. Sufren una especie de descarga eléctrica cuando intentan
traspasarla.
—Habrás enviado muestras al laboratorio, por supuesto.
—No. No quiero que ningún empleado del laboratorio se fabrique su propia capucha.
¡Ya tenemos bastantes problemas!
—¿A quién le quitaron ésta?
Ross apretó un botón de su escritorio.
—Ahora lo sabremos. El aguja nos proporcionará un informe.
La puerta se desvaneció y un joven flaco de rostro cetrino entró en la habitación. Vio la
banda de metal que sostenía Ross en la mano y dibujó una leve y vivaz sonrisa.
—¿Quería verme?
Ross examinó al joven. Cabello rubio, ojos azules. Un chico de aspecto normal, tal vez
un estudiante de segundo de carrera. Pero Ross sabía muy bien quién era. Ernest Abbud
era un mutante telépata: un aguja. Uno de los varios cientos que Seguridad empleaba
para los sondeos de lealtad.
Antes de los agujas, los sondeos de lealtad se realizaban de cualquier manera.
Juramentos, exámenes o micrófonos ocultos no bastaban. La teoría que cada persona
debía demostrar su lealtad era estupenda..., en teoría. En la práctica, muy poca gente
podía hacerlo. Daba la impresión que sería preciso abandonar el concepto que todo el
mundo es culpable hasta que se demuestre su inocencia, y restaurar el derecho romano.
El problema, en apariencia insoluble, había encontrado respuesta en la Explosión de
Madagascar, ocurrida en 2004. Radiaciones muy poderosas habían afectado a varios
miles de soldados estacionados en la zona. De los que quedaron con vida, pocos
engendraron hijos. pero muchos de los varios centenares de niños que nacieron de los
supervivientes dieron muestras de características mentales radicalmente nuevas. Un
mutante humano había nacido..., por primera vez en miles de años.
Los agujas aparecieron por accidente, pero solucionaron el problema más grave al que
se enfrentaba la Unión Libre: la detección y el castigo de la deslealtad. Los agujas eran de
incalculable valor para el gobierno de la Unión Libre..., y lo sabían.
—¿Usted encontró esto? —preguntó Ross, dando un golpecito a la capucha.
—Sí —asintió Abbud.
El joven no seguía las palabras que pronunciaba el director, sino sus pensamientos.
Ross enrojeció de cólera.
—¿Cómo era el hombre? —preguntó con aspereza—. El informe no da detalles.
—Es el doctor Franklin, director de la Comisión de Recursos Federales. Tiene sesenta y
siete años de edad. Ha venido para visitar a un pariente.
—¡Walter Franklin! He oído hablar de él. —Ross miró a Abbud—. Entonces, ¿ya ha...?
—En cuanto le quité la capucha pude sondearle.
—¿Adónde fue Franklin después de ser atacado?
—Se refugió en un local, a instancias de la policía.
—¿Apareció en el lugar de los hechos?
—Después que le quité la capucha, por supuesto. Todo fue a pedir de boca. Franklin
fue localizado por otro telépata. Fui informado que Franklin caminaba en mi dirección.
Cuando le vi grité que llevaba una capucha. Se formó una multitud y otras personas
repitieron el grito. El otro telépata llegó y manipulamos a la muchedumbre hasta situarnos
cerca de él. Yo mismo tomé la capucha... Ya conoce el resto.
Ross guardó silencio unos momentos.
—¿Sabe cómo consiguió la capucha? ¿Lo averiguó mediante el sondeo?
—La recibió por correo.
—¿Sabe...?
—No tiene ni idea de quién se la envió o de dónde procedía.
—Entonces, no podrá proporcionarnos la menor información. —Ross frunció el ceño—.
¿Quién se la habrá enviado?
—Los fabricantes de capuchas —respondió con frialdad Abbud.
Ross levantó al instante la vista.
—¿Qué?
—Los fabricantes de capuchas. Alguien las fabrica —añadió Abbud, con expresión
dura—. Alguien está fabricando escudos a prueba de sondas.
—¿Y está seguro...?
—¡Franklin no sabe nada! Llegó anoche a la ciudad. Su máquina de correo le trajo la
capucha esta mañana. Reflexionó durante un rato. Después, compró un sombrero y se lo
colocó en la cabeza. Se encaminó a pie a casa de su sobrina. Le localizamos varios
minutos después, cuando entró en nuestro radio de acción.
—Parece que últimamente han ocurrido casos similares de capuchas enviadas por
correo. Pero usted ya lo sabe. —Ross apretó los labios—. Debemos localizar a los
remitentes.
—Tardaremos un poco. Por lo visto, envían capuchas incesantemente. —Abbud hizo
una mueca—. ¡Debemos estar tan cerca! Nuestro radio de acción es muy limitado, pero
tarde o temprano localizaremos a uno. Tarde o temprano le arrancaremos la capucha a
alguien..., y le encontraremos...
—Durante el último año se detectaron cinco mil portadores de capuchas —declaró
Ross—. Cinco mil..., y ni uno de ellos sabía nada. De dónde vienen las capuchas y quién
las fabrica.
—Habrá más posibilidades cuando seamos más —dijo Abbud, en tono sombrío—.
Actualmente, hay pocos como yo, pero cuando...
—Ordenarás que sondeen a Franklin, ¿verdad? —preguntó Peters a Ross—. Para
asegurarnos.
—Supongo que sí. —Ross movió la cabeza en dirección a Abbud—. Podría encargarse
usted mismo. Que su grupo proceda a un sondeo total y averigüe si existe algo de interés
sepultado en su zona nerviosa inconsciente. Infórmeme de los resultados por los
conductos habituales.
Abbud buscó en su chaqueta. Sacó una cinta y la tiró sobre el escritorio, frente a Ross.
—Aquí los tiene.
—¿Qué es esto?
—El sondeo total de Franklin. A todos los niveles; investigados y grabados por
completo.
Ross miró al joven.
—Usted...
—Nos hemos adelantado. —Abbud se dirigió hacia la puerta—. Un buen trabajo. Lo
hizo Cummings. Descubrimos considerable deslealtad, más ideológica que manifiesta. Es
probable que ustedes quieran detenerlo. Cuando tenía veinticuatro años encontró libros
antiguos y discos de música. Sufrió una fuerte influencia. La última parte de la cinta recoge
nuestras discusiones sobre la evaluación global de su desviación.
La puerta se desvaneció y Abbud se marchó.
Ross y Peters le siguieron con la mirada. Por fin, Ross tomó la cinta y la colocó junto a
la banda metálica.
—Serán abusadores —dijo Peters—. Han llevado a cabo el sondeo.
Ross asintió con la cabeza, abismado en sus pensamientos.
—Sí, y creo que no me gusta.
Los dos hombres intercambiaron una mirada..., y adivinaron que mientras lo hacían,
Ernest Abbud leía sus pensamientos desde el exterior del despacho.
—¡Maldita sea! —exclamó inútilmente Ross—. ¡Maldita sea!
La respiración de Walter Franklin era agitada. Miró a su alrededor y se secó el sudor de
su cara surcada de arrugas con una mano temblorosa.
Oyó que los pasos de los agentes de seguridad se acercaban desde el extremo del
pasillo.
Se había librado de la turba..., por poco. Habían transcurrido cuatro horas. Ahora, el sol
se había puesto y la noche caía sobre la gran ciudad de Nueva York. Había conseguido
llegar casi a los límites de la ciudad..., pero una alarma pública estaba solicitando su
detención.
¿Por qué? Había trabajado para el gobierno de la Unión Libre durante toda su vida. No
había cometido la menor deslealtad. Nada, excepto abrir el correo matutino, encontrar la
capucha, meditar sobre su significado y ponérsela. Recordaba la pequeña etiqueta que
contenía las instrucciones:
¡SALUDOS!
Le enviamos este escudo antisondeos con los mejores deseos del fabricante y la
esperanza que le sea útil. Muchas gracias.
Nada más. Ninguna otra información. Había reflexionado durante largo rato. ¿Debía
ponérsela? Nunca había hecho nada. No tenía nada que ocultar..., ninguna deslealtad a la
Unión. Sin embargo, la idea les fascinaba. Si se ponía la capucha, nadie leería sus
pensamientos; le pertenecerían en exclusiva. Podría pensar lo que le viniera en gana,
interminables pensamientos de los que sólo él disfrutaría.
Por fin, había tomado una decisión: se pondría la capucha y la disimularía con su viejo
homburg. Había salido a la calle y, apenas pasados diez minutos, una multitud enfurecida
se había congregado a su alrededor. Y en aquel momento se había declarado una alarma
general con el propósito de detenerle.
Franklin se devanaba los sesos. ¿Qué podía hacer? Le llevarían ante un tribunal. No se
le acusaría de nada; debería demostrar, simplemente, que era leal. ¿Había hecho algo
malo? ¿Había olvidado algún acto desleal? Se había puesto la capucha. Tal vez era eso.
Se había presentado en el Congreso una especie de proyecto de ley Antiinmunidad, a fin
que fuera considerado un delito llevar un escudo antisondeos, pero aún no lo habían
aprobado...
Los agentes de seguridad casi le habían alcanzado. Retrocedió por el pasillo del hotel,
mirando desesperadamente en torno suyo. Un letrero rojo centelleaba: SALIDA. Corrió
hacia él, bajó un tramo de escalera y salió a una calle oscura. Salir al exterior, teniendo en
cuenta las masas excitadas, era peligroso. Había tratado de mantenerse escondido lo
máximo posible, pero no le quedaba otra elección.
Una voz estridente chilló a su espalda. Algo pasó a su lado y desintegró un trozo de
pavimento. Un rayo Slem. Franklin corrió, jadeante, dobló una esquina y se desvió por una
calle lateral. La gente le miraba con curiosidad cuando les rebasaba a toda prisa.
Cruzó una calle atestada de gente y se mezcló con un grupo de personas que iban al
cine. ¿Le habrían visto los agentes? Miró nerviosamente a su alrededor. Ninguno de ellos
a la vista.
Llegó a otra esquina y atravesó la calle. Llegó a la zona central para peatones y
observó que un brillante coche de seguridad avanzaba hacia él. ¿Le habrían visto salir de
la zona para peatones?
Se encaminó a la esquina más alejada. El coche de seguridad aceleró de repente.
Apareció un segundo vehículo por el otro extremo de la calle.
Franklin llegó a la esquina.
El primer coche se detuvo con un chirrido de neumáticos. Agentes de seguridad
salieron en tropel e invadieron la acera.
Estaba atrapado. No tenía dónde esconderse. Paseantes y oficinistas volvieron la vista
con curiosidad, sin expresar la menor simpatía en sus rostros. Algunos le sonrieron,
vagamente divertidos. Franklin miró a su alrededor, desesperado. Ningún sitio, ninguna
puerta, ninguna persona...
Un coche frenó ante él y se abrieron sus puertas.
—Entre. —Una joven se inclinó hacia él, con una expresión perentoria en su bonito
rostro—. ¡Entre, maldita sea!
Obedeció. La chica cerró las puertas y el coche aceleró. Un coche de seguridad dobló
frente a ellos y bloqueó la calle con un bulto brillante. Un segundo coche de seguridad
llegó por detrás.
La chica se inclinó y aferró los controles. El coche se elevó de súbito; ganaba altura con
gran rapidez. Un relámpago de luz violeta iluminó el cielo a sus espaldas.
—¡Agáchese! —gritó la chica.
Franklin se hundió en su asiento. El coche describió un amplio arco y dejó atrás las
columnas protectoras de una hilera de edificios. Los coches de seguridad abandonaron la
persecución.
Franklin se secó la frente con manos temblorosas.
—Gracias —murmuró.
—De nada.
La chica aumentó la velocidad del coche. Salieron de la parte comercial y se dirigieron
hacia los barrios residenciales de las afueras. La joven conducía en silencio, vigilando el
cielo.
—¿Quién es usted? —preguntó Franklin.
La chica le tiró algo.
—Póngase eso.
Una capucha. Franklin la abrió y se la puso sobre la cabeza con movimientos torpes.
—Ya está.
De no llevarla, nos localizarían con una sonda aguja. No hay que bajar la guardia ni un
momento.
—¿Adónde vamos?
La chica se volvió hacia él. Le examinó con sus serenos ojos grises mientras manejaba
el volante con una mano.
—Vamos a ver al fabricante de capuchas —dijo—. La alarma pública desatada contra
usted tiene máxima prioridad. Si le dejamos marchar, no durará ni una hora.
—No lo entiendo. —Franklin sacudió la cabeza, aturdido—. ¿Por qué me buscan? ¿Qué
he hecho?
—Le están sondeando.
El coche describió un amplio arco. El viento silbó al enroscarse entre los parachoques y
las aletas.
—Le sondean los agujas. Los acontecimientos se están precipitando. No hay tiempo
que perder.
El hombrecillo calvo se quitó las gafas y ofreció su mano a Franklin mientras le
observaba con mirada miope.
—Encantado de conocerle, doctor. He seguido su trabajo en la Junta con sumo interés.
—¿Quién es usted? —preguntó Franklin.
El hombrecillo sonrió con timidez.
—Me llamo James Cutter. El fabricante de capuchas, como me llaman los agujas. Ésta
es nuestra fábrica. —Señaló la habitación con un ademán circular—. Eche un vistazo.
Franklin examinó las instalaciones. Se hallaba en un almacén, un antiguo edificio de
madera del siglo pasado. En lo alto había gigantescas vigas resecas y carcomidas. El piso
era de hormigón. En el techo brillaban luces fluorescentes anticuadas. Manchas de hu-
medad y gruesas tuberías recorrían las paredes.
Franklin paseó por el almacén, con Cutter a su lado. Estaba aturdido. Todo había
sucedido con mucha rapidez. Por lo visto, se encontraba en las afueras de Nueva York, en
algún degradado suburbio industrial. Había hombres trabajando por todas partes, inclina-
dos sobre estampadoras y moldes. El aire era caliente. Un ventilador arcaico giraba en el
techo. El almacén resonaba y vibraba con el constante estrépito.
—Esto... —murmuró Franklin—. Esto es...
—Aquí fabricamos las capuchas. No es muy impresionante, ¿verdad? Más adelante
pensamos trasladarnos a instalaciones nuevas. Acompáñeme y le enseñaré el resto.
Cutter empujó una puerta lateral y entraron en un pequeño laboratorio. Frascos y
retortas se hacinaban por todas partes en abigarrada confusión.
—Aquí realizamos nuestras investigaciones. Puras y aplicadas. Hemos aprendido
algunas cosas. Algunas las utilizamos; otras, confiamos en no necesitarlas. Así
mantenemos ocupados a nuestros refugiados.
—¿Refugiados?
Cutter apartó algunos aparatos y se sentó sobre la mesa del laboratorio.
—La mayoría de ellos están aquí por la misma razón que usted: sondeados por los
agujas, acusados de desviación. Por fortuna, nosotros les atrapamos antes.
—Pero, ¿por qué...?
—¿Por qué le sondeaban? Por su cargo, director de un departamento gubernamental.
Todos estos hombres eran importantes..., y todos fueron sondeados por los agujas. —
Cutter encendió un cigarrillo y se apoyó en la pared manchada de humedad—. Existimos
gracias a un descubrimiento llevado a cabo hace diez años en un laboratorio del gobierno.
—Dio un golpecito a su capucha—. Esta aleación impide los sondeos. Uno de estos
hombres la descubrió por accidente. Los agujas le persiguieron de inmediato, pero
escapó. Fabricó algunas capuchas y se las pasó a los demás hombres que trabajaban en
su especialidad. Así empezó todo.
—¿Cuánta gente hay aquí?
—No puedo decírselo —rió Cutter—. Los suficientes como para fabricar capuchas y
ponerlas en circulación enviándolas a destacados miembros del gobierno, directivos,
científicos, funcionarios, educadores...
—¿Por qué?
—Porque queremos hacernos con ellos antes que los agujas. Con usted, llegamos
demasiado tarde. Ya ha sido sometido a un sondeo total, incluso antes que la capucha
fuera enviada por correo.
»Los agujas están logrando un control cada vez mayor sobre el gobierno. Eligen a los
mejores hombres, les denuncian y proceden a su detención. Si un aguja dice que alguien
es desleal, Seguridad debe arrestarle. Intentamos proporcionarle a tiempo una capucha.
No podían entregar un informe a Seguridad si usted lleva una. Sin embargo, fueron más
inteligentes que nosotros. Lanzaron una turba tras usted y se apoderaron de la capucha.
Entregaron el informe a Seguridad en seguida.
—Por eso querían quitármela.
—Los agujas no pueden presentar un informe incriminatorio contra un hombre cuya
mente es opaca a los sondeos. Seguridad no es tan estúpida. Los agujas tienen que
deshacerse de las capuchas. Todo hombre que utiliza una capucha es un hombre no
controlado. Hasta ahora, se las han arreglado provocando tumultos, pero es poco efectivo.
El próximo paso es la aprobación en el Congreso de ese proyecto de ley Antiinmunidad
del senador Waldo. Prohibiría el empleo de capuchas. —Cutter sonrió con ironía—. Si un
hombre es inocente, ¿por qué se opone a que le sondeen la mente? El proyecto convierte
en delito llevar escudos antisondeos. La gente que recibe capuchas las entrega a
Seguridad. Nadie querrá quedarse una capucha, si eso significa prisión y confiscación de
sus bienes.
—Una vez hablé con Waldo. Creo que no comprendo el alcance de su proyecto. Si
pudiéramos hacerle ver...
—¡Exacto! Si comprendiera las consecuencias. Hay que detener este proyecto. Si lo
aprueban, estamos acabados. Y los agujas están muy interesados. Alguien debe hablar
con Waldo y hacerle comprender la situación. —Los ojos de Cutter brillaban—. Usted le
conoce. Se acordará de usted.
—¿Qué quiere decir?
—Franklin, vamos a soltarle..., para que hable con Waldo. Es la única posibilidad de
detener el proyecto de ley. Y hay que detenerlo.
El crucero volaba sobre las Montañas Rocosas. De vez en cuando se divisaban
bosques y arbustos enmarañados.
—Hay un prado llano hacia la derecha —dijo Cutter—. Si lo encuentro, aterrizaré.
Apagó los motores. El rugido del aparato cesó. Planearon sobre las colinas.
—A la derecha —dijo Franklin.
Cutter descendió con suavidad.
—Desde aquí se puede ir caminando a la propiedad de Waldo.
Ambos experimentaron una sacudida cuando las aletas de aterrizaje se hundieron en el
suelo. Por fin, se quedaron inmóviles.
El viento agitaba débilmente los altos árboles que rodeaban la zona. Era mediodía. El
aire era frío y tenue. Se encontraban a bastante altura, en las montañas, en la zona de
Colorado.
—¿Qué posibilidades tenemos de entrevistarnos con él? —preguntó Franklin.
—Pocas.
—¿Cómo? —se inquietó Franklin—. ¿Por qué?
Cutter abrió la puerta del crucero y saltó al suelo.
—Vamos. —Ayudó a Franklin a salir y cerró la puerta—. Waldo tiene guardianes. Una
muralla de robots le protege. Por eso aún no lo habíamos intentado. Si no fuera crucial,
tampoco lo habríamos hecho.
Bajaron por la colina siguiendo un estrecho sendero cubierto de maleza.
—¿Por qué se comportan así los agujas? —preguntó Franklin—. ¿Por qué quieren
obtener más poder?
—La naturaleza humana, supongo.
—¿La naturaleza humana?
—Los agujas no son diferentes de los jacobinos, los cabezas rapadas, los nazis o los
bolcheviques. Siempre hay algún grupo que desea guiar a la Humanidad..., por su propio
bien, desde luego.
—¿Eso creen los agujas?
—La mayoría de los agujas se consideran los líderes naturales de la Humanidad. Los
humanos sin poderes telepáticos constituyen una raza inferior. Los agujas son el siguiente
paso, el homo superior. Y como son superiores, es natural que tomen las riendas y
adopten todas las decisiones por nosotros.
—Y ustedes no están de acuerdo.
—Los agujas son diferentes de nosotros, pero eso no significa que sean superiores.
Una facultad telepática no implica una superioridad general. Los agujas no son una raza
superior. Son seres humanos con una capacidad especial, pero eso no les da derecho a
decirnos lo que debemos hacer. No es un problema nuevo.
—¿Quién ha de guiar a la Humanidad, entonces? ¿Quiénes deberían ser sus líderes?
—Nadie tiene que guiar a la Humanidad. Debe guiarse por sus propios medios.
Cutter se inclinó hacia adelante de repente, tenso.
—Casi hemos llegado. La propiedad de Waldo se encuentra directamente frente a
nosotros. Prepárese. Todo depende de los siguientes minutos.
—Hay algunos guardias robots. —Cutter bajó los prismáticos—. Pero eso no es lo que
me preocupa. Si Waldo tiene un aguja en las cercanías, detectará nuestras capuchas.
—Y no podemos quitárnoslas.
—No. La información pasaría de aguja a aguja. —Cutter avanzó con cautela—. Los
robots nos darán el alto y pedirán que nos identifiquemos. Debemos confiar en su
credencial de director.
Salieron de los matorrales a campo abierto y caminaron hacia los edificios que
conformaban la propiedad del senador Waldo. Llegaron a un camino de tierra y lo
siguieron, sin hablar, mientras contemplaban el paisaje que se extendía ante ellos.
—¡Alto! —Un guardia robot apareció y caminó hacia ellos por el campo—.
¡Identifíquense!
Franklin mostró su credencial.
—Tengo el cargo de director. Hemos venido a ver al senador. Soy un viejo amigo.
Relés automáticos chasquearon mientras los robots examinaban la placa de
identificación.
—¿Cargo de director?
—Exacto —dijo Franklin, que se estaba poniendo nervioso.
—Apártense —ordenó Cutter, impaciente—. No tenemos tiempo que perder.
El robot obedeció, vacilante.
—Perdone las molestias, señor. El senador está en el edificio principal. Sigan recto.
—Muy bien. —Cutter y Franklin dejaron atrás al robot. El sudor perlaba la redonda cara
de Cutter—. Lo conseguimos —murmuró—. Esperemos que no haya agujas ahí dentro.
Franklin llegó al porche y subió los escalones sin prisa, seguido de Cutter. Se detuvo
ante la puerta y miró al hombrecillo.
—¿Debemos...?
—Adelante. —Cutter estaba tenso—. Entremos de una vez. Estaremos más seguros.
Franklin levantó la mano. La puerta emitió un agudo chasquido cuando las cámaras le
fotografiaron y examinaron su imagen. Franklin rezó en silencio. Si la alarma de Seguridad
había llegado hasta aquí...
La puerta se desvaneció.
—Adentro —le urgió Cutter.
Franklin entró y escudriñó la semioscuridad. Parpadeó para acostumbrarse a la escasa
luz del vestíbulo. Alguien avanzaba hacia él. Una forma, una forma pequeña que
caminaba con rapidez y agilidad. ¿Era Waldo?
Un joven larguirucho, de rostro cetrino, penetró en el vestíbulo, con una sonrisa fija en
el rostro.
—Buenos días, doctor Franklin —dijo.
Alzó su fusil Slem y disparó.
Cutter y Ernest Abbud se quedaron mirando la masa fluida que había sido el doctor
Franklin. Ninguno de ellos habló. Por fin, Cutter levantó la mano, pálida como un muerto.
—¿Era necesario?
Abbud se movió al reparar en su presencia.
—¿Por qué no? —Se encogió de hombros; con el fusil Slem apuntaba al estómago de
Cutter—. Era viejo. No habría durado mucho en los campos de custodia preventiva.
Cutter sacó su paquete de cigarrillos y encendió uno lentamente, sin desviar la vista del
rostro del joven. Nunca había visto a Ernest Abbud, pero sabía quién era. Vio como el
joven de rostro cetrino golpeaba con el pie los restos que yacían en el suelo.
—Entonces, Waldo es un aguja —dijo Cutter.
—Sí.
—Franklin estaba equivocado. Comprende muy bien el alcance de su proyecto.
—¡Por supuesto! El proyecto de ley Antiinmunidad es una parte esencial de nuestro
plan. —Abbud movió el cañón del fusil Slem—. Quítese la capucha. No puedo
sondearle..., y me pone nervioso.
Cutter titubeó. Dejó caer el cigarrillo al suelo con aire pensativo y lo aplastó con el
zapato.
—¿Qué está haciendo aquí? Suele trabajar en Nueva York. Está muy lejos de allí.
—Captamos los pensamientos del doctor Franklin cuando entró en el coche de la
chica... —sonrió Abbud—, antes que ella le diera la capucha. Esperó demasiado.
Obtuvimos una imagen clara de ella, vista desde el asiento posterior, por supuesto, pero
se volvió para darle la capucha a Franklin. Seguridad la detuvo hace dos horas. Sabía
muchas cosas... Nuestro primer contacto positivo. Pudimos localizar la fábrica y detener a
la mayoría de los trabajadores.
—¿Sí? —murmuró Cutter.
—Están bajo custodia preventiva. Les hemos quitado sus capuchas..., y las existencias
preparadas para su distribución. Hemos desmantelado las estampadoras. Por lo que yo
sé, hemos atrapado a todo el grupo. Usted es el último.
—En ese caso, ¿es necesario que me quite la capucha?
Los ojos de Abbud destellaron.
—Quítesela. Quiero sondearle, señor fabricante de Capuchas.
—¿Qué quiere decir? —gruñó Cutter.
—Varios de sus hombres nos proporcionaron imágenes de usted..., y detalles sobre su
viaje hacia aquí. Vine en persona y avisé a Waldo previamente mediante nuestro sistema
de comunicaciones. Quería estar presente.
—¿Por qué?
—Es un acontecimiento. Un gran acontecimiento.
—¿Qué papel interpreta usted?
El rostro cetrino de Abbud se descompuso.
—¡Vamos, quítese la capucha! Podría desintegrarle ahora mismo, pero antes quiero
sondearle.
—Muy bien. Me la quitaré. Sondéeme, si quiere. Sondee todo lo que quiera. —Cutter
hizo una pausa, con la serenidad pintada en su rostro—. Es su funeral.
—¿Qué quiere decir?
Cutter se quitó la capucha y la tiró sobre una mesa situada cerca de la puerta.
—¿Y bien? ¿Qué ve? ¿Qué sé yo..., que ninguno de los demás sabía?
Abbud se quedó en silencio durante un momento.
De pronto, su rostro se deformó en una mueca y sus manos se agitaron. El fusil Slem
osciló. Abbud se tambaleó, y un violento estremecimiento recorrió su cuerpo esquelético.
Miró a Cutter con creciente horror.
—Lo descubrí hace muy poco —dijo Cutter—. En nuestro laboratorio. No quería
utilizarlo..., pero usted me obligó a quitarme la capucha. Siempre había considerado la
aleación mi mayor descubrimiento..., hasta éste. En algunos aspectos, todavía es más
importante. ¿No lo cree?
Abbud no dijo nada. Su cara había adquirido un enfermizo tono grisáceo. Sus labios se
movían, pero sin emitir sonido alguno.
—Tuve un presentimiento y me dejé llevar por él. Sabía que ustedes, los telépatas,
habían nacido de un solo grupo, como resultado de un accidente: la explosión de
hidrógeno en Madagascar. Eso me dio que pensar. La mayoría de los mutantes que
conocemos surgen, por regla general, de una especie que ha alcanzado el estadio de
mutación. Nunca se trata de un solo grupo en una única zona. Sucede en todo el mundo,
allá donde exista una especie.
»La causa de su existencia reside en los daños sufridos por el plasma genético de un
grupo específico de humanos. Ustedes no eran mutantes, no representaban un desarrollo
natural del proceso de la evolución. Era absurdo suponer que el homo sapiens había
alcanzado el estadio de mutación. Por tanto, existía la posibilidad que no fueran mutantes.
Hice ciertos estudios, algunos biológicos, otros meramente estadísticos. Investigación
sociológica. Empecé a correlacionar datos sobre ustedes, sobre cada miembro de su
grupo que pudimos localizar. La edad, qué hacían para ganarse la vida, cuántos estaban
cansados, número de hijos... Al cabo de un tiempo, descubrí los hechos que usted está
sondeando en este preciso momento.
Cutter se inclinó hacia Abbud y clavó la mirada en el joven.
—Usted no es un auténtico mutante, Abbud. Su grupo existe gracias a una explosión
fortuita. Es diferente de nosotros a causa de los daños sufridos por los aparatos
reproductores de sus padres. Carece de una característica específica que todos los
mutantes poseen. —Una leve sonrisa recorrió las facciones de Cutter—. Mucho de
ustedes se han casado, pero no se tiene noticia de ningún nacimiento. ¡Ni uno! ¡Ni un sólo
niño aguja! No pueden reproducirse, Abbud. Todos ustedes son estériles. Cuando mueran,
nadie les reemplazará.
»Ustedes no son mutantes. ¡Son monstruos!
Abbud gruñó roncamente y su cuerpo se puso a temblar.
—Lo estoy leyendo en su mente. —Recobró la serenidad con un esfuerzo—. Y lo ha
mantenido en secreto, ¿verdad? ¿Es el único que lo sabe?
—Alguien más lo sabe —dijo Cutter.
—¿Quién?
—Usted lo sabe. Me ha sondeado. Y como es un aguja, todos los demás...
Abbud hundió frenéticamente el fusil Slem en su estómago y disparó. Se disolvió en una
lluvia de fragmentos. Cutter retrocedió tapándose la cara con las manos. Cerró los ojos y
contuvo el aliento.
Cuando los abrió de nuevo, no había nada.
Cutter sacudió la cabeza.
—Demasiado tarde, Abbud. No reaccionaste con la suficiente rapidez. El sondeo es
instantáneo..., y Waldo está dentro del radio de acción. Vuestro sistema de
comunicaciones... Y, aunque no te hubieran captado, no van a desperdiciar la oportunidad
de detenerme.
Se produjo un ruido. Cutter se volvió. Agentes de seguridad entraron a toda prisa en el
vestíbulo. Miraron los restos esparcidos sobre el suelo, y después a Cutter.
El director Ross se dirigió hacia Cutter vacilante, confuso y agitado.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde...?
—¡Que le sondeen! —gritó Peters—. Traigan a un aguja cuanto antes. Traigan también
a Waldo. Averigüen lo que ha sucedido.
—Claro. —Cutter sonrió con ironía, sacudiendo la cabeza. Se relajó, aliviado y sereno—
. Sondéenme. No tengo nada que ocultar. Traigan a un aguja para que me sondee..., si
encuentran alguno...
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario