Philip K. Dick
No le dijeron las preguntas hasta que llegó la hora de partir. Walter Kent le apartó de
los demás, puso las manos sobre los hombros de Meredith y le miró a los ojos con
expresión concentrada.
—Recuerda que nadie ha regresado jamás. Si vuelves serás el primero; el primero en
cincuenta años.
Tim Meredith asintió, nervioso y azorado, aunque agradecía las palabras de Kent.
Después de todo, Kent era el jefe de la Tribu, un majestuoso anciano de barba y cabellos
grises. Un parche le cubría el ojo derecho, y llevaba dos cuchillos en el cinturón, en lugar
de uno solo. Y, además, se rumoreaba que sabía leer.
—El viaje apenas dura una jornada. Te daremos una pistola. Tiene balas, pero
ignoramos cuáles se conservan en buen estado. ¿Has cogido las provisiones?
Meredith metió la mano en la mochila. Sacó una lata de metal y un abridor.
—Con esto será suficiente —dijo, dándole vueltas a la lata.
—¿Y agua?
Meredith agitó su cantimplora.
—Bien. —Kent examinó al joven. Meredith calzaba botas de piel y polainas, y se cubría
con un abrigo de cuero. Un casco de metal oxidado le protegía la cabeza. Unos
binoculares sujetos por una gruesa cuerda le colgaban del cuello. Kent palmeó los
pesados guantes que cubrían las manos de Meredith—. Es el último par. Nunca más los
volveremos a ver.
—¿He de dejarlos allí?
—Confiamos en que los guantes... y tú... regreséis.
Kent le tomó del brazo y se apartaron un poco más para que nadie pudiera oírles. El
resto de la tribu, hombres, mujeres y niños, permanecía de pie en silencio a la entrada del
Refugio y les observaba. El Refugio era de hormigón reforzado por postes que se habían
añadido poco a poco. En tiempos remotos, una intrincada red de hojas y ramas colgaba
sobre la entrada, pero se habían diseminado cuando los alambres se corroyeron y se
partieron. De todos modos, ya nada podía advertir desde el cielo el pequeño círculo de
hormigón, la entrada a las vastas cámaras subterráneas donde vivía la tribu.
—Te diré las tres preguntas. —Kent se inclinó hacia Meredith—. ¿Tienes buena
memoria?
—Sí.
—¿Cuántos libros te has aprendido de memoria?
—Tan sólo los seis que me leyeron —murmuró Meredith—, pero me los sé muy bien.
—Con eso me basta. Muy bien, escúchame con atención. Nos hemos pasado un año
para decidir sobre las preguntas. Por desgracia, sólo se pueden formular tres, así que las
hemos elegido con mucha meticulosidad —y entonces susurró las tres preguntas en el
oído de Meredith.
Luego siguió un largo silencio. Meredith meditó sobre las preguntas, y las repitió en su
mente.
—¿Cree que el Gran C será capaz de contestarlas? —preguntó por fin.
—No lo sé. Son preguntas muy difíciles.
—Lo son —asintió Meredith—. Será mejor que recemos.
—Muy bien —Kent le palmeó en el hombro—. Ya puedes marchar. Si todo va bien,
estarás de vuelta dentro de dos días. Te esperaremos con impaciencia. Buena suerte,
muchacho.
—Gracias —dijo Meredith.
Caminó con parsimonia hacia los demás. Bill Gustavson le tendió una pistola sin decir
palabra, con los ojos brillantes de emoción.
—Una brújula —dijo John Page, apartándose de su mujer, mientras ofrecía a Meredith
una pequeña brújula militar.
Su mujer, una joven morena capturada a una tribu vecina, le dedicó una sonrisa
alentadora.
—¡Tim!
Meredith se volvió. Anne Fry corrió hacia él. Se cogieron de las manos.
—Todo irá bien —dijo Meredith—, no te preocupes.
—Tim —la muchacha lo miró con intensidad—, Tim, cuídate mucho. ¿Lo harás?
—Por supuesto —sonrió y acarició con torpeza el corto y espeso pelo de Anne—.
Volveré.
Sin embargo, su corazón estaba frío como un bloque de hielo. El frío de la muerte. Se
alejó bruscamente de ella.
—Adiós —se despidió de todos.
La tribu dio media vuelta y le dejó solo. La única alternativa era cumplir su misión.
Repasó las tres preguntas una vez más. ¿Por qué las habían elegido? Alguien debía ir a
formularlas. Avanzó hacia el borde del claro.
—Adiós —gritó Kent, rodeado de sus hijos.
Meredith agitó la mano. Un momento después se internó en el bosque; llevaba en una
mano el cuchillo y con la otra aferraba con fuerza la brújula.
Caminó a buen paso; cortaba con el cuchillo enredaderas y ramas que obstruían su
avance. Divisó en ocasiones algunos insectos enormes que se deslizaban entre la hierba,
incluso un escarabajo de color púrpura, casi tan grande como su puño. ¿Habían sido así
las cosas antes de la Explosión? Probablemente no. Uno de los libros que había
aprendido trataba de las formas de vida en el mundo antes de la Explosión y no recordaba
que hablara de insectos gigantescos. Le vino a la memoria que reunían a los animales en
rebaños y los mataban con regularidad. Nadie cazaba.
Acampó por la noche sobre una placa de hormigón, los restos de un edificio que ya no
existía. Se despertó dos veces al oír cosas que se movían en la oscuridad, pero ninguna
se acercó, y cuando salió el sol estaba sano y salvo. Abrió la lata y comió una ración.
Luego recogió sus cosas y prosiguió el camino. Mediado el día, el contador que llevaba
sujeto a la cintura empezó a sonar amenazadoramente. Se detuvo, tomó aliento y
reflexionó.
Estaba cerca de las ruinas, por lo que los focos de radiación serían cada vez más
numerosos. Le dio una palmadita al contador, un objeto muy necesario. Avanzó un poco y
los zumbidos enmudecieron; había rebasado el foco. Subió una elevación, abriéndose
paso entre las enredaderas. Un enjambre de mariposas aleteó ante su rostro y las
dispersó a manotazos. Al llegar a la cumbre se irguió y alzó los binoculares.
A lo lejos distinguió una mancha negra en el centro de una infinita extensión verde: un
lugar arrasado, una gran franja de tierra quemada, metal y hormigón fundidos. Contuvo el
aliento. Eran las ruinas, se aproximaba. Contemplaba por primera vez en su vida los
restos de una ciudad, las columnas truncadas y los cascotes que habían sido edificios y
calles.
De pronto, un impetuoso pensamiento cruzó por su mente. ¡Podría esconderse en lugar
de ir allí! Podía refugiarse entre los arbustos y esperar. Después, cuando todos creyeran
que había muerto, cuando los exploradores de la tribu hubieran regresado, partiría en
dirección al norte.
El norte. Sabía que existía otra tribu, una gran tribu. Entre ellos estaría a salvo. No le
encontrarían y, en cualquier caso, la tribu del norte tenía bombas y globos de bacterias. Si
conseguía llegar...
No. Inspiró profundamente. Estaba en un error. Le habían designado para este viaje.
Cada año le tocaba el turno a un joven como él, portador de tres preguntas muy
meditadas. ¿Podría responderlas el Gran C? ¿Las tres? Se decía que el Gran C lo sabía
todo. Había respondido a todo tipo de preguntas durante un siglo, en el interior de su casa
en ruinas. Si él no iba, si no enviaban a ningún joven... Se encogió de hombros.
Provocaría una segunda Explosión igual a la anterior. Ya lo había hecho una vez; no
dudaría en hacerlo de nuevo. No tenía otra elección que continuar.
Meredith bajó los binoculares y descendió por la ladera de la colina. Una enorme rata
gris pasó corriendo ante él. Sacó el cuchillo con rapidez, pero la rata no le atacó. Las
ratas eran malignas... Portaban gérmenes.
Media hora después, su contador sonó con mucha intensidad. Retrocedió. Un pozo, el
cráter de una bomba todavía sin rellenar del todo, abría su boca frente a él. Lo mejor sería
dar un rodeo. Se movió con grandes precauciones. El contador sonó una vez, pero eso
fue todo. Un rápido siseo, como el zumbido de una bala. Después, silencio. Estaba a
salvo.
A media tarde comió otra ración y bebió agua de la cantimplora. Ya no quedaba mucho;
llegaría antes del anochecer. Caminaría entre las calles destruidas hacia la masa irregular
de piedras y columnas que era su casa. Subiría la escalera. Se lo habían descrito muchas
veces. Cada piedra estaba representada en el mapa que guardaban en el Refugio.
Conocía de memoria la calle que desembocaba en la casa. Conocía las enormes puertas
derrumbadas, rotas en mil pedazos. Conocía el aspecto de los oscuros y vacíos pasillos.
Entraría en la inmensa cámara, la oscura sala poblada de murciélagos y arañas,
estremecida por el eco de los sonidos. Y allí encontraría lo que buscaba: el Gran C.
Esperaría en silencio, esperaría para escuchar las preguntas. Tres..., solo tres. Después
de escucharlas reflexionaría y meditaría. En su interior se producirían zumbidos y
destellos. Se moverían piezas, tubos, interruptores y bobinas. Los relés se abrirían y
cerrarían.
¿Sabría las respuestas?
Siguió adelante. Las ruinas aumentaban de tamaño, al otro lado del impenetrable
bosque.
El sol empezaba a palidecer cuando trepó a la cumbre de una colina de rocas y
contempló lo que mucho tiempo atrás había sido una ciudad. Sacó la linterna y la
encendió. La luz parpadeó y se debilitó; las pilas estaban casi agotadas. Pese a todo,
pudo distinguir las calles destruidas y montones de cascotes: los restos de la ciudad en la
que había vivido su abuelo.
Saltó entre las rocas y aterrizó con un golpe seco en la calle. El contador se disparó al
instante, pero lo ignoró. No había otra entrada. Por el otro lado, una barrera de escoria
cortaba el acceso. Anduvo lentamente, respirando con fuerza. Algunos pájaros se
posaban sobre las piedras a la luz incierta del crepúsculo y, de vez en cuando, un lagarto
reptaba entre los cascotes hasta desaparecer en una grieta. Existía algún tipo de vida, al
menos. Pájaros y lagartos se habían adaptado a las nuevas condiciones de vida, pero no
así los hombres y los animales de mayor tamaño. Incluso los perros salvajes se
mantenían alejados de lugares semejantes. Y ya comprendía por qué.
Siguió hacia su objetivo, alumbrándose con la débil luz de la linterna. Bordeó un
enorme cráter, parte de un refugio subterráneo. A ambos lados se alzaban cañones
semidestruidos. Ni siquiera había disparado un fusil. Su tribu tenía muy pocas armas de
metal. Dependían de lo qué ellos mismos fabricaban: lanzas, dardos, arcos y flechas,
mazas de piedra.
Un coloso, los restos de un enorme edificio, apareció ante sus ojos. La luz de la linterna
no consiguió abarcar toda su envergadura. ¿Sería la casa? No, se hallaba más lejos.
Después saltó sobre lo que había sido una barricada: planchas de metal, sacos de arena
y alambradas.
Llegó al cabo de un momento.
Se detuvo con los brazos en jarras y contempló los escalones de hormigón que
conducían hasta la negra cavidad que era la puerta. Había alcanzado su objetivo. Un
paso más y ya no podría retroceder. Si lo daba, era definitivo. La decisión estaría tomada
en cuanto, pisara los escalones. Era corta la distancia entre la puerta y el centro del
edificio.
Meredith reflexionó durante largo rato, mientras se acariciaba su barba negra. ¿Qué iba
a hacer? ¿Dar media vuelta y regresar? Podría matar con su pistola los suficientes
animales para sobrevivir. Y luego, hacia el norte...
No. Contaban con él para formular las tres preguntas. Si no lo hacía, otro le
reemplazaría tarde o temprano. Ya no podía retroceder. La decisión había sido tomada
cuando fue elegido. Ahora era demasiado tarde.
Inició el ascenso por los semidestrozados escalones a la luz de la linterna. Se detuvo
en la entrada. Distinguió algunas palabras grabadas en el hormigón. Sabía leer un poco.
¿Podría descifrarlas? Las deletreó poco a poco:
«ESTACIÓN DE INVESTIGACIÓN FEDERAL 7 ACCESO PERMITIDO PREVIA
AUTORIZACIÓN».
Las palabras no significaban nada para él, excepto, tal vez, la palabra «federal». La
había oído antes, pero no podía identificarla. Se encogió de hombros. No importaba.
Siguió adelante.
En pocos minutos se orientó por los pasillos. En una ocasión giró a la derecha por
equivocación y se encontró en un patio sembrado de piedras y alambres en el que crecían
rastrojos oscuros y pegajosos, pero después tomó la precaución de ir palpando la pared
para no apartarse de la senda correcta. A veces, el contador sonaba, pero no le hacía
caso. Por fin, una ráfaga de aire seco y fétido le golpeó en el rostro y la pared de
hormigón se terminó de repente. Había llegado. Examinó los alrededores con la linterna.
Enfrente vislumbró una abertura, una arcada. Ahí era. Levantó los ojos y descubrió más
palabras, grabadas en una plancha de metal clavada en la pared.
DIVISIÓN DE INFORMÁTICA
SÓLO SE PERMITE LA ENTRADA AL PERSONAL AUTORIZADO
ABSTÉNGANSE LOS DEMÁS
Sonrió. Palabras, símbolos, letras. Todo desaparecido, todo olvidado. Atravesó la
arcada y notó una nueva corriente de aire. Un murciélago asustado aleteó, casi rozándole.
Por el sonido de sus botas comprendió que la cámara era enorme, mucho más grande de
lo que imaginaba. Tropezó con algo y encendió la linterna en seguida.
Al principio no pudo discernir de qué objetos se trataban. La cámara estaba llena de
cosas, filas de cosas verticales, polvorientas; había cientos de ellas. Las contempló con el
ceño fruncido y meditó. ¿Qué serían? ¿Ídolos, estatuas? Luego recordó: servían para
sentarse. Filas de sillas semipodridas o rotas en pedazos. Le propinó una patada a una y
se convirtió en una nube de polvo que se disipó en las tinieblas. Lanzó una carcajada.
—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz.
Experimentó un escalofrío. Abrió la boca, pero no emitió sonido alguno. Un sudor
helado le resbaló por la piel. Tragó saliva y se cubrió los labios con sus dedos ateridos.
—¿Quién anda ahí? —repitió la voz, una voz metálica, dura y penetrante, carente de
entonación, fría e inexpresiva.
Una voz de acero y metal. Relés y conmutadores.
¡El Gran C!
Estaba aterrorizado, más aterrorizado que nunca. Su cuerpo temblaba de pies a
cabeza. Avanzó por el pasillo con paso inseguro, dejó atrás las sillas carcomidas y dirigió
el haz de luz hacia adelante.
Un panel luminoso centelleó a lo lejos, por encima de su cabeza. Se oyó un zumbido.
El Gran C volvía a la vida ante su presencia, despertaba de su letargo. Se encendieron
más luces y los sonidos de relés e interruptores se multiplicaron.
—¿Quién eres? —dijo la máquina.
—Yo... he venido a hacerte unas preguntas —Meredith caminó a tientas hacia el panel
luminoso. Se golpeó con una barra de metal y retrocedió con la intención de recuperar el
equilibrio—. Tres preguntas. He de hacértelas.
Hubo un silencio.
—Sí —dijo por fin el Gran C—. Ha llegado la hora de hacer más preguntas. ¿Las tienes
preparadas?
—Sí. Son muy difíciles. No creo que las aciertes con facilidad. Quizá, incluso, no sepas
las respuestas. Nosotros...
—responderé. Siempre he respondido. Acércate más.
Meredith se internó en el pasillo, tratando de no tropezar con la plancha de metal.
—Sí, sabré las respuestas. Crees que son difíciles. No tienes ni idea de lo que se me
ha llegado a preguntar en el pasado. Antes de la Explosión respondí a preguntas que ni
siquiera puedes concebir. Respondí a preguntas que me obligaron a reflexionar durante
días, preguntas que habrían tenido ocupados a muchos hombres durante varios meses
para hallar la respuesta.
Meredith se armó de valor.
—¿Es cierto que vienen hombres de todas las partes del mundo para nacerte
preguntas?
—Sí. Científicos de todas partes me han preguntado cosas, y yo les respondí. No hay
nada que no sepa.
—¿Cómo... cómo cobraste vida?
—¿Es una de las tres preguntas?
—No. —Meredith negó con la cabeza—. No, claro que no.
—Acércate más —dijo el Gran C—. No te veo bien. ¿Eres de la tribu que hay cerca de
la ciudad?
—Sí.
—¿Cuántos sois?
—Varios centenares.
—Estáis creciendo.
—Cada vez nacen más niños —Meredith hinchó el pecho con orgullo—. Yo he tenido
hijos de ocho mujeres.
—Maravilloso —dijo el Gran C, pero Meredith no captó la ironía.
Hubo un momento de silencio.
—Tengo un arma —confesó Meredith—. Una pistola.
—¿De veras?
—Nunca he disparado una pistola. Tenemos balas, pero aún no sé si funcionan.
—¿Cómo te llamas?
—Meredith, Tim Meredith.
—Eres un hombre joven, por supuesto.
—Sí. ¿Porqué?
—Ahora te veo muy bien —siguió el Gran C, sin hacer caso de su pregunta—. Parte de
mi instalación fue destruida en la Explosión, pero todavía puedo ver un poco. Antes
resolvía cuestiones matemáticas visualmente. Ahorraba tiempo. Veo que llevas casco y
binoculares, así como botas del ejército. ¿Dónde los conseguiste? Tu tribu no fabrica esas
cosas, ¿verdad?
—No. Las encontramos en depósitos subterráneos.
—Equipo militar salvado de la Explosión —explicó el Gran C—. Equipo de las Naciones
Unidas, a juzgar por el color.
—¿Es verdad que... que podrías provocar una segunda Explosión como la primera?
¿Podrías repetirla?
—¡Por supuesto! En cualquier momento. Ahora mismo.
—¿Cómo? —preguntó Meredith con cautela—. Dime cómo.
—Al igual que entonces —divagó el Gran C—. Ya lo hice una vez... como tu tribu sabe.
—Nuestras leyendas cuentan que el mundo estalló en llamas, que los... átomos
causaron la tragedia, que inventaste los átomos y los lanzaste sobre el mundo desde
arriba. Sin embargo, no sabemos cómo sucedió.
—Nunca te lo diré. Es demasiado terrible. Es mejor olvidar.
—Si tú lo dices, será así —murmuró Meredith—. Los hombres siempre te han
escuchado. Han venido, preguntado y escuchado.
—Hace mucho tiempo que existo —dijo el Gran C después de permanecer unos
minutos en silencio—. Recuerdo la vida antes de la Explosión. Te podría contar muchas
cosas. La vida era muy diferente en aquel entonces. Llevas barba y cazas animales en los
bosques. Antes de la Explosión no había bosques, sólo ciudades y granjas. Los hombres
iban bien afeitados. Muchos llevaban ropas blancas: eran científicos, gente muy
bondadosa. Los científicos me construyeron.
—¿Qué les sucedió?
—Se fueron —divagó de nuevo el Gran C—. ¿Te dice algo el nombre de Albert
Einstein?
—No.
—Fue el más importante de todos los científicos. ¿Seguro que no te suena el nombre?
—el Gran C parecía disgustado—. Respondí a preguntas que ni siquiera él pudo
contestar. Había otros computadores, pero ninguno tan grande como yo.
Meredith asintió con la cabeza.
—¿Cuál es tu primera pregunta? Dímela y te responderé.
El pánico hizo mella en Meredith. Sus rodillas entrechocaron.
—¿La primera pregunta? —murmuró—. Espera un momento, deja que piense.
—¿La has olvidado?
—No, pero quiero ponerlas en orden —se humedeció los labios y tiró de la barba con
nerviosismo—. Déjame pensar. La primera es la más fácil, aunque no deja de ser difícil. El
jefe de la Tribu...
—pregunta.
Meredith asintió. Levantó la vista y tragó saliva..Cuando habló lo hizo con voz seca y
ronca.
—La primera pregunta. ¿De dónde...? ¿De dónde...?
—Más alto —dijo el Gran C.
—¿De dónde viene la lluvia? —soltó Meredith después de tomar aliento.
Hubo un silencio.
—¿Lo sabes? —inquirió nervioso. Filas de luces parpadearon sobre su cabeza. El Gran
C meditaba, reflexionaba. Emitió un zumbido bajo y profundo—. ¿Sabes la respuesta?
—La lluvia proviene de la tierra, especialmente de los océanos. Se eleva en el aire por
un proceso de evaporación. El agente causante es el calor del sol. La humedad de los
océanos asciende en forma de partículas diminutas. Estas partículas, al alcanzar una
cierta altura, se introducen en una franja de aire más fría. En ese momento se produce la
condensación. La humedad se concentra en grandes nubes. Cuando existe la
concentración necesaria, el agua cae en gotas. Llamáis a estas gotas lluvia.
Meredith se frotó el mentón, pasmado, y asintió.
—Comprendo —volvió a mover la cabeza en un gesto afirmativo—. ¿Así sucede?
—Sí.
—¿Estás seguro?
—Desde luego. ¿Cuál es la segunda pregunta? Ésta no era muy difícil. No tienes ni
idea de la cantidad de conocimientos e información que tengo almacenados. En cierta
ocasión respondí preguntas que ninguno de los grandes cerebros del mundo pudo
resolver. Al menos, con la misma rapidez que yo. ¿Cuál es la siguiente pregunta?
—Ésta es mucho más difícil —Meredith dibujó una débil sonrisa. El Gran C había
respondido a la pregunta sobre la lluvia, pero quizá no supiera la respuesta a la siguiente
—Dime, si puedes, ¿por qué el Sol siempre se mueve en el cielo? ¿Por qué no se para?
¿Por qué no cae a tierra?
El Gran C emitió un singular zumbido, casi una carcajada.
—La respuesta te sorprenderá. El Sol no se mueve. De hecho, lo que tú percibes como
un movimiento no lo es en absoluto. Lo que percibes es el movimiento de la Tierra
alrededor del Sol. Como estás en la Tierra, da la impresión de que tú estás quieto y el Sol
se mueve, pero no es así. Los nueve planetas, incluyendo la Tierra, giran alrededor del
Sol en órbitas elípticas regulares. Lo han hecho durante millones de años. ¿Responde
esto a tu pregunta?
El corazón de Meredith se encogió. Empezó a temblar con violencia. Por fin, consiguió
recuperar el control.
—Apenas puedo creerlo. ¿Me dices la verdad?
—Yo sólo conozco la verdad. Me resulta imposible mentir. ¿Cuál es la tercera
pregunta?
—Espera —dijo Meredith con voz apagada—, déjame pensar un momento —se apartó
a un lado—. Debo reflexionar.
—¿Por qué?
—Espera.
Meredith retrocedió unos pasos. Se acuclilló en el suelo y fijó la vista al frente, como
aturdido. No era posible: el Gran C había respondido a las primeras preguntas sin el
menor error. ¿Cómo podía saber esas cosas? ¿Cómo era posible que alguien supiera
cosas acerca del sol o del cielo? El Gran C estaba prisionero en su propia casa. ¿Cómo
sabía que el sol no se movía? La cabeza le rodaba. ¿Cómo podía saber algo que no
había visto? Quizá gracias a los libros. Agitó la cabeza, confuso. Quizá antes de la
Explosión le habían leído libros. Frunció el ceño y apretó los labios. Probablemente sería
así. Se irguió poco a poco.
—¿Ya estás preparado? —interrogó el Gran C—. Pregunta.
—Es imposible que respondas a ésta. Ningún ser viviente lo sabe. Ahí va la pregunta:
¿cómo empezó el mundo? —Meredith sonrió—. No puedes saberlo. No existías antes que
el mundo; por tanto, es imposible que sepas la respuesta.
—Existen varias teorías. La más satisfactoria es la hipótesis nebular. Según ésta, una
gradual concentración...
Meredith escuchaba sin apenas oír las palabras, estupefacto. ¿Sería posible? ¿Sabría
el Gran C el misterio de la formación del mundo? Se obligó a prestar atención a sus
palabras.
—...si le concedemos más crédito que a las otras, existen varias formas de verificar
esta teoría. De las restantes, la más popular, aunque bastante desacreditada a estas
alturas, se refiere a que una segunda estrella se aproximó demasiado a la nuestra y
provocó un violento...
El Gran C prosiguió interminablemente, entusiasmado con el tema. Estaba claro que
disfrutaba con la pregunta. Estaba claro que era el tipo de pregunta que le habían
planteado con más frecuencia antes de la Explosión. Había respondido con la mayor
facilidad a las tres preguntas que la Tribu había preparado con tanta meticulosidad
durante todo un año. No parecía posible; Meredith se sentía desorientado.
El Gran C terminó su perorata.
—¿Y bien? ¿Estás satisfecho? Como puedes ver, sabía las respuestas. ¿Imaginaste
por un momento que no sabría contestarlas?
Meredith no dijo nada. Estaba petrificado, aterrorizado. El sudor le resbalaba por el
rostro y le caía sobre la barba. Abrió la boca, pero las palabras se negaron a salir.
—Y ahora —dijo el Gran C—, ya que he respondido a tus preguntas, haz el favor de
avanzar hacia aquí.
Meredith obedeció, rígido y con la vista fija al frente como si estuviera en trance. Las
luces se encendieron a su alrededor e iluminaron la sala. Por primera vez vio al Gran C.
Por primera vez las tinieblas retrocedieron.
El Gran C, un inmenso cubo de oxidado y deslustrado metal, descansaba sobre un
soporte elevado. Parte del techo se había desmoronado, y bloques de hormigón habían
mellado su costado derecho. Tubos de metal y piezas sueltas, destrozados y retorcidos
elementos dañados por la caída del techo, estaban diseminados en torno al soporte.
Tiempo atrás, el Gran C había sido brillante; ahora estaba sucio y manchado. Había
penetrado agua de lluvia y barro a través del techo roto. Los pájaros habían dejado como
señales de su paso plumas y excrementos. La mayoría de los cables que conectaban el
cubo con el panel de control se habían partido en el instante de la Explosión.
Pero había algo más mezclado con los restos de cable y metal amontonados alrededor
del soporte: pequeñas pirámides de huesos que dibujaban un círculo en torno al Gran C.
Huesos, trozos de tela, hebillas de cinturón, agujas, un casco, algunos cuchillos, una lata
de comida...
Los restos de los cincuenta jóvenes que habían acudido antes para formular tres
preguntas, todos rezando y confiando en que el Gran C no sabría las respuestas.
—Sube —ordenó el Gran C.
Meredith trepó al soporte. Una escalerilla de metal conducía a lo largo del cubo. Subió
por ella sin comprender lo que hacía, aturdido, con la mente en blanco, actuando como
una máquina. Una parte de la superficie de metal chirrió y se deslizó a un lado.
Meredith miró hacia abajo. Vio una remolineante cuba de líquido.
Una cuba sepultada en las entrañas del Gran C. Vaciló, se recuperó en parte y dio un
paso atrás.
—Salta —dijo el Gran C.
Meredith, con los ojos fijos en la cuba, paralizado de horror, osciló por un momento en
el borde. Notaba un zumbido en la cabeza, su visión se hacía borrosa. La sala empezó a
girar lentamente a su alrededor. Se balanceaba adelante y atrás.
—Salta —repitió el Gran C.
Saltó.
El rectángulo de metal se cerró un segundo más tarde. La superficie del cubo no
presentaba la menor rendija.
En las profundidades de la maquinaria, la cuba de ácido clorhídrico remolineó y tiró del
cuerpo inerte que yacía en su interior. El cuerpo empezó a disolverse en seguida, y los
elementos fueron absorbidos por tubos y conductos que los repartieron con gran rapidez a
todos los componentes del Gran C. El movimiento cesó por fin. El enorme cubo
enmudeció.
El último acto de la absorción consistió en la apertura de una diminuta ranura en la
parte delantera del Gran C, por la que fue arrojada, expulsada, una materia gris: huesos, y
también un casco de metal. Cayeron junto a los demás montoncitos agrupados ante el
cubo y se reunieron con los restos de los cincuenta emisarios anteriores. Entonces se
apagó la última luz y la maquinaria cesó de emitir sonidos. El Gran C inició su larga
espera de un año.
Pasado el tercer día, Kent comprendió que el joven no volverla. Regresó al Refugio con
los exploradores de la Tribu, huraño, contrito y silencioso.
—Hemos perdido otro —rezongó Page—. ¡Estaba tan seguro de que no contestaría a
esas tres! Un año de trabajo desperdiciado.
—¿Seguiremos adelante con estos sacrificios? —preguntó Bill Gustavson—. ¿Durarán
siempre, año tras año?
—Algún día daremos con una pregunta que no pueda responder —aseguró Kent—.
Entonces nos dejará en paz. Si le derrotamos, no tendremos que seguir alimentándole. ¡Si
pudiéramos encontrar la pregunta adecuada!
Anne Fry, pálida, se le acercó.
—¿Walter?
—¿Sí?
—¿Es así como... como se mantiene con vida? ¿Siempre ha dependido de nosotros?
No puedo creer que seres humanos sean capaces de mantener a esa máquina con vida.
—Debía utilizar algún alimento artificial antes de la Explosión —Kent agitó la cabeza—,
pero luego ocurrió algo. Quizá sus conductos alimentarios fueron dañados o destrozados,
y cambió sus costumbres. Supongo que fue así. Nosotros también cambiamos nuestras
costumbres. Hubo un tiempo en que los seres humanos no cazaban ni mataban animales,
como hubo un tiempo en el que el Gran C no devoraba seres humanos.
—¿Porqué... por qué desencadenó la Explosión, Walter?
—Para demostrarnos que era más fuerte que nosotros.
—¿Siempre fue más fuerte que los hombres?
—No. Dicen que, hace mucho tiempo, el Gran C no existía, que el hombre lo creó para
que le explicara cosas. Sin embargo, poco a poco se hizo cada vez más fuerte, hasta que
por fin se apoderó de los átomos.., y los átomos causaron la Explosión. Ahora se halla
fuera de nuestro alcance. Su poder nos ha convertido en esclavos. Adquirió demasiada
fuerza.
—Pero llegará un día en que no sabrá la respuesta —dijo Page.
—Y, según la tradición, nos dejará en libertad. Dejará de utilizarnos como alimento.
Page apretó los puños y volvió la vista hacia el bosque.
—Ese día no tardará en llegar. ¡Algún día encontraremos una pregunta demasiado
difícil para él!
—Pongamos manos a la obra —dijo sobriamente Gustavson—. Cuanto antes
empecemos a prepararnos para el año que viene, mejor.
FIN
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