Philip K. Dick
—La cena está preparada —dijo la señora Walton—. Ve a buscar a tu padre y dile que
se lave las manos. Aplícate el mismo cuento, jovencito. —Trasladó una cacerola
humeante a la mesa—. Le encontrarás en el garaje.
Charles vaciló. Sólo tenía ocho años y el problema que le atormentaba habría
confundido a Hillel.
—Yo... —empezó, titubeando.
—¿Qué pasa?
June Walton percibió el tono inquieto de la voz de su hijo y su busto maternal se agitó
de alarma.
—¿No está Ted en el garaje? Por el amor de Dios, estaba afilando las tijeras de podar
hace unos minutos. No habrá ido a casa de los Anderson, ¿verdad? Le dije que la cena ya
estaba en la mesa.
—Está en el garaje —contestó Charles—, pero está..., está hablando consigo mismo.
—¡Hablando consigo mismo! —La señora Walton se quitó el delantal de plástico y lo
colgó en el pomo de la puerta—. ¿Ted? Nunca habla solo. Ve a decirle que ya puede
venir. —Vertió café humeante en las tazas de porcelana azul y blanca, y procedió a servir
el maíz cubierto de crema—. ¿Qué mosca te ha picado? ¡Ve a avisarle!
—No sé a cuál de ellos decírselo —farfulló Charles, desesperado—. Los dos son
iguales.
June Walton estuvo a punto de soltar la cacerola de aluminio; por un momento, el maíz
cubierto de crema se tambaleó peligrosamente.
—Jovencito —empezó, en tono de irritación, pero Ted Walton entró en la cocina.
Aspiró el aroma de la cena y se frotó las manos.
—¡Ajá! —exclamó—. Estofado de cordero.
—Estofado de buey —murmuró June—. Ted, ¿qué estabas haciendo ahí fuera?
Ted ocupó su puesto y desdobló la servilleta.
—He afilado las tijeras de podar como una hoja de afeitar. Engrasadas y afiladas. Será
mejor que no las toques, o podrías quedarte sin mano.
Era un hombre atractivo, de treinta y pocos años, abundante cabello rubio, brazos
fuertes, manos grandes, rostro cuadrado y brillantes ojos castaños.
—Caramba, qué buen aspecto tiene este estofado. Menudo día he tenido en la oficina.
Como todos los viernes, ya sabes. El trabajo se amontona y las cuentas deben estar
terminadas a las cinco. Al McKinley afirma que el departamento podría encargarse de un
veinte por ciento más de trabajo si organizáramos la hora de comer, haciendo turnos para
que siempre se quedara alguien. —Se dirigió a Charles—. Siéntate y empecemos.
La señora Walton sirvió los guisantes congelados.
—Ted —dijo, mientras se sentaba—, ¿tienes algo en mente?
—¿En mente? —Parpadeó—. No, nada fuera de lo normal. ¿Por qué?
June Walton miró a su hijo, inquieta. Charles estaba sentado muy tieso, inexpresivo,
blanco como la tiza. No se había movido ni desdoblado la servilleta; ni siquiera había
tocado su leche. La tensión se palpaba en el aire. Charles había apartado la silla de la que
ocupaba su padre; se había encogido en un menudo bulto, lo más lejos posible de su
padre. Movió los labios, pero la mujer no pudo leer lo que estaba diciendo.
—¿Qué dices? —preguntó, inclinándose hacia él.
—El otro —murmuró Charles—. Es el otro quien ha entrado.
—¿A qué te refieres, cariño? —preguntó June Walton en voz alta—. ¿Qué otro?
Ted dio una brusca sacudida. Una extraña expresión cruzó su cara. Desapareció al
instante, pero fue suficiente para que el rostro de Ted Walton perdiera toda familiaridad.
Algo frío y extraño asomó, una masa retorcida y serpenteante. Los ojos se empañaron y
encogieron, proyectaron un brillo arcaico. El aspecto normal de un marido cansado había
desaparecido.
Y en seguida reapareció, o casi. Ted sonrió y comenzó a devorar el estofado, los
guisantes congelados y el maíz cubierto de crema. Rió, revolvió su café, bromeó y comió.
Pero algo iba terriblemente mal.
—El otro —murmuró Charles, pálido, y sus manos empezaron a temblar. De pronto, se
levantó de un salto y se apartó de la mesa—. ¡Vete! —gritó—. ¡Largo de aquí!
—Oye, ¿qué demonios te pasa? —rugió Ted, en tono amenazador. Indicó con
severidad la silla—. Siéntate y acaba tu cena, jovencito. Tu madre no la ha preparado
porque sí.
Charles salió corriendo de la cocina y subió la escalera. June Walton lanzó una
exclamación ahogada y se removió en la silla, afligida.
—¿Qué le...?
Ted siguió comiendo, con expresión ominosa y ojos sombríos.
—Ese chico necesita una lección —dijo con voz ronca—. Quizá tengamos que hablar
en privado, de hombre a hombre.
Charles se acuclilló y escuchó.
El padre-cosa subía la escalera, se acercaba cada vez más.
—¡Charles! —gritó, encolerizado—. ¿Estás ahí?
No contestó. Caminó de puntillas hacia su habitación y cerró la puerta sin hacer ruido.
Su corazón latía locamente. El padre-cosa había llegado al rellano; dentro de un momento
estaría en su cuarto.
Se precipitó hacia la ventana. Estaba aterrorizado. El impostor ya buscaba a tientas el
pomo en el pasillo a oscuras. Levantó la ventana y salió al tejado. Saltó al jardín situado
frente a la puerta principal, se tambaleó y cayó, se puso en pie y huyó de la luz que surgía
a chorros por la ventana, un parche amarillo en la negrura de la noche.
Distinguió el garaje, un cuadrado negro que se recortaba contra el horizonte. Buscó en
su bolsillo la linterna, abrió la puerta con cautela y entró.
El garaje estaba vacío. El coche estaba estacionado frente a la casa. A la izquierda
tenía el banco de trabajo de su padre. Martillos y sierras en las paredes de madera. En la
parte trasera guardaba el cortacésped, el rastrillo, la pala y el azadón. Un bidón de
queroseno. Matrículas clavadas por todas partes. El sucio suelo era de hormigón. Una
gran mancha de aceite destacaba en el centro; el haz de la linterna reveló manojos de
hierba grasienta y ennegrecida.
Nada más cruzar la puerta había un gran barril de basura. Sobre el barril se
amontonaban periódicos y revistas antiguos, cubiertos de moho y humedad. Un intenso
olor a podrido se desprendió de ellos cuando Charles los apartó. Cayeron arañas al
cemento y se escurrieron; el niño las aplastó con el pie y siguió explorando.
La visión le arrancó un grito. Soltó la linterna y retrocedió de un salto. El garaje se sumió
al instante en una oscuridad total. Se puso de rodillas con un gran esfuerzo de voluntad y
tanteó el suelo en busca de la linterna, entre las arañas y la hierba grasienta. Por fin, la
encontró. Apuntó el haz al interior del barril, al hueco que había hecho al apartar los
montones de revistas.
El padre-cosa lo había ocultado en el fondo del barril, entre hojas caducas, cartones
rotos, los restos podridos de revistas y cortinas, toda la basura del desván que su madre
había amontonado en el barril con la intención de quemarla algún día. Él lo había
encontrado, y al verlo se le revolvió el estómago. Se inclinó sobre el barril y cerró los ojos
hasta que fue capaz de volver a mirar. En el barril se hallaban los restos de su padre, su
auténtico padre. Pedazos que el padre-cosa no necesitaba. Pedazos que había
descartado.
Tomó el rastrillo y agitó los restos. Estaban secos. Crujieron y se quebraron en cuanto
el rastrillo los tocó. Eran como una piel de serpiente desechada, escamosa y crujiente al
tacto. Una piel vacía. Lo que contenía, lo realmente importante, había desaparecido. Esto
era todo cuanto quedaba, la piel frágil y crujiente, tirada en el fondo del barril de basura.
Esto era todo cuanto había dejado el padre-cosa; había devorado el resto. Se había
apoderado de lo que contenía, usurpando el lugar de su padre.
Un ruido.
Tiró el rastrillo y corrió hacia la puerta. El padre-cosa se acercaba por el sendero, en
dirección al garaje. Sus zapatos aplastaban la gravilla. Avanzaba con cierta vacilación.
—¡Charles! ¿Estás ahí? ¡Ya verás cuando te ponga la mano encima, jovencito!
La forma llena y nerviosa de su madre se recortó en la puerta de la casa.
—Ted, no le hagas daño, por favor. Está preocupado por algo.
—No voy a hacerle daño —graznó el padre-cosa. Se detuvo para encender una
cerilla—. Sólo voy a charlar un momento con él. Necesita aprender mejores modales.
Dejar la mesa así y salir corriendo en plena noche, bajando por el tejado...
Charles salió del garaje. El resplandor de la cerilla iluminó su forma. El padre-cosa
lanzó un berrido y corrió tras él.
—¡Ven aquí!
Charles corrió. Conocía el terreno mejor que el replicante de su padre; éste también
sabía muchas cosas, obtenidas del padre verdadero, pero nadie conocía el terreno mejor
que Charles. Alcanzó la valla, trepó, saltó al patio de los Anderson, dejó atrás la ropa
tendida, bajó por el sendero que rodeaba la casa y desembocó en la calle Maple.
Escuchó, agachado y sin respirar. El replicante no le había seguido. Había regresado. O
tal vez se acercaba por la acera.
Respiró hondo. Tenía que marcharse. Tarde o temprano le encontraría. Miró a izquierda
y derecha, no vio a nadie, y se alejó a toda la velocidad que le permitían sus piernas.
—¿Qué quieres? —preguntó Tony Peretti, en tono beligerante.
Tony tenía catorce años. Estaba sentado a la mesa del comedor, chapado en roble,
rodeado de libros y lápices, con medio bocadillo de jamón con manteca de cacahuete y
una coca-cola a su lado.
—Eres Walton, ¿verdad?
Tony Peretti desembalaba cocinas y neveras después del colegio en la tienda de
Johnson, en el centro de la ciudad. Era grandote y de cara ruda. Cabello negro, piel
olivácea, dientes blancos. Le había dado palizas un par de veces a Charles; se las había
dado a todos los chicos del vecindario.
Charles se encogió.
—Oye, Peretti, ¿puedes hacerme un favor?
—¿Qué quieres? —se irritó Peretti—. ¿Un moretón?
Charles, con la cabeza gacha y los puños apretados, explicó lo ocurrido con breves y
entrecortadas palabras.
Cuando terminó, Peretti silbó por lo bajo.
—No me estarás tomando el pelo...
—Es verdad —se apresuró a insistir—. Te lo enseñaré. Acompáñame y te lo enseñaré.
Peretti se puso en pie con parsimonia.
—Sí, enséñamelo. Quiero verlo.
Fue a buscar su pistola de bajo calibre a la habitación, y los dos avanzaron en silencio
por la oscura calle, en dirección a la casa de Charles. Ninguno habló mucho. Peretti
estaba absorto en sus pensamientos, con expresión seria y solemne. Charles continuaba
aturdido; su mente estaba en blanco por completo.
Entraron en el camino particular de los Anderson, atajaron por el patio posterior,
saltaron la valla y se deslizaron con cautela hacia el patio trasero de Charles. No se movía
nada. El silencio reinaba en el patio. La puerta principal de la casa estaba cerrada.
Miraron por la ventana de la sala de estar. Habían bajado las persianas, pero quedaba
una estrecha rendija de luz amarillenta. La señora Walton, sentada en el sofá, cosía una
camiseta de algodón. Su rostro expresaba tristeza y preocupación. Frente a ella estaba el
replicante. Reclinado en la butaca de su padre, sin zapatos, leía la prensa vespertina. El
televisor estaba encendido, pero nadie le hacía caso. Una lata de cerveza descansaba
sobre el brazo de la butaca. El replicante se sentaba exactamente como su padre. Había
aprendido mucho.
—Se parece a él —susurró Peretti, suspicaz—. ¿Estás seguro que no me tomas el
pelo?
Charles le condujo al garaje y le enseñó el barril de basura. Peretti hundió en el interior
sus largos brazos bronceados y sacó con mucho cuidado los restos secos y quebradizos.
Los desdoblaron hasta que se dibujó la silueta de su padre. Peretti depositó los restos en
el suelo y colocó en su sitio las partes rotas. Los restos carecían de color. Eran casi
transparentes. Un amarillo ámbar, fino como el papel. Seco y sin vida.
—Eso es todo —dijo Charles. Las lágrimas anegaron sus ojos—. Eso es todo lo que
queda de mi padre. La cosa se ha quedado con el contenido.
Peretti había palidecido. Tiró de nuevo los restos en el barril, tembloroso.
—Esto es muy fuerte —murmuró—. ¿Dices que viste a los dos juntos?
—Estaban hablando. Eran exactos. Me metí dentro. —Charles secó sus lágrimas y lloró
sin control; no podía continuar callándolo—. Le devoró mientras yo estaba dentro. Luego,
entró en casa. Fingió que era él, pero no. Le mató y devoró su contenido.
Peretti guardó silencio un instante.
—Voy a decirte algo. He oído hablar de cosas parecidas. Es un asunto feo. Debes
utilizar la cabeza y no asustarte. No estarás asustado, ¿verdad?
—No —consiguió murmurar Charles.
—Lo primero que hay que hacer es pensar en una forma de matarlo. —Agitó la
pistola—. No sé si todavía funciona. Será difícil capturar a tu padre. Era un hombre muy
grande. —Peretti reflexionó unos momentos—. Larguémonos de aquí. Podría volver. Es lo
que suelen hacer los asesinos, según dicen.
Salieron del garaje. Peretti volvió a mirar por la ventana. La señora Walton se había
levantado. Hablaba con nerviosismo. Se oían vagos sonidos. El replicante cerró el
periódico. Estaban discutiendo.
—¡Por el amor de Dios! —gritó el padre-cosa—. No cometas una estupidez semejante.
—Algo ha ocurrido —gimió la señora Walton—. Algo terrible. Deja que llame al hospital
y pregunte.
—No llames a nadie. Se encuentra bien. Jugando en la calle, probablemente.
—Nunca sale a estas horas. Nunca desobedece. Estaba terriblemente preocupado...
¡Te tenía miedo! No le culpo. —Su voz se quebró de aflicción—. ¿Qué te ha pasado?
Estás muy raro. —Salió al vestíbulo—. Voy a llamar a los vecinos.
El replicante la fulminó con la mirada hasta que desapareció. Entonces, sucedió algo
horrible. Charles lanzó una exclamación ahogada; incluso Peretti gruñó para sí.
—Mira —murmuró Charles—. ¿Qué...?
—Demonios —masculló Peretti, los ojos abiertos como platos.
En cuanto la señora Walton salió de la sala, el replicante se hundió en la butaca, como
si todos sus músculos hubieran perdido la tensión. Su boca se abrió. Sus ojos tenían una
mirada vaga. Su cabeza cayó hacia adelante, como una muñeca de trapo desechada.
Peretti se apartó de la ventana.
—Eso es —susurró—. Ésa es la explicación.
—¿Cuál? —preguntó Charles. Estaba perplejo, asustado—. Ha sido como si alguien le
hubiera cortado la energía.
—Exactamente —asintió Peretti, sombrío y estremecido—. Lo controlan desde fuera.
El horror sobrecogió a Charles.
—¿Desde fuera de nuestro planeta, quieres decir?
Peretti sacudió la cabeza.
—¡Desde fuera de la casa! Desde el patio. ¿Sabes rastrear?
—No mucho. —Charles se devanó los sesos—. Conozco a alguien que es muy bueno.
—Logró recordar el nombre—. Bobby Daniels.
—¿Ese negrito? ¿Es un buen rastreador?
—El mejor.
—Muy bien. Vamos a buscarle. Debemos encontrar lo que acecha fuera. Lo que puso
esa cosa ahí, y todavía continúa...
—Es cerca del garaje —dijo Peretti al menudo negro acuclillado a su lado en la
oscuridad—. Cuando le mató, estaba en el garaje. Mira por ahí.
—¿En el garaje? —preguntó Daniels.
—Alrededor del garaje. Walton ya está dentro. Explora los alrededores. Las cercanías.
Un pequeño macizo de flores crecía junto al garaje, y entre éste y la parte posterior de
la casa había una gran confusión de bambúes y restos desechados. La luna había salido;
una luz brumosa y fría lo bañaba todo.
—Si no lo encontramos pronto —dijo Daniels—, tendré que volver a casa. No puedo
estar levantado hasta muy tarde.
Apenas era un poco mayor que Charles. Tenía nueve años.
—Muy bien —contestó Peretti—. Empieza a rastrear.
Los tres se desplegaron y exploraron el suelo con cuidado. Daniels trabajaba a una
velocidad increíble; su cuerpo menudo se movía como una exhalación entre las flores.
Miró debajo de las rocas, bajo la casa, separó tallos de plantas, recorrió las hojas y las
hierbas con mano experta. No pasó nada por alto.
Peretti se detuvo al poco rato.
—Yo vigilaré. Podría ser peligroso. Podría aparecer el padre-cosa y tratar de
detenernos.
Se rezagó con la pistola preparada, mientras Charles y Bobby Daniels investigaban.
Charles procedía con lentitud. Estaba cansado y tenía el cuerpo entumecido y aterido de
frío.
Todo se le antojaba imposible, el padre replicante y lo sucedido con su padre, el
auténtico. Sin embargo, el terror le espoleaba. ¿Y si pasaba igual con su madre, o con él?
¿O con todo el mundo? Quizá el mundo entero.
—¡Lo he encontrado! —gritó Daniels con voz aguda—. ¡Vengan, de prisa!
Peretti levantó la pistola y se incorporó con cautela. Charles dirigió el haz de su linterna
hacia Daniels.
El negro había levantado una placa de hormigón. Un cuerpo metálico brillaba en el
suelo húmedo. Algo articulado y delgado, de innumerables patas torcidas, que cavaba
frenéticamente. Satinado como una hormiga, un bicho pardo rojizo que desapareció de
repente ante sus propias narices. Sus filas de patas excavaban y arañaban. La tierra cedió
en seguida. Su cola de aspecto mortífero se agitó con furia mientras se abría paso por el
túnel que excavaba.
Peretti volvió corriendo al garaje y tomó el rastrillo. Atrapó la cola del bicho con la
herramienta.
—¡De prisa! ¡Dispárale con la pistola!
Daniels se apoderó del arma y apuntó. El primer disparo arrancó la cola del bicho. Se
retorció frenéticamente; la cola se arrastró en vano y algunas patas se rompieron. Medía
unos treinta centímetros de largo, como un gran ciempiés. Se esforzó con desesperación
en escapar por su agujero.
—Dispara otra vez —ordenó Peretti.
Daniels volvió a utilizar la pistola. El bicho se escurrió y siseó. Su cabeza se agitaba de
un lado a otro. Mordió el rastrillo. Sus perversos ojos diminutos brillaban de odio. Atacó
unos momentos al rastrillo, sin conseguir nada. Luego, de repente, se revolvió en una
convulsión frenética que aterrorizó a los muchachos.
Algo zumbó en el cerebro de Charles, un sonido áspero y metálico, como un millón de
alambres metálicos que vibraran a la vez. La fuerza le tiró al suelo; el estruendo metálico
le aturdió y ensordeció. Se puso en pie, tambaleante, y retrocedió. Los demás le imitaron,
pálidos y temblorosos.
—Si no podemos matarlo con la pistola —dijo Daniels—, podemos ahogarlo, quemarlo
o hundirle un alfiler en el cráneo.
Se esforzó en mantener inmóvil al bicho con el rastrillo.
—Tengo un frasco con formaldehído —murmuró Daniels. Sus dedos juguetearon con la
pistola—. ¿Cómo funciona esto? Creo que no me...
Charles le arrebató la pistola.
—Yo lo mataré.
Se agachó, apuntó y cerró el dedo sobre el gatillo. El bicho se debatió. El campo de
fuerza martilleaba en sus oídos, pero no soltó la pistola. Su dedo se fue cerrando...
—Muy bien, Charles —dijo el padre-cosa.
Unos dedos poderosos paralizaron sus muñecas. El arma cayó al suelo, mientras
luchaba en vano. El replicante se precipitó sobre Peretti. El muchacho saltó y el bicho,
liberado del rastrillo, desapareció por el túnel.
—Te espera una buena zurra, Charles —tronó el padre-cosa—. ¿Qué mosca te ha
picado? Tu pobre madre está loca de preocupación.
Estaba al acecho, oculto entre las sombras. Agazapado en la oscuridad, vigilándoles.
Su voz serena y desprovista de emoción, una parodia espantosa de la de su padre,
retumbó en sus oídos mientras le arrastraba hacia el garaje. Su frío aliento, de olor dulzón,
como tierra putrefacta, bañó su rostro. Su fuerza era inmensa; no podía hacer nada.
—No opongas resistencia —dijo el ser con calma—. Entra en el garaje. Es por tu bien.
Lo sé mejor que tú, Charles.
—¿Le has encontrado? —preguntó su madre con voz nerviosa, mientras abría la puerta
trasera.
—Sí, le he encontrado.
—¿Qué vas a hacer?
—Darle una pequeña azotaina. —El replicante abrió la puerta del garaje—. En el garaje.
—Una leve sonrisa, desprovista de humor y emoción, dilató sus labios en la
semipenumbra—. Vuelve a la sala de estar, June. Yo me ocuparé de este asunto. Soy el
más adecuado. A ti nunca te gustó castigarle.
La puerta se cerró de mala gana. Cuando la luz se apagó, Peretti se agachó y tomó la
pistola. El replicante se quedó inmóvil al instante.
—Vuelvan a casa, chicos —dijo con voz rasposa.
Peretti no parecía muy decidido.
—Lárguense —repitió el replicante—. Tira ese juguete y lárgate.
Avanzó poco a poco hacia Peretti, aferrando a Charles con una mano y extendiendo la
otra hacia Peretti.
—En esta ciudad están prohibidas las pistolas de bajo calibre, hijo. ¿Tu padre sabe que
la tienes? Lo dice una ordenanza municipal. Será mejor que me la des antes que...
Peretti le disparó en el ojo.
El replicante gimió y se llevó la mano a su ojo destrozado. De repente, se abalanzó
sobre Peretti. Éste se alejó hacia el camino particular, mientras intentaba amartillar la
pistola. El replicante saltó. Sus fuertes dedos se apoderaron de la pistola. En silencio, la
rompió contra la pared de la casa.
Charles salió del trance y huyó. ¿Dónde podía ocultarse? El padre-cosa se interponía
entre él y la casa. Ya corría hacia él, una forma negra que avanzaba con cautela,
escudriñaba la oscuridad, intentaba localizarle. Charles retrocedió. Si tuviera algún sitio
donde esconderse...
Los bambúes.
Se deslizó en silencio entre los bambúes. Los tallos eran gruesos, viejos. Se cerraron
tras él con un leve crujido. El replicante buscó algo en el bolsillo. Encendió una cerilla, y
después ardió toda la caja.
—Charles —dijo—. Sé que estás por aquí. Es inútil que te escondas. Lo único que
lograrás será crearte más dificultades.
Charles se acuclilló entre los bambúes. Su corazón latía con violencia. Era como un
vertedero, rebosante de malas hierbas, basura, papeles, cajas, ropa vieja, tablas, latas,
botellas. Arañas y salamandras se arrastraban a su alrededor. El viento nocturno movía
los bambúes. Insectos y podredumbre.
Y algo más.
Una forma, una forma silenciosa e inmóvil que se alzaba entre los desperdicios como
un champiñón nocturno. Una columna blanca, una masa pulposa que brillaba a la luz de la
luna. Estaba cubierta de telarañas, como un capullo mohoso. Poseía vagos brazos y
piernas. Una cabeza a medio formar. Las facciones aún no se distinguían. Pero sabía lo
que era.
Una madre-cosa. Crecía en el terreno húmedo y podrido, entre el garaje y la casa.
Detrás de los altos bambúes.
Casi estaba terminada. En unos cuantos días alcanzaría la madurez. Aún era una larva,
blanca, blanda y pulposa. Pero el sol la secaría y calentaría. Endurecería su concha. Le
proporcionaría fuerza y un tono más oscuro. Surgiría del capullo y un día, cuando su
madre pasara junto al garaje... Detrás de la madre-cosa había otra larva blanca y pulposa,
expulsada por el bicho hacía poco. Pequeña. Acababa de nacer. Comprendió de dónde
había surgido el padre-cosa, dónde había crecido. Había madurado aquí. Y su padre se
había topado con él en el garaje.
Charles se alejó poco a poco de las tablas podridas, de los desperdicios, de la larva en
forma de champiñón. Extendió la mano para agarrarse a la valla..., y retrocedió.
Otra. Otra larva. No la había visto. No era blanca. Ya era de color oscuro. La telaraña,
la blandura pulposa, la humedad, habían desaparecido. Estaba preparada. Se movió un
poco, agitó los brazos débilmente.
El replicante de Charles.
Los tallos de bambú se separaron y el padre-cosa agarró con fuerza la muñeca del
niño.
—Quédate aquí. Es el lugar perfecto. No te muevas. —Con la otra mano arrancó los
restos del capullo que rodeaba al replicante de Charles—. Le echaré una mano. Aún está
un poco débil.
Cayó la última brizna grisácea y el replicante de Charles salió; tambaleante. Avanzó con
torpeza, mientras el padre-cosa despejaba de obstáculos el camino que le conducía a
Charles.
—Por aquí —gruñó—. Yo lo sujetaré. Cuando hayas comido, serás más fuerte.
El replicante de Charles abrió y cerró la boca. Extendió los brazos hacia Charles. El
chico se debatió, pero la inmensa mano del padre-cosa le inmovilizó.
—Basta ya, jovencito —ordenó—. Te resultará mucho más fácil si...
Chilló y se retorció. Soltó a Charles y retrocedió. Su cuerpo se agitó con violencia. Se
golpeó contra el garaje. Todos sus miembros temblaban. Rodó y sufrió convulsiones
durante un rato, presa del dolor. Lloriqueó, gimió, intentó alejarse. Poco a poco, sus
movimientos se aplacaron, hasta convertirse en un bulto silencioso. Quedó tendido entre
los bambúes y los restos podridos, el cuerpo fláccido, la cara desprovista de la menor
expresión.
Por fin, el padre-cosa cesó de moverse. Sólo se oía el leve susurro de las cañas,
mecidas por el viento.
Charles se puso en pie con movimientos torpes. Salió al camino particular. Peretti y
Daniels se acercaron con cautela, los ojos abiertos como platos.
—No te acerques —ordenó Daniels—. Aún no está muerto. Tardan un poco.
—¿Cómo lo hiciste? —murmuró Charles.
Daniels depositó el bidón de queroseno en el suelo con un gruñido de alivio.
—Lo encontré en el garaje. En Virginia, los Daniels siempre utilizábamos queroseno
para matar los mosquitos.
—Daniels vertió queroseno en el túnel del bicho —explicó Peretti todavía aturdido—.
Fue idea suya.
Daniels propinó una patada al cuerpo retorcido del padre-cosa.
—Ya ha muerto. Murió al mismo tiempo que el bicho.
—Imagino que los demás también morirán —dijo Peretti.
Apartó las cañas para examinar las larvas que crecían entre los desperdicios. Cuando
Peretti hundió el extremo de un palo en el pecho del replicante de Charles, éste no se
movió.
—Está muerto.
—Será mejor que nos aseguremos —dijo Daniels, ceñudo.
Tomó el pesado bidón de queroseno y lo arrastró hacia el borde del cañaveral.
—Dejó caer unas cerillas en el camino particular. Ve a recogerlas, Peretti.
Intercambiaron una mirada.
—Claro —dijo Peretti en voz baja.
—Sugiero que cerremos la tapa para evitar que se derrame —dijo Charles.
—Démonos prisa —replicó Peretti, impaciente.
Se puso a andar sin esperarles. Charles le siguió a toda prisa y empezó a buscar las
cerillas bajo la luz de la luna.
FIN
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