Philip K. Dick
El colegio era un fastidio, como siempre, sólo que hoy era peor. Mike Foster dejó de
tejer sus dos cestas a prueba de agua y se incorporó, mientras todos los chicos que le
rodeaban seguían trabajando. El frío sol de la tarde brillaba en el exterior del edificio de
acero y hormigón. El transparente aire del otoño realzaba los tonos verdes y marrones de
las colinas. Algunos NATS volaban perezosamente en círculos sobre la ciudad.
La inmensa y ominosa forma de la señora Cummings, la maestra, se aproximó a su
pupitre.
—Foster, ¿has terminado?
—Sí, señora —respondió. Levantó las cestas—. ¿Puedo marcharme?
La señora Cummings examinó las cestas con aire crítico.
—¿Has acabado tus trampas?
El muchacho rebuscó en su pupitre y sacó una complicada trampa para cazar animales
pequeños.
—Todo terminado, señora Cummings, y también mi cuchillo.
Le enseñó la hoja afilada del cuchillo, fabricada a partir de un bidón de gasolina
desechado. La mujer tomó el cuchillo y pasó su dedo experto sobre el filo con expresión
escéptica.
—No es lo bastante fuerte —afirmó—. Lo has afilado demasiado. Perderá el filo la
primera vez que lo utilices. Baja al laboratorio de armas y examina los cuchillos que hay.
Después, afílalo otra vez y consigue una hoja más gruesa.
—Señora Cummings, ¿puedo hacerlo mañana? —suplicó—. ¿Puedo irme ahora, por
favor?
Todos los demás alumnos contemplaban la escena con interés. Mike Foster se
ruborizó. Odiaba destacar, pero tenía que marcharse. No podía permanecer en el colegio
ni un momento más.
—Mañana es el día dedicado a cavar —rugió la señora Cummings, inexorable—. No
tendrás tiempo de trabajar en tu cuchillo.
—Lo haré después de cavar —le aseguró.
—No, cavar no es lo tuyo. —La anciana examinó los esqueléticos brazos y piernas del
chico—. Será mejor que termines hoy tu cuchillo, y pases todo el día de mañana en el
campo.
—¿De qué sirve cavar? —preguntó Mike Foster, desesperado.
—Todo el mundo debe saber cavar —respondió con paciencia la señora Cummings.
Los niños rieron. Acalló sus carcajadas con una mirada hostil—. Todos saben lo
importante que es saber cavar. Cuando la guerra empiece, toda la superficie se llenará de
escombros y desechos. Para sobrevivir, será necesario cavar, ¿verdad? ¿Alguno de
ustedes ha visto a una ardilla cavar alrededor de las raíces de las plantas? La ardilla sabe
que encontrará algo de valor bajo la superficie de la tierra. Todos seremos como ardillas.
Todos tendremos que aprender a cavar en los escombros y encontrar cosas útiles, porque
ahí es donde estarán.
Mike Foster se quedó manoseando el cuchillo con aire afligido, mientras la señora
Cummings se alejaba por el pasillo. Algunos niños le dirigieron una sonrisa de desprecio,
pero nada hizo mella en la capa de infelicidad que le recubría. Cavar no le serviría de
nada. Cuando las bombas cayeran, moriría al instante. No servirían de nada las vacunas
que le habían aplicado en los brazos, muslos y nalgas. Había malgastado el dinero
asignado. Mike Foster no viviría lo suficiente para atrapar todas las infecciones
bacteriológicas. A menos que...
Se levantó como impulsado por un resorte y siguió a la señora Cummings hacia su
escritorio.
—Por favor, debo irme —suplicó, torturado por la desesperación—. Debo hacer algo.
Los cansados labios de la señora Cummings dibujaron una mueca de irritación, pero los
ojos atemorizados del muchacho la frenaron.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Te encuentras mal?
El chico se quedó petrificado, incapaz de responder. La clase, complacida con el
cuadro, murmuró y rió hasta que la señora Cummings, irritada, golpeó en el escritorio con
un lápiz.
—Silencio —ordenó. Su voz se suavizó un ápice—. Michael, si tus reacciones son
inadecuadas, baja a la clínica psíquica. Es inútil que sigas trabajando si estás conflictuado.
La señorita Groves estará encantada de optimizarte.
—No —respondió Foster.
—En ese caso, ¿qué te pasa?
La clase se agitó. Otras voces respondieron por Foster. La desdicha y la humillación
paralizaron su lengua.
—Su padre es un anti-P —explicaron las voces—. No tienen refugio y no están
alistados en la Defensa Civil. Su padre ni siquiera ha contribuido a los NATS. No han
hecho nada.
La señora Cummings miró con asombro al muchacho silencioso.
—¿No tienen refugio?
El chico negó con la cabeza.
Una extraña sensación se apoderó de la mujer.
—Pero...
Quería decir «pero morirán en la superficie», y lo sustituyó por «pero, ¿adónde irán?»
—A ningún sitio —respondieron las dulces voces—. Todo el mundo estará en sus
refugios y él se quedará arriba. Ni siquiera tiene pase para el refugio del colegio.
La señora Cummings se quedó estupefacta. Había dado por sentado que todos los
niños del colegio tenían un pase que les permitía acceder a las intrincadas cámaras
subterráneas situadas debajo del edificio. Pero no. Sólo los niños cuyos padres
pertenecían a la DC, que contribuían a la defensa de la comunidad. Y si el padre de Foster
era un anti-P...
—Tiene miedo de estar sentado aquí —canturrearon las voces con calma—. Tiene
miedo que ocurra mientras está sentado aquí, porque los demás estarán a salvo en el
refugio.
Caminaba con parsimonia, las manos hundidas en los bolsillos, y daba patadas a las
piedras que encontraba en la acera. Anochecía. Los cohetes públicos descargaban
montones de viajeros fatigados, contentos de volver a casa después de recorrer ciento
cincuenta kilómetros desde las fábricas del oeste. Algo destelló en las lejanas colinas: una
torre de radar que giraba silenciosamente en la oscuridad. Los NATS habían aumentado
de número. Las horas del crepúsculo eran las más peligrosas. Los observadores visuales
eran incapaces de localizar los misiles de alta velocidad que se acercaban a tierra.
Suponiendo que esos misiles llegaran.
Una máquina de noticias le gritó cuando pasó. Guerra, muerte, sorprendentes armas
nuevas inventadas en la patria y en el extranjero. Hundió los hombros y continuó su
camino, dejó atrás los pequeños cascarones de hormigón que hacían las veces de casas,
todos exactamente iguales, robustas cajas reforzadas. Brillantes letreros de neón
destellaron más adelante, en la penumbra creciente: el distrito comercial, infestado de
tráfico y gente.
Se detuvo media manzana antes de llegar al laberinto de neones. A su derecha tenía un
refugio público. La entrada parecía un túnel, provista de un torniquete mecánico que
brillaba débilmente. Cincuenta centavos la entrada. Si se encontraba en plena calle y tenía
cincuenta centavos en el bolsillo, ningún problema. Había entrado en refugios públicos
muchas veces, durante los ataques ficticios. En otras ocasiones, espantosas ocasiones
dignas de una pesadilla que jamás olvidaba, no tenía los cincuenta centavos. Se había
quedado mudo y aterrorizado, mientras la gente pasaba de largo a toda velocidad y los
agudos aullidos de las sirenas sonaban por todas partes.
Continuó su camino poco a poco hasta que llegó al punto más iluminado, las enormes y
relucientes salas de exhibición de la General Electronics, que ocupaban dos manzanas,
iluminadas por todas partes, un inmenso cuadrado de color. Se detuvo y examinó por
millonésima vez las formas fascinantes, el escaparate que siempre le obligaba a detenerse
cuando pasaba.
En el centro del inmenso bloque había un único objeto, un conjunto de máquinas, vigas
de apoyo, puntales, paredes y cerraduras. Todos los reflectores apuntaban hacia él;
enormes letreros pregonaban sus mil y una ventajas..., como si pudiera existir alguna
duda.
¡EL NUEVO REFUGIO SUBTERRÁNEO A PRUEBA DE BOMBAS Y RADIACIONES, MODELO 1972, YA
HA LLEGADO! COMPRUEBE SUS INMEJORABLES PRESTACIONES:
—Ascensor automático de descenso. A prueba de averías, energía eléctrica autónoma,
cierre centralizado.
—Casco triple garantizado para soportar una presión de 5 atmósferas.
—Sistema de calefacción y refrigeración autónomo. Sistema de purificación del aire.
—Tres fases de descontaminación del agua y los alimentos.
—Cuatro fases desinfectantes de pre-exposición a las quemaduras.
—Proceso antibiótico completo.
—Cómodos plazos.
Contempló el refugio durante largo rato. En esencia, consistía en un gran depósito, con
un gollete en un extremo que era el tubo de descenso y una escotilla de huida en el otro.
Era completamente autónomo, un mundo en miniatura que suministraba su propia luz,
calor, aire, agua, medicamentos y alimentos, casi inagotables. Ya abastecido, contaba con
cintas de audio y vídeo, diversiones, camas, sillas, monitor, todo lo indispensable en un
hogar de la superficie. De hecho, era una casa subterránea. No faltaba nada que fuera
necesario o consagrado al ocio. Una familia estaría a salvo, incluso cómoda, durante el
ataque con bombas H o bacteriológicas más grave.
Costaba veinte mil dólares.
Mientras contemplaba en silencio la gigantesca muestra, un vendedor salió, camino de
la cafetería.
—Hola, hijo —saludó automáticamente cuando pasó junto a Mike Foster—. No está
mal, ¿verdad?
—¿Puedo entrar? —se apresuró a preguntar Foster—. ¿Puedo bajar?
El vendedor se detuvo cuando reconoció al muchacho.
—Tú eres aquel chico, aquel maldito chico que no deja de perseguirnos.
—Me gustaría bajar. Sólo un par de minutos. No tocaré nada, se lo prometo. No tocaré
nada.
El vendedor era un joven rubio, atractivo, de unos veintipocos años. Vaciló, indeciso. El
chico era muy pesado, pero tenía una familia, y eso significaba un cliente en perspectiva.
El negocio iba mal. Septiembre finalizaba y las ventas continuaban en descenso. Decir al
muchacho que fuera a vender sus cintas-noticiario no serviría de nada; por otra parte, era
un mal negocio alentar a los niños a que manosearan la mercancía. Hacían perder el
tiempo, rompían cosas, hurtaban objetos pequeños cuando nadie les miraba.
—Ni hablar —contestó el vendedor—. Oye, dile a tu padre que pase por aquí. ¿Ha visto
lo que tenemos?
—Sí —dijo Mike Foster con voz tensa.
—¿Qué le retiene? —El vendedor indicó con un gesto majestuoso la gran muestra
reluciente—. Le haremos un buen precio por el antiguo, teniendo en cuenta el índice de
inflación y el estado en que se encuentre.
—No tenemos ninguno —confesó Mike Foster.
El vendedor parpadeó.
—¿Cómo has dicho?
—Mi padre dice que es tirar el dinero. Dice que intentan asustar a la gente para que
compre cosas innecesarias. Dice...
—¿Tu padre en un anti-P?
—Sí —contestó Mike Foster, desolado.
El vendedor lanzó un suspiro.
—Muy bien, muchacho. Lamento que no podamos hacer negocios. No es culpa tuya.
¿Qué demonios le ocurre? ¿Contribuye a los NATS?
—No.
El vendedor maldijo por lo bajo. Un aprovechado, bien seguro porque el resto de la
comunidad entregaba el treinta por ciento de sus ingresos para mantener un sistema
defensivo constante.
—¿Qué opina tu madre? —preguntó—. ¿Está de acuerdo con él?
—Dice que... —Mike Foster se interrumpió—. ¿Puedo bajar un momento? No tocaré
nada. Sólo por esta vez.
—¿Cómo vamos a venderlo si dejamos que los niños lo toqueteen? No vamos a rebajar
el precio porque sea un modelo de demostración. Ya nos ha pasado demasiadas veces.
—La curiosidad del vendedor aumentó—. ¿Cómo se convierte uno en anti-P? ¿Siempre
ha pensado igual, o es que alguien le lavó el cerebro?
—Dice que ya han vendido a la gente todos los coches, lavadoras y televisores que
podían utilizar. Dice que los NATS y los refugios antibombas no sirven de nada, que la
gente nunca compra cosas verdaderamente útiles. Dice que las fábricas pueden seguir
produciendo fusiles y máscaras antigás sin cesar, y que mientras la gente tenga miedo los
seguirán comprando, porque piensan que si no lo hacen los matarán. Puede que un
hombre se canse de pagar un coche nuevo cada año y se detenga, pero nunca dejará de
comprar refugios para proteger a sus hijos.
—¿Y tú lo crees?
—Me gustaría tener un refugio. Si tuviéramos un refugio como ése, bajaría a dormir
cada noche. Lo tendríamos a mano cuando lo necesitáramos.
—Es posible que no haya guerra —dijo el vendedor. Intuyó la desdicha y miedo del
muchacho y le dedicó una sonrisa bondadosa—. Deja de preocuparte. Creo que ves
demasiadas películas... Sal a jugar, por ejemplo.
—Nadie está a salvo en la superficie. Debemos quedarnos abajo. Yo no tengo adónde
ir.
—Dile a tu padre que venga a echar un vistazo —murmuró el vendedor, incómodo—.
Quizá lo convenzamos. Tenemos muchas modalidades de venta a plazos. Dile que
pregunte por Bill O’Neill. ¿De acuerdo?
Mike Foster se alejó por la calle en sombras. Sabía que debía volver a casa, pero los
pies le pesaban y le dolía todo el cuerpo. El cansancio le trajo a la memoria lo que había
dicho el profesor de gimnasia el día anterior, durante los ejercicios. Estaban practicando
suspensión de la respiración; retenían el aire en los pulmones y corrían. Lo había hecho
mal. Los otros aún seguían corriendo cuando él se detuvo, expulsó el aire y se quedó
inmóvil, jadeando en busca de aliento.
—Foster —dijo el profesor, irritado—, estás muerto. Lo sabes, ¿verdad? Si hubiera sido
un ataque con gases... —Meneó la cabeza, preocupado—. Ve allí y practica tú solo. Si
quieres sobrevivir, debes mejorar.
Pero no confiaba en sobrevivir.
Cuando llegó al porche de su casa, vio que las luces de la sala de estar ya estaban
encendidas. Oyó la voz de su padre, y también la de su madre, más débilmente, desde la
cocina. Cerró la puerta y empezó a quitarse la chaqueta.
—¿Eres tú? —preguntó su padre.
Bob Foster estaba repantingado en su butaca, el regazo lleno de cintas y papeles de su
tienda de muebles.
—¿Dónde has estado? La cena está preparada desde hace media hora.
Se había quitado la chaqueta y subido las mangas de la camisa. Sus brazos eran
pálidos y delgados, pero musculosos. Estaba cansado. Tenía los ojos grandes y oscuros,
y su cabello empezaba a ralear. Movió las cintas de un montón al otro.
—Lo siento —dijo Mike Foster.
Su padre consultó el reloj de cadena; estaba seguro que era el único hombre que aún
llevaba reloj.
—Ve a lavarte las manos. ¿Qué has estado haciendo? —Escrutó a su hijo—. Estás
raro. ¿Te encuentras bien?
—He ido al centro.
—¿Para qué?
—A mirar los refugios.
Su padre, sin decir nada, tomó un fajo de documentos y los guardó en una carpeta.
Apretó los labios y profundas arrugas surcaron su frente. Resopló furioso cuando las
cintas cayeron al suelo. Se agachó para recuperarlas. Mike Foster no hizo nada para
ayudarle. Se acercó al ropero y colgó la chaqueta en la percha. Cuando se volvió, su
madre estaba dirigiendo la mesa con la cena hacia el comedor.
Comieron en silencio, concentrados en sus platos y sin mirarse.
—¿Qué viste? —preguntó por fin su padre—. Lo mismo de siempre, imagino.
—Ya han llegado los nuevos modelos del 72 —respondió Mike Foster.
—Son iguales que los modelos del 71. —Su padre tiró el tenedor con violencia. La
mesa lo capturó y absorbió—. Algunos accesorios nuevos, un poco más de cromo, y
punto. —Miró a su hijo, desafiador—. ¿Estoy en lo cierto?
Mike Foster jugueteó desmañadamente con su pollo a la crema.
—Los nuevos tienen un ascensor de descenso a prueba de averías. No puedes
quedarte a mitad de camino. Basta con entrar, y él hace el resto.
—El año que viene saldrá uno que te recogerá arriba y te bajará. Éste de ahora quedará
obsoleto en cuanto la gente lo compre. Eso es lo que quieren, que sigas comprando.
Sacan nuevos modelos lo más de prisa posible. El que has visto es de 1972, pero aún
estamos en 1971. ¿Es que no pueden esperar?
Mike Foster no contestó. Lo había oído miles de veces. Nunca había nada nuevo, sólo
cromo y accesorios, y los antiguos ya no servían para nada. La explicación de su padre
era enérgica, apasionada, casi frenética, pero carecía de sentido.
—Compremos uno antiguo, entonces —barbotó—. No me importa, cualquiera servirá.
Incluso uno de segunda mano.
—No, tú quieres uno nuevo. Brillante y reluciente, para impresionar a los vecinos.
Montones de cuadrantes, botones y aparatos. ¿Cuánto piden por él?
—Veinte mil dólares.
Su padre dejó escapar el aliento.
—Así de sencillo.
—En cómodos plazos.
—Claro. Pagas durante el resto de tu vida. Intereses, recargos... ¿Cuál es la garantía?
—Tres meses.
—¿Y qué pasa cuando se avería? Deja de purificar y descontaminar. Se cae en
pedazos en cuanto se cumplen los tres meses.
Mike Foster meneó la cabeza.
—No. Es grande y sólido.
Su padre enrojeció. Era un hombre bajo, delgado, de huesos frágiles. De repente,
pensó en las batallas perdidas que definían su vida, la lucha enconada por progresar,
siempre aferrándose a algo, un trabajo, dinero, la tienda de muebles, de tenedor de libros
a gerente, y por fin propietario.
—Nos asustan para que los engranajes sigan funcionando —gritó con desesperación a
su mujer y a su hijo—. No quieren otra depresión.
—Bob, para ya —dijo su mujer, en voz baja y con parsimonia—. No puedo aguantarlo
más.
Bob Foster parpadeó.
—¿De qué estás hablando? —murmuró—. Estoy cansado. Esos malditos impuestos.
Por culpa de las grandes cadenas, es imposible que una tienda pequeña siga abierta.
Tendría que haber una ley. —Su voz se quebró—. Creo que he perdido el apetito. —Se
levantó—. Voy a tenderme en el sofá y dormiré una siesta.
El rostro enjuto de su mujer se encendió de furia.
—¡Debes comprar uno! No soporto el modo en que hablan de nosotros. Todos los
vecinos y comerciantes, todos los que están enterados. Lo escucho en todas partes.
Desde el día que pusieron la bandera. Anti-P. El último de la ciudad. Todo el mundo
contribuye a pagar esos aparatos que vuelan ahí arriba, excepto nosotros.
—No —respondió Bob Foster—. No puedo comprarlo.
—¿Por qué?
—Porque no puedo permitírmelo —respondió con sencillez.
Se hizo el silencio.
—Lo invertiste todo en esa tienda —dijo Ruth por fin—. Y se está hundiendo. Te aferras
a ella como un náufrago a un clavo ardiendo. Nadie quiere ya muebles de madera. Eres
una reliquia... Una curiosidad.
Descargó el puño sobre la mesa, que se alzó al instante para recoger los platos sucios,
como un animal sobresaltado. Salió como una furia del comedor y volvió a la cocina. Los
platos tintineaban en el depósito de lavado mientras corría.
Bob Foster suspiró, cansado.
—No discutamos. Estaré en la sala. Déjenme dormir un par de horas. Hablaremos más
tarde.
—Siempre más tarde —comentó Ruth con amargura.
Su marido desapareció en la sala de estar, una silueta menuda, encorvada, de cabello
gris desgreñado, los omóplatos como alas rotas.
Mike se levantó.
—Voy a hacer los deberes —dijo.
Siguió a su padre, con una extraña expresión en el rostro.
La sala de estar estaba en silencio, el televisor apagado y la lámpara a la mínima
potencia. Ruth manipulaba los controles de la cocina para que preparara los platos del
mes siguiente. Bob Foster descansaba tendido en el sofá, descalzo y con la cabeza
apoyada en una almohada. Su rostro estaba pálido de cansancio. Mike vaciló un momento
antes de hablar.
—¿Puedo pedirte algo?
Su padre gruñó, se removió, abrió los ojos.
—¿Qué?
Mike se sentó frente a él.
—Cuéntame otra vez aquello de cuando le diste un consejo al presidente.
Su padre se irguió.
—Yo no le di ningún consejo al presidente. Sólo hablé con él.
—Cuéntamelo.
—Te lo he contado un millón de veces. Cada tanto, desde que eras un bebé. Tú
estabas conmigo. —Su voz se suavizó, mientras recordaba—. Eras un bebé; te
llevábamos en brazos.
—¿Qué aspecto tenía?
—Bueno —empezó su padre, deslizándose en una rutina que había practicado y pulido
durante años—, más o menos como en la tele. Un poco más bajo.
—¿Por qué vino aquí? —preguntó Mike con avidez, aunque conocía casi todos los
detalles. El presidente era su héroe, el hombre que más admiraba en el mundo—. ¿Por
qué vino a nuestra ciudad desde tan lejos?
—Iba de gira. —La amargura se insinuó en la voz de su padre—. Pasó por casualidad.
—¿Qué clase de gira?
—Recorría todo el país, visitando ciudades. —La amargura se intensificó—. Quería ver
cómo nos iba. Quería comprobar si habíamos comprado suficientes NATS, refugios
antibombas, vacunas antibacterias, máscaras antigás e instalaciones de radar para repeler
los ataques. La General Electronics Corporation empezaba a montar sus grandes salas de
muestra, todo brillante, reluciente y caro. El primer equipo defensivo para uso doméstico.
—Torció los labios—. Todo en cómodos plazos. Anuncios, carteles, focos, gardenias y
platos gratis para las señoras.
Mike Foster contuvo el aliento.
—Ése fue el día que recibimos nuestra Bandera de Preparación —dijo, emocionado—.
Ése fue el día que vino a entregarnos la bandera. Y la izaron en el centro de la ciudad.
Todo el mundo gritaba y lanzaba hurras.
—¿Te acuerdas?
—Creo... Creo que sí. Recuerdo a la gente y ruidos. Y hacía calor. Fue en junio,
¿verdad?
—El 10 de junio de 1965. Un gran acontecimiento. Por aquel entonces, pocas ciudades
tenían la gran bandera verde. La gente aún compraba coches y televisores. No habían
descubierto que aquellos días habían terminado. Los televisores y los coches son útiles...
Puedes fabricar y vender tantos como quieras.
—Te dio a ti la bandera, ¿verdad?
—Bueno, nos la dio a todos los comerciantes. La Cámara de Comercio lo había
arreglado. Competencia entre las ciudades, a ver quién compra más en menos tiempo.
Mejorar la ciudad al tiempo que se estimulan los negocios. Tal como enfocaban el asunto,
la idea era que, si debíamos comprar nuestras máscaras antigás y nuestros refugios
antibombas, debíamos cuidarlos bien. Como si alguna vez hubiéramos estropeado los
teléfonos o las aceras, o las autopistas, porque el Estado las proporcionaba. O los
ejércitos. ¿Acaso no han existido siempre los ejércitos? ¿Acaso los gobiernos no han
organizado siempre a los ciudadanos para la defensa? Supongo que la defensa cuesta
demasiado. Supongo que ahorran un montón de dinero, disminuyen la deuda nacional
gracias a esto.
—Cuéntame lo que dijo —susurró Mike Foster.
Su padre buscó la pipa y la encendió con dedos temblorosos.
—Dijo: «Aquí tienen su bandera, muchachos. Han hecho un buen trabajo.» —Bob
Foster tosió cuando aspiró el acre humo de la pipa—. Estaba bronceado, tenía la cara
colorada, no se cortaba un pelo. Sudaba y sonreía. Sabía tratar a la gente. Conocía a
mucha gente por el nombre. Contó un chiste divertido.
El chico tenía los ojos abiertos de par en par.
—Vino de tan lejos y habló contigo.
—Sí, hablé con él. Todos gritaban y lanzaban hurras. Se izó la bandera verde, la gran
Bandera de la Preparación.
—Y tú dijiste...
—Yo le dije: «¿Eso es todo lo que nos ha traído? ¿Un trozo de tela verde?» —Bob
Foster apretó la pipa—. Fue entonces cuando me convertí en un anti-P, aunque en aquel
momento no lo supe. Sólo sabía que nos habían dejado solos, de no ser por un trozo de
tela verde. En lugar de un país, una nación, ciento setenta millones de personas
coordinadas para defenderse, éramos un montón de pequeñas ciudades aisladas,
pequeños fuertes amurallados. Como en la Edad Media. Con ejércitos aislados de los
demás...
—¿Volverá algún día el presidente?
—Lo dudo. Estaba... Estaba de paso.
—Si vuelve —susurró Mike, nervioso, sin atreverse a albergar esperanza alguna—,
¿iremos a verle?
Bob Foster se incorporó. Sus brazos huesudos eran de color blanco. Su rostro enjuto
estaba demacrado por la preocupación. Y la resignación.
¿Cuánto valía ese maldito trasto que viste? —preguntó con voz ronca—. El refugio
antibombas.
El corazón de Mike dejó de latir.
—Veinte mil dólares.
—Hoy es jueves. Iremos a verlo el sábado. —Bob Foster dio unos golpecitos en su pipa
casi apagada—. Lo compraré a plazos. Ya se acerca la temporada de ventas de otoño.
Suele irme bien... La gente compra muebles de madera para regalar en Navidad. —Se
levantó con brusquedad—. ¿Trato hecho?
Mike no pudo responder, sólo asentir con la cabeza.
—Bien —dijo su padre, con patética jovialidad—. Ya no tendrás que ir a mirar el
escaparate.
El refugio fue instalado (pagando otros doscientos dólares) por una eficiente brigada de
operarios ataviados con guardapolvos marrones, que llevaban escritos en la espalda las
palabras GENERAL ELECTRONICS. Repararon con celeridad el patio trasero, colocaron en su
sitio los arbustos, alisaron la superficie y deslizaron respetuosamente la factura por debajo
de la puerta principal. El camión de reparto, ya vacío, se alejó calle abajo y el barrio quedó
en silencio de nuevo.
Mike Foster estaba con su madre y un grupo de vecinos admirados en el porche
posterior de la casa.
—Bien —dijo por fin la señora Carlyle—, ya tienen refugio. El mejor del mercado.
—Ya lo creo —reconoció Ruth Foster. Era muy consciente de la gente que la rodeaba;
hacía mucho tiempo que no se congregaban tantos vecinos en su casa. Se sentía
embargada de una sombría satisfacción, cercana al resentimiento—. Esto ya es otra cosa
—dijo con aspereza.
—Sí —corroboró el señor Douglas desde la calle—. Ahora ya tienen un sitio donde ir. —
Tomó el grueso libro de instrucciones que los operarios habían dejado—. Dice que pueden
abastecerlo para un año. Pueden vivir ahí abajo doce meses sin necesidad de subir ni una
vez. —Sacudió la cabeza, admirado—. El mío es un modelo antiguo, del 69. Sólo tiene
autonomía para seis meses. Me parece que...
—Para nosotros es suficiente —le interrumpió su mujer, con cierto anhelo en la voz—.
¿Podemos bajar a verlo, Ruth? Está preparado, ¿verdad?
Mike emitió un sonido estrangulado y saltó hacia adelante. Su madre sonrió.
—Él será el primero en bajar a verlo. En realidad, es para él.
El grupo de hombres y mujeres, cruzados de brazos para protegerse del frío viento de
septiembre, aguardó y contempló al muchacho, mientras éste se acercaba a la boca del
refugio y se detenía a unos pasos de distancia.
Entró en el refugio con cautela, casi temeroso de tocar algo. La boca era grande para
él; había sido construida de modo que un adulto entrara sin problemas. En cuanto pisó el
ascensor, éste descendió con un silbido hacia el fondo del refugio. El ascensor cayó sobre
los amortiguadores y el chico salió dando tumbos. El ascensor volvió a la superficie y, al
mismo tiempo, selló la parte subterránea del refugio, mediante una impenetrable capa de
acero y plástico levantada en la estrecha boca.
Las luces se encendieron automáticamente. El refugio estaba vacío. Aún no habían
bajado los suministros. Olía a barniz y a grasa de motor. Los generadores zumbaban bajo
sus pies. Su presencia activó los sistemas de purificación y descontaminación. Medidores
y cuadrantes empotrados en la pared de hormigón entraron en acción.
Se sentó en el suelo, las rodillas levantadas, el rostro solemne, los ojos abiertos como
platos. Sólo se oía el ruido de los generadores; estaba aislado del mundo por completo.
Se encontraba en un pequeño cosmos autónomo. Tenía todo cuanto necesitaba, bueno, lo
tendría dentro de poco: comida, agua, aire, cosas que hacer. Nada era más preciso. Podía
extender la mano y tocar todo lo que necesitaba. Podía quedarse hasta el fin del tiempo,
sin moverse. Sin que le faltara nada, sin miedo, acompañado por el ruido de los
generadores y las paredes ascéticas que le rodeaban por todas partes, tibias, cordiales,
como un recipiente vivo.
Lanzó un grito de júbilo que rebotó de pared en pared. El eco le ensordeció. Cerró los
ojos y apretó los puños. Una inmensa alegría le invadió. Volvió a gritar y dejó que los ecos
se derramaran sobre él, su voz reforzada por las paredes próximas, sólidas,
increíblemente poderosas.
Los chicos del colegio se enteraron antes que llegara por la mañana. Le saludaron
cuando se acercó, todos sonrientes y dándose codazos.
—¿Es verdad que han comprado un nuevo modelo General Electronics S-72? —
preguntó Earl Peters.
—Es verdad —respondió Mike. Su corazón se henchió de una confianza que jamás
había poseído—. Vengan a verlo —dijo con tanta indiferencia como logró fingir—. Se los
enseñaré.
Siguió adelante, consciente de sus caras envidiosas.
—Bien, Mike —dijo la señora Cummings, cuando iba a salir de la clase al finalizar la
jornada—. ¿Cómo te sientes?
Se detuvo junto a su escritorio, tímido y embargado de un silencioso orgullo.
—Muy bien —admitió.
—¿Ya contribuye tu padre a los NATS?
—Sí.
—¿Y has conseguido un pase para el refugio del colegio?
Exhibió con alegría la pequeña cinta azul que rodeaba su muñeca.
—Ha enviado un cheque al Ayuntamiento por todo. Dijo: «Ya que he llegado hasta aquí,
no cuesta nada continuar hasta el final.»
—Ya tienes todo cuanto poseen los demás. —La anciana sonrió—. Me alegro mucho.
Ya eres un pro-P, aunque no exista esa expresión. Eres... como todos los demás.
Al día siguiente, las máquinas de noticias propagaron a los cuatro vientos que los rusos
habían inventado los proyectiles perforadores.
Bob Foster estaba de pie en medio de la sala de estar, la cinta-noticiario en las manos,
su flaco rostro congestionado de furia y desesperación.
—¡Es un complot, maldita sea! —su voz adquirió un tono histérico—. Acabamos de
comprar ese trasto y fíjate. ¡Fíjate! —Tiró la cinta a su mujer—. ¿Lo ves? ¡Te lo dije!
—Ya lo he visto —se revolvió Ruth—. Estarás pensando que el mundo aguardaba tu
reacción. No paran de mejorar las armas, Bob. La semana pasada fueron las escamas
que envenenan las semillas. Hoy, los proyectiles perforadores. No esperarás que el
progreso se detenga porque cambiaste de opinión por fin y compraste un refugio,
¿verdad?
El hombre y la mujer se miraron.
—¿Qué demonios vamos a hacer? —preguntó Bob Foster en voz baja.
Ruth volvió a la cocina.
—Me han dicho que van a sacar adaptadores.
—¡Adaptadores! ¿Qué quieres decir?
—Para que la gente no tenga que comprar nuevos refugios. Vi un anuncio en la tele.
Van a sacar al mercado una especie de parrilla mecánica, en cuanto el gobierno lo
apruebe. Se extienden sobre el terreno e interceptan los proyectiles perforadores. Los
interceptan, detonan en la superficie, y no se introducen en el refugio.
—¿Cuánto valen?
—No lo han dicho.
Mike Foster estaba sentado en el sofá, muy atento. Se había enterado de la noticia en
el colegio. Estaban pasando la prueba sobre las bayas, examinando muestras de bayas
silvestres para diferenciar las inofensivas de las tóxicas, cuando el timbre anunció una
asamblea general. El rector leyó la noticia sobre los proyectiles perforadores y pronunció
una breve conferencia sobre el tratamiento de urgencia que debía aplicarse a la nueva
variante del tifus, desarrollada en fechas recientes.
Sus padres continuaron discutiendo.
—Tendremos que comprar uno —dijo con calma Ruth Foster—. De lo contrario, dará
igual que tengamos o no un refugio. Los proyectiles perforadores fueron diseñados a
propósito para penetrar en la superficie y buscar el calor. En cuanto los rusos hayan
producido...
—Compraré uno —dijo Bob Foster—. Compraré una parrilla antiproyectiles y lo que
haga falta. Compraré todo lo que saquen al mercado. Nunca dejaré de comprar.
—No es para tanto.
—Este juego posee una auténtica ventaja sobre vender coches y televisores a la gente.
Con algo así, debemos comprar. No es un lujo, algo grande y reluciente que impresione a
los vecinos, algo superfluo. Si no compramos, morimos. Siempre se ha dicho que la forma
de vender algo es crear anhelo en la gente. Crear una sensación de inseguridad, como
decirles que huelen mal o tienen un aspecto ridículo. Esto deja en pañales al desodorante
o la brillantina. Es imposible escapar. Si no compras, te matarán. La campaña publicitaria
perfecta. Compra o muere, el nuevo lema. Pon en tu patio trasero un nuevo refugio
antibombas de la General Electronics, o te matarán.
—¡Deja de hablar así! —gritó Ruth.
Bob Foster se dejó caer en la silla de la cocina.
—Muy bien. Me rindo. Picaré el anzuelo.
—¿Comprarás una? Creo que se pondrán a la venta en Navidad.
Había una extraña expresión en su rostro.
—Compraré uno de esos malditos trastos en Navidad, como todo el mundo.
Los adaptadores fueron un éxito.
Mike Foster caminaba lentamente por la calle abarrotada de gente. Era diciembre y
anochecía. Los adaptadores brillaban en todos los escaparates. De todas las formas y
tamaños, para toda clase de refugios. De todos los precios, para todas las economías. La
muchedumbre estaba alegre y emocionada, todo sonrisas, cargada de paquetes y abrigos,
la típica muchedumbre de todas las Navidades. Copos de nieve pintaban de blanco el aire.
Los coches avanzaban con precaución por las calles abarrotadas. Luces, letreros de neón
e inmensos escaparates iluminados brillaban por todas partes.
Su casa estaba oscura, silenciosa. Sus padres aún no habían llegado. Los dos estaban
trabajando en la tienda. El negocio iba mal y su madre había sustituido a uno de los
empleados. Mike alzó la mano hacia la cerradura codificada y la puerta se abrió. La estufa
automática había conservado la casa caliente y confortable. Se quitó la chaqueta y dejó
los libros.
No permaneció en la casa mucho rato. Salió por la puerta trasera al porche, con el
corazón acelerado.
Se obligó a detenerse, dar media vuelta y entrar de nuevo en la casa. Era mejor no
apresurarse. Había planificado cada momento, desde el instante en que vio el eje del túnel
recortarse contra el cielo nocturno. Había convertido el proceso en un arte; no había
emoción desperdiciada. Había dotado de belleza todos sus movimientos. La abrumadora
sensación de presencia cuando el túnel del refugio se cerraba a su alrededor. La helada
corriente de aire que se producía cuando el ascensor descendía hasta el fondo.
Y la grandeza del refugio en sí.
Cada tarde, en cuanto llegaba, se enterraba bajo la superficie, encerrado y protegido en
su silencio de acero, igual que desde el primer día. Ahora, la cámara estaba llena. Llena
de ingentes cantidades de comida, almohadas, libros, cintas de audio y vídeo, cuadros en
las paredes, telas de alegres colores y texturas, incluso jarrones con flores. El refugio era
su lugar, donde se acurrucaba rodeado de todo lo que necesitaba.
Demorándose lo máximo posible, recorrió la casa y buscó entre las cintas de audio.
Estuvo sentado en el refugio hasta la hora de la cena, escuchando «Wind in the willows».
Sus padres sabían donde encontrarle; siempre estaba en el mismo sitio. Dos horas de
felicidad ininterrumpida, a solas en el refugio. Y después, cuando la cena terminaba, volvía
de nuevo hasta la hora de acostarse. En ocasiones, por la noche, cuando sus padres
dormían, se levantaba con sigilo y se acercaba a la boca del refugio, y descendía a las
profundidades. Se escondía hasta el amanecer.
Encontró la cinta y salió corriendo al patio. Feas nubes negras cruzaban el cielo
grisáceo. Las luces de la ciudad se encendían poco a poco. El patio se veía frío y hostil.
Avanzó con paso vacilante hacia los peldaños..., y se quedó petrificado.
Distinguió una enorme cavidad bostezante, una boca vacía, sin dientes, abierta al cielo
de la noche. No había nada más. El refugio había desaparecido.
Permaneció inmóvil durante una eternidad, la cinta aferrada en su mano, la otra
apoyada sobre la barandilla del porche. La noche cayó. El hueco se disolvió en la
oscuridad. Todo el mundo se hundió en el silencio y las tinieblas abismales. Salieron
algunas estrellas. Se encendieron las luces de las casas próximas, frías y débiles. El
muchacho no vio nada. Estaba inmóvil, el cuerpo rígido como una piedra, contemplando el
gran pozo que había sustituido al refugio.
De pronto, su padre apareció junto a él.
—¿Cuánto rato llevas aquí? —preguntó su padre—. ¿Cuánto rato, Mike? ¡Contéstame!
Mike consiguió reponerse con un violento esfuerzo.
—Has vuelto pronto —murmuró.
—Me fui de la tienda a propósito. Quería estar aquí cuando tú... llegaras a casa.
—Ya no está.
—Sí. —La voz de su padre era fría, desprovista de emoción—. El refugio ya no está. Lo
siento, Mike. Les llamé y dije que se lo llevaran.
—¿Por qué?
—No podía pagarlo, sobre todo en Navidad, ahora que todo el mundo compra esas
parrillas. No podía competir con ellas. —Su voz se quebró—. Fueron muy legales. Me
devolvieron la mitad del dinero. —Su voz adquirió un tono irónico—. Sabía que si hacía un
trato con ellos antes de Navidad, saldría mejor librado. Podrán vendérselo a otra persona.
Mike no dijo nada.
—Intenta comprenderlo —continuó su padre—. Tuve que invertir todo el capital que
pude reunir en la tienda. Tenía que sacarla adelante. Era la tienda o el refugio. Y si elegía
el refugio...
—Nos quedábamos sin nada.
Su padre le apretó el brazo.
—Y en ese caso, también habríamos tenido que desprendernos del refugio. —Sus
fuertes y delgados dedos se hundieron espasmódicamente en su piel—. Ya eres mayor
para entender las cosas... Compraremos otro más adelante, quizá no el más grande, pero
algo. Fue un error, Mike. El maldito adaptador acabó de estropearlo todo. Seguiré
contribuyendo a los NATS, y pagaré tu pase del colegio. No se trata de una cuestión de
principios —terminó, desesperado—. No puedo hacer nada. ¿Lo entiendes, Mike? Tenía
que hacerlo.
Mike se apartó de él.
—¿Adónde vas? —Su padre le persiguió—. ¡Vuelve aquí!
Intentó atrapar a su hijo, pero en la oscuridad tropezó y cayó. Las estrellas le cegaron
cuando su cabeza golpeó contra una esquina de la casa. Se puso en pie con gran
esfuerzo y buscó algún apoyo.
Cuando recobró la vista, el patio estaba vacío. Su hijo se había ido.
—¡Mike! —gritó—. ¿Dónde estás?
No obtuvo respuesta. El viento de la noche acumuló nubes de nieve a su alrededor; el
aire frío transportaba un sabor amargo. Viento y oscuridad, nada más.
Bill O’Neill examinó el reloj de pared. Eran las nueve y media. Ya podía cerrar las
puertas y clausurar el gigantesco almacén. Echar a las ruidosas multitudes y volver a
casa.
—Gracias a Dios —exclamó, mientras sostenía la puerta para que saliera la última
anciana, cargada con paquetes y regalos. Tecleó el código de cierre y bajó la persiana—.
Menuda turba. Nunca había visto a tanta gente junta.
—Asunto concluido —dijo Al Connors desde la caja registradora—. Voy a contar el
dinero. Ve a echar un vistazo. Asegúrate que no quede ni uno.
O’Neill se alisó el cabello y se aflojó la corbata. Encendió un cigarrillo con ansia y fue a
inspeccionar la tienda. Comprobó los interruptores, apagó los escaparates. Por fin, se
acercó al gigantesco refugio antibombas que ocupaba el centro de la planta.
Subió la escalerilla hasta la boca y entró en el ascensor. Un segundo después se
encontraba en el interior del refugio, similar a una caverna.
En un rincón, Mike Foster estaba acurrucado, las rodillas apretadas contra la barbilla,
rodeando con sus brazos huesudos los tobillos. Tenía la cabeza gacha; sólo se veía su
cabello castaño enmarañado. No se movió cuando el vendedor se acercó, estupefacto.
—¿Qué demonios haces aquí? —preguntó O’Neill, sorprendido e irritado. Su furia
aumentó—. Creía que habían comprado uno. —Entonces, recordó—. Ah, ya. Nos lo
devolvieron.
Al Connors hizo acto de presencia.
—¿Qué te retiene? Salgamos de aquí y... —Vio a Mike y se quedó sin habla—. ¿Qué
hace ése aquí abajo? Échale y larguémonos.
—Vamos, muchacho —dijo O’Neill con suavidad—. Es hora de volver a casa.
Mike no se movió.
Los dos hombres intercambiaron una mirada.
—Creo que tendremos que sacarle a rastras —dijo Connors. Se quitó la chaqueta y la
tiró sobre el aparato de descontaminación—. Vamos. Acabemos de una vez.
Tuvieron que hacerlo los dos. El muchacho luchó con desesperación, sin decir palabra,
utilizando las uñas, los pies y hasta los dientes cuando le agarraron. Le arrastraron hasta
el ascensor y consiguieron activar el mecanismo. O’Neill fue con él; Connors le siguió a
continuación. Cargaron al muchacho hasta la puerta, le sacaron y aseguraron los cerrojos.
—Uau —jadeó Connors, desplomándose sobre el mostrador. Tenía la manga
desgarrada y un corte en la mejilla. Sus gafas colgaban de una oreja. Tenía el pelo
desgreñado y estaba agotado—. ¿Crees que deberíamos llamar a la policía? Ese chico no
está en sus cabales.
O’Neill, jadeante, se apoyaba en la puerta y escudriñaba la calle. Vio al chico sentado
en la acera.
—Sigue ahí —murmuró.
La gente empujaba al chico por todas partes. Por fin alguien se detuvo y le levantó. El
muchacho se soltó y desapareció en la oscuridad. La persona que le había ayudado
recogió sus paquetes, vaciló un instante y prosiguió su camino. O’Neill apartó la vista.
—Vaya complicación. —Se secó la cara con el pañuelo—. Nos enfrentó.
—¿Que le pasaba? No dijo ni una palabra.
—Es muy desagradable devolver cosas en Navidad —contestó O’Neill. Tomó su
chaqueta con mano temblorosa—. Es una pena. Ojalá hubieran podido quedárselo.
Connors se encogió de hombros.
—O pagas, o estás fuera.
—¿Por qué no les ofrecimos un trato especial? Tal vez... —O’Neill se esforzó en buscar
las palabras—. Tal vez sería mejor vender el refugio a precio de mayorista para esa gente.
Connors le dirigió una mirada iracunda.
—¿A precio de mayorista? Todo el mundo se apuntaría. No sería justo. ¿Cuánto tiempo
aguantaría el negocio? ¿Cuánto tiempo duraría la GEC?
—No mucho, imagino —admitió O’Neill.
—Utiliza la cabeza —rió Connors—. Necesitas un buen trago. Acompáñame al ropero.
Tengo guardada una botella de Haig & Haig. Te pondrá en forma antes de volver a casa.
Lo necesitas.
Mike Foster vagaba sin rumbo por las calles, entre las multitudes de gente que volvían a
casa después de las compras. No veía nada. La gente le empujaba, pero no se daba
cuenta. Luces, gente contenta, las bocinas de los coches, el rumor de los semáforos. Su
mente estaba vacía, muerta. Caminaba como un autómata, sin conciencia ni sentimientos.
A su derecha, un letrero de neón parpadeaba en la oscuridad. Un letrero enorme,
brillante y llamativo:
PAZ EN LA TIERRA A LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD
REFUGIO PÚBLICO
ENTRADA 50 CENTAVOS
FIN
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