Philip K. Dick
Los ojos azules de Jill Herrick se llenaron de lágrimas. Miró a su marido con indecible
horror.
—Eres... ¡Eres horrible! —aulló.
Lester Herrick continuó trabajando, disponiendo notas y gráficas en montones precisos.
—Horrible es un juicio de valor —afirmó—. No contiene información objetiva. —Envió un
informe grabado sobre la vida parasitaria de Centauro mediante la computadora de su
escritorio—. Una simple opinión. La expresión de una emoción, nada más.
Jill se dirigió con pasos vacilantes hacia la cocina. Movió la mano para poner en marcha
la cocina. Las cintas transportadoras de la pared cobraron vida con un zumbido y
expidieron alimentos para la cena desde los congeladores subterráneos.
—¿Ni siquiera por un tiempo breve? —suplicó a su marido por última vez—. ¿Ni
siquiera...?
—Ni siquiera por un mes. Díselo cuando venga. Si no te atreves, yo lo haré. No quiero
tener a un niño dando vueltas por aquí. Tengo demasiado trabajo. Este informe sobre
Betelgeuse XI ha de estar listo dentro de diez días. —Lester introdujo una cinta sobre
utensilios fosilizados de Fomalhaut en el ordenador—. ¿Qué le pasa a tu hermano? ¿Es
incapaz de cuidar a su propio hijo?
Jill se frotó sus ojos hinchados.
—¿Es que no lo entiendes? ¡Quiero que Gus venga! Le pedí a Frank que le diera
permiso. Y ahora, tú...
—Me sentiré muy feliz cuando cumpla la edad de ser entregado al gobierno. —Lester
hizo una mueca de desagrado—. Maldita sea, Jill, ¿aún no está preparada la cena? ¡Han
pasado diez minutos! ¿Qué le pasa a esa cocina?
—Está casi a punto.
En la cocina se encendió una luz roja. El robocamarero había surgido de la pared y
esperaba para recoger la comida.
Jill se sentó y se sonó con furia. Lester seguía trabajando en la sala de estar,
imperturbable. Su trabajo. Sus investigaciones. Día tras día. Lester se estaba labrando un
brillante futuro; no existía duda. Su cuerpo flaco se hallaba inclinado como un resorte
espiral sobre la computadora; sus fríos ojos grises asimilaban febrilmente la información,
analizaban, calculaban. Sus facultades conceptuales funcionaban como una maquinaria
bien engrasada.
Los labios de Jill temblaban de rencor y desdicha. Gus... El pequeño Gus. ¿Cómo iba a
decírselo? Nuevas lágrimas anegaron sus ojos. Nunca vería de nuevo a la rechoncha
criatura. Nunca podría volver..., porque sus risas y juegos infantiles molestaban a Lester.
Interferían en sus investigaciones.
La luz de la cocina pasó a verde. La comida salió expedida a los brazos del robocriado.
La cena fue anunciada por leves tintineos.
—Ya lo oigo —rezongó Lester. Desconectó la computadora y se puso en pie—.
Supongo que llegará mientras estemos cenando.
—Puedo videofonar a Frank y pedirle...
—No. Lo mejor será darlo por concluido cuanto antes. —Lester movió la cabeza con
impaciencia en dirección al robot—. Muy bien. Sírvenos. —Sus labios finos se fruncieron
de cólera—. ¡No pierdas el tiempo, maldita sea! ¡Quiero volver a mi trabajo!
Jill reprimió sus lágrimas.
El pequeño Gus entró arrastrando los pies cuando terminaban de cenar.
Jill lanzó un grito de alegría.
—¡Gussie! —Se precipitó a estrecharle entre sus brazos—. ¡Estoy tan contenta de
verte!
—Cuidado con mi tigre —murmuró Gus. Dejó caer sobre la alfombra su pequeño gato
gris, que corrió a refugiarse bajo el sofá—. Se ha escondido.
Lester echó chispas por los ojos mientras contemplaba al niño y el extremo de la cola
gris que sobresalía del sofá.
—¿Por qué le llamas tigre? No es más que un vulgar gato callejero.
Gus se revolvió, ofendido.
—Es un tigre. Tiene rayas.
—Los tigres son amarillos y mucho más grandes. Ya es hora que aprendas a llamar a
las cosas por su nombre.
—Por favor, Lester... —suplicó Jill.
—Cállate —le espetó su marido—. Gus es lo bastante mayor para desechar ilusiones
infantiles y desarrollar una orientación realista. ¿En qué fallarán los analistas psíquicos?
¿Acaso no eliminan estas tonterías?
Gus corrió a tomar su gato.
—¡Déjale en paz!
Lester contempló el gato. Una extraña y fría sonrisa se dibujó en sus labios.
—Baja al laboratorio alguna vez, Gus. Te enseñaremos montones de gatos. Los
utilizamos en nuestras investigaciones. Gatos, cobayas, conejos...
—¡Lester! —chilló Jill—. ¡Eres un maldito!
Lester lanzó una breve carcajada. Se levantó de repente y volvió a su escritorio.
—Desaparezcan. Debo acabar estos informes. Y no te olvides de decírselo a Gus.
—¿Decirme qué? —preguntó Gus, excitado. Sus mejillas enrojecieron y sus ojos
brillaron—. ¿Qué es? ¿Algo para mí? ¿Un secreto?
Un peso enorme oprimió el corazón de Jill. Apoyó la mano con fuerza en el hombro del
niño.
—Ven, Gus. Nos sentaremos en el jardín y te lo diré. Trae... Trae a tu tigre.
Un chasquido. El videotransmisor de emergencia se iluminó. Lester se puso en pie al
instante.
—¡Cállense! —Corrió hacia el aparato, respirando con agitación—. ¡Que nadie hable!
Jill y Gus se detuvieron en la puerta. Un mensaje confidencial surgió de la ranura y cayó
en la bandeja. Lester lo tomó y rompió el precinto. Lo examinó con suma concentración.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jill—. ¿Malas noticias?
—¿Malas? —Un brillo interior iluminaba el rostro de Lester—. No, ni mucho menos. —
Consultó su reloj—. Justo a tiempo. Veamos, necesitaré...
—¿Qué pasa?
—Me voy de viaje. Estaré ausente dos o tres semanas. Rexor IV se halla dentro de la
zona cartografiada.
—¿Te vas a Rexor IV? —Jill aplaudió de alegría—. ¡Oh, siempre he querido ver un
sistema viejo, ciudades y ruinas antiguas! Lester, ¿puedo acompañarte? ¿Puedo ir
contigo? Nunca hemos hecho vacaciones, y siempre me prometiste...
Lester Herrick contempló a su mujer, patidifuso.
—¿Tú? ¿Tú, acompañarme? —Lanzó una desagradable carcajada—. Date prisa y
hazme el equipaje. He esperado esta oportunidad durante mucho tiempo. —Se frotó las
manos, satisfecho—. El niño puede quedarse aquí hasta que yo vuelva, pero ni un
segundo más. ¡Rexor IV! ¡Estoy impaciente!
—Debes hacer algunas concesiones —dijo Frank—. Al fin y al cabo, es un científico.
—No me importa —dijo Jill—. Voy a dejarle, en cuanto regrese de Rexor IV. Ya me he
decidido.
Su hermano calló, absorto en sus pensamientos. Estiró los pies sobre el césped del
pequeño jardín.
—Bueno, si le dejas podrás casarte de nuevo. Todavía estás clasificada como
sexualmente adecuada, ¿verdad?
—Ya puedes apostar por ello —afirmó Jill—. No tendría ningún problema. Quizá
encuentre a alguien que quiera tener hijos.
—Piensas demasiado en los niños —observó Frank—. A Gus le encanta venir a verte,
pero no le gusta Lester. Les le mortifica.
—Lo sé. Con él ausente, esta semana pasada ha sido una delicia. —Jill acarició su liso
cabello rubio, sonrojándose—. Me he divertido. Me he sentido viva otra vez.
—¿Cuándo volverá?
—En cualquier momento. —Jill cerró los puños—. Llevamos casados cinco años y cada
año ha sido peor que el anterior. Es tan..., tan inhumano. Frío e insensible. Él y su trabajo.
Día y noche.
—Les es ambicioso. Quiere llegar a la cumbre de su especialidad. —Frank encendió un
cigarrillo con movimientos perezosos—. Un trepador. Bien, tal vez lo consiga. ¿En qué
trabaja?
—Toxicología. Fabrica nuevos venenos para los militares. Inventó el sulfato de cobre
despellejador que utilizaron contra Calisto.
—Es un campo muy restringido. Fíjate en mí. —Frank se apoyó contra la pared de la
casa, satisfecho—. Hay miles de abogados de Seguridad. Podría trabajar cinco años sin
llamar la atención. Con eso me contento. Hago mi trabajo. Lo disfruto.
—Ojalá Lester pensara como tú.
—Quizá cambie.
—Nunca cambiará —dijo Jill con amargura—. Ahora lo sé. Por eso he tomado la
decisión de dejarle. Siempre será igual.
Lester Herrick volvió de Rexor IV convertido en un hombre diferente. Exhibió una
sonrisa radiante y depositó la maleta antigravitatoria en brazos del robocriado.
—Gracias.
Jill se quedó sin habla.
—¡Les! ¿Qué...?
Lester la saludó con una leve inclinación del sombrero.
—Buenos días, querida. Estás guapísima. Tus ojos son claros y azules. Brillan como un
lago virginal, alimentado por ríos procedentes de las montañas. —Olió el aire—. ¿Olfateo
acaso un delicioso plato, calentándose en el horno?
—Oh, Lester. —Jill parpadeó, indecisa. Una débil esperanza creció en su pecho—.
Lester, ¿qué te ha pasado? Estás... muy diferente.
—¿De veras, querida? —Lester paseó por la casa, tocando los objetos y exhalando
suspiros—. Mi querida casa, tan dulce y entrañable. No sabes lo maravilloso que es estar
aquí. Créeme.
—Tengo miedo de creerlo —respondió Jill.
—¿De creer qué?
—Que hablas en serio. Que ya no eres como antes, como siempre has sido.
—¿Cómo era?
—Mezquino. Mezquino y cruel.
—¿Yo? —Lester frunció el ceño y se frotó los labios—. Ummm. Interesante. —Sonrió—.
Bueno, eso pertenece al pasado. ¿Qué hay para cenar? Me muero de hambre.
Jill no dejó de mirarle con incertidumbre mientras se dirigía a la cocina.
—Lo que te apetezca, Lester. Ya sabes que nuestra cocina cubre toda la lista de platos
selectos.
—Por supuesto. —Lester carraspeó—. Bien, ¿qué te parece solomillo en su punto,
cubierto de cebollas? Con salsa de champiñones, panecillos y café caliente. Y de postre,
sugiero helado y pastel de manzana.
—Nunca te importó demasiado la comida —dijo Jill, con aire pensativo.
—¿No?
—Siempre decías que ojalá se pudieran administrar tomas de alimentación por vía
intravenosa. —Examinó a su marido con suma curiosidad—. Lester, ¿qué ha pasado?
—Nada. Nada en absoluto.
Lester sacó su pipa y la encendió con rapidez y cierta torpeza. Cayeron algunas hebras
de tabaco sobre la alfombra. Se agachó nerviosamente y trató de recogerlas.
—Dedícate a tus cosas y no te preocupes por mí, te lo ruego. Tal vez pueda ayudarte a
preparar... Quiero decir, ¿puedo ayudarte en algo?
—No. Ya me encargo yo. Sigue con tu trabajo, si quieres.
—¿Trabajo?
—Tus investigaciones sobre las toxinas.
—¡Toxinas! —Lester se mostró confuso—. ¡Por el amor de Dios! Toxinas. ¡Al diablo con
ellas!
—¿Cómo dices, querido?
—Es que, en este momento, me siento muy cansado. Trabajaré más tarde. —Lester
vagó sin rumbo por la habitación—. Creo que me sentaré y disfrutaré de estar en casa de
nuevo. Lejos de ese horrible Rexor IV.
—¿Era horrible?
—Espantoso. —Lester hizo una mueca de desagrado—. Seco y muerto. Viejo.
Reducido a pulpa por el viento y el sol. Un lugar temible, querida mía.
—Lo siento. Siempre quise visitarlo.
—¡Dios no lo quiera! —exclamó Lester de todo corazón—. Tú te quedarás aquí,
querida. Conmigo. Juntos..., los dos. —Paseó la mirada por la habitación—. Sí, los dos. La
Tierra es un planeta maravilloso. Húmedo y lleno de vida. —Una sonrisa de felicidad
iluminó su cara—. Perfecto.
—No lo entiendo —dijo Jill.
—Repite todo lo que recuerdes —dijo Frank. Su lápiz robot se preparó—. Siento
curiosidad por los cambios que has observado en él.
—¿Por qué?
—Por nada. Sigue. ¿Dices que advertiste en seguida que estaba distinto?
—Me di cuenta al instante, por la expresión de su rostro. No era dura ni práctica, sino
plácida, relajada, tolerante, serena.
—Entiendo —dijo Frank—. ¿Qué más?
Jill miró con nerviosismo al interior de la casa.
—No nos puede oír, ¿verdad?
Estaban en el patio posterior.
—No. Está jugando con Gus en la sala de estar. Hoy son hombres-nutria venusinos. Tu
marido ha construido un tobogán para nutrias en el laboratorio. Le vi desempaquetándolo.
—Su conversación.
—¿Su qué?
—La forma en que habla. Las palabras que elige, palabras que nunca había empleado.
Frases nuevas, metáforas. Nunca le oí utilizar una metáfora en los cinco años que vivimos
juntos. Decía que la metáforas eran inexactas, engañosas y...
—¿Y qué?
El lápiz escribía sin cesar.
—Son palabras extrañas. Palabras antiguas. Palabras que ya no se oyen.
—¿Fraseología arcaica? —preguntó Frank, tenso.
—Sí. —Jill paseaba arriba y abajo del jardín, con las manos hundidas en los bolsillos de
sus pantalones de plástico—. Palabras pomposas, como...
—¿Como extraídas de un libro?
—¡Exacto! ¿Te has dado cuenta?
—Sí —respondió Frank, con expresión sombría—. Sigue.
Jill dejó de caminar.
—¿Qué piensas? ¿Tienes una teoría?
—Quiero más datos concretos.
Jill reflexionó.
—Juega con Gus. Juega y bromea. Y..., come.
—¿Es que no comía antes?
—No como ahora. Ahora, le encanta comer. Va a la cocina y prueba combinaciones
incesantemente. Él y la cocina se alían para preparar toda clase de platos exóticos.
—Me pareció que había engordado.
—Ha engordado cinco kilos. Come, sonríe y ríe. Se muestra muy atento en todo
momento. —Jill desvió la vista con timidez—. Hasta es..., ¡romántico! Siempre dijo que eso
era irracional. Y ya no le interesa su trabajo, sus investigaciones sobre las toxinas.
—Entiendo. —Frank se mordió el labio—. ¿Algo más?
—Hay algo que me sorprende mucho. Lo he observado en infinidad de ocasiones.
—¿Qué es?
—Parece tener extraños lapsos de...
Sonó un estallido de carcajadas. Lester Herrick, con los ojos brillantes de alegría, salió
corriendo de la casa, seguido del pequeño Gus.
—¡Les vamos a dar una noticia! —exclamó Lester.
—Una notisia —repitió Gus.
Frank dobló sus notas y las guardó en el bolsillo de la chaqueta. El lápiz se precipitó
detrás de ellas.
—¿Cuál es? —preguntó Frank, levantándose.
—Dila tú.
Lester tomó a Gus de la mano y le hizo avanzar.
La cara regordeta de Gus mostró una mueca de concentración.
—¡Voy a vivir con ustedes! —anunció. Escrutó ansiosamente laexpresión de Jill—.
Lester me da permiso. ¿Puedo, tía Jill?
Una inmensa alegría henchió el corazón de Jill. Su mirada se desvió de Gus a Lester.
—¿Lo dices..., lo dices en serio?
Su voz era casi inaudible. Lester la rodeó con el brazo y la estrechó contra él.
—¡Pues claro que lo digo en serio! —Su mirada era cálida, llena de comprensión—.
Nosotros somos incapaces de tomarte el pelo, querida.
—¡No te tomamos el pelo! —gritó Gus, excitado—. ¡Se acabaron las tomaduras de pelo!
—Lester, Jill y el niño se abrazaron—. ¡Nunca más!
Frank se mantenía algo apartado, con el semblante hosco. Jill lo advirtió y avanzó hacia
él.
—¿Qué pasa? —tartamudeó—. ¿Algo va...?
—Cuando hayas terminado —dijo Frank a Lester Herrick—, me gustaría que me
acompañaras.
Un escalofrío atenazó el corazón de Jill.
—¿Qué sucede? ¿Puedo venir yo también?
Frank denegó con la cabeza. Avanzó hacia Lester de forma amenazadora.
Vamos, Herrick. Tú y yo vamos a hacer un pequeño viaje.
Los tres agentes de la Seguridad Federal tomaron posiciones a pocos pasos de Lester
Herrick, con los vibrotubos preparados.
El director de Seguridad, Douglas, examinó a Herrick durante largo rato.
—¿Está seguro? —dijo por fin.
—Absolutamente —afirmó Frank.
—¿Cuándo regresó de Rexor IV?
—Hace una semana.
—¿Y el cambio fue perceptible al instante?
—Su esposa lo notó en cuanto le vio. No cabe duda que se produjo en Rexor. —Frank
hizo una significativa pausa—. Y usted ya sabe lo que eso quiere decir.
—Lo sé.
Douglas caminó lentamente alrededor del hombre sentado, y le examinó desde todos
los ángulos.
Lester Herrick se hallaba sentado en silencio, con la chaqueta pulcramente doblada
sobre la rodilla. Descansaba las manos sobre su bastón de puño de marfil; tenía el rostro
sereno e inexpresivo. Vestía un traje gris claro, corbata de tonos apagados, puños dobles
y lustrosos zapatos negros. No decía nada.
—Sus métodos son sencillos y precisos —dijo Douglas—. Extraen y almacenan, en
alguna especie de suspensión, los contenidos psíquicos originales. La introducción de los
contenidos substitutivos es instantánea. Es muy probable que Lester Herrick se encontrara
vagando por las ruinas de alguna ciudad de Rexor, haciendo caso omiso de las
precauciones de seguridad, escudo o pantalla manual, y le atraparon.
El hombre sentado se movió.
—Me gustaría mucho comunicarme con Jill —murmuró—. Se estará poniendo nerviosa.
Frank se volvió, con una mueca de repulsión.
—Santo Dios, continúa fingiendo.
El director Douglas se contuvo con un enorme esfuerzo.
—Desde luego, es algo asombroso. No se producen cambios físicos. Lo miras y no
adviertes nada. —Avanzó hacia el hombre sentado, con expresión dura—. Escúchame,
sea cual sea tu nombre. ¿Entiendes lo que digo?
—Por supuesto —contestó Lester Herrick.
—¿De veras crees que te vas a salir con la tuya? Atrapamos a los otros..., los que te
precedieron. A todos. Incluso antes que llegaran. —Douglas sonrió con frialdad—. Los
vibrodesintegramos uno tras otro.
Lester Herrick palideció. El sudor perló su frente. Lo secó con un pañuelo de seda que
sacó del bolsillo superior de la chaqueta.
—¿Sí? —murmuró.
—Usted no nos engaña. Toda la Tierra está en alerta contra los rexorianos. Me
sorprende que consiguiera abandonar Rexor. Herrick debió haberse comportado con
extrema imprudencia. Neutralizamos a los demás a bordo de la nave. Los devolvimos al
espacio.
—Herrick tenía una nave particular —murmuró el hombre sentado—. Burló la estación
de control. No existen registros de su llegada. No fue detectado.
—¡Fríanlo! —graznó Douglas.
Los tres agentes de Seguridad levantaron sus tubos y dieron un paso adelante.
—No. —Frank sacudió la cabeza—. No podemos. La situación es muy complicada.
—¿Qué quiere decir? ¿Por qué no podemos? Freímos a los demás...
—Fueron apresados en el espacio. Estamos en la Tierra. No se aplican las leyes
militares, sino las leyes de la Tierra. —Frank indicó al hombre sentado con un ademán—.
Y ocupa un cuerpo humano. Se halla bajo las leyes civiles normales. Debemos demostrar
que no es Lester Herrick..., que es un rexoriano infiltrado. Es difícil, pero posible.
—¿Cómo?
—Su mujer. La mujer de Herrick. Su testimonio. Jill Herrick puede dar cuenta de las
diferencias entre Lester Herrick y esta cosa. Ella lo sabe..., y creo que podremos
clarificarlo en el juicio.
Caía la tarde. Frank mantenía el crucero de superficie a escasa velocidad. Ni él ni Jill
hablaban.
—Eso lo explica todo —dijo por fin Jill, pálida. Sus ojos secos y brillantes no delataban
la menor emoción—. Sabía que era demasiado estupendo para ser cierto. —Intentó
sonreír—. Parecía maravilloso.
—Lo sé —asintió Frank—. Es una situación terrible. Si al menos...
—¿Por qué? —preguntó Jill—. ¿Por qué ese hombre..., esa cosa lo hizo? ¿Por qué se
adueñó del cuerpo de Lester?
—Rexor IV es viejo. Muerto. Un planeta agonizante. La vida se está extinguiendo.
—Ahora lo recuerdo. Él... dijo algo parecido. Algo acerca de Rexor. Que estaba
contento de haberse marchado.
—Los rexorianos son una raza antigua. Los pocos que quedan son débiles. Han
intentado emigrar durante siglos, pero sus cuerpos son demasiado frágiles. Algunos
trataron de emigrar a Venus..., y murieron en el acto. Inventaron este sistema hace más o
menos un siglo.
—Pero sabe mucho sobre nosotros. Habla nuestro idioma.
—Pero sin dominarlo. Los cambios que mencionaste, la extraña dicción. Los rexorianos
sólo poseen un vago conocimiento de los seres humanos. Una especie de abstracción
ideal, extraída de los objetos terrícolas que han llegado a Rexor, libros en especial; datos
secundarios de este tipo. La idea rexoriana de la Tierra se basa en clásicos literarios de la
Tierra, novelas románticas del pasado. Idioma, costumbres y modales de los viejos libros
terrícolas.
»Eso explica el extraño arcaísmo de esa cosa. Había estudiado la Tierra, de acuerdo,
pero de una manera indirecta y engañosa. —Frank sonrió con ironía—. Los rexorianos
llevan un atraso de doscientos años..., y eso nos da una ventaja. Así podemos detectarlos.
—¿Esto... suele suceder? ¿Es frecuente? Parece increíble. —Jill se frotó la frente,
cansada—. Es como un sueño. Cuesta comprender que haya ocurrido de veras. Estoy
empezando a entender lo que significa.
—La galaxia está llena de formas de vida alienígenas. Seres parasitarios y destructivos.
La ética terrícola no les es aplicable. Debemos mantenernos en constante vigilancia.
Lester deambuló por Rexor sin sospechar nada..., y esta cosa le expulsó de su cuerpo y lo
ocupó.
Frank miró a su hermana. El rostro de Jill no expresaba la menor emoción. Un rostro
severo, de grandes ojos, pero sosegado. Estaba sentada muy erguida, con la vista
clavada en el frente y sus pequeñas manos enlazadas sobre el regazo.
—Lo haremos de tal forma que no te sea preciso acudir al juicio en persona —prosiguió
Frank—. Grabas en vídeo la declaración y la presentaremos como prueba. Estoy seguro
que tu declaración bastará. El tribunal federal nos ayudará en todo lo que pueda, pero
debe tener alguna prueba para seguir adelante.
Jill no dijo nada.
—¿Qué opinas? —preguntó Frank.
—¿Qué ocurrirá después que el tribunal tome una decisión?
—Le administraremos un vibrorrayo. Destruiremos la mente rexoriana. Un patrullero
terrícola de Rexor IV enviará una expedición para localizar los..., hum..., contenidos
originales.
Jill tragó saliva. Se volvió hacia su hermano, asombrada.
—¿Quieres decir...?
—Oh, sí. Lester está vivo. En suspensión, en alguna parte de Rexor. En una de las
ciudades derruidas. Tendremos que obligarles a que nos lo entreguen. No querrán, pero lo
harán. Ya lo han hecho otras veces. Después, volverá contigo, sano y salvo. Igual que an-
tes. Y esta horrible pesadilla que estás viviendo pasará a formar parte del pasado.
—Entiendo.
—Ya hemos llegado.
El crucero se detuvo ante el imponente edificio de la Seguridad Federal. Frank salió en
seguida y abrió la puerta a su hermana. Jill bajó lentamente.
—¿De acuerdo? —preguntó Frank.
—De acuerdo.
Cuando ambos entraron en el edificio, agentes de seguridad les guiaron entre las
pantallas de comprobación. Recorrieron largos pasillos. Los tacones altos de Jill
resonaban en el siniestro silencio.
—Menudo lugar —comentó Frank.
—Es tenebroso.
—Considéralo una comisaría de policía con pretensiones. —Frank se detuvo ante una
puerta custodiada—. Es aquí.
—Espera. —Jill retrocedió, con una mueca de pánico—. Yo...
—Esperaremos a que te sientas preparada. —Frank indicó al agente de seguridad que
se marchara—. Lo comprendo. Es un mal asunto.
Jill se quedó quieta un momento, con la cabeza gacha. Respiró profundamente y cerró
los puños. Alzó la barbilla con firmeza.
—Adelante.
—¿Estás dispuesta?
—Sí.
Frank abrió la puerta.
—Vamos a ello.
El director Douglas y los tres agentes de seguridad se volvieron expectantes cuando Jill
y Frank entraron.
—Bien —murmuró Douglas, aliviado—. Empezaba a preocuparme.
El hombre sentado se levantó poco a poco y tomó su chaqueta. Apretó con dedos
tensos el bastón con pomo de marfil. No dijo nada. Contempló en silencio a la mujer que
entraba en la habitación, seguida de Frank.
—Ésta es la señora Herrick —dijo Frank—. Jill, te presento al director de seguridad
Douglas.
—He oído hablar de usted —dijo Jill en voz baja.
—Entonces, ya sabrá cuál es nuestro trabajo.
—Sí, sé cuál es su trabajo.
—Este asunto es muy desagradable. Ya ha ocurrido en anteriores ocasiones. No sé lo
que Frank le habrá dicho...
—Me ha explicado la situación.
—Bien —suspiró Douglas—, me alegro. No resulta fácil de explicar. Ya comprenderá,
pues, lo que queremos. Los casos anteriores fueron neutralizados en el espacio. Les
administramos una dosis de vibrotubos y recuperamos los contenidos originales. Esta vez,
sin embargo, debemos proceder siguiendo los conductos legales. —Douglas tomó una
grabadora de vídeo—. Necesitamos su declaración, señora Herrick. Como no se han
producido alteraciones físicas, carecemos de pruebas directas para apoyar nuestro caso.
Sólo podemos presentar ante el tribunal su testimonio acerca de la alteración del carácter.
Extendió la grabadora. Jill la tomó, despacio.
—No cabe duda que su testimonio será aceptado por el tribunal. Éste nos dejará las
manos libres y procederemos en consecuencia. Si todo va bien, confiamos en que todo
vuelva a ser exactamente como antes.
Jill contempló en silencio al hombre que se hallaba de pie en un rincón, con la chaqueta
y el bastón en la mano.
—¿Como antes? —dijo—. ¿Qué quiere decir?
—Como antes del cambio.
Jill se volvió hacia el director Douglas. Dejó la grabadora sobre la mesa con absoluta
calma.
—¿A qué cambio se refiere?
Douglas palideció y se humedeció los labios. Todos los ojos estaban clavados en Jill.
—El cambio producido en él. —Señaló al hombre.
—¡Jill! —gritó Frank—. ¿Qué te pasa? —Avanzó rápidamente hacia ella—. ¿Qué
demonios estás haciendo? ¡Sabes muy bien a qué cambio nos referimos!
—Pues me extraña —dijo Jill, con aire pensativo—. Yo no he notado ningún cambio.
Frank y el director Douglas intercambiaron una mirada.
—No lo entiendo —murmuró Frank, desconcertado.
—Señora Herrick... —empezó Douglas.
Jill se acercó al hombre que esperaba en silencio en el rincón.
—¿Nos vamos, querido? —preguntó, tocándole el brazo—. ¿Existe algún motivo que
impida a mi marido salir de aquí?
El hombre y la mujer caminaban en silencio por la calle oscura.
—Bien, vamos a casa —dijo Jill.
—Hace una tarde espléndida —comentó el hombre, mirándola. Respiró profundamente
y se llenó los pulmones de aire—. La primavera se acerca..., me parece. ¿No es cierto?
Jill asintió con la cabeza.
—¿Vamos a pie? ¿Está lejos?
—No mucho.
El hombre la miró con una expresión seria en el rostro.
—Estoy en deuda contigo, querida —dijo.
Jill asintió con la cabeza.
—Me gustaría darte las gracias. Debo admitir que no esperaba este...
Jill se volvió bruscamente.
—¿Cómo te llamas? ¿Cuál es tu nombre auténtico?
Los ojos grises del hombre destellaron. Una leve, tierna y hermosa sonrisa se dibujó en
sus labios.
—Me temo que no serías capaz de pronunciarlo. Los sonidos no pueden formarse...
Jill guardó silencio mientras continuaban caminando, absorta en sus pensamientos. Las
luces de la ciudad empezaban a encenderse, como brillantes puntos amarillos en la
oscuridad.
—¿Qué piensas? —preguntó el hombre.
—Estaba pensando que te seguiré llamando Lester —respondió Jill—. Si no te importa.
—No me importa —dijo el hombre.
La rodeó con el brazo y la atrajo hacia él. La miró con ternura mientras se adentraban
en la oscuridad, entre las luces amarillas que señalaban el camino.
—Lo que tú desees. Todo cuanto te haga feliz.
FIN
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