Philip K. Dick
—¿Qué clase de nave es ésa? —preguntó el capitán Shure, mirando fijamente la
pantalla, sin soltar el sintonizador de precisión. El piloto Nelson miró por encima de su
hombro.
—Espere un momento.
Giró la cámara de control y tomó una foto de la pantalla. La inst a n t ánea desapareció
por el tubo de mensajes, rumbo a la sala de mapas.
—Tranquilícese. Barnes nos dará una identificación.
—¿Qué están haciendo ahí? ¿Qué quieren? Han de saber que el sistema de Sirio está
cerrado.
—Fíjese en los costados, hinchados como globos. —Nelson recorrió la pantalla con el
dedo—. Es un carguero. Observe el tamaño. Una nave de carga.
—Pues fíjese en eso.
Shure giró el ampliador. La imagen de la nave aumentó de tamaño hasta llenar la
pantalla.
—Observe esos salientes.
—¿Qué quiere decir?
—Armas pesadas. Antihundimientos. Para disparar en el espacio. Es un carguero, pero
también va armado.
—Piratas, tal vez.
—Es posible. —Shure jugueteó con el micrófono de comunicaciones—. Estoy tentado de
llamar a la Tierra.
—¿Por qué?
—Tal vez se trate de una nave exploradora. Los oj os de Nelson destellaron.
—¿Cree que nos están sondeando? Y si hay más, ¿por qué no los detecta nuestra
pantalla?
—Puede que el resto se baile fuera del campo visual.
—¿A más de dos años luz? He puesto los radares al máximo. Y son los mejores que
existen.
La identificación procedente de la sala de mapas surgió del tubo y cayó sobre la mesa.
Shure abrió el sobre y examinó la hoja con toda rapidez. Después, se la pasó a Nelson.
—Mire.
La nave era del tipo utilizado en Adharan. De primera clase, perteneciente a un grupo de
cargueros nuevos. Barnes había escrito de su puño y letra: «Se supone que no va armada.
Habrán añadido el cañón. Los cargueros de Adharan no suelen llevar armas».
—Entonces, no es un cebo —murmuró Shure—. Podemos descartarlo. ¿Qué pasa en
Adharan? ¿Por qué aparece una nave de Adharan en el sistema de Sirio? La Tierra cerró
esta región hace años. Han de saber que aquí no pueden comerciar.
—Nadie sabe gran cosa sobre Adharan. Participó en la Conferencia Comercial Galáctica,
pero eso es todo.
—¿De qué raza son los adharanos?
—Del tipo arácnido. Típico de esta zona. Provienen de la rama Gran Murzim. Son una
variante del Murzim original, y muy reservados. Estructura social compleja, pautas muy
rígidas. Un colectivo regido por un estado orgánico.
—Quiere decir que son como insectos.
—Supongo que sí. En cierta manera son lémures.
Shure miró atentamente la pantalla. Redujo la ampliación y observó lo que ocurría con
atención. La cámara siguió automáticamente a la nave de Adharan, alineada en línea
recta con ella. La nave adharana era negra, maciza, fea en comparación con la lisa nave
terrícola. Parecía un gusano bien alimentado, y sus hinchados costados eran casi esféricos.
Alguna luz de posición parpadeaba de vez en cuando, a medida que la nave se aproximaba
al planeta más exterior del sistema de Sirio. Se movía con lentitud y cautela, como
tanteando el terreno. Entró en la órbita del décimo planeta y empezó a maniobrar para
descender. De los cohetes de frenado brotaron chorros rojizos. El enorme gusano derivó
hacia la superficie del planeta.
—Van a aterrizar —murmuró Nelson.
—Estupendo. Se quedarán inmóviles. Los tendremos a tiro.
El carguero adharano se posó sobre la superficie del décimo planeta. Sus cohetes
enmudecieron. De ellos surgió una nube de partículas de escape. El carguero había
aterrizado entre dos cordilleras, sobre una árida extensión de arena grisácea. La superficie
del décimo planeta era, en su mayor parte, árida. No existía vida, atmósfera ni agua. El
planeta se componía principalmente de roca, fría roca gris, con sombras y oquedades
enormes. Una superficie insalubre, corroída, hostil y pelada.
De repente, la nave adharana cobró vida. Las escotillas se abrieron. Diminutos puntos
negros salieron a toda prisa de la nave. Los puntos se hicieron cada vez más numerosos,
una lluvia de manchas vomitadas por el carguero y que traqueteaban sobre la arena. Algu-
nas llegaron a las montañas y desaparecieron entre los cráteres y los picachos. Otras se
lanzaron hacia el lado opuesto y se perdieron en las largas sombras.
—Que me aspen —murmuró Shure—. Esto no tiene sentido. ¿Qué buscarán? Hemos
peinado estos planetas milímetro a milímetro. Ahí no hay nada que valga la pena.
—Tal vez ellos opinen de manera diferente. —Shure se puso rígido.
—Mire. Sus vehículos vuelven a la nave.
Los puntos negros habían reaparecido, procedentes de las sombras y los cráteres.
Corrieron hacia el gusano madre. Las escotillas se abrieron. Los vehículos entraron de uno
en uno en la nave y desaparecieron. Algunos rezagados les imitaron. Las escotillas se
cerraron.
—¿Qué demonios habrán encontrado? —se preguntó Shure. El oficial de
comunicaciones Barnes entró en la sala de control y alargó el cuello.
—¿Todavía siguen ahí? Déjenme echar un vistazo. Nunca he visto una nave de
Adharan.
La nave adharana se movió, estremeciéndose de proa a popa. Se elevó y ganó altitud
rápidamente. Se dirigió hacia el noveno planeta. Describió círculos alrededor de ese planeta
durante un rato, mientras observaba la superficie erosionada y horadada por cráteres. Las
cuencas vacías de océanos desecados se extendían como inmensas tarteras.
La nave adharana eligió una cuenca y aterrizó arrojando gases de escape hacia el
cielo.
—Otra vez igual —murmuró Shure.
Se abrieron las escotillas. Los puntos negros saltaron a la superficie y se movieron en
todas direcciones. Shure hizo una mueca, airado.
—Hemos de averiguar qué están haciendo. ¡Miren cómo corren! Saben exactamente lo
que buscan. —Agarró el micrófono de comunicaciones, y luego lo soltó—. Nos las
arreglaremos solos. No necesitamos a la Tierra.
—Van armados, no lo o l v i d e .
—Los atraparemos cuando aterricen. Se van parando por orden en cada planeta. Les
seguiremos hasta el cuarto. —Shure actuó con rapidez. ajustando los controles—.
Cuando aterricen en el cuarto planeta les estaremos esperando.
—Quizá opongan resistencia.
—Quizá, pero hemos de descubrir lo que están cargando..., y sea lo que sea, nos
pertenece.
El cuarto planeta del sistema de Sirio tenía atmósfera y un poco de agua. Shure posó el
crucero entre las ruinas de una vieja ciudad, abandonada desde hacía mucho tiempo.
El carguero adharano aún no había aparecido. Shure escudriñó el cielo antes de abrir la
escotilla principal. Barnes, Nelson y él salieron al exterior con cautela, armados con
pesados rifles Slem. La escotilla se cerró a sus espaldas y el crucero despegó y se elevó.
Lo vieron perderse en la lejanía. Se quedaron inmóviles, con los rifles dispuestos. El aire
era frío y tenue. Notaron que soplaba en torno a sus trajes presurizados.
Barnes aumentó la temperatura de su traje.
—Demasiado frío para mí.
—Consigue recordarnos que todavía somos terrícolas, a pesar de encontrarnos a años luz
de casa —comentó Nelson.
—Mi plan es el siguiente —dijo Shure—. No dispararemos contra ellos. Eso queda
descartado por completo. Es su cargamento lo que nos interesa. Si les desintegramos,
también desintegraremos el cargamento.
—¿Qué utilizaremos?
—Dispararemos una nube de vapor.
—¿Una nube de vapor? Pero...
—Capitán, no podemos utilizar una nube de vapor —dijo Nelson—. No podremos
acercarnos a ellos hasta que el vapor esté inactivo.
—Hay viento. El vapor se disipará en seguida. De todos modos, es lo único que podemos
hacer. Habrá que correr el riesgo. En cuanto salgan los adharanos abriremos fuego.
—¿Y si la nube falla?
—Tendremos que luchar. —Shure escudriñó el cielo—. Me parece que ya vienen. Vámonos.
Corrieron hacia una colina formada por rocas amontonadas, restos de columnas y torres,
mezclados con cascotes y escombros.
—Esto servirá. —Shure se agachó y aferró su Slem—. Aquí vienen.
La nave adharana se preparaba para aterrizar. Los cohetes rugieron y las partículas de
escape se elevaron. Golpeó el suelo con gran estruendo, rebotó un poco y, por fin, se
inmovilizó.
Shure asió el teléfono.
—Ya.
El crucero apareció en el cielo y se lanzó en picada sobre la nave adharana. Cohetes
presurizados dispararon una nube blancoazulada hacia los adharanos. La nube dio de lleno en
el carguero y se i n f i l t r ó en el interior.
El casco brilló por unos momentos. Empezó a desmoronarse, corroído. El crucero terrícola
pasó por encima para completar la maniobra. Desapareció en el cielo.
De la nave adharana surgieron unas figuras que saltaron al suelo. Se esparcieron en todas
direcciones, dando grandes saltos con sus largas piernas. La mayoría brincaron sobre la
nave, arrastrando caballos y pertrechos. Las figuras trabajaban con frenesí y pronto quedaron
ocultas por la nube de vapor.
—Están recibiendo una buena dosis.
Aparecieron más adharanos. Saltaban como locos por todas partes, sobre su nave, sobre
tierra, completamente desorientados.
—Es como pisar un hormiguero —murmuró Barnes.
El casco de la nave adharana estaba cubierto de enloquecidos trip u l a n t e s que corrían con
desesperación, en un intento de frenar la corrosiva acción del vapor. El crucero terrícola
reapareció e inició una segunda maniobra. Pasó de ser un punto a un alfiler en forma de
lágrima, centelleando al sol de Sirio. La f ila de cañones del carguero intentó apuntar al veloz
crucero.
—Lancen bombas muy cercanas —ordenó Shure por teléfono—, pero no les alcancen de lleno.
Quiero salvar el cargamento.
Los depósitos de bombas del crucero se abrieron. Cayeron dos proyectiles, que
describieron un hábil arco y estallaron a ambos lados del carguero. La negra forma se
estremeció, y los adharanos que se habían refugiado sobre el casco se arrojaron al suelo. La
f i l a de cañones disparó una i n ú t i l andanada, pero el crucero pasó de largo y desapareció.
La mayoría de los adharanos abandonaron la nave para esparcirse en todas direcciones.
—Ya casi ha terminado —dijo Shure. Se levantó y salió de las ruinas—. Vamos.
Las adharanos dispararon una bengala blanca que inundo el cielo de chispas. Vagaban
sin rumbo fijo, confusos por el ataque. La nube de vapor casi se había disipado por
completo. La bengala era la señal convencional de capitulación. El crucero describía
círculos sobre el carguero, aguardando las órdenes de Shure.
—Míralos —dijo Barnes—. Insectos grandes como personas.
—¡Vamos! —gritó Shure, impaciente—. Estoy ansioso por saber lo que hay dentro.
El comandante adharano les recibió fuera de la nave. Avanzó hacia ellos, al parecer
aturdido por el ataque.
Nelson, Shure y Barnes le miraron con repulsión.
—Dios mío —murmuró Barnes—. Menudo aspecto.
El adharano medía alrededor de un metro y medio y estaba cubierto por un caparazón
quitinoso negro. Se sostenía sobre cuatro delgadas patas, y dos más se agitaban
vacilantes a mitad del cuerpo. Elevaba un cinturón holgado, del que colgaban su pistola y
otros pertrechos. Sus ojos eran complejos, multifacéticos. Una estrecha abertura que hacía
las veces de boca se abría en la base de su cráneo alargado. Carecía de orejas.
Algunos miembros de la tripulación aguardaban detrás del comandante. Alzaron un
poco sus armas en forma de tubo, indecisos. El comandante emitió una serie de agudos
chirridos y agitó las antenas. Los adharanos bajaron las armas.
—¿Podremos comunicarnos con esta raza? —preguntó Barnes a Nelson.
—Da igual —dijo Shure, avanzando un paso—. No tenemos nada que decirles. Saben
que venir aquí es ilegal. Lo único que nos interesa es el cargamento.
Pasó junto al comandante, y el grupo de adharanos le abrió paso. Entró en la nave,
seguido de Barnes y Nelson.
El interior de la nave olía a limo, que cubría el suelo. Los pasadizos eran estrechos y
oscuros, como largos túneles. El piso era resbaladizo. Algunos miembros de la
tripulación se removían en la oscuridad, agitando las garras y antenas con nerviosismo.
Shure iluminó un pasillo con su linterna.
—Por aquí. Parece el conducto principal.
El comandante adharano les seguía casi pisándoles los talones. Shure prescindía de
él. El crucero había aterrizado cerca de la nave. Nelson v i o que los soldados de la Tierra
se desplegaban en círculo.
Una puerta metálica les cerró el paso. Shure indicó con un ademán que la abrieran.
—Ábrala.
El comandante adharano retrocedió, sin querer obedecer. Aparecieron más tripulantes,
armados con los tubos.
—Quizá pretendan oponer resistencia —dijo Nelson con calma. Shure apuntó a la
puerta con su rifle Slem.
—Tendré que destruirla.
Las adharanos emitieron chirridos de excitación. Ninguno de ellos se aproximó a la
puerta.
—Muy bien —dijo Shure con semblante sombrío.
Disparó. La puerta se desintegró y el paso quedó libre. Los adharanos se precipitaron
hacia adelante, chirriando entre sí. Cada vez había más que penetraban en la nave,
rodeando a los tres terrícolas.
—Vamos —dijo Shure, atravesando el boquete.
Nelson y Barnes le siguieron, con los rifles Slem dispuestos.
El pasaje se inclinaba en pendiente. El aire era opresivo y denso, y más adharanos se
congregaron tras ellos mientras caminaban pasillo adelante.
—Atrás.
Shure se volvió en redondo y levantó el rifle. Los adharanos se detuvieron.
—Vamos, retrocedan.
Los terrícolas doblaron una esquina y desembocaron en la bodega. Shure se internó con
cautela. Varios guardias adharanos custodiaban el lugar con los tubos desenfundados.
—Apártense.
Shure movió su rifle Slem. Los guardias, a regañadientes, dieron uno o dos pasos.
—¡Vamos!
Los guardias obedecieron. Shure avanzó, y se detuvo en seco, asombrado.
Vieron ante ellos el cargamento de la nave. La bodega estaba medio llena de esferas
de fuego lechoso cuidadosamente apiladas, joyas gigantescas que parecían perlas
inmensas, a millares. Por todas partes. Montones interminables que desaparecían en las
profundidades de la nave. Todas desprendían un brillo suave, un resplandor interior que
iluminaba la vasta bodega.
—¡Increíble! —musitó Shure.
—No me extraña que quisieran entrar aquí sin permiso. —Barnes, los ojos abiertos de
par en par, contuvo el aliento—. Creo que yo haría lo mismo. ¡Fíjense!
—Qué grandes son —dijo Nelson.
I n t e r c a m b i a r o n una mirada.
—Nunca había visto nada parecido —comentó Shure, aturdido.
Los guardias adharanos no les quitaban el ojo de encima: tenían las armas a punto. Shure
avanzó hacia la primera f i l a de joyas, apiladas con matemática precisión.
—Parece imposible. Joyas apiladas como..., como un almacén de pomos de puerta.
—Es posible que pertenecieran a los adharanos hace tiempo —dijo Nelson con aire
pensativo—. Quizás les fueron robadas por los constructores de ciudades del sistema de Sirio,
y ahora las están recuperando.
—Interesante —señaló Barnes—. Eso explicaría por que los adharanos las encontraron
con tanta facilidad. Tal vez existían planos o mapas.
—En cualquier caso, ahora son nuestras —gruñó Shure—. Todo lo que contiene el sistema
de Sirio pertenece a la Tierra. Está firmado, sellado y aceptado.
—Pero si les fueron robadas a los adharanos...
—No tenían que haber aceptado los tratados que clausuraron el sistema. Ellos tienen sus
propios sistemas. Esto pertenece a la Tierra. —Shure alargó la mano hacia una joya—. Quiero
saber que tacto tiene.
—Cuidado, capitán. Puede ser radiactiva.
Shure tocó la joya.
Los adharanos se arrojaron sobre él. Shure se debatió. Un adharano asió su rifle Slem y se
lo quitó de las manos.
Barnes disparó. Un grupo de adharanos quedó desintegrado. Nelson, de rodillas, abrió
fuego sobre la entrada que daba al pasillo. Éste se hallaba abarrotado de adharanos.
Algunos repelieron la agresión. Los chorros caloríficos pasaron sobre la cabeza de Nelson.
—No pueden alcanzarnos —jadeó Barnes—. Tienen miedo de disparar, por las joyas.
Los adharanos se alejaron de la bodega retrocediendo por el pasillo. El comandante
dio orden de retirada a los que llevaban armas.
Shure le quitó el rifle a Nelson de un manotazo y desintegró a un grupo de adharanos.
Sus compañeros estaban cerrando el pasadizo. Llevaban pesadas planchas de emergencia y
las estaban soldando.
—¡Abran una brecha! —ladró Shure. Apuntó el fusil a la pared de la nave—. Intentan
encerrarnos a q u í .
Barnes y Shure dispararon al unísono sobre la pared. Una parte circular de ella se
desgajó y cayó hacia afuera.
Los soldados terrícolas luchaban con los adharanos en el exterior. Los adharanos
retrocedían como podían, saltando y disparando. Algunos se refugiaron en la nave. Otros
daban media vuelta y huían arrojando sus armas. Corrían y brincaban en todas
direcciones, confusos e indefensos, chirriando ruidosamente.
El crucero cobró vida y sus cañones se colocaron en posición de fuego.
—¡No disparen! —ordenó Shure por el teléfono—. Dejen la nave en paz. No es
necesario.
—Están acabados —jadeó Nelson, saltando al suelo. Shure y Barnes le imitaron.
—No tienen nada que hacer. No saben luchar. Shure llamó a unos soldados por señas.
—¡Por allí! Dense prisa, maldita sea.
A través del agujero practicado en la nave se desparramaban las joyas lechosas, que
rodaban y rebotaban en la tierra. Parte de los puntales de contención estaban destruidos y
una cascada de joyas se esparció a sus pies.
Barnes recogió una. Quemó levemente su mano enguantada y le produjo un hormigueo
en los dedos. La alzó a la luz. El globo era opaco. Formas vagas flotaban en el fuego
lechoso. El globo latía y centelleaba, como si estuviera vivo.
—Admirable, ¿verdad? —sonrió Nelson.
—Encantador.
Barnes tomó otro. Un adharano le disparó inútilmente desde el disco de la nave.
—Fíjense. Los hay a millares.
—Llamaremos a un mercante para que los recoja —dijo Shure—. Lo cierto es que no
estaré tranquilo hasta que vayan camino de la Tierra.
Los combates casi habían cesado. Soldados terrícolas rodeaban a los adharanos
supervivientes.
—¿Qué haremos con ellos? —preguntó Nelson.
Shure no contestó. Examinaba una joya, dándole vueltas.
—Fíjense —murmuró—. Exhibe un color diferente en cada movimiento. ¿Habían visto
alguna vez una cosa parecida?
El gran carguero terrícola aterrizó con enorme estruendo. Las escotillas de la bodega
descendieron. Una flotilla de camiones achaparrados salió bamboleándose. Se dirigieron
hacia la nave adharana. Se dispusieron rampas para que palas robot empezasen a trabajar.
—Recójanlo todo.
Silvanus Fry se acercó al capitán Shure. El gerente de Empresas Terrícolas se secó la
frente con un pañuelo rojo.
—Un botín sorprendente, capitán. Qué gran hallazgo.
Le alargó su palma húmeda y se estrecharon las manos.
—Parece mentira que no las localizáramos —dijo Shure—. Los adharanos llegaban y las
tomaban. Iban de un planeta a otro, como abejas. No entiendo por qué nuestros equipos
no las encontraron.
—Eso ya no importa.
Fry se encogió de hombros. Examinó una de las joyas; luego, la lanzó al aire y la
atrapó.
—Ya imagino a todas las mujeres de la Tierra llevando una alrededor del cuello..., o
deseando llevar una alrededor del cuello. Dentro de seis meses no se acordarán de lo que
era vivir sin ellas. La gente es así, capitán.
Guardó el globo en su maletín, tras cerrarlo herméticamente.
—Creo que le regalaré una a mi esposa.
Un soldado terrícola llevaba al comandante adharano. Éste guardaba silencio. Los
adharanos supervivientes habían sido despojados de sus armas, y tenían permiso para
reparar la nave. Habían arreglado ya casi todos los desperfectos del casco.
—Les dejamos marchar —dijo Shure al comandante adharano—. Podríamos tratarles
como a piratas y fusilarlos, pero sería absurdo. Será mejor que informen a su gobierno;
manténganse alejados del sistema de Sirio a partir de ahora.
—No le entiende —dijo Barnes.
—Lo sé. Es una mera formalidad. Supongo que se hará una idea general.
El comandante adharano aguardaba en silencio.
—Eso es todo. —Shure, impaciente, señaló la nave adharana—. Vamos, váyanse. Largo
de aquí. Y no vuelvan.
El soldado soltó al comandante. Éste regresó con parsimonia a la nave. Desapareció por
la escotilla. Los adharanos que trabajaban en el casco reunieron sus útiles y siguieron al
comandante al interior de la nave.
Las escotillas se cerraron. La nave adharana se estremeció cuando los cohetes cobraron
vida. Se elevó dando bandazos. Después, describió una c u r v a y se d ir ig ió hacia el
espacio.
Shure la siguió con la mirada hasta que desapareció.
—Ya está. —Fry y él se encaminaron rápidamente hacia el crucero—. ¿Cree que estas
joyas llamarán la atención en la Tierra?
—Por supuesto. ¿Alberga alguna duda?
—No. —Shure estaba enfrascado en sus pensamientos—. Sólo fueron a cinco de los
diez planetas. Tiene que haber más en los restantes. Cuando este cargamento llegue a la
Tierra empezaremos a trab a j a r en los planetas interiores. Si los adharanos fueron capaces
de encontrarlas, nosotros también podremos.
Los ojos de Fry brillaron detrás de sus gafas.
—Estupendo. No había caído en la cuenta que habrá más.
—Las hay. —Shure frunció el ceño y se acarició la mandíbula—. Al menos, en teoría.
—¿Qué le ocurre?
—No entiendo por qué no las encontramos.
—No se preocupe.
Fry le palmeó la espalda.
Shure asintió, todavía absorto.
—Pero sigo sin entender por qué no las descubrimos. ¿Cree que puede significar algo?
El comandante adharano se sentó ante la pantalla de control y ajustó los circuitos de
comunicación.
La base de control situada en el segundo planeta del sistema adharano apareció en la
pantalla. El comandante se llevó el cono de sonido a la garganta.
—Mala suerte.
—¿Qué ha ocurrido?
—Los terrícolas nos atacaron y se apoderaron del resto de nuestro cargamento.
—¿Cuánto quedaba todavía a bordo?
—La mitad. Sólo habíamos descendido en cinco de los planetas.
—Una gran desgracia. ¿Se llevaron la carga a la Tierra?
—Supongo que sí.
Hubo unos instantes de silencio.
—¿Es muy cálida la Tierra?
—Bastante, según tengo entendido.
—Quizá salga todo bien. No habíamos previsto la idea de una incubación en la Tierra,
pero...
—No me gusta que los terrícolas tengan una buena parte de nuestra siguiente
generación. Lamento no haber avanzado más en la distribución.
—No lo lamente. Pediremos a la Madre que ponga un nuevo grupo en compensación.
—Pero, ¿qué van a hacer los terrícolas con nuestros huevos? Cuando empiecen las
incubaciones, sólo se producirán problemas. No puedo entenderles. Las mentes terrícolas
escapan a mi comprensión. Tiemblo sólo de pensar en lo que sucederá cuando los huevos
se abran... Y en un planeta húmedo, eso no tardará en ocurrir...
FIN
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