Philip K. Dick
Construía, y cuanto más construía, más le divertía construir. El cálido sol se filtraba
hasta él; las brisas del verano soplaban a su alrededor mientras trabajaba alegremente.
Cuando se le acabó el material, hizo una pausa y descansó. Su edificio no era muy
grande; era más un modelo para practicar algo definitivo. Una parte de su cerebro le decía
esto, y otra parte estaba encantada por el orgullo y la excitación. Era al menos lo bastante
grande como para entrar. Bajó reptando por el túnel de entrada, y se acurrucó en el
interior, dichoso.
A través de una fisura del techo le cayeron unas motas de polvo. Rezumó fluido de
unión y reforzó el lugar débil. En su edificio, el aire era limpio y frío, casi libre de polvo.
Reptó sobre las paredes interiores una última vez, dejando sobre todas ellas una capa de
fluido que se secó rápidamente. ¿Qué otra cosa se necesitaba? Comenzaba a sentirse
amodorrado; en un momento estaría dormido.
Pensó en ello, y luego extendió parte de sí mismo hacia arriba, a través de la entrada
aún abierta. Esa parte vigilaba y escuchaba atentamente, mientras el resto de él dormía
sumido en un confortable sueño. Estaba en paz y contento, consciente que a una cierta
distancia todo lo que se veía era un pequeño montículo de arcilla oscura. Nadie se fijaría
en él; nadie se imaginaría lo que había debajo.
Y, si se fijaban, tenía métodos para ocuparse de ellos.
El campesino detuvo su viejo Ford con un espantoso chirrido de los frenos. Maldijo y
echó hacia atrás algunos metros.
—Allí hay uno. Baje y échele una mirada. Ojo con los coches... Van muy de prisa por
estos contornos.
Ernest Gretry abrió la portezuela de la cabina y bajó cautelosamente al cálido asfalto del
mediodía. El aire olía a sol y a yerba seca. Los insectos zumbaban a su alrededor
mientras avanzaba cautamente por la carretera, con las manos en los bolsillos de los
pantalones y su delgado cuerpo inclinado hacia adelante. Se detuvo y miró hacia el suelo.
La cosa estaba bien aplastada. Las señales de las ruedas la atravesaban en cuatro
partes, y sus órganos internos se habían roto y estallado. Era como un caracol, un tubo
gomoso alargado con órganos sensoriales en un extremo y una confusa masa de
extensiones protoplasmáticas en el otro.
Lo que más le impresionó fue el rostro. Durante un rato no pudo mirarlo directamente:
tenía que contemplar la carretera, las colinas, los grandes cedros, cualquier otra cosa.
Había algo en los pequeños ojos muertos, un brillo que estaba desapareciendo
rápidamente. No eran los ojos sin lustre de un pez, estúpidos y vacuos. La vida que vio en
ellos lo sobrecogió, y eso que sólo había podido dar una pequeña ojeada, pues el camión
se acercó y acabó de aplastarlo.
—Reptan por aquí de vez en cuando —dijo en voz baja el granjero—. A veces llegan
hasta el pueblo. El primero que vi iba por el centro de la calle Grant a unos cincuenta
metros por hora. Van muy lentos. A algunos chiquillos les gusta corretear a su alrededor.
Personalmente, yo los evito si los veo.
Gretry dio una patada sin motivo a la cosa. Se preguntó con aire vago cuántas más
habría entre los matorrales y por las colinas. Podía ver granjas desde la carretera,
brillantes cuadrados blancos al cálido sol de Tennessee. Caballos y vacas dormidas.
Sucias gallinas escarbando el suelo. Un dormido y pacífico paisaje campestre, cociéndose
al sol de finales de verano.
—¿Dónde está el laboratorio de radiación? —preguntó.
El campesino se lo indicó.
—Allí, al otro lado de esas colinas. ¿Desea recoger los restos? Tienen uno en la
estación de la Standard Oil, en un gran recipiente. Muerto, claro está. Llenaron el
recipiente con queroseno tratando de conservarlo. Aquél está en bastante buen estado
comparado con esto. Joe Jackson le abrió la cabeza con un madero. Lo encontró reptando
en sus tierras una noche.
Gretry subió tembloroso al camión. Su estómago le dio un sobresalto, y tuvo que
inspirar profundamente.
—No me imaginé que hubiera tantos. Cuando me enviaron desde Washington, me
dijeron que sólo habían sido vistos unos pocos.
—Hay bastantes —el granjero puso en marcha el camión y, cuidadosamente, rodeó los
restos que había en el pavimento—. Estamos tratando de acostumbrarnos a ellos, pero no
podemos. No son nada agradables. Mucha gente se está marchando de aquí. Uno puede
notarlo en el aire, es como una sensación pesada. Tenemos este problema, y debemos
enfrentarnos con él —aumentó la velocidad, con sus encallecidas manos apretadas sobre
el volante—. Parece que cada vez nacen más de ellos, y casi ningún niño normal.
De vuelta en el pueblo, Gretry llamó a Freeman desde la cabina telefónica del
desvencijado vestíbulo del hotel.
—Tenemos que hacer algo. Están por todas partes. Voy a ir a las tres para tratar de ver
una de sus colonias. El tipo que tiene los taxis sabe dónde están. Dice que deben haber
once o doce de ellos juntos.
—¿Qué opinan las gentes de por ahí?
—¿Qué infiernos quieres que digan? Piensan que es el Fin del Mundo. Quizá tengan
razón.
—Deberíamos haberlos hecho irse antes. Deberíamos haber limpiado toda el área en
muchos kilómetros alrededor. Así no hubiéramos tenido este problema —Freeman hizo
una pausa—. ¿Qué es lo que sugieres?
—Esa isla que ocupamos para las pruebas atómicas.
—Es una isla muy grande. Había toda una población de nativos que tuvimos que
trasladar y reafincar en otros lugares —Freeman se atragantó—. Buen Dios. ¿Hay tantos
de ellos?
—Estos buenos ciudadanos exageran, claro. Pero tengo la impresión que al menos hay
un centenar.
Freeman permaneció en silencio durante largo rato.
—No me lo imaginaba —dijo finalmente—. Por supuesto, tendré que seguir los trámites
de siempre. Íbamos a hacer más pruebas en esa isla, pero comprendo tu punto de vista.
—Me gustaría que lo hicieses —dijo Gretry—. Este es un mal negocio. No podemos
dejar que ocurran cosas como ésta. La gente no lo puede soportar. Tendrían que venir
aquí y dar una ojeada. Es algo que uno no va a poder olvidar.
—Haré... lo que pueda. Hablaré con Gordon. Telefonéame mañana.
Gretry colgó y salió del sucio y descuidado vestíbulo hasta la ardiente acera. Tiendas de
tres al cuarto y coches estacionados. Algunos viejos acurrucados en los escalones sobre
chirriantes sillas de mimbre. Encendió un cigarrillo y examinó tembloroso su reloj. Eran ya
casi las tres. Fue lentamente hacia la parada de taxis.
El pueblo estaba muerto. Nada se movía. Sólo se veían los inmóviles viejos sobre sus
sillas y los coches forasteros pasando a toda velocidad por la carretera. El polvo y el
silencio lo cubrían todo. La edad, como una grisácea tela de araña, cubría todas las casas
y tiendas. No había risas. No había sonidos de ningún tipo.
No había niños jugando.
Un sucio taxi azul se le acercó silenciosamente.
—De acuerdo, caballero —dijo el conductor, un hombre de unos treinta años con cara
de rata, que Llevaba un palillo entre sus irregulares dientes. Abrió de una patada la
deformada puerta—. Allá vamos.
—¿Está muy lejos? —preguntó Gretry mientras subía
—Justo fuera del pueblo —el coche aceleró y corrió ruidosamente, saltando y
tambaleándose—. ¿Es usted del FBI?
—No.
—Creí que lo era por su traje y su sombrero —el conductor lo contempló curioso—.
¿Cómo se enteró de lo de los reptadores?
—Me lo dijeron en el laboratorio de radiación.
—Ajá, es por esas cosas que manejan allí —el conductor giró saliendo de la carretera
hacia un camino de tierra—. Es allí arriba, en la granja de Higgins. Esas malditas cosas
eligieron el fondo de las tierras de la vieja Higgins para construir sus casas.
—¿Casas?
—Tienen una especie de ciudad bajo el suelo. Ya lo verá..., al menos, verá las
entradas. Trabajan juntos, edificando y haciendo cosas —hizo girar el taxi, saliendo del
camino de tierras entre dos grandes cedros, llevándolo sobre un camino irregular, y
deteniéndolo finalmente al borde de una cañada rocosa—. Allí está.
Era la primera vez que Gretry había visto a uno con vida.
Salió del taxi torpemente, notando las piernas dormidas y entumecidas. Las cosas se
movían lentamente ente los árboles y los túneles de entrada situados en el centro del
claro. Traían material de edificación: arcilla y hierbas. Impregnaban esas cosas con una
especie de fluido que rezumaban, y las modelaban en burdas formas que llevaban
cuidadosamente bajo tierra.
Los reptadores medían de setenta a noventa centímetros de largo. Algunos eran más
viejos que los otros, más oscuros y pesados. Todos ellos se movían con agónica lentitud,
en un silencioso movimiento deslizante sobre el suelo cocido por el sol. Eran blandos, no
tenían caparazón, y parecían inofensivos.
De nuevo se sintió hipnóticamente fascinado por sus rostros. Por la asombrosa parodia
de rostros humanos. Eran facciones de bebé arrugadas, con pequeños ojos, unas bocas
que eran una rendija, orejas aplastadas y algunos mechones de cabello húmedo. Lo que
debieran haber sido brazos eran pseudópodos alargados que se extendían y encogían
como si estuvieran hechos de un material elástico. Los reptadores parecían increíblemente
flexibles. Se extendían, y luego recogían instantáneamente sus cuerpos hacia atrás, si sus
palpos notaban alguna obstrucción. No prestaban atención a los dos hombres; ni siquiera
parecían darse cuenta de su existencia.
—¿Son peligrosos? —preguntó finalmente Gretry.
—Bueno, tienen una especie de aguijón. Sé que aguijonearon a un perro, y la cosa fue
definitiva. Se hinchó, y la lengua se le puso negra. Murió —luego, el conductor añadió
medio como excusándose—: Estaba curioseando. Se metió en su edificio. Siempre están
trabajando. Muy atareados.
—¿Están aquí la mayoría de ellos?
—Supongo que sí. Más o menos se reúnen aquí. Los he visto arrastrándose hacia este
lugar —el conductor hizo un gesto—. Mire, nacen en lugares diferentes. Uno o dos en
cada granja, cerca del laboratorio de radiación.
—¿Cuál es el camino a la granja de la señora Higgins? —preguntó Gretry.
—Está allí arriba. ¿No la ve entre esos árboles? ¿Quiere que...?
—Vuelvo ahora mismo —dijo Gretry, y se puso en marcha repentinamente—. Espere
aquí.
La vieja estaba regando los geranios rojo oscuro que crecían alrededor de su porche
delantero, cuando Gretry se acercó. Alzó rápidamente la vista, con una expresión astuta y
suspicaz en su viejo y arrugado rostro, y con la regadora aferrada como si fuera un
instrumento de defensa.
—Buenas tardes —dijo Gretry. Se tocó el ala del sombrero y le mostró sus
credenciales—. Estoy investigando sobre los... reptadores. Esos que están al borde de su
terreno.
—¿Por qué? —su voz era vacía, gélida, seca. Como su rostro y cuerpo arrugados.
—Estamos tratando de hallar una solución —Gretry se mostraba incierto e incómodo—.
Se nos ha sugerido que los transportemos lejos de aquí, a una isla situada en el golfo de
México. No deberían estar aquí. A la gente no le gusta. No es bueno —terminó
tímidamente.
—No, no es bueno.
—Y hemos empezado a alejar a todo el mundo del laboratorio de radiaciones. Supongo
que debiéramos haber hecho esto hace mucho.
Los ojos de la vieja centellearon.
—¡Ustedes y sus máquinas...! ¡Mire lo que han hecho! —le clavó excitada un huesudo
dedo—. Ahora tendrán que arreglarlo. Tienen que hacer algo.
—Nos los llevaremos a una isla tan pronto como sea posible. Pero hay un problema.
Tenemos que estar seguros acerca de sus padres. Tienen completa custodia de sus hijos.
No podemos simplemente... —se interrumpió, sintiendo la futilidad de lo que decía—.
¿Qué opina de los padres? ¿Dejarán que recojamos a sus... hijos, y nos los llevemos?
La señora Higgins se dio la vuelta y entró en la casa. Sin saber qué hacer, Gretry la
siguió a través de las oscuras y polvorientas habitaciones. Salas húmedas repletas de
lámparas de aceite y cuadros descoloridos, viejos sofás y mesas. La siguió a través de
una gran cocina con inmensos potes de hierro colado y sartenes, bajando por unas
escaleras de madera hasta una puerta pintada de blanco, a la que llamó secamente.
Se oyeron movimientos y pasos al otro lado. El sonido de gente susurrando y moviendo
cosas apresuradamente.
—Abran la puerta —ordenó la señora Higgins. Tras una pausa agónica, la puerta se
abrió lentamente. La señora Higgins acabó de abrirla totalmente de un empujón, e hizo un
signo a Gretry para que la siguiera.
En la habitación se hallaban un hombre y una mujer joven. Se echaron atrás cuando
Gretry entró. La mujer llevaba entre sus brazos una larga caja de cartón que el hombre
acababa de entregarle.
—¿Quién es usted? —preguntó el hombre. Al pronto volvió a tomar la caja; las
pequeñas manos de su esposa temblaban bajo el peso de la misma.
Gretry estaba viendo a los padres de uno de ellos. La joven, de cabellos castaños, no
tendría más de diecinueve años. Pequeña y delgada, vestida con un traje verde barato,
era una muchacha de amplios senos y asustados ojos oscuros. El hombre era mayor y
más fuerte, un apuesto joven de cabello negro con enormes brazos y unas manos que
aferraban firmemente la caja de cartón.
Gretry no podía dejar de mirar la caja. En la tapa habían sido perforados unos agujeros;
se movía suavemente en los brazos del hombre, y hubo un débil estremecimiento que la
hizo subir y bajar.
—Este hombre —dijo la señora Higgins al marido—, ha venido a llevárselos.
La pareja aceptó la información en silencio. El marido no hizo más movimiento que para
asir mejor la caja.
—Se los va a llevar a una isla —dijo la señora Higgins—. Todo está dispuesto. Nadie
les hará daño. Estarán a salvo, y podrán hacer lo que quieran. Edificar, y arrastrarse, sin
que nadie los vea.
La joven asintió con aire ausente.
—Déselo —ordenó impaciente la señora Higgins—. Denle la caja, y acabemos con esto
de una vez por todas.
Al cabo de un instante, el marido llevó la caja hasta una mesa, depositándola encima.
—¿Sabe algo acerca de ellos? —preguntó—. ¿Sabe lo que comen?
—Nosotros... —comenzó a decir Gretry, desconcertado.
—Comen hojas. Nada más que hojas y hierba. Hemos estado dándole las hojas más
pequeñas que podíamos encontrar.
—Sólo tiene un mes —dijo la joven con voz ronca—. Y ya quiere irse con los otros, pero
lo mantenemos aquí. No queremos que vaya aún allí. Aún no. Quizá más tarde,
pensamos. No sabíamos qué hacer. No estábamos seguros —sus enormes ojos oscuros
brillaron brevemente en una muda súplica, y luego se apagaron de nuevo—. Es una
decisión difícil de tomar.
El marido desató la gruesa cuerda y levantó la tapa de la caja.
—Ya está. Puede verlo.
Era el más pequeño que Gretry hubiera visto, pálido y blando, de menos de un palmo
de largo. Había reptado hasta una esquina de la caja, y estaba acurrucado en una masa
de hojas mordisqueadas y una especie de cera. Una cobertura translúcida lo rodeaba
burdamente, y estaba dormido. No les prestó atención; no le interesaban. Gretry notó que
un extraño horror inerme crecía en su interior. Se apartó, y el joven volvió a colocar la
tapa.
—Sabíamos lo que era —dijo con voz ronca—. En cuanto nació. Habíamos visto ya uno
antes. Uno de los primeros. Bob Douglas nos hizo ir a verlo. Era suyo y de Julie. Eso fue
antes que comenzasen a bajar y juntarse en la quebrada.
—Dígale lo que sucedió —intervino la señora Higgins.
—Douglas le hundió la cabeza con una roca. Luego lo roció de gasolina y le prendió
fuego. La semana pasada, él y Julie hicieron el equipaje y se marcharon.
—¿Han sido destruidos muchos de ellos? —logró preguntar Gretry.
—Unos cuantos. Muchas personas, cuando ven algo como esto, enloquecen. Uno no
puede culparlos por eso —los ojos oscuros del hombre giraron desamparados—. Creo que
yo casi hice lo mismo.
—Quizá debieras haberlo hecho —murmuró su esposa—. Tal vez debiera haberte
dejado.
Gretry tomó la caja de cartón y se dirigió hacia la puerta.
—Acabaremos con esto tan pronto como podamos. Los camiones ya están en camino.
Todo estará solucionado en un día.
—Dios sea loado por eso —exclamó la señora Higgins, con una voz aguda y sin
emoción. Mantuvo la puerta abierta, y Gretry se llevó la caja a través de la oscura y
húmeda casa, hasta los inestables escalones de la parte delantera, saliendo al cegador sol
de media tarde.
La señora Higgins se detuvo junto a los geranios rojos y recogió su regadera.
—Cuando se los lleven, llévenselos a todos. No dejen ninguno. ¿Comprende?
—Sí —murmuró Gretry.
—Dejen algunos de sus hombres y camiones aquí. Vigilen. No dejen que quede
ninguno que tengamos que seguir viendo.
—Cuando hayamos trasladado a la gente cercana al laboratorio de radiación, no tendrá
que haber más...
Se interrumpió. La señora Higgins le había dado la espalda, y estaba regando los
geranios. A su alrededor zumbaban las abejas. Las flores se agitaban lentamente con la
cálida brisa. La vieja dobló la esquina de la casa, siguiendo con su regar. Al cabo de unos
instantes hubo desaparecido, y Gretry se quedó solo con su caja.
Azarado y avergonzado, caminó lentamente con la caja colina abajo, y atravesó el
campo hasta la quebrada. El conductor del taxi estaba junto a su coche, fumando un
cigarrillo y esperándolo pacientemente. La colonia de reptadores estaba trabajando sin
descanso en su ciudad. Había calles y pasadizos. En algunos de los montículos de
entrada divisó intrincadas incisiones que podrían haber sido palabras. Algunos de los
reptadores estaban agrupados, realizando tareas complicadas que no podía comprender.
—Vamos —le dijo cansinamente al conductor.
El taxista sonrió, y abrió la puerta de atrás.
—Dejé el taxímetro funcionando —dijo, con su rostro iluminado por la astucia—. Todos
ustedes tienen una cuenta de gastos..., así que no le importará.
Construía, y cuanto más construía, más disfrutaba haciéndolo. Por aquel entonces la
ciudad ya tenía ciento veinticinco kilómetros de profundidad y ocho de diámetro. La isla
entera había sido convertida en una única y enorme ciudad, que cada día se ramificaba y
entrelazaba más. Eventualmente, alcanzaría el continente situado más allá del océano.
Entonces, su trabajo podría comenzar en serio.
A su derecha, un millar de compañeros que se movían metódicamente trabajaban en
silencio en los soportes estructurales que debían reforzar la cámara principal de
reproducción. Tan pronto como estuviera dispuesta, todos se sentirían mejor; las madres
estaban comenzando ya a tener sus hijos.
Eso era lo que le preocupaba. Algo que restaba un poco de la alegría de edificar. Había
visto a uno de los primeros nacidos..., antes que fuera ocultado rápidamente y se
impusiera silencio sobre el asunto. Una breve ojeada a una cabeza bulbosa, un cuerpo
achatado, con extensiones increíblemente rígidas. Aulló y gimió, y su rostro se le puso
rojo. Gorgoteó y se movió inquieto, y pataleó con sus piernas.
Horrorizado, alguien al fin había aplastado la cabeza del atavismo con una roca.
Esperaba que no hubiera ninguno más.
FIN
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