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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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martes, 5 de noviembre de 2013

SPECIAL - PHILIP K. DICK - MECANISMO DE RECUPERACIÓN

MECANISMO DE RECUPERACIÓN
Philip K. Dick
 
 
 
—Me llamo Humphrys —dijo el analista—, y soy la persona que anda buscando.
Como el rostro del paciente mostraba miedo y hostilidad, Humphrys agregó:
—¿Se sentiría mejor si le contara algún chiste sobre analistas? Le recuerdo que mi
sueldo lo paga la National Health Trust; esto no va a costarle un centavo. También puedo
citarle el caso del psicoanalista Y, que se suicidó el año pasado por exceso de ansiedad
como resultado de un fraude impositivo.
El paciente sonrió de mala gana.
—Me enteré del caso —dijo—. De modo que los psicólogos no son infalibles. —Se
irguió y extendió una mano—. Me llamo Paul Sharp. Mi secretaria arregló nuestra cita.
Tengo un pequeño problema; no es gran cosa, pero me gustaría solucionarlo.
La expresión de su rostro mostraba que no era un pequeño problema y que, si no lo
aclaraba, terminaría acabando con él.
—Adelante —dijo Humphrys, abriendo la puerta de su oficina—, pase; tomemos
asiento.
Sharp estiró sus piernas frente a sí mientras se hundía en un mullido sillón.
—No hay diván —observó.
—El diván desapareció alrededor de 1980 —dijo Humphrys—. Los analistas de post-
guerra se sintieron lo suficientemente confiados como para enfrentarse a sus pacientes a
un mismo nivel. —ofreció un atado de cigarrillos a Sharp y luego se encendió uno—. Su
secretaria no brindó detalles; sólo me dijo que quería una entrevista.
—¿Puedo hablar con franqueza? —preguntó Sharp.
—Actúo bajo palabra —dijo Humphrys con orgullo—. Si algo de lo que usted me cuenta
llegara a manos de organizaciones de seguridad, yo sería multado en aproximadamente
diez mil dólares de plata Westbloc; dinero fuerte, no meros papeles.
—Es suficiente para mí —dijo Sharp, comenzando su relato—. Soy economista y
trabajo para el departamento de agricultura, en la División de Salvamento por la
Destrucción de la Guerra. Examino los cráteres de bombas H para ver qué vale la pena
reconstruir. En realidad —se rectificó—, analizo reportes de cráteres y hago
recomendaciones. Fueron mis influencias las que salvaron las tierras cultivables de
Sacramento y el anillo industrial, aquí en Los Angeles.
Humphrys quedó impresionado, a pesar de sí mismo. Tenía enfrente a un hombre del
nivel de planeamiento político del Gobierno. Le produjo una extraña sensación
comprender que Sharp, como cualquier otro ciudadano con problemas de ansiedad,
hubiera venido al Frente Psíquico en busca de terapia.
—Mi cuñada obtuvo una buena ventaja con la regeneración de Sacramento —comentó
Humphrys—. Tenía allí una pequeña plantación de nogales. El Gobierno se llevó toda las
cenizas, reconstruyó la casa y dependencias; incluso plantó una docena de nuevos
árboles. Excepto por su lesión en la pierna, ella está mejor que antes de la guerra.
—Estamos muy conformes con nuestro proyecto en Sacramento —dijo Sharp. Había
empezado a transpirar; tenía fruncida la frente tersa y pálida, y la mano le temblaba
mientras sostenía el cigarrillo—. Por supuesto, tengo un interés personal puesto en
Carolina del Norte. Nací allí, en los alrededores de Petaluma, donde se solían producir
huevos de gallina por millones... —su voz se arrastró roncamente—. Humphrys —
murmuró— ¿qué tengo que hacer?
—Primero —contestó Humphrys—, darme más información.
—Yo… —Sharp sonrió con desgana—. Tengo algún tipo de alucinación. Las he sufrido
durante años, pero están empeorando. He tratado de ignorarlas, pero... —gesticuló—,
regresan, cada vez más intensas, más grandes, más perseverantes.
Junto al escritorio de Humphrys, las grabadoras de audio y video registraban en
secreto.
—Cuénteme cómo son las alucinaciones —dijo el analista—. Quizá entonces pueda
decirle porqué las tiene.
 
Estaba cansado. Aturdido, se sentó en la intimidad de su sala para estudiar una serie
de informes sobre mutaciones de zanahorias. Una nueva variedad, externamente
indistinguible de la normal, estaba enviando al hospital a personas de Oregon y
Mississippi, presa de convulsiones, fiebre y ceguera parcial. ¿Por qué Oregon y
Mississippi? El informe estaba acompañado con fotografías de la salvaje mutación; se
veía como una zanahoria común. También lo acompañaba un exhaustivo análisis del
agente tóxico y las recomendaciones para un antídoto neutralizante.
Fatigosamente, Sharp hizo a un lado el informe y estudió el siguiente.
De acuerdo con el segundo, la famosa rata de Detroit había aparecido en St. Louis y en
Chicago, infestando los asentamientos industriales y agrícolas que reemplazaban las
ciudades destruidas. La rata de Detroit; la había visto una vez. Ocurrió tres años atrás;
había llegado a casa una noche y había abierto la puerta para distinguir, en la oscuridad,
que algo correteaba para ponerse a salvo. Armado con un martillo, había dado vuelta todo
el mobiliario hasta encontrarla. La rata, enorme y gris, había estado construyendo un
tejido que iba de pared a pared. Cuando la rata brincó, él la mató de un martillazo. Una
rata que tejía redes...
Llamó a un exterminador oficial e informó de su presencia.
El Gobierno había creado una Agencia de Talentos Especiales para utilizar las
habilidades de los mutantes que se desarrollaron en tantas zonas saturadas de radiación.
Excepto, reflexionó, que la Agencia estaba equipada para tratar sólo con mutantes
humanos y con sus habilidades telepáticas, precognoscitivas y paraquinéticas. También
tendría que haber una Agencia de Talentos Especiales para vegetales y roedores.
Un sonido furtivo se produjo detrás de su sillón. Al voltear rápidamente, Sharp
descubrió a un hombre alto y delgado, vestido con un impermeable parduzco, que fumaba
un cigarrillo.
—¿Le asusté? —preguntó Giller y rió disimuladamente—. Tómelo con calma, Paul.
Parece que fuera a desmayarse.
—Estaba trabajando —dijo Sharp, a la defensiva, recuperando a medias la serenidad.
—Ya veo —dijo Giller.
—Y pensando en ratas —Sharp soltó el informe—. ¿Cómo entró aquí?
—La puerta estaba abierta —Giller se quitó el impermeable y lo dejó caer sobre un
diván—. Bien, usted mató una Detroit. Aquí mismo, en esta habitación —contempló la
sala limpia y sencilla—. ¿Todo esto es de verdad?
—Según dónde lo consigas —dijo Sharp, desde la cocina. Encontró dos cervezas en el
refrigerador y agregó, mientras las servía—: No deberían derrochar grano en un producto
como éste... pero una vez producido, sería una lástima no beberlo.
Ávidamente, Giller aceptó la cerveza.
—Debe ser interesante ser alguien importante y permitirse placeres como éste —sus
ojos pequeños y oscuros pasearon especulativos por la cocina—. Su propia estufa y su
propio refrigerador —y frunciendo los labios, agregó—: Y cerveza. No tomaba una desde
agosto.
—Pero está vivo —dijo Sharp, sin compasión—. ¿Vino por algún negocio? Si es así,
vayamos al punto; tengo un montón de trabajo que hacer.
—Sólo quería saludar a un colega de Petaluma —dijo Giller.
—Suena como una especie de combustible sintético —respondió Sharp con una
mueca.
A Giller no le causó gracia.
—¿Le avergüenza —dijo— provenir de la zona que una vez fue...?
—Lo sé. La capital ponedora de huevos del universo. A veces me pregunto cuántas
plumas de gallina habrán flotado por allí, el día que la primera bomba H cayó en nuestro
pueblo...
—Millones —dijo Giller malhumoradamente—. Y algunas de ellas eran mías; mis
gallinas, quiero decir. Su familia tenía una granja ¿verdad?
—No —respondió Sharp, negándose a identificarse con Giller—. Mi familia manejaba
una droguería, en la carretera 101. A una manzana del parque, cerca de la tienda de
deportes —y agregó para sí mismo: «Puedes irte al demonio, porque no pienso cambiar
de idea. Puedes acampar en mi umbral por el resto de tu vida, que no te servirá de nada.
Petaluma no es importante. Después de todo, las gallinas están muertas.»
—¿Cómo sigue la reconstrucción de la Bolsa? —preguntó Giller.
—Bien.
—¿Otra vez rebosante de nueces?
—Caen hasta de las orejas de la gente.
—¿Hay ratones entre las pilas de cáscaras?
—A millares —Sharp dio un sorbo a su cerveza; era de buena calidad, quizá tan buena
como antes de la guerra. No podía asegurarlo porque en 1961, el año en que la guerra
había comenzado, él sólo tenía seis años. Pero su sabor era el que recordaba de los
viejos tiempos: frío, opulento y agradable.
—Imagino —dijo Giller roncamente, con gesto ávido— que el área de Petaluma-
Sonoma puede ser reconstruida con unos siete mil millones de Westbloc. No es nada en
comparación con lo que usted ha estado distribuyendo.
—Y el área de Petaluma-Sonoma no es nada comparada con las que he estado
reconstruyendo —dijo Sharp—. ¿Piensa que necesitamos huevos y vino? Lo que
necesitamos es maquinaria. Me refiero a Chicago, Pittsburgh, Los Angeles, San Louis y...
—Se olvida de algo —susurró Giller—, que usted es de Petaluma. Le está volviendo la
espalda a sus orígenes... y a su deber.
—¡Deber! ¿Cree que el gobierno me contrató para servir de mediador de una
insignificante área rural? —gritó Sharp acaloradamente—. En cuanto a mis
compromisos...
—Nosotros somos su gente —dijo Giller, inflexible—. Y su gente está primero.
Cuando por fin se libró del hombre, Sharp quedó un rato en la oscuridad de la noche,
mirando fijamente la partida del auto de Giller. Bien, se dijo, así es como funciona el
mundo; primero estoy yo y al diablo con todo lo demás.
Suspiró, dio media vuelta y regresó al porche de su casa. Las luces brillaban
acogedoras en la ventana. Con un estremecimiento, extendió una mano y la apoyó sobre
la barandilla.
Y fue entonces, mientras subía las escaleras, que sucedió aquello tan terrible.
Las luces de la ventana se apagaron de repente. La barandilla del porche se disolvió
bajo sus dedos. Un gimoteo chillón se elevó en sus oídos, ensordeciéndolo. Estaba
cayendo. Manoteó desesperado, tratando de aferrarse de algo, pero a su alrededor sólo
había oscuridad vacía; ni sustancia, ni realidad: sólo las profundidades debajo de él y el
fragor de sus alaridos aterrorizados.
—¡Socorro! —gritó, y el inútil sonido quedó atrás—. ¡Estoy cayendo!
Y entonces se encontró de bruces sobre la hierba húmeda, la boca abierta, aferrando
puñados de césped y polvo. Estaba a medio metro del porche; en la oscuridad había
errado el primer escalón, había resbalado y caído. Un incidente normal: las luces de la
ventana habían sido bloqueadas por la barandilla de hormigón. Todo ocurrió en un
segundo; sólo había caído la longitud de su propio cuerpo. Tenía sangre en la frente; se
había lastimado con el porrazo.
Tonto. Un incidente infantil, exasperante.
Tembloroso, se puso de pie y subió los escalones. Dentro de la casa, se apoyó contra
la pared, jadeando y temblando. Gradualmente, el miedo fue desapareciendo y volvió la
razón.
¿Por qué tenía tanto miedo de caer?
Algo tuvo que sucederle. Esta vez fue peor que nunca, incluso peor que la vez en que
había tropezado saliendo del ascensor hacia la oficina... cuando quedó reducido a un grito
de terror frente a un vestíbulo repleto de gente.
¿Qué le sucedería si realmente cayera? ¿Si, por ejemplo, diera un paso fuera de una
de las rampas superiores que conectaban los principales edificios de oficinas de Los
Angeles? La caída sería retenida por las pantallas de seguridad; por más que las
personas cayeran a cada rato, jamás se habían producido daños físicos. Pero para él... el
choque psicológico podría ser fatal. Sería fatal; al menos, para su mente.
Tomó nota: no más salidas por las rampas. Bajo ninguna circunstancia. Aunque las
había estado evitando durante años, a partir de ahora las rampas serían como los viajes
aéreos. Desde 1982 que no abandonaba la superficie de la planta baja. Y, en los últimos
años, rara vez había visitado oficinas a más de diez pisos de altura.  
Pero si dejaba de utilizar las rampas, ¿cómo iba a entrar en sus archivos de
investigación? A la habitación de archivos sólo podía accederse a través de una rampa:
un angosto sendero metálico que subía desde el área de oficinas.
Aterrorizado, cubierto de transpiración, se dejó caer en el diván y se arrellanó,
preguntándose cómo iba a hacer para conservar su trabajo.
Y cómo permanecer con vida.
 
Humphrys aguardó, pero su paciente parecía haber terminado.
—¿Se sentiría mejor —preguntó Humphrys—, si supiera que el miedo a caer es una
fobia muy generalizada?
—No —respondió Sharp.
—Supongo que no hay razones para que así fuera. ¿Y dice que le ha pasado antes?
¿Cuándo fue la primera vez?
—Cuando tenía ocho años. Hacía dos años que estábamos en guerra. Me encontraba
en la superficie, examinando mi huerta —Sharp sonrió débilmente—. Hasta de niño hacía
crecer cosas. La red de San Francisco detectó el rastro de un misil soviético y todas las
torres de aviso se encendieron como velas romanas. Me encontraba casi en la cima del
refugio. Corrí hacia allí, levanté la compuerta y comencé a bajar las escaleras. Al fondo
estaban mi madre y mi padre. Me gritaban que me diera prisa. Empecé a bajar corriendo
los escalones.
—¿Y cayó? —preguntó Humphrys, expectante.
—No, no caí; de repente sentí miedo. No pude seguir; simplemente me quedé allí. Y
ellos me gritaban. Querían asegurar la tapa del fondo, y no podían hacerlo hasta que yo
estuviese abajo.
—Recuerdo aquellos refugios de dos etapas —evocó Humphrys, con un toque de
aversión—. Me pregunto cuánta gente quedó atrapada entre la compuerta y la tapa del
fondo —Miró a su paciente—. ¿Escuchó que haya sucedido, cuando era un niño?
Personas atrapadas en las escaleras, sin poder subir ni bajar...
—¡No tenía miedo de quedar atrapado! Tenía miedo de caer... miedo de arrojarme de
cabeza de los escalones —Sharp apretó los labios resecos—. Bien, de manera que di
media vuelta... —su cuerpo se estremeció—. Y volví a subir al exterior.
—¿En pleno ataque?
—Derribaron al misil. Pero pasé el alerta cuidando mis vegetales. Más tarde, mi familia
me golpeó hasta dejarme casi inconsciente.
En la mente de Humphrys se formaron unas palabras: origen de la culpa.
—La siguiente vez —continuó Sharp—, fue cuando tenía catorce años. Hacía unos
meses que la guerra había terminado. Empezábamos a descubrir lo que había quedado
de nuestro pueblo. Casi nada, sólo un cráter radioactivo de varios centenares de metros
de profundidad. Los equipos de trabajo se arrastraban por el fondo del cráter; me quedé
viéndolos desde el borde. Y el miedo regresó —apagó el cigarrillo y esperó hasta que el
analista le dio otro—. Luego de aquello abandoné el área. Todas las noches soñaba con
el cráter, con esa enorme boca muerta. Me subí a un camión militar y viajé hasta San
Francisco.
—¿Cuándo fue la siguiente? —preguntó Humphrys.
—Entonces comenzó a suceder todo el tiempo —dijo Sharp, irritado—, cada vez que
me encontraba a cierta altura, cada vez que tenía que bajar o subir escaleras; en
cualquier oportunidad en que estuviera alto y pudiera caer. Pero tener miedo de subir los
escalones de mi propia casa... —se calló un instante—. No puedo ni subir tres escalones
—dijo, miserablemente—. Ni tres escalones de hormigón.
—¿Alguna otra mala experiencia en particular, aparte de las que mencionó?
—Estuve enamorado de una chica de hermoso cabello castaño que vivía en el último
piso de los Departamentos Atcheson. Probablemente aún viva allí; no lo sé. La acompañé
cinco o seis pisos y entonces... le dije buenas noches y bajé —y agregó, con ironía—:
debió pensar que estaba loco.
—¿Alguna más? —preguntó Humphrys, tomando nota mental del elemento sexual.
—En una oportunidad no pude aceptar un empleo porque requería viajar por el aire.
Estaba relacionado con inspeccionar proyectos agrícolas.
—En los viejos tiempos —dijo Humphrys—, los analistas buscaban el origen de la
fobia. Ahora nos preguntamos: ¿Qué es lo que produce? Por lo general, aparta al
individuo de situaciones que, inconscientemente, no tolera.
Un suave rubor de disgusto nubló el rostro de Sharp.
—¿Eso es todo lo que tiene para decir?
—No estoy diciendo que esté de acuerdo con la teoría, ni que sea necesariamente
cierto en su caso —murmuró Humphrys, desconcertado—. Sin embargo, le diré lo
siguiente: no es la caída lo que usted teme. Se trata de algo que la caída le hace recordar.
Si tenemos suerte, podremos desenterrar la experiencia original... lo que suele llamarse
incidente traumático primario —Se puso de pie y empezó a trastear en una torre de
espejos electrónicos—. Mi lámpara —explicó—; derrumbará las barreras.
Sharp contempló la lámpara con cierta aprensión.
—Mire —murmuró, nervioso—, no quiero que me reconstruyan la mente. Puedo ser un
neurótico, pero me enorgullezco de mi personalidad.
—Esto no afectará su personalidad —Humphrys se inclinó y conectó la lámpara—.
Recuperará aquellos elementos no accesibles a su centro racional. Voy a rastrear en su
vida —rastrear hacia atrás hasta el incidente que lo dañó— y descubriré a qué le teme
realmente.
 
Negras siluetas flotaban a su alrededor. Sharp gritó y forcejeó salvajemente, tratando
de aflojar los dedos que se engarfiaban sobre sus brazos y piernas. Algo le golpeó la
cara. Mientras tosía, cayó hacia delante, babeando sangre, saliva y pedacitos de dientes
rotos. Una luz deslumbrante se encendió un momento; estaba siendo examinado.
—¿Está muerto? —indagó una voz.
—Aún no —un pie tanteó un costado de Sharp. Oscuramente, en su semi-conciencia,
pudo escuchar el chasquido de las costillas—. Pero no falta mucho.
—¿Puede oírme, Sharp? —surgió una voz cercana a su oído.
Él no respondió. Yacía quieto, intentando no morir, intentando no relacionarse con la
cosa crujiente y rota que había sido su cuerpo.
—Quizá esté esperando —pronunció la voz, íntima, familiar— que diga que le queda
una última oportunidad. Pero no, Sharp. Se terminaron sus oportunidades. Voy a decirle lo
que haré con usted.
Abrió mucho la boca, tratando de no escuchar, de no sentir lo que estaban haciendo
sistemáticamente con él. Fue inútil.
—Muy bien —dijo por fin la voz familiar, cuando estuvo hecho—. Ahora arrójenlo.
Arrastraron lo que quedaba de Paul Sharp hasta una compuerta circular. Un nebuloso
contorno de oscuridad se elevó a su alrededor, y, entonces —espantosamente— lo tiraron
por él. Cayó hacia el fondo, pero esta vez no gritó.
No le quedaba ningún elemento físico con el que poder gritar.
 
Luego de apagar la lámpara, Humphrys se agachó y despertó a la figura tumbada.
—¡Sharp! —gritó escandalosamente—. ¡Despierte! ¡Vuelva aquí!
El hombre gimió, pestañeó, se agitó. En su rostro apareció un velo de tormento puro y
profundo.
—Dios —susurró, con los ojos en blanco y el cuerpo flojo por el sufrimiento—. Ellos…
—Ya está de vuelta aquí —dijo Humphrys, sacudido por lo que habían perturbado—.
No hay porqué preocuparse; se encuentra absolutamente a salvo. Sucedió... sucedió
hace muchos años.
—Ya pasó —murmuró Sharp, patéticamente.
—Usted regresó al presente. ¿Entiende?
—Sí —musitó Sharp—. Pero... ¿qué fue? Ellos me empujaron... a través de algo.
Dentro. Y me fui para abajo. —Tembló con violencia—. Y caí.
—Se cayó a través de una compuerta —le dijo Humphrys con calma—. Le golpearon y
lastimaron mucho... fatalmente, según creyeron ellos. Pero usted sobrevivió. Está vivo.
Logró salirse de ésa.
—¿Por qué lo hicieron? —interrumpió Sharp. Su rostro, hundido y gris, se llenó de
desesperación—. Ayúdeme, Humphrys…
—Ahora, en estado consciente, ¿no recuerda cuándo sucedió?
—No.
—¿Tampoco recuerda dónde?
—No —la cara de Sharp dio una sacudida espasmódica—. Ellos trataron de matarme...
¡Ellos me mataron! —Se esforzó por sentarse derecho—. Nada de eso me sucedió. Lo
recordaría si así hubiese sido. Es un recuerdo falso... ¡han estado jugando con mi mente!
—El recuerdo fue reprimido —dijo Humphrys con firmeza—; fue profundamente
sepultado a causa del susto y el dolor. Una especie de amnesia... que se fue filtrando
indirectamente a manera de fobia. Pero ahora que lo ha recordado en forma consciente...
—¿Tengo que regresar? —la voz de Sharp se elevó histéricamente—. ¿Tengo que
ponerme otra vez bajo esa maldita lámpara?
—Tiene que surgir hasta un nivel consciente —le dijo Humphrys—, pero no todo de
golpe. Por hoy ya ha tenido bastante.
Con un suspiro de alivio, Sharp volvió a hundirse en el sillón.
—Gracias —dijo, con una vocecita. Se tocó el rostro, luego el cuerpo, y susurró—: Lo
he estado llevando en la mente todos estos años. Corroyéndome, devorándome...
—Tendría que producirse una disminución en la fobia —explicó el analista—, a medida
que vaya luchando contra el propio incidente. Hemos progresado; ahora tenemos una
idea del auténtico miedo, y tiene que ver con daños corporales a manos de criminales
profesionales. Ex-combatientes en los primeros años de la post-guerra... bandas de
bandidos...; los recuerdo.
Sharp recuperó algo de confianza.
—Dadas las circunstancias, es fácil comprender el miedo a caer —dijo—.
Considerando lo que me pasó... —Tembloroso, se puso de pie. Y soltó un feroz alarido.
—¿Qué sucede? —preguntó Humphrys, acercándose apresuradamente y
sosteniéndolo de un brazo. Sharp dio un violento manotazo, tambaleó, y se derrumbó en
la silla, inerte—. ¿Qué sucedió?
—No puedo levantarme —articuló Sharp, con cierta dificultad.
—¿Qué?
—No puedo mantenerme de pie —suplicante, clavó la mirada en el analista, herido y
aterrado—. Yo... tengo miedo de caer. Doctor, ahora ni siquiera puedo mantenerme de
pie.
Nadie habló por un momento. Por fin, con la mirada en el piso, Sharp susurró:
—Humphrys, la razón de que haya venido a verle es que su oficina está en la planta
baja. Es gracioso, ¿no? No lograría subir mucho más.
—Vamos a tener que usar la lámpara otra vez —dijo Humphrys.
—Entiendo. Y tengo miedo —siguió diciendo, aferrado a los brazos del sillón—:
Adelante. ¿Qué otra cosa podemos hacer? No puedo irme de aquí. Humphrys, esto está
acabando conmigo.
—No, no —Humphrys ponía la lámpara en posición—. Le sacaremos de ésta. Intente
relajarse; trate de no pensar en nada en particular —y agregó, suavemente, mientras
encendía el mecanismo—: Esta vez no me interesa el incidente traumático; quiero la
envoltura de experiencia que lo rodea. Quiero el segmento más amplio del cual forma
parte.
 
Paul Sharp caminaba silencioso entre la nieve. Frente a él, el aliento formaba una nube
blanca y esponjosa. A su izquierda yacían las dentadas ruinas de lo que habían sido
edificios. Los escombros, cubiertos de nieve, tenían un aspecto casi encantador. Se
detuvo un instante, extasiado.
—Interesante —observó un miembro de su equipo de investigación, mientras se
acercaba—. Podría haber cualquier cosa —lo que se dice cualquier cosa— allí abajo.
—Tiene cierto encanto —comentó Sharp.
—¿Ve esa cúpula? —señaló el joven, con un dedo sólidamente enguantado; todavía
vestía el traje de plomo blindado. Él y su grupo habían estado escarbando por los
alrededores del aún contaminado cráter. Sus aburridos compañeros estaban alineados en
una fila ordenada—; era una iglesia —le dijo a Sharp—. Y de las buenas, por el aspecto.
Y más allá —señaló hacia indistinta mezcla de ruinas— estaba el centro cívico principal.
—La ciudad no fue golpeada directamente ¿no? —preguntó Sharp.
—Las bombas la rodearon. Vayamos abajo y veamos qué tenemos. Es el cráter de su
derecha...
—No, gracias —dijo Sharp, retrocediendo con intenso rechazo—. Dejaré que lo
exploren ustedes.
El joven especialista miró a Sharp con curiosidad, y luego cambió de tema.
—A menos que nos encontremos con algo inesperado, tendríamos que poder
comenzar la regeneración en una semana. El primer paso, por supuesto, es quitar la capa
de carbón. Está bastante resquebrajada; un montón de plantas la perforaron, y la
putrefacción natural redujo la ceniza semi-orgánica.
—Bien —dijo Sharp, satisfecho—. Me alegrará volver a ver algo por aquí, luego de
tantos años.
—¿Cómo era antes de la guerra? —preguntó el especialista—. Nunca lo vi; nací tiempo
después que comenzara la destrucción.
—Pues… —empezó Sharp mientras inspeccionaba los campos nevados—, aquí hubo
un próspero centro agrícola. Plantaban pomelos, pomelos de Arizona. Se llegaba al dique
Roosevelt siguiendo por este camino.
—Sí —dijo el especialista, asintiendo con la cabeza—. Encontramos lo que quedaba de
él.
—Había plantaciones de algodón, como así también de lechuga, alfalfa, uvas,
aceitunas, damascos... Lo que mejor recuerdo de la vez que llegué con mi familia desde
Phoenix, son los eucaliptos.
—Hay muchas cosas que no conoceré —se lamentó el especialista—. ¿Qué eran los
eucaliptos? Nunca escuché hablar de ellos.
—En Estados Unidos ya no queda ninguno —respondió Sharp—. Para verlos tendrías
que irte a Australia.
 
Humphrys tomaba apuntes a medida que iba escuchando.
—Muy bien —dijo con voz firme, mientras apagaba la lámpara—. Vuelva al presente,
Sharp.
Con un gruñido, Sharp pestañeó y abrió los ojos.
—¿Qué...? —bostezó, se desperezó y contempló inexpresivamente la oficina—. Algo
acerca de una regeneración. Yo supervisaba un equipo de hombres de reconocimiento.
Había un muchacho.
—¿En qué fecha regeneraron Phoenix? —preguntó Humphrys—. Parece formar parte
del más importante segmento espacio-temporal.
Sharp frunció el entrecejo.
—Jamás regeneramos Phoenix —dijo—. Sigue siendo un proyecto. Esperamos darle
comienzo en algún momento del año próximo.
—¿Está seguro?
—Naturalmente. Es mi trabajo.
—Voy a tener que hacerlo retroceder otra vez —dijo Humphrys, que ya estiraba una
mano hacia la lámpara.
—¿Qué sucedió?
La lámpara volvió a encenderse.
—Relájese —aconsejó Humphrys, demasiado bruscamente para un hombre que se
suponía que sabía lo que estaba haciendo. Mientras intentaba serenarse, agregó, con
cuidado—: Quiero una perspectiva más amplia. Retroceder a un incidente anterior, previo
a la regeneración de Phoenix.
 
Dos hombres estaban sentados frente a frente, en la mesa de una barata cafetería de
la zona comercial.
—Lo siento —dijo Paul Sharp, impaciente—. Tengo que regresar al trabajo —y tomó de
un trago el contenido de su taza de café sustituto.
Cuidadosamente, el hombre alto y delgado hizo a un lado el plato vacío y,
reclinándose, encendió un cigarrillo.
—Durante dos años —dijo Giller, con rudeza—, usted nos ha estado esquivando.
Francamente, estoy comenzando a hartarme.
—¿Esquivarlos? —Sharp se estaba poniendo de pie—. Creo que no le comprendo.
—Van a regenerar un área agrícola... van a dedicarse a Phoenix. Así que no me venga
con ese cuento de la industrialización. ¿Cuánto tiempo más imagina que esa gente va a
seguir viviendo? Si no regeneran pronto sus granjas y tierras...  
—¿Qué gente?
Bruscamente, Giller contestó:
—Los habitantes de Petaluma. Acampados alrededor de los cráteres.
Vagamente descompuesto, Sharp murmuró:
—No puedo entender que alguien siga viviendo allí. Creía que todos se habían dirigido
a las regiones regeneradas más cercanas, como San Francisco y Sacramento.
—Ustedes nunca leen las peticiones que presentamos —dijo Giller con suavidad.
Sharp se ruborizó.
—Es cierto —dijo—, aunque, ¿por qué debería hacerlo? El hecho de que haya gente
acampando entre las cenizas no altera la situación básica; tendrían que marcharse,
largarse de allí. Ese sector está acabado —y agregó–: yo me fui de allí.
—Pero allí seguiría si hubiese tenido una granja —dijo Giller en voz baja—. Si su
familia hubiese tenido una granja durante más de un siglo. Es diferente a manejar una
tienda. Las tiendas son las mismas en cualquier parte del mundo.
—Entonces hay granjas...
—No —respondió Giller, desapasionadamente—. Su tierra, la tierra de su familia, es un
sentimiento único. Seguiremos acampando allí hasta que caigamos muertos, o hasta que
ustedes decidan regenerar el área —y mientras buscaba la cuenta en forma maquinal,
concluyó—: Lo siento por usted, Paul. Nunca tuvo las raíces que tuvimos nosotros. Y
lamento que no pueda hacerse entender. —Al tiempo que metía la mano en el saco para
sacar la billetera, preguntó—: ¿Cuándo podrá volar hasta el lugar?
—¡Volar! —repitió Sharp, estremecido—. No vuelo a ningún lugar.
—Tiene que ver al pueblo de nuevo. No podrá tomar una decisión hasta haber visto
aquellas personas, hasta ver cómo están viviendo.
—No —dijo Sharp, con énfasis—. No volaré allí. Puedo tomar decisiones basándome
en los informes.
Giller lo consideró.
—Usted vendrá —aseguró.
—¡Sólo estando muerto!
Giller asintió.
—Puede ser —dijo—. Pero usted vendrá. No puede dejarnos morir sin echarnos un
vistazo. Deberá tener el coraje de ver lo que ustedes están haciendo. —Sacó un
calendario de bolsillo y marcó una fecha. Se la acercó a Sharp a través de la mesa y
dijo—: Pasaremos a buscarlo por su oficina. Tenemos un avión que nos dejará allí. Es
mío. Se trata de una nave.
Temblando, Sharp examinó el calendario. Y de pie por encima de él, también lo hizo
Humphrys.
Tenía razón. El incidente traumático de Sharp, el material reprimido, no estaba oculto
en el pasado.
La fobia que aquejaba a Sharp se basada en un evento que aún estaba a seis meses
en el futuro.
 
—¿Puede incorporarse? —preguntó Humphrys.
Paul Sharp se revolvió débilmente en el sillón.
—Yo... —empezó a decir, pero enseguida se sumió en el silencio.
—Ya basta por el momento —le dijo Humphrys para tranquilizarlo—. Ha tenido
suficiente. Pero yo quería que usted se librara del trauma por sí mismo.
—Ahora me siento mejor.
—Trate de resistir —Humphrys se acercó y quedó esperando, mientras el otro se ponía
de pie, tambaleante.
—Sí —suspiró Sharp—. Me siento mejor. ¿Qué fue eso último? Me encontraba en un
café o algo así..., con Giller.
Humphrys extrajo una libreta de recetas del escritorio.
—Voy a prescribirle un poco de consuelo... unas píldoras blancas y redondas para ser
tomadas cada cuatro horas —garabateó algo y luego le pasó la hoja a su paciente—. Lo
relajarán. Le quitarán parte de la tensión.
—Gracias —dijo Sharp con voz débil y casi inaudible. Luego agregó—: Surgieron un
montón de detalles ¿verdad?
—Así es —admitió Humphrys reservadamente.
No había nada más que pudiera hacer por Paul Sharp. El hombre estaba ahora muy
cerca de su propia muerte; en sólo seis cortos meses, Giller iría a buscarlo al trabajo. Y
era una lástima, porque Sharp era un buen tipo, un trabajador a conciencia, un buen
burócrata que sólo trataba de hacer su trabajo de la manera correcta.
—¿Qué le parece? —preguntó Sharp con apatía—. ¿Puede ayudarme?
—Lo intentaré —respondió Humphrys, incapaz de mirarlo a la cara—. Pero será muy
difícil.
—Se viene afianzando desde un largo tiempo —admitió Sharp con humildad. De pie
junto al sillón parecía pequeño y desamparado; no un importante oficial sino un individuo
desolado y desprotegido—. Le agradeceré la ayuda. Si esta fobia continúa aumentando,
será imposible saber en qué puede terminar.
—¿Consideró la idea de cambiar de idea y acceder a las demandas de Giller? —
preguntó Humphrys de repente.
—No puedo —dijo Sharp—. Es mala política. Me opongo a las súplicas, y de eso se
trata en este caso.
—¿Incluso cuando usted proviene del mismo área? ¿Incluso cuando las personas son
sus antiguos amigos y vecinos?
—Es mi trabajo —dijo Sharp—. Tengo que hacerlo sin tener en cuenta ni mis
sentimientos ni los de nadie.
—Usted no es un mal tipo —reconoció Humphrys sin proponérselo—. Lamento que...
—y quedó en silencio.
—¿Qué lamenta? —Sharp se dirigió mecánicamente hacia la puerta de salida—. He
ocupado bastante de su tiempo, y entiendo que los analistas están muy ocupados.
Regresaré cuando deba hacerlo. ¿Puedo regresar?
—Mañana —Humphrys lo guió al exterior, por el pasillo—. A esta misma hora, si le
queda bien.
—Muchísimas gracias —dijo Sharp con alivio—. Realmente se lo agradezco.
 
En cuanto quedó solo en su oficina, Humphrys cerró la puerta y desanduvo el camino
hasta el escritorio. Estiró un brazo a su parte inferior, aferró el teléfono y discó con el
pulso poco seguro.
—Deme con alguien del cuerpo médico —ordenó secamente cuando fue conectado
con la Agencia de Talentos Especiales.
—Aquí Kirby —se presentó una voz de aspecto profesional—. Investigaciones médicas.
Humphrys se presentó brevemente y luego dijo:
—Tengo a un paciente que aparenta ser un precognitor latente.
Kirby se interesó.
—¿De qué área proviene?
—De Petaluma, en el condado de Sonoma, al norte de la bahía de San Francisco.
Queda al este de...
—Estamos familiarizados con el área. Aparecieron varios precognitores por allí. Ha sido
una mina de oro para nosotros.
—Entonces yo tenía razón... —dijo Humphrys.
—¿Cuál es la fecha de nacimiento del paciente?
—Tenía seis años al comienzo de la guerra.  
—Pues... —dijo Kirby, desilusionado—, entonces no recibió más que una dosis. Nunca
desarrollará un talento precognitor absoluto, como los que necesitamos aquí.
—En otras palabras, ¿no le ayudarán?
—Los latentes, la gente que tiene un toque del talento, superan en número a los
verdaderos portadores. No podemos perder el tiempo con ellos. Usted quizá encuentre
docenas de ellos, si se fija con atención. Cuando es imperfecto, el talento no sirve de
nada; se transformará en una molestia para el hombre, pero probablemente nada más.
—Sí, es una molestia —coincidió Humphrys irónicamente—. El hombre está a pocos
meses de una muerte violenta. Desde que era chico ha estado recibiendo advertencias de
una fobia avanzada. Y las reacciones se intensifican a medida que el evento se aproxima.
—¿Él no es consciente de los detalles futuros?
—Funciona estrictamente a nivel subconsciente.
—Bajo esas circunstancias —dijo Kirby, pensativo—, quizá sea lo mejor. Estas cosas
son así. Incluso si las conociera, tampoco podría cambiarlas.
 
El doctor Charles Bamberg, psiquiatra consultor, estaba abandonando su oficina
cuando notó que había un hombre sentado en la sala de espera.
Raro, pensó Bamberg. No dejé a ningún paciente sin atender.
Abrió la puerta y quedó de pie en la sala de espera.
—¿Usted quería verme?
El hombre de la silla era alto y delgado. Vestía un impermeable color canela. En cuanto
Bamberg apareció, comenzó a aplastar un cigarrillo.
—Sí —dijo, mientras se ponía de pie con cierta torpeza.
—¿Tiene una cita?
—No, no la tengo —el hombre lo miró fijamente, como retándolo—. Lo elegí... —rió,
confuso—, pues, porque está en el último piso.
—¿El último piso? —Bamberg estaba intrigado—. ¿Y eso qué importa?
—Yo... bueno, doc, me siento mucho más cómodo en las alturas.
—Entiendo —dijo Bamberg. Una compulsión, se dijo a sí mismo. Fascinante—. Y
cuando se encuentra bien en lo alto —dijo, elevando la voz—, ¿cómo se siente? ¿Mucho
mejor?
—No tanto —respondió el hombre—. ¿Puedo entrar? ¿Puede dedicarme unos
minutos?
Bamberg consultó su reloj.
—De acuerdo —asintió, dejando pasar al hombre—. Tome asiento y cuénteme qué
sucede.
Giller se sentó, agradecido.
—Está interfiriendo con mi vida —dijo, brusca y rápidamente—. Cada vez que veo unas
escaleras, experimento el irresistible impulso de subirlas. Y en cuanto a los vuelos en
avión... siempre estoy volando. Tengo mi propia nave; aunque no pueda darme el lujo,
tengo que tenerla.
—Ya veo —dijo Bamberg—. Bien —agregó entusiastamente—, en realidad no es tan
malo. Después de todo, no se trata exactamente de una compulsión fatal.
Desvalido, Giller replicó:
—Cuando estoy allí arriba... —tragó saliva con dificultad, los ojos oscuros
relampagueándole—. Doctor, cuando estoy en lo más alto, en un edificio de oficinas o en
mi avión... siento otra clase de impulso.
—¿Cuál es?
—Yo… —Giller se estremeció—. Siento el irresistible impulso de empujar a la gente.
—¿Empujar a la gente?
—A través de las ventanas. Afuera —Giller hizo una mueca—. ¿Qué voy a hacer,
doctor? Tengo miedo de matar a alguien. Una vez empujé a un tipo y estuve a punto de
hacerlo... y un día había una chica parada frente a mí en una escalera mecánica...; la
empujé. Quedó lastimada.
—Entiendo —dijo Bamberg, y asintió. Hostilidad reprimida, se dijo a sí mismo.
Entrelazado con el sexo. Nada del otro mundo.
Extendió una mano hacia su lámpara.
 
 
FIN
 

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