Philip K. Dick
No era un casino como los demás, y de ahí el problema de tipo especial que se le
planteaba a la policía de Super-Los Angeles. Los extraterrestres que lo habían instalado
habían dejado su enorme nave flotando justo encima del establecimiento. Así, en caso de
llegada de la policía, los reactores de la nave lo destruirían. Una maniobra eficaz,
pensaba melancólicamente el comisario Joseph Tinbane; de un solo golpe, los
extraterrestres abandonarían la Tierra y aniquilarían todas las pruebas de sus actividades
ilegales.
Peor aún: todos los jugadores humanos que se hallaran en el casino, y que por lo tanto
podrían testificar, serían aniquilados.
Observando desde su aerocoche, bebía trago tras trago de aguardiente. El alcohol lo
tranquilizaba un poco, pero no hacía más. Entre las sombras, distinguía a su izquierda la
oscura y silenciosa masa de la astronave extraterrestre. Bajo su popa se adivinaba un
espacio cerrado, oscuro y silencioso también. Pero no era más que una apariencia.
—Podríamos intentar una entrada —dijo a su colega, más nuevo que él—. Pero sería
un suicidio. —Era mejor confiar en los androides, por torpes y susceptibles de
equivocarse que fueran. Una cosa era segura: no estaban vivos, lo cual era una clara
ventaja en aquel caso.
—Ahí va el tercero —murmuró el inspector Falkes.
Un ser delgado, vestido con ropas humanas, se detuvo ante la puerta del casino. Llamó
y esperó. La puerta se abrió. El androide dio la contraseña y le dejaron entrar.
—¿Cree que sobrevivirán a la deflagración subsiguiente al despegue? —preguntó
Tinbane a Falkes, que era experto en rebotica.
—Uno de los tres es posible, pero no todos. De todos modos, con uno solo tenemos
bastante. —Falkes se inclinó hacia adelante con una expresión excitada—. Vamos,
comuníquese con ellos. Anúncieles que quedan arrestados. ¿Para qué esperar más?
—En lo que a mí respecta —dijo Tinbane—, me sentiré mucho más tranquilo mientras
esa nave permanezca inmóvil. Esperemos un poco más.
—Pero todos los androides están en su sitio.
—Quizá sea mejor esperar a que transmitan en video —respondió Tinbane. Las
emisiones de los androides, en efecto, constituían una prueba que sería registrada por la
policía. Sin embargo, el joven inspector que formaba equipo con Tinbane tenía razón en
una cosa: ahora que los tres espías humanoides estaban dentro, ya no ocurriría nada
más. Hasta el momento en que los extraterrestres supieran que habían sido engañados y
efectuaran su plan de retirada.
—Está bien —decidió Tinbane, conectando el altavoz—. Vamos allá.
Falkes acercó el micrófono a sus labios, y su voz amplificada resonó por todas partes:
—¡AQUÍ EL REPRESENTANTE DE LA POLICÍA DE SUPER-LOS ANGELES! ¡TODO
EL MUNDO EN EL INTERIOR DE ESTE ESTABLECIMIENTO DEBE ABANDONARLO
INMEDIATAMENTE...!
La voz de Falkes quedó ahogada por el rugir de los reactores de la astronave. El
inspector se alzó de hombros y esbozó una amarga sonrisa a Tinbane.
—No han necesitado mucho tiempo —dijo. Pero Tinbane no le oyó. Simplemente leyó
las palabras en los labios de su colega.
Como estaba previsto, nadie tuvo tiempo de salir. Ninguno de los jugadores del casino
pudo salir. El edificio se licuó. La astronave no dejó tras ella más que una masa informe
de materia vitrificada.
Están todos muertos, pensó Tinbane con un mudo estremecimiento.
—Ahora es el momento —dijo estoicamente Falkes. Se enfundó el traje de neoamianto
y, unos segundos más tarde, Tinbane hizo lo mismo.
Los dos policías se dirigieron hacia el viscoso magma que había sido el casino. En el
centro había como una especie de joroba: dos de los tres androides que, en el último
momento, habían protegido algo con una parte de su cuerpo. En cuanto al tercero, no
quedaba la menor huella de él. Se había fundido con todo lo demás. Como todo lo que
era orgánico.
Me pregunto qué han intentado salvaguardar, se dijo Tinbane mientras examinaba los
informes vestigios de los dos androides. ¿Un ser vivo? ¿Un extraterrestre con aspecto de
molusco? ¿Una mesa de juego?
—Han actuado aprisa... siendo androides —observó Falkes.
—Sea como sea, han conseguido salvar algo —declaró Tinbane. Torpemente, removió
la masa de metal que era todo lo que quedaba de los dos androides. Un elemento,
probablemente un tórax, se deslizó a un lado, revelando lo que había intentado preservar.
Era un flipper.
¿Por qué?, pensó Tinbane. ¿Qué importancia puede tener esa máquina? No tenía ni la
menor idea.
Un técnico del laboratorio de la policía de Sunset Avenue tendió a Tinbane un grueso
dossier.
—¿Y si me hiciera un resumen? —dijo el comisario con tono huraño. Leer aquellos
interminables informes lo ponía nervioso.
—De hecho, no se trata de un aparato de tipo clásico —dijo el técnico, tras echar una
ojeada a su texto, como si hubiera olvidado lo que contenía. Su voz era seca y
monocorde. Parecía como si para él fuera un asunto sin la menor importancia. Como
Tinbane, estimaba que el flipper preservado por los androides no tenía el menor interés...
o al menos esta era la impresión que daba—. Quiero decir que no se parece a los
modelos importados hasta ahora a la Tierra. Lo comprenderá mejor si lo prueba. Le
sugiero que eche una moneda de veinticinco centavos en la ranura y juegue una partida.
El laboratorio —añadió— le devolverá el dinero cuando lo recuperemos.
—No estoy tan mal de dinero como eso —respondió irritadamente Tinbane. Siguiendo
al técnico, atravesó el enorme laboratorio donde reinaba una actividad febril y penetró en
el taller del fondo.
Allá, bien limpio y reparado, se hallaba el flipper que los robots habían protegido.
Tinbane metió una moneda en la ranura, y cinco bolas metálicas brotaron y se situaron en
el almacén transparente, mientras el tablero se iluminaba con multitud de luces
destellantes.
El técnico se instaló cerca de Tinbane para observar la partida.
—Antes de empezar, le aconsejo que examine con atención los obstáculos por entre
los cuales debe circular la bola. La maqueta que hay debajo del cristal no deja de tener su
interés. Es una ciudad en miniatura, con sus casas, sus calles, sus edificios públicos, sus
canalizaciones. No es una ciudad terrestre, por supuesto, sino una ciudad ioniana normal.
La exactitud de los detalles es notable.
Tinbane se inclinó hacia adelante. El técnico no se equivocaba: la precisión de la
maqueta era extraordinaria.
El otro prosiguió:
—Los tests a los que hemos sometido el mecanismo demuestran que el aparato ha
sido muy utilizado. Pero la tolerancia es considerable. Según nuestras estimaciones, se
pueden jugar como mínimo otras mil partidas antes de que sea necesaria una revisión.
Una revisión que, por supuesto, no puede efectuarse más que en lo. Por lo que sabemos,
allí es donde se construye y se repara ese tipo de material.
—¿Cómo se desarrolla la partida? —preguntó Tinbane.
—Bueno, nos enfrentamos aquí con lo que podríamos llamar un conjunto polivariable.
En otras palabras, el terreno en el cual ruedan las bolas se halla en permanente
evolución. El número de combinaciones posibles es... —El técnico hojeó su informe sin
conseguir hallar la cifra—. Bueno, de todos modos, es extremadamente elevado. Del
orden del millón. Este juego es muy sofisticado. Lance la primera bola y lo verá.
Tinbane accionó el lanzador para enviar la bola número uno. Esta salió disparada por el
corredor y rebotó contra un tope que aceleró su velocidad.
Ahora se estaba deslizando por un plano inclinado.
—La línea de defensa que protege la ciudad —comentó el técnico— se halla
constituida por unos accidentes orográficos cuyo color, forma y superficies reproducen un
paisaje ioniano típico. Los constructores se tomaron mucho trabajo para establecer una
copia exacta. Debieron trabajar a partir de fotos tomadas desde satélites. De hecho, es
como si tuviéramos ante los ojos un fragmentó del planeta visto desde una altitud de
aproximadamente quince mil metros.
La bola entró en contacto con el accidentado talud que defendía la ciudad. El choque
modificó la trayectoria y la bola vaciló, como desorientada.
—Ha sido desviada —murmuró Tinbane. Observó con qué eficacia el trazado del
terreno se oponía a que la bola prosiguiera su camino—. Va a rodear la ciudad.
La bola, muy frenada, se metió por un tramo lateral y, en el momento en que era
absorbida por un agujero, encontró un nuevo tope que la puso bruscamente en juego.
En el tablero apareció una cifra: el jugador conseguía un punto, y la bola amenazaba
de nuevo la ciudad. Pero fue nuevamente detenida por la línea de defensa, y siguió
aproximadamente el mismo itinerario que antes.
—Observe —dijo el técnico—. Ahora va a pasar algo interesante. La golpeará el mismo
tope que antes. Observe atentamente el tope.
Tinbane vio que de este surgía un delgado hilillo de humo. Se volvió interrogando con
la mirada a su compañero.
—Observe ahora la bola —precisó este último.
La bola golpeó nuevamente el tope instalado no lejos del agujero. Pero, esta vez, el
tope no reaccionó al impacto.
Tinbane parpadeó viendo la bola deslizarse suavemente hacia el agujero, en cuyo
fondo desapareció.
—¿Y bien? No ha ocurrido nada —dijo.
—¿Ha visto usted el humo? Un cortocircuito en el cableado del tope. Si hubiera
rebotado, la bola hubiera constituidlo de nuevo un peligro para la ciudad.
—Dicho de otro modo —murmuró Tinbane—, el mecanismo ha comprendido el efecto
que el impacto le hubiera causado a la bola. El conjunto funciona como para protegerse
de la actividad de esta.
Conocía el principio por haberlo observado ya en otros flippers fabricados por los
extraterrestres: un circuito complejo modificando constantemente los datos del juego a fin
de que la máquina pareciese viva... todo ello para reducir las posibilidades del jugador. En
este caso particular, el jugador ganaba si conseguía llevar las bolas hasta el medio del
elemento central... la reproducción de la ciudad ioniana. Esta ciudad debía ser pues
defendida. En consecuencia, había sido necesario neutralizar aquel tope que ocupaba
una posición estratégica. Por un tiempo al menos: era necesario que estuviera fuera de
acción hasta que la topografía del terreno se modificara de una forma decisiva.
—Hasta aquí no hay nada nuevo —prosiguió el técnico—. Usted debe haber visto ya
una decena de máquinas de este tipo, y yo he visto centenares. Este aparato ha jugado
decenas de miles de partidas y, cada vez, el circuito previsto para neutralizar las bolas se
reajusta. Se puede decir que esos cambios son acumulativos. En este momento, un
jugador no puede marcar más que una fracción de los tantos obtenidos antes de que los
circuitos empezaran a reaccionar. Como en todos los aparatos de juego de los
extraterrestres, la modificación tiende hacia un punto límite que es el nivel cero. Intente
alcanzar la ciudad, Tinbane. Hemos construido un mecanismo de repetición que ha
jugado ciento cuarenta partidas, y jamás ninguna bola ha podido acercarse a la ciudad
hasta el punto de amenazarla seriamente. Hemos anotado los tanteos y, en cada ocasión,
hemos registrado una baja ligera pero significativa. —Sonrió.
—¿Y? —preguntó Tinbane.
—¿Y? Nada. He escrito en mi informe: nada. —El técnico calló un instante—. Con una
excepción. Observe.
Se inclinó hacia el flipper y apoyó el índice sobre la plancha de cristal, señalando una
estructura que ocupaba el centro de la ciudad en miniatura—. Las fotos muestran que a
cada partida este elemento se perfecciona. Según todas las evidencias, existe un sistema
eléctrico que lo realza. Lo mismo ocurre con todas las demás alteraciones. Pero su forma,
¿no le recuerda a usted nada?
—Parece como una catapulta de la antigüedad —respondió Tinbane—. Pero el eje de
propulsión es vertical, en vez de ser horizontal.
—Nosotros hemos hecho la misma observación. Aparte esto, examine el propulsor. No
está a la escala de la ciudad. De hecho, es totalmente desproporcionado.
—Casi parece como que haya sido diseñado para contener...
—«Casi» no es la palabra. Lo hemos medido. Su tamaño corresponde exactamente a
las dimensiones de una de las bolas.
Un estremecimiento recorrió la columna vertebral de Tinbane.
—¿Y cuál es su conclusión?
—Que esta catapulta podría proyectar una bola a la cara del jugador —respondió
fríamente el técnico—. Está orientada hacia adelante del flipper y hacia arriba. —Hizo una
pausa—. Y está preparada para funcionar.
La mejor defensa es el ataque, como dice el proverbio, pensó Tinbane, observando la
máquina llevada a la Tierra por los extraterrestres. El nivel cero, reflexionó, no puede ser
la finalidad última del circuito de defensa de esta máquina. En realidad, el mecanismo no
debía tender únicamente a disminuir las posibilidades del adversario, sino también a
elaborar la mejor contraofensiva.
—¿Cree que los extraterrestres han buscado crearnos complicaciones? —preguntó al
técnico.
—¿Y eso qué importancia tiene? Ninguna por el momento. Hay dos cosas que cuentan:
en primer lugar, este aparato ha sido introducido en la Tierra ilegalmente, y luego ha sido
utilizado por terrestres. Quizá sea —o lo será muy pronto— un arma asesina, lo hayan
premeditado o no sus fabricantes. Según nuestros cálculos, puede convertirse en algo
mortal en veinte partidas. Cada vez que se mete una moneda en la ranura, la catapulta se
eleva un poco más, se acerque o no la bola a la ciudad. Basta con el impulso lanzado por
la batería de helio del mecanismo central. Y el proceso es automático desde que se inicia
la partida. La catapulta se vuelve operacional ante nuestros ojos. Será mejor que juegue
las otras cuatro bolas restantes para que termine la partida. O que nos autorice a
desmontar este aparato. O al menos la batería.
—Los extraterrestres no respetan en absoluto la vida humana —murmuró Tinbane.
Pensaba en la carnicería que había ocasionado el despegue de la astronave. Para los
ocupantes de esta no había sido más que un suceso menor. En comparación con aquello,
el flipper parecía una tontería. ¿Qué consecuencias tenía en términos de destrucción?
—Nos enfrentamos con una máquina selectiva —dijo con voz pensativa—. No elimina
más que al jugador.
—Puede eliminar a todos los jugadores uno tras otro —hizo notar el técnico.
—¿Pero quién se animaría a jugar tras el primer accidente?
—Los habituales del casino sabían muy bien que en caso de intervención de la policía
los extraterrestres reducirían a todo el mundo a cenizas —hizo notar el técnico—. La
pasión por el juego es una impulsión enfermiza parecida a la de la droga. Algunos
apasionados están dispuestos a seguir jugando sean cuales sean los riesgos. ¿Ha oído
hablar usted alguna vez de la ruleta rusa?
Tinbane lanzó la segunda bola, que rebotó contra el tope y se dirigió hacia la ciudad en
miniatura. Consiguió franquear el talud y se acercó a la primera casa. Quizá consiga
ganar contra esta máquina, pensó salvajemente Tinbane. Antes de que sea ella la que
consiga ganarme. Se sentía presa de una extraña exaltación. La bola golpeó el minúsculo
edificio, lo aplastó, y prosiguió su camino. Pese a su pequeño tamaño, era mayor que
todos los edificios que formaban la ciudad.
Todos, excepto la catapulta central.
Ávidamente, el comisario siguió con la mirada la esfera de acero que se aproximaba
peligrosamente a la catapulta. Una construcción hizo desviar su trayectoria, y el agujero
se la tragó. Inmediatamente, Tinbane lanzó la tercera bola.
—La apuesta es enorme —murmuró suavemente el técnico—. Es su vida lo que se
está jugando, ¿no? Tiene que ser apasionante, si se tiene la mentalidad requerida.
—Creo que puedo alcanzar la catapulta antes de que entre en acción.
—Quizá, o quizá no.
—Cada vez, la bola se aproxima un poco más.
—Para funcionar, esta catapulta necesita las bolas. Representan los proyectiles.
Cuanto más juegue usted, más posibilidades le dará de utilizarlas. En realidad, usted la
está ayudando. —Sombríamente, el técnico añadió—: Ella no puede actuar sin la ayuda
de usted. El jugador no es solamente el enemigo: es también un colaborador de
importancia esencial. Será mejor que lo deje, Tinbane. Este instrumento va a ganarle.
—Lo dejaré cuando haya alcanzado la catapulta.
—La alcanzará, de acuerdo... pero corre el peligro de morir. —El técnico miró a
Tinbane con ojos entrecerrados—. Quizá sea por eso por lo que los extraterrestres han
fabricado esta máquina. Como una represalia por la intervención de la policía. Es una
eventualidad que hay que tener en cuenta.
—¿Tiene usted una moneda de veinticinco centavos que pueda prestarme? —preguntó
Tinbane.
En la décima partida, la estrategia de la máquina se modificó de modo tan
sorprendente como imprevisto. Bruscamente, el aparato renunció a desviar
sistemáticamente las bolas a derecha e izquierda para que evitaran la ciudad en
miniatura. Por primera vez, Tinbane vio que una se dirigía directamente hacia ella.
Directamente hacia la catapulta. Esta se hallaba a todas luces preparada y a punto,
ahora.
—Soy su superior jerárquico, Tinbane —dijo el técnico con voz tensa—. Le ordeno que
interrumpa la partida.
—Toda orden surgida de usted debe ser presentada por escrito, y ser aprobada con el
visto bueno de un inspector —dijo Tinbane. No obstante, dejó de jugar a regañadientes—.
Puedo ganar —dijo soñadoramente—, pero no aquí. Tendría que estar lo suficientemente
lejos como para estar fuera de alcance. —Y diciendo aquello, se dio cuenta de que daba
por sentado que la catapulta podía tomarle como blanco.
Se dio cuenta de que había girado ligeramente. Una especie de dispositivo óptico le
permitía localizar al jugador. A menos que el calor desprendido por su cuerpo tuviera un
efecto termotrópico.
En este caso, le sería relativamente fácil pasar a la ofensiva. Había también otra
posibilidad: que el dispositivo estuviera equipado con un registrador encefálico que
captara las ondas cerebrales emitidas en sus proximidades. Pero el laboratorio lo hubiera
detectado.
—¿A qué tropismo debe obedecer? —murmuró Tinbane.
—Este dispositivo no estaba en su lugar cuando examinamos la máquina —respondió
el técnico—. La realización de la catapulta debe representar un estadio superior.
—Espero que no tenga un registrador encefálico —murmuró Tinbane. Puesto que, en
este caso, el aparato recordaría a su adversario y podría reconocerlo con posterioridad.
Aquella idea le hizo estremecer. Evocaba un riesgo mucho mayor.
—Le hago una proposición —dijo el técnico—. Siga jugando hasta la primera respuesta
de la catapulta. Luego, abandone, y desmontaremos el aparato. Será realmente útil saber
cuál es su tropismo. Nada impide imaginar que algún día nos encontremos frente al
mismo principio, aún más perfeccionado. ¿Está de acuerdo? Correrá usted un riesgo
calculado, pero creo que cuando la máquina lance su primer golpe, será para proceder a
una última corrección con vistas al segundo... que jamás será efectuado.
¿Tenía que confesarle sus temores al técnico?
—Lo que me contraría —dijo Tinbane— es la posibilidad de que este aparato conserve
un recuerdo de mí. Para más adelante.
—¿Para más adelante? Pero si este flipper será convertido en piezas desde el
momento en que haya efectuado su primer disparo.
—Está bien, sigamos —dijo Tinbane, vacilante. Quizá me estoy preocupando por nada,
pensó. Es él quien debe tener razón.
La siguiente bola falló la catapulta por unos pocos milímetros. Pero no era debido a que
pasara tan cerca por lo que Tinbane se sentía inquieto; era porque la catapulta había
intentado capturar la bola a su paso. El movimiento había sido tan rápido y tan sutil que
apenas lo habían visto.
—Quiere esta bola —dijo el técnico—. Quiere tirársela. —Había observado la
maniobra.
Con un gesto vacilante, Tinbane se preparó a lanzar la siguiente bola... que tal vez
fuera la última, en lo que a él se refería.
—Apártese de aquí —murmuró el técnico con voz pálida—. Olvidemos mi proposición.
¡Interrumpamos la partida! Desmontaremos inmediatamente este aparato.
—Hay que saber cuál es el tropismo. —Tinbane accionó el impulsor.
La bola de acero, que de pronto parecía enorme y pesada, se dirigió directamente
hacia la catapulta al acecho. Cada uno de los accidentes del relieve parecía facilitar su
camino. El dispositivo atrapó la bola antes incluso de que Tinbane, que la contemplaba
con ojos enormemente abiertos, se diera cuenta de lo que ocurría.
—¡Apártese! —El técnico dio un salto y empujó al comisario. El golpe fue tan brutal que
Tinbane cayó al suelo.
Hubo un estruendo de vidrios rotos y la bola de acero rozó la sien de Tinbane. Rebotó
contra la pared, y acabó su trayectoria sobre una mesa.
Hubo un largo silencio, luego el técnico dijo con voz temblorosa:
—Tanto en velocidad como en masa, estaban todas las condiciones como para que...
Tinbane se levantó y se acercó a la máquina.
—No tire ninguna otra bola —exclamó el técnico.
—No vale la pena —respondió el comisario; dio media vuelta y se alejó corriendo.
El aparato había disparado espontáneamente.
Tinbane estaba sentado frente a Ted Donovan, el jefe del laboratorio, en la oficina de
este último. Habían cerrado la puerta que daba al laboratorio, y los empleados habían
recibido órdenes de ponerse a cubierto. Tras la puerta cerrada no se oía ningún ruido.
Solo aquella cosa al acecho, pensó Tinbane. ¿Qué era lo que esperaba la máquina?
¿Que algún humano, no importaba cuál, pasara dentro de su radio de alcance? ¿O bien...
o bien él?
Aquel pensamiento le ponía la carne de gallina. Una máquina construida en otro mundo
y enviada a la Tierra. Sin instrucciones particulares, únicamente capaz de efectuar una
selección entre todas sus posibilidades de defensa hasta decidir la mejor. Las leyes del
azar. Miles de partidas, miles de jugadores. Y finalmente se alcanzaba un umbral crítico, y
él último jugador, señalado también por el azar, se veía atado al aparato por una partida
cuya apuesta era la muerte. Y este jugador era él, Tinbane.
—Vamos a destruir a distancia su fuente de energía —dijo Donovan—. Tendríamos
que conseguirlo sin problemas. En cuanto a usted, vuelva a su casa y no se preocupe
más. Cuando hayamos identificado su tropismo, le informaremos. Excepto si es de noche.
En este caso...
—Infórmeme a cualquier hora del día o de la noche —le interrumpió—. Lo prefiero.
Era inútil dar más explicaciones: el jefe del laboratorio comprendía perfectamente.
—Este aparato era evidentemente un arma defensiva contra nuestras operaciones de
policía en sus casinos —continuó Donovan. Lentamente, hojeó el enorme dossier—. De
una forma completamente independiente a la placa de identificación— gruñó. Leyó en voz
alta—: Se trata simplemente de un nuevo flipper de concepción extraterrestre. ¡Vaya
acierto! —Donovan arrojó disgustado el documento.
—Si esta era su intención —dijo Tinbane—, consiguieron engañarme completamente.
—Es decir, habían conseguido suscitar su interés. Obtener el que colaborara.
—Usted es en el fondo un jugador, Tinbane —dijo Donovan—. Si no, la cosa no
hubiera funcionado. De todos modos... es algo sorprendente. Un flipper que responde por
iniciativa propia. Con las bolas lanzadas por el jugador como municiones. ¡Espero que no
construyan ahora un dispositivo de tiro al pichón! Ya tengo bastante con los flippers.
—Parece como si fuera un sueño.
—¿En?
—Esto no puede ser real. —Y sin embargo, pensó Tinbane, es real. Se puso en pie—.
Voy a hacer como dice. Voy a irme a casa. Tiene usted mi número: llámeme. —Estaba
cansado, y tenía miedo.
Donovan lo miró.
—No tiene usted buen aspecto. No se deje impresionar. En el fondo, es un aparato
relativamente inofensivo. Hay que acercarse a él, ponerlo en marcha. Si uno no lo toca...
—No se trata de que vuelva a tocarlo; tengo la sensación de que me espera. Desea
que vuelva. —Sí, la máquina estaba al acecho. Era capaz de aprender, y él le había dado
suficiente información al respecto. Le había enseñado que él existía. Que había en la
Tierra un hombre llamado Joseph Tinbane.
Y eso era ya demasiado.
Sonaba el teléfono cuando abrió la puerta de su apartamento. Descolgó el auricular. Su
mano era como plomo.
—¿Sí?
—¿Tinbane? —Era la voz de Donovan—. Se trata efectivamente de un sistema
encefalotrópico. Hemos descubierto un registro de sus ondas cerebrales. Por supuesto, lo
hemos destruido. Pero... —Donovan vaciló—. Hemos encontrado también algo que no
existía en el primer análisis.
—Un emisor —murmuró Tinbane con voz ronca.
—En efecto. Tiene un radio de acción desconocido. Naturalmente, no sabemos nada
del receptor. Debe estar situado en una oficina o a bordo de un aerocoche del tipo de los
nuestros. Bien, ya está prevenido. No hay la menor duda de que nos enfrentamos a un
arma vengativa. Su instinto no le había engañado. Tras examinarla, nuestros especialistas
han llegado a la conclusión de que en un cierto sentido le estaba esperando. Este aparato
le vio llegar a usted. Quizá nunca haya funcionado como un auténtico juego de azar. Es
posible incluso que las indicaciones que mostraban que había funcionado durante largo
tiempo no fueran resultado del uso, sino un elemento incorporado deliberadamente al
mecanismo. Es todo lo que hemos hallado.
—¿Qué me aconseja que haga?
—¿Hacer? —Hubo un breve silencio, luego Donovan dijo—: No gran cosa. No se
mueva de su casa. No vaya a la oficina durante un cierto tiempo.
Así, pensó Tinbane, si me detectan, yo seré la única víctima. Esta es la solución más
ventajosa para todos vosotros. Pero yo...
—Creo que voy a irme de la ciudad —dijo en voz alta—. El radio de acción de este
aparato debe hallarse limitado a Super-Los Angeles o incluso a una sola zona de la
ciudad. Sí, prefiero irme, si está usted de acuerdo.
—Como usted quiera.
—De todos modos, ustedes no pueden ayudarme.
—Escuche, le daremos una indemnización que le permita mantenerse hasta que
hayamos encontrado ese receptor y sepamos en qué consiste. El problema, para
nosotros, es que el secreto empieza a filtrarse y que no va a ser fácil conseguir equipos
para proseguir las operaciones contra los casinos. Por supuesto, este era el objetivo de
los extraterrestres. Hay algo más que podemos hacer: pedirle al laboratorio que fabrique
para usted un protector cerebral que embrolle las ondas que usted emite. Claro que
tendrá que pagarlo de su bolsillo. Quizá mediante una financiación, descontándoselo
mensualmente de su suelo. Es usted quien tiene que decidir. Francamente, si quiere mi
opinión, yo le aconsejaría esta solución.
—Entiendo —respondió Tinbane. Se sentía como embotado por el cansancio, y
resignado—. ¿Tiene alguna otra cosa que sugerirme?
—Vaya armado. Incluso mientras duerme.
—¿Mientras duermo? ¿Cree usted que voy a dormir? ¡No hasta que esta máquina sea
destruida!
Pero se daba cuenta de que no había nada que tuviera más importancia. En este
momento, un objeto del que nadie sabía nada contenía un registro de sus ondas
cerebrales. ¿De qué era capaz este objeto? ¿Quién podía imaginarlo? Los extraterrestres
eran unos técnicos geniales.
Colgó y se dirigió a la cocina, donde se sirvió un vaso de bourbon.
¡Vaya historia! ¡Verse atrapado por un flipper venido de otro mundo! Casi como para
echarse a reír. Casi...
¿Cómo neutralizar a un flipper loco que posee tus datos y te persigue? O mejor, ¿cómo
conseguir que el misterioso dispositivo conectado a ese flipper deje de causarte
problemas? Algo golpeó la ventana de la cocina.
Tinbane se metió la mano en el bolsillo y la sacó armada con su pistola láser. Con la
espalda apoyada contra la pared, se acercó a la ventana y miró fuera. La noche era tan
densa que no se veía nada. ¿Dónde estaba su linterna? En la guantera del aerocoche
aparcado en la terraza. Tenía tiempo de ir a buscarla.
Unos minutos más tarde, con la linterna en la mano, bajaba las escaleras de cuatro en
cuatro y se precipitaba de nuevo en la cocina.
El haz de luz reveló una especie de criatura mecánica, provista de largos y delgados
seudópodos, pegada contra el cristal. Sus antenas exploradoras que tanteaban eran el
origen del ruido que había llamado la atención de Tinbane.
La criatura había escalado la fachada: Tinbane podía distinguir la huella dejada por sus
ventosas.
La curiosidad de Tinbane fue más fuerte que su miedo. Abrió suavemente la ventana y
blandió su láser. La criatura no se movió. Parecía inmovilizada en medio de un ciclo de
actividad. Sus reacciones eran probablemente muy lentas. A menos que fuera una
especie de bomba retardada, en cuyo caso Tinbane no tenía tiempo de pensar. Disparó.
La criatura se deslizó de la ventana mientras sus ventosas abandonaban su presa. En
el momento en que iba a caer, Tinbane la agarró y la echó en la habitación sin dejar de
apuntarla con el láser. Pero estaba funcionalmente muerta. Su inmovilidad era total.
Tinbane fue a buscar un destornillador, se sentó, y examinó el objeto. Tenía la
impresión de que su tensión había cedido algo; se había tranquilizado. Una tranquilidad al
menos pasajera.
Necesitó tres cuartos de hora para desmontar la criatura. Los tornillos que sujetaban el
caparazón no se correspondían a los destornilladores standard, y tuvo que utilizar
finalmente un cuchillo de cocina, pero lo consiguió. La carcasa estaba dividida ahora en
dos partes, una de ellas vacía, la otra llena de componentes. ¿Era una bomba?
Minuciosamente, inspeccionó cada accesorio.
No era una bomba. Aparentemente, al menos. ¿Entonces? ¿Un dispositivo asesino?
No encontró ni hoja cortante, ni toxina, ni microorganismo, ni tubo capaz de lanzar un
proyectil. ¿Para qué podía servir pues aquel objeto? Tinbane identificó el motor que había
permitido a la criatura mecánica escalar la fachada, la célula fotoeléctrica gracias a la cual
se orientaba. Pero eso era todo.
Desde un punto de vista objetivo, aquel dispositivo no servía estrictamente para nada.
¿Pero era esto la verdad?
Tinbane consultó su reloj. Hacía una hora que se ocupaba de aquel instrumento. Una
hora que sus pensamientos se habían desviado de todo lo demás. ¿Y qué podía ser este
todo lo demás?
Inquieto, se levantó pesadamente, tomó nuevamente su láser, y empezó a ir arriba y
abajo, el oído tendido, los sentidos despiertos, buscando descubrir un detalle, aunque
fuera insignificante, que tuviera un carácter insólito.
¡Había perdido una hora entera! Dándoles tiempo así a poner en ejecución sus
verdaderas intenciones.
Es el momento de irme, se dijo. Abandonar la ciudad y permanecer alejado hasta que
todo termine.
El timbre del videófono resonó.
Cuando Tinbane descolgó, el rostro de Donovan se formó en la grisácea superficie de
la pantalla.
—Un aerocoche vigila desde arriba su casa —anunció—. Ha observado algo. He
pensado que querría usted estar al corriente.
—Le escucho —dijo Tinbane con voz tensa.
—Un aparato se ha posado durante un breve instante sobre su terraza. No era un
vehículo ordinario, sino un aparato más grande, que no hemos podido identificar. Se ha
marchado casi inmediatamente, a gran velocidad.
—¿Después de haber depositado algo?
—Eso es lo que temo.
—¿Pueden ayudarme? —preguntó Tinbane, con la boca seca—. Se lo agradecería.
—¿Qué quiere que hagamos? No sabemos de lo que se trata más que usted. Nos
vemos obligados a esperar a que usted tenga una idea de la naturaleza de... de lo que le
amenaza.
Llegó un ruido procedente del vestíbulo. Algo había golpeado contra la puerta de
entrada.
—Donovan, no se retire. Creo que empieza. —Esta vez estaba aterrorizado.
Apretando fuertemente su pistola láser, se dirigió pesadamente hacia la puerta. Soltó el
cierre y la abrió. Justo a tiempo...
Una fuerza titánica empujó el batiente, cuya manilla se quedó en las manos de
Tinbane. Y, silenciosamente, la enorme bola de acero empezó a rodar. Tinbane retrocedió
de un salto. ¡Este era pues el auténtico adversario! La intervención de la criatura
mecánica había sido un simple movimiento de diversión.
No podía huir. La desmesurada esfera le bloqueaba el paso.
Tomó de nuevo el videófono.
—¿Donovan? No puedo salir. Estoy prisionero en mi casa. —Se dio cuenta de que los
accesos al apartamento representaban el equivalente de los taludes que protegían la
ciudad miniatura del flipper. La primera esfera se había inmovilizado en la puerta de
acceso. ¿Pero como se comportaría la segunda? ¿Y la tercera?
Cada una se acercaría un poco más.
—¿Puede hacer usted algo? —preguntó con voz sorda—. ¿Puede el laboratorio
fabricar un sistema de defensa con tan poco tiempo?
—Lo intentaremos. Todo depende de lo que necesite usted. ¿Qué es lo que necesita
para protegerse, según usted?
Tinbane tuvo problemas para conseguir que las palabras surgieran de sus labios, pero
era necesario hablar. Quizá la bola siguiente llegaba por la ventana, o cayera del techo
para aplastarle.
—Quiero una especie de catapulta. Bastante sólida y bastante grande como para
lanzar un proyectil esférico de un diámetro aproximado de metro y medio. ¿Cree poder
construírmela? —Alzó los ojos al cielo, deseando que la respuesta fuera afirmativa.
—¿Este es pues el peligro al que tiene que enfrentarse? —murmuró Donovan con una
voz irreconocible.
—A menos que se trate de una alucinación. De una proyección artificial destinada a
aterrorizarme.
—La patrulla vio algo que no era una alucinación. El objeto tenía una masa medible y...
—Vaciló—. El objeto no identificado depositó algo grande sobre su terraza. Cuando
despegó, su masa había disminuido considerablemente. Es algo completamente real,
Tinbane.
—Me lo temía.
—Le haremos llegar la catapulta lo antes posible. Esperemos que haya un lapso de
tiempo entre... cada ataque. Pero puede prever que habrá al menos cinco de ellos.
Tinbane inclinó la cabeza e intentó encender un cigarrillo, pero temblaba de tal modo
que no pudo mantener encendida la llama del mechero. Renunció a ello y fue a servirse
algo de beber, pero tampoco consiguió descorchar la botella, y esta se escapó de entre
sus manos.
—Cinco... cinco bolas por partida.
—Sí —dijo Donovan a regañadientes—. Eso es.
La pared de la sala de estar retembló.
La segunda bola penetró por el panel divisorio con el apartamento de al lado.
FIN
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario