Philip K. Dick
Ed Doyle tenía prisa. Tomó un vehículo de superficie, agitó cincuenta créditos ante el
rostro del chofer robot, se secó el rostro sudoroso con un pañuelo rojo que sacó del
bolsillo, se desabrochó el cuello de la camisa, continuó sudando, se humedeció los labios
y tragó saliva lastimosamente durante todo el trayecto hasta el hospital.
El vehículo de superficie frenó con suavidad frente al gran edificio del hospital,
rematado por una cúpula blanca. Ed saltó del coche y subió los escalones de tres en tres,
abriéndose paso a empujones entre los visitantes y enfermos convalecientes que
paseaban por el amplio jardín central. Descargó su peso sobre la puerta y desembocó en
el vestíbulo, donde dejó patidifusos a los empleados y directivos que estaban enfrascados
en sus ocupaciones.
—¿Dónde? —preguntó Ed, mirando alrededor.
Tenía las piernas separadas y los puños apretados, y jadeaba. Su respiración era
ronca, como la de un animal. En el vestíbulo se hizo el silencio. Todos habían dejado de
trabajar para contemplarle.
—¿Dónde? —repitió Ed—. ¿Dónde está ella? ¿Dónde están los dos?
Era una suerte que Janet hubiera dado a luz en ese día concreto. Próxima Centauri
estaba muy lejos de la Tierra y el servicio de transporte era malo. Ed, intuyendo el
nacimiento de su hijo, se había marchado de Próxima unas semanas antes. Acababa de
llegar a la ciudad. Mientras depositaba su maleta en la cinta transportadora de equipajes
de la estación, un correo robot le entregó el mensaje: Hospital Central de Los Ángeles. Ya.
Ed corrió, y mucho. Mientras corría, no dejó de sentirse complacido por haber adivinado
el día exacto, casi la hora. Una intuición excelente. Ya las había tenido antes, durante los
años que pasó haciendo negocios en las «colonias», la frontera, la zona civilizada por la
Tierra en la que todavía farolas eléctricas iluminaban las calles y las puertas se abrían
manualmente.
Iba a costarle acostumbrarse a aquello. Se volvió hacia la puerta por la que había
entrado y se sintió como un idiota. La había abierto de un empujón, haciendo caso omiso
de la célula fotoeléctrica. La puerta se estaba cerrando despacio. Se calmó un poco y
guardó el pañuelo en el bolsillo. Los empleados del hospital reanudaron su trabajo. Uno de
ellos, un fornido robot último modelo, se acercó a Ed y se detuvo.
El robot equilibró hábilmente su tablero de notas. Sus ojos fotoeléctricos examinaron las
facciones enrojecidas de Ed.
—¿Me permite preguntarle a quién busca, señor? ¿A quién desea localizar?
—A mi esposa.
—¿Su nombre, señor?
—Janet, Janet Doyle. Acaba de dar a luz.
El robot consultó su tablero.
—Por aquí, señor.
Se internó por un pasillo.
Ed le siguió, nervioso.
—¿Se encuentra bien? ¿He llegado a tiempo?
La ansiedad le devoraba de nuevo.
—Se encuentra perfectamente, señor. —El robot levantó su brazo metálico y se abrió
una puerta lateral—. Entre, señor.
Janet, ataviada con un elegante traje de malla azul, estaba sentada ante un escritorio
de caoba. Sujetaba un cigarrillo entre los dedos, tenía las piernas cruzadas y hablaba con
rapidez. Un médico bien vestido, sentado al otro lado del escritorio, la escuchaba en
silencio.
—¡Janet! —exclamó Ed, entrando en la habitación.
—Hola, Ed —respondió ella, mirándole apenas—. ¿Acabas de llegar?
—Claro. ¿Ya..., ya ha terminado todo? Quiero decir... ¿Ya ha ocurrido?
Janet rió exhibiendo sus blancos y radiantes dientes.
—Por supuesto. Entra y siéntate. Te presento al doctor Bish.
—Hola, doctor. —Ed tomó asiento nerviosamente en un extremo de la mesa—.
Entonces, ¿ya ha terminado?
—El acontecimiento ya se ha producido —dijo el doctor Bish.
Su voz era débil y metálica. Sólo entonces comprendió Ed, sobresaltado, que el médico
era un robot. Un robot de alto nivel, de forma humanoide, no como los vulgares obreros de
miembros metálicos. Le había confundido. Había estado ausente tanto tiempo... El doctor
Bish era regordete, parecía bien alimentado, tenía facciones bondadosas y utilizaba gafas.
Sus manos grandes y carnosas descansaban sobre la mesa; llevaba un anillo en un dedo.
Traje a rayas finas y corbata. Un alfiler de corbata adornado con un diamante. Uñas
cuidadosamente arregladas. Cabello negro con raya en medio.
Pero su voz le había delatado. Eran incapaces de dotar a sus voces de un sonido
realmente humano. El sistema que combinaba aire comprimido con un disco giratorio era
insuficiente. Por lo demás, resultaba de lo más convincente.
—Tengo entendido que está establecido cerca de Próxima, señor Doyle —dijo el doctor
Bish con placidez.
—Sí —corroboró Ed.
—Está muy lejos, ¿eh? Nunca he ido allí, aunque tengo muchas ganas. ¿Es verdad que
están a punto de alcanzar Sirio?
—Escuche, doctor...
—Ed, no seas impaciente.
Janet apagó su cigarrillo y le dirigió una mirada de desaprobación. No había cambiado
nada en seis meses. Pelo rubio y cara menuda, boca roja, ojos fríos como piedrecitas
azules. Y ahora, había recuperado su perfecta figura.
—Le traerán dentro de unos minutos. Han de lavarle, ponerle gotas en los ojos y
tomarle una foto de las ondas cerebrales.
—¿Le? Entonces, ¿es un chico?
—Por supuesto. ¿Ya no te acuerdas? Estabas conmigo cuando me dieron las
inyecciones. Los dos estuvimos de acuerdo. No habrás cambiado de opinión, ¿verdad?
—Demasiado tarde para cambiar de opinión, señor Doyle —señaló el doctor Bish con
su voz monótona, aguda y serena—. Su esposa ha decidido llamarle Peter.
—Peter —asintió con la cabeza Ed, algo aturdido—. Está bien. Lo decidimos los dos,
¿no es cierto? Peter. —Dejó que la palabra sonara en su mente—. Sí, está muy bien. Me
gusta.
La pared se desvaneció de súbito, pasó de ser opaca a transparente. Ed se volvió a
toda prisa. Contemplaron una habitación brillantemente iluminada, llena de aparatos
médicos y enfermeros robot vestidos de blanco. Un robot avanzó hacia ellos empujando
un carrito. En el carrito había un contenedor, un gran envase metálico.
La respiración de Ed se aceleró. Se sintió casi mareado. Se acercó a la pared
transparente y se quedó mirando el envase metálico del carrito.
El doctor Bish se puso en pie.
—¿No quiere verle usted también, señora Doyle?
—Por supuesto.
Janet se acercó a la pared, colocándose junto a Ed. Observó con aire crítico,
cruzándose de brazos.
El doctor Bish hizo una señal. El enfermero introdujo las manos en el envase y sacó una
cubeta de alambre, aferrando las asas con sus abrazaderas magnéticas. En la cubeta,
goteando a través del alambre, estaba Peter Doyle, todavía húmedo del baño, con los ojos
abiertos de estupefacción. Era todo rosado, a excepción de la franja de cabello que
coronaba su cráneo y sus grandes ojos azules. Era diminuto, arrugado y desdentado,
como un sabio viejo y reseco.
—Dios mío —dijo Ed.
El doctor Bish hizo una segunda señal. La pared se abrió. El enfermero robot entró en la
habitación, sujetando la cubeta goteante. El doctor Bish sacó a Peter de la cubeta y lo
sostuvo en alto para examinarlo. Le dio vueltas y vueltas, mientras le observaba desde
cada ángulo.
—Creo que todo está correcto —dijo por fin.
—¿Cuál ha sido el resultado de la foto de las ondas cerebrales? —preguntó Janet.
—El resultado ha sido bueno. Indica excelentes tendencias. Muy prometedor. Alto
desarrollo del... —El doctor se interrumpió—. ¿Qué sucede, señor Doyle?
Ed había extendido las manos.
—Déjeme tomarle, doctor. Quiero abrazarle. —Sonrió de oreja a oreja—. Quiero saber
si pesa mucho. Parece muy grande.
El doctor Bish abrió la boca, horrorizado. Janet y él tragaron saliva.
—¡Ed! —exclamó Janet en tono áspero—. ¿Qué te pasa?
—Por el amor de Dios, señor Doyle —murmuró el médico.
Ed parpadeó.
—¿Cómo?
—Si llego a imaginar que albergaba esa idea en su mente...
El doctor Bish devolvió rápidamente el niño al enfermero. Éste lo sacó de la habitación y
lo introdujo de nuevo en el envase metálico. El carrito y el robot se desvanecieron al
instante, y la pared se ajustó en su sitio con estrépito.
Janet, encolerizada, agarró a Ed por el brazo.
—¡Santo Dios, Ed! ¿Has perdido la cabeza? Vamos, salgamos de aquí antes que hagas
otra barbaridad.
—Pero...
—Vamos. —Janet dirigió una nerviosa mirada al doctor Bish—. Ya nos vamos, doctor.
Muchas gracias por todo. No le haga caso. Lleva mucho tiempo fuera.
—Entiendo —dijo con suavidad el doctor Bish. Había recobrado su compostura—.
Confío en verla pronto, señora Doyle.
Janet empujó a Ed hacia el pasillo.
—Ed, ¿qué te ocurre? He pasado la mayor vergüenza de mi vida. —Dos círculos rojos
teñían las mejillas de Janet—. He estado a punto de darte una patada.
—Pero, ¿qué...?
—Ya sabes que no te está permitido tocarle. ¿Qué quieres hacer, arruinar su vida?
—Pero...
—Vamos. —Salieron a toda prisa al jardín del hospital. La luz del sol se derramó sobre
ellos—. Podrías haberle hecho un daño irreparable. Es posible que ya lo hayas hecho.
Será culpa tuya si crece descarriado y..., y neurótico y emotivo.
Ed se acordó de repente. Sus facciones reflejaron una enorme desdicha.
—Tienes razón. Lo olvidé. Sólo los robots pueden acercarse a los niños. Lo siento, Jan.
Me dejé llevar por mis sentimientos. Espero que puedan remediar lo que hice.
—¿Cómo pudiste olvidarlo?
—Todo es tan diferente en Prox...
Ed llamó con un gesto a un vehículo de superficie. Se sentía abatido y avergonzado. El
conductor frenó ante ellos.
—Jan, lo siento muchísimo. De veras. Estaba muy nervioso. Vamos a tomar una taza
de café y charlaremos. Quiero saber lo que te contó el médico.
Ed pidió una taza de café y Janet un coñac con hielo. El Salón de las Ninfas estaba
totalmente a oscuras, a excepción de una tenue luz que surgía de la mesa. Esparcía una
pálida iluminación que bañaba todo el local, un brillo fantasmal que no parecía brotar de
ningún lugar en concreto. Una camarera robot se movía de un lado a otro en silencio,
sosteniendo una bandeja con bebidas. Se oía débilmente música grabada que provenía de
la parte trasera.
—Sigue —dijo Ed.
—¿Que siga?
Janet se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de la silla. Sus pechos brillaron
tenuemente a la pálida luz.
—No hay mucho más que contar. Todo fue a pedir de boca. No duró mucho. Me pasé
casi todo el rato hablando con el doctor Bish.
—Me alegro de haber venido.
—¿Qué tal fue el viaje?
—Bien.
—¿Ha mejorado el servicio? ¿Dura tanto como antes?
—Más o menos igual.
—No entiendo por qué has de trabajar tan lejos. Está tan..., tan aislado de todo. ¿Qué
te atrae de allí? ¿Hay tal demanda de fontaneros?
—Son necesarios. Es una zona fronteriza. Todo el mundo desea comodidades. —Ed
hizo un gesto vago—. ¿Qué te dijo acerca de Peter? ¿Cómo será? Aunque supongo que
es un poco pronto para eso...
—Me lo iba a decir cuando empezaste a comportarte de aquella forma. Le llamaré por
videófono cuando lleguemos a casa. Su pauta ondularia debería ser buena. Proviene de la
mejor materia prima genética.
—Al menos, por tu parte —gruñó Ed.
—¿Cuánto tiempo te vas a quedar?
—No lo sé. No mucho. Tendré que regresar. Me gustaría verle de nuevo, antes de
marcharme. —Dirigió una mirada esperanzada a su mujer—. ¿Crees que será posible?
—Supongo que sí.
—¿Cuánto tiempo tendrá que quedarse allí?
—¿En el hospital? No mucho. Unos cuantos días.
Ed vaciló.
—No me refería al hospital exactamente. Me refiero con ellos. ¿Cuánto tiempo pasará
antes que podamos llevarle a casa?
Se hizo el silencio. Janet terminó su coñac. Se reclinó en la silla y encendió un cigarrillo.
El humo, mezclado con la pálida luz, flotó hacia Ed.
—Ed, me parece que no lo entiendes. Has estado fuera mucho tiempo. Han pasado
muchas cosas desde que tú eras niño. Nuevos métodos, nuevas técnicas. Ellos han
descubierto muchas cosas que ignoraban. Están haciendo progresos, por primera vez.
Saben lo que deben hacer. Están desarrollando una auténtica metodología para tratar a
los niños. Para el período de crecimiento. Desarrollo de las actitudes. Aprendizaje. —
Dedicó una brillante sonrisa a Ed—. He estado leyendo muchas cosas.
—¿Cuánto tiempo pasará antes que nos lo den?
—Dentro de unos días saldrá del hospital y lo llevarán a un centro de orientación
infantil. Le someterán a pruebas y estudios. Determinarán sus diversas capacidades y sus
facultades latentes. La dirección que parezca tomar su desarrollo.
—¿Y después?
—Después, le colocarán en la división educativa apropiada, para que reciba el
aprendizaje correcto. ¡Ed, creo que va a ser alguien importante! Lo adiviné por la mirada
del doctor Bish. Estaba examinando las gráficas de sus pautas ondulatorias cuando entré.
Había algo en su cara. ¿Cómo podría describírtelo? —Buscó la palabra—. Bueno, casi...,
casi una mirada de envidia. De auténtica ambición. Se toman mucho interés en lo que
hacen. Él...
—No digas él. Es una máquina.
—¡Ed, por favor! ¿Qué se te ha metido en la cabeza?
—Nada. —Ed bajó la vista, hosco—. Sigue.
—Quieren asegurarse que su aprendizaje sea el correcto. Mientras esté en esa
institución, no pararán de hacerle pruebas de inteligencia. Después, cuando cumpla nueve
años, será transferido a...
—¿Has dicho nueve años?
—Por supuesto.
—Pero entonces, ¿cuándo estará con nosotros?
—Ed, pensé que ya lo sabías. ¿He de repetirlo de nuevo?
—¡Por Dios, Jan! ¡No podemos esperar nueve años! —Ed se enderezó de un salto—.
Nunca había oído nada semejante. ¿Nueve años? Caramba, para entonces casi será un
hombrecito.
—Exactamente. —Janet se inclinó hacia adelante, apoyando el codo desnudo sobre la
mesa—. Mientras crezca ha de estar con ellos, no con nosotros. Después, cuando termine
de crecer, cuando ya no sea tan dúctil, podremos estar con él cuanto queramos.
—¿Después? ¿Cuando tenga dieciocho años? —Ed se puso en pie de un salto,
echando la silla hacia atrás—. Voy ahora mismo a llevármelo.
—Siéntate, Ed. —Janet le miró con calma, uno de sus esbeltos brazos caído sobre el
respaldo de la silla—. Siéntate y compórtate como un adulto, para variar.
—¿Es que no te importa? ¿Te resulta indiferente?
—Por supuesto que me importa. —Janet se encogió de hombros—. Pero es necesario.
De lo contrario, no se desarrollará correctamente. Es por su bien, no por el nuestro. No
existe para nosotros. ¿Quieres crearle conflictos?
Ed se apartó de la mesa.
—Hasta luego.
—¿Adónde vas?
—A dar una vuelta. No soporto este tipo de lugares. Me molestan. Hasta luego.
Ed caminó hacia la puerta. Ésta se abrió. Ed salió a la calle, iluminada por el radiante
sol de mediodía. Parpadeó para acostumbrar su vista a la luz cegadora. La gente pasaba
por su lado. Gente y ruidos. Adaptó su paso al de la muchedumbre.
Estaba aturdido. Lo sabía, por supuesto. Oculto en el fondo de su mente. Las nuevas
técnicas de cuidar niños. Pero se trataba de un concepto abstracto. No tenía nada que ver
con él. Ni con su hijo.
Pasear le tranquilizó. Se irritaba por nada. Janet tenía razón, por supuesto. Era por el
bien de Peter. Peter no existía para ellos, como un perro o un gato. Un animal doméstico
tenía que rondar por la casa. El niño era un ser humano, tenía su propia vida. El
aprendizaje era para él, no para ellos. Servía para desarrollarle, para desarrollar sus
capacidades, sus potencias. Debía ser moldeado, debía realizarse, adquirir confianza en
sí mismo.
Nadie mejor que los robots para hacerlo, naturalmente. Los robots le formarían
científicamente, siguiendo una técnica racional, sin depender de caprichos emocionales.
Un robot no se enfadaba. Un robot no regañaba o se quejaba. No golpeaba ni gritaba a los
niños. No daba órdenes conflictivas. No discutía con sus iguales o utilizaba a los niños
para sus propios fines. Y, con robots de por medio, no podía existir el complejo de Edipo.
Nada de complejos. Se había descubierto mucho tiempo atrás que las neurosis se
iniciaban durante el aprendizaje infantil, según la educación recibida de los padres. Las
inhibiciones, modales, lecciones, castigos, premios. Neurosis, complejos, desarrollo mal
encauzado, todo emanaba de la relación subjetiva existente entre el niño y los padres. Si
los padres, como factor, pudieran eliminarse...
Los padres nunca podían ser objetivos en lo referente a sus hijos. Siempre proyectaban
sobre ellos de una manera sesgada y emocional. Inevitablemente, el punto de vista de los
padres estaba distorsionado. Ningún padre podía ser el instructor idóneo de su hijo.
Los robots, en cambio, podían estudiar al niño, analizar sus necesidades, sus deseos,
poner a prueba sus capacidades e intereses. Los robots no intentarían obligar al niño a
conformarse a un cierto molde. El aprendizaje recibido se sometería a los intereses y
necesidades indicados por el estudio científico.
Ed llegó a la esquina. El tráfico pasaba zumbando ante sus ojos. Avanzó, absorto en
sus pensamientos.
Oyó un sonido metálico y un estruendo. Unas rejas de acero cayeron frente a él para
detenerle. Un control de seguridad robot.
—¡Señor, vaya con más cuidado! —dijo una voz estridente, muy cerca de él.
—Lo siento.
Ed retrocedió. Las rejas de control se alzaron. Esperó a que el semáforo cambiara. Era
por el bien de Peter. Los robots le educarían bien. Más tarde, superado el período de
crecimiento, cuando ya no fuera tan manejable, tan sensible...
—Será mejor para él —murmuró Ed.
Lo repitió, a media voz. Algunas personas le miraron y enrojeció. Claro que sería mejor
para él. Sin duda alguna.
Dieciocho años. No podría estar con su hijo hasta que cumpliera dieciocho años.
Prácticamente, un adulto.
El semáforo cambió. Ed cruzó la calle con los demás peatones, abismado en sus
pensamientos, procurando mantenerse dentro de la franja de seguridad. Era mejor para
Peter. Pero dieciocho años era mucho tiempo.
—Una barbaridad de tiempo —murmuró Ed, frunciendo el ceño—. Demasiado tiempo.
El doctor 2g-Y Bish examinó minuciosamente al hombre que se hallaba de pie frente a
él. Sus relés y bancos de memoria cliquetearon mientras reducían la identificación de
imagen y transmitían diversas comparaciones posibles a la computadora.
—Le recuerdo, señor —dijo por fin el doctor Bish—. Usted es el hombre de Próxima. De
las colonias. Doyle. Edward Doyle. Veamos. Fue hace algún tiempo. Deben ser...
—Nueve años —dijo Ed Doyle, sombrío—. Exactamente nueve años, casi coincidiendo
con el día de hoy. El doctor Bish entrecruzó las manos.
—Siéntese, señor Doyle. ¿En qué puedo servirle? ¿Cómo está la señora Doyle? Creo
recordar que era una mujer muy simpática. Mantuvimos una agradabilísima conversación
durante su parto.
—Doctor Bish, ¿sabe dónde está mi hijo?
El doctor Bish reflexionó, tabaleando sobre el escritorio. Entrecerró los ojos mirando a la
distancia.
—Sí. Sí sé dónde está su hijo, señor Doyle.
Ed Doyle se serenó.
—Estupendo.
Asintió con la cabeza y dejó escapar un suspiro de alivio.
—Sé exactamente dónde se halla su hijo. Le envié a la Estación de Investigaciones
Biológicas de Los Ángeles hace un año. Recibe en ella un aprendizaje especializado. Su
hijo, señor Doyle, ha demostrado capacidades excepcionales. Me atrevería a decirle que
es uno de los pocos dotados de posibilidades reales que hemos encontrado.
—¿Puedo verle?
—¿Verle? ¿A qué se refiere?
Doyle logró controlarse con un esfuerzo.
—Creo que me he expresado con claridad.
El doctor Bish se acarició la barbilla. Su cerebro fotoeléctrico zumbaba, trabajando a
toda velocidad. Mientras contemplaba al hombre sentado ante él, los interruptores
lanzaban ondas de energía que aceleraban el rendimiento y viajaban entre los electrodos
con suma rapidez.
—¿Desea encontrarse con él cara a cara? Ése es un posible significado de la palabra
que ha empleado. ¿O quiere hablar con él? A veces, la palabra encubre un contacto más
directo. Es una palabra poco exacta.
—Quiero hablar con él.
—Entiendo. —Bish sacó sin prisas unos formularios del distribuidor automático de su
escritorio—. Primero, tendrá que llenar los impresos de rigor, por supuesto. ¿Cuánto rato
quiere hablar con él?
Ed Doyle clavó la vista en el rostro imperturbable del doctor Bish.
—Quiero hablar con él varias horas. A solas.
—¿A solas?
—Sin robots merodeando por las cercanías.
El doctor Bish calló. Acarició los papeles que sostenía y dobló las esquinas con las
uñas.
—Señor Doyle —empezó con cautela—, me pregunto si se halla en el estado emocional
apropiado para visitar a su hijo. ¿Hace mucho que ha llegado de las colonias?
—Salí de Próxima hace tres semanas.
—Por tanto, ¿acaba de llegar a Los Ángeles?
—En efecto.
—¿Ha venido sólo para ver a su hijo, o por otros asuntos?
—Sólo para ver a mi hijo.
—Señor Doyle, Peter pasa por un período muy crítico. Ha sido trasladado
recientemente a la Estación Biológica para cursar estudios superiores. Hasta el momento,
se le han impartido conocimientos generales. Lo que nosotros llamamos el período no
diferenciado. Acaba de entrar en un nuevo período. Durante los últimos seis meses, Peter
ha empezado a profundizar en su interés específico, la química orgánica. Seguirá...
—¿Qué opina Peter sobre eso?
—No le comprendo, señor. —Bish frunció el ceño. —¿Cómo se siente? ¿Es eso lo que
desea?
—Señor Doyle, su hijo tiene la posibilidad de llegar a ser uno de los mejores
bioquímicos del mundo. Nunca nos habíamos encontrado, en todo el tiempo que llevamos
trabajando en el aprendizaje y desarrollo de seres humanos, con una facultad más
despierta e integrada a la hora de asimilar datos, construir teorías o formular elementos
que la que su hijo posee. Todos los tests apuntan a que no tardará en llegar a la cumbre
del campo que ha escogido. Sólo es un niño, señor Doyle, pero quienes deben recibir una
educación son los niños.
Doyle se levantó.
—Dígame dónde puedo visitarle. Hablaré con él dos horas y el resto dependerá de él.
—¿El resto?
Doyle apretó la mandíbula. Hundió las manos en los bolsillos. Su rostro enrojecido
expresaba firmeza y determinación. Después de los nueve años transcurridos se le veía
más corpulento, robusto y entrado en carnes. Su cabello ralo había encanecido. Utilizaba
prendas holgadas, sin planchar. Parecía obstinado.
—Muy bien, señor Doyle —suspiró el doctor Bish—. Tenga los papeles. La ley le
permite ver a su hijo siempre que lo solicite por los cauces reglamentarios. Puesto que ya
ha terminado su período no diferenciado, también podrá hablar con él durante noventa
minutos.
—¿A solas?
—Puede sacarle del perímetro de la Estación durante ese lapso. —El doctor Bish
empujó los papeles hacia Doyle—. Rellénelos y mandaré que traigan a Peter. —Miró con
firmeza al hombre que se hallaba de pie frente a él—. Espero que recuerde que cualquier
experiencia emocional en este período crucial puede inhibir seriamente su desarrollo. Él ya
ha elegido su especialidad, señor Doyle. Se le debe permitir madurar en este sentido, sin
que ninguna situación le perturbe. Peter ha estado en contacto con nuestro personal
técnico durante todo su período de aprendizaje. No está acostumbrado al contacto con
otros seres humanos. Tenga cuidado.
Doyle no dijo nada. Tomó los papeles y sacó su estilográfica.
Apenas reconoció a su hijo cuando dos asistentes robot le sacaron del enorme edificio
de hormigón de la Estación y le depositaron a escasos metros del vehículo de superficie
de Ed.
Ed abrió la puerta al instante.
—¡Pete!
Su corazón latía violenta y dolorosamente. Contempló a su hijo acercarse al coche y
arrugó la frente bajo la brillante luz del sol. Serían cerca de las cuatro de la tarde. Una
tenue brisa soplaba en el estacionamiento, arrastrando algunos papeles y desperdicios.
Peter estaba delgado y caminaba con la espalda recta. Se detuvo. Sus ojos eran
grandes, de color castaño oscuro, como los de Ed. El cabello era claro, casi rubio. Más
parecido al de Janet. Sin embargo, había heredado la mandíbula de Ed, la línea firme,
bien proporcionada y dibujada. Ed le sonrió. Habían pasado nueve años. Nueve años
desde que el enfermero robot había levantado el envase del carrito para enseñarle el
diminuto bebé arrugado, rojo como una langosta hervida.
Peter había crecido. Ya no era un bebé. Era un jovencito orgulloso y serio, de rasgos
firmes y grandes ojos.
—Peter —dijo Ed—, ¿cómo estás?
El muchacho se detuvo junto a la puerta del coche. Miró a Ed con calma. Sus ojos
parpadearon, abarcando el coche, el chofer robot, el hombre corpulento vestido con un
arrugado traje de tweed que le sonreía nerviosamente.
—Entra, entra —Ed se acercó—. Vamos. Iremos a pasear por ahí.
El muchacho le miró de nuevo. De pronto, Ed fue consciente de las bolsas que hacía su
traje, de sus zapatos sucios, de su barbilla mal afeitada. Se sonrojó, sacó su pañuelo rojo
del bolsillo y se secó la frente, nervioso.
—Acabó de bajar de la nave, Pete. Vengo de Próxima. No he tenido tiempo de
cambiarme. Estoy un poco impresentable. El viaje es muy largo.
—Cuatro coma tres años luz, ¿verdad? —asintió Peter con la cabeza.
—Se tardan tres semanas. Entra. ¿No quieres entrar?
Peter se sentó a su lado. Ed cerró la puerta de un golpe.
—Vámonos. —El coche se puso en marcha—. Vaya... —Ed miró por la ventana—.
Vaya por allí. Paralelo a la colina. Fuera de la ciudad. —Se volvió hacia Peter—. Odio las
grandes ciudades. No me acostumbro a ellas.
—No hay ciudades grandes en las colonias, ¿verdad? —murmuró Peter—. No estás
acostumbrado a la vida urbana.
Ed se relajó. Su corazón latía a la velocidad normal.
—No. De hecho, sucede todo lo contrario, Peter.
—¿Qué quieres decir?
—Me marché a Prox porque no soporto las ciudades.
Peter calló. El vehículo de superficie ascendía hacia las colinas por una autopista de
acero. La Estación, inmensa e imprecisa, se extendía como un montón de ladrillos de
cemento directamente bajo ellos.
Circulaban muy pocos coches por la carretera. En esos días, la mayor parte del
transporte se efectuaba por aire. Los vehículos de superficie empezaban a desaparecer.
Iban por el borde de las colinas, por una carretera recta y llana. A ambos lados crecían
árboles y matorrales.
—Qué bonito es esto —comentó Ed.
—Sí.
—¿Cómo..., cómo te ha ido? Ha pasado mucho tiempo desde que te vi, sólo una vez,
cuando acababas de nacer.
—Lo sé. Tu visita consta en los registros.
—¿Te ha ido todo bien?
—Sí. Muy bien.
—¿Te tratan bien?
—Por supuesto.
Al cabo de un rato, Ed se inclinó hacia adelante.
—Pare aquí —indicó al chofer robot.
El coche aminoró la velocidad y se desvió a un lado de la carretera.
—Señor, no hay nada...
Esto es maravilloso. Salgamos. Daremos un paseo. El coche se detuvo. La puerta se
abrió como de mala gana. Ed salió a toda prisa del coche. Peter le siguió lentamente,
desconcertado.
—¿Adónde vamos?
—A ningún sitio. —Ed cerró la puerta de un golpe—. Vuelva a la ciudad —ordenó al
conductor—. No le necesitaremos.
El coche se fue. Ed caminó hacia el arcén. Peter le siguió. La colina descendía hacia los
suburbios de la ciudad. Un amplio panorama se extendía ante sus ojos, la gran metrópolis
iluminada por el sol del atardecer. Ed respiró profundamente y abrió los brazos. Se quitó la
chaqueta y se la colgó al hombro.
—Vamos. —Empezó a bajar por la ladera—. Pongámonos en marcha.
—¿Hacia dónde?
—Demos un paseo. Alejémonos de esta maldita carretera.
Descendieron por la ladera, avanzando con cuidado, agarrándose a las hierbas y raíces
que brotaban de la tierra. Por fin llegaron a una planicie, cerca de un gran plátano. Ed se
dejó caer al suelo, jadeando y secándose el sudor del cuello.
—Nos sentaremos aquí.
Peter se sentó con cautela, algo alejado. La camisa azul de Ed estaba manchada de
sudor. Se aflojó la corbata y el cuello de la camisa. Después, rebuscó en los bolsillos de la
chaqueta. Sacó su pipa y el tabaco.
Peter le miró llenar la pipa y encenderla con una enorme cerilla de azufre.
—¿Qué es eso? —murmuró.
—¿Esto? Mi pipa. —Ed sonrió y dio una chupada a la pipa—. ¿Nunca habías visto una
pipa?
—No.
—Pues es una buena pipa. La compré en mi primer viaje a Próxima. Fue hace mucho
tiempo, Peter. Hace veinticinco años. Yo tenía diecinueve. El doble que tú.
Apartó el tabaco y se recostó, con expresión seria y preocupada.
—Sólo diecinueve años. Fui a trabajar de fontanero. Reparaciones y ventas, cuando
tenía la oportunidad de vender algo. Cañerías Terrestres. Un gran anuncio publicitario que
se veía por todas partes. Oportunidades ilimitadas. Tierras vírgenes. Gane un millón. Oro
en las calles. —Ed lanzó una carcajada.
—¿Cómo te fue?
—Bien, bastante bien. Tengo mi propia empresa, ya lo sabes. Atendemos a todo el
sistema de Próxima. Tengo seiscientos empleados a mis órdenes. Abarcamos
reparaciones, mantenimiento, construcciones... Me costó mucho tiempo. No resultó fácil.
—Ya.
—¿Tienes hambre?
—¿Cómo? —preguntó Peter, volviéndose.
—¿Tienes hambre? —Ed extrajo de la chaqueta un paquete envuelto en papel marrón y
lo desenvolvió—. Aún me quedan un par de bocadillos del viaje. Cuando vengo desde
Prox siempre traigo algo de comida. No me gusta comer en el restaurante. Te despluman.
—Alargó el paquete—. ¿Quieres uno?
—No, gracias.
Ed eligió un bocadillo y se puso a comer. Lo hizo con nerviosismo, mientras lanzaba
frecuentes miradas a su hijo. Peter se mantenía en silencio, a cierta distancia, mirando al
frente con rostro inexpresivo. Su hermoso rostro no reflejaba nada.
—¿Va todo bien? —preguntó Ed.
—Sí.
—No estarás resfriado, ¿verdad?
—No.
—No quiero que pilles un catarro.
Una ardilla pasó corriendo frente a ellos, en dirección al plátano.
Ed le tiró un pedazo de bocadillo. La ardilla se alejó, para acercarse después poco a
poco. Les miró con severidad, erguida sobre las patas traseras, meneando su gran cola
gris.
—Mírala —rió Ed—. ¿Habías visto antes una ardilla?
—Creo que no.
La ardilla salió huyendo con el pedazo de bocadillo. Se escabulló entre los arbustos y
los matorrales.
—No hay ardillas en Prox —dijo Ed.
—No.
—Me gusta volver a la Tierra de vez en cuando. Contemplar las cosas de siempre. Sin
embargo, están desapareciendo.
—¿Desapareciendo?
—Desapareciendo. Destruidas. La Tierra siempre está cambiando. —Ed movió la mano
en dirección a la ladera de la colina—. Esto también desaparecerá algún día. Talarán los
árboles, aplanarán la tierra. Algún día excavarán toda la cordillera y se la llevarán. La
utilizarán para rellenar algún lugar cercano a la costa.
—Eso escapa a nuestro campo de acción.
—¿Cómo?
—No me imparten ese tipo de materias. Creo que el doctor Bish ya te lo dijo. Trabajo en
bioquímica.
—Lo sé —murmuró Ed—. Dime, ¿cómo demonios te metiste en ese rollo, bioquímica?
—Los tests demostraron que mis capacidades apuntaban en ese sentido.
—¿Te gusta lo que haces?
—Qué pregunta más extraña. Claro que me gusta lo que hago. Es el trabajo que mejor
se adapta a mis características.
—Pues a mí me parece de lo más extraño que un chico de nueve años se meta en algo
semejante.
—¿Por qué?
—Dios mío, Peter. Cuando yo tenía nueve años hacía el zángano por la ciudad. A
veces en la escuela, fuera de ella casi siempre, vagando de un lado a otro. Jugando,
leyendo, entrando a hurtadillas en las pistas de lanzamiento de cohetes en cuanto podía.
—Reflexionó unos momentos—. Haciendo toda clase de cosas. Cuando tenía dieciséis
años me fui a Marte. Me quedé allí una temporada. Trabajé de picador. Fui a Ganímedes.
Ganímedes estaba superexplotado. Allí no había nada que hacer. De Ganímedes salté a
Prox. Trabajé como un esclavo, sin parar. En un gran carguero.
—¿Te quedaste en Próxima?
—Pues claro. Encontré lo que quería. Un hermoso lugar, al aire libre. Ahora, nos
estamos preparando para conquistar Sirio, ya lo sabes. —Ed hinchó el pecho—. He
abierto una sucursal en el sistema de Sirio. Un pequeño comercio al por menor, con
servicio de mantenimiento.
—Sirio se halla a ocho coma ocho años luz del Sol.
—Está muy lejos. A siete semanas de aquí. Un viaje pesadísimo. Lluvias de meteoros.
Se te ponen por corbata.
—Me lo imagino.
—¿Sabes lo que estoy planeando? —Ed se volvió hacia su hijo, con el rostro encendido
de esperanza y entusiasmo—. Llevo mucho tiempo pensándolo. Es posible que me vaya
allí. A Sirio. Tenemos una bonita tienda. Yo mismo dibujé los planos. Un diseño especial,
acorde con las características del sistema.
Peter asintió con la cabeza.
—Peter...
—¿Sí?
—¿No te interesaría volar a Sirio y echar una ojeada? Es un buen sitio. Cuatro planetas
limpios. Vírgenes. Montones de espacio. Kilómetros y kilómetros de espacio disponible.
Acantilados y montañas. Océanos. Poca gente. Algunos colonos, familias, unos pocos
edificios. Llanuras inmensas.
—¿A qué interés te refieres?
—Al de hacer el viaje. —Ed estaba pálido. Espasmos nerviosos le torcían la boca—.
Pensé que quizá te gustaría venir conmigo y echar un vistazo. Se parece mucho al Prox
de hace veinticinco años. Bonito y limpio. No hay ciudades.
Peter sonrió.
—¿Por qué sonríes?
—Por nada. —Peter se puso en pie bruscamente—. Si hemos de volver a la Estación,
será mejor que nos pongamos en marcha, ¿no crees? Se está haciendo tarde.
—Claro. —Ed se levantó con cierta dificultad—. Claro, pero...
—¿Cuándo volverás al Sistema Solar?
—¿Volver? —Ed siguió a su hijo. Peter ascendió la colina, en dirección a la carretera—.
No corras tanto.
Peter aminoró el paso. Ed le alcanzó.
—No sé cuándo volveré. No lo hago muy a menudo. Nada me ata aquí, en especial
desde que Janet y yo nos separamos. De hecho, he venido esta vez para...
—Por aquí. —Peter salió a la carretera.
Ed corrió a su lado, ajustándose la corbata y poniéndose la chaqueta, jadeante.
—Peter, ¿qué me contestas? ¿Quieres volar conmigo a Sirio y echar un vistazo? Es un
bonito lugar. Trabajaríamos juntos. Codo con codo. Si quieres.
—Pero ya tengo un trabajo.
—¿Ese rollo? ¿Ese maldito rollo de la química?
Peter volvió a sonreír.
Ed, sonrojado, le miró con el ceño fruncido.
—¿Por qué sonríes? —inquirió. Su hijo no contestó—. ¿Qué pasa? ¿Qué te divierte
tanto?
—Nada, no te pongas nervioso. Estamos lejos de la ciudad.
Caminó con algo más de rapidez. Su ágil cuerpo se balanceaba a cada zancada.
—Se está haciendo tarde. Hemos de darnos prisa.
El doctor Bish consultó su reloj de pulsera subiéndose la manga de su chaqueta a
rayas.
—Me alegro que hayas vuelto.
—Despidió al vehículo de superficie —murmuró Peter—. Tuvimos que bajar la colina a
pie.
Afuera había oscurecido. Las luces de la Estación se encendieron automáticamente en
todas las hileras de edificios y laboratorios.
El doctor Bish se puso en pie.
—Firma al final de este formulario, Peter.
Peter obedeció.
—¿Qué es?
—Un certificado indicando que le has visto de acuerdo con lo que estipula la ley.
Nosotros no hemos intentado impedírtelo en ningún momento.
Peter le devolvió el documento. Bish lo archivó con los demás. El niño se dirigió hacia la
puerta del despacho.
—Me voy a cenar al autoservicio.
—¿Aún no has cenado?
—No.
El doctor Bish se cruzó de brazos y examinó al muchacho.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué opinas de él? Es la primera vez que vez a tu padre. Te
habrá resultado una experiencia extraña. Siempre has estado entre nosotros, tanto
aprendiendo como trabajando.
—Fue... peculiar.
—¿Recibiste alguna impresión? ¿Reparaste en algo especial?
—Es muy sentimental. Descubrí una evidente parcialidad en todo lo que decía y hacía.
Una distorsión constante, virtualmente uniforme.
—¿Algo más?
Peter vaciló, demorándose en el umbral. Después, sonrió.
—Otra cosa.
—¿Cuál?
—Noté... —Peter lanzó una carcajada—. Noté que desprendía un olor característico, un
olor constante y acre, todo el rato que pasé con él.
—Me temo que les ocurre a todos ellos —dijo el doctor Bish—. Ciertas glándulas de la
piel. Productos residuales que libera la sangre. Te acostumbrarás cuando pases más
tiempo con ellos.
—¿He de vivir entre ellos?
—Son tu raza. ¿Cómo vas a trabajar con ellos, si no? Todo tu aprendizaje fue diseñado
con esa meta. Cuando te hayamos enseñado todo lo que sabemos, tu...
—Ese olor acre me recordó algo. Lo estuve pensando todo el rato que pasé con él,
intentando identificarlo.
—¿Ya lo has descubierto?
Peter reflexionó, concentrado en sus pensamientos. Profundas arrugas surcaron su
pequeño rostro. El doctor Bish esperó pacientemente junto a su escritorio, cruzado de
brazos. El sistema automático de calefacción nocturna entró en funcionamiento y caldeó la
habitación con una agradable temperatura.
—¡Ya lo sé! —exclamó Peter de repente.
—¿Qué era?
—Los animales del laboratorio de biología. Era el mismo olor. El mismo olor de los
animales que utilizamos en los experimentos.
El médico robot y el prometedor muchacho intercambiaron una mirada. Ambos
compartieron una sonrisa secreta, privada. Una sonrisa de total comprensión.
—Creo que sé a lo que te refieres —dijo el doctor Bish—. De hecho, sé exactamente a
qué te refieres.
FIN
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