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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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sábado, 2 de noviembre de 2013

SPECIAL - PHILIP K. DICK - SÍNDROME DE RETIRADA

SÍNDROME DE RETIRADA
Philip K. Dick
 
 
 
El oficial de paz Caleb Myers captó en su pantalla de radar un vehículo de superficie
que había excedido la velocidad permitida. El operador se las había ingeniado para quitar
el regulador al vehículo que iba a doscientos cincuenta kilómetros por hora. Dedujo en
consecuencia, que el operador debía pertenecer a la Clase Azul de técnicos e ingenieros
con suficiente capacidad para modificar su vehículo. Pensó que arrestarlo no sería cosa
fácil.
Myers se puso en contacto por radio con una nave policial que estaba a unos quince
kilómetros al Norte, sobre la misma carretera.
—Tírale al tanque de energía —le aconsejó su hermano oficial—, va demasiado rápido
para interceptarlo.
Eran las tres y diez de la mañana cuando el vehículo quedó finalmente detenido;
agotada la energía, siguió rodando libremente por el costado del camino hasta detenerse.
El oficial Myers apretó algunos botones y voló tranquilamente hacia el Norte a fin de
identificar al vehículo que había incurrido en la infracción. En el camino encontró al
volante rojo de la policía, que iba en medio del denso tránsito. Aterrizó en el mismo
momento que su colega llegaba al lugar.
Cautelosamente caminaron al mismo tiempo hacia el vehículo detenido, haciendo crujir
la grava con sus pesadas botas.
Sentado al volante había un hombre delgado que vestía camisa blanca y corbata. La
mirada perdida hacia adelante le daba una expresión de aturdimiento. No hizo el menor
gesto por saludar a los dos oficiales uniformados de gris, provistos de rifles láser y
burbujas anti-balas que protegía sus cuerpos desde la cadera hasta el cráneo. Myers
abrió la puerta del volante y miró hacia adentro mientras su compañero oficial permanecía
con el rifle listo, por si acaso se trataba de algún atraco. En una semana solamente, cinco
hombres de la oficina local de San Francisco habían resultado muertos.
—Usted sabe que hay una suspensión obligatoria de licencia de dos años, por
manipular el regulador de su volante —dijo Myers al conductor silencioso—. ¿Cree que
vale la pena?
Después de una pausa prolongada, el conductor volvió la cabeza y dijo:
—Estoy enfermo.
—¿Física o psíquicamente? —preguntó. Myers, y después apretó el botón de
emergencia que llevaba en la garganta, para ponerse en contacto con la línea tres del
hospital general de San Francisco; si era necesario, en cinco minutos llegaría una
ambulancia.
—Todo me parecía irreal —explicó el conductor con voz ronca—; pensé que
conduciendo a bastante velocidad tal vez podría llegar a algún lugar donde hubiera algo
sólido... real...
Apoyó la mano, tanteando el tablero de instrumentos como si le costara creer que la
superficie acolchada estaba realmente allí.
—Déjeme verle la garganta, señor —dijo Myers, y alumbró con la linterna la cara del
conductor.
El hombre obedeció y echó la cabeza hacia atrás para que el otro pudiera ver la
garganta, más allá de los bien cuidados dientes.
—¿Lo ves? —preguntó a su compañero oficial.
—Sí —contestó el otro, que había visto el reflejo.
El hombre llevaba una unidad anti-carcinoma instalada en la garganta; como la mayoría
de los no-terráqueos, este hombre tenía propensión al cáncer. Probablemente había
pasado buena parte de su vida en un mundo colonial, respirando aire puro, la atmósfera
artificial anterior a la aparición del hombre, generada por equipos de reconstrucción
autónoma. Era fácil entender su fobia.
El conductor buscó algo en su bolsillo y sacó una billetera, de la que extrajo una tarjeta.
—Tengo un médico de dedicación exclusiva —dijo—; es un especialista en medicina
psicosomática, y está en San José. ¿Podrían llevarme a verlo?
—Usted no está enfermo —afirmó Myers—, simplemente no se ha adaptado del todo a
la Tierra, a nuestra gravedad, a la atmósfera y a los diversos factores del medio ambiente.
Son las tres y quince de la madrugada y este doctor Hagopian, o como se llame, no podrá
verlo a esta hora —dijo, leyendo la tarjeta que decía:
«Esta persona esté bajo tratamiento médico y en caso de presentar algún síntoma de
conducta extraña, debe recibir atención médica de inmediato.»
—En la Tierra los médicos no acostumbran a ver a sus pacientes a cualquier hora;
debe recordar eso, señor... —y extendiendo la mano, agregó—: muéstreme su permiso de
conducir, por favor.
El hombre entregó la billetera, como impulsado por un reflejo.
—Será mejor que se vaya a su casa —dijo Myers al hombre después de verificar que,
de acuerdo al documento, se llamaba John Cupertino.
—¿Es casado? Quizá su esposa pueda pasar a buscarlo. Nosotros lo llevaremos a la
ciudad. Es preferible que deje aquí su automóvil y no conduzca más por esta noche. En
cuanto a la velocidad que llevaba...
—No estoy acostumbrado a una velocidad máxima arbitraria —dijo Cupertino—. En
Ganímedes no tenemos problemas de tránsito, podemos viajar entre trescientos veinte y
cuatrocientos kilómetros por hora.
Su voz era extrañamente monótona. Myers pensó de inmediato en ciertas drogas,
especialmente en el efecto de ciertos estimulantes talámicos. Cupertino se mostraba muy
impaciente. Eso explicaría por qué quitó el regulador de la velocidad, aunque se trataba
de una operación fácil para alguien acostumbrado a trabajar con máquinas. Sin
embargo...
Pero allí había algo más. Veinte años de experiencia le hacían sospechar a Myers que
no se trataba de un simple caso de exceso de velocidad.
Extendió el brazo y, abriendo la guantera la alumbró con su linterna. Había un libro con
la lista de moteles aprobados. Mientras examinaba la cara del hombre, que no expresaba
ninguna emoción, continuaba haciéndole preguntas.
—No cree hallarse en la Tierra, ¿verdad señor Cupertino? Es uno de esos adictos que
ha saltado entre dos mundos y cree que esto es una fantasía provocada por la droga; que
realmente se encuentra en Ganímedes, sentado en la sala de su morada de veinte
habitaciones, rodeado sin duda de sirvientes mecánicos, ¿verdad?
Rió con ganas y se volvió hacia su compañero oficial.
—En Ganímedes crece como la hierba —explicó—; esa droga hefrodadrina es el
nombre del extracto. Muelen los tallos secos, forman una pasta y la hierven; después la
secan, la filtran y arman cigarrillos. Cuando han terminado...
—Nunca usé hefrodadrina —dijo John Cupertino con una voz que parecía venir de muy
lejos. Continuaba mirando hacia adelante. —Sé que estoy en la Tierra, pero hay algo que
anda mal. Miren —agregó extendiendo la mano, que pasó a través del panel acolchado
de instrumentos La mano desapareció como si la hubieran cortado en la muñeca.  
»— ¿Lo ven? En torno de mi todo es como una sombra, todo carece de sustancia. Lo
mismo sucede con ustedes dos; los puedo hacer desaparecer simplemente no
prestándoles atención. Creo que puedo, aunque en realidad no quiero hacerlo —la
angustia enronqueció su voz—. Desearía que ustedes fueran reales, que todo fuera real,
incluso el doctor Hagopian.
El oficial Myers conectó su transmisor de garganta con la línea número dos.
—Póngame con el doctor Hagopian, en San José. Nada de servicios para contestar
teléfonos; es una emergencia.
Se oyó un chasquido, la conexión estaba hecha.
Mirando a su compañero oficial, Myers dijo:
—Tú lo has visto; puso la mano a través del panel y la hizo desaparecer. Quizá sea
capaz de hacernos desaparecer a nosotros también.
No tenía ningún interés en hacer la prueba. Estaba inquieto y en ese momento deseó
haber dejado a Cupertino seguir a toda velocidad por la autopista, hasta perderse en el
olvido, si eso era lo que deseaba.
—Ya sé a qué se debe todo esto —dijo Cupertino, como hablando consigo mismo.
Sacó los cigarrillos y encendió uno; la mano le temblaba ahora un poco menos que antes.
—Se debe a la muerte de mi esposa, Carol.
Ninguno de los oficiales lo contradijo. Siguieron en silencio mientras trataban de
comunicarse con el doctor Hagopian.
 
Gotlieb Hagopian recibió a su paciente, el señor Cupertino, en su consultorio del centro
de San José, que acababa de abrir especialmente. Llevaba los pantalones sobre el
pijama, y una chaqueta abotonada para protegerse del frío nocturno. El doctor Hagopian
encendió las luces, conectó la calefacción y preparó una silla. Entretanto se preguntó qué
pensaría el paciente al encontrarlo con los mechones de pelo revuelto apuntando en
distintas direcciones.
—Lamento haberlo despertado —dijo Cupertino.
Por su tono parecía no lamentar nada; eran las cuatro de la mañana y estaba bien
despierto. Se cruzó de piernas y fumó un cigarrillo mientras el doctor Hagopian,
maldiciendo y rezongando para sí como una manera de descargar su impotencia, iba al
otro lado del cuarto para conectar la cafetera. Al menos, tomaría un buen café.
—Por su conducta, los oficiales de policía pensaron que había tomado algún
estimulante; pero nosotros sabemos que no se trata de eso.
Cupertino era ligeramente maniático. Siempre lo había sido.
—No tendría que haber matado a Carol —dijo Cupertino—. Desde entonces, todo ha
cambiado.
—¿Ahora la extraña? Ayer, cuando nos vimos, me dijo que...
—Eso fue durante el día; siempre me siento más optimista cuando hay sol. De paso
debo decirle que he encontrado un abogado. Se llama Phil Wolfson.
—¿Para qué?
Cupertino no tenía ningún litigio pendiente, y ambos lo sabían muy bien.
—Necesito otro tipo de asesor profesional, doctor. No se ofenda, no lo estoy criticando
ni deseo insultarlo, pero en mi situación hay ciertos aspectos que escapan a la esfera del
médico La conciencia es un fenómeno muy interesante que descansa, parcialmente, en el
terreno psicológico, y parcialmente en... —el tono impersonal y lejano de su voz había
vuelto a él.
—¿Un café?
—No, por Dios; me ataca el sistema nervioso. Me vuelvo loco durante horas.
—¿Mencionó lo de Carol a los oficiales de policía? —preguntó el doctor Hagopian—.
¿Les dijo que la había matado?
—No, fui precavido. Sólo les dije que había muerto.
—Sin embargo no fue tan precavido al conducir a más de doscientos kilómetros por
hora. Hubo un caso en la autopista de Bayshore, que apareció en la Crónica de hoy, en
que el patrullero desintegró a un coche que iba a doscientos cuarenta. La ley lo permite;
es preciso proteger la seguridad pública, la vida de...
—Se lo habrán prevenido —acotó Cupertino, imperturbable en apariencia.
Parecía estar más tranquilo que al principio.
—Se negó a parar. Estaba ebrio.
—Usted sabe que Carol está viva y que habita en la Tierra, muy cerca de aquí, en Los
Angeles —el doctor volvió rápidamente al tema central.
—Por supuesto —contestó Cupertino, fastidiado. Se preguntó por qué Hagopian
insistía en repetir lo que era obvio. Habían hablado muchas veces del asunto. Sin duda el
psiquiatra le repetiría la misma pregunta de costumbre: ¿Cómo puede ser que la haya
matado si está viva? Se sintió cansado y muy impaciente.
Esa sesión con Hagopian no iba a ninguna parte.
El doctor tomó un bloc y escribió algo rápidamente; luego arrancó la hoja y se la pasó a
Cupertino.
—¿Es una receta? —preguntó el paciente, tomándola con cautela.
—No, es una dirección.
De un vistazo Cupertino comprobó que se trataba de una dirección en Pasadena Sur.
Debía ser la dirección de Carol. Lanzó una mirada furibunda.
—Deseo hacer una prueba —dijo el doctor Hagopian—. Quiero que vaya allá y la vea
frente a frente. Entonces veremos qué pasa...
—Quienes deben verla son los directores de Empresas Educacionales Seis Planetas, y
no yo —dijo Cupertino, devolviendo el trozo de papel—. Ellos son los culpables de toda
esta tragedia. Lo hice por ellos y a usted le consta; no me mire de esa manera. Era
preciso mantener en secreto sus planes, ¿no es cierto?
El doctor Hagopian suspiró.
—A las cuatro de la mañana todo resulta muy confuso; el mundo es un lugar tétrico. Sé
que en esa época, en Ganímedes, usted estuvo empleado por Seis Planetas, aunque la
responsabilidad moral, señor Cupertino..., me cuesta decirlo pero fue usted quien apretó
el gatillo del rayo láser. La última responsabilidad moral es suya.
—Carol estaba dispuesta a informar a los periódicos homeostáticos locales que habría
una revolución para liberar a Ganímedes y las autoridades burguesas de Ganímedes,
constituidas en su mayoría por Seis Planetas, eran partícipes de la conspiración. Le dije
que no podíamos correr el riesgo de que ella dijera nada, pero ella insistió por motivos
pequeños; por despecho, por el odio que me tenía. Su delación nada tenía que ver con
los motivos en juego. Como toda mujer, actuó impulsada por su orgullo herido y su
vanidad.
—Le aconsejo que vaya a esa dirección en Pasadena Sur —dijo el doctor Hagopian—.
Vea a Carol y convénzase de que nunca la mató. Lo que sucedió en Ganímedes aquel
día, hace tres años, fue... —hizo un gesto vago, tratando de encontrar la palabra
adecuada.
—Sí, doctor —respondió Cupertino en tono tajante—. ¿Qué fue exactamente? Aquel
día, mejor dicho, aquella noche, le di a Carol justo entre los ojos con el rayo láser, en
pleno lóbulo frontal. Cuando salí del departamento cooperativo estaba muerta; me fui al
puerto espacial y encontré una nave que me trajo a la Tierra.
Esperó. Le costaría mucho a Hagopian encontrar la palabra adecuada. Tras una pausa,
el doctor admitió:
—Si, su memoria es muy precisa; pero todo eso consta en mi archivo y no veo la
necesidad de que repita todos los detalles. Francamente, a esta hora de la mañana me
resulta bastante molesto. No sé a qué se debe ese recuerdo suyo; reconozco que es falso
porque me he encontrado con su esposa y hablé con ella; después he mantenido
correspondencia, siempre con posterioridad a la fecha en que usted manifiesta haberla
matado en Ganímedes. De eso al menos estoy seguro —el doctor Hagopian buscaba por
todos los medios de romper ese enviciado círculo.
—¿Qué poderosa razón puede haber para que yo trate de ver a Carol? —preguntó
Cupertino, haciendo un gesto de romper el trozo de papel.
—Puedo proporcionarle una razón muy poderosa —dijo el doctor, pensando—, pero es
probable que usted la rechace.
—Haga la prueba.
—Carol estaba presente esa noche, en Ganímedes —dijo el doctor Hagopian—, en que
usted recuerda haberla matado. Quizá ella misma pueda decirle cómo se le grabó a usted
esa falsa memoria. En una carta que me escribió, insinuó saber algo al respecto —miró a
Cupertino largamente—. Eso fue todo lo que quiso decirme.
—Iré —afirmó Cupertino.
Mientras se dirigía decidido hasta la puerta del consultorio, pensó en lo extraño que
debía ser obtener datos sobre la muerte de una persona, a través de la persona misma.
Pero Hagopian estaba en lo cierto; Carol era la única persona presente aquella noche.
¿Cómo no se le había ocurrido que en su momento terminaría por buscarla?
Su razonamiento lógico había llegado a una crisis, y no era agradable enfrentar ese
hecho.
 
A las seis de la mañana llegó a la puerta de la pequeña vivienda de Carol Holt
Cupertino.
Después de hacer sonar varias veces la campanilla la puerta se abrió al fin; Carol
apareció soñolienta, con un traslúcido camisón de nylon azul y unas cómodas chinelas de
piel blanca.
Un gato se escapó por la puerta.
—¿Te acuerdas de mí? —preguntó Cupertino, haciéndose a un lado para dejar pasar
al gato.
—¡Oh, Dios! —exclamó ella, apartando de sus ojos un mechón de pelo rubio—. ¿Qué
hora es?
Un resplandor frío y gris bañaba la calle semi desierta. Carol tuvo un temblor y se cruzó
de brazos.
—¿Qué andas haciendo levantado tan temprano? Recuerdo que no solías salir de la
cama antes de las ocho.
—Aún no me he acostado —contestó él, y pasando junto a ella entró a la sala oscura,
con los visillos todavía bajos—. ¿Tienes un poco de café? —le preguntó.
—Por supuesto —contestó ella dirigiéndose a la cocina.
Presionó el botón para café caliente; primero apareció una taza, luego otra. Un aroma
agradable invadió la cocina.
—Tomo el café con leche —dijo ella—. Tú, con leche y azúcar; eres más infantil —y le
sirvió la taza de café.
El aroma personal de ella: calidez, suavidad y sueño, se mezcló con el del café.
—Estás como siempre; no has envejecido para nada y ya han pasado tres años —dijo
Cupertino.
En realidad estaba mejor que antes; más delgada, más ágil. Se había sentado ante la
mesa de la cocina, con los brazos modestamente cruzados.
—¿Acaso es algo sospechoso? —preguntó ella con los ojos brillantes y las mejillas
encendidas.
—No. Tómalo como un cumplido —manifestó él, sentándose—. Me envía Hagopian.
Dijo que era mejor que te viera. Es evidente que...
—Sí —dijo Carol—, lo he visto. Tuve que viajar al Norte de California varias veces por
cuestiones de negocios y fui a verlo. Me lo había pedido en una de sus cartas. Me gustó
bastante; en realidad, creo que para esta fecha ya deberías estar curado.
—Curado —repitió él, encogiéndose de hombros—. Creo que estoy curado, salvo
que...
—Salvo que continúas con tu idea fija, tu decepción básica de que ningún tratamiento
psicoanalítico puede curar, ¿verdad?
—Si te refieres a mi recuerdo de haberte matado, sí, todavía lo tengo. Sé que sucedió.
El doctor Hagopian cree que tal vez tú puedas ayudarme. Después de todo, como bien lo
señaló...
—Entiendo —dijo ella—. Pero ¿vale la pena volver sobre lo mismo contigo? Resulta
muy extenuante, ¡Dios mío! Ahora son las seis de la mañana. ¿Por qué no me permites
volver a la cama y nos encontraremos más tarde, a la noche quizá. ¿No? —dijo ella
suspirando—. Está bien. Bueno, trataste de matarme; tenías un rayo láser. Eso sucedió
en nuestro departamento cooperativo de Nueva Detroit G., en Ganímedes, el 12 de Marzo
de 2014.
—¿Y por qué traté de matarte? —preguntó él.
—Tú lo sabes bien —repuso ella amargamente, los pechos estremecidos por el
resentimiento.
—Sí.
Fue el más grave error que había cometido en sus treinta y cinco años. Durante el
juicio de divorcio, sabiendo la inminencia de la revolución, había dado toda la ventaja a su
mujer. Eso permitió que ella dictara los términos del arreglo a su antojo. Eran tan estrictos
en lo financiero, que un día volvió al departamento que habían compartido (él ya se habla
mudado a su propio departamento, al otro lado de la ciudad), para decirle sinceramente
que no podía satisfacer sus exigencias. Carol lo amenazó con hacer declaraciones a los
sistemas homeostáticos que operan en Ganímedes seleccionando noticias para el Times
y el Daily News, de Nueva York.
—Sacaste el pequeño rayo láser y te quedaste ahí, sentado —dijo Carol—, jugando
con el arma sin decir palabra. Pero capté claramente el mensaje; o aceptaba un arreglo
injusto, o tú...
—¿Disparé con el rayo?
—Sí.
—¿Logré herirte?
—No. Fallaste —dijo Carol—. Salí corriendo del departamento cooperativo, y fui hasta
el ascensor. Bajé al primer piso y llamé al sargento de armas; después, vino la policía.
Cuando llegaron, te encontraron sentado en el mismo lugar, llorando.
—¡Cristo! —exclamó Cupertino.
Por un momento, ninguno de los dos dijo palabra. Bebían el café. Frente a él, la mano
de su esposa temblaba haciendo tintinear la taza contra el platillo.
—Como era de esperar —continuó Carol—, seguí el juicio para el divorcio, dadas las
circunstancias...
—El doctor Hagopian cree que tal vez tú puedas ayudarme a descubrir por qué
recuerdo haberte matado esa noche; dijo que se lo habías sugerido en una carta.
Los ojos azules de la mujer brillaron intensamente.
—Aquella noche tú no tenias ningún falso recuerdo. Sabías que habías fallado. El fiscal
Amboyton te hizo elegir entre someterte a tratamiento psiquiátrico, o ser formalmente
acusado de intento de asesinato. Elegiste lo primero, naturalmente. Y desde entonces te
trata el doctor Hagopian. En cuanto al falso recuerdo, creo que puedo decirte
exactamente cuándo te aferraste a eso. Fuiste a ver a tus patrones, Empresas
Educacionales Seis Planetas, y te entrevistaste con el psicólogo adjunto al departamento
de personal, un tal doctor Edgar Green. Eso fue poco antes de dejar Ganímedes para
venir a Tierra —se levantó para llenar su taza de café—. Imagino que el doctor Green te
implantó el falso recuerdo de haberme matado.
—Pero ¿por qué? —preguntó Cupertino.
—Estaban al tanto de que me habías dicho los planes de la insurrección y creían que te
habías suicidado, abrumado por la pena y el remordimiento. En cambio, sacaste el pasaje
para ir a Tierra, como habías acordado con Amboyton. A decir verdad, intentaste
suicidarte durante el viaje... Pero tú debes acordarte de eso.
—Continúa, dime todo —dijo él, que no recordaba ningún intento de suicidio.
—Te mostraré el recorte del periódico homeostático que tengo guardado, naturalmente.
Carol salió y su voz llegó desde el dormitorio:
—A causa de un excesivo sentimentalismo, pasajero en nave interespacial es
aprehendido por... —se interrumpió.
Hubo un silencio.
Cupertino continuaba bebiendo café y esperando; sabía que ella no había podido
encontrar ese recorte porque no había habido tal intento de suicidio.
Carol volvió a la cocina, con una expresión de asombro.
—No puedo encontrarlo; estaba segura de haberlo puesto en La Guerra y la Paz, en el
volumen uno. Lo usaba como señalador —dijo, pareciendo avergonzarse.
—Creo que no soy el único con un falso recuerdo —dijo Cupertino—. Si eso es, en
realidad, lo que tengo.
Por primera vez en tres años, pensó que estaba logrando algún progreso. Sin embargo,
la dirección de ese progreso aún era incierta...
—No entiendo —dijo Carol—, algo salió mal.
El se quedó esperando en la cocina mientras Carol se vestía en el dormitorio. Cuando
salió, llevaba puesta una falda, un suéter verde, y zapatos con tacones altos. Mientras se
peinaba, se detuvo junto a la cocina y apretó el botón de sacar tostadas y dos huevos
pasados por agua. Eran casi las siete de la mañana; en la calle, la luz gris se había
convertido en un resplandor dorado pálido. Había más tránsito. Pudo escuchar el ruido
tranquilizador de algunos vehículos públicos y privados, de gente que venia de los
suburbios.
—¿De qué artimaña te valiste para conseguir esta vivienda para gente soltera? —
preguntó él—. ¿No dicen que en la zona de Los Ángeles es casi imposible obtener algo
que no sea un departamento cooperativo en un edificio en torre?
—Fue por medio de mis patrones.
—¿Quienes son tus patrones? —preguntó con cautela, pero también algo perturbado.
Evidentemente debía tratarse de personas de influencia; su mujer había ascendido.
—Estrella Descendente Sociedad Anónima.
Nunca habla oído mencionarlos.
—¿Operan más allá de Tierra? —preguntó asombrado—. Pero si eran
interplanetarios...
—Es una firma financiera. Soy asesora del presidente del directorio y me especializo en
investigación de mercado. Tus expatrones, Empresas Educacionales Seis Planetas,
pertenecen a nuestra compañía, que tiene suficientes acciones como para controlarla —
agregó—. No importa mucho; en realidad, es una casualidad.
Ella empezó a desayunar sin ofrecerle nada a él. Ni siquiera se le ocurrió. El miraba
con nostalgia los movimientos familiares de ella al manejar los cubiertos. Poseía aún
cierta donosura pequeño-burguesa, en eso no había cambiado. En realidad, estaba más
refinada, más femenina que nunca.
—Creo entender —dijo Cupertino.
—Perdón —dijo ella levantando los ojos azules para mirarlo con intensidad—. ¿Qué es
lo que entiendes, Johnny?
—A ti, tu presencia en este lugar —dijo Cupertino—. Es obvio que eres perfectamente
real, tan real como cualquier cosa concreta: la ciudad de Pasadena o esta mesa —dijo,
golpeando con fuerza la superficie plástica de la mesa de la cocina—. Tan real como el
doctor Hagopian o los dos policías que me detuvieron esta madrugada temprano. Pero
¿cuan real es todo eso? Creo que allí está el meollo de la situación —agregó. —Eso
explicarla la sensación de pasar las manos a través de la materia, que tengo, a través del
panel de instrumentos de mi automóvil, como lo hice. Esa sensación tan perturbadora de
que nada es real en torno de mí, de que todo carece de sustancia, de que habito un
mundo de sombras —explicaba sin buscar demasiado las palabras, que surgían de él con
naturalidad.
Carol se echó a reír sin dejar de mirarlo. Después siguió comiendo.
—Es posible que me encuentre en una prisión de Ganímedes, o en un hospital
psiquiátrico del mismo planeta, como consecuencia de mi acción criminal —dijo Cupertino
—Es posible también que en estos últimos años, desde tu muerte, haya empezado a vivir
en un mundo de fantasía.
—¡Dios mío! —dijo Carol meneando la cabeza—; no sé si reír o sentir piedad. Todo
esto es demasiado..., —hizo un gesto vago— demasiado... patético. Johnny, ¿sabes una
cosa? En realidad siento pena por ti. En lugar de desembarazarte de tu idea ilusoria,
prefieres creer que la Tierra, todas las personas y las cosas, son producto de tu
imaginación. Escucha, ¿no crees que sería mucho más sencillo renunciar a la única idea
fija? Olvida que me has matado. Es muy simple.
Sonó el teléfono.
—Disculpa.
Carol se limpió los labios y fue a atender la llamada. Cupertino permaneció donde
estaba, jugando tristemente con una escama de tostada que habla caído del plato de su
ex-mujer. La mantequilla derretida le manchó el dedo y él se lo limpió con la lengua,
pensativo. En ese momento sintió un hambre devoradora. Era hora de desayunar; fue
hasta la cocina para apretar los botones, ya que Carol no estaba. No tardó en tener un
desayuno completo: tocino y huevos revueltos, tostadas y café bien caliente.
Pero cómo puedo vivir —se preguntó—, adquirir cierta sustancia, si este es un mundo
ilusorio. Debo estar comiendo un verdadero desayuno que me proporciona el hospital o la
cárcel donde estoy. La comida es real y yo la estoy ingiriendo. Existe además una
habitación, con sus paredes, su suelo... Pero no esta habitación, no estas paredes ni
estos suelos. Y hay gente que existe, pero no esta mujer, no Carol Holt Cupertino. Debe
ser otra persona. Un carcelero o un ayudante. Y un doctor quizá, el doctor Hagopian.
De eso estoy seguro —se dijo Cupertino. —El doctor Hagopian es realmente mi
psiquiatra.
Carol volvió a la cocina y se sentó ante el plato, el desayuno ya estaba frío.
—Ve a hablarle. Es el doctor Hagopian —dijo.
El fue de inmediato hacia el teléfono. El rostro del psiquiatra lucía tenso y desmejorado
en la pequeña video-pantalla.
—Veo John, que consiguió llegar. Y bien, ¿qué ocurrió?
—¿Dónde estamos, Hagopian? —preguntó Cupertino.
—Yo no... —dijo el psiquiatra frunciendo el ceño.
—Estamos en Ganímedes, ¿no es cierto?
—Yo estoy en San José, y usted en Los Angeles —dijo Hagopian.
—Creo que encontré la manera de probar mi teoría —dijo Cupertino—. Dejaré de
tratarme con usted, por un tiempo. Si soy un prisionero en Ganímedes, no podré hacerlo;
y por otra parte, si como usted afirma, soy un ciudadano libre en Tierra...
—Está en Tierra, por cierto —dijo Hagopian—, pero no es un ciudadano libre. Debido al
intento de asesinar a su esposa, usted está obligado a recibir psicoterapia regularmente y
bajo mi responsabilidad; bien que lo sabe. ¿Qué le ha dicho Caro!? ¿Pudo aclararle los
acontecimientos de aquella noche?
—Me atrevería a decir que sí —contestó Cupertino—. Me enteré de que ella está
empleada por la compañía matriz de Empresas Educacionales Seis Planetas; eso solo
justifica mi viaje hasta aquí. Tendría que haber averiguado más detalles sobre ella.
Porque si Seis Planetas la empleó para arrimar el ganado...
—¿Qué dice? —preguntó Hagopian, pestañeando.
—Quiero decir, como perro guardián. Para asegurarse de que yo era fiel. Deben
haberse enterado de que yo estaba dispuesto a revelar detalles de la planeada
insurrección a las autoridades de Tierra, y asignaron a Carol para que me vigilara. Yo le
confié a ella los planes, y para los otros eso era prueba de que no podían confiar
plenamente en mí. Quizá Carol recibió instrucciones de matarme, y es probable también
que lo intentara. Pero falló, y todas aquellas personas conectadas con el hecho fueron
castigadas por las autoridades terrestres. Carol pudo escapar porque no figuraba en la
lista oficial de empleados de Seis Planetas.
—Espere un momento —dijo Hagopian—. En cierto modo lo que acaba de decir resulta
bastante coherente, pero la rebelión tuvo éxito, señor Cupertino —dijo, levantando la
mano—. La historia lo demuestra: hace tres años Ganímedes más Io y Calisto, se
separaron simultáneamente de Tierra, convirtiéndose en lunas independientes. Cualquier
niño del tercer grado en la escuela, lo sabe; se la denominó «la guerra tri-lunar de 2014».
Aunque nunca hemos hablado del asunto, creí que usted estaba enterado de eso como...,
bien, como de cualquier otra realidad histórica.
Cupertino se apartó del teléfono, y encarando a Caro! le preguntó:
—¿Es cierto lo que dice?
—Por supuesto —contestó ella—. ¿Acaso el fracaso de la revuelta no forma parte
también de tu sistema ilusorio? —sonrió—. Durante ocho años trabajaste para uno de los
monopolios más fuertes que patrocinaron y financiaron la rebelión, y después, por alguna
secreta razón, preferiste desconocer su éxito. Es una lástima Johnny. En realidad, siento
pena por ti.
—Debe haber alguna razón —dijo Cupertino—. No conozco el porqué, el motivo por el
que lo ocultaron.
Trastornado, extendió la mano, que pasó a través de la pantalla del videófono y se hizo
invisible. La retrajo de inmediato y la mano reapareció. Pero la había visto desaparecer.
Lo percibió y entendió claramente.
Era una buena ilusión, pero eso no bastaba; no era perfecta, tenía ciertas limitaciones.
—Doctor Hagopian —dijo, dirigiéndose a la pequeña imagen en la video pantalla—. No
creo que continúe yendo a sus sesiones. A partir de este momento prescindo de sus
servicios. Envíeme la factura a casa. Y muchas gracias —extendió la mano para cortar la
comunicación.
—Se equivoca, no puede tomar esa decisión. Como ya le dije, el tratamiento es
obligatorio. Será mejor que obedezca, Cupertino. De otra manera, deberá presentarse
ante el tribunal, y sé muy bien que ese no es su deseo. Créame, por favor. Sólo se haría
daño.
Cupertino cortó la comunicación, y la pantalla quedó a oscuras.
—Tiene razón, ¿sabes? —dijo Carol desde la cocina.
—Miente —afirmó Cupertino.
Fue lentamente hasta la mesa y se sentó para terminar el desayuno.
 
Cuando volvió a su departamento cooperativo en Berkeley, pidió una llamada de larga
distancia con el doctor Edgar Green, de Empresas Educacionales Seis Planetas, en
Ganímedes. Media hora después obtenía la comunicación.
—Doctor Green, ¿se acuerda de mí? —preguntó, mirando la imagen del facultativo. No
recordaba haber visto esa cara bastante rolliza, de un hombre de mediana edad, que
reflejaba la pantalla. No obstante, cierta configuración de la realidad fundamental había
pasado la primera prueba; había un doctor Edgar Green en el departamento de personal
de Seis Planetas. Hasta allí, lo que había dicho Carol era cierto.
—Creo haberlo visto antes —dijo el doctor Green—, pero lamentablemente no recuerdo
su nombre, señor.
—Soy John Cupertino, y ahora vivo en Tierra. Antes estaba en Ganímedes. Un poco
antes de la insurrección estuve envuelto en un litigio bastante sensacional; fue hace tres
años. Me acusaron de haber asesinado a mi esposa Carol, ¿recuerda algo, doctor?
—Umm... —dijo el doctor Green, frunciendo el ceño, y con la ceja levantada preguntó—
: ¿lo declararon inocente, señor Cupertino?
Cupertino vaciló, antes de responder.
—Yo... en estos momentos estoy en tratamiento psiquiátrico en la zona de la bahía de
California. Quizás eso pueda ayudarlo a recordar.
—¿Quiere decir que lo declararon demente desde el punto de vista legal, y por lo tanto
no lo sometieron a juicio?
Cupertino asintió, con cierta reserva.
—Tal vez hablé con usted en alguna oportunidad —dijo el doctor Green—, me suena
algo familiar... Pero veo a tanta gente. ¿Era empleado de aquí, dice?
—Sí —contestó Cupertino.
—Dígame con claridad qué desea de mí, señor Cupertino. Evidentemente usted
necesita algo; ha efectuado una llamada bastante cara. Por cuestiones prácticas, le
sugiero que vaya al grano; tenga en cuenta su bolsillo, sobre todo.
—Quisiera que me enviara mi historia —dijo Cupertino—; que me la envíe a mí, no a mi
psiquiatra. ¿Podrá hacerme ese favor?
—¿Para qué la desea, señor Cupertino? ¿Para conseguir empleo?
Cupertino aspiró profundamente antes de contestarle.
—No, doctor; deseo saber con seguridad qué técnicas psiquiátricas se aplicaron en mi
caso, tanto por su parte como del personal que trabajaba a sus órdenes. Tengo razones
para sospechar que usted me sometió a una terapia correctiva importante. ¿No tengo
derecho a saberlo, doctor? Yo creo que si.
Mientras esperaba, pensó: tengo una posibilidad entre mil de sacarle algo que valga la
pena; es poco, pero tengo que intentarlo.
—¿Terapia correctiva? Debe estar confundido, señor Cupertino. Aquí sólo nos
dedicamos a pruebas de aptitud, análisis vocacionales y perfiles de personalidad. No
hacemos ninguna terapia. Sólo analizamos a los que solicitan empleo a fin de que...
—Doctor Green —interrumpió Cupertino—. Usted, personalmente, ¿tuvo algo que ver
con la insurrección de tres años atrás?
—En cierto modo, estuvimos todos envueltos —admitió Green, con un encogimiento de
hombros—. Todos en Ganímedes estábamos imbuidos de sentimientos patrióticos.
—¿Y habría sido capaz de implantarme una idea ilusoria para proteger la rebelión?
—Lo siento mucho —dijo Green, cortante—. No hay dudas de que usted es un
psicópata. No tiene objeto que siga gastando dinero en esta llamada. Me sorprende que le
permitan el libre acceso a una línea al exterior.
—Pero..., ¿se puede implantar una idea así? —insistió Cupertino—; empleando las
técnicas psiquiátricas actuales, es posible... Usted lo admite.
—Si, señor Cupertino —suspiró el doctor Green—. Eso es posible desde mediados del
Siglo Veinte. Esas técnicas fueron desarrolladas en un principio en el Instituto Pavlov de
Moscú, ya en 1940, y se perfeccionaron durante la guerra de Corea. Es posible hacerle
creer cualquier cosa a una persona.
—Entonces es posible que Carol tenga tazón —dijo, sin saber si sentirse defraudado o
entusiasta.
El punto principal era asegurarse que él no era un asesino, que Carol estaba viva y que
toda su experiencia en Tierra, la gente y los objetos, eran genuinos. Sin embargo...
—Si yo fuera a Ganímedes —dijo—, ¿podría ver mi caso? Quedaría demostrado, si es
que puedo hacer el viaje, que no soy un psicópata en tratamiento psiquiátrico obligatorio.
Es posible que esté enfermo, doctor. Pero no de tanta gravedad.
 Esperó. Había una pequeña posibilidad, pero valía la pena el intento.
—Bien —dijo el doctor Green, reflexionando—. No hay ninguna regla de la compañía
que impida a sus empleados —o ex-empleados— revisar su archivo personal; creo que
podría ponerlo a su disposición. No obstante, primero quisiera hablar con su psiquiatra.
¿Me dice el nombre de su médico, por favor? Si él está de acuerdo, podrá ahorrarse el
viaje; se lo enviaré por los video-cables, y esta noche estará en su poder, ¿le parece?
 Dijo al doctor Green el nombre de su psiquiatra y colgó. ¿Qué diría el doctor
Hagopian? La cuestión era muy interesante, pero él no estaba en posición de contestarle;
en realidad, no tenía idea de qué actitud adoptaría su psiquiatra.
De acuerdo a lo que ocurriera esa noche, podría sacar alguna conclusión; de eso
estaba seguro.
Presintió que Hagopian estaría de acuerdo, aunque por la razón equivocada. Pero eso
carecía de importancia; los motivos de Hagopian no importaban. Lo único que deseaba
era tener ese archivo en sus manos, leerlo y comprobar si Carol estaba en lo cierto.
Dos horas después, un tiempo increíblemente largo, se le ocurrió pensar, súbitamente,
que Empresas Educacionales Seis Planetas podía sin ninguna dificultad alterar el archivo,
omitir ciertas informaciones, en suma, transmitir a la Tierra un documento espurio, sin
ningún valor.
¿Qué hacer, en ese caso? Era una buena pregunta, pero por el momento, no podía
contestarla.
 
Esa misma noche recibió, por mensajero, su archivo de Seis Planetas en su
departamento cooperativo. Dio una propina al mensajero, se sentó en la sala, abrió el
archivo y se dispuso a leerlo.
Le bastaron cinco minutos para comprobar que su sospecha había sido fundada; en el
archivo no había referencia alguna a que se le hubiera injertado una idea ilusoria. Existían
dos posibilidades: o habían alterado el archivo o Carol estaba equivocada. O le había
mentido. En consecuencia, el archivo no le servía para nada... Telefoneó a la Universidad
de California, y después que lo pasaran de un departamento a otro, dio por fin con alguien
que parecía saber de qué estaba hablando.
—Deseo que me hagan un análisis —dijo Cupertino—, de un documento escrito.
Quiero averiguar la fecha aproximada en que fue trascripto. Se trata de una copia
cablegráfica Western Union, así que sólo podrán guiarse por el anacronismo de las
palabras. Quiero que determinen si el material data de tres años atrás o si es más
reciente. ¿Será posible analizar un margen tan pequeño?
—En los últimos tres años hubo muy pocos cambios de palabras —dijo el filólogo de la
Universidad—, pero podemos tratar. ¿Cuándo desea que le devolvamos el documento?
—Lo antes posible —dijo Cupertino.
Llamó a un mensajero del edificio para que le llevara el documento a la Universidad.
Después se puso a pensar en otro aspecto de la situación.
Si toda su experiencia en Tierra era fruto de una ilusión el momento en que sus
percepciones se acercaban más a la realidad era durante las sesiones con el doctor
Hagopian. Por lo tanto, si fuera capaz de romper alguna vez el cerco ilusorio y percibir la
realidad presente, ello debería ocurrir una de esas ocasiones en que estaba haciendo un
esfuerzo máximo. De un hecho estaba completamente seguro; él se veía con el doctor
Hagopian.
Se acercó al teléfono y comenzó a marcar el número de Hagopian. Anoche, después
de su arresto, el médico lo había ayudado. Era muy pronto para volver a verlo, pero de
todos modos marcó el número. Su análisis de la situación justificaba la llamada; además,
podía pagar la consulta.
Y en ese momento recordó algo más.
La detención. Recordó lo que había dicho el policía. Lo acusó de estar bajo el efecto de
una droga, la hefrodadrina. Y tenía sus razones para ello; tenía todos los síntomas de un
adicto.
Quizá fuera ese el modus operandi para mantener el sistema ilusorio; tal vez le estaban
suministrando hefrodadrina en pequeñas dosis regulares, acaso en la comida.
Pero ¿no estaba actuando como un paranoico —en otras palabras, un psicótico— al
pensar así?
Paranoico o no, el razonamiento era válido.
Lo que necesitaba era un análisis parcial de sangre; eso revelaría la presencia de la
droga. Lo único que debía hacer era presentarse en la clínica de la firma que lo empleaba
en Oakland y pedirles un análisis diciendo que sospechaba ser víctima de una
intoxicación. El análisis podría estar listo en una hora.
Si estaba bajo los efectos de la hefrodadrina, quedaría demostrado que tenía razón,
que estaba todavía en Ganímedes y no en Tierra, y todo lo que experimentaba —o
parecía experimentar— era una ilusión, con excepción tal vez de sus visitas al psiquiatra.
Era imperativo obtener esos análisis ya. No obstante, se resistía a ello. ¿Por qué?
Había encontrado la forma de disipar todas sus dudas, y se retraía.
¿Quería saber la verdad?
No le quedaba otra salida; tenía que hacerse esos análisis. Descartó temporalmente la
idea de ver al doctor Hagopian. Fue a la sala de baño a afeitarse, se cambió de camisa y
corbata, y salió del departamento cooperativo para irse en el volante que habla dejado
estacionado. En quince minutos llegaría a la clínica de la firma en la que trabajaba.
La firma donde trabajaba... Se detuvo con la mano apoyada en la manilla de la puerta
del volante. Se sintió como un tonto.
Habían cometido una omisión en la presentación del sistema ilusorio: no sabía dónde
trabajaba. Faltaba todo un sector del sistema.
Volvió al departamento y llamó al doctor Hagopian.
 
—Buenas noches, John —dijo en tono agrio el doctor Hagopian— veo que está de
vuelta en su departamento cooperativo. No estuvo mucho tiempo en Los Angeles.
—Doctor —dijo Cupertino con voz ronca—. No sé dónde trabajo. Es evidente que algo
anda mal. Tal vez lo supe antes... hasta hoy, según creo. ¿No trabajo cuatro días por
semana, como todo el mundo?
—Por supuesto —contestó Hagopian, sereno—, trabaja en una firma de Oakland,
Industrias Tripan S.A., que está en la Avenida San Pablo, cerca de la calle Veintiuno.
Busque la dirección exacta en la guía. Pero le aconsejo que vaya a la cama y descanse;
ha estado despierto toda la noche, y está sufriendo de exceso de fatiga —no se ocultaba
un dejo paternalista en el tono de su voz.
—Suponga que sectores cada vez mayores del sistema ilusorio empiezan a faltar —dijo
Cupertino—. Me traerá numerosas complicaciones...
El elemento faltante lo aterrorizaba; era como si le faltara un pedazo, como si una parte
suya se hubiera disuelto. Eso de no saber dónde trabajaba era el colmo. En un instante se
sintió apartado del resto de la humanidad; completamente aislado. ¿Qué otras cosas
podía olvidar? Quizá se trataba de un caso de fatiga y Hagopian tenía razón. Tal vez era
demasiado viejo para estar en pie toda la noche; ya no era el mismo de una década atrás,
cuando él y Carol podían permitirse ciertas cosas.
 Entonces se dio cuenta de que deseaba con toda su alma apoyarse en el sistema
ilusorio; no quería que éste se descompusiera en torno de él. Una persona era su mundo,
sin él dejaba de existir.
—Doctor, ¿puedo verlo esta noche?
—Pero si acaba de verme... —señaló el doctor Hagopian—. No hay motivos para otra
cita tan pronto; espere unos días más, entre tanto...
—Creo haber descubierto cómo se mantiene el sistema ilusorio —dijo Cupertino—. Se
logra mediante dosis diarias de hefrodadrina suministradas por vía oral, en la comida. Tal
vez mi viaje a Los Angeles me hizo perder una dosis y eso explicaría porqué un sector ha
desaparecido. O tal vez, como usted dice, se deba a la fatiga. De cualquier manera, esto
prueba que estoy en lo cierto; se trata de un sistema ilusorio y no necesito el análisis de
sangre ni lo que diga la Universidad de California para confirmarlo. Carol está muerta y
usted lo sabe. Usted es mi psiquiatra en Ganímedes y hace tres años que estoy bajo su
custodia. ¿No es esa la verdadera historia del caso?
Esperó, pero Hagopian no le contestó. El médico seguía con el rostro impasible.
—Nunca estuve en Los Angeles —continuó Cupertino—; en realidad, puede que esté
confinado a una pequeña zona. Según parece, no tengo libertad de movimientos, y no he
visto a Carol esta mañana.
Hagopian habló lentamente.
—¿Qué quiere decir con eso del análisis de sangre? ¿De dónde sacó la idea de
hacerse esa prueba? —sonrió débilmente—. Si está en un sistema ilusorio, Johnny, el
análisis de sangre también lo sería, y ¿de qué le serviría, entonces?
No había pensado en eso. Estaba tan aturdido que permaneció en silencio, incapaz de
responder.
—Y ese archivo que pidió al doctor Green —dijo Hagopian—, y envió a la Universidad
de California para ser analizado, también sería ilusorio. De manera que el resultado de
esas pruebas...
—No hay manera de que usted sepa esos detalles, doctor —dijo Cupertino—. Tal vez
sabía que hablé con el doctor Green, que le pedí el archivo y que me lo envió. Green
pudo haberlo llamado; pero usted no podía estar enterado de mi pedido de análisis a la
Universidad de California; no es posible. Lo siento, doctor, pero debido a contradicciones
internas de lógica, esta estructura ha demostrado no ser real. Usted sabe demasiado con
respecto a mí, pero yo sé qué prueba final y definitiva puedo aplicar para confirmar lo que
pienso.
—¿De qué prueba se trata? —preguntó Hagopian con un frío tono de voz.
—Iré a Los Angeles y mataré nuevamente a Carol —dijo Cupertino.
—¡Santo cielo! Cómo...
—Si una mujer ha estado muerta durante tres años, no puede volver a morir —razonó
Cupertino—, es obvio que en ese caso será imposible matarla —y al decir eso empezó a
cortar la comunicación.
—Espere —dijo Hagopian, apresurándose—; mire Cupertino, tengo que llamar a la
policía. Usted me obliga. No puedo permitir que vaya a matar a esa mujer sólo para hacer
un... segundo intento —se interrumpió—; quiero decir, con su vida. Está bien Cupertino;
reconozco que le hemos ocultado ciertas cosas. Hasta cierto punto, usted tiene razón.
Está en Ganímedes, no en Tierra.
—Ya veo —dijo Cupertino, y no cortó la comunicación.
—Pero Carol es real —continuó el doctor Hagopian. Transpiraba mucho y se notaba
que temía que Cupertino colgara; siguió hablando con la voz entrecortada.
—Es tan real como usted o yo. Su intento por matarla fracasó. Ella dio información a
los periódicos homeostáticos sobre la rebelión, y por su culpa no fue un éxito completo.
Aquí en Ganímedes, estamos rodeados por un cordón de naves militares terráqueas.
Estamos completamente separados del resto del sistema solar, sobrevivimos a base de
raciones de emergencia, pero estamos logrando mantenernos.
—¿A qué se debe mi sistema ilusorio? —sintió que una ola de frío le subía por las
entrañas. Incapaz de controlarla, lo estremeció al invadirle el pecho, el corazón—. ¿Quién
me la impuso? —insistió.
—Nadie se la impuso, fue un síntoma de retraimiento auto-impuesto por su propio
sentido de culpa. Porque en última instancia Cupertino, fue por su culpa que no triunfó la
rebelión. El factor decisivo fue que usted se lo revelara a Carol, y usted mismo lo ha
reconocido. Trató de suicidarse, y fracasó; finalmente, se retrajo psicológicamente en un
mundo de fantasía.
—Si Carol lo dijo a las autoridades terráqueas, ahora no estaría libre para...
—Correcto. Su esposa está en prisión y es allí donde usted la visitó; en nuestra cárcel
de Nueva Detroit G, aquí en Ganímedes. Francamente no sé el efecto que tendrá sobre
su mundo de fantasía lo que le estoy revelando. Tal vez provoque una desintegración más
profunda; en realidad, puede darle una clara percepción de la terrible situación en que
nosotros, los ganimedianos nos encontramos con respecto a las autoridades militares
terráqueas. Créame Cupertino, que durante estos tres últimos años he sentido envidia por
usted. No se ha visto obligado a encarar la cruda realidad que vivimos —Y encogiéndose
de hombros, dijo por último—. Ahora, veremos...
Cupertino habló después de una pausa.
—Gracias por decírmelo.
—No tiene por qué agradecérmelo. Se lo dije sólo para evitar que se agitara o
cometiera algún acto de violencia. Después de todo, es mi paciente y debo pensar en su
bienestar. Nunca fue nuestra intención castigarlo; ni antes, ni ahora. La gravedad de su
enfermedad mental, su retraimiento de la realidad, demostraba a las claras su
remordimiento por la estupidez que había cometido —mientras hablaba, Hagopian estaba
demacrado, el rostro grisáceo—. De todas maneras, deje tranquila a Carol. No es su
misión obtener venganza. Y si no me cree, consulte la Biblia. De todos modos, ella ha
recibido su castigo, y así seguirá mientras esté en nuestras manos —era evidente que
ponía toda la convicción de que era capaz en sus palabras.
Pero Cupertino cortó el circuito.
—¿Le creo acaso? —se preguntó, inseguro.
Carol —pensó—. Así que fuiste tú quien condenó a nuestra causa, por un despecho
mezquino. Todo se debió a tu amargura, porque estabas enojada con tu esposo,
condenaste a una luna a tres años de guerra odiosa, y al final, la derrota...
Se dirigió al armario del dormitorio para sacar el rayo láser; había estado escondido en
el mismo lugar, en la caja de pañuelos Kleenex, durante tres años; desde que dejara
Ganímedes para venir a Tierra.
Ahora —se dijo—, ha llegado el momento de usarlo.
Llamó a un servicio de taxis por teléfono. Esta vez viajaría a Los Angeles por cohete
público expreso. No usaría el automóvil. Quería encontrar a Carol tan pronto como fuera
posible.
Una vez conseguiste salvarte —dijo para sí mientras se dirigía rápidamente a la puerta
del departamento cooperativo—; pero esta vez no será lo mismo, no cometeré dos veces
el mismo error.
Diez minutos después estaba a bordo del cohete expreso, camino a Los Angeles, en
busca de Carol.
Antes de dejar el Times de Los Angeles, John Cupertino volvió a hojearlo, confundido,
sin haber podido localizar el artículo. Se había cometido un crimen; una mujer atractiva,
sensual, había resultado herida de muerte. Fue hasta el lugar donde trabajaba Carol y,
encontrándola en su escritorio, la habla matado frente a sus compañeros de trabajo. Se
dio vuelta y, sin que nadie se opusiera, salió del lugar. Nadie se había atrevido a
interceptarlo. La sorpresa y el miedo los habla inmovilizado.
¿Cómo es posible que no hubiera salido en el diario? El periódico homeostático no
mencionaba el asunto para nada.
—No pierda el tiempo buscándolo —dijo el doctor Hagopian desde su escritorio.
—Tiene que estar. Un crimen de esa magnitud... ¿Qué pasa? —preguntó tercamente
Cupertino.
Dejó el periódico a un lado, atolondrado. No tenía sentido ni lógica alguna.
—En primer lugar —dijo el doctor Hagopian—, el rayo láser no existía, era una ilusión.
Segundo, no le permitimos que volviera a visitar a su esposa porque sabíamos que tenía
intenciones violentas; usted lo había manifestado. De modo que no tuvo ocasión de verla
y mucho menos, de matarla. Además, el diario que tiene en sus manos no es el Times de
Los Angeles, sino el Star de Nueva Detroit G., limitado a una edición de cuatro páginas,
debido a la escasez de papel que soportamos en Ganímedes.
»—Eso es, John —dijo el doctor Hagopian—. Ha vuelto a suceder. Tiene un recuerdo
ilusorio de haber matado dos veces. Cada una de las versiones es tan irreal como la otra.
Lo compadezco, parece destinado a intentar una y otra vez, y a fallar siempre. Por más
que nuestros líderes detesten a Carol Holt Cupertino, y no le perdonen lo que nos ha
hecho —dijo haciendo un gesto con las manos—, debemos protegerla. Es lo justo. Está
cumpliendo su sentencia y aún le quedan veinte años de prisión... O hasta que Tierra
triunfe sobre nosotros, y la libere. No hay duda que si logran liberarla, la convertirán en
una heroína. Su nombre aparecerá en todos los periódicos homeostáticos controlados por
Tierra que se publican en el sistema solar.
—¿Y permitirán que la encuentren con vida? —preguntó Cupertino.
—¿Cree que deberíamos matarla antes de que la rescatasen? —dijo Hagopian, y
continuó indignado—. No somos salvajes, John; no cometemos crímenes por venganza.
Lleva tres años de cárcel, ya ha tenido suficiente castigo —enseguida, recordando algo,
agregó—. Usted también ha sufrido bastante ya. ¡Quién sabe cuál de los dos ha sufrido
más!
—Sé que la he matado —insistió Cupertino—. Tomé un taxi hasta el lugar donde
trabaja, Estrella Descendente Sociedad Anónima, firma que controla a Empresas
Educacionales Seis Planetas, en San Fernando. La oficina de ella está en el sexto piso.
Recuerdo haber tomado el ascensor, y también las características del sombrero de una
señora de edad mediana que subió conmigo. Recuerdo a la recepcionista delgada y
pelirroja que había llamado a Carol por el intercomunicador; recuerdo haber pasado por
las oficinas interiores, llenas de gente que trabajaba, y encontrarme de pronto frente a
Carol. Ella se puso de pie, del otro lado del escritorio, y miró cuando saqué el rayo láser.
Un relámpago de entendimiento le asomó por los ojos: trató de correr, de ponerse a
salvo... Pero era demasiado tarde. Logró llegar a una puerta alejada, pero él, de todas
maneras, la mató mientras ella apoyaba la mano en la manilla.
—Puedo asegurarle —insistió el doctor Hagopian—, que Carol está muy viva.
Volviéndose hacia el teléfono que había sobre. el escritorio, marcó un número.
—La estoy llamando; cuando la tenga en la línea, podrá hablar con ella.
Cupertino esperó, paralizado, hasta que la imagen apareció en pantalla. Era Carol.
—¡Hola! —dijo ella, reconociéndolo.
—¡Hola! —respondió él, con voz insegura.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Carol.
—Muy bien —contestó él, torpemente—. ¿Y tú?
—Estoy bien —afirmó ella—; tengo un poco de sueño por haberme despertado tan
temprano esta mañana, cuando llegaste tú.
El interrumpió la comunicación.
—Está bien —le dijo al doctor Hagopian—. Me ha convencido.
Evidentemente su mujer estaba sana y salva, y no tenía noción siquiera del nuevo
atentado contra su vida. No había llegado hasta el lugar donde trabajaba. Hagopian tenía
razón.
¿Qué lugar de trabajo? Si debía creerle a Hagopian, se trataba de una celda. Y tenía
que creerle.
Cupertino se puso lentamente de pie.
—¿Puedo irme ya? —preguntó—. Quisiera volver a mi departamento; yo también estoy
cansado, y necesito dormir bien esta noche.
—Me sorprende que sea capaz de actuar después de haber pasado cincuenta horas
sin dormir —dijo Hagopian—. Vaya a su casa, no faltaba más. Ya hablaremos más tarde
—concluyó sonriente, para darle confianza.
 Abrumado de cansancio, John Cupertino salió del estudio del doctor Hagopian;
permaneció algunos minutos en la acera, las manos metidas en los bolsillos, temblando
por el fresco de la noche. Con paso inseguro se dirigió a su automóvil, que estaba
estacionado muy cerca.
—¡A casa! —ordenó.
El automóvil se apartó del borde de la acera, mezclándose suavemente en el tránsito, a
esa hora, bastante leve.
 Podría probar nuevamente —comprendió Cupertino, de súbito—. ¿Por qué no? Y esta
vez, soy capaz de hacerlo. Por haber fracasado dos veces, no significa que esté
condenado a fracasar siempre.
—A Los Angeles —le ordenó al automóvil.
El circuito autónomo del vehículo hizo un chasquido al ponerse en contacto con la ruta
principal a Los Angeles, la carretera nacional número noventa y nueve.
Cuando llegue, Carol estará durmiendo —pensó Cupertino—. Quizás esté lo bastante
confundida como para dejarme entrar. Entonces...
Tal vez ahora triunfe la rebelión.
A pesar de todo, le parecía que había un punto débil en la trama de su lógica. Un
eslabón perdido. No podía precisar de qué se trataba. Estaba demasiado cansado. Se
recostó, tratando de ponerse lo más cómodo posible, y dejó que el circuito autónomo
condujera solo. Cerró los ojos, tratando de dormitar un poco. Dentro de pocas horas
estaría en Pasadena Sur, en el pequeño departamento de una habitación de Carol.
Después de matarla podría ir a dormir, se lo habría ganado.
Si todo sale bien —pensó—, mañana por la mañana estará muerta.
Volvió a pensar en el periódico homeostático, y se preguntó por qué no había
encontrado ninguna mención del crimen en sus páginas.
¡Qué extraño! —pensó—. ¿A qué se deberá?
El automóvil se lanzó por la autopista a una velocidad de doscientos cincuenta
kilómetros por hora. Después de todo, había quitado el regulador de velocidad. Iba
camino a Los Angeles, al encuentro de su esposa dormida, según creía John Cupertino.
 
 
FIN
 


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