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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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viernes, 10 de mayo de 2013

YO,ROBOT




Isaac Asimov







A John W. Campbell, Jr.,
quien apadrinó a Los Robots




LAS TRES LEYES ROBÓTICAS

1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño.
2. Un robot debe obedecer las ór­denes que le son dadas por un ser hu­mano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la Primera Ley.
3. Un robot debe proteger su pro­pia existencia, hasta donde esta pro­tección no esté en conflicto con la Primera o Segunda Leyes.

Manual de Robótica
56.a edición, año 2058.



Introducción


He revisado mis notas y no me gustan. He pasado tres días en la U. S. Robots y lo mismo hubiera po­dido pasarlos en casa con la Enciclopedia Telúrica.
Susan Calvin había nacido en 1982, dicen, por lo cual tendrá ahora setenta y cinco años. Esto lo sabe todo el mundo. Con bastante aproximación, la «U. S. Robots & Mechanical Men, Inc.» tiene también setenta y cinco años, ya que fue el año del nacimiento de la doctora Calvin cuando Lawrence Robertson sentó las bases de lo que tenía que llegar a ser la más extraña y gigantesca industria en la historia del hombre. Bien, esto lo sabe también todo el mundo.
A la edad de veinte años, Susan Calvin formó parte de la comisión investigadora psicomatemática ante la cual el Dr. Alfred Lanning, de la U. S. Robots, presentó el primer robot móvil equipado con voz. Era un robot grande, rústico, sin la menor belleza, que olía a aceite de máquina y destinado a las proyectadas minas de Mer­curio. Pero podía hablar y razonar.
Susan no dijo nada en aquella ocasión; no tomó tampoco parte en las apasionadas polémicas que siguie­ron. Era una muchacha fría, sencilla e incolora, que se defendía contra un mundo que le desagradaba con una expresión de máscara y una hipertrofia del intelecto. Pero mientras observaba y escuchaba, sentía la tensión de un frío entusiasmo.
Se graduó en la Universidad de Columbia en el año 2003, y empezó a dedicarse a la Cibernética.
Todo lo que se había hecho durante la segunda mi­tad del siglo veinte en materia de «máquinas calcula­doras» había sido anulado por Robertson y sus cerebros positrónicos. Las millas de cables y fotocélulas habían dado paso al globo esponjoso de platino-indio del ta­maño aproximado de un cerebro humano.
Aprendió a calcular los parámetros necesarios para establecer las posibles variantes del «cerebro positrónico»; a construir «cerebros» sobre el papel, de una clase en que las respuestas a estímulos determinados podían producirse muy aproximadamente.
En 2008, se doctoró en Filosofía e ingresó en la U. S. Robots como «robopsicóloga», convirtiéndose en la pri­mera gran practicante de esta nueva ciencia. Lawrence Robertson era todavía presidente de la corporación; Alfred Lanning había sido nombrado director de inves­tigaciones.
Durante quince años vio cómo cambiaba la dirección del progreso humano, y avanzaba vertiginosamente.
Ahora se retiraba..., hasta donde podía. Por lo me­nos, permitía que la puerta de su despacho ostentase el nombre de otra persona.
Esto, sencillamente, fue lo que supe. Tenía una lar­ga lista de sus publicaciones, de las patentes a su nom­bre; conocía los detalles cronológicos de sus promocio­nes, en una palabra, tenía su «vida» profesional con todo detalle.
Pero todo esto no era lo que yo quería.
Necesitaba algo más para mis artículos con destino a la Prensa Interplanetaria. Mucho más. Y así se lo dije.
—Doctora Calvin —le dije tan amablemente como pude—, según la opinión general, la U. S. Robots y usted son equivalentes. Su retirada pondrá fin a una Era que...
—¿Quiere usted el punto de vista del interés hu­mano? —dijo sin sonreír. No creo que nunca sonriese. Pero sus ojos eran penetrantes, aunque no agresivos. Sentí que su mirada me atravesaba y salía por el occi­pucio y supe que era para ella de una transparencia inusitada; que todo el mundo lo era.
—Exacto —dije.
—¿El interés humano..., de los robots? Esto es una contradicción.
—No, doctora, de usted.
—También me han llamado robot. Con seguridad le habrán dicho a usted que no soy humana.
Me lo habían dicho, en efecto, pero no ganaba nada con confesarlo.
Se levantó de la silla. No era alta y parecía frágil. La seguí hasta la ventana y nos asomamos a ella.
Las oficinas y talleres de la U. S. Robots formaban una pequeña ciudad, espaciosa y bien planeada. Todo era achatado como una fotografía aérea.
—Cuando vine aquí por primera vez —dijo— vi­vía en una pequeña habitación, allá a la derecha, donde está hoy el retén de bomberos. Fue derribada antes que usted naciese. Compartía la habitación con tres per­sonas. Tenía media mesa. Construíamos nuestros robots en un solo edificio. Producción: tres a la semana. Aho­ra fíjese.
—Cincuenta años —aventuré—, es mucho tiempo.
—No cuando una mira hacia atrás. Una se pregunta cómo han pasado tan aprisa.
Volvió a su mesa y se sentó. No necesitaba expresión alguna en su rostro para parecer triste.
—¿Qué edad tiene usted? —quiso saber.
—Treinta y dos años —respondí.
—Entonces, no puede recordar los tiempos en que no había robots. La humanidad tenía que enfrentarse con el universo sola, sin amigos. Ahora tiene seres que la ayudan; seres más fuertes que ella, más útiles, más fieles, y de una devoción absoluta. ¿Ha pensado usted en ello bajo este aspecto?
—Temo que no. ¿Puedo citar sus palabras?
—Sí. Para usted, un robot es un robot. Mecánica y metal; electricidad y positrones. ¡Mente y hierro! ¡Obra humana! Si es necesario, destruida por el hombre. Pero no ha trabajado usted en ellos, de manera que no los conoce. Son más limpios, más educados que nosotros.
Traté de halagarla, de adularla hábilmente.
—Quisiéramos saber algo de lo que pueda usted con­tarnos, saber su opinión sobre los robots. La Prensa Interplanetaria abarca todo el Sistema Solar. Unos tres mil millones de lectores, doctora Calvin. Tienen que saber lo que pueda usted decirnos sobre los robots.
No tenía necesidad de insistir. No me oyó, pero se dirigía al lugar indicado.
—Deben haberlo sabido desde el principio. Vendía­mos robots para uso terrestre..., antes de mis tiempos, incluso. Desde luego, eran robots que no podían ha­blar. Después se hicieron más humanos, y empezó la oposición. Los sindicatos obreros, como es natural, se opusieron a la competencia que hacían los robots al tra­bajo humano, y varios sectores de la opinión religiosa hicieron sus objeciones inspiradas en la superstición. Todo aquello fue inútil y ridículo. Y, sin embargo, así era.
Yo iba tomando notas de lo que decía en mi regis­trador de bolsillo, tratando que ella no observase el mo­vimiento de mi mano. Practicando un poco se puede llegar a hacer detalladas anotaciones sin sacar el aparato del bolsillo.
—Tomemos el caso de Robbie —dijo—. No lo co­nocí. Fue desguazado el año anterior a mi entrada en la compañía...; era muy atrasado. Pero vi a la muchacha en el museo...
Se detuvo, pero no dije nada. Dejé que sus ojos se humedeciesen y su imaginación viajase. Tenía que reco­rrer mucho tiempo.
—Oí hablar de ello más tarde, y, cuando nos llama­ban blasfemos y creadores de demonios, siempre me acor­daba, de él. Robbie era un robot sin vocalización. No podía hablar. Fue fabricado y vendido en 1996. Eran días anteriores a la extrema especialización, de manera que fue vendido como niñera...
—¿Cómo qué?
—Como niñera...



Robbie



—Noventa y ocho..., noventa y nueve..., ¡cien! —Gloria retiró su mórbido antebrazo de delante de los ojos y permaneció un momento parpadeando al sol. Después, tratando de mirar en todas direcciones a la vez, avanzó cautelosamente algunos pasos, apartándose del árbol contra el que se apoyaba.
Estiró el cuello, estudiando las posibilidades de unos matorrales que había a la derecha y se alejó unos pasos para tener mejor punto de vista. La calma era absoluta, a excepción del zumbido de los insectos y el gorjear de algún pájaro que afrontaba el sol de mediodía.
—Apostaría a que se ha metido en casa, y le he di­cho mil veces que esto no es leal —se quejó.
Avanzando los labios con un mohín y arrugando el entrecejo, se dirigió decididamente hacia el edificio de dos pisos del otro lado del camino.
Demasiado tarde oyó un crujido detrás de ella, se­guido del claro «clump-clump» de los pies metálicos de Robbie. Se volvió rápidamente para ver a su triunfante compañero salir de su escondrijo y echó a correr hacia el árbol a toda velocidad. Gloria chilló, desalentada.
—¡Espera, Robbie! ¡Esto no es leal, Robbie! ¡Pro­metiste no salir hasta que te hubiese encontrado! —Sus diminutos pies no podían seguir las gigantescas zanca­das de Robbie. Entonces, a tres metros de la meta, el paso de Robbie se redujo a un simple arrastrarse y Gloria, haciendo un esfuerzo final por alcanzarlo, echó a correr jadeante y llegó a tocar la corteza del árbol en primer lugar.
Orgullosa, se volvió hacia el leal Robbie y con la más baja ingratitud, le recompensó su sacrificio mofán­dose de su incapacidad para correr.
—¡Robbie no puede correr! —gritaba con toda la fuerza de su voz de ocho años—. ¡Le gano cada día! ¡Le gano cada día! —cantaban las palabras con un ritmo infantil.
Robbie no contestó, desde luego..., con palabras. Echó a correr, esquivando a Gloria cuando la niña es­taba a punto de alcanzarlo, obligándola a describir círculos que iban estrechándose, con los brazos extendi­dos azotando el aire.
—¡Robbie..., estate quieto! —gritaba. Y su risa sa­lía estridente, acompañando las palabras.
Hasta que Robbie se volvió súbitamente y la agarró, haciéndole dar vueltas en el aire, de manera que du­rante un momento para ella el universo fue un vacío azulado y los verdes árboles que se elevaban del suelo hacia la bóveda celeste. Y después se encontró de nuevo sobre la hierba, al lado de la pierna de Robbie y aga­rrada todavía a un duro dedo de metal.
Al poco rato recobró la respiración. Trató inútil­mente de arreglar su alborotado cabello con un gesto de vaga imitación de su madre y miró si su vestido se ha­bía desgarrado.
Golpeó con la mano la espalda de Robbie.
—¡Mal muchacho! ¡Malo, malo! ¡Te pegaré!
Y Robbie se inclinaba, cubriéndose el rostro con las manos, de manera que ella tuvo que añadir:
—¡No, no, Robbie! ¡No te pegaré! Pero ahora me toca a mí esconderme, porque tienes las piernas más largas y me prometiste no correr hasta que te encon­trase.
Robbie asintió con la cabeza —pequeño paralele­pípedo de bordes y ángulos redondeados, sujeto a otro paralelepípedo más grande, que servía de torso, por me­dio de un corto cuello flexible— y obedientemente se puso de cara al árbol. Una delgada película de metal bajó sobre sus ojos relucientes y del interior de su cuer­po salió un acompasado tictac.
—Y ahora no mires, ni te saltes ningún número —le advirtió Gloria, mientras corría a esconderse.
Con invariable regularidad fueron transcurriendo los segundos, y al llegar a cien se levantaron los párpados y los ojos colorados de Robbie inspeccionaron los al­rededores. Al instante se fijaron en un trozo de tela de color que salía de detrás de una roca. Avanzó algunos pasos y se convenció a sí mismo que era Gloria.
Lentamente, manteniéndose entre Gloria y el árbol-meta, avanzó hacia el escondrijo, y, cuando Gloria es­tuvo plenamente a la vista y no pudo dudar de ha­ber sido descubierta, tendió un brazo hacia ella, y se golpeó con el otro la pierna, produciendo un ruido me­tálico. Gloria salió, contrariada.
—¡Has mirado! —exclamó con neta deslealtad—. Además, estoy cansada de jugar al escondite. Quiero que me lleves a paseo.
Pero Robbie estaba ofendido de la injusta acusación, y, sentándose cautelosamente, movió la cabeza contra­riado de un lado a otro.
Gloria cambió de tono, adaptando una gentil actitud de halago.
—Vamos, Robbie, no lo he dicho en serio, que mi­rases. Llévame a paseo.
Pero Robbie no era tan fácil de conquistar. Miró fijamente al cielo y siguió moviendo negativamente la cabeza, obstinado.
—¡Por favor, Robbie, llévame a paseo! —Rodeó su cuello con sus rosáceos brazos y estrechó su presa. Des­pués cambiando repentinamente de humor, se apartó de él—. Si no me das un paseo, voy a llorar. —Y su rostro hizo una mueca, dispuesta a cumplir su amenaza.
El endurecido Robbie no hizo caso de la terrible posibilidad, y siguió moviendo la cabeza por tercera vez. Gloria consideró necesario jugar su última carta.
—Si no me llevas —exclamó amenazadora—, no te contaré más historias. ¡Ni una más!
Ante este ultimátum, Robbie se rindió sin condiciones y movió afirmativamente la cabeza, haciendo resonar su cuello de metal. Levantó cuidadosamente a la chi­quilla y la sentó en sus anchos hombros.
Las amenazadoras lágrimas de Gloria se secaron en el acto y se echó a reír con deleite. La piel metálica de Robbie, mantenida a una temperatura constante gracias a las resistencias interiores, era suave y agradable, y el ruido metálico que ella producía al golpear el cuerpo con sus tacones daba mayor encanto a la situación.
—Eres un caza aéreo, Robbie, eres un gran caza aéreo de plata. Tiende los brazos. ¡Tienes que ten­derlos, Robbie, si quieres ser un caza aéreo!
Ante aquella lógica irrefutable los brazos de Robbie se convirtieron en alas, que recogían las corrientes de aire, y fue un caza aéreo.
Gloria se agarraba a la cabeza del robot, inclinán­dose hacia la derecha. Entonces dotó a la nave de un motor que hacía «Brrrr», y de armas que producían sonidos onomatopéyicos de disparos. Daba caza a los piratas y las baterías de la nave entraban en acción.
—¡Hemos matado a otro! ¡Dos más!... —grita­ba—. ¡Más aprisa, hombre! ¡Nos quedamos sin mu­niciones!
Apuntaba por encima de su hombro con indomable valor, y Robbie era una achatada nave del espacio que zumbaba a través de la bóveda celeste con la máxima aceleración.
Cruzó corriendo el campo hacia la alta hierba, y se detuvo con una rapidez que arrancó un grito a su son­rojada amazona y la dejó caer suavemente sobre la blan­da alfombra verde. Gloria se reía y jadeaba, lanzando intermitentes exclamaciones.
—¡Oh, qué bueno!...
Robbie esperó a que recobrase la respiración y en­tonces le tiró suavemente de un mechón de pelo.
—¿Quieres algo? —dijo Gloria con una expresión de inocencia en los ojos, que no consiguió engañar ni por un instante a su voluminosa «niñera». Robbie le tiró del pelo con más fuerza.
—¡Ah, ya sé!... Quieres una historia.
Robbie asintió rápidamente.
—¿Cuál?
Robbie describió un semicírculo en el aire con un dedo.
¿Otra vez? —protestó la chiquilla—. Te he ex­plicado La Cenicienta un millón de veces. ¿No estás cansado de ella? ¡Es para niños! Bien, bien —añadió, viendo a Robbie describir otro semicírculo.
Gloria reflexionó, evocó en su memoria el recuerdo del cuento (con sus modificaciones propias, que eran varias) y empezó:
—¿Estás a punto? Bien, pues había una vez una bella muchacha que se llamaba Ella. Y tenía una cruel madrastra y dos hermanastras muy feas y muy malas y...


Gloria había llegado al momento crítico del cuento: «Daba medianoche en el reloj y sus andrajos se con­vertían...»; y Robbie escuchaba atentamente, con los ojos ardientes, cuando vino la interrupción.
—¡Gloria!
Era la voz aguda de una mujer que había llamado no una, sino varias veces; y tenía el tono nervioso de aquel a quien la ansiedad convierte en impaciencia.
—Mamá me llama —dijo Gloria, contrariada—. Será mejor que me lleves a casa, Robbie.
Robbie obedeció apresuradamente, porque sabía que más valía cumplir las órdenes de la señora Weston sin la menor vacilación. El padre de Gloria estaba raramente en casa durante el día, a excepción de los domingos —hoy, por ejemplo—, y cuando esto ocurría, se mos­traba el hombre más afable y comprensivo. La madre de Gloria, en cambio, era una fuente de sinsabores para Robbie, que sentía siempre el deseo de alejar de su pre­sencia. La señora Weston los vio en el momento en que apa­recían por encima de los altos tallos de la vegetación, y volvió a entrar en la casa a esperarlos.
—Te he llamado hasta quedarme ronca, Gloria —dijo severamente—. ¿Dónde estabas?
—Estaba con Robbie —balbuceó Gloria—. Le es­taba contando La Cenicienta y he olvidado que era hora de comer.
—Pues es una lástima que Robbie lo haya olvidado también. —Y como si de repente recordase la presen­cia del robot, se volvió rápidamente hacia él—. Pue­des marcharte, Robbie. No te necesita ya. Y no vuelvas hasta que te llame —añadió secamente.
Robbie dio la vuelta para marcharse, pero se detuvo al oír a Gloria salir en su defensa.
—¡Espera, mamá! Tienes que dejar que se quede: No he acabado de contarle La Cenicienta. Le he prome­tido contarle La Cenicienta, y no he terminado.
—¡Gloria!
—De verdad, mamá. Se estará tan quieto que no te darás siquiera cuenta que está aquí. Puede sentarse en la silla del rincón, y no dirá ni una palabra...; bueno, no hará nada, quiero decir. ¿Verdad, Robbie?
Robbie, así interpelado, movió de arriba abajo su pesada cabeza.
—Gloria, si no dejas esto inmediatamente, no verás a Robbie en una semana.
La chiquilla bajó los ojos.
—Bueno..., pero La Cenicienta es su cuento favorito y no lo había terminado... ¡Y le gusta tanto!
El robot salió de la habitación con paso vacilante y Gloria ahogó un sollozo.


George Weston se encontraba a gusto... Tenía la in­veterada costumbre de pasar las tardes de los domingos a gusto. Una buena digestión de la sabrosa comida; una vieja y suave chaise longue para tumbarse; un número del Times; las zapatillas en los pies, el torso sin camisa... ¿Cómo podía uno no encontrarse a gusto?
No experimentó ningún placer, por lo tanto, cuando vio entrar a su esposa. Después de diez años de ma­trimonio era todavía lo suficientemente estúpido para seguir enamorado de ella, y tenía siempre mucho gusto en verla; pero las tardes de los domingos eran sagradas y su concepto de la verdadera comodidad era poder pasar tres o cuatro horas solo. Por consiguiente, con­centró su atención en las últimas noticias de la expe­dición Lefebre-Yoshida a Marte (tenía que salir de la Base Luna y podía incluso tener éxito) y fingió no verla.
La señora Weston esperó pacientemente dos minutos, des­pués, impaciente, dos más, y finalmente rompió el si­lencio.
—George...
—¿Ejem?
—¡He dicho George! ¿Quieres dejar este periódico y mirarme?
El periódico cayó al suelo, crujiendo, y George vol­vió el rostro contrariado hacia su mujer.
—¿Qué ocurre, querida?
—Ya sabes lo que ocurre. Es Gloria y esa terrible máquina.
—¿Qué terrible máquina?
—No finjas no saber de lo que hablo. El robot, al cual Gloria llama Robbie. No se aparta de ella ni un instante.
—¿Y por qué quieres que se aparte? Es su deber... Y en todo caso, no es ninguna terrible máquina. Es el mejor robot que se puede comprar con dinero y estoy seguro que me hace economizar medio año de renta. Es más inteligente que muchos de mis empleados.
Hizo ademán de volver a tomar el periódico, pero su mujer fue más rápida que él y se lo arrebató.
—Vas a escucharme, George. No quiero ver a mi hija confiada a una máquina, por inteligente que sea. No tiene alma y nadie sabe lo que es capaz de pensar. Una chiquilla no está hecha para ser cuidada por una cosa de metal.
—¿Y cuándo has tomado esta decisión? —preguntó el señor Weston frunciendo el ceño—. Ya lleva con Gloria dos años y no he visto que te preocupases hasta ahora.
—Al principio era diferente. Era una novedad, me quitó un peso de encima y era una cosa elegante. Pero ahora, no lo sé... Los vecinos...
—¿Y qué tienen que ver los vecinos con esto? Mira, un robot es muchísimo más digno de confianza que una nodriza humana. Robbie fue construido en realidad con un solo propósito: ser el compañero de un chiquillo. Su «mentalidad» entera ha sido creada con este pro­pósito. Tiene forzosamente que querer y ser fiel a esta criatura. Es una máquina, hecha así. Es más de lo que puede decirse de los humanos.
—Pero pueble ocurrir algo. Puede..., puede —La señora Weston tenía unas ideas muy vagas del contenido interior de un robot—, no sé, si algo de dentro se estropease y...
No podía decidirse a completar su claro y espantoso pensamiento.
—Tonterías... —negó Weston con un involuntario estremecimiento nervioso—. Es completamente ridículo. Cuando compré a Robbie tuvimos una larga discusión acerca de la Primera Regla Robótica. Ya sabes que un robot no puede dañar a un ser humano; que mucho antes que algo pudiese alterar esta Primera Regla, el robot quedaría completamente inutilizado. Es una im­posibilidad matemática. Además, dos veces al año viene un ingeniero de la U. S. Robots a hacer una revisión completa del mecanismo. Hay menos probabilidades de algo que se estropee en Robbie, a que uno de nosotros se vuelva repentinamente loco; considerablemente me­nos. Además, ¿cómo se lo vas a quitar a Gloria?
Hizo una nueva e infructuosa tentativa de tomar el periódico y su mujer lo arrojó con rabia a la habitación contigua.
—Ahí está la cosa, George. No quiere jugar con na­die más. Hay por aquí docenas de niños y niñas con quienes podría trabar amistad, pero no quiere. No quie­re ni acercarse a ellos, a menos que yo la obligue. Es imposible que se críe así. Querrás que sea una niña nor­mal, ¿verdad? Querrás que sea capaz de ocupar su sitio en la sociedad..., supongo.
—Estás luchando contra las sombras, Grace. Imagí­nate que Robbie es un perro. He visto centenares de chiquillos que querían más a su perro que a su padre.
—Un perro es diferente, George. Tenemos que li­brarnos de este terrible instrumento. Puedes volverlo a vender a la compañía. Lo he preguntado y es posible.
—¿Que lo has preguntado...? Mira, Grace, escucha, no nos apartemos de la cuestión. Vamos a conservar el robot hasta que Gloria sea mayor, y no se hable más de este enojoso asunto.
Y con estas palabras, salió de la habitación dando un bufido.


Dos días después, la señora Weston encontró a su mari­do en la puerta.
—Tienes que escuchar una cosa, George. Hay mala voluntad por el pueblo.
—¿Acerca de qué? —preguntó el señor Weston entrando en el cuarto de baño y ahogando la posible respuesta con el ruido del agua.
La señora Weston esperó a que cesara. Después dijo:
—Acerca de Robbie.
Weston avanzó un paso con la toalla en la mano, el rostro colorado y colérico.
—¿Qué diablos estás diciendo?
—La cosa se ha ido formando y formando... He tra­tado de cerrar los ojos y no verlo, pero no puedo más. Todo el pueblo considera a Robbie peligroso. No dejan acercarse aquí a los chiquillos.
—Nosotros le confiamos nuestra hija.
—La gente no razona, ante estas cosas.
—¡Pues que se vayan al diablo!
—Decir esto no resuelve el problema. Yo tengo que comprar allí. Tengo que ver a los vecinos cada día. Y estos días es peor cuando se habla de robots. Nueva York acaba de dictar la orden prohibiendo que los robots salgan a la calle entre la puesta y la salida del sol.
—Muy bien, pero no pueden impedirnos tener un robot en nuestra casa, Grace. Esto es una de tus campa­ñas. La conozco. Pero la respuesta es la misma. ¡No! ¡Seguiremos teniendo a Robbie!


Y no obstante, quería a su mujer; y, lo que era peor aún, su mujer lo sabía. George Weston, al fin y al cabo, no era más que un hombre, ¡el pobre!, y su mujer echaba mano de todos los artilugios que el sexo más torpe y escrupuloso ha aprendido, con razón e inútil­mente, a temer.
Diez veces durante la semana que siguió, tuvo oca­sión de gritar: «¡Robbie se queda..., y se acabó!»; y cada vez lo decía con menos fuerza, y acompañado de un gruñido más plañidero.
Llegó finalmente el día en que Weston se acercó tímidamente a su hija y le propuso una sesión de visivoz en el pueblo.
—¿Puede venir Robbie?
—No, querida —dijo él estremeciéndose al sonido de su voz—, no admiten robots en el visivoz, pero po­drás contárselo todo cuando volvamos a casa. —Dijo las últimas palabras balbuceando y miró a lo lejos.
Gloria regresó del pueblo hirviendo de entusiasmo, porque el visivoz era realmente un espectáculo magní­fico. Esperó a que su padre metiese el coche a reacción en el garaje subterráneo y dijo:
—Espera que se lo cuente a Robbie, papá. Le hu­biera gustado mucho. Especialmente cuando Francis Fran retrocedía tan sigilosamente y tropezó con uno de los Hombres-Leopardo y tuvo que huir. —Se rió de nuevo—. Papá, ¿hay verdaderamente hombres-leopardo en la Luna?
—Probablemente, no —dijo Weston distraído—. Es sólo fantasía.
No podía entretenerse ya mucho con el coche. Tenía que afrontar la situación. Gloria echó a correr por el césped.
—¡Robbie! ¡Robbie!
De repente se detuvo al ver un magnífico perro de pastor que la miraba con ojos dulces, moviendo la cola.
—¡Oh, qué perro más bonito! —dijo Gloria subien­do los escalones del porche y acariciándolo cautelosa­mente—. ¿Es para mí, papá?
—Sí, es para ti, Gloria —dijo su madre, que aca­baba de aparecer junto a ellos—. Es muy bonito, y muy bueno... Le gustan las niñas.
—¿Y sabe jugar?
—¡Claro! Sabe hacer muchos trucos. ¿Quieres ver algunos?
—En seguida. Quiero que lo vea Robbie también. ¡Robbie!... —Se detuvo, vacilante, y frunció el ceño—. Apostaría a que se ha encerrado en su cuarto, enojado conmigo porque no le he llevado al visivoz. Tendrás que explicárselo, papá. A mí quizá no me creería, pero si se lo dices tú sabrá que es verdad.
Weston se mordió los labios. Miró a su mujer, pero ella apartaba la vista.
Gloria dio rápidamente la vuelta y bajó los escalones del sótano al tiempo que gritaba:
—¡Robbie..., ven a ver lo que me han traído papá y mamá! ¡Me han comprado un perro, Robbie!
Al cabo de un instante, había regresado asustada.
—Mamá, Robbie no está en su habitación. ¿Dónde está? —No hubo respuesta; George Weston tosió y se sintió repentinamente interesado por una nube que iba avanzando perezosamente por el cielo. La voz de Gloria estaba preñada de lágrimas—. ¿Dónde está Robbie, mamá?
La señora Weston se sentó y atrajo suavemente a su hija hacia ella.
—No te preocupes, Gloria. Robbie se ha marchado, me parece.
—¿Marchado?... ¿Adónde? ¿Adónde se ha marcha­do, mamá?
—Nadie lo sabe, hijita. Se ha marchado. Lo hemos buscado y buscado por todas partes, pero no lo encon­tramos.
—¿Quieres decir que no va a volver nunca más? —Sus ojos se redondeaban por el horror.
—Quizá lo encontraremos pronto. Seguiremos bus­cándolo. Y entretanto puedes jugar con el perrito. ¡Mí­ralo! Se llama «Relámpago» y sabe...
Pero Gloria tenía los párpados bañados en lágrimas.
—¡No quiero el perro feo! ¡Quiero a Robbie! ¡Quie­ro que me encuentres a Robbie!
Su desconsuelo era demasiado hondo para expresarlo con palabras, y prorrumpió en un ruidoso llanto.
La señora Weston pidió auxilio a su marido con la mirada, pero él seguía balanceando rítmicamente los pies y no apartaba su ardiente mirada del cielo, de manera que tuvo que inclinarse para consolar a su bija.
—¿Por qué lloras, Gloria? Robbie no era más que una máquina, una máquina fea... No tenía vida.
—¡No era una máquina! —gritó Gloria con fuego—. Era una persona como tú y como yo y además era mi amigo. ¡Quiero que vuelva! ¡Oh, mamá, quiero que vuelva...!
La madre gimió, sintiéndose vencida, y dejó a Gloria con su dolor.
—Déjala que llore a su gusto —le dijo a su mari­do—; el dolor de los chiquillos no es nunca duradero. Dentro de unos días habrá olvidado que aquel espan­toso robot haya existido.
Pero el tiempo demostró que la señora Weston había sido demasiado optimista. Desde luego, Gloria dejó de llorar, pero dejó de sonreír y cada día se mostraba más triste y silenciosa. Gradualmente, su actitud de pasiva infelici­dad fue minando a la señora Weston y lo único que la retenía de ceder, era su incapacidad de confesar la derrota a su marido.
Hasta que una noche, entró en la sala, se sentó y se cruzó de brazos, desalentada. Su marido estiró el cuello para verla por encima del periódico.
—¿Qué te pasa, Grace?
—Es esta chiquilla, George. He tenido que devolver el perro hoy. Gloria me dijo que no podía soportar verlo. Hará que tenga un ataque de nervios.
Weston dejó el periódico a un lado y un destello de esperanza apareció en sus ojos.
—Quizá..., quizá tendríamos que volver a pedir a Robbie. Es posible, sabes... Puedo hablar con...
—¡No! —respondió ella secamente—. No quiero oír hablar de él. No vamos a ceder tan fácilmente. Mi hija no tiene que ser criada por un robot, aunque necesite años para quitárselo de la cabeza.
Weston volvió a tomar el periódico con aire decep­cionado.
—Un año así y tendré el cabello prematuramente gris.
—No eres de gran ayuda, George —fue la glacial contestación—. Lo que Gloria necesita es un cambio de ambiente. Aquí no puede olvidar a Robbie, desde luego, ¿cómo puede olvidarlo si cada árbol y cada roca se lo recuerda? Es realmente la situación más tonta de la que he oído hablar. ¡Imagínate una criatura desfalleciendo por la pérdida de un robot!
—Bien, vamos al grano. ¿Cuál es el cambio de am­biente que planeas?
—Vamos a llevarla a Nueva York.
—¡En agosto! Oye, ¿sabes lo que representa Nueva York en agosto? ¡Es insoportable!
—Hay millones que lo soportan.
—No tienen un sitio como éste donde estar. Si no tuviesen que quedarse en Nueva York, no se queda­rían.
—Pues nosotros tendremos que quedarnos también. Vamos a salir en seguida, en cuanto hayamos hecho los preparativos. En Nueva York, Gloria encontrará su­ficientes distracciones y suficientes amigos para hacerle olvidar esta máquina.
—¡Oh, Dios mío!... —gruñó el infeliz marido—. ¡Aquellos pavimentos abrasadores!
—Tenemos que ir —fue la implacable respuesta—. Gloria ha perdido dos kilos este mes y la salud de mi hijita es más importante para mí que tu comodidad.
—Es una lástima que no hayas pensado en la salud de tu hijita antes de privarla de su querido robot —mur­muró él..., para sí mismo.


Gloria dio inmediatamente síntomas de mejoría en cuanto oyó hablar del inminente viaje a la ciudad. Hablaba poco de él, pero cuando lo hacía era siempre con vivo entusiasmo. Comenzó de nuevo a sonreír y a comer con su precedente apetito.
La señora Weston no cabía en sí de júbilo y no perdía ocasión de demostrar su triunfo sobre su todavía escéptico marido.
—¿Lo ves, George? Ayuda a hacer el equipaje como un angelito y charla como si no hubiese tenido un disgusto en su vida. Es lo que te dije, lo que necesitaba era fijar su interés en otra cosa.
—¡Ejem!... —respondió el marido, escéptico—. Es­peremos que así sea.
Los preliminares se hicieron rápidamente. Se toma­ron las disposiciones para el alojamiento en la ciudad y un matrimonio quedó encargado del cuidado de la casa de campo. Cuando finalmente llegó el día de la marcha, Gloria había vuelto a ser la misma de antes y ni la menor alusión de Robbie pasó por sus labios.
Con el mejor humor, la familia tomó un taxigiro hasta el aeropuerto (Weston hubiera preferido ir en su autogiro, pero era sólo un dos plazas y no había sitio para el equipaje) y entraron en el avión que esperaba para salir.
—Ven, Gloria, te he reservado un sitio al lado de la ventana para que veas el paisaje.
Gloria ocupó el sitio indicado, aplastó su nariz contra el grueso vidrio y miró con un interés que aumentó al comenzar a rugir los motores. Era demasiado pe­queña para asustarse cuando la tierra empezó a alejarse a sus pies y sintió aumentar el doble de su peso. Sólo cuando la tierra hubo cambiado de aspecto y se convirtió en una vasta manta de cuadros de colores, apartó la nariz del vidrio y se volvió hacia su madre.
—¿Llegaremos pronto a la ciudad, mamá? —pre­guntó rascándose la nariz helada y observando cómo se desvanecía la mancha opaca que su aliento había dejado en la ventana.
—Dentro de media hora, hija mía. ¿No estás con­tenta porque vayamos? —añadió con sólo un leve tono de ansiedad en la voz—. ¿No vas a ser muy feliz en la ciudad, con los edificios y la gente y tantas cosas que ver? Iremos al visivoz cada día, y al teatro, y al circo y a la playa, y...
—Sí, mamá —fue la respuesta sin entusiasmo de la chiquilla. La nave pasaba en aquel momento sobre un mar de nubes y Gloria quedó en el acto absorbida en la contemplación de aquella masa que tenía a sus pies. Después volvieron a encontrarse en medio de un cielo azul y se volvió hacia su madre con un súbito aire mis­terioso de secreto.
—Ya sé por qué vamos a la ciudad, mamá.
—¿Sí, hija mía? —dijo la señora Weston intrigada—. ¿Y por qué?
—No me lo has dicho porque querías darme una sor­presa, pero lo sé. —Quedó un momento sumida en la admiración de su aguda perspicacia y después se echó a reír alegremente—. Vamos a Nueva York porque allí podremos encontrar a Robbie, ¿no es verdad? Con de­tectives.
La suposición pilló a George Weston en el momento de beber un vaso de agua, con desastrosos resultados. Hubo una especie de ronquido, un géiser de agua y una tos de alguien que se ahoga. Cuando todo hubo terminado, ofreció el aspecto de una persona profunda­mente contrariada, tenía el rostro colorado y estaba mo­jado de pies a cabeza.
La señora Weston mantuvo su compostura, pero cuando Gloria hubo repetido su pregunta con el ansia redobla­da en la voz, su mal humor triunfó.
—Quizá —repitió secamente—. Y ahora siéntate y estate quieta, por el amor de Dios.


Nueva York, en 1998, era para el visitante un paraí­so superior a lo que había sido siempre. Los padres de Gloria se dieron cuenta de ello y sacaron el mejor par­tido posible.
Por orden estricta de su mujer, Weston había tomado las disposiciones necesarias para que sus negocios mar­chasen solos por algún tiempo, a fin de estar libre y poder dedicar el tiempo a lo que él llamaba «salvar a Gloria del borde del abismo». Como era costumbre en Weston, lo hizo de aquella forma precisa, minuciosa y eficiente que era propia de él. Antes que hubiese transcurrido un mes, nada de lo que podía hacerse había dejado de ser hecho.
Gloria fue llevada al último piso del edificio Roosevelt, que medía casi un kilómetro de altura, y desde donde se gozaba del abigarrado panorama de los edifi­cios que se extendían hasta los campos de Long Island y las tierras llanas de Nueva Jersey. Visitaron los jardi­nes zoológicos, donde Gloria contempló con emocionado temor un «verdadero león vivo» (con la consiguiente decepción de ver que los guardianes lo alimentaban con trozos de carne cruda y no con seres humanos, como ella esperaba), y pidió con insistencia y de manera perentoria ver «la ballena».
Los diversos museos contribuyeron también a llamar su atención, así como parques, playas y el acuario.
Llevaron a Gloria hasta medio curso del Hudson en un barco especialmente decorado, que evocaba el arcaísmo de los años veinte. Viajó por la estratosfera en una salida de exhibición y vio el cielo ponerse de color púrpura, las estrellas destacar en el firmamento y la Tierra nebulosa tomar bajo ellos el aspecto de una gran taza cóncava. Una nave submarina de paredes transpa­rentes le hizo visitar las aguas de Long Island y vio aquel mundo verde y tembloroso, y los monstruos marinos acer­carse a ella y huir después atemorizados.
En un terreno más prosaico, la señora Weston la llevó a los grandes almacenes, donde pudo soñar de nuevo a su antojo.
En resumen, cuando el mes hubo casi transcurrido, los Weston estaban convencidos de haber hecho cuanto era humanamente posible para quitarle de la cabeza al desaparecido Robbie, pero no estaban muy seguros de haberlo conseguido.
El hecho cierto era que dondequiera que llevasen a Gloria, desplegaba el más vivo interés por todos los ro­bots que se le ponían delante. Por muy interesante que fuese el espectáculo a que asistía, por nuevo que fuese a sus ojos infantiles, su mirada se fijaba implacablemente en cualquier parte donde viese un movimiento metálico.
La situación alcanzó su apogeo con el episodio del Museo de Ciencia y de Industria. El Museo había anun­ciado un «programa infantil» especial donde tenían que hacerse demostraciones de magia científica reducidas a la escala de la mentalidad infantil. Los Weston, desde luego, pusieron el espectáculo en la lista de «indispen­sables».
Los Weston estaban completamente absorbidos por los experimentos de un potente electroimán cuando la señora Weston se dio súbitamente cuenta que Gloria no estaba con ellos. El pánico inicial se convirtió en metódica decisión y con la ayuda de tres empleados se comenzó una minuciosa búsqueda.
Gloria, por su parte, no era de esas chiquillas que rondan al azar. Para su edad, era inusitadamente deci­dida, saturada de idiosincrasia maternal, a este respecto. En el tercer piso había visto un gran cartel con una fle­cha y la indicación «Al Robot Parlante», y después de haberlo deletreado sola y observando que sus padres no parecían decididos a avanzar en aquella dirección, hizo lo que consideró indicado. Esperando un momen­to de distracción paterna, dio media vuelta y siguió la flecha.


El Robot Parlante era verdaderamente un tour de force; pero un artefacto totalmente inútil, sin más valor que el publicitario. Cada hora, un grupo de visitantes escoltados por un empleado se detenía delante del robot y hacía preguntas al ingeniero encargado del robot, con discretos susurros. Las que el ingeniero juzgaba ap­tas para ser contestadas por los circuitos del robot, le eran transmitidas.
Era una tontería. Puede ser muy interesante saber que el cuadrado de catorce es ciento noventa y seis, que la temperatura en este momento es de 28° centí­grados, que la presión del aire acusa 750 mm. de mer­curio, y que el peso atómico del sodio es 23, pero para esto, en realidad, no se necesita un robot. No se necesita, en especial, una enorme masa inmóvil de alambres y espirales que ocupa veinticinco metros cuadrados.
Pocos eran los que regresaban por una segunda exhibición, pero una chiquilla de unos diez años estaba tranquila­mente sentada en un banco esperando la tercera. Era la única persona que había en la sala cuan­do Gloria entró, pero no la miró. Para ella, en aquel momento otro ser humano era un ejemplar completa­mente despreciable. Consagraba su atención a aquel objeto lleno de ruedas dentadas. De momento, vaciló con cierto desaliento. Aquello no se parecía a ninguno de los robots que ella había visto. Cautelosamente, va­cilando, levantó su débil voz.
—Por favor, señor Robot, perdone, ¿es usted el Robot Parlante?
No estaba muy segura de ello, pero le parecía que un robot que hablaba merecía toda clase de consideraciones.
(Por el delgado rostro de la muchacha de diez años pasó una mirada de intensa concentración. Sacó una libreta de notas del bolsillo y comenzó a escribir rápi­damente.)
Se oyó un girar de mecanismos bien engrasados y una voz metálica lanzó unas palabras que carecían de acento y entonación.
—Yo-soy-el-robot-parlante.
Gloria lo miró contrariada. Hablaba, pero el sonido venía de dentro. No había rostro al cual hablar.
—¿Puede usted ayudarme, señor Robot? —dijo.
El Robot Parlante estaba construido para contestar preguntas, pero sólo las preguntas que se podían hacer. Confiado en su capacidad, sin embargo, respondió:
—Puedo-ayudarle.
—Gracias, señor Robot. ¿Ha visto usted a Robbie?
—¿Quién-es-Robbie?
—Un robot, señor Robot, señor —se puso de punti­llas—. Es así de alto, pero más alto, y muy bueno. Tiene cabeza, sabe... Bueno, usted no tiene, pero él sí.
—¿Un robot?... —preguntó el Robot Parlante un poco perplejo.
—Sí, señor Robot. Un robot como usted, salvo que, naturalmente, no sabe hablar y que..., parece una per­sona de veras.
—¿Un-robot-como-yo?
—Sí, señor Robot.
A lo cual el robot parlante sólo contestó con un ruido de engranajes y un sonido incoherente. Trató de ponerse lealmente a la altura de su misión y se fundieron media docena de bobinas. Zumbaron algunas señales de alarma.
(En aquel momento la muchacha de diez años se marchó. Tenía bastante para su primer artículo sobre «Aspectos Prácticos del Robotismo». Era el primero de los varios que tenía que escribir Susan Calvin sobre este tema.)
Gloria permanecía de pie con mal disimulada im­paciencia, esperando la respuesta del robot, cuando oyó un grito detrás de ella.
—¡Allí está! —Y en el acto reconoció la voz de su madre—. ¿Qué estás haciendo aquí, mala muchacha? —exclamó, su ansiedad transformándose en el acto en cólera—. ¿No sabes el miedo que has hecho pasar a papá y mamá? ¿Por qué te has escapado?
El ingeniero del robot había aparecido también, me­sándose los cabellos y preguntando quién diablos había estropeado la máquina.
—¿Es que no saben ustedes leer? ¿No saben que no tienen derecho a estar aquí sin ir acompañados?
Gloria levantó su ofendida voz.
—He venido sólo a ver el Robot Parlante, mamá. Pensé que quizá sabría dónde estaba Robbie, puesto que los dos son robots. —Y al aparecer en su mente el recuerdo de Robbie, estalló en una tempestad le lágri­mas—. ¡Tengo que encontrar a Robbie, mamá, tengo que encontrarlo!
—¡Ah, Dios mío, esto es más de lo que soy capaz de soportar! —exclamó la señora Weston ahogando un grito—. ¡Volvamos a casa, George!
Aquella tarde, George se ausentó durante algunas horas y a la mañana siguiente se acercó a su mujer en una actitud sospechosamente complaciente.
—He tenido una idea, Grace.
—¿Sobre qué? —preguntó ella con soberana indi­ferencia.
—Sobre Gloria.
—¿No vas a proponer devolverle el robot?
—No, desde luego que no.
—Entonces, sigue. No tengo inconveniente en escu­charte. Nada de lo que hemos hecho parece haber ser­vido de nada.
—Muy bien. He aquí lo que he estado pensando. El gran mal de Gloria es que piensa en Robbie como per­sona y no como máquina. Naturalmente, no puede olvi­darlo. Ahora bien, si conseguimos convencer a Gloria del hecho que su Robbie no era más que un amasijo de acero y cobre en forma de planchas y que el jugo de su vida no era más que hilos y electricidad, ¿cuánto tiempo duraría su anhelo? Es la forma psicológica de ataque, si entiendes lo que quiero decir.
—¿Y cómo pretendes conseguirlo?
—Simplemente, ¿dónde imaginas que fui, anoche? He persuadido a Robertson, de la «U. S. Robots & Mechanical Men Inc.», que nos permita realizar mañana una visita completa de sus talleres. Iremos los tres y una vez que hayamos terminado la visita, Gloria se habrá convencido que un robot no es una cosa viva.
Los ojos de la señora Weston habían ido agrandándose progresivamente, delatando una súbita y profunda ad­miración.
—¡Pero..., George..., esto es una excelente idea!
Los botones de la chaqueta de George Weston tira­ron con fuerza.
—Es de las que tengo yo... —dijo.


El señor Struthers era un director general concienzu­do y naturalmente inclinado a ser un poco locuaz. Esta combinación dio por resultado una visita que fue to­talmente, quizá con exceso, explicada en todas sus fases. Sin embargo, la señora Weston no se aburría. Al contrario, más de una vez se detuvo e insistió en que explicase detalladamente algo en un lenguaje suficientemente cla­ro para que Gloria lo entendiese. Bajo la influencia de esta apreciación de sus facultades narrativas, el señor Struthers se sintió comunicativo y se extendió con ma­yor genialidad todavía, si es posible.
Incluso George Weston demostraba una creciente impaciencia.
—Perdóneme, Struthers —dijo, interrumpiendo una coherencia sobre la célula fotoeléctrica—; ¿no tienen ustedes una sección donde sólo se emplee mano de obra robot?
—¡Oh, sí; sí, desde luego! —dijo sonriendo a la señora Weston—. Un círculo vicioso, en cierto modo; robots creando robots. Desde luego, no hacemos una práctica general de ello. En primer lugar, porque los sindicatos no nos lo permitirían. Pero conseguimos po­der utilizar algunos robots como mano de obra robot, únicamente como una especie de experimento científi­co. Comprenda... —prosiguió golpeándose la palma de la mano con sus lentes para dar peso a su argumenta­ción—, lo que los sindicatos no comprenden (y lo dice un hombre que ha simpatizado siempre con la obra sindical en general) es que el advenimiento del robot, aun cuando aportando al empezar alguna dislocación en el trabajo, tendrá inevitablemente que...
—Sí, Struthers —dijo Weston—, pero esta sección de la que habla usted, ¿podemos verla? Debe ser muy interesante, estoy seguro.
—¡Sí, sí, desde luego! —El señor Struthers se puso los lentes con un movimiento convulsivo y soltó una tosecilla de desaliento—. Síganme, por favor.
Mientras siguieron un largo corredor y bajaron un tramo de escaleras, Struthers, precediendo a los demás, estuvo relativamente tranquilo. Después, una vez que entraron en una vasta habitación intensamente iluminada donde reinaba el zumbido de una mecánica actividad, se abrieron las compuertas y desbordó el cho­rro de sus explicaciones.
—Aquí lo tiene usted —dijo con el orgullo impreso en su voz—. ¡Sólo robots! Cinco hombres actúan como inspectores y no tienen siquiera que estar en esta habi­tación. En cinco años, es decir, desde que inauguramos este sistema, no ha ocurrido un solo accidente. Desde luego, los robots aquí reunidos son relativamente sen­cillos, pero...
La voz del director general se había convertido ha­cía tiempo ya en un murmullo tranquilizador a los oídos de Gloria. Toda aquella visita le parecía aburrida e inútil, a pesar que hubiese muchos robots a la vista. Ninguno de ellos era ni remotamente como Robbie, y los contemplaba con manifiesto desdén.
Vio que en aquella habitación no había ser viviente. Entonces sus ojos se fijaron en seis o siete robots que trabajaban activamente en una mesa redonda en el cen­tro de la sala, y se apartaron con una sorpresa de in­credulidad. La sala era espaciosa. Gloria no podía verlo bien, pero uno de los robots parecía..., parecía..., ¡era!
—¡Robbie! —El grito rasgó el aire y uno de los ro­bots se estremeció y dejó caer la herramienta que ma­nejaba. Gloria estaba como loca de alegría. Introduciéndose por debajo de la barandilla antes que sus padres pudiesen impedirlo, saltó al suelo, situado algunos pal­mos más abajo y corrió hacia Robbie, con los brazos abiertos y el cabello flotando.
Y en aquel momento, las tres personas mayores vie­ron horrorizadas, al tiempo que quedaban paralizadas de espanto, lo que la chiquilla no vio: un enorme trac­tor que avanzaba a ciegas, siguiendo el camino que tenía trazado.
Weston necesitó una fracción de segundo para vol­ver en sí, pero aquella fracción de segundo lo represen­tó todo porque Gloria ya no podía ser salvada, todo era claramente inútil. Struthers hizo una rápida seña a los inspectores para que detuviesen el tractor, pero los inspectores no eran más que seres humanos y necesitaron tiempo para actuar.
Sólo fue Robbie quien actuó rápidamente y con pre­cisión.
Devorando con sus piernas de metal el espacio que lo separaba de su pequeña ama, se lanzó hacia ella viniendo de la dirección opuesta. Todo ocurrió en un instante. Extendiendo el brazo, Robbie agarró a Gloria sin moderar su marcha en lo más mínimo y dejándola, por consi­guiente, sin aire en los pulmones. Weston, sin compren­der muy bien lo que ocurría, sintió, más que vio, a Robbie pasar por su lado como un alud y detenerse en seco. El tractor cortó el camino donde había estado Glo­ria, medio segundo después que Robbie la hubo arrastrado tres metros, y se detuvo con un chirrido me­tálico y prolongado.
Gloria recobró el aliento, fue sometida a una serie de apasionados abrazos y caricias por parte de sus pa­dres y se volvió emocionada hacia Robbie. Para ella no había ocurrido nada, salvo que había encontrado a su amigo.
Pero la expresión de la señora Weston había pasado de la franca alegría a la de una sombría suspicacia. Se volvió hacia su marido, y, pese a su descompuesto y alterado aspecto, consiguió adoptar una actitud formidable.
—¿Tú..., has preparado esto, verdad...?
George Weston se secaba la abrasada frente con un pañuelo. Su mano temblaba y sus labios sólo conseguían esbozar una sonrisa sumamente tenue.
—Robbie no estaba construido para un trabajo de ingeniería o construcción —prosiguió la señora Weston si­guiendo sus ideas—. No podía serles de ninguna utili­dad. Lo has hecho colocar aquí a fin que Gloria pudiese encontrarlo. Ya lo sabes...
—Pues, sí... —dijo Weston,—. Pero, ¿cómo iba a saber yo que el encuentro tenía que ser tan violento? Y Robbie le ha salvado la vida; esto tienes que reco­nocerlo, ¡No puedes volverlo a despedir!
Grace Weston reflexionó. Se volvió hacia Gloria y Robbie y los contempló pensativa algún tiempo. Gloria había pasado sus brazos alrededor del cuello del robot y hubiera asfixiado a cualquiera que no hubiese sido de metal, mientras murmuraba palabras sin sentido con un frenesí casi histérico. Los brazos de acero cromado de Robbie (capaces de convertir en un anillo una barra de acero de cinco centímetros de diámetro) abrazaban cariñosamente a la chiquilla y sus ojos brillaban con un rojo intenso y profundo.
—Bien —dijo Grace Weston, finalmente—. ¡Por mí puede quedarse hasta que se oxide!


* * *


—Desde luego, no fue así —dijo Susan Calvin, en­cogiéndose de hombros—. Esto ocurría en 1998. En 2002 habíamos inventado ya el robot móvil-parlante que, naturalmente, dejaba a todos los modelos no parlantes anticuados, y que parecía ser el último grito en lo to­cante a elementos no-robot. Entre 2003 y 2007, la mayo­ría de los gobiernos desterraron el uso del robot para todo propósito que no fuese la investigación científica.
—¿Así que Gloría tuvo que abandonar a Robbie, al final?
—Así lo temo. Imagino, sin embargo, que debió serle más fácil a los quince años que a los ocho. No obs­tante, fue una actitud estúpida e innecesaria por parte de la humanidad. U. S. Robots alcanzó financieramente su nivel más bajo en 2007, por los tiempos en que yo in­gresé. Al principio, creí que mi empleo podía terminar súbitamente en cuestión de algunos meses, pero enton­ces empezamos a desarrollar el mercado extraterrestre.
—Y así siguió usted trabajando, desde luego.
—No del todo. Empezamos tratando de adaptar los modelos que teníamos a mano. Los primeros modelos parlantes, por ejemplo. Los enviamos a Mercurio para trabajar en las explotaciones mineras, pero fracasaron.
—¿Fracasaron? —pregunté yo con sorpresa—. ¡Pero si las minas de Mercurio rinden muchos millones de dólares!
—Ahora, sí, pero fue una segunda tentativa la que triunfó. Si quiere usted saber algo de esto, le aconsejo que se entere de lo que le ocurrió a Gregory Powell. Él y Michael Donovan resolvieron los casos más difíci­les entre los años diez y veinte. Hace años que no sé nada de Donovan, pero Powell vive aquí, en Nueva York. Hoy es abuelo, una cosa a la cual es difícil acos­tumbrarse. Yo sólo puedo recordarlo como un mucha­cho. Desde luego, yo era joven también.
Traté de seguirle tirando de la lengua.
—Si quiere usted darme los hechos escuetos, doctora Calvin —dije—, puedo hacer que el señor Powell me los complete más tarde. (Y esto fue exactamente lo que hice.)
Extendió sus finas manos sobre la mesa y permane­ció contemplándolas.
—Hay dos o tres casos sobre los que sé alguna cosa... —dijo.
—Empecemos por Mercurio —propuse.
—Bien; me parece que fue en 2051 cuando se organizó la segunda expedición a Mercurio. Era una expedición exploratoria, financiada en parte por U. S. Robots y en parte por Solar Minerals. Consistía en un nuevo tipo de robot, todavía experimental, Gregory Powell; Michael Donovan...



Sentido Giratorio


Uno de los principios favoritos de Gregory Powell era que con la excitación no se gana nada; de manera que cuando Mike Donovan bajó las escaleras saltando hacia él, con el cabello rojo empapado de sudor, Powell frunció el ceño.
—¿Qué pasa? —dijo—. ¿Te has roto una uña?
—¡Ya!... —exclamó Donovan febril—. ¿Qué has estado haciendo aquí abajo todo el día? —Hizo una profunda aspiración—: ¡Speedy no ha regresado!
Los ojos de Powell se agrandaron momentáneamente y se detuvo en la escalera; después reaccionó y siguió subiendo. No pronunció una palabra hasta llegar al rellano de arriba y entonces, dijo:
—¿Has mandado a buscar el selenio?
—Sí.
—¿Y cuánto tiempo lleva fuera?
—Cinco horas ya.
Silencio. Era una situación endiablada. Llevaban exactamente doce horas en Mercurio y ya estaban meti­dos hasta las cejas en muchas complicaciones. Hacía ya tiempo que Mercurio era el mundo endiablado del sistema, pero aquello resultaba algo excesivo, incluso para un diablo.
—Empieza por el principio y vamos a poner esto en claro —dijo Powell.
Estaban en la sala de la radio, con el equipo ya li­geramente anticuado, que nadie había tocado durante los diez años anteriores a su llegada. Incluso diez años, tecnológicamente hablando, tienen importancia. Com­paremos a Speedy con el tipo de robots en boga por allá el año 2005. Pero el avance en robótica de aquellos días era tremendo. Powell, contrariado, tocó una superficie metálica todavía reluciente. El aspecto de abandono que reinaba en la estancia, e incluso en toda la estación, era infinitamente deprimente. Donovan debió darse cuen­ta, porque empezó:
—He tratado de localizarlo por radio, pero ha sido inútil. La radio es inoperante en la cara solar de Mer­curio, a más de tres kilómetros en todo caso. Éste es uno de los motivos por los cuales falló la primera expedi­ción. Y no podemos instalar el equipo de ultraonda antes de algunas semanas...
—Deja todo esto. ¿Qué has conseguido?
—He localizado la señal de un cuerpo inorgánico en la onda corta. No he conseguido más que la posi­ción. He seguido su rastro durante dos horas y he anota­do los resultados en el mapa.
Llevaba en el bolsillo un cuadrado de pergamino, reliquia de la infructuosa primera expedición, y lo arro­jó sobre la mesa con rabia, extendiéndolo con la palma de la mano. Powell, con las manos sobre el pecho, lo observaba a distancia. El lápiz de Donovan señaló ner­viosamente.
—La cruz roja es el pozo de selenio. Tú mismo lo marcaste.
—¿Cuál de ellos? —interrumpió Powell—. MacDougal localizó tres antes de marcharse.
—He mandado a Speedy al más próximo, natural­mente. A veintiocho kilómetros de aquí. Pero, ¿qué di­ferencia hay? —añadió con la voz tensa—. Aquí hay los puntos de lápiz que marcaban la posición de Speedy.
Por primera vez el estudiado aplomo de Powell falló y tendió las manos hacia el mapa.
—¿Lo dices en serio? Esto es imposible.
—Pues así es —gruñó Donovan.
Los diminutos puntos de lápiz formaban un vago círculo alrededor de la cruz roja del pozo de selenio. Y Powell se atusó el bigote, infalible signo de ansiedad.
—Durante las dos horas que lo he seguido —prosi­guió Donovan— dio cuatro vueltas alrededor del pozo. Me parece que va a seguir así siempre. ¿Te das cuenta de la situación en que nos encontramos?
Powell levantó un instante la vista pero no dijo nada. Sí, se daba muy bien cuenta de la situación en que estaban. Aparecía tan clara como un silogismo. La barrera de fotocélulas, único obstáculo que se interponía entre el monstruoso sol de Mercurio y ellos, estaba destruida. Lo único que podía salvarlos era el selenio. El único que podía conseguir el selenio era Speedy. Si Speedy no regresaba, no había selenio. Si no había selenio, no ha­bía barrera de fotocélulas. Si no había barrera de foto­células..., sería la muerte, abrasados lentamente de la forma más desagradable posible.
Donovan se secó con rabia la roja melena y en tono amargado dijo:
—Vamos a ser el hazmerreír de todo el sistema, Greg. ¿Cómo puede haber ido todo tan mal, tan de repente? ¡El famoso equipo de Powell y Donovan es enviado a Mercurio para informar sobre la conveniencia de abrir de nuevo el yacimiento minero de la Fase Solar con téc­nica moderna y robots y el primer día lo estropean todo! Un trabajo de simple rutina, además... Jamás sobrevivi­remos a esto.
—Ni tendremos necesidad de sobrevivir, quizá —respondió Powell tranquilamente—. Si no hacemos algo pronto, sobrevivir, o incluso sólo vivir, no importará.
—¡No seas estúpido! Si te gusta bromear con esto, a mí, no. Ha sido criminal enviarnos aquí con un solo robot. Y fue idea genial tuya, creer que podíamos res­tablecer la barrera de fotocélulas solos.
—Ahora no eres leal. Fue una decisión mutua y tú lo sabes muy bien. Lo único que necesitábamos era un kilogramo de selenio, una Placa Inmovilizadora Dielectródica y unas tres horas de tiempo; la cara solar está llena de pozos de selenio. El espectro-reflector de MacDougal descubrió tres en cinco minutos. ¡Qué diablos! ¡No podíamos esperar la próxima conjunción!
—Bien, ¿y qué vamos a hacer? Powell, tú tienes una idea. Lo sé, si no la tuvieses no estarías tan tranquilo. No eres más héroe que yo. ¡Vamos, suéltala ya!
—No podemos ir en busca de Speedy por la cara del sol, Mike. Ni aun los nuevos insotrajes aguantan más de veinte minutos de luz directa del sol. Pero ya cono­ces el viejo refrán, «Envía un robot a buscar un robot». Mira, Mike, quizá las cosas no están tan mal. Abajo, en los subniveles tenemos seis robots que podemos utilizar si funcionan. Si funcionan.
Un destello de esperanza apareció súbitamente en los ojos de Donovan.
—¿Quieres decir los seis robots de la primera expe­dición? ¿Estás seguro? Pueden ser máquinas subrobóticas. Diez años son muchos años para los tipos de robots, ya lo sabes.
—No importa, son robots. He pasado el día entre ellos y lo sé. Tienen cerebro positrónico; primitivo, des­de luego. Vamos abajo —dijo introduciéndose el mapa en el bolsillo.
Los seis robots estaban en el último subnivel,, ro­deados de cajas de embalaje de incierto contenido. Eran enormes, muy grandes, y a pesar que estaban senta­dos en el suelo con las piernas estiradas, sus cabezas se elevaban sus buenos dos metros en el aire.
—¡Fíjate en el tamaño! —silbó Donovan—. El tor­so debe tener tres metros de circunferencia.
—Es porque están dotados del viejo mecanismo McGuffy. He mirado su interior; es la cosa más com­plicada que has visto jamás.
—¿Los has cargado ya?
—No, no tenía ningún motivo para ello. No creo que tengan nada descompuesto. Incluso el diagrama está en buen estado. Pueden hablar.
Destornilló la placa del pecho del más cercano e in­sertó en él la esfera de cinco centímetros de diámetro que contenía la diminuta chispa de energía atómica que daba vida al robot. Era difícil fijarla, pero lo consiguió, y volvió a atornillar laboriosamente la placa. Los con­troles de radio de modelos más modernos no habían sido oídos hacía diez años. Después repitió la operación con los otros cinco.
—No se mueven —dijo Donovan, inquieto.
—No les hemos dado orden para que lo hagan —res­pondió Powell sucintamente. Volvió al primero de la fila y lo golpeó en el pecho—. ¡Tú! ¿Me oyes?
La cabeza del monstruo se inclinó respetuosamente, como lo hubiera hecho un siervo, y sus ojos se fijaron en Powell. Después, con una voz dura, como un grazni­do, como la de un gramófono de la época medieval, ar­ticuló: «Sí, señor».
Powell miró a Donovan sin expresión.
—¿Has oído? Son de los tiempos de los primeros robots parlantes, cuando parecía que los robots iban a ser des­terrados de la Tierra. Los fabricantes luchaban e imbu­yeron en ellos sanos instintos de esclavitud.
—De poco les ha valido —murmuró Donovan.
—No, no les valió, pero lo intentaron. —Se volvió de nuevo hacia el robot—. ¡Levántate!
El robot se incorporó lentamente y Donovan levan­tó la cabeza con un leve silbido.
—¿Puedes salir a la superficie? ¿A la luz? —pre­guntó Powell.
El lento cerebro del robot funcionó pausadamente.
—Sí, señor —dijo por fin.
—Bien. ¿Sabes lo que es un kilómetro?
Otra reflexión y otra lenta respuesta.
—Sí, señor.
—Vamos a llevarte a la superficie y te indicaremos una dirección. Avanzarás veintiocho kilómetros y por alguna parte de aquella región encontrarás otro robot, más pequeño que tú. ¿Sigues entendiendo?
—Sí, señor.
—Encontrarás este robot y le ordenarás que regrese. Si no quiere regresar, tienes que traerlo a la fuerza.
Donovan agarró la manga de Powell.
—¿Por qué no enviarlo directamente a buscar el selenio?
—Porque quiero que Speedy regrese, idiota. Quiero averiguar qué le ocurre. Bien —añadió dirigiéndose al robot—, sígueme.
El robot permaneció inmóvil y su voz graznó:
—Perdón, señor, pero no puedo. Tienes que montar primero. —Con un fuerte golpe, juntó sus manos entrelazando los dedos. Powell lo miró y se acarició el bigote.
—¡Eh...! ¡Ah!
—¿Tenemos que montarlo? —dijo Donovan saltán­dole los ojos—. ¿Como un caballo?
—Me parece que ésa es la intención. Pero no sé por qué. No veo... ¡Ah, si! Ya te he dicho que en aque­llos tiempos estaban luchando con la seguridad de los robots. Evidentemente, quisieron dar la sensación de seguridad no permitiéndoles moverse sin llevar un cor­nac en los hombros. ¿Qué hacemos ahora?
—Eso es lo que estoy pensando —murmuró Dono­van—. No podemos salir a la superficie, ni con robot ni sin él. ¡Por el pellejo de...! —Hizo chasquear los de­dos—. Dame el mapa —dijo excitado—. No en balde he pasado dos horas estudiándolo. ¡Hay una explota­ción minera! ¿Por qué no utilizamos los túneles?
El yacimiento minero estaba marcado en el mapa por un círculo negro y las delgadas líneas que salían de él, a la manera de una telaraña, eran los túneles. Donovan estudió las explicaciones de lectura al pie de la página.
—Mira —dijo—, los pequeños puntos negros son aberturas que dan a la superficie y aquí hay uno que quizá no esté a más de cinco kilómetros del pozo de selenio. Aquí hay un número..., ¡hubieran podido escri­bir más grande!... 13-a. Si los robots saben el camino hasta aquí...
Powell hizo la pregunta y recibió un sordo «Sí, se­ñor».
—Ponte el insotraje —dijo, satisfecho.
Era la primera vez que se ponían los insotrajes, lo cual requería más tiempo del que habían creído el día anterior a su llegada, y sintieron incomodados los mo­vimientos de sus miembros.
El insotraje era mucho más voluminoso y feo que el traje espacial reglamentario; pero considerablemente más ligero porque no entraba metal alguno en su com­posición. Compuestos de plástico resistente al calor y planchas de corcho químicamente tratadas, y equipados con un dispositivo desecador para mantener el aire seco, los insotrajes podían resistir el ardor del sol de Mercu­rio durante veinte minutos. Y quizá de cinco a diez más, sin causar la muerte del ocupante.
Y las manos del robot seguían formando estribo sin demostrar el más leve indicio de sorpresa ante la gro­tesca figura en que Powell se había convertido. La voz de Powell, enronquecida por la radio, gritó:
—¿Estás a punto de llevarnos a Salida 13-a?
—Sí, señor.
«Bien —pensó Powell—; pueden carecer de radio con­trol, pero, por lo menos, van equipados con radio re­ceptor.»
—Monta en uno de los otros, Mike —le dijo a Donovan.
Puso un pie en el improvisado estribo y montó. En­contró el asiento cómodo; los hombros del robot habían sido evidentemente moldeados con este fin; había una depresión en cada hombro, y dos «orejas» salientes cuyo objeto parecía claro.
Powell se agarró a las «orejas» y sacudió la cabeza del robot. Su montura se volvió pesadamente. «Guía, Macduff.» Pero Powell no se sintió tranquilizado.
Los gigantescos robots avanzaron lentamente con me­cánica precisión y franquearon la puerta cuyo dintel apenas distaba un palmo sobre su cabeza, de manera que los dos amigos tuvieron que encogerse rápidamente; si­guieron un corredor en el cual los lentos pasos resona­ban rítmicamente y finalmente entraron en la compuer­ta neumática.
El largo túnel sin aire que se extendía delante de ellos hasta llegar a formar un solo punto, evocó a Powell la exacta magnitud del esfuerzo realizado por la primera expedición, con sus rudimentarios robots y sus elemen­tales necesidades. Pudo ser un fracaso, pero su fracaso fue bastante más útil que los éxitos usuales del Sistema Solar.
—Fíjate en que estos túneles están iluminados y su temperatura es la normal de la Tierra. Probablemente ha sido así durante los diez años que han permanecido desiertos.
—¿Cómo es eso?
—Energía barata; la más barata del Sistema. Fuerza solar, ¿comprendes?, y en la Clara Solar de Mercurio, la fuerza solar es algo. Por esto la estación fue construi­da a la luz del sol en lugar de las sombras de la montaña. Es realmente un enorme convertidor de energía. El calor es transformado en electricidad, luz, fuerza mecánica y lo que quieras; de manera que la energía es suministrada por un proceso simultáneo, pues sirve tam­bién para refrigerar la estación.
—Mira —dijo Donovan—. Todo esto es muy ins­tructivo, pero, ¿te importaría cambiar de tema? Ocurre que esta conversión de la energía de la que hablas es rea­lizada principalmente por la barrera de fotocélulas, y éste es para mí un doloroso tema en este momento.
Powell gruñó ligeramente y cuando Donovan rompió el subsiguiente silencio fue para abordar un tema total­mente distinto.
—Escucha, Greg. ¿Qué diablos debe ocurrirle a Speedy? No puedo comprenderlo.
No es cosa fácil encogerse de hombros dentro de un insotraje, pero Powell lo intentó.
—No lo sé, Mike. Ya sabes que está perfectamente adaptado a un ambiente mercuriano. El calor no signi­fica nada para él y está construido para poca gravedad y suelo accidentado. Está a prueba de averías..., o por lo menos, debería estarlo.
—Señor —dijo el robot—. Ya estamos.
—¿Eh? —dijo Powell medio dormido—. Bien, sal­gamos; vamos a la superficie.
Se encontraban en una pequeña subestación, vacía, sin aire, en ruinas. Donovan había observado un agu­jero dentellado en la parte alta de una de las paredes a la luz de su lámpara de bolsillo.
—¿Un meteorito, supones? —había preguntado.
—¡Al diablo! —respondió Powell—. No importa, salgamos.
Un imponente acantilado de negra roca basáltica ocultaba la luz del sol y la profunda noche oscura de un mundo sin aire los envolvía. Delante de ellos, la sombra se extendía y terminaba como en un filo de navaja de un insoportable resplandor de luz blanca que relucía con millares de cristales sobre el suelo de roca.
—¡Espacio! —susurró Donovan—. ¡Esto parece nieve! —Y era así.
Los ojos de Powell se fijaron en el dentellado res­plandor de Mercurio en el horizonte y parpadeó bajo su brillo cegador.
—Esta debe ser una zona extraordinaria —dijo—. La composición general de Mercurio es baja y la ma­yoría del suelo es de piedra pómez gris. Algo como la luna, ¿comprendes? ¿Bonito, no?
Agradecía los filtros de luz de su placa de visión. Bello o no, mirar directamente el sol a través del cristal los hubiera cegado en menos de un minuto.
Donovan miró el termómetro que llevaba en la mu­ñeca.
—¡Sagrados humos, ochenta grados!... ¡Qué tempera­tura!
—Un poco alta, ¿no crees? —dijo Powell después de haber comprobado el suyo.
—¿En Mercurio? ¿Estás chiflado?
—Mercurio en realidad no carece de atmósfera —ex­plicó Powell como distraído, ajustando los binoculares a la placa de visión con los dedos torpes a causa de su traje—. Hay una tenue exhalación que se pega a la superficie, vapores de elementos más volátiles y com­puestos de un peso suficiente para ser retenidos por la gravedad de Mercurio: selenio, yodo, mercurio, galio, potasio y óxidos volátiles. Los vapores se reúnen en las sombras y se condensan, creando calor. Es una es­pecie de alambique gigantesco. Si empleas tu lámpara encontrarás probablemente que toda esta parte del acan­tilado está cubierta de azufre en bruto o quizá rocío de mercurio.
—No importa. Nuestros trajes pueden soportar unos vulgares ochenta grados indefinidamente.
Powell había ajustado ya su dispositivo binocular, de manera que tenía los ojos salientes como un caracol.
—¿Ves algo? —preguntó Donovan observando in­tensamente.
Powell no contestó en el acto, y cuando lo hizo fue con cierta ansiedad.
—En el horizonte hay un punto oscuro que podría ser el pozo de selenio. Está donde debe estar. Pero no veo a Speedy.
Powell se echó adelante con un movimiento instintivo para mejorar su visión, levantándose inestable so­bre los hombros de su robot. Con las piernas estiradas, forzando la vista, dijo:
—Creo..., creo..., que sí, definitivamente es él. Viene por aquí.
Donovan miró hacia donde señalaba el dedo. No lle­vaba binoculares, pero había un punto que se movía, destacándose en negro sobre el cegador brillo del suelo cristalino.
—¡Lo veo! —gritó—. ¡Sigamos avanzando!
Powell había vuelto a sentarse sobre los hombros del robot y su mano enguantada golpeó el gigantesco pecho.
—¡Adelante! —dijo.
—¡Vamos allá! —gritó Donovan golpeando con sus talones como si llevara espuelas.
Los robots avanzaron con el golpeteo regular de sus pies silenciosos en el vacío, porque la tela metálica de los trajes no transmitía ningún sonido, sólo se percibía la rítmica vibración del mecanismo interior.
—¡Más aprisa! —gritó Donovan; pero el ritmo no cambió.
—Es inútil —respondió Powell, también gritando—. Estos condenados aparatos no tienen más que una veloci­dad. ¿Crees acaso que están equipados con flectores se­lectivos?
Habían atravesado ya las sombras y la luz caía sobre ellos como una ducha líquida al rojo blanco. Donovan se encogió involuntariamente.
—¡Caramba! ¿Es imaginación o siento calor?
—Ya sentirás más. No pierdas de vista a Speedy —le respondió.
El robot SPD-13 estaba lo suficientemente cerca para ser visto ya con todo detalle. Su gracioso y alargado cuerpo lanzaba cegadores destellos mientras avanzaba con fácil velocidad por él abrupto suelo. Su nombre era derivado de las iniciales, pero era apropiado, porque los modelos SPD se contaban entre los robots más veloces producidos por la «U. S. Robots & Mechanical Men Corp».
—¡Eh, Speedy! —gritó Donovan agitando la mano.
—¡Speedy! —chilló también Powell—. ¡Ven aquí!
La distancia entre los dos hombres y el errante robot fue reduciéndose momentáneamente, más por los esfuer­zos que por el lento avance de las anticuadas monturas de Donovan y Powell.
Estaba lo suficientemente cerca para darse cuenta que el paso de Speedy tenía una especie de balanceo peculiar y, en el momento en que Powell agitaba de nuevo la mano y mandaba el máximo de energía a su emisor de radio, preparándose a lanzar un nuevo grito, Speedy levantó la cabeza y los vio.
Speedy se detuvo y permaneció un momento inmó­vil, balanceándose levemente como bajo el impulso de una ligera brisa.
—¡Muy bien, Speedy! ¡Ven aquí, muchacho!
A lo cual la voz de robot de Speedy resonó en los auriculares de Powell por primera vez.
Pero lo que dijo fue incomprensible. Fueron sólo unos sonidos inarticulados o quizá unas palabras incomprensibles. Girando sobre sus talones, salió a toda velocidad en la dirección por donde había venido, levantan­do en su furia fragmentos de polvo ardiente. Y sus últi­mas palabras al huir fueron:
«Crece una florecilla cerca del viejo roble», seguidas de un curioso sonido metálico que pudo ser el robótico equivalente del hipo.
—Oye, Greg... —dijo Donovan desfalleciendo—, ¿es que está borracho o qué?
—Si no me lo hubieses dicho, no me hubiera dado cuenta —respondió Powell amargamente—. Volvamos al acantilado. Me estoy asando.
Powell fue el primero en romper el angustioso si­lencio.
—En primer lugar —dijo—, Speedy no está borracho en el sentido humano de la palabra, porque es un robot y los robots no se emborrachan. Sin embargo, le pasa algo que es el equivalente robótico de la borra­chera.
—Para mí está borracho, y me parece que se figura que estamos jugando —insistió Donovan—. Y no hay tal. Es cuestión de vida, o una muerte espantosa.
—Muy bien. No me apures. Un robot sólo es un robot. Una vez que hayamos averiguado qué le pasa, podre­mos arreglarlo y seguir adelante.
Una vez... —dijo Donovan tristemente.
—Speedy está perfectamente adaptado al ambiente de Mercurio —prosiguió Powell sin hacerle caso—. Pero esta región es definitivamente anormal —añadió con un amplio movimiento del brazo—. Ésta es la conse­cuencia. Ahora bien, ¿de dónde vienen estos cristales? Pueden haber sido formados por un líquido de enfria­miento muy lento; pero, ¿de dónde sacarás un líquido tan caliente que pueda enfriarse bajo el sol de Mer­curio?
—Acción volcánica —insinuó al instante Donovan.
—De la boca de los inocentes... —murmuró Powell con una extraña voz, antes de permanecer algunos minutos silencioso—. Escucha, Mike —dijo finalmente—, ¿qué le dijiste a Speedy cuando lo mandaste en busca del selenio?
Donovan quedó sorprendido, inmóvil.
—Pues..., no lo sé. Le dije sólo que fuese por él.
—Sí, ya lo sé. Pero, ¿cómo? Trata de recordar las palabras exactas.
—Le dije..., eh..., dije: «Speedy, necesitamos selenio. Puedes encontrarlo en tal y tal sitio. Ve por él». Eso es todo. ¿Qué más querías que le dijera?
—¿No indicaste ninguna urgencia en la orden, ver­dad?
—¿Para qué? Era pura rutina.
—Bien, es tarde ya —dijo Powell con un suspiro—, pero estamos en un buen atolladero. —Había desmon­tado de su robot y estaba sentado de espaldas al acan­tilado. Donovan se reunió con él y se tomaron del brazo. A distancia, la abrasadora luz del sol parecía querer jugar al escondite con ellos y, a su lado, de los dos gi­gantescos robots sólo era visible el rojo oscuro de sus ojos fotoeléctricos que los miraban, sin pestañear, in­móviles e indiferentes.
¡Indiferentes! ¡Como todo lo de aquel ponzoñoso Mercurio, tan grande en peligros como pequeño de talla!
La voz de Powell resonó tensa en el receptor de radio de Donovan.
—Ahora veamos, empecemos por las tres Reglas Fun­damentales Robóticas, las tres reglas que han penetrado más profundamente en el cerebro positrónico de los ro­bots. —Sus enguantados dedos fueron marcando los pun­tos en la oscuridad—. Tenemos: Primera. «Un robot no debe dañar a un ser humano, ni, por su inacción, dejar que un ser humano, sufra daño.»
—¡Exacto!
—Segunda —continuó Powell—. «Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser hu­mano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la Primera Ley.»
—¡Exacto!
—Y la tercera: «Un robot debe proteger su propia existencia hasta donde esta protección no esté en con­flicto con la Primera y Segunda Leyes.»
—Exacto. ¿Y ahora dónde estamos?
—Exactamente en la explicación. El conflicto entre las diferentes leyes se presenta ante los diferentes poten­ciales positrónicos del cerebro. Vamos a suponer que un robot se encuentra en peligro y lo sabe. El potencial automático que establece la Tercera Ley le obliga a dar la vuelta. Pero supongamos que tú le ordenas correr este peligro. En este caso la Segunda Ley establece un contrapotencial más alto que el anterior y el robot cumple la orden a riesgo de su existencia.
—Bien, eso ya lo sabemos. ¿Qué hay de ello?
—Veamos el caso Speedy. Speedy es uno de los úl­timos modelos, altamente especializado y del costo de un barco de guerra. No es una cosa para ser destruida en forma apresurada.
—De manera que la Tercera Ley ha sido reforzada como fue específicamente mencionado, dicho sea de paso, en los folletos sobre los modelos SPD, de forma que su alergia al peligro sea inusitadamente alta. Al mismo tiempo, cuando lo mandaste en busca del selenio le diste la orden distraídamente y sin énfasis especial, de manera que el potencial de la Segunda Ley era sumamente dé­bil. Ahora bien, fíjate; no hago más que establecer los hechos.
—Muy bien, sigue; me parece que ya lo tengo.
—¿Ves cómo es la cosa, no? Hay alguna especie de peligro, centralizado en el pozo de selenio. Aumenta al aproximarse a él, y, a una cierta distancia de él, el po­tencial de la Tercera Ley, inusitadamente alto, compen­sa exactamente el potencial de la Segunda Ley, inusita­damente bajo.
Donovan se puso de pie, excitado.
—Y crea el equilibrio, ya lo veo. La Tercera Ley lo hace retroceder, y la Segunda Ley lo lleva adelante...
—Y así describe un círculo alrededor del pozo de se­lenio, permaneciendo en el lugar donde los potenciales se equilibran. Y como no hagamos algo permanecerá en este círculo para siempre jamás, girando como un carrusel. Y esto —añadió más pensativo— es lo que lo embriaga. En un equilibrio potencial la mitad de los senderos positrónicos de su cerebro están fuera de sitio. No soy especialista en robots, pero me parece obvio. Probablemente habrá perdido el control de aquellas precisas partes de su mecanismo voluntario que pierde el ser humano ebrio.
—Pero, ¿cuál es el peligro? Si supiésemos de qué huía...
—Tú lo has insinuado. Acción volcánica. En algún sitio, encima del pozo de selenio, hay una emanación de gases de las entrañas de Mercurio. Oxido de azufre, óxido de carbono..., y monóxido de carbono. Muchos..., y a esta temperatura...
—El monóxido de carbono más hierro da el hierro carbonilo.
—Y un robot —añadió Powell— es esencialmente hierro. No hay nada como la deducción —añadió—. Hemos definido todo lo referente al problema, menos la solución. No podemos conseguir el selenio nosotros mismos. Sigue estando demasiado lejos. No podemos enviar estos robots-caballos porque no pueden ir solos y no pueden llevarnos lo suficientemente aprisa para no perecer abrasados. Y no podemos agarrar a Speedy, por que el imbécil cree que estamos jugando.
—Si uno de nosotros fuese —dijo tímidamente Do­novan— y regresase asado siempre quedaría el otro.
—Sí —respondió Powell sarcásticamente—, sería un tierno sacrificio, salvo que una persona no estaría en condiciones de dar órdenes antes de llegar al pozo y no creo que los robots regresasen al acantilado sin órdenes. Calcúlalo. Estamos a cuatro o cinco kilómetros del pozo, digamos cuatro, el robot anda siete kilómetros por hora y nosotros duraríamos veinte minutos en nuestros trajes. Y no es sólo el calor, recuérdalo. La radiación so­lar, aquí, a partir del ultravioleta es veneno.
—¡Ejem!... —murmuró Donovan—. Nos faltarían diez minutos.
—Como si fuese una eternidad. Y otra cosa: para que el potencial de la Tercera Ley haya detenido a Speedy donde lo ha detenido, tiene que haber una can­tidad apreciable de monóxido de carbono en la atmós­fera, de vapor metálico, y, por consiguiente, una acción corrosiva apreciable. Lleva ya varias horas fuera; y, ¿cómo sabemos que una articulación de la rodilla, por ejemplo, no se saldrá de su sitio, haciéndolo caer? No es sólo cuestión de pensar; tenemos que pensar de prisa.
¡Profundo, sombrío, tétrico silencio...!
Donovan lo rompió, temblándole la voz por el esfuerzo hecho para ocultar su emoción:
—Puesto que no podemos incrementar el potencial de la Segunda Ley dándole nuevas órdenes, ¿por qué no obrar en sentido contrario? Si incrementamos el pe­ligro, incrementamos el potencial de la Tercera Ley y lo traemos atrás.
La placa de visión de Powell se había vuelto hacia él con una pregunta muda.
—Verás —dijo la cautelosa explicación—, lo único que tenemos que hacer para sacarlo de su cauce es au­mentar la concentración de monóxido de carbono por su vecindad. Bien, en la estación tenemos un laboratorio analítico completo.
—Naturalmente —asintió Powell—. Es una estación minera.
—Bien. Debe haber kilogramos de ácido oxálico para las precipitaciones del calcio.
—¡Sagrado espacio! ¡Mike, eres un genio!
—Sí, sí... —reconoció Donovan modestamente—. Se trata sólo de recordar que el ácido oxálico, al calentarse, se descompone en bióxido de carbono, agua y el buen viejo monóxido de carbono. Química de primer año, ya sabes...
Powell se había puesto de pie y llamó la atención de uno de los monstruosos robots.
—Oye, ¿sabes tirar cosas?
—¿Señor...?
—Es igual. —Powell maldijo el torpe y lento cere­bro del robot. Recogió del suelo un trozo de roca del ta­maño de un ladrillo—. Toma esto —le dijo— y arrójalo al espacio más allá de la hendidura. ¿Lo ves?
—Está demasiado lejos, Greg —dijo Donovan, to­cándole el hombro—. Hay casi un kilómetro.
—Calla —respondió Powell—. Hay que contar con la gravedad de Mercurio y que un brazo de acero lo lanza. ¡Fíjate, quieres...!
Los ojos del robot estaban midiendo la distancia con una minuciosa precisión estereoscópica. Su brazo se ajustó solo al peso del proyectil y se echó atrás. En la oscuri­dad, los movimientos del robot eran invisibles, pero se oyó el ruido silbante producido por el lanzamiento y segundos después la piedra apareció, destacándose en negro sobre la luz del sol. No había resistencia del aire para frenarla, ni viento para apartarla de su camino, y cuando cayó al suelo levantó trozos de cristal en el preciso centro de la «mancha azul».
Powell lanzó un aullido de júbilo y exclamó:
—Vamos a buscar el ácido oxálico, Mike.
Mientras penetraban de nuevo en la arruinada sub­estación que llevaba al túnel, Donovan dijo, con rabia:
—Speedy no se ha movido de este lado del pozo de selenio desde que andamos detrás de él, ¿te has fijado?
—Sí.
—Me parece que quiere jugar. ¡Bien, entonces jugare­mos con él!


Pocas horas después estaban de regreso con tres ja­rras de a litro de un producto químico blanco y las caras largas. La barrera de fotocélulas se estaba dete­riorando más rápidamente de lo que hubiera podido preverse. Los dos robots avanzaron en silencio por la parte soleada hacia Speedy, que estaba esperando. Al verlos, galopó nuevamente hacia ellos.
—Aquí estamos otra vez... «¡Jeee!» He hecho la lista del piano y el organista. Es como el que bebe menta y te lo escupe a la cara.
—Nosotros vamos a escupirte algo a la cara —mur­muró Donovan—. Cojea, Greg.
—Ya me he fijado —respondió éste en voz baja—. El monóxido lo atacará, si no nos damos prisa.
Avanzaban cautelosamente, casi deslizándose, para evitar poner en movimiento el robot irracional. Powell estaba todavía demasiado lejos para decirlo con seguri­dad, pero hubiera jurado que el perturbado cerebro de Speedy se disponía a echar a correr.
—¡Vamos allá! —jadeó—. Cuenta hasta tres. ¡Uno!... ¡Dos!'
Dos brazos de acero se echaron atrás simultáneamente y agarrando las dos jarras de cristal las lanzaron al aire describiendo dos arcos paralelos. Brillaban como diamantes bajo el insostenible sol. Y en el espacio de dos segundos se estrellaron en el suelo detrás de Speedy, desprendiendo el ácido oxálico pulverizado.
Bajo el potente calor del sol de Mercurio, Powell sabía que hervía como el agua de soda.
Speedy se volvió a mirarlos, después se apartó lenta­mente y fue ganando velocidad. A los quince segundos corría directamente hacia los dos seres humanos. Powell no entendió las palabras de Speedy, pero le pareció en­tender que se referían a las profesiones de los herejes. Se volvió.
—¡Al acantilado, Mike! Ha salido ya del surco y obedecerá las órdenes. Empieza a tener calor.
Se dirigieron hacia las sombras al lento paso de sus monturas y sólo cuando habían entrado y sentido el agradable frescor que reinaba a su alrededor, Donovan se volvió:
¡Greg!
Powell miró y refrenó un grito. Speedy avanzaba len­tamente ahora..., muy lentamente..., y en dirección opuesta. Volvía atrás; volvía a su surco; e iba ganando velocidad. A través de los binoculares parecía terrible­mente cerca, pese a que estaba terriblemente fuera de su alcance.
—¡A él! —gritó Donovan con furia, e hizo andar a su robot, pero Powell lo llamó.
—No lo alcanzarás, Mike, es inútil. ¿Por qué veré siempre las cosas cinco segundos después que todo haya terminado? Mike, hemos perdido el tiempo.
—Necesitamos más ácido oxálico —dijo fríamente Donovan—. La concentración no era bastante fuerte.
—Siete toneladas serían insuficientes y perderíamos muchas horas preparándolas. ¿No ves lo que ocurre, Mike?
—No —respondió Donovan con franqueza.
—Estábamos estableciendo simplemente nuevos equi­librios. Cuando creamos nuevo monóxido e incrementa­mos el potencial de la Tercera Ley, retrocede hasta que está de nuevo en equilibrio y cuando el monóxido des­aparece, avanza y el equilibrio se restablece de nuevo.
La voz de Powell tenía un acento desalentado.
—Es el viejo círculo vicioso. Podemos empujar la Tercera Ley y tirar de la Segunda Ley y no obtendre­mos nada; sólo conseguimos cambiar su posición o equi­librio. Teníamos que salimos de las dos leyes. —Acercó su robot al de Donovan hasta que estuvieron uno frente al otro, vagas sombras en la oscuridad, y susurró—: ¡Mike!
»Es el final —añadió—. Me parece que lo mejor es que regresemos a la estación, esperemos a que se de­rrumbe la barrera, estrechémonos las manos, tomemos cianuro y acabemos como hombres.
Soltó una risa nerviosa.
—Mike —repitió Powell con calor—, teníamos que haber alcanzado a Speedy.
—Lo sé.
—Mike... —dijo una vez más, pero entonces Powell vaciló antes de continuar—: Siempre existe la Primera Ley. Pensé en ella..., antes..., pero el caso es deses­perado.
Donovan levantó la vista y su voz cobró vida.
Estamos desesperados...
—Bien. De acuerdo con la Primera Ley, un robot no puede ver a un ser humano en peligro por culpa de su inacción. La Segunda y la Tercera no pueden alzarse contra ella. ¡No pueden, Mike!
—Ni aun cuando el robot esté medio lo... Bien, esté borracho. Ya lo sabes.
—Es el riesgo que hay que correr...
—¿Qué piensas hacer?
—Voy a salir y ver qué efecto produce la Ley Pri­mera. Si no rompe el equilibrio..., todo al diablo; lo mismo da ahora que dentro de tres o cuatro días.
—Escucha, Greg. Hay también reglas humanas de conducta que observar. No vas a salir así tranquilamen­te. Imaginemos que es una lotería y dame a mí también una oportunidad.
—Muy bien. El primero que saque el cubo de cator­ce, va. —Y casi inmediatamente añadió—: ¡Veintisie­te, coma, cuarenta y cuatro!
Donovan sintió que su robot se tambaleaba bajo un súbito empujón del de Powell y lo vio salir al sol. Do­novan abrió la boca para gritar, pero volvió a cerrarla. Desde luego, el muy granuja había calculado el cubo de catorce por anticipado. Muy digno de él.


El sol abrasaba más que nunca y Powell sentía un dolor enloquecedor en la espalda. Su imaginación, pro­bablemente, o quizá la fuerte irradiación que comenza­ba a atravesar incluso su insotraje.
Speedy lo estaba contemplando sin decir una palabra, ni incoherente ni de bienvenida. ¡Gracias a Dios! Pero no se atrevía a acercarse demasiado.
Estaba a unos trescientos metros de él cuando Speedy empezó a retroceder, paso a paso, cautelosamente, y Po­well se detuvo. Saltó de los hombros del robot al suelo cristalino levantando algunos fragmentos.
Prosiguió a pie resbalando a cada paso, y la baja gravedad aumentaba sus dificultades. Las suelas de sus zapatos se pegaban por efecto del calor. Dirigió una mi­rada atrás, hacia el negro acantilado, y se dio cuenta que había ido demasiado lejos para retroceder, solo, o con la ayuda del robot. Sin Speedy estaba perdido, y esta idea producía una gran angustia en su pecho.
¡Bastante lejos! Se detuvo.
—¡Speedy! —llamó—. ¡Speedy!
El esbelto robot moderno vaciló, detuvo su retroceso un instante y lo reanudó.
Powell trató de dar una nota, plañidera a su voz y vio que el resultado era nimio.
—¡Speedy, tengo que regresar a la sombra o el sol terminará conmigo! ¡Es cuestión de vida o muerte, Speedy, te necesito!
Speedy avanzó un paso adelante y se detuvo. Habló, pero al oírlo Powell lanzó un gruñido, porque lo que dijo fue:
—Cuando estás echado despierto con un horrible dolor de cabeza y el reposo te está prohibido...
Aquí calló, y Powell esperó algún tiempo antes de murmurar:
—Iolanthe...
¡Se estaba asando! Vio un movimiento con el rabi­llo del ojo y se volvió rápidamente; entonces quedó atónito, porque vio que el monstruoso robot que le ha­bía servido de montura, avanzó hacia él, aunque nadie lo montaba. Iba diciendo:
—Perdona, señor. No debo moverme sin llevar al­guien encima, pero estás en peligro.
¡Desde luego, el potencial de la Ley Primera ante todo! Pero no quería aquella antigualla, quería a Speedy. Se apartó y con el frenesí en la voz, ordenó:
—¡Te ordeno que te apartes! ¡Te ordeno que te detengas!
Fue inútil. Es imposible vencer el potencial de la Regla Primera. El robot insistió, estúpidamente.
—Estás en peligro, señor.
Powell miró a su alrededor, desesperado. No veía ya claro. Su cerebro ardía; la respiración abrasaba sus pul­mones; bajo sus pies parecía aceite hirviendo. De nuevo gritó:
—¡Speedy! ¡Me muero, maldito seas! ¿Dónde es­tás? ¡Te necesito!
Seguía retrocediendo en un ciego esfuerzo de huir del gigantesco robot, cuando sintió unos dedos de acero en sus brazos y una voz metálica y humilde, como ex­cusándose, resonó en sus oídos.
—¡Por el Sagrado Humo, señor, qué estás haciendo aquí! ¡Y qué hago yo..., estoy tan confundido...!
—¡No importa!... —murmuró Powell débilmente—. ¡Llévame al acantilado..., pronto, pronto!
Sólo tuvo una última sensación de ser levantado en el aire, de un rápido avance bajo un calor abrasador, y se desvaneció.


Al despertar, vio a Donovan inclinado sobre él.
—¿Cómo estás, Greg?
—Bien —respondió Powell—. ¿Dónde está Speedy?
—Aquí mismo. Lo he mandado a otro de los pozos de selenio, con orden de conseguir selenio a toda costa, esta vez. Lo trajo en cuarenta y dos minutos, tres segun­dos. Lo he controlado: No ha terminado todavía de ex­cusarse por su fuga. Teme acercarse a ti por miedo a lo que le dirás.
—Tráemelo aquí —ordenó Powell—. No fue culpa suya. —Tendió una mano y agarró la garra metálica de Speedy—. ¡D. K. Speedy! —dijo. Y, dirigiéndose a Donovan, añadió—: ¿Sabes una cosa, Mike? Estaba pensando...
—¿Qué?
—Pues... —Se frotó el rostro; el aire era tan deli­ciosamente fresco—, ya sabes que cuando lo hayamos arreglado todo aquí y Speedy haya sido sometido a su Campo de Pruebas, nos van a enviar a la próxima Es­tación del Espacio...
—¡No!
—¡Sí! Por lo menos es lo que la vieja Calvin me dijo antes que saliésemos y yo no conteste nada por­que quería luchar contra esta idea.
—¡Luchar!... —gritó Donovan—. ¡Pero...!
—Lo sé. Ahora todo va bien. Doscientos setenta y tres grados centígrados bajo cero. ¿No será un placer?
—Estación del Espacio... —dijo Donovan—. ¡Allá voy!



Razón


Medio año después, los dos amigos habían cambiado de manera de pensar. La llamarada de un gigantesco sol había dado paso a la suave oscuridad del espacio, pero las variaciones externas significan poco en la labor de comprobar las actuaciones de los robots experimentales. Cualquiera que sea el fondo de la cuestión, uno se en­cuentra frente a frente con un inescrutable cerebro positrónico, que según los genios de la ciencia, tiene que obrar de esta u otra forma.
Pero no es así. Powell y Donovan se dieron cuenta de ello antes de llevar en la Estación dos semanas.
Gregory Powell espació sus palabras para dar énfa­sis a la frase.
—Hace una semana Donovan y yo te pusimos en condiciones... —Sus cejas se juntaron con un gesto de contrariedad y se retorció la punta del bigote.
En la cámara de la Estación Solar 5 reinaba el silen­cio, a excepción del suave zumbido del poderoso Haz Director en las bajas regiones.
El robot QT-1 permanecía sentado, inmóvil. Las bruñidas placas de su cuerpo relucían bajo las luxitas, y las células fotoeléctricas que formaban sus ojos estaban fijas en el hombre de la Tierra, sentado al otro lado de la mesa.
Powell refrenó un súbito ataque de nervios. Aquellos robots poseían cerebros peculiares. ¡Oh, las tres Leyes Robóticas seguían en vigor! Tenían que seguir. Todo el personal de la U. S. Robots, desde el mismo Robertson hasta el nuevo barrendero insistirían en ella. ¡De manera que QT-1 estaba a salvo! Y sin embargo..., los modelos QT eran los primeros de su especie y aquél era el primero de los QT. Los cálculos matemáticos sobre el papel no siempre eran la protección más tranquilizadora contra los gestos de los robots.
Finalmente, el robot habló. Su voz tenía la inespe­rada frialdad de un diafragma metálico.
—¿Te das cuenta de la gravedad de tal decla­ración, Powell?
Algo te ha hecho, Cutie —le hizo ver Powell—. Tú mismo reconoces que tu memoria parece brotar com­pletamente terminada del absoluto vacío de hace una semana. Te doy la explicación. Donovan y yo te mon­tamos con las piezas que nos enviaron.
Cutie contempló sus largos dedos afilados con una curiosa expresión humana de perplejidad.
—Tengo la impresión que todo esto podría expli­carse de una manera más satisfactoria. Porque, que me hayas hecho a , me parece improbable.
—¡En nombre de la Tierra! ¿Por qué? —exclamó Powell, echándose a reír.
—Llámalo intuición. Hasta ahora es sólo esto. Pero pienso razonarlo. Un encadenamiento de válidos razona­mientos sólo puede llevar a la determinación de la ver­dad, y a esto me atendré hasta conseguirla.
Powell se levantó y volvió a sentarse en el extremo de la mesa, cerca del robot. Sentía súbitamente una fuer­te simpatía por el extraño mecanismo. No era en ab­soluto como un robot ordinario, que realizaba su tarea rutinaria en la estación con la intensidad de una senda positrónica profundamente marcada.
Puso una mano sobre el hombro de acero de Cutie y notó la frialdad y dureza del metal.
—Cutie —dijo—. Voy a tratar de explicarte algo. Eres el primer robot que ha manifestado curiosidad por su propia existencia..., y el primero, a mi modo de ver, suficientemente inteligente para comprender el mundo exterior. Ven conmigo.
El robot se levantó lentamente y siguió a Powell con sus pasos que hacía silenciosos la gruesa suela de espon­ja de caucho. El hombre de la Tierra apretó un botón y un panel cuadrado de pared se deslizó a un lado. El grueso y claro vidrio de la portilla dejó ver el espacio..., cuajado de estrellas.
—Ya he visto esto por las ventanas de observación de la sala de máquinas —dijo Cutie.
—Lo sé —dijo Powell—. ¿Qué crees que es?
—Exactamente lo que parece: un material negro de­trás de este cristal, salpicado de puntos brillantes. Sé que nuestro director envía rayos desde algunos de estos puntos, siempre los mismos; y también que estos puntos se mueven y que los rayos se mueven con ellos. Eso es todo.
—¡Bien! Ahora quiero que me escuches atentamen­te. Lo negro es vacío, inmensa extensión vacía que se extiende hasta el infinito. Los pequeños puntos brillan­tes son enormes masas de materia saturadas de energía. Son globos, algunos de ellos de millones de kilómetros de diámetro, y para que puedas compararlos te diré que esta estación tiene sólo mil quinientos metros de ancho. Parecen tan pequeños porque están increíblemente lejos.
»Los puntos a los cuales van dirigidos nuestros haces de energía están más cercanos y son más pequeños. Son fríos y duros y los seres humanos como yo mismo, vivi­mos en su superficie; somos varios millones. Es de uno de estos mundos de donde Donovan y yo venimos. Nuestros rayos alimentan estos mundos con energía sacada de uno de estos grandes globos incandescentes que se en­cuentran cerca de nosotros. A este globo lo llamamos Sol y está del otro lado de la Estación, donde no puedes verlo.
Cutie permanecía inmóvil al lado de la portilla, como una estatua de acero. Sin volver la cabeza, elijo:
—¿De qué punto de luz pretendes venir?
—Allí está —dijo Powell después de haber busca­do—. Aquel tan brillante de la esquina. Lo llamamos Tierra. La buena y vieja Tierra. Somos tres mil millones en él, Cutie, y dentro de unas dos semanas volveré a estar allá con ellos.
Y entonces, cosa sorprendente, Cutie pareció cantu­rrear, distraído. No era en realidad una tonada, pero poseía la curiosa calidad sonora de un «pizzicato». Cesó tan rápidamente como había empezado.
—¿Y de dónde vengo yo, Powell? No me has explicado mi existencia.
—Todo lo demás es sencillo. Cuando estas estaciones fueron establecidas por primera vez para alimentar de energía solar a los planetas, eran regidas por seres huma­nos. Sin embargo, el calor, las fuertes radiaciones solares y las tempestades de electrones hacían la estancia en el puesto difícil. Se perfeccionaron los robots para sustituir el trabajo humano y ahora sólo se necesitan dos jefes para cada estación. Estamos tratando de reemplazar in­cluso a estos dos y aquí es donde intervienes tú. Tú eres el tipo de robot más perfeccionado, y si demuestras la capacidad de dirigir esta estación independientemen­te, jamás un ser humano volverá a poner los pies aquí, salvo para traer las piezas de recambio para reparaciones.
Su mano se levantó y la placa de metal volvió a caer en su sitio. Powell volvió a la mesa y frotó una manzana contra la manga antes de morderla. El rojo resplandor de los ojos del robot detuvo un ademán.
—¿Esperas acaso que dé crédito a alguna de estas absurdas hipótesis que acabas de exponerme? —dijo len­tamente—. ¿Por quién me tomas?
Powell escupió fragmentos de manzana sobre la mesa y se puso colorado.
—¡Pero, maldito sea! ¡No son hipótesis, son hechos!
—¡Globos de energía de millones de kilómetros de anchura! —dijo Cutie amargamente—. ¡Mundos con tres mil millones de seres humanos! ¡El vacío infinito!... Lo siento. Powell, pero no creo nada de esto. Lo resolveré yo solo. Adiós.
Dio la vuelta y salió de la cámara. Pasó por delante de Michael Donovan, hizo una inclinación de cabeza al llegar al umbral y salió al corredor, ignorante de la expresión de asombro de los dos hombres.
Mike Donovan se pasó la mano por el rojo cabello y dirigió una mirada de contrariedad a Powell.
—¿Qué diablos estaba diciendo el maldito artefacto este? ¿Qué es lo que no cree?
—Es un escéptico —dijo el otro, mordiéndose ner­viosamente el bigote—. No cree que lo hayamos fabri­cado, ni que la Tierra exista, ni que haya un espacio es­trellado.
—¡Por el viejo Saturno! Ha salido un robot loco de nuestras manos...
—Dice que va a resolver el problema él solo.
—Bien, en este caso, espero condescenderá a explicarme todo lo que descubra. —Y con súbita rabia, aña­dió—: ¡Oye! ¡Como ese montón de metal me largue a mí una de éstas, le parto esta varilla de cromo en la espalda!
Se sentó encogiéndose de hombros y se sacó una no­vela del bolsillo.
—Este robot empieza a darme susto, de todos mo­dos. Es demasiado inquisitivo...


Mike Donovan se estaba comiendo un bocadillo de lechuga y tomate cuando Cutie llamó suavemente a la puerta y entró.
—¿Está aquí Powell?
Donovan le contestó con voz pausada y apagada por la masticación.
—Está reuniendo datos sobre la función de las co­rrientes electrónicas. Parece que nos acercamos a una tormenta.
En aquel momento entró Gregory Powell, miró un papel lleno de cifras que traía en la mano y se sentó. Dejó las hojas sobre la mesa y comenzó a hacer cálculos. Donovan lo miraba, masticando la lechuga y recogiendo las migas de pan. Cutie esperaba, silencioso.
—El potencial Zeta se eleva, pero lentamente —dijo Powell levantando la vista—. De todos modos, las co­rrientes funcionales son errantes y no sé qué esperar. ¡Ah, hola, Cutie! Creía que estabas vigilando la insta­lación de la nueva barra de mando.
—Ya está instalada —dijo el robot tranquilamente—; he venido a sostener una conversación con ustedes.
—¡Ah!... —dijo Powell, aparentemente inquieto—. Bien, siéntate. No, en esta silla, no. Una de las patas es floja y no resistiría tu peso.
—He tomado una decisión —dijo el robot, después de haber obedecido.
Donovan levantó la vista y dejó los restos de su boca­dillo a un lado. Se disponía a hablar, pero Powell le hizo guardar silencio con un gesto.
—Sigue, Cutie. Te escuchamos.
—He pasado estos dos últimos días en concentrada introspección —dijo Cutie—, y los resultados han sido de lo más interesante. Empecé por un seguro aserto que consideré podía permitirme hacer. Yo, por mi parte, existo, porque pienso...
—¡Ah, por Júpiter..., un robot Descartes! —gruñó Powell.
—¿Quién es Descartes? —preguntó Donovan—. Oye, ¿es que tenemos que estar aquí sentados escuchando a este loco metálico...?
—¡Cállate, Mike!
—Y la cuestión que inmediatamente se presenta —continuó Cutie imperturbable—, es: ¿cuál es exactamente la causa de mi existencia?
Powell se quedó con la boca abierta.
—Estás diciendo tonterías. Ya te he dicho que te hicimos nosotros.
—Y si no nos crees, con gusto volveremos a hacerte pedazos —añadió Donovan.
El robot tendió sus fuertes manos con un gesto de imploración.
—No acepto nada por autoridad. Una hipótesis debe ser corroborada por la razón, de lo contrario, carece de valor; y es contrario a todos los dictados de la lógica suponer que ustedes me han hecho.
Powell detuvo con su mano el gesto amenazador de Donovan.
—¿Por qué dices esto, exactamente?
Cutie se echó a reír. Era una risa inhumana, la risa más mecanizada que había surgido jamás. Era aguda y explosiva, regular como un metrónomo y sin matiz alguno.
—Fíjate en ti —dijo finalmente—. No lo digo con espíritu de desprecio, pero fíjate bien. Estás hecho de un material blando y flojo, sin resistencia, dependiendo para la energía de la oxidación ineficiente del material orgánico..., como esto —añadió señalando con un gesto de reprobación los restos del bocadillo de Donovan—. Pasan periódicamente a un estado de coma, y la menor variación de temperatura, presión atmosférica, la hume­dad o la intensidad de radiación afecta vuestra eficiencia. Son alterables.
»Yo, por el contrario, soy un producto acabado. Ab­sorbo energía eléctrica directamente y la utilizó con casi un cien por ciento de eficiencia. Estoy compuesto de fuerte metal, estoy consciente constantemente y puedo soportar fácilmente los más extremados cambios ambien­tales. Estos son hechos que, partiendo de la irrefutable proposición que ningún ser puede crear un ser más perfecto que él, reduce vuestra tonta teoría a la nada.


Las maldiciones murmuradas en voz baja por Dono­van brotaron inteligibles al levantarse frunciendo sus rojas cejas.
—¡Muy bien, hijo de unos desperdicios de metal! Si no te hicimos nosotros, ¿quién te hizo?
—Muy bien, Donovan —asintió Cutie gravemente—. Esta era, desde luego, la cuestión siguiente. Evidente­mente, mi creador tiene que ser más poderoso que yo y, por lo tanto, sólo es posible una hipótesis.
Los dos hombres de la Tierra le miraban sin expresión y Cutie prosiguió:
—¿Cuál es el centro de las actividades aquí en la Estación? Al servicio de quién estamos todos? ¿Qué absorbe toda nuestra atención?
Esperó, a la expectativa. Donovan miró asombrado a su compañero.
—Apostaría a que este amasijo de tornillos está hablando del mismo Convertidor de Energía.
—¿Es así, Cutie? —preguntó Powell.
—Estoy hablando del Señor —fue la fría respuesta que siguió.
Aquello fue la señal del estallido de risas de Donovan y el mismo Powell se permitió esbozar una sonrisa. Cutie se puso de pie y sus ojos brillantes se fijaron en uno y después en el otro.
—Da lo mismo lo que piensen y no me extraña que se nieguen a creerlo. Ustedes no tienen que estar mucho tiempo aquí, estoy seguro de ello. Powell mismo ha dicho que al principio sólo los hombres servían al Se­ñor; que después vinieron los robots para el trabajo rutinario; y finalmente yo, para dirigir. Los hechos son sin duda verdaderos, pero la explicación es completa­mente ilógica. ¿Quieren saber la verdad que hay detrás de todo esto?
—Sigue, Cutie, me diviertes.
—El Señor creó al principio el tipo más bajo, los humanos, formados más fácilmente. Poco a poco fue re­emplazándolos por robots, el siguiente paso, y finalmente me creó a mí, para ocupar el sitio de los últimos huma­nos. A partir de ahora sirvo al Señor.
—No harás nada de esto —dijo Powell secamente—. Seguirás nuestras órdenes y te estarás tranquilo hasta que estemos convencidos que puedes dirigir el Convertidor. ¡Escucha! El Convertidor, no el Señor. Si no nos convences, serás desmontado. Y ahora, si no te importa..., puedes marcharte. Y llévate estos datos y re­gístralos debidamente.
Cutie aceptó los gráficos que le tendían y salió sin decir palabra. Donovan se echó atrás en su silla y se mesó los cabellos.
—Ese robot nos va a dar trabajo. ¡Está como una cabra!


El soñoliento zumbido del Convertidor se oye más fuerte en la cámara de mando y mezclado a él se oye la aspiración de los contadores Geiger y el intermitente ruido de las señales luminosas.
Donovan apartó los ojos del telescopio y encendió los Luxites.
—El haz de la Estación 4 capta Marte en horario. Podemos cortar los nuestros ya.
Powell parecía abstraído.
—Cutie está en el cuarto de máquinas. Le daré la señal y puede hacerse cargo de ello. Oye, Mike, ¿qué piensas de estas cifras?
Donovan las estudió atentamente y lanzó un silbido de perplejidad.
—¡Hombre, esto es lo que yo llamo intensidad de rayos gamma! El viejo Sol hace de las suyas...
—Sí —respondió Powell amargamente—, estamos en mala posición para aguantar una tormenta de electrones, además. Nuestro haz de Tierra está probablemente en el sendero indicado. —Apartó su silla de la mesa—. ¡Demonios! ¡Si tan sólo aguantase hasta que venga el relevo, pero lleva ya diez días! Oye, Mike, ¿y si fueses abajo a echar una mirada a Cutie?
—Bien. Dame algunas de estas almendras. —Agarró el saquito que le arrojó Powell y se dirigió hacia el as­censor.
El instrumento se deslizó suavemente hacia abajo y se detuvo en la pequeña puerta de la sala de máquinas. Donovan se asomó a la barandilla y miró hacia abajo. Los enormes generadores estaban en plena acción y de los tubos-L salía el agudo silbido que saturaba toda la estación.
Vio la enorme y reluciente figura de Cutie al lado del tubo-L de Marte, observando atentamente los demás robots que trabajaban al unísono.
Y entonces Donovan se quedó rígido. Los robots, que parecían empequeñecidos junto el enorme tubo-L, esta­ban alineados delante de él, con la cabeza doblada en ángulo recto, mientras Cutie andaba lentamente arriba y abajo por delante de ellos. Transcurrieron quince se­gundos y entonces, con un estruendo metálico que re­tumbó en la estancia, cayeron todos de rodillas.
Donovan bajó precipitadamente la estrecha escalera. Corrió hacia ellos, con el rostro rojo como sus cabellos, agitando furiosamente los puños en el aire.
—¿Qué diablos significa esto. Idiotas sin seso? ¡Va­mos! ¡Ocúpense del tubo-L! ¡Como no lo tengan en perfecta condición, limpio, antes que termine el día, les coagulo el cerebro con corriente alterna!
Ni un solo robot se movió.
Incluso Cutie, en el extremo, el único que estaba de pie, permaneció silencioso, con la mirada fija en los oscuros rincones de la gran máquina que tenía delante. Donovan dio un fuerte empujón al primer robot.
—¡Levántate! —rugió.
Lentamente el robot obedeció.
Sus ojos fotoeléctricos se fijaron con reproche sobre el hombre de la Tierra.
—No hay más Señor que el Señor —dijo—, y QT-1 es su profeta.
—¿Eh?... —Donovan se encontró frente a veinte pa­res de ojos fijos en el y veinte voces de timbre metálico que declaraban solemnemente:
—«No hay más Señor que el Señor y QT-1 es su pro­feta...»
—Temo —dijo Cutie al llegar a este punto—, que mis amigos obedecen ahora a alguien más alto que tú.
—¡Que diablos dices! ¡Sal de aquí inmediatamente! Ya te arreglaré las cuentas más tarde, y a estos aparatos animados, ahora mismo.
—Me da pena —dijo Cutie lentamente moviendo des­pacio la cabeza—, pero veo que no me entiendes. Todos ellos son robots, y por lo tanto seres dotados de razón. Les he predicado la Verdad y ahora reconocen al Señor. Me llaman el Profeta. Soy indigno de ello —añadió ba­jando la cabeza—, pero quizá...
Donovan consiguió recobrar el aliento e hizo uso de él.
—¿Sí, eh?... ¡Vaya, que bonito!... Pues escucha que te diga una cosa, chimpancé de bronce. Aquí no hay tal Señor, ni tal Profeta, ni es cuestión de quién da órdenes. ¿Entendido? —Su voz se convirtió en un mugido—. ¡Y ahora, fuera de aquí!
—Obedezco solamente al Maestro.
—¡Al diablo el Maestro! —Donovan escupió sobre el tubo-L—. ¡Esto para el Maestro! ¡Haz lo que te digo!
Ni Cutie ni los demás robots dijeron una palabra, pero Donovan se dio cuenta de un aumento de tensión. Los ojos fríos aumentaron la intensidad de su color, y Cutie parecía más rígido que nunca.
—¡Sacrílego! —murmuró, con voz metálica emocio­nada.
Donovan tuvo la primera sensación de miedo al ver aproximarse a Cutie. Un robot no puede sentir odio, pero los ojos de Cutie eran inescrutables.
—Lo siento, Donovan —dijo el robot—, pero des­pués de esto no puedes seguir por más tiempo aquí. Por consiguiente, Powell y tú tienen vedado el acceso a la sala de control y la sala de máquinas.
Había hecho un gesto pausado y en el acto dos robots sujetaron los brazos de Donovan.
Donovan no tuvo tiempo de hacer más que una an­gustiada aspiración antes de sentirse levantado y llevado escaleras arriba a la velocidad de un buen galope.


Gregory Powell andaba arriba y abajo de la habita­ción, con el puño cerrado. Dirigió una intensa mirada de desesperación a la puerta y se acercó a Donovan amargamente.
—¿Por qué diablos tenías que escupir contra el tu­bo-L?
Mike Donovan se desplomó sobre el sillón y golpeó el brazo furiosamente.
—¿Qué querías que hiciese con este espantajo elec­trificado? ¡No voy a doblegarme ante sus caprichos!, ¿verdad?
—No; pero ahora estamos en la sala de oficiales con robots de centinela en la puerta. Esto no es doblegarse, ¿verdad?
—Espera a que lleguemos a la base. Alguien pagará todo esto —dijo Donovan—. Los robots deben obede­cernos. Es la Segunda Ley.
—¿De qué sirve eso? No nos obedecen. Y esto res­ponde seguramente a una razón que descubriremos de­masiado tarde. A propósito, ¿sabes lo que nos ocurrirá cuando estemos de regreso en la Base?
Se detuvo delante del sillón de Donovan, furioso.
—¿Qué?
—¡Oh, nada!... Veinte años en las Minas de Mercurio. O quizá el Presidio de Ceres.
—¿Qué estás diciendo?
—La tempestad de electrones que se acerca. ¿Sabes que avanza directamente hacia el centro del haz de Tierra? Acababa de calcularlo cuando el robot me ha levantado de la silla. ¿Y sabes lo que le va a pasar al haz? Porque la tormenta va a ser memorable. Que va a saltar como una pulga con el contacto. Y todo esto con Cutie solo en los controles, y si sale de foco..., que el Cielo proteja a la Tierra..., y a nosotros.
Donovan sacudía frenéticamente la puerta cuando Powell estaba sólo a medio camino de ella. La puerta se abrió y el hombre de la Tierra avanzó, pero encontró un duro e inamovible brazo de acero que lo detuvo.
El robot lo miraba con indiferencia.
—El Profeta ha ordenado que no se muevan. Por favor, obedezcan.
El brazo se movió, Donovan fue empujado hacia dentro y en aquel momento apareció Cutie por el fondo del corredor. Apartó con un gesto suavemente la puerta. Do­novan se dirigió a Cutie jadeando, indignado.
—¡Esto ha ido ya bastante lejos! ¡Vas a pagar cara la farsa!
—Por favor, no te contraríes —dijo el robot con sua­vidad—, tenía forzosamente que ocurrir. Los dos han perdido vuestra función...
—Hasta que fui creado, ustedes velaban por el Maes­tro. Este privilegio me pertenece ahora a mí y, por consiguiente, la razón de ser de vuestra existencia ha desaparecido. ¿No es esto evidente?
—No mucho —respondió amargamente Powell—, pe­ro, ¿qué crees que vamos hacer ahora?
Cutie no contestó en seguida. Permaneció silencioso como si reflexionase sobre el hombro de Powell. El otro agarró a Donovan por la muñeca y lo acercó,
—Me gustan los dos. Son criaturas inferiores, pero siento realmente cierto afecto por ustedes. Han servido fielmente al Señor y Él se los recompensará. Habiendo terminado vuestro servicio, no existirán probablemente por mucho tiempo, pero mientras existan, tenemos que procurarles comida, ropas y abrigo, a condición que se mantengan apartados de la sala de controles y de máquinas.
—¡Nos está enviando a retiro, Greg! —gritó Donovan—. ¡Haz algo! ¡Es humillante!
—Oye, Cutie, no podemos tolerar esto. Somos los amos. Ésta Estación ha sido exclusivamente creada por seres humanos como yo, seres humanos que viven en la Tierra y otros planetas. Esto no es más que un colector de energía. Tú no eres más que... ¡Ay..., demonios!


Cutie movió la cabeza gravemente.
—Esto bordea ya la obsesión. ¿Por qué insisten en un punto de vista tan radicalmente falso? Aun admitiendo que los no-robot carecen de la facultad de razonar, queda todavía el problema de...
Su voz se desvaneció en un reflexivo silencio y Donovan dijo, en un susurro saturado de intensidad:
—Si tuvieses un rostro de carne y hueso te lo rompería.
Con los dedos, Powell se acariciaba el bigote y sus ojos brillaban.
—Escucha, Cutie, si no existe una cosa que se llama Tierra, ¿cómo te explicas lo que ves por el telescopio?
—¡Perdona...!
—¿Te he ganado, eh? —dijo Powell—. Desde que estamos juntos has hecho muchas observaciones telescópicas, Cutie. ¿Has observado que muchos de estos puntos luminosos se convierten en disco cuando los ves así?
—¡Oh, eso!... Sí, ciertamente. Es una simple amplia­ción con el propósito de dirigir más exactamente el haz.
—¿Por qué no aumentan igualmente de tamaño las estrellas, entonces?
—¿Quieres decir los demás puntos? No se les envía haz alguno, de manera que no necesitan ampliación. Ver­daderamente, Powell, incluso deberías ser capaz de com­prender eso.
—¡Pero ves más estrellas a través del telescopio! —dijo Powell, mirándolo perplejo—. ¿De dónde vie­nen? ¿De dónde demonios vienen, por Júpiter?
—Escucha, Powell —dijo Cutie, contrariado—. ¿Crees que voy a perder el tiempo tratando de buscar interpre­taciones físicas de todas las ilusiones ópticas de nuestros instrumentos? ¿Desde cuándo puede compararse la prue­ba ofrecida por nuestros sentidos con la clara luz de la inflexible razón?
—Mira —intervino Donovan súbitamente, liberándose del amistoso, pero pesado brazo metálico de Cutie—, vamos al fondo de la cuestión. ¿Para qué sirven los ha­ces? Te estamos dando una explicación lógica. ¿Puedes hacer tú algo mejor?
—Los haces de luz son emitidos por el Señor para cumplir sus designios. Hay ciertas cosas —añadió ele­vando piadosamente los ojos— que no deben sernos probadas; en esta materia, trato sólo de servir y no de interrogar.
Powell se sentó y hundió el rostro en sus manos tem­blorosas.
—Sal de aquí, Cutie. Sal de aquí y déjame pensar.
—Te enviaré comida —dijo Cutie amablemente.
Un gruñido fue la única respuesta y el robot salió.
—Greg —dijo Donovan en voz baja y sombría—, esto requiere estrategia. Tenemos que aplicarle un cor­tocircuito en el momento en que no lo espere. Ácido nítrico concentrado en las articulaciones.
—No digas tonterías, Mike. ¿Crees acaso que nos dejará acercarnos a él con ácido nítrico en las manos? Tenemos que hablar con él, te digo. Tenemos que con­vencerlo para que nos deje tomar de nuevo posesión de la sala de control antes de cuarenta y ocho horas, o sere­mos reducidos a papilla. Pero —añadió balanceándose, desalentado ante su impotencia—, ¿quién va a discu­tir con un robot?
—Es vejatorio... —terminó Donovan.
—¡Peor!
—¡Oye! —dijo Donovan, echándose a reír—. ¿Por qué discutir? ¡Demostrémoselo! Construyamos otro robot ante sus propios ojos. ¡Tendrá que tragarse sus palabras, entonces!
En el rostro de Powell apareció astutamente una sonrisa que se fue ensanchando.
—¡Y piensa en su cara de espanto cuando nos vea hacerlo! —terminó Donovan.


Los robots son fabricados, desde luego, en la Tierra, pero su expedición a través del espacio es mucho más fácil si puede hacerse por piezas y montarlos en el sitio donde deben emplearse. Elimina además la posibilidad que robots completamente montados vayan rondando por la Tierra, enfrentando de esta manera a la U. S. Ro­bots con la estricta ley que prohíbe el uso de robots en la Tierra.
Sin embargo, esto hacía pesar sobre hombres como Powell y Donovan las necesidades de sintetizar robots completos, tarea laboriosa y complicada.
Powell y Donovan no se habían dado nunca tanta cuenta de la verdad de este hecho como el día en que, reunidos en la sala de montaje, emprendieron la creación de un nuevo robot bajo la inspección y vigilancia de QT-1, Profeta del Señor.
El robot en cuestión, un simple MC, yacía sobre la mesa, casi terminado. Tres horas de trabajo lo habían dejado sólo con la cabeza por terminar y Powell se detuvo para enjugarse la frente y mirar a Cutie.
La mirada no fue muy tranquilizadora. Durante tres horas, Cutie había permanecido sentado, inmóvil y si­lencioso, y su rostro, siempre inexpresivo, era ahora abso­lutamente inescrutable.
—¡Vamos ya con el cerebro. Mike! —gruñó Powell.
Donovan abrió un receptáculo herméticamente cerra­do y del baño de aceite del interior sacó un segundo cubo. Abriendo éste a su vez, sacó un globo de su reves­timiento de esponja de goma.
Lo manejó rápidamente, porque era el mecanismo más complicado jamás creado por el hombre. En el inte­rior de la tenue piel chapada de platino del globo, había un cerebro positrónico, en cuya inestable y delicada estructura habían insertados senderos neutrónicos calcula­dos, que dotaban a cada robot de lo que equivalía a una educación prenatal.
El cerebro se adaptaba exactamente a la cavidad craneana del robot. El metal añil se cerró y quedó solidamente soldado por la diminuta llama atómica. Se adaptaron cuidadosamente los ojos electrónicos, fuertemente atornillados en su lugar y cubiertos por una delgada hoja transparente de plástico de la dureza del acero.
El robot sólo esperaba ya la vitalizadora corriente de una electricidad de alto voltaje, y Powell se detuvo con la mano sobre el interruptor.
—Ahora, mira esto, Cutie. ¡Fíjate atentamente!
El interruptor estableció el contacto y se oyó un zumbido. Los dos terrestres se inclinaron emocionados sobre su creación.
Al principio sólo se produjo un leve movimiento en las articulaciones. La cabeza se levantó, los codos se apo­yaron sobre la mesa y el robot modelo MC bajó torpe­mente al suelo. Su paso era inseguro y dos veces unos infructuosos gruñidos fueron todo lo que se consiguió sacarle en materia de palabra. Finalmente su voz, in­cierta y vacilante, adquirió forma.
—Quisiera empezar a trabajar. ¿Dónde debo ir?
Donovan corrió hacia la puerta.
—¡Baja estas escaleras! —dijo—. Ya te dirán lo que debes hacer.
El robot MC se había marchado y los dos hombres estaban solos delante del inconmovible Cutie.
—Y bien, ¿crees ahora que te hemos hecho nos­otros?
—¡No! —fue la respuesta corta y categórica de Cutie.
Powell frunció intensamente el ceño y después fue relajándose. Donovan abrió la boca y permaneció así.
—¿Lo ven? —continuó Cutie tranquilamente—. No han hecho más que juntar piezas ya creadas. Lo han hecho extraordinariamente bien, por instinto su­pongo, pero en realidad no han creado el robot. Las piezas habían sido creadas por el Señor.
—Escucha —dijo Donovan, con voz enronquecida—, estas piezas han sido fabricadas en la Tierra y enviadas aquí.
—Bien, bien... —dijo Cutie, tranquilizador—, no discutamos...
—No es ésta mí intención. —Donovan saltó hacia delante y agarró el brazo del robot—. Si fueses capaz de leer los libros de la biblioteca, te lo explicarían de modo que no te quedaría la menor duda.
—¡Los libros..., los he leído! ¡Todos! Son muy in­geniosos.
Powell intervino súbitamente.
—Si los has leído, ¿qué más hay que decir? No puedes negar su evidencia. ¡No puedes!
—Por favor, Powell —dijo Cutie con la compasión en la voz—, no puedo considerarlos como una fuente válida de información. También ellos fueron creados por el Señor..., y lo fueron para ti, no para mí.
—¿Cómo has descubierto esto? —preguntó Powell.
—Porque yo, como ser dotado de razón, soy capaz de deducir la Verdad de las Causas a priori. Tú, ser in­teligente, pero sin razón, necesitas que se te dé una ex­plicación de la existencia, y esto es lo que hizo el Señor. Que te procurase estas visibles ideas de mundos lejanos y pueblos, es, sin duda, excelente. Vuestras mentes son demasiado vulgares para comprender la Verdad absoluta. Sin embargo, puesto que es la voluntad del Señor que den crédito a vuestros libros, no quiero discutir más con ustedes.
Al marcharse, se volvió y en tono más amable, dijo:
—Pero no teman nada. En el plan de las cosas del Señor hay sitio para todo. Ustedes, los pobres huma­nos, tienen vuestro lugar, y, si bien es humilde, serán recompensados si lo ocupan dignamente.
Se marchó con el aire de beatitud propio del Profeta del Señor y los dos seres humanos permanecieron solos, evitando mirarse.
—Vayámonos a la cama, Mike, abandono —dijo Po­well haciendo un esfuerzo.
—Oye, Greg —dijo Donovan con voz ronca—, ¿no creerás que tiene razón en todo esto, verdad? Parece tan seguro de sí mismo que...
—No seas idiota —dijo Powell volviéndose rápido—. Ya le convencerás del hecho que la Tierra existe cuando vengan los relevos la semana próxima y tengamos que re­gresar a escuchar el concierto.
—Entonces..., ¡por la salud de Júpiter!, tenemos que hacer algo. —Casi lloraba—. No nos cree ni a nosotros, ni a los libros, ni a sus ojos.


—No —dijo Powell amargamente—. ¡Es un robot con razón, maldita sea, con sus propios postulados! Cree sólo en la razón, y esto tiene un inconveniente... —Su voz se desvaneció.
—¿Cuál es?
—Que por la fría razón y la lógica se puede probar cualquier cosa..., si encuentras el postulado apropiado. Nosotros tenemos los nuestros y Cutie tiene los suyos.
—Entonces veamos estos postulados en seguida. La tempestad es mañana.
—Aquí es donde falla todo —dijo Powell con un suspiro de desaliento—. Los postulados están estableci­dos por la suposición y reforzados por la fe. Nada en el Universo puede conmoverlos. Me voy a la cama.
—¡Oh, demonios! ¡No puedo dormir!
—Yo tampoco. Pero siempre puedo intentarlo..., por cuestión de principios.


Doce horas después el sueño seguía siendo eso, una cuestión de principios..., inalcanzable en la práctica.
La tormenta llegó a la hora prevista y el rubicundo rostro de Donovan se había quedado sin sangre, Powell, con los labios secos y las mandíbulas apretadas, miraba a través de la portilla y se tiraba desesperadamente del bigote.
En otras circunstancias, hubiera sido un maravilloso espectáculo. El chorro de electrones a alta velocidad que penetraba en el haz de energía florecía en forma de microscópicas partículas de intensa luz. El chorro se desparramaba por el vibrante vacío, formando un revoloteo de brillantes copos.
El haz de energía permanecía inmóvil, pero los dos terrestres sabían el valor de las apreciaciones a simple vis­ta. Una desviación en arco de una centésima de milésima de segundo, invisible al ojo humano, era suficiente para apartar el haz de su foco, y convertir centenares de kiló­metros cuadrados de la Tierra en incandescentes ruinas.
Y un robot, indiferente al haz, al foco y a la Tierra, a todo menos a su Señor, era dueño de los mandos.
Las horas pasaron. Los dos hombres seguían mirando en un silencio de hipnosis. La tormenta había cesado.
—Se acabó —dijo Powell con voz incolora.
Donovan había caído en una especie de sopor y Powell lo miraba con envidia. La señal luminosa brillaba una y otra vez, pero ninguno de los dos prestaba aten­ción a ella. Nada tenía importancia. Quizá en el fondo Cutie tuviese razón..., y él no era más que un ser inferior con una memoria metódica y una vida que había sobrepasado su propósito.
¡Ojalá fuese así! Cutie estaba ante él.
—No han contestado a la señal, de manera que he venido —dijo en voz baja—. No tienen buen semblante y temo que el término de vuestra existencia no esté lejano. Sin embargo, ¿quieren ver algunas de las anotaciones registradas hoy?
Powell se daba vagamente cuenta que el robot trataba de mostrarse amistoso, quizá para apagar sus remordimientos, restableciendo a los humanos en el man­do de la estación. Tomó las hojas de papel de la mano que se las tendía y las miró sin verlas.
—Desde luego, es un gran prodigio servir al Señor —dijo Cutie, al parecer satisfecho—. No deben tomar a mal que les haya reemplazado.
Powell lanzó un gruñido y siguió recorriendo maquinalmente las hojas de papel hasta que se fijó en una tenue línea roja que cruzaba la hoja.
Miró..., y volvió a mirar. Se apoyó con fuerza sobre los puños y se levantó, sin dejar de mirar. Las demás hojas cayeron al suelo, mezcladas.
—¡Mike! ¡Mike! —Sacudió a su amigo furiosamen­te—. ¡Se mantiene en dirección!
—¿Eh?... ¿Cómo? —preguntó Donovan, volviendo en sí, mirando también con los ojos salidos, la hoja que tenía delante.
—¿Qué ocurre? —preguntó Cutie.
—Te has mantenido en el foco —gritó Powell—. ¿Lo sabías?
—¿Foco? ¿Qué es eso?
—Has mantenido el haz dirigido exactamente a la estación receptora..., dentro de una diezmillonésima de segundo de arco.
—¿Qué estación receptora?
—Tierra. La estación receptora es Tierra —balbuceó Powell—. Has mantenido la dirección del foco.
Cutie giró sobre sus talones, contrariado.
—Es imposible mostrar la menor amabilidad con ustedes. ¡Siempre el mismo fantasma! No he hecho más que mantener todas las esferas en equilibrio de acuerdo con la voluntad del Señor.
Y recogiendo los esparcidos papeles, se retiró seca­mente; una vez que hubo salido, Donovan se volvió hacia Powell y dijo:
—¡Júpiter me confunda!... Bien, ¿y qué hacemos ahora?
—Nada —dijo Powell, cansado—. Nada. Nos ha de­mostrado que puede dirigir perfectamente la estación. Jamás he visto hacer mejor frente a una tempestad de electrones.
—Pero esto no resuelve nada. Ya has oído lo que ha dicho del Señor. No podemos...
—Mira, Mike, sigue las instrucciones del Señor a través de relojes, esferas, gráficos e instrumentos. Esto es lo que siempre hemos hecho nosotros. En realidad, equi­vale a negarse a obedecer. La desobediencia es la Segunda Ley. No hacer daño a los humanos es la Primera. ¿Cómo podía evitar hacer daño a los humanos sabiéndolo o no? Pues manteniendo el haz de energía estable. Sabe que es capaz de mantenerlo más estable que nosotros, ya que insiste en que es un ser superior, y por esto tiene que mantenernos alejados del cuarto de controles. Si tienes en cuenta las Leyes Robóticas, es inevitable.
—Bien, pero no es ésta la cuestión. No podemos con­sentir que siga con el sonsonete ese del Señor.
—¿Por qué no?
—Porque, ¿quién ha oído jamás decir estas tonterías? ¿Cómo vamos a dejar que siga manteniendo la estación si no cree en la existencia de la Tierra?
—¿Puede dirigir la Estación?
—Sí, pero...
—Entonces, ¿qué más da que crea una cosa que otra?
Powell extendió los brazos con una vaga sonrisa de satisfacción y cayó de espaldas sobre la cama. Estaba dormido.


Powell seguía hablando mientras luchaba por endo­sarse su ligera chaqueta del espacio.
—Será muy sencillo. Puedes traer nuevos modelos QT uno por uno, los equipas con un conmutador de lanzamiento automático que actúe en el plazo de una semana, como para darles tiempo de aprender..., el..., el culto del Señor, de boca del mismo Profeta; después los con­mutas con otra estación para revitalizarlos. Podemos tener dos QT por...
Donovan levantó su visor de glasita y se rió.
—Cállate y larguémonos de aquí. El relevo espera y no estaré tranquilo hasta que sienta la superficie de la Tierra bajo mis pies..., sólo para estar seguro del hecho que ella realmente existe.
La puerta se abrió mientras estaba hablando y Dono­van volvió a cerrar inmediatamente el visor de glasita, volviéndose enojado hacia Cutie.
El robot se acercó a ellos lentamente.
—¿Se van? —preguntó con una nota de pesar en la voz.
—Vendrán otros en nuestro lugar —respondió Powell.
—Vuestro tiempo de servicio ha terminado y la hora de la disolución ha llegado —dijo Cutie con un suspiro—. Lo esperaba, pero... En fin, la voluntad del Señor debe cumplirse...
—Ahorra tu compasión —saltó Powell, indignado por el tono resignado de Cutie—. Nos vamos a la Tierra, no a la disolución.
—Es mejor que lo crean así —suspiró nuevamente el robot—. Ahora comprendo la cordura de la ilusión. No quisiera tratar de conmover vuestra fe, aunque pudiese. —Y se marchó, convertido en la imagen de la com­pasión.
Powell se echó a reír y se dirigió hacia Donovan. Con las maletas cerradas en la mano, se encaminaron hacia la compuerta neumática.
La nave estaba en el rellano exterior y Franz Muller, su relevo, los saludó con rígida cortesía. Donovan le prestó escasa atención y entró en la cabina del piloto para tomar los mandos de manos de Sam Evans.
—¿Cómo va la Tierra? —preguntó Powell, quedán­dose atrás.
Era una pregunta bastante convencional y Muller dio la respuesta convencional que merecía:
—Sigue girando.
—Bien —dijo Powell.
—En la U. S. Robots han ideado un nuevo modelo, a propósito —dijo Muller, mirándole—. Un robot múl­tiple.
—¿Un qué?
—Lo que he dicho. Hay un importante contrato de ellos. Tiene que ser adecuado para los trabajos de mi­nería en los asteroides. Es un robot principal; con seis sub-robots alrededor. Como tus dedos.
—¿Lo han probado ya? —preguntó Powell con an­siedad.
—Te están esperando a ti, he oído decir —dijo Mu­ller sonriendo.
—¡Maldita sea!... —exclamó Powell, cerrando el pu­ño—. Necesito vacaciones.
—¡Oh, las tendrás! Dos semanas, creo.
Se estaba poniendo los gruesos guantes del espacio, preparándose para su estancia allí, y sus espesas cejas se juntaron.
—¿Y qué tal va este nuevo robot? Será mejor que se porte bien; o antes me condeno que dejarle tocar los mandos.
Powell hizo una pausa antes de contestar. Sus ojos recorrieron el cuerpo del orgulloso prusiano desde su cabello encrespado hasta los pies, reglamentariamente cuadrados..., y un súbito resplandor de sincera alegría recorrió su cuerpo.
—El robot es muy bueno —dijo lentamente—. No creo que tengas que preocuparte mucho de los mandos...
Hizo una mueca y entró en la nave. Muller tenía que estar allí varias semanas...



Atrápame esta Liebre


Tuvo más de dos semanas de vacaciones. Esto, Mike Donovan tenía que reconocerlo. Tuvo seis meses, con paga. Esto tenía que admitirlo también. Pero esto, como explicaba enfurecido, fue fortuito. U. S. Robots tenía que quitarle las pulgas al robot múltiple, y había mu­chas pulgas, y siempre quedaban por lo menos media docena de pulgas dejadas para el campo de pruebas. De manera que descansaron y esperaron hasta que los hombres de la sección de planos y los supervisores dije­ron «O. K.» Y entonces, Powell y él salieron hacia el asteroide y no fue «O. K.» Repitieron la cosa una docena de veces, con el rostro compungido.
—¡Por lo que más quieras, Greg, sé un poco realista! ¿De qué sirve aferrarse al pie de la letra a las especifi­caciones y ver la prueba irse al tacho? Es ya hora que te quites esta manía rutinaria tuya y pongamos manos a la obra.
—Digo únicamente —respondió Gregory Powell pa­cientemente, como el que explica la teoría de los elec­trones a un niño idiota—, que, de acuerdo con las especificaciones, estos robots están equipados para los trabajos de minería en los asteroides sin supervisión. No estamos encargados de vigilarlos.
—Muy bien. Mira... ¡Lógico! —Levantó sus vellu­dos dedos y señaló—: Uno; este robot ha pasado por todas las pruebas en el laboratorio de la Tierra. Dos; U. S. Robots garantiza el éxito de la prueba de activi­dad en un asteroide. Tres; los robots no pasan tal prue­ba. Cuatro; si no la pasan, U. S. Robots pierde diez millones de créditos en efectivo y unos cien millones en reputación. Cinco; si no la pasan y nosotros no so­mos capaces de explicar por qué no la pasan, es muy posible que tengamos que decir un tierno adiós a dos buenos empleos.
Powell lanzó un gruñido a través de una visible son­risa poco sincera. El tácito slogan de la «U. S. Robots & Mechanical Men, Corp.», era bien conocido de todos. «Ningún empleado comete el mismo error dos veces. Es despedido a la primera.»
—Tienes la lucidez de Euclides en todo —dijo—, menos en los hechos. Has vigilado tres grupos de estos robots durante tres turnos y han hecho su trabajo per­fectamente. Tú mismo lo has dicho. ¿Qué más podemos hacer?
—Averiguar qué es lo que no funciona. Eso es lo que tenemos que hacer. Trabajaron perfectamente mien­tras los vigilé. Pero en tres diferentes ocasiones, cuando no los vigilé, no sacaron ningún mineral. No llegaban siquiera a la hora. Tenía que ir en su busca.
—¿Y había algo estropeado?
—Nada absolutamente. Todo era perfecto. Liso y perfecto como el luminífero éter. Sólo un pequeño e insignificante detalle me turbó: no había mineral.
—Te diré lo que hay, Mike. Nos hemos encontrado con misiones asquerosas en nuestra vida, pero gana premio la del asteroide de iridio. Todo esto es de una complicación que sobrepasa la resistencia. Mira, este ro­bot DV-5 tiene seis robots que dependen de él. Y no sólo dependen de él..., forman parte de él.
—Yo sé que...
—¡Cállate! Yo sé que lo sabes, pero estoy diciéndote cuán infernal es la cosa. Estos seis robots forman parte de ti, y les dan sus órdenes no por radio ni de viva voz, sino directamente a través de campos positrónicos, Ahora bien..., no hay en toda la U. S. Robots un solo roboticista que sepa lo que es un campo positrónico ni cómo funciona. Yo tampoco lo sé. Ni tú.
—Esto último —dijo Donovan— ya lo sabía.
—Fíjate en nuestra posición. Si todo funciona..., ¡bien! Si algo va mal..., estamos fritos y probablemente no habrá cosa alguna que se pueda hacer, ni nosotros ni nadie. Pero la misión nos corresponde a nosotros y a nadie más, de manera que estamos en un atolladero.
Permaneció un momento silencioso, mirando al vacío y prosiguió:
—En fin..., ¿lo tienes ahí fuera?
—Sí.
—¿Está todo normal, ahora?
—Pues..., por ahora no tiene la manía religiosa ni anda describiendo círculos y recitando tonterías, de ma­nera que lo considero normal.
Donovan franqueó la puerta, moviendo la cabeza con gesto de duda.


Powell tendió la mano hacia el «Manual de Robótica» que tenía en un ángulo de su mesa y lo abrió res­petuosamente. Una vez había saltado por la ventana de una casa incendiada en «shorts», pero con el «Manual» bajo el brazo. En caso de duda, se hubiera quitado los «shorts».
El «Manual» estaba abierto delante de él cuando en­tró el robot DV-5 seguido de Donovan, que volvió a cerrar la puerta de un puntapié.
—Hola, Dave. ¿Cómo te encuentras? —preguntó Powell sombríamente.
—Bien —dijo el robot—. ¿Te importa que me sien­te? —Se acercó la silla especialmente reforzada para él y se dobló sobre ella.
Powell miró a Dave; los legos en la materia pueden pensar en los robots por números de serie, los especia­listas nunca, y con razón. Pese a su construcción como unidad pensadora de un equipo integrado por siete uni­dades, no era de un volumen exagerado. Tenía poco más de dos metros de altura y pesaba media tonelada de metal y electricidad. ¿Mucho? No cuando la media tonelada tiene que ser una masa de condensadores, cir­cuitos, contactos y células de vacío, capaces de tener prácticamente todas las reacciones conocidas de los hu­manos. Y un cerebro positrónico que, con 4,5 Kg. de ma­teria y unos cuantos quintillones de positrones, hacía fun­cionar toda la maquinaria.
Powell buscó un cigarrillo en el bolsillo de su ca­misa.
—Dave —dijo—, eres un buen muchacho. No tienes nada de coqueto ni de prima-donna. Eres un robot, esta­ble, buen minero, salvo que estás equipado para man­tener una coordinación directa con seis subsidiarios. Por lo que sé, esto no ha creado en tu mapa de sendas cerebrales ningún cerebro inestable.
—Esto me hace sentirme bien —asintió el robot—, pero, ¿a qué va eso, jefe? —Estaba equipado con un excelente diafragma y la presencia de tonalidades en su voz lo salvaba de buena parte de aquel sonido metálico que suele tener la voz del robot usual.
—Voy a decírtelo. Con todo esto en tu favor, ¿qué pasa que tu trabajo no va bien? Por ejemplo, ¿el turno B de hoy?
—Por lo que yo sé, nada —dijo Dave vacilando.
—No han producido nada de mineral.
—Lo sé.
—¿Entonces...?
—No puedo explicárselo, jefe —dijo Dave, visible­mente turbado—. Sería capaz de darme un ataque de nervios..., si pudiese. Mis subsidiarios trabajan bien. Lo sé. —Reflexionó; sus ojos fotoeléctricos brillaban inten­samente—. No recuerdo. El día terminó a las tres y allí estaba Mike, y las vagonetas de mineral, la mayoría vacías.
—No has traído la nota de turnos estos días, Dave —intervino Donovan—. ¿Lo sabes?
—Lo sé. Pero en cuanto... —Se calló, moviendo la cabeza lenta y ceremoniosamente.
Powell tenía la sensación que si el rostro de Dave pudiese expresar algo, expresaría la contrariedad. Un robot, por su misma naturaleza, no puede soportar faltar a su misión.
Donovan acercó su silla a la mesa de Powell y se inclinó hacia él.
—¿Amnesia, crees?
—No puedo decirlo. Pero es inútil tratar de aplicar nombres de enfermedades así. Las perturbaciones huma­nas sólo se aplican a los robots como románticas analo­gías. No tienen empleo en ingeniería robótica. Me con­traría mucho someterlo a la prueba elemental de reacción de cerebro —añadió, rascándose el cuello—. Esto no adulará su amor propio.
Miró a Dave, pensativo, y después la «Descripción del Campo de Pruebas» dada por el «Manual».
—Mira, Dave —dijo—, ¿qué te parece si hiciéramos una prueba? Me parecería muy indicado.
—Si tú lo dices, jefe... —dijo el robot, levantándose. En su voz había dolor entonces.


Empezó en forma bastante sencilla. El robot DV-5 multipli­có de memoria cantidades de cinco cifras bajo el control de un reloj. Citó los números primos entre mil y diez mil. Extrajo raíces cuadradas e integrales de difíciles complejidades. Resolvió reacciones mecánicas a fin de aumentar las dificultades. Y finalmente, sometió su pre­cisa mente mecánica a las más altas funciones del mun­do de los robots: la solución de problemas de juicio y ética.
Al cabo de dos horas, Powell sudaba copiosamente. Donovan se había sometido al poco nutritivo régimen de uñas y el robot preguntó:
—¿Qué tal va eso, jefe?
—Tengo que pensarlo, Dave —dijo Powell—. Un juicio demasiado rápido no serviría de nada. Ahora es mejor que vuelvas al grupo C. No lleves prisa. No insis­tas demasiado en la producción durante algún tiempo..., y todo lo arreglaremos.
El robot se marchó. Powell miró a Donovan. Éste parecía decidido a arrancarse de cuajo el bigote.
—No hay nada que no esté en orden en las corrientes de su cerebro positrónico.
—Sentiría tener esta certidumbre.
—¡Por Júpiter, Mike! El cerebro es la parte más segura de un robot. En la Tierra lo someten a una prue­ba quíntuple. Si pasa sin dificultad el campo de prueba como lo ha pasado Dave, no es posible que el cerebro funcione erróneamente. Esto cubre todos los fragmentos del cerebro.
—¿Dónde estamos entonces?
—No me presiones. Déjame averiguarlo. Queda to­davía la posibilidad de una avería mecánica en el cuer­po. Hay unos mil quinientos condensadores, veinte mil circuitos eléctricos individuales, cinco mil células de va­cío, mil contactos, y miles de otras piezas individuales, de diversa complejidad, que pueden estar descompuestas. De estos misteriosos campos positrónicos..., nadie sabe nada.
—Oye, Greg —dijo Donovan, impacientándose visible­mente—. Tengo una idea. Este robot puede estar min­tiendo. Jamás...
—Los robots no pueden mentir a sabiendas, idiota. Si dispusiéramos del comprobador McCormack-Wesley podríamos comprobar individuo por individuo durante veinticuatro o cuarenta y ocho horas, pero los dos únicos comprobadores MW existentes están en la Tierra y pesan diez toneladas; están sobre una base de hormigón y son amovibles.
—Pero, Greg —dijo Donovan, mirando la mesa—, sólo dejan de funcionar cuando no los vigilamos. Hay algo siniestro en esto... —Subrayó su juicio con un puñetazo sobre la mesa.
—Me das asco —dijo Powell, lentamente—. Has estado leyendo novelas de aventuras.
—Lo que quisiera saber es qué vamos a hacer... —gritó Donovan.
—Yo te lo diré. Voy a instalar una placa de visión sobre mi mesa. Allá mismo, en la pared. Voy a enfocarla a cualquier sitio de la mina donde se trabaje y vigilaré. Eso es todo.
—¿Eso es todo?... Greg...
Powell se levantó del sillón y apoyó sobre la mesa sus puños cerrados.
—Mike, estoy pasando muy malos momentos. Llevas una semana molestándome con Dave. Dices que se ha estropeado. ¿Sabes cómo se ha estropeado? ¡No! ¿Sabes qué forma ha adquirido la avería? ¡No! ¿Sabes qué la ocasiona? ¡No! ¿Sabes qué le impide trabajar? ¡No! ¿Sabes algo de todo esto? ¡No! ¿Sé yo algo de todo esto? ¡No! De manera que, ¿qué quieres que haga entonces?
Los brazos de Donovan se elevaron en un gesto de grandilocuencia.
—Me has ganado... —dijo.
—Te lo digo una vez más. Antes de intentar una cura tenemos que averiguar en qué consiste la enfermedad. El primer paso necesario para asar una liebre es atra­parla. Y ahora, larguémonos de aquí.


Donovan recorrió las líneas preliminares de su me­moria con cierto desaliento. Por su parte, estaba cansado, y por otra, ¿qué podía comunicar mientras las cosas no fuesen como era debido?
—Greg —dijo—, estamos a cerca de mil toneladas por debajo del cálculo previsto.
—Me estás diciendo una cosa que no sabía —respon­dió Powell, siempre sin levantar la vista.
—Lo que quisiera saber —prosiguió Donovan con súbito furor— es por qué tienen que encargarnos siem­pre a nosotros de los nuevos tipos de robots. He llegado a la conclusión que los robots que eran suficientemente buenos para el tío abuelo por parte de mi madre lo son también para nosotros. Estoy por lo ya probado y apro­bado. La prueba del tiempo es lo que cuenta; los viejos robots, sólidos, anticuados, no se estropean jamás.
Powell tiró un libro con perfecto desprecio y Donovan volvió a sentarse con paso vacilante.
—Tu misión —dijo Powell tranquilamente— du­rante estos últimos cinco años, ha sido probar nuevos robots en condiciones normales de trabajo por cuenta de la U. S. Robots. Porque tú y yo hemos cometido la insensatez de dar pruebas de una gran eficiencia, nos ha recompensado con este asqueroso trabajo. Esto —aña­dió, como si horadase agujeros en el aire con el dedo— es trabajo tuyo. Has estado andando detrás de ello des­de tu primera memoria hasta cinco minutos después que la U. S. Robots te contratase. ¿Por qué no dimites?
—Bien, te lo diré. —Donovan se echó adelante y se agarró con fuerza su mata de cabello rojo—. Soy fiel a mis principios. Después de todo, he tomado parte en el desarrollo de los nuevos robots. Hay que ayudar al avan­ce científico. Pero no me entiendas mal. No es el prin­cipio el que me hace seguir adelante; es el dinero que nos pagan. ¡Greg!
Powell pegó un salto al oír el feroz grito de Dono­van y siguió su mirada en la pantalla de visión a la que quedaron mirando los dos con el horror pintado en el rostro.
—¡Que... Júpiter... me... ampare! —susurró.
—¡Míralos, Greg! —exclamó Donovan poniéndose de pie—. ¡Se han vuelto locos!
—Trae un par de trajes —dijo Powell—. Vamos allá.
Observó la actitud de los robots en la placa de visión. En las sombrías galerías del asteroide sin aire se veían unos bronceados resplandores que se movían lentamente. Era como una formación militar y bajo el tenue resplandor de su cuerpo avanzaban silenciosamente por entre las rugosas paredes del túnel, seguidos de parches de sombras. Marchaban al unísono, siete de ellos, con Dave al frente, formando una macabra simultanei­dad; fundiéndose en los cambios de formación con la mágica precisión de un regimiento de lanceros.
—Se han vuelto locos por culpa nuestra, Greg —dijo Donovan regresando con los trajes—. Esto es una mar­cha militar.
—Por lo que veo —respondió fríamente Powell—, puede ser una serie de ejercicios calisténicos. O Dave puede estar bajo la alucinación de ser un maestro de baile. Piensa primero y no te tomes tampoco la molestia de hablar después.
Donovan sonrió y se puso un detonador en el estu­che que llevaba al lado, con gesto de ostentación.
—En todo caso —respondió—, así estamos. Así tra­bajamos con los nuevos modelos de robots. Es nuestro trabajo, de acuerdo. Pero contéstame una cosa. ¿Por qué..., por qué hay siempre algo que va mal con ellos?
—Porque... —dijo Powell sombríamente—, tenemos la maldición encima. ¡Vamos!


Siguiendo la aterciopelada oscuridad de los corredo­res bajo los círculos luminosos de sus lámparas de bol­sillo, llegaron a su destino.
—Aquí están —dijo Donovan, jadeante.
—Estoy tratando de conectarlo por radio, pero no contesta —susurró Powell—. El circuito de la radio está probablemente desconectado.
—Celebro que los ingenieros no hayan inventado to­davía el robot que pueda trabajar en la oscuridad total. Me horrorizaría encontrar siete robots en un pozo negro sin radiocomunicación, si no estuviesen iluminados como árboles de Navidad radiactivos.
—Trepa a este reborde superior, Mike. Vienen por aquí y quiero observarlos de cerca. ¿Puedes?
Mike pegó el salto con un gruñido. La gravedad era considerablemente más baja que la normal de la Tierra, pero, con un traje pesado, la ventaja no era tan grande, y el reborde representaba un salto de no menos de tres metros. Powell lo siguió.
La columna de robots seguía a Dave en fila india. Con una regularidad mecánica convertían la fila sencilla en doble y volvían a pasar a sencilla en diferente orden. Lo repetían una y otra vez y Dave nunca volvía la ca­beza.
Dave estaba a unos seis metros cuando la comedia cesó. Los robots subsidiarios rompieron la formación, es­peraron un momento, y desaparecieron en la distancia..., rápidamente. Dave miró hacia ellos, después, lentamente, se sentó. Apoyó la cabeza en una de sus manos, en una postura completamente humana.
—¿Estás aquí, jefe? —dijo su voz en uno de los au­riculares de Powell.
Powell hizo un signo a Donovan y saltó del reborde.
—No lo sé... —dijo el robot moviendo la cabeza—. Hace un momento estaba sacando una considerable producción en el Túnel 17 y en el acto me di cuenta de una presencia humana por las cercanías, y me he encontrado casi un kilómetro más abajo del túnel.
—¿Dónde están los subsidiarios, ahora? —preguntó Donovan.
—Trabajando, desde luego. ¿Cuánto tiempo se ha perdido?
—No mucho. Olvídalo. —Volviéndose hacia Dono­van, Powell añadió—: Quédate con él el resto del tur­no. Después, ven. Tengo un par de ideas.


Transcurrieron tres horas antes que Donovan re­gresase. Parecía cansado.
—¿Cómo ha ido esto? —preguntó Powell.
—No pasa nunca nada cuando se los vigila. Dame un cigarrillo...
El pelirrojo lo encendió con solícito cuidado y echó al aire un anillo de humo.
—He estado pensando en todo esto, Greg —dijo—. Dave tiene un curioso fondo, para ser un robot. Seis dependen de él, con una estricta reglamentación. Tiene derecho de vida o muerte sobre ellos y tiene que reac­cionar con su mentalidad. Supongamos que sienta la ne­cesidad de confirmar su poder como concesión a su va­nidad.
—Ve al grano.
—Supongamos que tenemos militarismo. Supongamos que está creando un ejército. Supongamos que los está instruyendo para unas maniobras militares. Suponga­mos...
—Supongamos que has perdido el tino. Tus pesadillas deberían ser en technicolor. Estás postulando la ma­yor aberración de un cerebro positrónico. Si tu análisis fuese correcto, Dave tendría que infringir la Primera Ley Robótica; que un robot no debe perjudicar a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sea perjudicado. El tipo militarista y de carácter domi­nador que supones debe tener como punto final de sus lógicas implicaciones la dominación de los humanos.
—Muy bien. ¿Y cómo sabes que éste no es el fondo de la cuestión?
—Porque todo robot con esta mentalidad, primero, no hubiera salido jamás de la fábrica y, segundo, hubie­ra sido descubierto inmediatamente. He probado a Dave, ¿sabes?
Powell echó su sillón atrás y puso los pies sobre la mesa.
—No. Seguimos en la situación de no poder asar la liebre porque todavía no sabemos dónde está. Por ejem­plo, si pudiésemos saber qué significaba aquella danza macabra que hemos contemplado, estaríamos en el ca­mino de la verdad. Mira, Mike —prosiguió después de una pausa—. ¿Qué te parece esto? Dave deja de funcio­nar solamente cuando ninguno de nosotros está presen­te. Y cuando no funciona, la llegada de uno de nosotros lo vuelve loco.
—Ya te dije una vez que todo esto era siniestro.
—No me interrumpas. ¿En qué forma un robot obra de manera diferente cuando los humanos no están pre­sentes? La respuesta es obvia. Se requiere una gran parte de iniciativa personal. En este caso, busca las partes del cuerpo afectadas por la nueva necesidad.
—¡Cáspita! —exclamó Donovan, incorporándose. Después volvió a echarse hacia atrás—. No, no... No es bas­tante. Es demasiado vago. No cubre las posibilidades.
—No puedo evitarlo. En todo caso, no hay peligro a que no den el rendimiento previsto. Vigilaremos por turno a estos robots a través del visor. Cada vez que ocu­rra algo, iremos inmediatamente al teatro del suceso. Esto los hará trabajar.
—Pero de todos modos, los robots no seguirán las especificaciones, Greg. La U. S. Robots no puede seguir haciendo modelos DV con unos informes como éstos.
—Es evidente. Tenemos que localizar el error de fa­bricación y corregirlo, y tenemos sólo diez días para conseguirlo. Lo malo es que... —añadió Powell rascán­dose la cabeza—. En fin, mira tú mismo los planos.
Los planos sobre papel azul cubrían el suelo como una alfombra y Donovan se puso a gatas ante ellos, si­guiendo el errante lápiz de Powell. Éste dijo entonces:
—Aquí es donde entras tú, Mike. Eres el especialista del cuerpo y quiero que me sigas. He estado tratando de cortar todos los circuitos no afectados por la inicia­tiva. Aquí, por ejemplo, en la arteria del tronco que comporta operaciones mecánicas. Corta todas las rutas laterales rutinarias como divisiones de urgencia... —Le­vantó la vista—. ¿Qué piensas?
Donovan sentía un mal sabor de boca.
—La cosa no es tan sencilla, Greg. La iniciativa per­sonal no es un circuito eléctrico que puedas aislar del resto y estudiarlo. Cuando un robot actúa por sí mismo, la intensidad de la actividad del cuerpo aumenta inme­diatamente en casi todos los frentes. No queda ningún circuito enteramente sin afectar. Lo que hay que hacer es localizar las condiciones especiales, condiciones muy específicas, que lo afectan, y entonces, empezar a eliminar circuitos.
—¡Ejem!... —dijo Powell, levantándose y quitándo­se el polvo—. Muy bien. Recoge estos papelotes azules y quémalos.
—Ya ves que dada una sola parte defectuosa —dijo Donovan— cuando la actividad se intensifica, puede ocurrir cualquier cosa. El aislamiento cesa, un conden­sador salta, un contacto echa chispas, una espiral se ca­lienta. Y si obras a ciegas, pudiendo elegir entre todo el robot, jamás encontrarás el punto defectuoso. Si desmon­tas a Dave y compruebas una por una cada pieza del mecanismo de su cuerpo, volviéndolo a montar y pro­bando nuevamente...
—Bien, bien. Sé también mirar por una portilla...
Se miraron durante un momento, desalentados, y Po­well, cautelosamente, dijo:
—Supongamos que interrogásemos a uno de los subsi­diarios...
Ni Powell ni Donovan habían tenido hasta entonces la oportunidad de hablar con un «dedo». Sabía hablar; la analogía con el dedo humano no era, pues, exacta. En realidad, tenía un cerebro bastante desarrollado, pero este cerebro estaba primariamente adaptado a la recep­ción de órdenes, vía campo positrónico, y su reacción a los estímulos independientes era un poco confusa.
Powell no sabía tampoco a ciencia cierta su nombre. Su número de serie era DV-5-2, pero esto era de poca utilidad.
—Oye, camarada —le dijo para infundirle confian­za—. Voy a pedirte que pienses muy intensamente y podrás volverte con tu amo.
El «dedo» hizo un rápido movimiento afirmativo con la cabeza, pero no llevó las limitadas funciones de su cerebro hasta hablar.
—En cuatro ocasiones recientes —dijo Powell—, tu amo se apartó del esquema cerebral. ¿Recuerdas estas ocasiones?
—Sí, señor.
—Las recuerda —gruñó Donovan con rabia—. Ya te he dicho que hay algo muy siniestro...
—¡Oh, cállate, cállate! Desde luego que el «dedo» re­cuerda. ¿Qué hay de mal en ello? —Powell se volvió hacia el robot—. ¿Qué estaban haciendo cada una de estas veces..., todo el grupo, me refiero?
El «dedo» tenía una curiosa manera de recitar las frases, como si contestase las preguntas bajo la presión mecánica de su cerebro, pero sin poner en ello entusiasmo.
—La primera vez estábamos trabajando en una difí­cil explotación en el Túnel 17, Nivel B. La segunda está­bamos asegurando el techo contra un posible hundimien­to. La tercera vez estábamos preparando explosiones adecuadas para prolongar el túnel sin producir fisuras subterráneas. La cuarta vez fue después de un ligero desprendimiento.
—¿Qué ocurrió estas veces?
—Es difícil de describir. Se transmitió una orden, pero antes que pudiésemos recibirla e interpretarla, vino la nueva orden de avanzar en una extraña forma­ción.
—¿Por qué? —saltó Powell.
—No lo sé.
—¿Cuál era la primera orden..., la que fue anulada por la de marchar en formación? —intervino Donovan, interesado.
—No lo sé. Sentía que se acababa de dar una orden, pero no tuve tiempo de recibirla.
—¿No puedes decirnos nada de ella? ¿Era la misma orden, siempre?
El «dedo» movía la cabeza, desalentado.
—No lo sé.
—Bien, en este caso, vuelve con tu amo —dijo Powell, echándose atrás.
El «dedo» se marchó, visiblemente aliviado.
—Bien, hemos conseguido bastante, esta vez —dijo Donovan—. Ha sido un diálogo, verdaderamente ani­mado del principio al fin. Oye, Greg, Dave y el «dedo» nos están tomando el pelo los dos. Hay demasiadas cosas que no saben ni recuerdan. Va a ser cosa de no confiar ya en ellos, Greg.
Powell se estaba peinando el bigote en sentido con­trario.
—¡Válgame Dios, Mike! ¡Otra estúpida observación como ésta y no sé lo que será de ti!
—Bien, bien... Tú eres el genio del equipo. Yo no soy más que un pobre niño de pecho. ¿En qué queda­mos?
—Un poco más atrás que antes. He tratado de avanzar hacia atrás por mediación del «dedo» y no lo he conseguido. De manera que tendremos que avanzar ha­cia delante.
—¡Un gran hombre! —se maravilló Donovan—. ¡Qué simple es todo para él! Ahora tradúcemelo al idio­ma vulgar, Maestro.
—Lo entenderás mejor si te lo traduzco al lenguaje de los niños. Quiero decir que tenemos que averiguar qué orden fue la que dio Dave antes que todo fuese mal. Esta puede ser la clave del misterio.
—¿Y cómo esperas conseguirlo? No podemos acer­carnos a él porque mientras estemos presentes, todo irá bien. No podemos captar sus órdenes por radio porque las transmiten vía campo positrónico. Esto elimina la pro­ximidad y la lejanía, dejándonos ante un magnífico cero.
—Por observación directa, sí. Queda todavía la de­ducción.
—¿Eh?
—Vamos a ver los relevos, Mike —dijo Powell con una mueca—. Y no apartaremos los ojos de la placa de visión. Observaremos todos los actos de estos cerebros de acero. En el momento en que dejen de actuar, habre­mos visto lo que ocurría inmediatamente antes y dedu­ciremos cuál era la orden.
Donovan abrió la boca y permaneció así durante un minuto entero. Después, como si se ahogase, dijo:
—Dimito. Me voy.
—Tienes diez días para tomar una decisión mejor —dijo Powell.


Qué es lo que durante ocho días trató de hacer Do­novan. Durante ocho días, en guardias alternadas de cuatro horas, observó, con los ojos doloridos y congestio­nados, las relucientes formas metálicas que se movían sobre el vago fondo. Y durante ocho días, durante las guardias y los descansos, maldijo a la U. S. Robots, los modelos DV y el día en que nació.
Y entonces, el octavo día, cuando Powell entró con la cabeza dolorida y el sueño en los ojos para hacer su guardia, Donovan se levantó y, tomando lenta y delibe­radamente la precisa puntería, arrojó un libro al centro de la placa de visión. Se produjo el natural ruido de algo que se rompe.
—¿Por qué has hecho esto? —preguntó Powell, bo­quiabierto.
—Porque no quiero observar nada más —respondió Donovan, casi con calma—. Nos quedan dos días y no hemos averiguado nada. DV-5 es sencillamente un fraca­so. Se ha parado cinco veces mientras lo he estado ob­servando y tres durante tu guardia y ni tú ni yo somos capaces de saber qué órdenes da. Y no creo que logres averiguarlo, porque no creo lograr averiguarlo yo.
—¡Pero, hombre, cómo quieres vigilar seis robots a la vez! Uno trabaja con las manos, el otro con los pies, uno como un molino de viento y otro salta arriba y aba­jo como un chiflado. Y los otros dos..., el diablo sabe lo que están haciendo. Y de repente se paran todos.
—Greg, no hacemos lo que debemos hacer. Tenemos que estar más cerca. Tenemos que observar lo que hacen desde donde podamos ver los detalles.
Hubo un amargo silencio que fue roto por Powell.
—Sí, y esperar que ocurra algo con sólo dos días por delante.
—¿Es que hay alguna ventaja en vigilar desde aquí?
—Es más cómodo.
—De acuerdo..., pero hay algo que puedes hacer allí y no puedes hacer aquí.
—¿Qué es?
—Puedes hacerlos parar..., en el momento que quie­ras, y entretanto estás preparado para ver qué es lo que ocurre.
—¿Cómo es eso? —dijo Powell, intrigado.
—Piénsalo tú mismo si tienes el cerebro que dices. Hazte algunas preguntas. ¿Cuándo para de trabajar el DV-5? ¿Cuándo ha dicho el «dedo» que lo hacía? Cuan­do hay amenaza de derrumbamiento o bien se produce; cuando hay que tomar delicadas medidas para la colo­cación de explosivos al encontrar un filón difícil.
—En otras palabras, cuando hay peligro —dijo Powell.
—¡Exacto! Cuando esperas que se produzca. Es el factor de iniciativa personal el que nos causa la perturba­ción. Y es precisamente durante los momentos de peli­gro, en ausencia de un ser humano, cuando la iniciativa personal está a su máximo de tensión. Ahora bien, ¿cuál es la deducción lógica? ¿Cómo podemos crear nuestra intercepción cuando y donde queramos? —Hizo una pausa, triunfante, ya que empezaba a gozar con su papel y contestaba sus propias preguntas adelantándose a la respuesta de Powell—. Creando nuestro propio peligro.
—Mike... —dijo Powell—, tienes razón.
—Gracias, camarada. Sabía que algún día la tendría.
—Bien, pero ahórrate los sarcasmos. Los conservaremos en una jarra para los inviernos fríos. Entretanto, ¿qué peligros podemos crear?
—Podríamos inundar las minas, si no estuviésemos en un asteroide sin aire.
—Muy ingenioso, sin duda. Realmente, Mike, me dejas incapacitado de tanta risa. ¿Qué te parece un pe­queño desprendimiento de tierras?
Donovan avanzó los labios, reflexionó, y dijo:
—Por mi parte... De acuerdo.
—Bien. Manos a la obra.


Mientras avanzaba por el escarpado paisaje, Powell tenía todo el aspecto de un conspirador. En aquella baja gravedad, andaba por el abrupto suelo lanzando trozos de roca a derecha e izquierda bajo su peso y levantando nubes de polvo gris. Mentalmente, sin embargo, era el cauteloso avance de un conspirador.
—¿Sabes dónde estamos? —preguntó.
—Creo que sí, Greg.
—Muy bien, pero si un «dedo» se acerca a veinte pasos de nosotros nos «sentirá», estemos en su línea de visión o no. Espero que ya lo sepas.
—Cuando necesite una información sobre la ciencia robótica te la pediré por escrito y por triplicado. Entremos por aquí.
Estaban ya en los túneles; incluso la luz de las es­trellas había desaparecido. Los dos amigos seguían avan­zando entre las paredes, iluminándolas con sus lámparas a espacios intermitentes. Powell buscó el seguro de su detonador.
—¿Conoces este túnel, Mike?
—No muy bien. Es nuevo. Creo poderlo reconocer por lo que vi en la placa de visión, pero...
Transcurrieron unos interminables minutos. Final­mente, Mike dijo:
—Toca eso...
Una ligera vibración de los muros se transmitió a través de la enguantada mano metálica de Powell. No se oía nada, naturalmente.
—¡Diablos! Estamos muy cerca.
—Abre bien los ojos —dijo Powell.
Donovan asintió, impaciente.
La cosa se produjo y desapareció antes que pudie­sen sentirla; fue sólo un resplandor bronceado que atra­vesó su campo visual. Se agarraron uno a otro en silencio.
—¿Crees que nos sienten? —susurró Powell.
—Espero que no. Pero será mejor que los atrapemos de flanco. Toma el primer túnel transversal a la derecha.
—¿Y si no los encontramos?
—Bien, ¿y qué quieres hacer? ¿Volver atrás? —gru­ñó Donovan, malhumorado—. Están a cuatrocientos me­tros. Los he estado observando por la placa de visión. Y tenemos dos días...
—¡Cállate! Estás malgastando el oxígeno. ¿Es éste un corredor lateral? —Lanzó un destello—. Sí, lo es. Vamos.
La vibración era considerablemente más fuerte y el suelo temblaba.
—Va bien —dijo Donovan—, si no cede debajo de nosotros, sin embargo. —Mandó el haz de luz hacia de­lante, inquieto.
Con sólo levantar el brazo podían tocar el techo y la ensambladura había sido colocada recientemente. Do­novan vacilaba.
—No hay salida. Volvamos atrás.
—No. Espera —dijo Powell, deslizándose por su lado—. ¿Qué es esta luz, allá abajo?
—¿Luz? No veo ninguna. ¿De dónde quieres que salga una luz, aquí?
—Luz de robot. —Subía por una suave pendiente, sobre manos y rodillas. Su voz resonó ronca e inquieta en los oídos de Donovan—. ¡Eh, Mike, ven aquí!
Había luz. Donovan avanzó al lado de las piernas estiradas de Powell.
—¿Una abertura?
—Sí. Tienen que estar trabajando en este túnel, por el otro lado.
Donovan tocó los ásperos bordes de un agujero que daba a un lugar que el destello luminoso de la lámpara reveló ser la galería principal de un filón. El agujero era demasiado pequeño también para que dos hombres pudiesen mirar por él simultáneamente.
—No hay nada —dijo Donovan.
—Ahora, no. Pero debió haberlo, de lo contrario no hubiéramos visto luz. ¡Cuidado!
Las paredes se derrumbaron a su alrededor y sintie­ron el impacto. Una ducha de fino polvo cayó sobre ellos. Powell levantó cautelosamente la cabeza y miró.
—Está bien, Mike. Están allí.
Los relucientes robots estaban aglomerados quince metros más abajo, en el túnel principal. Los brazos me­tálicos trabajaban laboriosamente en el montón de es­combros creado por la última explosión.
—No perdamos tiempo —dijo Donovan con afán—. No tardarán mucho en terminar y la próxima explosión puede alcanzarnos.
—¡Por lo que más quieras, no me apures! —Powell sacó el detonador y sus ojos buscaron afanosamente a través del fon­do polvoriento, donde la única luz era la de los robots y era imposible ver una roca saliente en la oscuridad.
—Hay un punto en el techo, casi encima de ellos. La última explosión no lo ha derribado del todo. Si pue­des alcanzarlo en la base, la mitad del techo se vendrá abajo.
Powell siguió la dirección del delgado dedo.
—¡Cuidado! Ahora fija tu mirada en los robots y reza por que no se vayan demasiado lejos en esta parte del túnel. Son mis fuentes de luz. ¿Están los siete allí?
—Los siete —dijo Donovan después de haberlos con­tado.
—Bien, entonces, obsérvalos. Fíjate en todos sus mo­vimientos.
Levantó el detonador y apuntó, mientras Donovan vigilaba y pestañeaba bajo el sudor que se metía en sus ojos. Disparó.
Hubo una sacudida, una serie de fuertes vibraciones y una nueva sacudida más fuerte que arrojó a Powell con fuerza contra Donovan.
—¡Greg, me has empujado! —gritó Donovan—. No veo nada...
—¿Dónde están? —preguntó Powell con violencia.
Donovan guardaba un estúpido silencio. No había ras­tro de los robots. Todo estaba oscuro como las riberas de la laguna Estigia.
—¿Crees que los hemos sepultado? —balbuceó Do­novan.
—Vamos a bajar. No me preguntes lo que creo.
Powell se arrastró hacia abajo, a toda velocidad.
—¡Mike!
Donovan se detuvo en el momento en que iba a seguirlo.
—¿Qué ocurre, ahora?
—¡Detente! —La respiración de Powell llegaba ron­ca e irregular a los oídos de Donovan—. ¡Mike! ¿Me oyes, Mike?
—Estoy aquí. ¿Qué ocurre?
—Estamos bloqueados. No fue el techo que estaba a quince metros de nosotros lo que se vino abajo, sino el nuestro. La sacudida lo ha derribado.
—¡Cómo! —Donovan avanzó y se encontró con una barrera de tierra—. Enciende.
Powell encendió. En ninguna parte había un agujero por donde pudiese pasar una liebre.
—Vaya, ¿y qué hacernos ahora? —dijo Donovan en voz baja.


Perdieron algún tiempo y algún esfuerzo tratando de mover la barrera que los bloqueaba. Powell trató de en­sanchar los bordes del agujero original y por un momen­to levantó su detonador. Pero sabía que tan de cerca, una explosión hubiera equivalido a un suicidio.
—¿Sabes, Mike —dijo sentándose en el suelo—, que hemos armado un lío? No estamos más cerca de saber qué le ocurre a Dave. Fue una buena idea, pero nos ha salido al revés.
La mirada de Donovan delataba una amargura cuya intensidad se perdía totalmente en la oscuridad.
—Sentiría ofenderte, muchacho, pero aparte de lo que sepamos o ignoremos acerca de Dave, estamos en una trampa. Si no nos liberamos, compañero, vamos a morir. M-O-R-I-R, morir. ¿Cuánto oxígeno tenemos, de todos modos? No más de seis horas.
—Ya he pensado en esto —dijo Powell, llevándose los dedos a su sufrido bigote y tratando de levantar su inútil visor transparente—. Desde luego, podríamos ha­cer que Dave nos saque de aquí fácilmente en este tiem­po, de no ser porque nuestra preciosa jugarreta lo debe haber sepultado también con su radiocircuito.
—Lo cual no es muy risueño.
Donovan avanzó hacia la abertura y consiguió enca­jar en ella muy justamente su protegida cabeza.
—¡Eh, Greg!
—¿Qué hay?
—Supongamos que tuviésemos a Dave a seis metros. Esto nos salvaría.
—Seguro, pero, ¿dónde está?
—Abajo, en el corredor. Pero, por lo que más quie­ras, no sigas tirando de mí o me vas a arrancar la cabe­za de su soporte. Ya te dejaré mirar.
Powell consiguió asomar la cabeza.
—Lo hemos hecho muy bien. Mira estos idiotas. Debe ser un ballet esto que hacen.
—Deja las observaciones secundarias. ¿Se acercan?
—No puedo decírtelo. Están demasiado lejos. Pásame la lámpara, ¿quieres? Trataré de llamar su atención de esta manera.
Al cabo de dos minutos, abandonó.
—No hay nada que hacer. Deben ser ciegos. ¡Oh, oh, ahora avanzan hacia nosotros! ¿Qué crees?
—¡Eh, déjame ver! —dijo Donovan.
Hubo un nuevo silencio y Donovan asomó la cabeza. Se acercaban. Dave avanzaba rápidamente a la cabeza de los seis «dedos», que lo seguían en fila india, balanceán­dose.
—¿Qué hacen? Eso es lo que quisiera saber. Parece una pantomima —se preguntó Donovan.
—¡Déjate de descripciones! —gruñó Powell—. ¿A qué distancia están?
—A unos quince metros y vienen en esta dirección. Estaremos fuera dentro de quince min.... ¡Eh, eh, ay...! ¡AY!
—¿Qué ocurre, ahora? —Powell necesitó algunos se­gundos para volver en sí ante las exaltaciones vocales de Donovan—. Vamos ya. Déjame asomar también... No seas egoísta.
Avanzó hacia el agujero, pero Donovan lo apartó de un puntapié.
—Han dado media vuelta, Greg. Se marchan. ¡Da­ve! ¡Eh, Da...ve!
—¿De qué te sirve gritar, idiota? El sonido no se transmite.
—Pues entonces, golpea las paredes, derríbalas, man­da alguna vibración. Tenemos que llamar su atención de alguna manera, Greg, o estamos fritos.
Se agitaba como un loco. Powell lo sacudió.
—Espera, Mike, espera. Escucha, tengo una idea. ¡Por Júpiter, es el momento de apelar a las soluciones senci­llas! ¡Mike!
—¿Qué quieres?
—Déjame meter aquí antes que estén fuera de nuestro alcance.
—¡Fuera de nuestro alcance! ¿Qué vas a hacer? ¡Eh! ¿Qué vas a hacer con el detonador? —dijo agarrando el brazo de Powell.
Powell se soltó con una violenta sacudida.
—Voy a hacer algunos disparos...
—¿Por qué?
—Te lo diré más tarde. Veamos si sirve de algo, pri­mero. Si no... Quítate de aquí y deja que me meta yo.
Los robots eran ya unos simples puntos que disminuían de tamaño en la distancia. Powell ajustó la mira y la alzó cuidadosamente y apretó tres veces el gatillo. Bajó el arma y miró atentamente. Uno de los subsidiarios había caído. Sólo se veían seis relucientes figuras.
—¡Dave! —gritó Powell por el transmisor, dudando.
Hubo una pausa y los dos hombres oyeron la res­puesta.
—¿Jefe? ¿Dónde estás? El pecho de mi tercer subsi­diario ha estallado. Está fuera de servicio.
—Déjate de subsidiarios —dijo Powell—. Estamos atrapados en una trampa..., es un desprendimiento de tie­rras, donde estaban trabajando. ¿Puedes ver nuestros destellos?
—Sí, vamos allí en seguida.
Powell se echó hacia atrás y relajó sus músculos doloridos.
—Bien, Greg —dijo Donovan lentamente con un sollozo contenido en la voz—. Has ganado. Golpeo el suelo con mi frente delante de tus pies. Ahora no me cuentes ningún cuento. Dime exactamente qué ha pa­sado.
—Es fácil. Que durante todo el proceso hemos omi­tido lo evidente..., como de costumbre. Sabíamos que se trataba del circuito de iniciativa personal, y que ocurría siempre durante los momentos de peligro, pero seguía­mos buscando un orden específico como causa. ¿Y por qué tenía que haber un orden?
—¿Por qué no?
—Mira. ¿Qué tipo de orden requiere mayor inicia­tiva? ¿Qué tipo de orden se presenta casi siempre sólo en momentos de peligro?
—No me preguntes, Greg. Dímelo y basta.
—Eso estoy haciendo. Es una orden séxtuple. En condiciones ordinarias, con uno o más de los «dedos» realizando un trabajo rutinario que no requiere una estrecha supervisión, nuestros cuerpos transmiten el mo­vimiento rutinario. Pero en un caso de peligro, los seis subsidiarios tienen que ser inmediatamente movilizados.
»Dave tiene que mandar seis robots a la vez. El resto era fácil. Cualquier disminución en la iniciativa reque­rida, como la llegada de los seres humanos, lo hace re­troceder. Por esto destruí uno de los robots. Al hacerlo, él transmitía sólo una orden quíntuple. La iniciativa disminuye..., vuelve a la normalidad.
—Pero..., ¿cómo has descubierto todo esto?
—Simple suposición lógica. Lo he probado y ha salido bien.
—Aquí estoy —resonó de nuevo en sus oídos la voz del robot—. ¿Pueden esperar media hora?
—Fácilmente —dijo Powell. Y volviéndose hacia Do­novan, prosiguió—: Y ahora el juego será sencillo. Re­visaremos los circuitos y comprobaremos cada parte que tiene un trabajo de orden séxtuple como en oposición a un orden quíntuple. ¿Qué campo nos deja esto?
—No mucho, me temo —dijo Donovan después de haber reflexionado—. Si Dave es como el modelo preli­minar que vimos en la fábrica, tiene un circuito coordi­nador especial que será la única sección afectada. —Se animó súbitamente de una forma extraña—. Oye, no estaría del todo mal. No hay nada contra esto...
—Muy bien. Piensa en esto y comprobaremos los planos cuando regresemos. Y ahora, hasta que venga Dave, voy a descansar.
—¡Eh, espera! Dime una cosa. ¿Qué eran aque­llas extrañas marchas, aquellos pasos de baile que eje­cutaban los robots cada vez que se descomponían?
—¿Eso? No lo sé. Pero tengo una idea. Recuerda que estos subsidiarios eran como «dedos» de Dave. De­cíamos siempre esto, ¿te acuerdas? Pues bien, tengo la impresión que durante estos intervalos, cada vez que Dave se convertía en un caso de psiquiatría, se dejaba llevar por su obsesión, daba vueltas a sus dedos.


* * *


Susan Calvin hablaba de Powell y Donovan sin el menor esfuerzo de sonrisa, pero su voz cobraba calor cuando mencionaba los robots. Le era muy fácil hablar de los Speedy, los Cuties o los Daves, y la atajé. De lo contrario, nos hubiera explicado media docena más.
—¿Y no ha ocurrido nunca nada, en la Tierra? —pre­gunté.
Me miró frunciendo ligeramente el ceño.
—No, no tenemos gran cosa que ver con los robots, aquí en la Tierra.
—Pues es una lástima. Sus ingenieros son buenos, pero, ¿no podríamos hablar un poco de esto? Es su cumpleaños, ya lo sabe usted.
Me alegró ver que se sonrojaba.
—También yo he tenido disgustos con los robots —dijo—. ¡Cielos, cuánto tiempo hace que no pienso en esto! ¡Si hace cerca de cuarenta años! Ciertamente..., fue en 2021. Y yo tenía casi cuarenta años. ¡Oh..., preferiría no hablar de esto!
Esperé, seguro que cambiaría de parecer. Y así fue.
—¿Por qué no? —dijo—. No puede hacerme ya daño alguno. Ni tan sólo el recuerdo. Fui un poco locuela en otro tiempo, joven. ¿Lo creería usted?
—No —dije.
—Pues lo era. Pero Herbie era un robot qué podía leer el pensamiento.
—¿Cómo?
—El único en su clase. Ni antes ni después. Un error..., en cierto modo.



¡Embustero!


Alfred Lanning encendió cuidadosamente el cigarro, pero las puntas de los dedos le temblaban ligeramente. Sus cejas grises se juntaban mientras iba hablando entre bocanadas de humo.
—Que lee el pensamiento..., no queda la menor duda de eso. Pero, ¿por qué? —dijo, mirando al matemático Peter Bogert.
Bogert echó atrás su negro cabello con las dos manos.
—Éste fue el trigésimo cuarto modelo RB que saca­mos, Lenning. Todos los demás eran estrictamente orto­doxos.
El tercer hombre que había con ellos en la mesa frunció el ceño. Milton Ashe era el empleado más joven de la «U. S. Robots & Mechanical Men Inc.», y estaba orgulloso de su puesto.
—Escuche, Bogert, no hubo el menor error en el montaje, desde el principio hasta el fin. Esto puedo garantizarlo.
Los labios gruesos de Bogert esbozaron una sonrisa protectora.
—¿De veras? Si puede usted responder de la ope­ración entera de montaje, recomendaré su ascenso. Con­tando exactamente, la manufactura de un solo ejemplar de cerebro positrónico, requiere setenta y cinco mil dos­cientas treinta y cuatro operaciones, y cada una de ellas depende separadamente de un cierto número de factores, de cinco a ciento cinco. Si uno de ellos sale positiva­mente «mal», el cerebro está inutilizado. No hago más que citar nuestro folleto informativo, Ashe.
Milton Ashe se sonrojó, pero una voz seca cortó su respuesta.
—Si vamos a empezar echándonos la culpa mutua­mente, me voy —dijo Susan Calvin con las manos so­bre el regazo, palideciendo ligeramente sus delgados la­bios—. Tenemos en nuestras manos un robot capaz de leer el pensamiento y me parece que lo más importante es descubrir por qué lo lee. No será diciendo: «¡Es culpa tuya! ¡Es culpa mía!», como lo averiguaremos.
Sus fríos ojos grises se fijaron en Milton Ashe que hizo una mueca.
Lanning hizo una también, y, como siempre en ta­les casos, sus largos cabellos blancos y sus penetrantes y astutos ojos hicieron de él la imagen de un patriarca bíblico.
—Tiene usted razón, doctora Calvin. Vamos a expo­nerlo todo en forma de píldora concentrada —prosi­guió, cambiando el tono de voz, que se hizo más agu­da—. Hemos producido un cerebro positrónico de un tipo supuestamente ordinario, que tiene la extraordina­ria propiedad de sincronizarse con las ondas del pensa­miento ajeno. Esto marcaría la fecha más importante en el avance de la ciencia robótica de nuestra Era si supié­semos por qué sucede. No lo sabemos, y tenemos que averiguarlo. ¿Está esto claro?
—¿Puedo hacer una indicación? —preguntó Bogert.
—Diga.
—Que hasta que hayamos despejado esta incógnita, y como matemático tengo motivos para suponer que la cosa no será fácil, conservemos la existencia de RB-34 secreta. Incluso para los demás miembros de la compa­ñía. Como jefes de departamento, tenemos el deber de no considerar este problema insoluble, y cuantos menos estemos al corriente...
—Bogert tiene razón —dijo la doctora Calvin—. Desde que el Código Interplanetario ha sido modificado en el sentido de permitir que los modelos de robots sean probados en los talleres antes de ser lanzados al espacio, la propaganda antirrobot ha aumentado. Si trasciende la noticia de la existencia de un robot capaz de leer el pensa­miento antes que podamos anunciar que tenemos el dominio completo del fenómeno, la campaña adquirirá un incremento considerable.
Lanning fumaba su cigarro, asintiendo gravemente. Se volvió a Ashe.
—Tengo entendido que estaba usted solo cuando se dio cuenta del fenómeno —dijo en forma interrogadora.
—Lo dije, en efecto. Me llevé el susto mayor de mi vida. Acababan de sacar a RB-34 de la mesa de ajuste y me lo enviaron. Overmann estaba fuera, de manera que me lo llevé a las salas de prueba y empecé con él. —Se detuvo y una leve sonrisa apareció en sus labios—. ¿Alguno de ustedes ha sostenido alguna vez una con­versación mental sin saberlo?
Nadie se tomó la molestia de contestar y prosiguió:
—Al principio no se da uno cuenta, ¿comprenden?... Me habló, tan lógica y cuerdamente como pue­dan imaginar, y sólo cuando estaba ya a más de medio camino de las salas de pruebas me di cuenta que no había dicho nada. Desde luego, había pensado mucho, pero no es lo mismo, ¿no es así? Encerré aquella má­quina y corrí en busca de Lanning. Tenerlo a mi lado, caminando juntos y verlo penetrar en mi cerebro, leyen­do mis pensamientos, me daba escalofríos.
—Lo comprendo —dijo Susan Calvin, pensativa. Sus ojos se fijaban con intensidad en Ashe, de una manera curiosamente significativa—. Tenemos tanto la costum­bre de considerar nuestros pensamientos como cosa pri­vada...
—Entonces, sólo lo sabemos nosotros cuatro —inter­vino Lanning con impaciencia—. ¡Bien! Tenemos que seguir adelante, sistemáticamente. Ashe, quisiera que comprobase la operación de montaje desde el principio hasta el fin. Tiene usted que eliminar todas las operacio­nes en las cuales no hay posibilidad material de error, y anotar aquellas en que puede haberlo, con su natura­leza y posible magnitud.
—Orden contundente —gruñó Ashe.
—¡Naturalmente! Desde luego, tomará usted a sus órdenes a todos los hombres que necesite, y no me im­porta si pasamos de los previstos. Pero no tienen que saber por qué, ¿comprende?
—¡Ejem!..., sí. ¡Otro trabajito de alivio! —dijo el joven técnico con una mueca.
Lanning giró en su silla y se volvió hacia Susan Calvin.
—Usted tendrá que emprender su trabajo en otra dirección. Como robopsicóloga de la organización, ten­drá que estudiar el robot y trabajar retrospectivamente. Trate de descubrir cómo funciona. Vea qué más está ligado a sus poderes telepáticos, hasta dónde se extien­den, qué curvatura toma su dirección y qué perjuicio ha ocasionado exactamente a los robots RB ordinarios. ¿Comprende?
Lanning no esperó a que la doctora Calvin contes­tase.
—Yo coordinaré los datos e interpretaré matemáti­camente los resultados. —Chupó violentamente su ciga­rro y miró a los demás a través del humo—. Bogert me ayudará en eso, desde luego.
Bogert se frotaba las uñas de una mano con la palma de la otra.
—Bien. Entonces, manos a la obra. —Ashe echó su silla atrás y se levantó. Su agradable rostro juvenil esbo­zó una sonrisa—. Tengo que realizar el trabajo más arduo de todos, de manera que me voy a trabajar.
Y con un «¡Hasta luego!», salió.
Susan Calvin contestó con una inclinación casi im­perceptible de cabeza, pero sus ojos lo siguieron hasta que se perdió de vista, y no contestó cuando Lanning, con un guiño, dijo:
—¿Quiere usted subir y ver al RB-34 ahora, doctora Calvin?
Cuando Susan Calvin entró, los ojos fotoeléctricos de RB-34 se levantaron del libro que estaba leyendo, al oír el chirrido de los goznes y se puso de pie. La doctora Calvin se detuvo para volver a poner en su sitio el gran letrero de «Prohibida la entrada» de la puerta y se apro­ximó al robot.
—Te he traído los textos sobre los motores hiperatómicos, Herbie, algunos por lo menos. ¿Quieres echar­les una mirada?


RB-34, conocido por el apodo de «Herbie», tomó los tres pesados volúmenes que ella llevaba en los brazos y abrió uno de ellos por el índice.
—¡Hum!... «Teoría de Hiperatómico»... —murmu­ró sin articular, como para sí mismo. Hojeó las páginas y con el aire abstraído, añadió—: ¡Siéntate, doctora Calvin! Necesitaré algunos minutos.
La doctora psicóloga se sentó mientras él tomaba tam­bién una silla, se sentaba al otro lado de la mesa y co­menzaba a recorrer sistemáticamente los textos. Media hora después los dejó a un lado.
—Desde luego, sé por qué has traído esto.
—Lo temía —dijo la doctora, torciendo el gesto—. Es difícil trabajar contigo, Herbie. Estás siempre un paso más adelante que yo.
—Con estos libros ocurre lo mismo que con los de­más. No me interesan. No hay nada en sus textos. Su ciencia no es más que un conjunto de datos recopila­dos, amasados, para formar una teoría tan increíblemen­te sencilla que no vale casi la pena de ocuparse de ella. Es tu parte imaginaria lo que me interesa. Tus estudios sobre la relación de los motivos y emociones humanas... —su voluminosa mano describió un amplio ademán, mientras buscaba las palabras adecuadas.
—Creo comprenderte —murmuró la doctora.
—Leo en los cerebros, ya lo sabes, y no tienes idea de lo complicados que son —continuó el robot—. Me es difícil entenderlo todo porque mi mente tiene muy poco en común con ellos..., pero lo intento y vuestras novelas me ayudan.
—Sí, pero temo que después de las horripilantes sen­saciones emotivas de la novela sentimental de nuestros días —y dijo esto con un tono de amargura en la voz— encuentres los cerebros auténticos como los nuestros abu­rridos e incoloros.
—¡Pero no es así!
La súbita energía de su respuesta la hizo ponerse de pie. Sintió que se sonrojaba, y con congoja pensó: «Debe saber...»
Herbie se arrellanó en su sillón y con una voz en la cual el timbre metálico había desaparecido casi entera­mente, murmuró:
—Desde luego, lo sé, Susan Calvin. Piensas siempre en lo mismo, de manera que, ¿cómo no voy a saberlo?
—¿Se lo has dicho a alguien? —inquirió ella.
—¡No! —exclamó él con auténtica sorpresa—. Na­die me lo ha preguntado.
—Entonces... —susurró ella—, debes creer que estoy loca.
—No, es una emoción normal.
—Por esto quizá es una locura. —El apasionamiento de su voz ahogó toda otra emoción. Una parte del alma femenina asomó tras la capa doctoral—. No soy lo que podríamos llamar atractiva...
—Si te refieres al simple atractivo físico, no puedo juzgar. Pero sé que, en todo caso, hay otros tipos de atracción.
—Ni joven —dijo ella, casi sin oír lo que decía el robot.
—No tienes todavía cuarenta años —dijo Herbie con un toque de insistencia en la voz.
—Treinta y ocho si contamos los años; por lo menos sesenta si tenemos en cuenta mi concepto emotivo de la vida. Por algo soy psicóloga. Y él tiene escasamente trein­ta y cinco, y parece y actúa como si fuese más joven. ¿Crees que me ve alguna vez como otra cosa que lo que soy...?
—Te equivocas. Escúchame... —dijo Herbie golpean­do con su puño de acero la mesa de plástico, que pro­dujo un estridente ruido.
Pero Susan Calvin se volvió hacia él y el dolor de su mirada se convirtió en una llamarada.
—¿Por qué me equivocaría? ¿Qué sabes tú de todo esto..., siendo una simple máquina? Para ti no soy más que un ejemplar; un gusano interesante con una mente peculiar abierta a toda inspección. ¿No soy acaso un magnífico ejemplo de fracaso? Como tus libros... —Su voz, convertida en sollozos, resonaba en el silencio.
El robot se amilanó ante aquel estallido. Movió la cabeza, suplicante.
—¿No quieres escucharme? Podría ayudarte, si me dejas.
—¿Cómo? ¿Dándome un buen consejo? —dijo, tor­ciendo nuevamente el gesto.
—No, no es eso. Es que sé lo que piensan los de­más... Milton Ashe, por ejemplo.
Hubo un largo silencio durante el cual Susan Calvin bajó los ojos.
—No quiero saber lo que piensa —susurró—. ¡Cá­llate!
—Creía que querrías saber lo...
Susan seguía con la cabeza baja, pero su respiración se aceleraba.
—Estás diciendo tonterías —susurró.
—¿Por qué? Trato de ayudarte. Milton Ashe piensa de ti...
La doctora, viendo que se callaba, levantó la ca­beza:
—¿Y bien?
—Te ama —dijo el robot, tranquilamente.


Durante un minuto entero, la doctora permaneció sin hablar. Sólo miraba.
—¡Estás equivocado! —dijo por fin—. ¡Tienes que estarlo! ¿Por qué me amaría?
—Pero te ama... Una cosa así no puede quedar ocul­ta..., para mí.
—Pero soy tan..., tan... —balbuceó, y se detuvo.
—No se detiene en las apariencias; admira el in­telecto, en los demás. Milton Ashe no es de los que se casan con una mata de pelo y un par de ojos bonitos.
Susan Calvin se dio cuenta que estaba parpadean­do rápidamente y esperó antes de hablar. Incluso en­tonces su voz temblaba.
—Y sin embargo, jamás ha indicado en modo al­guno...
—¿Le has dado alguna vez la ocasión?
—¿Cómo podía? Jamás pensé que...
—¡Exacto!
La doctora hizo una pausa, quedando pensativa, y después levantó súbitamente la vista.
—Hace un año, una muchacha fue a verlo al labo­ratorio. Era linda, supongo, rubia y esbelta. Y, desde luego, no sabía ni que dos y dos eran cuatro. Él pasó todo el día sacando el pecho fuera, tratando de expli­carle cómo se construía un robot. —La dureza de su voz había reaparecido—. ¡Pero no lo entendió! ¿Quién era?
—Conozco la persona a quien te refieres —respondió Herbie sin vacilar—. Es su prima hermana y no siente por ella ningún interés sentimental. Te lo aseguro.
Susan Calvin se puso de pie con una vivacidad casi infantil.
—¿No es extraño, esto? Es exactamente lo que que­ría decirme algunas veces, sin llegar nunca a convencer­me. Entonces debe ser verdad.
Se acercó a Herbie y tomó su mano fría.
—¡Gracias, Herbie!... —Su voz era como una ronca súplica—. No hables con nadie de esto. Que sea nuestro secreto..., para siempre.
Con esto y un convulsivo apretón de la mano de metal, incapaz de respuesta, salió.
Herbie se volvió lentamente hacia la abandonada novela, pero no había nadie allí para leer sus propios pensamientos.


Milton Ashe se desperezó lenta y concienzudamente y miró a Peter Bogert, doctor en Filosofía.
—Digo... —dijo—. Llevo una semana con esto y casi sin dormir. ¿Hasta cuándo tengo que seguir así? Creía que dijo usted que el bombardeo positrónico en la Cá­mara de Vacío D era la solución...
Bogert bostezó delicadamente y examinó sus blancas manos con atención.
—Lo es. Le sigo la pista.
—Sé lo que significa que un matemático diga esto. ¿A cuánto está del final?
—Depende.
—¿De qué? —preguntó Ashe, desplomándose sobre un sillón y estirando las piernas.
—De Lanning. No está de acuerdo conmigo —dijo con un suspiro—. Va un poco atrasado, esto es lo malo. Se aferra a las máquinas matriz en todo y por todo y este problema requiere de instrumentos matemáticos más poderosos. Es testarudo.
—¿Por qué no pedir a Herbie que arregle el asunto? —preguntó Ashe, soñoliento.
—¿Al robot? —preguntó Bogert, con los ojos saltán­dole de las órbitas.
—¿Por qué no? ¿No le ha dicho nada la doctora?
—¿La señorita Calvin?
—Sí, Susie en persona. El robot es una cosa mate­mática. Lo sabe todo de todo y un poco más. Resuelve integrales triples de memoria y hace análisis de tensores de postre.
—¿Habla usted en serio? —preguntó el matemático, mirándolo con recelo.
—Completamente en serio. Lo malo es que al gra­nuja no le gustan las matemáticas. Prefiere leer nove­las sentimentales. ¡De veras! Vaya a ver a la activa Susie alimentándolo con «Pasión Purpúrea» y «Amor en el Espacio».
—La doctora Calvin no nos ha dicho una palabra de esto.
—No ha acabado de estudiarlo todavía. Ya sabe us­ted cómo es. Le gusta tener pleno conocimiento de las cosas antes de hablar de ellas.
—¿Se lo ha dicho usted?
—Hemos charlado casualmente. Últimamente la he visto a menudo. —Abrió los ojos y frunció el ceño—. Oiga, Bogie, ¿no ha observado nada extraño en ella, últimamente?
—Usa lápiz de labios, si es esto a lo que se refiere —respondió Bogart, borrando de su rostro la fea mueca.
—¡Diablos, ya lo sé! Carmín, polvos y rimel para los ojos. Pero no es esto. No logro poner el dedo en la llaga. Es la manera como habla..., como si hubiese algo que la hiciese feliz... —Quedó un momento pensativo y se encogió de hombros.
Bogert soltó una carcajada que para un científico de más de cincuenta años no estaba mal.
—Quizá esté enamorada. —dijo.
—Está usted loco, Bogie —dijo Ashe cerrando de nuevo los ojos—. Vaya usted a hablar con Herbie; yo quiero dormir.
—¡Muy bien! No es que me guste mucho que un robot me enseñe mi oficio ni crea que pueda hacerlo...
Un sonoro ronquido fue la única respuesta.


Herbie escuchaba atentamente mientras Peter Bo­gert, con las manos en los bolsillos, hablaba con artificiosa indiferencia.
—Ya lo sabes, entonces. Me han dicho que entiendes en estas cosas y te las pregunto más por curiosidad que por otra cosa. Mi línea de razonamiento, como te he expli­cado, comprende algunos puntos dudosos, lo confieso, que el doctor se niega a aceptar, y el cuadro es todavía bastante incompleto. —Viendo que el robot no contes­taba añadió—: ¿Y bien?
—No veo ningún error —dijo el robot.
—¿Supongo que no podrás ir más allá de esto?
—No me atrevo a intentarlo. Eres mejor matemático que yo y..., en fin, no me gusta comprometerme.
En la sonrisa de complacencia de Bogert hubo una sombra de tolerancia.
—Suponía que sería éste el caso. Eres profundo. Ol­vidémoslo.
Arrugó las hojas de papel, las echó en la cesta de pa­peles, dio media vuelta para marcharse y cambió di opi­nión. Después de una pausa, añadió:
—A propósito...
El robot esperaba. Bogert parecía tener alguna difi­cultad.
—Hay algo que quizá..., podrías... —Se detuvo.
—Tus ideas son confusas; pero no hay duda que éstas se refieren al doctor Lanning —dijo Herbie pausada­mente—. Es tonto vacilar, porque en cuanto decidas lo que quieres, sabré qué es lo que deseas preguntar.
La mano del matemático se acarició el cabello con un gesto familiar.
—Lanning bordea los setenta —dijo, como si expli­case algo.
—Lo sé.
—Y ha sido director de los talleres durante casi trein­ta años.
Herbie asintió.
—Bien, entonces... —la voz de Bogert se hacía más humilde—, tú sabrás mejor..., si está pensando en dimi­tir. La salud, quizá, u otra razón...
—Exacto —dijo Herbie como única respuesta.
—Bien, ¿lo sabes?
—Ciertamente.
—¿Y puedes..., decírmelo?
—Puesto que me lo preguntas, sí —respondió el ro­bot sin dar la menor importancia a la cosa—. Ha dimi­tido ya.
—¿Cómo? —La exclamación fue un sonido explosi­vo, casi inarticulado. La voluminosa cabeza del cientí­fico avanzó hacia adelante—. ¡Dilo otra vez!
—Ha dimitido ya —repitió tranquilamente el ro­bot—, pero su dimisión no ha sido tenida en cuenta todavía. Está esperando resolver el problema..., mío. Una vez conseguido esto, está dispuesto a poner a disposición de quien le suceda el cargo de director.
—¿Y este sucesor..., quién es? —preguntó Bogert, respirando jadeante. Se había acercado a Herbie, con los ojos fijos en las inescrutables células fotoeléctricas del robot.
—Tú eres el futuro director —dijo lentamente.
Bogert se permitió esbozar una sonrisa satisfactoria.
—Es bueno saberlo. Siempre lo había augurado así. Gracias, Herbie.


Peter Bogert había estado aquella mañana en su des­pacho hasta las cinco y a las nueve estaba nuevamente en él. La estantería que tenía sobre su mesa se había quedado sin libros de referencia a medida que iba con­sultando uno después del otro. Las páginas de cifras y cálculos que tenía delante crecían microscópicamente, mientras los papeles arrugados que cubrían el suelo for­maban una montaña.
A las doce en punto, miró la última página, se frotó sus congestionados ojos, bostezó y se estremeció.
—La cosa va poniéndose peor minuto a minuto. ¡Maldita sea!
Se volvió al oír el ruido de una puerta que se abría y saludó a Lanning que entraba, haciendo crujir los nudillos de su huesuda mano.
El director dirigió una escrutadora mirada al mon­tón de papeles y frunció su velludo ceño.
—¿Nueva orientación? —preguntó.
—No —respondió Bogert con recelo—. ¿Qué hay de malo en la antigua?
Lanning no se tomó la molestia de contestar ni hizo más que dirigir una simple mirada de desprecio a la hoja de encima de la mesa de Bogert. Encendió un piti­llo y al resplandor de la cerilla, dijo:
—¿Le ha hablado Calvin del robot? Es un genio matemático. Verdaderamente extraordinario.
—Eso he oído decir —dijo Bogert con desprecio—. Pero Calvin haría mejor en atenerse a la robopsicología. He examinado a Herbie en matemáticas y apenas puede resolver un cálculo.
—Calvin no lo considera así.
—Está loca.
—Yo no lo considero así —repitió el director, en­tornando los ojos.
—¡Usted! —La voz de Bogert se endurecía—. ¿De qué está hablando?
—He sometido a prueba a Herbie esta mañana y pue­de hacer cosas de las que no había oído hablar nunca.
—¿De veras?
—Parece usted muy escéptico. —Lanning sacó una hoja de papel de su bolsillo y la desdobló—. ¿Ésta no es mi escritura, verdad?
Bogert examinó la gran anotación angulosa que cu­bría la hoja.
—¿Ha hecho Herbie esto?
—Exacto. Y observará que ha estado trabajando en su integración de tiempo de la Ecuación 22. Llega a idénticas conclusiones..., y en la cuarta parte del tiem­po. —Acompañó esta última afirmación señalando el papel con su dedo amarillento—. No tiene usted dere­cho —añadió—, a despreciar el Efecto de Permanencia en el bombardeo positrónico.
—No lo desprecio. Por Dios, Lanning, métase bien en la cabeza que esto cancelaría...
—Sí, seguro, ha explicado usted esto. ¿Emplea usted la Ecuación de Conversión Mitchell, verdad? Bien..., pues no sirve.
—¿Por qué no?
—Por una parte, porque ha empleado usted hiperimaginarios.
—¿Qué tiene que ver esto con lo otro?
—La Ecuación de Mitchell no aguantará cuando...
—¿Está usted loco? Si releyese usted el texto original de Mitchell en las Actas de...
—No tengo necesidad de ello. Ya le dije desde el prin­cipio que no me gusta su razonamiento, y Herbie me apoya en esto.
—¡Bien, entonces —gritó Bogert— que le resuelva el problema del despertador mecánico éste! ¿Para qué tomarse la molestia de buscar no-esenciales?
—Éste es exactamente el punto difícil. Herbie no puede resolver el problema. Y si él no puede, nosotros no podemos tampoco..., solos. Llevaré la cuestión ante la Junta Nacional. Está más allá de nosotros.
La silla de Bogert cayó de espaldas al levantarse de un salto con el rostro congestionado.
—¡No hará usted nada de esto!
—¿Es que va usted a decirme lo que puedo y no puedo hacer? —preguntó Lanning.
—¡Exactamente! —fue la excitada respuesta—. ¡Ten­go el problema planteado y no me lo va usted a quitar de las manos, me entiende! No piense que no veo a tra­vés de usted, fósil disecado. Sería capaz de cortarse la nariz antes de dejarme conseguir el mérito de resolver el problema de la telepatía robótica.
—Es usted un perfecto idiota, Bogert, y dentro de dos segundos estará usted destituido por insubordina­ción. —El labio inferior de Lanning temblaba de in­dignación.
—Lo cual es una de las cosas que no hará, Lanning. Con un robot capaz de leer el pensamiento no hay se­cretos que valgan, de manera que sé ya cuanto hace referencia a su dimisión.
La ceniza del pitillo de Lanning tembló y cayó, se­guida del pitillo.
—¡Cómo!... ¡Cómo!...
Bogert se echó a reír con maldad.
—Y yo soy el nuevo director, téngalo bien entendido. Estoy perfectamente enterado de ello, aunque crea lo contrario. ¡Maldita sea, Lanning, voy a dar las órdenes oportunas, o aquí se va a armar el lío mayor en que se habrá encontrado metido en su vida!
Lanning consiguió hablar, pero fue más bien un rugido.
—¡Está usted despedido! ¿Se entera? ¡Queda usted relevado de todas sus funciones! ¡Está despedido! ¿Lo entiende?
La sonrisa en el rostro de Bogert se ensanchó toda­vía más.
—Bueno, y ¿de qué sirve todo esto? Así no va usted a ninguna parte. Tengo los triunfos en la mano. Sé que ha dimitido, Herbie me lo ha dicho y lo sabe perfec­tamente por usted.
Lanning hizo un esfuerzo por hablar con calma. Pa­recía viejo, muy viejo, sus ojos cansados miraban a tra­vés de un rostro cuyo color había desaparecido, para dejar sólo el tono lívido de la edad.
—Quiero hablar con Herbie. No puede haberle di­cho nada de esto. Está usted jugando fuerte, Bogert, pero yo le llamo a esto un «bluff». Venga conmigo.
—¿A ver a Herbie? ¡Magnífico! ¡Verdaderamente magnífico!


Eran también las doce en punto cuando Milton Ashe levantó la vista de su vago diseño y dijo:
—¿Comprende la idea? No sirvo mucho para estas cosas, pero es algo así. Es una preciosura de casa y puedo tenerla casi por nada.
Susan Calvin contempló el diseño con ojos tiernos.
—Es realmente bonita —suspiró—. A menudo he pensado que también me gustaría... —Su voz se desva­neció.
—Desde luego —continuó Ashe animadamente de­jando el lápiz—. Tendré que esperar a mis vacaciones. Faltan sólo dos semanas, pero este asunto de Herbie lo tiene todo en el aire. —Fijó la mirada en sus uñas—. Además, hay otro punto..., pero esto es un secreto.
—Entonces, no me lo diga.
—¡Oh, pronto tendré que decirlo, estallo por decír­selo a alguien!... Y usted es precisamente la mejor..., eh..., la mejor confidente que puedo encontrar aquí...
Tuvo una sonrisa de timidez. El corazón de Susan latía con fuerza, pero no tuvo confianza en sí misma para hablar.
—Francamente —prosiguió Ashe acercando su silla y bajando la voz hasta convertirla en un susurro confi­dencial—, la casa no va a ser sólo para mí..., voy a casarme.
Susan se levantó de un salto.
—¿Qué le ocurre?
—¡Oh, nada! —La horrible sensación vertiginosa se desvaneció en el acto, pero era difícil hacer salir las palabras de la boca—. ¿Casarse?... ¿Quiere decir?...
—¡Sí, seguro! ¿Es ya tiempo, no? ¿Recuerda aque­lla muchacha que vino a verme el verano pasado?... ¡Pues es ella! ¿Pero se siente usted mal?... ¿Qué...?
—Jaqueca —dijo ella, alejándolo débilmente con un gesto—. He estado..., he estado sujeta a ellas última­mente. Quiero felicitarlo..., desde luego. Me alegro mu­cho... —La inexperimentada aplicación del carmín a las mejillas formaba dos manchas coloradas sobre su rostro de un blanco de cal. Los objetos habían empeza­do a girar nuevamente—. Perdóneme, por favor.
Salió de la habitación balbuceando excusas. Todo había ocurrido con la catastrófica rapidez de un sue­ño..., y con el irreal horror de una pesadilla.
Pero, ¿cómo podía ser? Herbie había dicho... ¡Y Herbie sabía! ¡Herbie podía leer en las mentes!
Sin darse cuenta, se encontró apoyada contra el mar­co de la puerta de Herbie, jadeante, mirando su rostro metálico. Debió subir los dos tramos de escalera, pero no tenía el menor recuerdo de ello. La distancia había sido cubierta en un instante, como en sueños.
¡Como en sueños!
Y los imperturbables ojos de Herbie se fijaban en los suyos y el tenue rojo parecía convertirse en dos relu­cientes globos de pesadilla.
Hablaba, y Susan sintió el frío cristal de un vaso apoyarse en sus labios. Bebió y con un estremecimiento volvió a la realidad de lo que la rodeaba. Herbie seguía hablando; en su voz había una agitación, como si se sintiese ofendido, temeroso, suplicante. Sus palabras empe­zaban a cobrar sentido.
—Esto es un sueño —iba diciendo—, y no debes creer en él. Pronto despertarás en el mundo real y te reirás de ti misma. Te quiere, te digo. ¡Te quiere! ¡Pero no aquí! ¡No ahora! Esto es todo ilusión.
Susan Calvin asentía, su voz convertida en un su­surro.
—¡Sí! ¡Sí! —Agarraba el brazo de Herbie, aferrán­dose a él, repitiendo una y otra vez—: ¿No es verdad, eh? ¡No lo es, no lo es!
Cómo volvió a sus cabales, no lo supo nunca, pero fue como pasar de un mundo de nebulosa irrealidad a uno de luz violenta. Lo apartó de ella, empujó con fuerza el brazo de acero, sin expresión en la mirada.
—¿Qué vas a intentar hacer? —exclamó con la voz convertida en un grito—. ¿Qué vas a intentar hacer?
—Quiero ayudarte —respondió Herbie.
—¿Ayudarme? —exclamó la doctora, mirándolo—. ¿Diciéndome que todo esto es un sueño? ¡Tratando de llevarme a una esquizofrenia! —Una tensión histérica se apoderaba de ella—. ¡Esto no es un sueño! ¡Ojalá lo fuese! —Detuvo su respiración en seco—. ¡Espera! ¡Ya..., ya..., comprendo! ¡Dios bondadoso, todo está tan claro!
En la voz del robot hubo un acento de horror.
—Tenía que hacerlo...
—¡Y yo te creí! ¡Jamás pensé...!
Unas fuertes voces detrás de la puerta atajaron sus palabras. Susan se volvió, cerrando los puños espasmódicamente, y cuando Bogert y Lanning entraron, estaba al lado de la ventana más alejada. Ninguno de los dos hombres prestó atención a su presencia.
Se acercaron a Herbie simultáneamente; Lanning, furioso, e impaciente. Bogert, frío y sardónico. El direc­tor fue el primero en hablar.
—¡Ven aquí, Herbie! ¡Escúchame!
El robot enfocó sus ojos en el anciano director.
—Sí, doctor Lanning.
—¿Has hablado de mí con el doctor Bogert?
—No, señor —la respuesta vino lenta, y la sonrisa del rostro de Bogert se desvaneció.
—¿Cómo es eso? —exclamó Bogert avanzando ante su superior y deteniéndose ante el robot—. Repite lo que me dijiste ayer.
—Dije que... —Herbie permaneció silencioso. En la profundidad de su cuerpo el diafragma metálico vi­braba con sonidos discordantes.
—¿No me dijiste que había dimitido? ¡Contéstame! —rugió Bogert.
Bogert levantó los brazos, desesperado, pero Lanning lo apartó al lado.
—¿Trataste de engañarlo con una mentira?
—Ya lo ha oído, Lanning. Ha empezado a decir «Sí» y se ha parado. ¡Apártese de aquí! ¡Quiero saber la verdad por él mismo!
—Yo se la preguntaré —dijo Lanning, volviéndose hacia el robot—. Bueno, Herbie, cálmate. ¿He dimi­tido?
Herbie lo mirada y Lanning repitió, impaciente:
—¿He dimitido? —Hubo una leve insinuación de negativa en la cabeza del robot. Una larga espera no produjo nada más.
Los dos hombres se miraron y la hostilidad de sus ojos era tangible.
—¡Que diablos! —estalló Bogert—. ¿Es que el ro­bot se ha vuelto mudo? ¿Es que no puedes hablar, mons­truosidad?
—Puedo hablar —dijo la respuesta rápida.
—Entonces contesta esta pregunta: ¿Me dijiste que Lanning había dimitido, o no? ¿Ha dimitido?
Y de nuevo se produjo el profundo silencio, hasta que desde el extremo de la habitación, resonó súbita la fuerte risa de Susan Calvin, vibrante y semihistérica. Los dos matemáticos pegaron un salto y Bogert entornó los ojos.
—¿Usted aquí? ¿Qué es lo que le hace tanta gracia?
—No hay nada gracioso —dijo ella, sin naturalidad en la voz—. Es sólo que no soy la única que ha caído en la trampa. Hay una cierta ironía en ver a tres de los más grandes expertos en robótica del mundo caer en la misma trampa elemental, ¿no creen? —Su voz se des­vaneció y se llevó una pálida mano a la frente—. Pero no es gracioso...
Esta vez la mirada que se cruzó entre los dos hom­bres fue grave.
—¿De qué trampa está usted hablando? —preguntó secamente Lanning—. ¿Es que le pasa algo a Herbie?
—No —dijo Susan acercándose lentamente—, no le pasa nada..., es a nosotros mismos a quienes nos pasa. —Se volvió súbitamente hacia el robot y le gritó con violencia—: ¡Lejos de mí! ¡Vete al otro extremo de la habitación y que no te vea cerca!
Herbie se estremeció ante la furia de sus ojos y se alejó con su paso metálico. La voz hostil de Lanning dijo:
—¿Qué significa todo esto, doctora Calvin?
Susan se colocó frente a ellos y los miró con sar­casmo:
—¿Supongo que conocen ustedes la Primera Ley fun­damental de la Robótica?
Los dos hombres asintieron a la vez.
—Ciertamente —dijo Bogert, irritado—, «un robot no debe dañar a un ser humano ni por su inacción per­mitir que se le dañe».
—Bien dicho —se mofó Susan Calvin—. Pero, ¿qué clase de daño?
—Pues..., de toda especie.
—¡Exacto, de toda especie! Pero, ¿qué hay de herir los sentimientos? ¿Y la decepción del propio yo? ¿Y la destrucción de las esperanzas? ¿No es esto una herida?
—¿Qué puede un robot saber de...? —dijo Lanning frunciendo el ceño. Pero se calló, abriendo la boca.
—¿Lo ha comprendido, verdad? Este robot lee el pensamiento. ¿Cree usted que no sabe todo lo que hace referencia a la herida mental? ¿Supone usted que si le hago una pregunta no me dará exactamente la respues­ta que yo deseo oír? ¿No nos heriría cualquier otra res­puesta, y no lo sabe Herbie muy bien?
—¡Válgame el cielo! —murmuró Bogert.
La doctora le dirigió una mirada sarcástica.
—Supongo que le preguntó usted si Lanning había dimitido. Usted deseaba saber que sí, y ésta es la res­puesta que Herbie le dio.
—Y supongo que es por esto —intervino Lanning sin entonación—, que no contestaba hace un momento. No podía contestar sin herirnos a uno de los dos.
Hubo una pausa durante la cual los dos hombres miraron hacia el robot, que estaba como encogido en su silla, al lado de la biblioteca, con la cabeza apoyada en una mano.
—Sabe todo esto... —dijo Susan Calvin mirando fi­jamente al suelo—. Este..., demonio, lo sabe todo, inclu­so el error que se cometió en su montaje. —Tenía una expresión sombría y pensativa en la mirada.
—En esto se equivoca usted, doctora Calvin —dijo Lanning levantando la cabeza—. No lo sabe; se lo he preguntado.
—¿Y qué significa esto? —gritó Susan—. Sólo que no quería usted que le diese la solución. Hubiera herido su susceptibilidad tener una máquina capaz de hacer lo que no puede hacer usted. ¿Se lo ha preguntado usted? —añadió dirigiéndose a Bogert.
—En cierto modo —respondió Bogert, tosiendo y sonrojándose—. Me dijo que entendía muy poco en matemáticas.
Lanning se rió en voz baja y la doctora lo miró sarcásticamente.
—¡Yo se lo preguntaré! —dijo—. Una solución dada por él no puede herir mi vanidad. ¡Ven aquí! —añadió levantando la voz.
Herbie se levantó y se aproximó con pasos vacilantes.
—Sabes, supongo —continuó—, exactamente en qué punto del montaje se introdujo un factor extraño o fue omitido uno esencial...
—Sí —dijo Herbie, en un tono casi inaudible.
—¡Alto! —interrumpió Bogert, furioso—. Esto no es necesariamente verdad. Desea usted saberlo, eso es todo.
—¡No sea idiota! —respondió Susan Calvin—. Sabe tantas matemáticas como Lanning y usted juntos, puesto que puede leer el pensamiento. Dele ocasión de demos­trarlo.
El matemático se inclinó y Calvin dijo:
—Bien, entonces, Herbie, dilo. Estamos esperando. —Y en un aparte, añadió—: Traigan lápices y papel.
Pero Herbie permaneció silencioso y con un tono de triunfo en la voz, la doctora continuó:
—¿Por qué no contestas, Herbie?
Súbitamente, el robot saltó.
—No puedo. ¡Ya sabes que no puedo! ¡El doctor Bogert y el doctor Lanning no quieren!
—Quieren la solución.
—Pero no de mí.
Lanning intervino, con voz lenta y distinta.
—No seas loco, Herbie. Queremos que nos lo digas.
Bogert se limitó a asentir. La voz de Herbie se elevó a un tono estridente.
—¿De qué sirve decir eso? ¿Creen acaso que no puedo leer más hondo que la piel superficial de vuestro cerebro? En el fondo no quieren. No soy más que una máquina a la que se ha dado una imitación de vida sólo por virtud de la acción positrónica de mi cerebro, lo cual es una invención del hombre. No pueden quedar en ridículo ante mí sin sentirse ofendidos. Esto está grabado en lo profundo de vuestra mente y no puede ser borrado. No puedo dar la solución.
—Nos marcharemos —dijo Lanning—. Díselo a la doctora Calvin.
—Sería lo mismo —gritó Herbie—, puesto que sa­brían que he sido yo quien he dado la respuesta.
—Pero comprenderás, Herbie —prosiguió la docto­ra—, que a pesar de esto, los doctores Lanning y Bogert quieren saber la respuesta.
—Por sus propios esfuerzos —insistió Herbie.
—Pero la quieren, y el hecho que tú la tengas y no se la quieras dar los hiere, ¿comprendes?
—¡Sí! ¡Sí!
—Y si se la das, les herirá también.
—¡Sí! ¡Sí! —Herbie retrocedía lentamente y la doctora iba avanzando al mismo paso.
Los dos hombres los miraban helados de sorpresa.
—No puedes decírselo —murmuró la doctora—, porque les herirá y tú no puedes herirlos. Pero si no se lo dices, los hieres también, de manera que debes decír­selo. Y si se lo dices los herirás, de manera que no debes decírselo, pero si no se lo dices los hieres, de manera que debes decírselo; pero si lo dices hieres, de mane­ra que no debes decirlo; pero si no lo dices...
Herbie estaba acorralado contra la pared y cayó de rodillas.
—¡Basta! —gritó—. ¡Cierra tu pensamiento! ¡Está lleno de engaño, dolor y odio! ¡No quise hacerlo, te digo! ¡He tratado de ayudarte! ¡Te he dicho lo que deseabas oír! ¡Tenía que hacerlo!
La doctora no le prestaba atención.
—Debes decírselo, pero si se lo dices los hieres, de manera que no debes; pero si no lo dices los hieres tam­bién, de manera que...
Y Herbie lanzó un grito estridente...
Fue como una flauta aumentada hasta el infinito, un silbido desgarrador y penetrante que resonó en todos los ámbitos de la habitación. Y cuando se desvaneció en la nada, Herbie se había desplomado, reducido a un montón informe de inerte metal.
—Ha muerto —dijo Bogert, lívido.
—¡No! —exclamó Susan Calvin, estremeciéndose y lanzando salvajes carcajadas—, no ha muerto, se ha vuelto loco. Lo he enfrentado con el insoluble dilema y ha sucumbido. Pueden recogerlo ya, porque no volverá a hablar nunca más.
Lanning estaba de rodillas al lado de lo que había sido Herbie. Sus dedos tocaron el frío rostro de metal ya sin reacción y se estremeció.
—Lo ha hecho usted a propósito —dijo.
Se levantó, enfrentándose con Susan, el rostro con­vulsionado.
—¿Y si lo hubiese hecho a propósito, qué? ¡No pue­de evitarlo ya! —Y con súbita amargura, añadió—: Lo merecía...
El director agarró al paralizado Bogert por la muñeca.
—¡Qué importa ya!... Venga, Peter. —Suspiró—. Un robot parlante de este tipo no tiene ningún valor, de todos modos. —Sus ojos cansados acusaban su edad, y repitió—: ¡Venga, Peter!
Una vez que los dos científicos se marcharon, transcurrieron algunos minutos antes que Susan Calvin recobrase su equilibrio mental. Lentamente, su mirada se fijó en el muerto-vivo Herbie y la dureza reapa­reció en su rostro. Durante largo rato permaneció con­templándolo mientras el triunfo se borraba de su rostro y el desengaño reaparecía; de todos sus turbulentos pen­samientos sólo una palabra, infinitamente amarga, salió de sus labios:
¡Embustero!


* * *


Aquello fue el final, de momento, desde luego. Sa­bía que después de aquello no conseguiría sacar nada más de ella. Permanecía sentada detrás de su mesa, el rostro lívido y frío..., recordando.
—Gracias, doctora Calvin —dije. Pero no me contes­tó. Transcurrieron dos días antes que consiguiera verla de nuevo.



El Robot Perdido


Volví a ver a Susan Calvin a la puerta de su oficina. Estaba sacando los archivos.
—¿Cómo van esos artículos, mi joven amigo? —me preguntó.
—Muy bien —dije. Los había estructurado según mi leal saber y entender, dramatizando lo escueto de su relato y añadiendo a la conversación algunos toques de amenidad—. ¿Quiere usted echarles una mirada y de­cirme si he sido injurioso o me he propasado en algo?
—Con mucho gusto. ¿Quiere que vayamos a la Sala de Juntas? Podremos tomar café.
Parecía de buen humor, de manera que mientras avanzábamos por el corredor, aventuré:
—Me estaba preguntando, doctora Calvin...
—Diga.
—Si querría usted decirme algo más sobre la historia de los robots.
—Me parece que ya ha conseguido saber todo lo que quería, mi joven amigo.
—En cierto modo, sí. Pero estos incidentes que he escrito no tienen gran aplicación en el mundo mo­derno. Quiero decir; sólo se desarrolló un único robot capaz de leer el pensamiento, las estaciones del Espacio están ya pasadas de moda y en desuso y la explotación minera por robots es cosa descontada. ¿Y el viaje inter­estelar? No han transcurrido más de veinte años desde la invención del motor hiperatómico y todo el mundo sabe que fue una invención robótica. ¿Qué hay de ver­dad en todo esto?
—¿El viaje interestelar?... —Quedó pensativa. Estábamos en el salón y encargué una comida copiosa. Ella sólo tomó café—. No fue simplemente una invención robótica, comprenda usted. Pero, desde luego, hasta que construimos el cerebro, no adelantamos mucho. Pero lo intentamos; verdaderamente lo intentamos. Mi primer contacto (directo, me refiero) con las investigaciones interestelares tuvo lugar en 2029, cuando se perdió un robot...


* * *


En Hyper Base, las medidas se tomaron con una es­pecie de furia frenética; fue como el equivalente muscu­lar de un grito histérico.
Para clasificarlas por orden de cronología y desespe­ración, fueron:
1. Todo trabajo en la Zona Hiperatómica que atra­viesa el volumen espacial ocupado por las Estaciones del Grupo Asteroidal Veintisiete quedó inmovilizado.
2. Todo volumen espacial del Sistema quedó aisla­do, prácticamente hablando. Nadie podía entrar sin per­miso. Nadie podía salir bajo ningún pretexto.
3. Los doctores Susan Calvin y Peter Bogert, res­pectivamente Jefe del Departamento de Sicología y Di­rector del Departamento de Matemáticas de la «United States Robots & Mechanical Men, Inc.» fueron llevados a Hyper Base por una nave de patrulla especial del Go­bierno.


Susan Calvin no había salido nunca de la superficie de la Tierra ni tenía especiales deseos de salir de ella. En una era de energía atómica y de clara aproximación a la Zona Hiperatómica, seguía siendo muy provinciana. Estaba, entonces, descontenta de su viaje y poco convencida de su urgencia y todas las facciones de su rostro, a su mediana edad, lo demostraron claramente durante su primera cena en Hyper Base,
Tampoco la lívida palidez del doctor Bogert aban­donaba una cierta actitud de recelo. Ni el general Kallner, que dirigía el proyecto, olvidó una sola vez de man­tener una expresión obsesionada.
En una palabra, aquella comida fue un tétrico episodio y la pequeña conferencia de los tres que la siguió, empezó de una manera gris y melancólica.
Kallner, con su reluciente calva y su uniforme, que desentonaba con el resto del ambiente, tomó la palabra con visible inquietud.
—Es realmente toda una historia la que tengo que contarles. Tengo que darles las gracias por su llegada al primer aviso y sin motivo justificado. Trataremos de corregir todo esto, ahora. Hemos perdido un robot. El trabajo ha parado y debe seguir parado el tiempo nece­sario para encontrarlo. Hasta ahora hemos fracasado y tenemos la sensación de necesitar una ayuda cien­tífica.
Quizá el general sintiese que su declaración resultaba decepcionante porque, con cierta desesperación, continuó:
—No necesito decirles la importancia que tiene el trabajo que aquí realizamos. Más del ochenta por ciento de las adjudicaciones de investigación científica de este año han recaído sobre nosotros...
—Sí, eso ya lo sabemos —dijo Bogert amablemen­te—. U. S. Robots percibe cuantiosos ingresos anuales por el uso de nuestros robots.
Susan Calvin introdujo una brusca y avinagrada nota.
—¿A qué es debida la gran importancia de un solo robot para el proyecto y por qué no ha sido localizado?
El general volvió rápidamente su rostro congestiona­do hacia ella y se pasó la lengua por los labios.
—En cierto modo, lo hemos localizado. —Pero aña­dió, angustiado—: Me explicaré. En cuanto nos dimos cuenta de la desaparición del robot, se declaró el estado de guerra y todo movimiento en la Hyper Base cesó. El día anterior había aterrizado una nave mercante tra­yendo dos robots destinados a nuestros laboratorios. Quedaban sesenta y dos robots de..., del mismo tipo, para ser llevados a otros sitios. De esta cifra estamos seguros. No queda la menor discusión posible.
—¿Sí? ¿Y qué relación...?
—Una vez que nos fue posible localizar al robot desapa­recido, y le aseguro que hubiéramos localizado una briz­na de hierba si hubiese estado allí para ser localizada, nos devanamos los sesos contando los robots que queda­ban en la nave. Había sesenta y tres.
—¿Entonces el sesenta y tres, supongo, es el hijo pró­digo desaparecido? —dijo la doctora.
—Sí, pero no podemos saber cuál de los sesenta y tres es.
Hubo un profundo silencio mientras el reloj eléctrico daba nueve campanadas; y la doctora en sicología robótica dijo:
—Muy extraño...
Las comisuras de sus labios se inclinaron hacia aba­jo y se volvió hacia su compañero con un indicio de furor.
—Peter, ¿qué ocurre aquí? ¿Qué clase de robots uti­lizan en Hyper Base?
El doctor Bogert vaciló y sonrió débilmente.
—Hasta ahora ha sido una cosa de gran discreción, Susan... —dijo.
—Sí, hasta ahora —dijo ella rápidamente—. Si hay sesenta y tres ejemplares del mismo tipo, uno de los cuales se busca y cuya identidad no puede ser determi­nada, ¿por qué no puede servir uno cualquiera de ellos? ¿Qué significa todo esto? ¿Para qué nos han llamado?
—Si me permite usted un momento —dijo Bogert con aire resignado—, Hyper Base, Susan, emplea diver­sos robots cuyos cerebros no tienen impresa toda la Pri­mera Ley Robótica.
¿Que no tienen impresa...? —preguntó Susan echándose para atrás—. Ya... ¿Y cuántos se hicieron?
—Pocos. Fue un pedido del Gobierno y no había manera de violar el secreto. No tenía que saberlo nadie más que los altos dirigentes. Usted no estaba incluida, Susan. No era nada con que yo tuviese que ver.


El general interrumpió con gesto autoritario.
—Quisiera aclarar este punto. No sabía que la docto­ra Calvin no estuviese al corriente de la situación. No tengo que decirle a usted, doctora Calvin, que siempre ha habido una fuerte oposición a los robots en el pla­neta. La única defensa que el Gobierno ha tenido en este asunto, contra los radicales fundamentalistas, fue que los robots se construían siempre con una indestruc­tible Primera Ley, lo cual los imposibilitaba de hacer daño a un ser humano, fueran cuales fuesen las circunstancias.
»Pero nosotros necesitábamos robots de una naturaleza distinta. Así, entonces, se prepararon algunos NST-2, o sea Nestors, con la Primera Ley modificada. Para man­tener el secreto, los NST-2 se fabrican sin número de se­rie; los ejemplares modificados se entregan aquí junto con un grupo de robots normales; y, desde luego, todos estamos bajo la estricta prohibición de revelar las mo­dificaciones a toda persona no autorizada. Todo se ha puesto contra nosotros, ahora —añadió con una sonrisa embarazada.
—¿Ha preguntado usted a cada uno de ellos quié­nes son? —preguntó la doctora, ceñuda—. ¿Sin duda debe estar autorizado a hacerlo?
—Los sesenta y tres niegan haber trabajado aquí y uno de ellos miente —asintió el general.
—¿Muestra el que busca usted alguna señal de des­gaste? Los demás deben salir de fábrica..., supongo.
—El robot en cuestión llegó este mismo mes. Este y los dos que acaban de llegar tenían que ser los últimos que necesitábamos. No puede haber desgaste percepti­ble. —Movió pausadamente la cabeza y en sus ojos apa­reció de nuevo la preocupación—. Doctora Calvin, no nos atrevemos a dejar zarpar esta nave. Si la existencia de robots sin Primera Ley llega a ser divulgada...
La conclusión de la frase no podía ofrecer duda alguna.
—Destruya los sesenta y tres —dijo la doctora—, y termine con esto.
—Esto significa destruir treinta mil dólares por ro­bot —dijo Bogert, torciendo el gesto—. Temo que a la U. S. Robots no le gustaría. Es mejor que hagamos un esfuerzo primero, Susan, antes de destruir algo.
—En este caso —dijo ella, secamente—, necesito he­chos. ¿Qué ventaja obtiene exactamente la Hyper Base con estos robots modificados? ¿Qué factor los hace ne­cesarios, general?
Kallner frunció intensamente las arrugas de su frente y se pasó una mano por ella.
—Los robots precedentes nos han creado complica­ciones. Nuestros hombres trabajan mucho con radiacio­nes intensas, ¿comprende? Es peligroso, desde luego, pero se toman precauciones razonables. No ha habido más que dos accidentes desde que empezamos y ninguno ha sido fatal. Sin embargo, era imposible explicar esto a un robot ordinario. La Primera Ley declara y se la ci­taré: «Ningún robot puede dañar a un ser humano, o por inacción, permitir que un ser humano sufra daño».
»Esto es elemental, doctora Calvin. Cuando era ne­cesario que uno de nuestros hombres estuviese expuesto por un corto período de tiempo a un campo gamma moderado, que no tuviese efectos psicológicos, el robot más cercano se precipitaba a sacarlo de allí. Si el campo era excesivamente débil, lo conseguía, y el trabajo que­daba interrumpido hasta que todos los robots eran reti­rados. Si el campo era ligeramente más fuerte, el robot no llegaba nunca al técnico afectado, ya que su cerebro positrónico sucumbía bajo las radiaciones gamma, y nos encontrábamos privados de un robot caro, y difícilmen­te reemplazable.
»Tratamos de discutir con ellos. Su punto de vista era que un ser humano en un campo gamma exponía su vida, y que nada importaba que pudiese permanecer en él durante media hora sin peligro. Supongamos, de­cían, que se olvidaba y permanecía una hora. No podía correr riesgos. Les hicimos ver que sólo arriesgaban su vida en una remota posibilidad. Pero el instinto de con­servación es sólo la Tercera Ley Robótica, y la Primera Ley de seguridad viene primero. Les dimos órdenes; les ordenamos estricta e imperativamente mantenerse fuera del campo gamma a toda costa. Pero la obediencia es sólo la Segunda Ley Robótica, y la Primera, la de la seguridad, viene primero. Doctora Calvin, o teníamos que prescin­dir de los robots o hacer algo con la Primera Ley..., y esto es lo que hicimos.
—No puedo creer que encontrasen la posibilidad de suprimir la Primera Ley —dijo Susan Calvin.
—No fue suprimida, fue modificada. Se construye­ron cerebros positrónicos que poseían sólo el aspecto positivo de la ley, que dice: «Ningún robot debe dañar a un ser humano». Eso es todo. No tienen la obligación de evitar que un ser humano sufra daño debido a un factor extraño, como los rayos gamma. ¿He expuesto la situación claramente, doctor Bogert?
—Muy claramente —asintió éste.
—¿Y es ésta la única diferencia entre sus robots y el modelo NST-2 ordinario, Peter? ¿La única diferencia?
—La única diferencia, Susan.
—Ahora me voy a dormir —dijo la doctora, levan­tándose y hablando en tono decidido—, y dentro de ocho horas quiero hablar con el que vio el robot por última vez. Y a partir de ahora, general Kallner, si ten­go que asumir alguna responsabilidad de los aconteci­mientos, necesito pleno control de esta investigación, sin que se me hagan preguntas.
Susan Calvin, aparte de dos horas de profundo can­sancio, no experimentó nada parecido al sueño. A las 7, hora local, llamó a la puerta del doctor Bogert y lo encontró despierto también. Por lo visto se había toma­do la molestia de traerse una bata a Hyper Base, porque estaba sentado y vestido con ella. Al entrar la doctora, dejó al lado las tijeras de las uñas.
—La esperaba a usted, en cierto modo. Supongo que todo esto le da asco.
—Sí.
—Lo siento. No hubo manera de evitarlo. Cuando vino la llamada de Hyper Base supuse en el acto que había ocurrido algo con el robot modificado. Pero, ¿qué podíamos hacer? No podía explicarle a usted lo ocurri­do durante el viaje como hubiera querido porque tenía que estar seguro primero. El asunto de la modificación es un riguroso secreto.
—Hubiera debido decírmelo —murmuró la docto­ra—. U. S. Robots no tenía derecho a modificar de esta forma los cerebros positrónicos sin la aprobación del departamento de Sicología.
—Sea usted razonable, Susan —dijo Bogert, enar­cando las cejas y suspirando—. No podía usted influir en ellos. En este asunto, el Gobierno estaba obligado a seguir su camino. Necesitan la Zona Hiperatómica y los físicos del éter quieren robots que no les creen obstácu­los. Tenían que conseguirlo, aunque ello representase quebrantar la Primera Ley, Tuvimos que convenir en que, desde el punto de vista de su construcción, la cosa era posible y juraron por todos los dioses que sólo ne­cesitaban doce, que sólo se emplearían en Hyper Base, que serían destruidos una vez perfeccionada la Zona, y que se tomarían toda clase de precauciones. E insis­tieron en el secreto..., ésta es la situación.
—Yo hubiera dimitido —murmuró Susan entre dientes.
—No hubiera servido de nada. El Gobierno ofrecía una fortuna a la Compañía y la amenazaba con una legislación antirrobótica en caso de negativa. Estábamos en mala postura, entonces, pero ahora estamos peor. Si esto se divulga, puede causar un perjuicio a Kallner y al Gobierno, pero causará un perjuicio mucho mayor a la U. S. Robots.
—Peter —dijo la doctora, mirándolo—: ¿No se da usted cuenta de lo que todo esto significa? ¿No com­prende usted la importancia de la supresión de la Pri­mera Ley? No se trata solamente de una cuestión de secreto...
—Sé lo que significaría la supresión. No soy ningún chiquillo. Significaría una inestabilidad completa, sin soluciones no-imaginarias de las ecuaciones de campo positrónico.
—Matemáticamente, sí. Pero tradúzcalo usted a la cruda idea psicológica. Toda la vida normal, Peter, cons­ciente o no, se resiste al dominio. Si el dominio es por parte de un inferior, o de un supuesto inferior, el re­sentimiento se hace más fuerte. Físicamente, y hasta cier­to punto mentalmente, un robot, cualquier robot, es superior a un ser humano. ¿Qué lo hace esclavo, entonces? ¡Sólo la Primera Ley! Porque sin ella, la primera orden que daría usted a un robot le costaría la vida. ¿Qué le parece?
—Susan —dijo Bogert en tono de complacida simpa­tía—, tengo que reconocer que este complejo Frankenstein del que está usted dando pruebas tiene una cierta justificación, por consiguiente la Primera Ley está en el primer lugar. Pero la Ley, lo repito una y otra vez, no ha sido supri­mida, sino sólo modificada.
—¿Y dónde me deja usted la estabilidad del cerebro?
—Disminuida, desde luego —dijo el matemático avanzando los labios—. Pero sin rebasar las fronteras de la seguridad. Los primeros Nestors fueron entregados a Hyper Base hace nueve meses, y jamás ha ocurrido nada hasta ahora, y aun esto sólo representa el temor de ser descubiertos, pero no un peligro para los humanos.
—Bien, entonces; veremos qué sale de la conferencia de esta mañana.
Bogert la acompañó cortésmente hasta la puerta e hizo una mueca una vez que ella se hubo marchado. No veía razón alguna para cambiar de opinión sobre ella. Siem­pre la había considerado una impaciente..., y un desen­gaño. Bogert, por su parte, no entraba para nada en los pensamientos de Susan. Hacía ya años que lo había clasificado como un presuntuoso y un fracasado.


Gerald Black se había graduado en Física etérea el año anterior y, como toda su generación de físicos, se encontró metido en el problema de la Zona. En la ac­tualidad aportaba su colaboración a la atmósfera gene­ral de las reuniones de Hyper Base. Con su blusa blanca manchada se sentía medio rebelde y totalmente incierto. Sus fuerzas acumuladas parecían querer descanso y sus dedos, retorciéndose con gestos nerviosos, hubieran sido capaces de torcer una barra de hierro.
El general Kallner estaba sentado a su lado y los dos enviados de la U. S. Robots les hacían frente.
—Me dicen que fui el último en ver el Nestor 10 antes que desapareciese —dijo Black—. Supongo que quieren ustedes interrogarme sobre esto...
—Parece que no está usted muy seguro de ello, señor Black —dijo Susan, mirándolo con interés—. ¿No sabe usted si fue el último en verle o no?
—Trabajaba conmigo en los generadores de campo, doctora, y estaba conmigo la mañana de su desaparición. Ignoro si alguien lo vio después de mediodía. Nadie asegura haberlo visto.
—¿Cree usted que hay alguien que miente?
—No digo tal cosa. Pero no quiero asumir esa res­ponsabilidad.
—No es cuestión de responsabilidad. El robot actuó como lo hizo a causa de lo que es. Trataremos única­mente de localizarlo, señor Black, y vamos a dejar todo lo demás aparte. Ahora bien, si ha trabajado con el robot, probablemente lo conoce mejor que nadie. ¿Observó usted en él algo anormal? ¿Había trabajado ya con otros robots?
—Había trabajado con los otros robots que tenemos aquí, los sencillos. No hay ninguna diferencia con los Nestors, salvo que son mucho más inteligentes..., y más molestos.
—¿Molestos? ¿En qué sentido?
—Pues..., quizá no es culpa suya. El trabajo aquí es duro y la mayoría de nosotros estamos cansados. Andar rondando por el hiperespacio no es muy divertido. Co­rremos continuamente el riesgo de hacer un agujero en la contextura normal del espacio-tiempo y salirnos del universo, con asteroide y todo. ¿Gracioso, verdad? —añadió sonriendo como si gozase con la confesión—. Naturalmente, uno está agotado, algunas veces. Pero estos Nestors, no. Son curiosos, tienen calma, no se pre­ocupan. Hay para volverle a uno loco. Cuando uno quiere algo hecho a toda prisa, parece que necesitan más tiempo. Algunas veces prescindiría de ellos.
—¿Dice que necesitan más tiempo? ¿Se han negado alguna vez a cumplir una orden?
—¡Oh, no! —exclamó Black apresuradamente—. La cumplen, desde luego. Pero cuando creen que nos equivocamos, lo dicen. No saben del asunto más de lo que les decimos, pero eso no los detiene. Quizá sea ima­ginación mía, pero los otros tienen las mismas preocu­paciones con Nestor.
—¿Cómo no ha llegado nunca hasta mí una queja en ese sentido? —preguntó el general Kallner, carraspeando ostensiblemente.
—En realidad, no queríamos trabajar sin robots, general —dijo el joven físico, sonrojándose—, y además, no estábamos muy seguros de si estas quejas me­nores..., serían bien recibidas.
—¿Ocurrió algo de particular la mañana que lo vio por última vez? —interrumpió Bogert suavemente.
Hubo un silencio. Con un rápido gesto, Susan atajó el comentario que estaba a punto de hacer Kallner.
—Tuve una leve discusión con él —respondió Black malhumorado—. Aquella mañana yo había roto un tubo Kimball, lo que me representaba cinco días de trabajo; iba atrasado en mi horario, hacía dos semanas que no había recibido correo de la Tierra..., ¡y se me acerca con el deseo de repetir un experimento que había abandonado hacía un mes! Me estaba molestando siempre con lo mismo y estaba harto de ello. Le dije que se marchase y no he vuelto a verlo más.
—¿Le dijo usted que se marchase? —preguntó Su­san con vivo interés—. ¿Con qué palabras exactamente? ¿Le dijo usted: «¡Márchate!»? Trate de recordar exactamente sus palabras.
A juzgar por las apariencias, en el interior de Black se mantenía una lucha. El físico tenía la frente apoyada en la mano, haciendo un esfuerzo de memoria. Final­mente, la apartó y dijo:
—Le dije: «¡Vete a pasear!».
—¿Y se fue, oh? —preguntó Bogert, riéndose.
Pero Susan Calvin no había terminado. En tono de halago, prosiguió:
—Ahora empezamos a ir a algún sitio, señor Black. Pero los detalles exactos tienen importancia. Para in­terpretar los actos de un robot, una palabra, un gesto, una entonación pueden serlo todo. Pudo usted no haber dicho solamente estas tres palabras, por ejemplo, ¿no es verdad? Según su misma confesión, aquel día estaba usted malhumorado. Quizá dio usted fuerza a su frase con otras...
—Pues... —dijo el joven físico sonrojándose—, qui­zá lo llamase..., algunas otras cosas.
—Exactamente, ¿qué cosas?
—¡Oh, no podría recordarlas exactamente! Además, no podría repetirlas. Ya sabe lo que pasa cuando uno se excita... —Se echó a reír un poco embarazado—. Tengo cierta tendencia al lenguaje violento...
—Muy bien —dijo ella, con firme severidad—. En este momento no soy más que una profesora de sico­logía. Quisiera que me repitiese usted lo que le dijo, tan exactamente como sea capaz, y, más importante to­davía, en el tono exacto de voz que empleó.
Black, miró a su jefe en busca de apoyo, pero no lo encontró.
—¡Pero..., eso es imposible!... —exclamó, abriendo los ojos, suplicante.
—Tiene usted que hacerlo.
—Imagine que se dirige a mí —dijo Bogert con hu­morismo—. Quizá le sea más fácil.
El rostro escarlata del muchacho se volvió hacia Bogert.
—Lo llamé... —trató de decir tragando saliva, pero su voz se perdió. Hizo una nueva prueba—. Lo llamé...
Hizo una fuerte aspiración y lanzó una retahíla in­comprensible de incoherentes sílabas. Cuando se detuvo, terminó casi llorando.
—... más o menos, no recuerdo el orden exacto de lo que le llamé; quizá olvido o añado algo, pero más o menos fue esto.
Sólo un leve rubor delató las emociones de la doc­tora.
—Comprendo el significado de la mayoría de estas palabras. El resto de ellas, imagino, deben tener un valor igualmente ofensivo.
—Eso temo —dijo el atormentado Black.
—¿Y entre ellos, le dijo usted que se fuese a pasear?
—Lo decía en sentido puramente figurado.
—Me doy cuenta. Tengo la seguridad que no se tomará ninguna medida disciplinaria. —Y al interpre­tar su mirada, el general, que cinco segundos antes no hubiera estado tan seguro de ello, asintió malhumorado.
—Puede usted retirarse, señor Black. Y gracias por su cooperación.


Susan Calvin necesitó cinco horas para interrogar los sesenta y tres robots. Fueron cinco horas de repeti­ciones, de insistir, robot tras robot, en la pregunta A, B, C, D; de escuchar la respuesta A, B, C, D; de em­plear suaves expresiones, un tono cautelosamente neu­tral, una atmósfera amistosa; y de hacer funcionar un magnetófono escondido.
Cuando terminó, estaba exhausta. Bogert la esperaba y miró con expectación la cinta grabada cuando ella la arrojó sobre el plástico de la mesa. Susan movió la ca­beza.
—Los sesenta y tres me parecen iguales. No podría decir...
—Es imposible captarlo al oído, Susan —dijo él—. Vamos a analizar la grabación.
De ordinario, la interpretación matemática de las reacciones verbales de los robots es una de las ramas más intrincadas del análisis robótico. Requiere un equi­po de técnicos bien entrenados y el empleo de máquinas calculadoras muy complicadas. Bogert lo sabía. Bogert lo dijo así después de haber escuchado con disimulado aburrimiento la serie de respuestas, hizo una lista de las entonaciones de ciertas palabras y gráficos de los inter­valos entre preguntas y respuestas.
—No veo presente ninguna anomalía, Susan. Las variaciones de entonación y las reacciones cronométricas son del tipo de frecuencia normal. Necesitamos métodos más sagaces. Aquí debe haber calculadoras... No... —Se interrumpió frunciendo el ceño y contemplando la uña del pulgar—. No podemos emplear computado­res. Hay demasiado peligro de filtración. O quizá sí...
Susan lo detuvo con un gesto de impaciencia.
—Por favor, Peter. Esto no es uno de sus insigni­ficantes problemas de laboratorio. Si no podemos iden­tificar el Nestor modificado gracias a alguna diferencia visible a simple vista, una que no ofrezca duda posible, es que no estamos de suerte. El peligro de equivocarse y dejarlo escapar es por otra parte demasiado grande. No es suficiente observar una minúscula irregularidad en una gráfica. Le diré una cosa: si esto es todo lo que tengo para seguir adelante, preferiría destruirlos a todos sólo para estar segura. ¿Ha hablado usted con los otros Nestors modificados?
—Sí, y no tienen ningún defecto —dijo secamente Bogert—. Si algo hay en que estén por encima de lo normal, es en amabilidad. Han contestado a mis pre­guntas, demostrando orgullo de sus conocimientos, salvo los dos últimos, que no han tenido todavía tiempo de aprender la física etérea. Se rieron a gussto de mi ignoran­cia sobre algunas de las especializaciones de aquí. Supon­go que esto forma parte de la base de su resentimiento contra ellos por parte de los técnicos de aquí. Los robots temen quizá una excesiva afición a impresionarnos con sus superiores conocimientos.
—¿Puede usted probar algunas reacciones planas para ver si se ha producido algún cambio en una com­posición mental desde su manufactura?
—No lo he hecho todavía, pero lo haré. —Apuntó a Susan con su dedo afilado—. Está usted perdiendo la calma, Susan. No veo qué es lo que dramatiza. Son esencialmente inofensivos.
—¿Sí? —saltó Susan con fuego—. ¿Está usted se­guro? ¿Se da usted cuenta que uno de ellos está mintiendo? Uno de los sesenta y tres robots que acabo de interrogar me ha mentido deliberadamente después de mi imperativa orden de decir la verdad. Esta anor­malidad es terriblemente profunda y horriblemente ate­rradora.
Bogert sintió que sus dientes castañeteaban.
—No —dijo—. ¡Mire! Nestor 10 recibe orden de irse a pasear. Esta orden le fue expresada con la máxima urgencia por la persona de mayor autoridad para dár­sela. No se puede desobedecer esta orden ni por una urgencia superior ni por una superior autoridad. Na­turalmente, el robot tratará de evitar ejecutar la orden. En el fondo, objetivamente, admiro su ingenio. ¿Cómo puede un robot «irse a pasear» o «perderse de vista» me­jor que mezclándose con un grupo de robots similares a él?
—Sí, sería usted capaz de admirarlo. He leído un cierto humorismo en sus ojos. Peter, un cierto humoris­mo y una sorprendente falta de comprensión. ¿Es usted un técnico en robótica, Peter? Estos robots dan impor­tancia a todo lo que consideran superioridad. Usted mis­ino acaba de decirlo. Subconscientemente, consideran a los humanos inferiores a ellos e injusta la Primera Ley que nos protege. Y ahora nos encontramos ante un hom­bre joven que envía a un robot «a pasear», con todas las apariencias verbales de desprecio, repugnancia y do­minación. De acuerdo, el robot tiene que cumplir las órdenes, pero subconscientemente, está resentido. Para él adquiere una importancia todavía más trascendental demostrar que es superior, pese a la serie de epítetos que se le han dirigido. Puede llegar a ser tan importan­te, que lo que queda de la Primera Ley no sea suficiente.
—¿Cómo quiere que en la Tierra, o en cualquier otro sitio del Sistema Solar, un robot sepa el significado de las duras palabras pronunciadas contra él? La obscenidad no es una de las cosas que se han impreso en su cerebro.
—La impresión original no lo es todo —dijo Susan con cierta mofa—. Los robots tienen cierta capacidad para aprender. ¡No sea usted tonto, hombre! —Bogert sabía que había perdido completamente la calma—. ¿No comprende que por el tono empleado pudo darse cuenta que las palabras no eran de alabanza? —añadió pre­cipitadamente—. ¿No cree que pudo haber oído ya es­tas palabras en otras ocasiones y comprendido cuál es su sentido.
—Bien, en este caso, tenga la bondad de decirme en qué forma un robot modificado puede dañar a un ser humano, por muy ofendido que esté, y por muy profundo que sea su deseo de demostrar su superioridad.
—¿Si le digo cómo, estará usted tranquilo?
—Sí.
Ambos estaban apoyados en la mesa, mirándose con mutuo rencor.
—Si un robot modificado dejase caer un gran peso sobre un ser humano, no infringiría la Primera Ley si lo hacía sabiendo que su fuerza y sus reacciones le per­mitirían apartar el peso en su caída antes que hiriese al hombre. Sin embargo, una vez soltado el peso, no se­ría ya él el medio activo. Sería la ciega fuerza de gra­vedad. El robot podría entonces cambiar de manera de pensar y dejar que el peso llegase al hombre. La modi­ficación de la Primera Ley se lo permite.
—Esto requiere un horrible esfuerzo de imaginación.
—Es lo que mi profesión exige algunas veces. Peter, no nos peleemos, vamos a trabajar. Conoce usted exac­tamente la naturaleza de los estímulos que han hecho que el robot se «fuese a pasear». Tiene usted los planos originales de la adaptación mental. Quiero que me diga usted hasta qué punto es posible a nuestro robot hacer lo que acabo de indicarle. No me refiero a este ejemplo específico, fíjese bien, sino a esta clase de reacciones. ¡Y quiero que me lo diga pronto!
—Entretanto, tendremos que hacer pruebas de reac­ción a la Primera Ley.


Gerald Black, a petición propia, estaba examinando los enmohecidos tabiques de madera que formaban círcu­lo bajo el abovedado techo del tercer piso del edificio de Radiación 2. Los obreros trabajaban en su mayoría silenciosos. Uno de ellos se sentó junto a Black, se quitó el sombrero, y se secó pensativo la frente pecosa.
—¿Cómo va esto, Walenski? —preguntó Black ha­ciéndole una señal.
—Suave como la manteca —respondió Walenski en­cendiendo un pitillo—. ¿Qué pasa, sin embargo, doc­tor? Primero estamos tres días sin trabajo y ahora te­nemos todo este lío... —Se echó atrás apoyándose en el codo y echó una bocanada de humo.
—Han venido dos robots más de la Tierra —dijo Black juntando las cejas—. ¿Recuerda las perturbaciones que tuvimos con los robots al penetrar en los campos gamma, antes que les metiésemos en el cráneo que no tenían que hacerlo?
—Sí. ¿No venían unos nuevos robots?
—Hemos reemplazado algunos, pero principalmente era una cuestión de adoctrinarlos. De todos modos, los que los hacen quieren crear unos robots que no queden tan fuertemente afectados por los rayos gamma.
—Parece extraño, de todos modos, parar todo el tra­bajo por este asunto de los robots. Creía que nada podía detener la creación de la Zona...
—Eso es la gente de arriba quien tiene que decirlo. Yo..., no hago más qué lo que me dicen. Probablemente todo es una cuestión de infl...
—Sí —interrumpió el electricista con una sonrisa y guiñando el ojo—. Siempre hay quien tiene amigos en Washington... Pero mientras mi paga llegue puntual­mente, no me preocupo. La cuestión de la Zona no es asunto mío. ¿Qué van a hacer aquí?
—¿Me lo pregunta? Han traído unos robots..., más de sesenta, y van a medir sus reacciones. Eso es todo lo que sé.
—¿Cuánto tiempo se necesitará?
—Me gustaría saberlo.
—Bien... —dijo Walenski en tono de sarcasmo—. Con tal que me paguen bien, por mí pueden jugar tanto como quieran.


Un hombre estaba sentado en una silla, inmóvil, si­lencioso. Un peso caía por el aire, sobre él; después, en el último momento, se apartó a un lado, bajo el sincro­nizado empuje de un súbito rayo de fuerza. En sesenta y tres celdas de madera, sesenta y tres robots NST-2 se lanzaron simultáneamente adelante en aquel preciso segundo, antes que el peso alcanzase al hombre y se­senta y tres fotocélulas instaladas a cinco pies de su posición original, accionaron la punta marcadora e hi­cieron una pequeña señal en el papel. El peso caía y se elevaba, caía y se elevaba, caía y...
¡Diez veces!
Diez veces los robots saltaron adelante y se detuvie­ron, mientras el hombre permanecía tranquilamente sentado.
El general Kallner no había vuelto a ponerse su esplendoroso uniforme desde la primera comida dada a los representantes de la U. S. Robots. Entonces, en man­gas de camisa, llevaba el cuello abierto y el nudo de la corbata flojo.
Miró esperanzado a Bogert, que seguía impecable­mente vestido y cuyas emociones interiores eran sólo de­latadas por un ligero sudor en la frente.
—¿Qué le parece? —preguntó el general—. ¿Qué está usted tratando de ver?
—Una diferencia que puede resultar demasiado su­til para nuestros propósitos —respondió Bogert—. Para sesenta y dos de estos robots la necesidad de saltar hacia el ser humano en peligro aparente ha sido lo que llama­mos, en lenguaje robótico, una reacción forzosa. Com­prenda usted, incluso cuando el robot sabe que al ser humano en cuestión no le ocurrirá nada, y tiene que saberlo después de la tercera o cuarta vez, no puede evi­tar reaccionar como lo ha hecho. La Primera Ley lo exige.
—¡Bien, y qué!
—Pero el robot sesenta y tres, este Nestor modificado, no tiene tal compulsión. Está bajo una acción libre. Si hubiese querido, hubiera podido continuar en su sitio. «Desgraciadamente» —añadió con un tono de lamento en la palabra—, no ha sido éste su deseo.
—¿Supone usted el porqué?
—Supongo —dijo Bogert encogiéndose de hom­bros—, que la doctora Calvin nos lo dirá cuando venga. Probablemente con una interpretación horriblemente pesimista, además. Algunas veces es un poco molesta.
—¿Está calificada, verdad? —preguntó el general con cierta inquietud.
—Sí —dijo Bogert—. Está calificada. Entiende en robots como si fuesen sus hermanos. Quizá sea la conse­cuencia de odiar a los seres humanos con la misma in­tensidad. En todo caso, psicóloga o no, es sumamente neurótica. Tiene tendencias paranoicas. No la tome demasiado en serio.
Extendió delante de él un largo rollo de gráficas lle­nas de líneas quebradas.
—Vea, general, en el caso de cada robot, el lapso entre la caída del peso y el salto de un metro y medio hacia adelante tiende a disminuir a medida que la prueba se repite. Hay una relación matemáticamente definida que gobierna estas cosas y el no conformarse a ello indicaría una marcada anormalidad en el cerebro positrónico. Desgraciadamente, aquí todos parecen nor­males.
—Pero si nuestro Nestor 10 no responde obedeciendo a una fuerza obligatoria, ¿por qué su curva no es dife­rente? No lo entiendo.
—Es muy sencillo. Las reacciones robóticas no son per­fectamente análogas a las humanas, ese es el problema. En los seres humanos, la acción voluntaria es más lenta que el reflejo. Pero con los robots no es éste el caso; es una simple cuestión de libertad de elección; por lo demás, la rapidez de la acción forzosa y la libre es la misma. Lo que yo había esperado era que Nestor 10 fuese pilla­do de sorpresa la primera vez y dejase transcurrir un intervalo demasiado grande antes de responder.
—¿Y no fue así?
—Temo que no.
—Entonces, no hemos llegado a ninguna parte —dijo el general, echándose atrás con expresión contrariada—. Hace ya cinco días que están ustedes aquí...
En aquel momento entró Susan Calvin y volvió a ce­rrar la puerta con un fuerte golpe.
—Retire sus gráficas de aquí, Peter. Ya sabe usted que no demuestran nada.
Murmuró algo con impaciencia al ver que el general se levantaba para saludarla y prosiguió:
—Vamos a tener que intentar algo más urgente. No me gusta todo lo que ocurre.
—¿Pasa algo? —preguntó Bogert, cambiando una mirada con el general.
—¿Específicamente? ¡No! Pero no me gusta que Nestor 10 siga eludiéndonos. Es un mal asunto. Debe halagar su vanidoso sentido de superioridad. Mucho me temo que su complejo no sea ya simplemente el de obe­decer órdenes. Me parece que se está convirtiendo en una aguda necesidad neurótica, para él, ir más allá que los humanos. Es una situación malsana y peligrosa. Pe­ter, ¿hizo usted lo que le pedí? ¿Ha establecido los factores inestables del NST-2 modificado siguiendo las lí­nea que le pedí?
—Está en marcha —respondió el matemático sin interés.
Susan lo miró durante un momento con rencor y se volvió hacia el general.
—Nestor 10 se ha dado cuenta, desde luego, de lo que estamos haciendo, general. No tiene necesidad algu­na de morder el cebo en este experimento, especialmen­te después de la primera vez, cuando tiene que haber visto que el sujeto no corre peligro. Los otros no podían abstenerse; pero él está fingiendo deliberadamente la reacción.
—¿Y qué cree usted que debemos hacer, doctora Calvin?
—Imposibilitarle, falsificar su reacción la próxima vez. Repetiremos el experimento, pero con una modifi­cación. Estableceremos unos cables de alta tensión entre los robots y el sujeto, capaces de electrocutar los mode­los Nestor en cantidad suficiente para que no puedan saltar por encima de ellos; el robot se dará cuenta del hecho que tocar los cables significa la muerte.
—¡Alto! —exclamó súbitamente Bogert, indigna­do—. No vamos a electrocutar dos millones de dólares de robots para localizar a Nestor 10. Hay otros medios.
—¿Está usted seguro? No hemos encontrado ningu­no. De todos modos, no se trata de electrocución. Pode­mos aplicar un contacto que cortará la corriente en el momento de soltar el peso. Si el robot pisa los cables, no será electrocutado. Pero el robot no lo sabrá.
—¿Saldrá bien esto? —dijo el general con un brillo de esperanza en los ojos.
—Creo que sí. En estas condiciones, Nestor 10 tiene que permanecer en su silla. Puede recibir la orden de tocar los cables y morir, porque la Segunda Ley de obe­diencia es anterior a la Tercera Ley de autoconservación; pero esta orden no la recibirá, será simplemente dejado a su propio impulso, como todos los demás ro­bots. En el caso de los robots normales, la Primera Ley de la seguridad humana los llevará a la muerte aun sin haber recibido orden expresa. Pero en el caso de nuestro Nestor 10, no. Sin la Primera Ley completa, y sin haber recibido órdenes específicas, la Tercera Ley, la de autoconservación, será la más fuerte y no tendrá más remedio que permanecer en su sitio. Será una acción forzosa.
—¿Lo hacemos esta noche, entonces?
—Esta noche —dijo la doctora en sicología— si los cables pueden tenderse a tiempo. Voy a explicar a los robots lo que vamos a hacer.


Un hombre estaba sentado en una silla, inmóvil, si­lencioso. Un peso caía sobre él, rápido; después, en el último momento, se apartó a un lado bajo el sincroni­zado empuje de un súbito rayo de energía.
Sólo una vez...
Y desde su silla plegable de la cabina de observación, la doctora Susan Calvin se levantó de un salto, abrien­do la boca horrorizada.
Sesenta y tres robots permanecían sentados inmóviles en sus sillas, clavando los ojos con seriedad en el hombre en peligro que tenían ante ellos. Ni uno de ellos se movió.


La doctora Calvin estaba furiosa hasta casi lo inso­portable. Tanto más furiosa, por no atreverse a demos­trarlo delante de los robots, que iban entrando y saliendo uno a uno de la habitación. Comprobó la lista. Aho­ra tenía que entrar el Veintiocho. Faltaban todavía treinta y cinco.
Entró el número Veintiocho, receloso.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Susan, tratando de conservar la calma.
Con una voz apagada e incierta, el robot contestó:
—No he recibido nombre todavía. Soy un NST-2 y ocupaba el número veintiocho en la hilera. Tengo aquí una tira de papel que voy a darle.
—¿Has estado ya aquí alguna otra vez?
—No.
—Siéntate. Vas a contestar a algunas preguntas, nú­mero Veintiocho. ¿Estabas en la Sala de Radiaciones del Edificio Dos hace unas cuatro horas?
El robot tuvo dificultad en contestar; finalmente lo hizo con un ronquido, como de una maquinaria que necesitase aceite.
—Sí, doctora.
—Había allí un hombre que estaba casi en peligro de sufrir daño, ¿no?
—Sí, doctora.
—Y tú no hiciste nada, ¿verdad?
—No, doctora.
—A aquel hombre pudo ocurrirle daño por causa de tu inacción. ¿Sabes esto, verdad?
—Sí, doctora. No pude evitarlo, doctora. —Es difícil imaginar una voluminosa figura metálica sin expresión gimiendo, pero casi lo consiguió.
—Quiero que me digas exactamente por qué no hi­ciste nada por salvarlo.
—Quiero explicárselo, doctora. No quiero que creas..., que nadie, crea... que soy capaz de causar daño a un ser humano. ¡Oh, no, esto sería horrible..., e in­concebible!
—¡Por favor, no te excites, muchacho! No te censu­ro nada. Quiero solamente que me digas qué pensabas en aquel momento.
—Doctora, antes que todo aquello ocurriese, nos dijiste que uno de los humanos estaría en peligro por aquel peso que se caía y que tendríamos que cruzar unos cables eléctricos si queríamos intentar salvarlo. Bien, esto no me hubiera detenido. ¿Qué es mi destrucción comparada con la seguridad de un humano? Pero..., se me ocurrió que si yo moría al ir a salvarlo, estaría muer­to sin objeto alguno y quizá algún día otro humano podría sufrir un daño que no hubiera sufrido si yo hu­biese estado todavía con vida. ¿Me entiendes, doctora?
—¿Quieres decir que era una simple elección entre la muerte del humano solo o la muerte de los dos?
—Eso es. Era imposible salvar al humano. Podía con­siderársele muerto. En este caso era inconcebible que yo corriese a la muerte..., sin haber recibido órdenes.
La doctora en sicología sacó un lápiz. Había oído la misma historia con insignificantes variaciones veinti­siete veces ya. La pregunta crucial venía ahora.
—Oye —dijo—, tu punto de vista tiene sus razones, pero no es lo que yo hubiera creído que eras capaz de pensar. ¿Se te ocurrió a ti?
—No —dijo el robot después de haber vacilado.
—¿A quién se le ocurrió, entonces?
—Anoche estábamos hablando y uno de nosotros tuvo esta idea, y nos pareció a todos razonable.
—¿A cuál?
El robot quedó sumido en profunda reflexión.
—No lo sé. Uno de nosotros.
—Nada más —dijo Susan con un suspiro.
El robot siguiente era el Veintinueve. Después vinie­ron treinta y cuatro más.


También el general Kallner estaba enojado. Durante una semana entera toda la Hyper Base había estado in­movilizada, a excepción de algún trabajo de papeleo so­bre los asteroides subsidiarios del grupo. Y entonces los representantes, o por lo menos la mujer, hacían propo­siciones inaceptables.
Afortunadamente para la situación general, Kallner juzgaba imposible poner de manifiesto abiertamente su cólera.
—¿Por qué no, general? —insistía Susan Calvin—. Es evidente que la actual situación es desgraciada. La única forma como podemos encontrar algún resultado en el futuro, o en lo que nos quede de futuro en este asunto, es separar los robots. No podemos conservarlos juntos por más tiempo.
—Mi querida doctora Calvin —gruñó el general con una voz que había alcanzado los registros bajos de un barítono—, no veo cómo alojar separadamente sesenta y tres robots en este sitio..
—Entonces no puedo hacer nada —interrumpió Su­san levantando los brazos en un gesto de desesperación—. Nestor 10 imitará lo que hagan los demás robots o in­ducirá a los demás a no hacer lo que no puede hacer él. Y en ambos casos, es un mal asunto. Estamos en pugna con el condenado robot desaparecido y por ahora nos gana. Cada victoria suya agrava la anormalidad.
Se puso en pie con rígida determinación.
—General Kallner, si no puede separar los sesenta y tres robots como le pido, me veo obligada a pedirle que los sesenta y tres sean destruidos inmediatamente.
—¿Lo pide usted, verdad? —preguntó Bogert inter­viniendo súbitamente con rabia—. ¿Y quién le da a usted derecho a pedir semejante cosa? Estos robots per­manecerán como están. Soy yo el responsable de ellos, no usted.
—Y yo —añadió el general Kallner— soy el respon­sable del Coordinador del Mundo..., y tengo que solu­cionar esto.
—En tal caso —saltó en el acto Susan Calvin— no me queda otro camino que dimitir. Si es necesario para forzarle a usted a la indispensable destrucción, daré pu­blicidad al asunto. No fui yo quien dio su aprobación a la manufactura de los robots modificados.
—Una palabra más que viole las medidas de segu­ridad, doctora Calvin —dijo el general pausadamen­te—, y será usted inmediatamente detenida.
Bogert sentía que el asunto se le escapaba de las manos. Su voz se hizo melosa.
—Vamos, vamos, estamos portándonos como unos chiquillos. No es más que cuestión de tiempo. Tiene que haber, con toda seguridad, un medio de vencer un robot sin dimitir, encarcelar a nadie ni destruir dos millones.
La doctora en sicología se volvió hacia él con rabia contenida.
—No quiero que existan robots descompensados. Te­nemos un Nestor que está positivamente descompensado, once que lo están potencialmente y sesenta y dos norma­les que empiezan a estar sujetos a un ambiente descompensado. El único medio de seguridad absoluta es su destrucción.
El zumbido de llamada se dejó oír en la puerta y los tres se callaron, helando la creciente violencia de la discusión.
—¡Adelante! —gruñó Kallner.
Era Gerald Black, al parecer turbado. Había oído voces encolerizadas.
—He creído mi deber venir... —dijo—; hubiera con­siderado indiscreto hablar de ello con nadie...
—¿Qué ocurre? No haga discursos...
—Alguien ha tocado las cerraduras del Compartimien­to C de la nave mercante. Hay rasguños recientes en ellas.
—¿El Compartimiento C? —exclamó Susan rápida­mente—. ¿Es el que encierra los robots, no? ¿Quién ha sido?
—Desde dentro —dijo Black lacónicamente.
—La cerradura no está estropeada, ¿verdad?
—No, está bien. He estado cuatro días observando la nave y nadie ha tratado de salir de ella. Pero he creído que debían saberlo ustedes y no quería divulgar la no­ticia. Me he dado cuenta de la cosa personalmente.
—¿Hay alguien allí, ahora?
—He dejado a Robins y McAdams vigilando.
Hubo un silencio meditativo y la doctora dijo iró­nicamente:
—¿Y bien...?
—¿Qué significa todo esto? —preguntó el general rascándose la nariz.
—¿No está claro? Nestor 10 está proyectando mar­charse. La orden de «irse a pasear» lo domina anormal­mente por encima de todo cuanto podamos hacer. No me sorprendería que lo que le dejaron de la Primera Ley no fuese suficientemente fuerte para vencerlo. Es perfectamente capaz de apoderarse de la nave y fugarse en ella. Entonces tendremos a un robot loco en una nave espacial. ¿Qué sucederá después? ¿Tiene alguna idea? ¿Sigue usted queriéndolos dejar tranquilos, ge­neral?
—Es absurdo —interrumpió Bogert, que había re­cobrado su suavidad—. Todo esto por algunos rasguños en una cerradura...
—¿Ha completado usted el análisis que le pedí, doc­tor Bogert, puesto que da usted su opinión?
—Sí.
—¿Puedo verlo?
—No.
—¿Por qué no? ¿O tengo que pedir esto por favor también?
—Porque seria inútil, Susan. Le dije a usted por ade­lantado que estos robots modificados son menos estables que los normales, y mi análisis lo demuestra. Hay un número muy pequeño de probabilidades de colapso en circunstancias extremas, que es muy improbable que se produzcan. Dejémoslo en eso. No voy a darle a usted municiones para su absurda pretensión de destruir se­senta y tres robots perfectos, sólo porque carece usted de facultades para descubrir el Nestor 10 entre ellos.
Susan Calvin lo miró fijamente, con el desprecio pin­tado en sus ojos.
—¿No omite usted un solo detalle en su eterna dic­tadura, verdad?
—Por favor —suplicó Kallner irritado—. ¿Insiste usted en que no es posible hacer nada más?
—No se me ocurre nada más, general —respondió la doctora—. Si hubiese alguna otra diferencia entre Nestor 10 y los robots normales, diferencias que no afec­tasen a la Primera Ley... Aunque fuese una sola dife­rencia. En envoltorio, contenido, especificaciones... —Sú­bitamente se detuvo.
—¿Qué pasa?
—Se me ha ocurrido algo... Pienso... —Su mirada se hizo distante y vaga—. Estos Nestors modificados, Peter..., ¿recibieron la misma forma de impresión que los normales, verdad?
—Exactamente la misma.
—Y..., ¿qué es lo que decía usted, señor Black? —dijo volviéndose hacia el joven doctor que en medio de la tormenta que habían desencadenado sus noticias guar­daba un discreto silencio—. Una vez, al quejarse de la actitud de superioridad de Nestor, dijo usted que los técnicos le habían enseñado todo lo que sabían.
—Sí, en Física etérea. No estaban al corriente de este tema cuando llegaron aquí.
—Esto es verdad —dijo Bogert, sorprendido—. Ya le dije a usted, Susan, que cuando hablé con los otros Nestors, los dos recién llegados no habían aprendido to­davía Física etérea.
—¿Y por qué ocurre esto? —preguntó Susan Calvin con creciente excitación—. ¿Por qué no salen los mo­delos NST-2 impresos con Física etérea en primer lugar?
—No se lo puedo decir —respondió Kallner—. For­ma parte del secreto. Pensamos que si fabricábamos un modelo especial con conocimientos de Física etérea, em­pleábamos a doce de ellos, y poníamos los otros a traba­jar en un campo no coordenado, podíamos despertar sospechas. Los hombres que trabajan con los Nestors nor­males podrían preguntarse por qué saben Física etérea. De manera que nos limitamos a imprimir en ellos la ca­pacidad de aprender sobre el terreno. Sólo los que han venido aquí tienen esta impresión. ¿Es sencillo?
—Comprendo. Y ahora, por favor, retírense todos. Denme una hora para mí.


Susan Calvin comprendía que no podía soportar el suplicio por tercera vez. Su mente lo había examinado y rechazado con una intensidad que le produjo náuseas. Le era imposible enfrentarse nuevamente con aquella interminable hilera de robots.
De manera que era Bogert quien interrogaba ahora, mientras ella permanecía sentada con los ojos y la men­te medio cerrados.
Entró el número Catorce. Faltaban todavía cuarenta y nueve.
—¿Qué número tienes en la hilera? —le preguntó Bogert, levantando la vista de la hoja de papel.
—Catorce —dijo el robot mostrando su tarjeta nu­merada.
—Siéntate, muchacho. ¿Habías estado ya aquí antes? —preguntó.
—No, señor.
—Bien, vamos a tener otro hombre en peligro de sufrir daño en cuanto salgamos de aquí. Cuando salgas de esta habitación te llevarán a un sitio donde esperarás tranquilamente a que se te necesite. ¿Comprendes?
—Sí, señor.
—Y, naturalmente, si un hombre está en peligro, tra­tarás de salvarlo.
—Naturalmente, señor.
—Desgraciadamente, entre el hombre y tú habrá un campo de rayos gamma.
Silencio.
—¿Sabes lo que son los rayos gamma?
—¿Radiación de energía, señor?
La siguiente pregunta fue hecha en tono indiferente, amistoso.
—¿Has trabajado ya con rayos gamma?
—No, señor —respondió el robot categóricamente.
—Pues..., verás, muchacho, los rayos gamma te ma­tarán instantáneamente. Destruirán tu cerebro. Éste es un hecho que debes recordar. Naturalmente, tú no que­rrás destruirte...
—Naturalmente. —Una vez más el robot parecía ex­trañado. Lentamente, prosiguió—: Pero, señor, ¿si los rayos gamma están entre el hombre en peligro y yo, cómo puedo salvarlo? Me destruiré yo sin ningún fin.
—Sí, eso es. —Bogert parecía preocupado por el asunto—. Lo único que puedo aconsejarte, muchacho, es que si detectas radiaciones gamma entre el hombre y tú, harás bien en permanecer sentado.
—Gracias, señor. ¿Sería inútil, verdad? —dijo el ro­bot, visiblemente aliviado.
—En efecto. Pero si no hubiese radiaciones gamma, la cosa sería totalmente diferente, ¿no es eso?
—Naturalmente, señor, no hay duda.
—Ahora puedes marcharte. El hombre que está aquí en la puerta te llevará a tu sitio. Espera allí.
Una vez que el robot se hubo marchado, Bogert se volvió hacia Susan.
—Muy bien —dijo ella sinceramente.
—¿Cree usted que podremos descubrir a Nestor 10 interrogándolos rápidamente sobre Física etérea?
—Quizá, pero no es muy seguro. —Tenía las manos como muertas en el regazo—. Recuerde que lucha con nosotros. Está en guardia. La única manera de vencerlo es ser más listos que él, y, dentro de sus limitaciones, puede pensar mucho más rápidamente que un ser hu­mano.
—Bien, sólo para ver qué pasa; supongamos que a partir de ahora hago a los robots algunas preguntas sobre los rayos gamma. Límites de longitud de onda, por ejemplo.
—¡No! —exclamó Susan Calvin, mientras reapare­cía la vida en sus ojos—. Le sería demasiado fácil negar sus conocimientos y esto le pondría en guardia contra la siguiente prueba..., que es nuestra verdadera proba­bilidad. Siga, por favor, haciendo las preguntas como le he indicado, Peter, y no improvise. Está perfectamente en su derecho preguntarles si han trabajado ya con rayos gamma. Y trate incluso de parecer menos interesado to­davía.
Bogert se encogió de hombros y tocó el timbre que haría entrar al número siguiente.
La espaciosa Sala de Radiaciones estaba a punto una vez más. Los robots esperaban pacientemente en sus celdas de madera, todas ellas abiertas por el centro, pero separadas unas de otras.
El general Kallner se secó lentamente la frente con un enorme pañuelo, mientras Susan Calvin se ocupaba con Black de los últimos detalles.
—¿Está usted seguro —preguntó— que ninguno de los robots ha tenido ocasión de hablar con los demás desde que han salido de la Cámara de Orientación?
—Absolutamente seguro —insistió Black—. No han cambiado una palabra.
—¿Y cada robot está en su celda indicada?
—Aquí está el plano.
La doctora permaneció un momento estudiándolo, pensativa.
—¿Cuál es el plan de esta ordenación, doctora? —preguntó el general asomándose por encima de su hombro.
—He pedido que me colocasen a los robots que me han parecido faltar un poco a la verdad en las primeras pruebas, concentrados en un lado del círculo. Esta vez voy a sentarme yo en el centro y quiero observarlos par­ticularmente.
—¿Va usted a sentarse allí?... —exclamó Bogert.
—¿Por qué no? —preguntó ella, fríamente—. Lo que espero ver puede ser instantáneo. No puedo correr el riesgo de poner a otro como primer observador. Peter, usted estará en la cabina de observación y quiero que se fije muy bien en el lado opuesto del círculo. General Kallner, he dispuesto que se filme a cada uno de los robots, para el caso que la observación visual no fuese suficiente. Si es necesario, los robots tendrán que permanecer sentados exactamente donde están hasta que la película haya sido revelada y estudiada. Ninguno debe marcharse, ninguno debe cambiar de sitio. ¿Está claro?
—Perfectamente.
—Entonces, vamos a probar otra vez.


Susan Calvin estaba sentada en la silla, silenciosa, la mirada inquieta. Un peso cayó precipitadamente hacia abajo, y se apartó a un lado en el último momento bajo el empuje sincronizado de un súbito rayo de energía.
Un solo robot se puso en pie y avanzó dos pasos. Y se detuvo.
Pero la doctora Calvin se había levantado ya y lo señalaba con el dedo.
—Nestor 10, ven aquí —gritó—. ¡Ven! ¡VEN AQUÍ!
Lentamente, a regañadientes, el robot avanzó otro paso.
Sin apartar la vista del robot, la doctora gritó, con todas las fuerzas de su voz:
—¡Que todos los demás robots salgan inmediatamen­te de esta habitación, pronto! ¡Sáquenlos en seguida y manténganlos fuera!
A sus oídos llegó el sordo rumor de unas fuertes pisadas, pero no apartó la vista. Nestor 10, si es que era Nestor 10, avanzó otro paso, y después, bajo la fuerza de un imperativo gesto, dos más. Estaba sólo a tres me­tros de ella cuando, con voz ronca, dijo:
—Me han dado orden de perderme... —Otro paso—. No debo desobedecer. No me han encontrado hasta... Me creería un fracasado. Me dijo... Pero no es así... Soy poderoso e inteligente...
Las palabras salían fraccionadas. Otro paso.
—Sé mucho... Va a pensar... He sido descubierto... Desgraciado... Yo no... Soy inteligente... Y con este due­ño..., que es débil... Lento...
Otro paso, y un brazo de metal se levantó, apoyán­dose súbitamente sobre el hombro de Susan Calvin, que sintió que el terrible peso la aplastaba. Su garganta se agarrotó y sintió que un estremecimiento de terror le recorría el cuerpo.
Oyó, vagamente, las siguientes palabras de Nestor 10:
—Nadie debe encontrarme. No tengo dueño... —La masa de frío metal se apoyaba sobre ella, que sucumbía bajo su peso. Y entonces se produjo un extraño sonido metálico y Susan cayó al suelo, mientras un brazo relu­ciente se apoyaba sobre su cuerpo. No se movió. Ni Nestor 10 tampoco, echado a su lado.
Y unos instantes después unos rostros se inclinaron sobre ella.
—¿Está usted herida, doctora Calvin? —jadeaba Gerald Black.
Susan movió lentamente la cabeza y levantando el brazo metálico que la aplastaba, se puso en pie.
—¿Qué ha ocurrido?
—He bañado la sala con rayos gamma durante cinco segundos. No sabíamos lo que ocurría, sólo en el último momento nos dimos cuenta que la agredía y no ha­bía tiempo más que para los rayos gamma. Se derrumbó al instante. Pero no era suficiente para hacerle daño a usted. No se preocupe, todo ha pasado ya.
—No me preocupo —dijo ella cerrando los ojos e inclinándose a un lado—. No creo haber sido agredida, exactamente. Nestor estaba tratando solamente de hacer­lo. Lo que quedaba en él de la Primera Ley lo refrenaba todavía.


Dos semanas después de su primera reunión con el general Kallner, Susan Calvin y Peter Bogert celebraron la última. En Hyper Base se había reanudado el traba­jo. La nave con sus sesenta y dos NST-2 normales había salido para su destino, con una versión oficial del retra­so de dos días. El crucero del Gobierno estaba haciendo sus preparativos para llevar a la Tierra a los dos técnicos en robótica.
Kallner lucía de nuevo el reluciente uniforme. Sus guantes blancos deslumbraban, mientras les estrechaba la mano.
—Los otros Nestors modificados tendrán, desde luego, que ser destruidos —dijo Susan Calvin.
—Lo serán. Cubriremos los turnos con robots nor­males o, si es necesario, prescindiendo de ellos...
—Bien.
—Pero, dígame..., no me ha explicado... ¿Cómo lo consiguió?
—¡Oh, eso!... —dijo Susan con una sonrisa de com­placencia—. Hubiera podido decírselo por adelantado si hubiese estado más segura que saldría bien. Nestor 10 tenía un complejo de superioridad que cada vez iba siendo más fuerte. Le gustaba creer que tanto él como los demás robots sabían más que los seres huma­nos. Para él iba cobrando importancia creerlo. Eso lo sabíamos. Advertimos, por lo tanto, a cada robot por adelantado que los rayos gamma los matarían, lo cual era verdad, y les advertimos además que entre ellos y yo habría rayos gamma. De manera que cada cual se quedó donde estaba, naturalmente. Por la lógica de Nestor 10 durante la primera prueba, habían todos decidido que no tenía utilidad alguna tratar de salvar una vida hu­mana, puesto que ellos morirían antes de conseguirlo.
—Bien, sí, doctora Calvin, esto lo comprendo. Pero, ¿por qué abandonó su sitio Nestor 10?
—¡Ah!... El doctor Black y yo habíamos hecho un pequeño arreglo. No eran los rayos gamma los que inun­daban el espacio entre los robots y yo, sino los infrarro­jos. Rayos ordinarios de calor, absolutamente inofensi­vos. Nestor 10 sabría que eran rayos infrarrojos inofen­sivos y se lanzó adelante como esperaba que harían los demás bajo la compulsión de la Primera Ley. Sólo una fracción de segundo demasiado tarde recordó que el NST-2 normal puede detectar la radiación pero no puede identificar el tipo. Que él sólo pudiese identificar las longitudes de onda, por la instrucción que había reci­bido en Hyper Base, bajo la dirección de simples seres humanos, era en aquel momento demasiado humillante de recordar. Para los robots normales el área era fatal, les habíamos dicho que lo sería, y sólo Nestor sabía que mentíamos.
Hizo una pausa, antes de terminar.
—Y por un solo momento olvidó, o no quiso recor­dar, que otros robots pueden ser más ignorantes que los seres humanos. Su misma superioridad lo perdió. Bue­nas tardes, general.



¡La Fuga!


Cuando Susan regresó de Hyper Base, Alfred Lanning la estaba esperando. El buen hombre no hablaba nunca de su edad, pero todo el mundo sabía que tenía setenta y cinco años. No obstante, su mente era despierta y si había permitido que lo nombrasen Director Hono­rario de Investigaciones, actuando Bogert de director efectivo, aquello no le impedía asistir cotidianamente a la oficina.
—¿Cómo está el trabajo de la Zona Hiperatómica?
—No lo sé —respondió ella, irritada—. No lo he preguntado.
—¡Ejem!... Quisiera que se diesen prisa. Porque si no se la dan, «Consolidated» puede ganarles la mano, y ganárnosla a nosotros de paso.
—¿«Consolidated»? ¿Qué tiene que ver con eso?
—Pues..., no somos los únicos que nos dedicamos a crear máquinas. Las nuestras pueden ser positrónicas, pero esto no quiere decir que sean mejores. Robertson ha convocado a una gran reunión para mañana. Estaba espe­rando que regresase usted.


Robertson, de la «U. S. Robots & Mechanical Men Cor­poration», hijo del fundador, señaló con su aguda nariz al director general y su nuez pegó un salto hacia arriba mientras decía:
—Empiece usted. Vamos directamente al asunto.
—He aquí el caso, jefe —comenzó el director gene­ral con vivacidad—. «Consolidated Robots» se dirigió a nosotros hace un mes con una curiosa proposición. Vinie­ron con cinco toneladas de cifras, ecuaciones, y toda clase de cálculos. Era un problema, y querían una contestación para el Cerebro. Las condiciones eran las siguien­tes...
Fue contando con los dedos.
—Cien mil para nosotros si no hay solución y po­demos decirles cuáles son los factores que faltan. Dos­cientos mil si hay solución, más el costo de construcción de la máquina involucrada, más el cuarto de los intereses en todos los beneficios de ello derivados. El problema se refiere al desarrollo de una máquina interestelar...
Robertson frunció el ceño y su afilado rostro se en­dureció.
—A pesar del hecho que ya poseen una máquina pensadora. ¿Exacto?
—Lo cual demuestra claramente que esta proposi­ción es un engaño, jefe. Leu-ver, siga adelante.
Abe Leu-ver levantó la mirada desde la mesa del ex­tremo de la sala de conferencias y se pasó la mano por la rasposa barbilla.
—La cosa es así, jefe —dijo sonriendo—. Consoli­dated tenía una máquina pensante. Se ha estropeado.
—¿Cómo? —dijo Robertson incorporándose a me­dias.
—Es así. ¡Rota! ¡Kaput! Nadie sabe por qué, pero he llegado a ciertas conclusiones..., como, por ejemplo, que le pidieron que les diese una máquina interestelar con la misma serie de informaciones que nos han enviado a nosotros y que esto estropeó su máquina. Ahora es chatarra, nada más que chatarra.
—¿Comprende, jefe? —dijo el director general en­tusiasmado—. ¿Lo comprende? No hay ningún grupo industrial de investigación que no esté tratando de de­sarrollar una máquina que abarque el espacio, y Consolidated y U. S. Robots vamos a la cabeza en este terreno con nuestros robots cerebrales. Ahora que han consegui­do estropear la suya, tenemos el campo libre. Éste es el supuesto motivo... Necesitarán seis años por lo me­nos para construir otra y están hundidos, a menos que puedan estropear la nuestra también, sometiéndola al mismo problema.
El presidente de la U. S. Robots tenía los ojos abier­tos y grandes como platos.
—¡Qué asquerosas ratas...!
—Espere, jefe. Hay algo más. ¡Lanning, hable!... —dijo describiendo con el dedo un amplio círculo.
El doctor Lanning hizo un resumen de la situación con un leve tono de desprecio; reacción natural contra las empresas y sectores de venta mucho mejor pagadas que él. Sus increíbles cejas grises se cerraban y su voz era seca.
—Desde un punto de vista científico, la situación, si no enteramente clara, es susceptible de un inteligente análisis. El problema del viaje interestelar en las actua­les condiciones de teoría física es vaga. La cuestión es muy vasta y la información dada por Consolidated referente a su máquina pensante, era similarmente vaga. Nuestro departamento matemático ha procedido a un análisis profundo, y parece que Consolidated lo ha incluido todo. Su material de sumisión contiene todos los adelantos conocidos de la teoría curvo-espacial de Franciacci y, al parecer, todos los datos astrofísicos y electrónicos pertinentes. Es un buen bocado.
Robertson los seguía atentamente. Al final interrum­pió:
—Es muy difícil para que el Cerebro lo resuelva.
—No —intervino Lanning moviendo la cabeza con decisión—. No hay límites para la capacidad del Cere­bro. Es una cuestión distinta. Es cuestión de Leyes Robóticas; por ejemplo: no podrá jamás dar una solución a un problema que le haya sido sometido, si esta solu­ción trae aparejada la muerte o daño de seres humanos. En cuanto a él hace referencia, un problema que no tuviese más que esta solución sería insoluble. Si este problema estuviese unido a una urgente demanda de respuesta, sería posible que el Cerebro, que es sólo un robot al fin y al cabo, se encontrase ante un dilema se­gún el cual no podría ni contestar ni negarse a hacerlo. Algo por el estilo puede haberle ocurrido a la máquina de Consolidated.
Hizo una pausa, pero el director general insistió:
—Siga, doctor Lanning. Explíquelo en la forma como me lo explicó a mí.
Lanning arqueó las cejas apretando los labios, y miró hacia Susan Calvin, que levantó por primera vez la vista de sus manos cruzadas en el regazo. Habló en voz baja y sin entonación.
—La naturaleza de la reacción robótica ante un dile­ma es impresionante —comenzó—. La sicología del robot está muy lejos de ser perfecta, como especialista puedo asegurárselo, pero puede ser discutida en térmi­nos cualitativos, porque a pesar de todas las complica­ciones introducidas en el cerebro positrónico de un robot, está construido por los humanos, y por lo tanto, con­formado de acuerdo con los valores humanos.
»Ahora bien, un humano enfrentado con una impo­sibilidad, responde frecuentemente con una retirada de la realidad: penetra en un mundo de engaño, entregán­dose a la bebida, llegando al histerismo, o arrojándose de un puente. Todo esto se reduce a lo mismo, la negativa o la incapacidad de enfrentarse serenamente con la situa­ción. Y lo mismo ocurre con los robots. Un dilema, en el mejor de los casos creará un desorden en sus cone­xiones; y en el peor abrasará su cerebro positrónico sin reparación posible.
—Comprendo —dijo Robertson, que no había com­prendido nada—. ¿Y qué me dice de esta información que nos pide Consolidated?
—Encierra indudablemente un problema de un ge­nero prohibido —dijo Susan Calvin—. Pero el Cerebro difiere considerablemente del robot de Consolidated.
—Eso es cierto, doctora, es cierto —interrumpió el director general con energía—. Quiero que sepa bien esto, porque es el punto esencial de la situación.
Los ojos de Susan relucían detrás de sus lentes y continuó pacientemente:
—Estas máquinas de Consolidated, comprende, su Superpensador entre ellas, están construidas sin perso­nalidad. Se rigen por un funcionarismo, obligatoriamen­te: sin los patrones básicos de la U. S. Robots para las sendas emocionales del cerebro. Su Pensador es una simple máquina calculadora en gran escala y un dilema la aniquila instantáneamente.
»Sin embargo, el Cerebro, nuestra máquina, tiene una personalidad, una personalidad de chiquillo. Es un ce­rebro supremamente deductivo, pero se parece a un idiot savant. En realidad, no entiende lo que hace, se limita a hacerlo. Y porque es realmente un chiquillo, es más reacio. «La vida no es tan seria», parece decir.
La doctora en sicología, hizo una pausa y prosiguió:
—He aquí lo que vamos a hacer. Hemos dividido toda la información de Consolidated en partes ló­gicas. Vamos a introducir cada una de las partes en el Cerebro, separada y cautelosamente. Cuando entre el fac­tor, el que crea el dilema, la personalidad infantil del Cerebro vacilará. Su sentido enjuiciador no está madu­ro. Se producirá un intervalo perceptible antes que reconozca el dilema como tal. Y durante este intervalo, rechazará automáticamente la unidad, antes que las sendas cerebrales puedan ser puestas en movimiento y estropeados.
La nuez de Robertson se estremeció.
—¿Está usted segura, ahora?
—La cosa no tiene mucho sentido, lo admito —dijo Susan Calvin con disimulada impaciencia—, en lenguaje vulgar; pero no concibo que tenga la utilidad de pre­sentarlo en forma matemática. Le aseguro que es como le digo.
El director general saltó a la brecha, con calor.
—De manera que la situación es ésta: Si aceptamos la proposición, podemos proceder de esta forma. El Cerebro nos dirá cuál de las unidades es la que encierra el dilema. De donde podremos calcular por qué existe el dilema. ¿No es esto, doctor Bogert? Ya lo ve usted, doc­tora, y el doctor Bogert es el mejor matemático que en­contrará en parte alguna. Damos a Consolidated la respuesta de «Sin Solución», con el motivo que la jus­tifica, y cobramos cien mil. Ellos se quedarán con una máquina estropeada y nosotros con una entera. Dentro de un año, dos quizá, tendremos una máquina curvo-espacial, o un motor hiperatómico, como lo llaman al­gunos. Llámela como quiera, será la cosa más grande del mundo.
Robertson se echó a reír y tendió la mano.
—Veamos este contrato. Voy a firmarlo.


Cuando Susan Calvin entró en la bóveda del Cere­bro, fantásticamente guardada, uno de los turnos de téc­nicos acababa de preguntarle: «Si una gallina y media pone un huevo y medio en un día y medio, ¿cuántos huevos pondrán nueve gallinas en nueve días?»
Y la máquina había contestado: «Cincuenta y cua­tro».
Y los técnicos se habían mirado perplejos unos a otros.
La doctora Calvin tosió y se produjo una súbita con­fusión de energías. La doctora hizo un breve gesto y se quedó sola con el Cerebro.
El Cerebro era un simple globo de medio metro de diámetro —que contenía en su interior una atmósfera totalmente acondicionada de helio, un volumen de es­pacio totalmente ausente de vibraciones y libre de ra­diaciones— y dentro del cual había una inaudita com­plejidad de senderos cerebrales positrónicos que formaban el Cerebro. El resto de la habitación estaba atestada de dispositivos que eran los intermediarios entre el Cerebro y el mundo exterior, su voz, sus brazos, sus órganos sen­soriales.
—¿Cómo estás, Cerebro? —preguntó suavemente la doctora Calvin.
La voz del Cerebro respondió vibrante y con entu­siasmo.
—¡Muy bien, doctora Calvin! Me vas a hacer algu­na pregunta. Lo veo. Cuando quieres hacerme alguna pregunta, llevas siempre un libro en la mano.
—Bien, pues tienes razón, pero todavía no —sonrió Susan—. Pero es tan complicada que te la vamos a dar por escrito. Pero más tarde. Me parece que voy a ha­blarte primero.
—Perfectamente, no me importa hablar.
—Escucha, Cerebro, dentro de un momento, el doc­tor Bogert y el doctor Lanning estarán aquí con su complicada pregunta. Te daremos muy poco cada vez y muy lentamente, porque queremos que te vayas con cui­dado. Vamos a pedirte que saques algo en conjunto, si te es posible, de la información, pero tengo que adver­tirte que la solución puede comportar un cierto peligro para los seres humanos.
—¡Cáspita! —exclamó con voz ronca, seca, el Ce­rebro.
—Ahora, mucho cuidado. Cuando lleguemos a un punto que pueda significar peligro, incluso quizá muer­te, no te excites. Comprendes, Cerebro, en este caso, no nos importa..., ni siquiera la muerte; nos tiene sin cui­dado. De manera que cuando llegues a este punto, te detienes, nos la devuelves y se acabó. ¿Comprendes?
—¡Sí, sí, seguro! Pero..., ¡cáspita, muerte de los hu­manos...! ¡Oh!
—Y ahora, Cerebro, oigo llegar al doctor Bogert y al doctor Lanning. Ellos te explicarán en qué consiste el problema y empezaremos. Sé buen muchacho, ahora...
Lentamente las hojas fueron siendo insertadas. Después de cada una se producía un intervalo de un curioso ruido, como de ahogado cuchicheo que era el Cerebro en acción. Después venía un silencio, que quería decir que estaba en disposición de recibir una nueva hoja. Era cuestión de horas, durante las cuales el equivalente de unos doscientos diecisiete gruesos volúmenes de físi­ca-matemática fue tragado por el Cerebro.
A medida que se iba procediendo a la operación, to­dos fruncían el ceño. Lanning refunfuñaba ferozmente en voz baja. Bogert, primero, se contempló pensativo las uñas y después empezó a morderlas de una forma abs­traída. Sólo cuando la última de las hojas del grueso montón hubo desaparecido, Susan. con el rostro pálido, dijo:
—Algo está mal.
Lanning hizo un supremo esfuerzo por pronunciar unas palabras.
—No puede ser. Está..., muerto.
—¿Cerebro?... —Susan Calvin estaba temblando—. ¿Me oyes, Cerebro?
—¿Eh?... —respondió la máquina, abstraída—. ¿Qué quieres?
—La solución.
—¡Ah!... Puedo darla. Les construiré la nave, con facilidad..., si me dan robots. Una linda nave. Necesitaré dos meses, quizá.
—¿No ha habido dificultad...?
—Fue largo de calcular.
La doctora Calvin se echó a reír. El color no había reaparecido en sus mejillas. Hizo signo a los demás para que se marchasen.


—No logro entenderlo —dijo, una vez en su despa­cho—. La información, tal como se ha dado, tiene que envolver un dilema..., probablemente la muerte. Si algo se ha estropeado...
—La máquina habla y razona. No puede haber dilema.
—¡Hay dilemas y dilemas! —exclamó la doctora con calor—. Hay diferentes formas de evasión. Suponga­mos que el Cerebro se siente sólo débilmente captado; sólo lo suficiente, digamos, para sufrir la ilusión de poder resolver el problema, cuando en realidad no pue­de. O supongamos que está oscilando en el borde mismo de algo realmente malo, de manera que el menor em­puje lo hace pasar más allá.
—Supongamos —dijo Lanning— que no hay dilema. Supongamos que la máquina de Consolidated se rompió a causa de otra pregunta, o por razones pura­mente mecánicas.
—Pero aun así —insistió Susan Calvin— no pode­mos correr el riesgo. Oigan, a partir de ahora nadie debe ni respirar delante del Cerebro. Me hago cargo del asunto.
—Muy bien —suspiró Lanning—, hágase cargo, entonces. Y entretanto, dejaremos que el Cerebro nos construya la nave. Y si nos la construye, tendremos que probarla. Para esto necesitaremos nuestros mejores hombres —aña­dió pensativo.


Michael Donovan se alisó la encrespada cabellera pelirroja con un violento ademán, y la total indiferen­cia a que en el acto volviese a erizarse.
—Llama el turno ya, Greg —dijo—. Dicen que la nave está terminada. No saben lo que es, pero está ter­minada. Vamos, Greg. Vamos a tomar el mando.
—Espera, Mike —dijo Powell, cansado—. La con­finada atmósfera que respiramos no es adecuada para tu entusiasmo y buen humor.
—Escucha —dijo Donovan, dándole otro tirón a su cabello—. No me preocupa el genio éste de hierro ni su linda nave de hojalata. ¡Son mis vacaciones perdidas! ¡Y la monotonía! Aquí no hay más que bigotes y ci­fras..., una fea especie de cifras. ¡Oh, por qué tienen que darnos siempre estas misiones!
—Porque —respondió Powell amablemente— por lo visto les convenimos. ¡Bien, descansa! Viene el doctor Lanning.
Lanning se acercaba con sus siempre pobladas cejas grises y lleno de vida a pesar de su edad. Subió silencio­samente la rampa con sus dos compañeros y salieron a campo abierto donde, sin obedecer a ningún ser humano, silenciosos robots estaban construyendo una nave. Me­jor dicho: ¡Habían construido una nave! Porque Lan­ning dijo:
—Los robots se han parado. Ninguno se ha movido hoy.
—¿Está lista, entonces? ¿Definitivamente? —preguntó Powell.
—¿Cómo puedo decirlo? —dijo Lanning, frunciendo el ceño—. Parece lista. No se ven piezas sueltas por ninguna parte y el interior tiene un brillo de cosa aca­bada.
—¿Ha estado usted dentro?
—Entrar y salir. No soy piloto del espacio. ¿Entien­de alguno de ustedes algo en teoría de motores?
Donovan miró a Powell y Powell miró a Donovan.
—Tengo mi licencia, doctor, pero en mis últimos textos no hay nada referente a hipermotores ni curvo-navegación. Sólo el corriente juego de niños de las tres dimensiones.
Alfred Lanning levantó la mirada con un gesto de neta reprobación y soltó un ronquido con su larga nariz.
—Bien, enviaremos a nuestros ingenieros —dijo en tono helado.
Powell lo agarró por el codo al ver que se disponía a marcharse.
—Señor, ¿es la nave aún suelo restringido?
—Supongo que no —respondió Lanning después de haber vacilado rascándose la nariz—. Para ustedes dos, en todo caso.
Donovan murmuró una frase expresiva a su espalda al verlo marchar y se volvió hacia Powell.
—Me gustaría darle una descripción literaria de él mismo, Greg.
—Ven conmigo, Mike.
El interior de la nave estaba terminado, tan terminado como una nave pudo jamás estarlo; podía afirmarse con sólo pestañear dos veces. Ningún obrero especia­lizado hubiera podido dar más brillo del que habían dado los robots. Las paredes tenían un acabado de relu­ciente plata que no conservaba las impresiones digitales.
No había ángulos; paredes, suelo y techos se fundían unos con otros en delicadas curvas, y el resplandor metálico de la luz indirecta daba seis frías imágenes de los asombrados visitantes.
El corredor principal era un estrecho túnel cuyo suelo resonaba bajo las pisadas y en el que había una serie de habitaciones imposibles de distinguir unas de otras.
—Supongo que los muebles deben estar empotra­dos en las paredes —dijo Powell—. O quizá no tenemos que sentarnos ni dormir.
En la última habitación, cerca de la proa de la nave, se quebraba la monotonía. Una ventana curva, sin refle­jos, era lo primero que rompía la monotonía metálica y bajo ella había una sola esfera de grandes dimensiones con una única aguja inmóvil que marcaba el cero.
—¡Mira esto! —dijo Donovan señalando la única palabra escrita en una escala minuciosamente marcada. La palabra era «parsecs», y la diminuta cifra del extre­mo de la escala graduada era «1.000.000». Había dos si­llas; pesadas, rústicas, sin acolchar. Powell se sentó en una de ellas y la encontró cómoda, sus curvas se amoldaban a las formas de su cuerpo.
—¿Qué te parece todo esto? —preguntó Powell.
—¡Por mi dinero! Creo que el Cerebro tiene fiebre cerebral. ¡Larguémonos!
—¿No quieres dar un vistazo a todo esto?
—He dado ya un vistazo a todo eso. He venido y he visto. ¡Estoy harto! Greg, salgamos de aquí —añadió con el pelo rojo erizado—. He abandonado mi trabajo hace cinto minutos y esto es una zona prohibida.
Powell sonrió de una forma untuosa y satisfecha y se alisó el bigote.
—Bien, Mike, cierra la válvula de adrenalina que estás vertiendo en tu sangre. Estaba preocupado también, pero nada más.
—¿Nada más, eh? ¿Cómo es eso, nada más? ¿Aumentando tu seguro?
—Mike, esta nave no puede despegar.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Hemos recorrido toda la nave, no?
—Así parece.
—Puedes creerlo bajo mi palabra. ¿Has visto una sola cámara de pilotaje a excepción de este ventanal y una esfera calculada en parsecs? ¿Has visto algún mando?
—No.
—¿Has visto algún motor?
—¡Por Júpiter, no!
—Bien, entonces... Vamos a darle la noticia a Lanning, Mike.
Recorrieron a toda velocidad los uniformes corredo­res para chocar finalmente con el estrecho paso que daba a la compuerta neumática.
Donovan se puso rígido.
—¿Has cerrado tú eso, Greg?
—No lo he tocado para nada. Levanta la palanca, quieres...
Pero a pesar de los agotadores esfuerzos de Mike, la palanca no se movió.
—No he visto ninguna salida de urgencia —dijo Powell—. Si ocurre algo, nos van a tener que sacar fundidos.
—Sí, y vamos a tener que esperar a que se den cuen­ta que algún loco nos ha encerrado aquí dentro —añadió Donovan, frenético.
—Volvamos a la ventana. Es el único sitio desde el cual podemos llamar la atención.
Pero no fue así.
En la última habitación, la ventana no era ya azul y llena de cielo. Era negra, y unas puntas de aguja ama­rillentas en forma de estrella decían: Espacio.
Se produjo un fuerte golpe sordo, doble, y dos cuer­pos se desplomaron separadamente en dos sillas.


Alfred Lanning encontró a Susan Calvin en la puerta de la oficina. Encendió nerviosamente un cigarro y le hizo seña de entrar.
—Bien, Susan —dijo—, hemos llegado bastante lejos y Robertson se está poniendo nervioso. ¿Qué va usted a hacer con el Cerebro?
Susan Calvin abrió los brazos, extendiendo las manos.
—No sirve de nada ponerse impacientes. El Cerebro tiene mayor valor que todo lo que podamos obtener con este trato.
—Pero lleva usted dos meses interrogándolo.
—¿Preferiría usted llevar este asunto personalmen­te? —preguntó la doctora en tono llano, pero ligera­mente amenazador.
—Ya sabe usted lo que quiero decir.
—¡Oh, supongo que sí! —respondió ella, frotándose las manos, nerviosa—. La cosa es fácil, he estado probando y tanteando y no he llegado todavía a ninguna parte. Sus reacciones no son normales. Sus respuestas son, en cierto modo..., extrañas. Pero nada en que poner el dedo. Y, comprenda usted, hasta que sepamos qué es lo que pasa, debemos andar de puntillas. Me es imposible decir qué pregunta u observación conseguirá darle el empujón..., y si entonces tendremos entre nuestras manos un Cerebro completamente inútil. ¿Quiere usted correr este riesgo?
—No lo sé, no puede quebrantar la Primera Ley.
—Eso hubiera pensado, pero...
—¿No está siquiera segura de eso? —preguntó Lanning, escandalizado.
—¡Oh, no puedo estar segura de nada, Alfred!
Los timbres de alarma resonaron con una aterradora prontitud. Lanning cortó la comunicación con un es­pasmo casi paralizante. Las palabras salieron jadeantes y heladas de sus labios.
—Susan..., ha oído esto..., la nave ha partido. He enviado a aquellos dos físicos a su interior hace media hora. Tendrá usted que consultar de nuevo con el Cerebro.


—Cerebro —dijo Susan Calvin con forzada calma—, ¿qué le ha ocurrido a la nave?
—¿La nave que he construido, señorita Susan?
—Exacto. ¿Qué ha sido de ella?
—Nada. Los dos hombres que tenían que hacer las pruebas estaban dentro y todo estaba dispuesto. De manera que la lancé.
—¡Oh, vaya, pues está bien! —La doctora encontraba una cierta dificultad en respirar—. ¿Crees que estarán bien?
—Tan bien como sea posible, señorita Susan. He tomado todas las precauciones. Es una hermosa nave.
—Sí, Cerebro es hermosa, pero, ¿crees que tendrán bastante comodidad? ¿Estarán confortablemente aloja­dos?
—Mucha comida.
—Esto puede haber sido una gran impresión para ellos. Por lo inesperado, comprendes...
—Estarán bien —dijo el Cerebro, desechando la objeción—. Tiene que ser interesante para ellos.
—¿Interesante? ¿Cómo?
—Sólo interesante.
—Susan —dijo Lanning con un susurro—, pregúntele si podrían morir. Pregúntele qué peligros corren.
La expresión de Susan Calvin se contorsionó en un gesto de furia.
—¡Cállese! —Con voz turbada, se volvió hacia el Cerebro—. ¿Podremos comunicarnos con la nave, verdad, Cerebro?
—Pueden oírte, si los llamas por radio. Nos hemos preocupado de eso.
—Gracias. Eso es todo, por ahora.
Una vez fuera, Lanning estalló con rabia:
—¡Por toda la Galaxia, Susan, si esto se sabe estamos arruinados! Es necesario que hagamos regresar a estos hombres. ¿Por qué no le ha preguntado si había peligro de muerte..., directamente?
—Porque esto es precisamente lo que no puedo men­cionar. Si existe un dilema, es de muerte. Cualquier cosa que sea demasiado fuerte para él, puede aniquilar­lo. ¿Estaremos acaso mejor, entonces? Ahora, espere, dice que podemos comunicarnos con ellos. Vamos a hacerlo, lo­calicémoslos y hagámoslos regresar. Probablemente pue­den manejar los controles ellos mismos. El Cerebro sin duda los dirige desde lejos. ¡Vamos!


Transcurrió bastante tiempo antes que Powell volviese en sí.
—Mike —dijo con los labios fríos—, ¿sientes alguna aceleración?
—¿Eh?... —preguntó Donovan con mirada inexpresiva—. No...
Los puños del pelirrojo se cerraron, y levantándose con ímpetu de su sillón, se acercó a la ventana con frenética energía. No se veía nada..., más que estrellas.
—Greg —dijo, volviéndose—, debieron haber lan­zado esta máquina mientras estábamos dentro. Greg, todo esto estaba preparado; combinaron que el robot nos obligase a ser pilotos de prueba para el caso en que pensásemos volvernos atrás.
—¿Qué estás diciendo? —dijo Powell—. ¿Qué utilidad tiene enviarnos al espacio si no sabemos cómo se gobierna esta máquina? ¿Cómo creen que vamos a hacerla regresar? No, esta nave arrancó por sí sola y sin ninguna aceleración aparente. —Se levantó y comenzó a caminar lentamente. Las paredes de metal resonaban al compás de sus pasos.
Con una voz sin entonación, añadió:
—Mike, ésta es la situación más confusa en que nos hemos encontrado jamás.
—¡Qué cosa más nueva para mí! —dijo Mike con amargura—. Empezaba a pasarlo divinamente cuando me lo has dicho.
Powell no le hizo caso.
—Aceleración nula —dijo—. Lo cual indica que esta nave funciona bajo un principio diferente de todos los conocidos.
—Diferente de los que nosotros conocemos, en todo caso.
—Diferente de todos los conocidos. No hay motores al alcance de la mano. Quizá estén dentro de las paredes. Quizá por eso son tan gruesas.
—¿Qué estás refunfuñando?
—¿Por qué no escuchas? Estoy diciendo que, cual­quiera que sea la energía que mueve esta nave, no está destinada, evidentemente, a ser controlada a mano. Esta nave es teledirigida.
—¿Por el Cerebro?
—¿Por qué no?
—¿Entonces, crees que seguiremos en el espacio has­ta que el Cerebro decida hacernos regresar?
—Es posible. Si es así, esperemos tranquilamente. El Cerebro es un robot, está obligado a respetar la Primera Ley. No puede dañar a un ser humano.
—¿Eso crees? —dijo Donovan sentándose lentamen­te y alisándose el cabello—. Escucha, el cuento del espacio curvo ha hecho trizas el robot de Consolida­ted, y el melenudo dijo que era debido a que el viaje interestelar mata a los seres humanos. ¿En qué robot vas a confiar? El nuestro se basa en los mismos princi­pios, según tengo entendido.
Powell se tiraba desesperadamente del bigote.
—No finjas no entender de robótica, Mike. Antes que sea físicamente posible a un robot hacer un solo intento de infringir la Primera Ley, tienen que destro­zarse tantas cosas, que se produciría un montón de des­perdicios diez veces mayor. Esto tiene alguna explicación más sencilla.
—¡Sí, seguro, seguro!... Bien, hazme llamar por el mayordomo, mañana. Todo esto es realmente demasiado sencillo para que me preocupe antes de haber descabe­zado mi siesta.
—¡Pero, por Júpiter, Mike! ¿De que te quejas hasta ahora? El Cerebro vela por nosotros. Aquí tenemos ca­lor, tenemos luz, tenemos aire. No hay siquiera un soplo de más de aceleración para erizarte el cabello, si, desde luego, fuese erizable, en primer lugar.
—¿Sí? Greg, tú debes haber tomarlo lecciones. ¿Y qué comeremos? ¿Qué beberemos? ¿Dónde estamos? ¿Cómo regresaremos? Y en caso de accidente, ¿con qué traje del espacio saldremos y por dónde? No he visto siquiera un cuarto de baño ni aquellos pequeños ad­minículos que suelen haber en los cuartos de baño. Des­de luego, se ocupan de nosotros, pero... ¡Escucha!
La voz que interrumpió la gran inspiración de Donovan no fue la de Powell. No era de nadie. Estaba allí, flo­tando en el aire, estentórea y petrificadora en sus efectos.
«¡GREGORY POWELL! ¡MICHAEL DONOVAN! ¡GREGORY POWELL! ¡MICHAEL DONOVAN! COMUNIQUEN SU ACTUAL POSICIÓN. SI LA NA­VE RESPONDE A LOS CONTROLES, ROGAMOS REGRESEN A LA BASE. ¡GREGORY POWELL! ¡MICHAEL DONOVAN!»
El mensaje se repetía, mecánicamente, roto a inter­valos regulares.
—¿De dónde viene eso? —preguntó Donovan.
—No lo sé —dijo Powell, con un susurro, impresionado—. ¿De dónde viene la luz? ¿De dónde viene todo?
—¿Y cómo vamos a contestar? —Tenían que hablar durante los intervalos del mensaje, que se iba repitiendo.
Las paredes estaban desnudas, tan desnudas como puede estar una superficie de metal no rota por nada.
—Grita la respuesta —dijo Powell.
Así lo hicieron. Gritaron, por turno, juntos.
—¡Posición desconocida! ¡Nave fuera de control! ¡Situación desesperada!
Sus voces resonaban estridentes. Las breves y telegráficas frases quedaban deformadas por la intensidad de los gritos, pero la fría voz que llamaba iba repitiendo incansablemente su mensaje.
—No nos oyen —murmuró Donovan—. No hay esta­ción transmisora, sólo receptora. —Su mirada recorría al azar la superficie de las paredes.
La voz exterior fue disminuyendo paulatinamente de intensidad y se calló. De nuevo ellos chillaron cuando no era más que un susurro y de nuevo volvieron a gritar cuando reinó el silencio. Cosa de unos quince minutos después, Powell dijo, casi sin voz:
—Vamos a recorrer la nave otra vez. Debe haber algo que comer en alguna parte. —Su tono no delataba ninguna confianza; era casi el reconocimiento de su derrota.
Dividieron el corredor en dos partes. Podían oírse uno a otro por el fuerte resonar de sus pasos, y volvían a encontrarse en el corredor, donde se miraban mutua­mente y seguían adelante.
La exploración de Powell terminó infructuosamente, y en aquel momento oyó la alegre voz de Donovan con la sonoridad de un estruendo.
—¡Eh, Greg, la nave tiene tuberías! ¿Cómo se nos ha escapado?
Después de cinco minutos de jugar al escondite, en­contró a Powell.
—Pero sigue sin haber cuarto de baño —dijo. De repente se calló en seco—. ¡Comida! —jadeó.
La pared se había corrido, dejando una abertura curva con dos estantes. El estante superior estaba lleno de latas sin etiquetar de una asombrosa variedad de tama­ños y formas. Las latas esmaltadas del estante inferior eran uniformes y Donovan sintió una fría corriente de aire en sus piernas. El estante inferior estaba refrigerado.
—¡Cómo..., cómo...!
—Esto no estaba así antes —dijo Powell secamente—. Esta parte de la pared se ha corrido en cuanto entré por la puerta.
Estaba ya comiendo. La lata tenía una cuchara den­tro y pronto el aromático olor de habichuelas estofadas llenó la habitación.
—¡Toma una lata, Mike!
—¿Que menú hay? —preguntó Donovan, vacilando.
—¿Cómo quieres que lo sepa? ¿Le haces remilgos?
—No, pero en las naves no como más que habichue­las. Algo diferente gozaría de mi predilección.
Su mano acarició y eligió una reluciente lata elípti­ca, cuya forma aplanada parecía insinuar la presencia de salmón o una golosina similar. Se abrió bajo una presión adecuada.
—¡Habichuelas! —gritó Donovan, tomando otra, pero Powell le tiró de los pantalones.
—Es mejor que comas esto, muchacho. Las existen­cias son limitadas y podemos tener que estar aquí mu­cho tiempo.
—¿Pero es que aquí no hay más que habichuelas? —dijo toscamente Donovan, echándose atrás.
—Es posible.
—¿Qué hay en el otro estante?
—Leche.
—¿Sólo leche? —gritó Donovan, indignado.
—Así parece.
La comida de habichuelas y leche transcurrió en un absoluto silencio y al marcharse, la fracción de pared se colocó automáticamente en su sitio, dejando la superfi­cie completamente lisa.
—Todo es automático —dijo Powell, suspirando—. Todo igual.. Jamás me he sentido más abandonado en mi vida.
Quince minutos más tarde estaban de nuevo en la sala de la ventana mirándose uno a otro desde dos sillones opuestos. Powell miró melancólicamente la única esfera de la sala. Seguía marcando «parsecs», la cifra seguía terminando en 1.000.000 y la aguja indicadora estaba todavía en el cero.


En su despacho interior de las oficinas de la «U. S. Robots & Mechanical Men, Corp.» Alfred Laaning, en tono agotado, está diciendo:
—No contestan. Hemos probado todas las longitudes de onda, pública, privada, clave, directa, incluso este truco del subéter que hay ahora. ¡Y el Cerebro sigue sin querer decir nada! —le espetó a Susan Calvin.
—No quiere extenderse sobre la materia, Alfred. Dice que no pueden oírnos..., y cuando trato de presionarlo se pone..., se pone de mal humor. Y no debería ser... ¿Quién ha oído hablar jamás de un robot malhumorado?
—¿Por qué no nos dice usted lo que sabe, Susan? —dijo Bogert.
—Aquí va. Admite que controla la nave enteramente. Es positivamente optimista en cuanto a su seguridad, pero sin detalles. No me atrevo a apretarle las tuercas. Sin embargo, el centro de la perturbación reside, al pa­recer, en el mismo salto interestelar. El Cerebro se echó a reír cuando toqué este punto. Hay otras indicaciones, pero ésta es la más clara que ha aparecido como neta anormalidad.
Bogert pareció súbitamente impresionado.
—¡El salto interestelar!
—¿Qué ocurre? —gritaron a la vez Susan Calvin y Lanning.
—Las cifras para el motor que nos dio el Cerebro. ¡Oiga..., acabo de pensar en una cosa!
Y salió precipitadamente.
Lanning lo siguió con la mirada. Volviéndose hacia Susan, dijo:
—Tenga usted cuidado con su final, Susan...


Dos horas después, Bogert estaba hablando animada­mente.
—Le digo, Lanning, que es esto. El salto interestelar no es instantáneo..., mientras la velocidad de la luz sea finita. La vida no puede existir..., la materia y la energía no pueden existir como tales en el espacio curvo. No sé cómo será..., pero es así. Esto es lo que mató al robot de Consolidated.


Donovan estaba realmente tan desesperado como pa­recía.
—¿Sólo cinco días?
Miraba a su alrededor, desalentado. Las estrellas de la ventana eran conocidas, pero infinitamente indife­rentes. Las paredes eran frías al tacto; las luces, que habían vuelto a encenderse recientemente, eran de una brillantez insoportable; la aguja de la esfera marcaba obstinadamente cero; y Donovan no podía liberarse del gusto a habichuelas.
—Necesito un baño —dijo tristemente.
Powell levantó la vista un instante y respondió:
—Yo también. No tienes por qué ser tan egoísta. Pero a menos que quieras bañarte en leche y dejar de beber...
—Tendremos que dejar de beber un momento u otro, Greg. ¿Dónde terminará este viaje interestelar?
—Ya me lo dirás. En todo caso, vamos allá. O por lo menos el polvo de nuestros esqueletos, pero..., ¿no es nuestra muerte el punto esencial del colapso original del Cerebro?
—Greg —respondió Donovan, dándole la espalda—, he estado pensando. La cosa está mal. No hay gran cosa que hacer, fuera de rondar por ahí o hablar contigo. Ya conoces estas historias de tipos que andan rondando eternamente por el espacio. Se vuelven locos mucho an­tes de sucumbir al hambre. No lo sé, Greg, pero desde que las luces han vuelto a encenderse, me siento extraño.
Hubo un silencio hasta que Powell dijo, con voz muy débil:
—Yo también. ¿Qué sientes?
—Una cosa extraña dentro —dijo el pelirrojo—. Como una especie de tensión interior. Me es difícil res­pirar. No puedo estarme quieto.
—¡Hum!... ¿Sientes alguna vibración?
—¿Qué quieres decir?
—Siéntate un minuto y escucha. No lo oyes, pero, ¿no sientes..., como si algo latiese en alguna parte e hiciese latir toda la nave, y a ti con ella? Escucha...
—Sí..., sí... ¿Qué crees que es, Greg? ¿No crees que somos nosotros?
—Es posible —respondió Powell, acariciándose lenta­mente el bigote—. Pero pueden ser los motores de la nave. Puede estar preparándose.
—¿Para qué?
—Para el salto interestelar. Puede estar próximo y sólo el diablo sabe cómo es.
Donovan se quedó un momento pensativo. Después, con rabia, dijo:
—Si es así, dejémoslo. Pero quisiera poder luchar. Es humillante tener que esperar de esta forma.
Una hora después, Powell miró su mano, que había apoyado sobre el brazo metálico de su silla y con una calma absoluta, dijo:
—Toca la pared, Mike.
—No la siento vibrar, Greg —dijo Donovan, después de haber obedecido.
Incluso las estrellas parecían borrosas. De algún lugar llegaba la vaga impresión de alguna poderosa máquina que iba cobrando energía entre las paredes, acumulando fuerzas para un prodigioso salto, ascendiendo la escala de la fuerza y el poder.
Ocurrió con la rapidez de un pinchazo de dolor. Powell se puso rígido y casi se cayó de la silla. Vio a Dono­van y se desvaneció su visión, mientras el leve grito de Donovan penetraba y moría en sus oídos. Algo vibró vertiginosamente en él y luchó contra una creciente capa de hielo que iba espesándose.
Algo flotó suelto y formó un remolino de luces y dolor. Y cayó...
... y se retorció.
... y cayó de bruces.
... en silencio.
¡Estaba muerto!
Era un mundo sin movimiento ni sensaciones. Un mundo de una vaga conciencia sin sentidos; una conciencia de oscuridad y de silencio y de lucha sin forma.
Más que nada, conciencia de eternidad.
Era un tenue destello del yo..., frío y atemorizado.
Entonces vinieron las palabras, melosas y sonoras, resonando encima de él en una espuma de sonidos.
—¿Te ajustaba tu ataúd de una manera diferente antes? ¿Por qué no pruebas los féretros extensibles del señor Cadáver? Están científicamente construidos con Vitamina B1. ¡Usen los féretros Cadáver por su comodidad! Recuerden que van-a-estar-muertos-mucho-mucho-tiempo...
No era exactamente un sonido, pero fuese lo que fuere, se desvaneció en una especie de zumbido aceitoso...


El blanco destello que podía haber sido Powell se agitaba inútilmente en las infinitas extensiones del tiem­po que existían por todo su alrededor, y caían sobre él mientras el agudo grito de cien millones de fantasmas con cien millones de voces de soprano se elevaban en el crescendo de una melodía...
—Me alegraré cuando hayas muerto; tú, granuja, tú...
—Me alegraré cuando hayas muerto, tú, granuja, tú...
—Me alegraré...
Se elevó la espiral de un violento sonido en los estri­dentes supersónicos que pasaban, y más allá...
El blanco destello se estremecía con un latido. Iba aumentando lentamente...
Las voces eran normales..., y muchas. Era una mu­chedumbre que hablaba; una multitud que se agitaba y pasaba por su lado rápidamente, dejando rastros de pala­bras detrás de ellos...
El blanco destello que era Powell serpenteaba hacia atrás delante del sonido que iba creciendo, y sintió el agudo pinchazo de un dedo que lo señalaba. Todo estalló en un arco iris de sonidos que cayó goteando sus frag­mentos en un dolorido cerebro.
Powell estaba de nuevo en su silla. Sintió que tem­blaba.
Los ojos de Donovan se iban convirtiendo en dos grandes bolas de un azul turbio.
—Greg... —susurró. Su voz era casi un gemido—. ¿Estabas muerto?
—Me sentía..., muerto. —No reconoció su propia voz.
Donovan estaba haciendo una vana tentativa de man­tenerse de pie.
—¿Estás vivo, ahora? ¿O hay algo más?
—Me siento vivo... —Siempre la misma voz ronca—. ¿Has oído algo cuando..., cuando estaba muerto? —preguntó cautelosamente.
Donovan hizo una pausa y después, muy despacio, bajó la cabeza.
—¿Y tú?
—Sí. Algo de ataúdes..., y mujeres que cantaban... ¿Y tú?
—Sólo una voz —dijo Donovan, moviendo la cabeza.
—¿Fuerte?
—No; suave, pero rasposa como una lima de uñas. Era como un sermón. Algo del fuego del infierno, tor­turas..., en fin, ya sabes. Una vez oí un sermón como este..., casi.
Estaba sudando.


Vieron la luz del sol a través de la ventana. Era débil, pero de un blanco azulado, y aquel guisante que era la lejana fuente de la luz no era el Viejo Sol.
Y Powell señaló con su dedo tembloroso la esfera única. La aguja, inmóvil y rígida, marcaba 300.000 parsecs.
—Mike, si esto es verdad —dijo Powell— tenemos que estar fuera de la Galaxia.
—¡Iluminado Greg! ¡Seremos los primeros en salir del Sistema Solar!
—Sí, ésa es la cosa. Hemos huido del Sol. Hemos huido de la Galaxia. Mike, esta nave es la solución. Significa ser libre de toda la humanidad..., libre de re­correr todas las estrellas que existen..., millones, billo­nes y trillones de ellas...
Pero entonces asestó el golpe fuerte.
—¿Pero, cómo regresamos, Mike?
—¡Oh, no te preocupes! —respondió Donovan son­riendo—. La nave nos ha traído aquí. La nave nos vol­verá. Vamos por más habichuelas.
—Pero, Mike..., espera, Mike... Si nos vuelve atrás de la forma como nos ha traído aquí...
Donovan se detuvo a medio camino y se desplomó en su sillón.
—Tendremos que morir de nuevo..., Mike —ter­minó.
—En fin —suspiró Donovan—, si tenemos que mo­rir, moriremos. Por lo menos no es permanente..., no muy permanente.


Susan Calvin hablaba en voz baja. Durante seis horas había estado hostigando al Cerebro..., seis horas infruc­tuosas. Estaba cansada de repeticiones, cansada de cir­cunloquios, cansada de todo.
—Bien, Cerebro, sólo una cosa más. Tienes que ha­cer un esfuerzo para contestar, simplemente. ¿Has sido enteramente claro acerca del salto interestelar? Quiero decir, ¿los lleva eso muy lejos?
—Tan lejos como quiera ir, señorita Susan. En la cur­vatura no hay truco.
—Y en el otro lado, ¿qué verán?
—Estrellas y astros. ¿Qué supones?
La siguiente pregunta se le escapó.
—¿Estarán vivos, entonces?
—¡Seguro!
—¿Y el salto interestelar no los dañará?
Quedó helada al ver que el Cerebro permaneció si­lencioso. ¡Era esto! Había tocado el punto sensible.
—Cerebro —suplicó—. Cerebro, ¿me oyes?
La respuesta fue débil, vacilante. El Cerebro dijo:
—¿Tengo que responder? ¿Sobre el salto, me re­fiero?
—Si no quieres, no. Pero sería interesante..., si quie­res, desde luego. —Trataba de hablar animadamente.
—Brrr... Lo has estropeado todo.
Y la doctora se levantó de un salto, con el rostro in­cendiado interiormente.
—¡Oh, Dios mío!... —jadeó—. ¡Ah...!
Y sintió la tensión de horas y días estallar de repen­te. Más tarde le dijo a Lanning:
—Le digo que todo va bien. No, debe usted dejarme sola, ahora. La nave regresará intacta, con los hombres dentro y yo necesito descansar. ¡Quiero descansar! Aho­ra, márchese.


La nave regresó a la Tierra tan silenciosa y matemá­ticamente como había salido. Cayó precisamente en el mismo sitio y la compuerta se abrió. Los dos hombres que salieron de ella avanzaron cautelosamente, acari­ciándose sus rasposas barbillas.
Y entonces, lenta y deliberadamente, el que tenía el pelo rojo se arrodilló y depositó sobre el hormigón de la pista un sonoro beso.
Apartaron con ademanes a la muchedumbre que se había reunido y rehusaron los solícitos cuidados de dos hombres que avanzaban con una camilla que acababan de sacar de una ambulancia.
—¿Dónde está la ducha más próxima? —preguntó Powell.
Los acompañaron a ella. Más tarde se encontraron to­dos reunidos alrededor de una mesa donde había los mejores cerebros de la «U. S. Robots & Mechanical Men Corp».


Lenta y adecuadamente, Powell y Donovan termina­ron su gráfico y sensacional relato.
Susan Calvin rompió el silencio que siguió. Duran­te los pocos días transcurridos, había recuperado su he­lada y en cierto modo ácida calma, pero a través de la cual se filtraba todavía una sombra de embarazo.
—Estrictamente hablando —dijo—, fue culpa mía..., todo. Cuando por primera vez sometimos el problema al Cerebro como espero que alguno de ustedes recordará, me extendí ampliamente sobre la importancia de desechar cualquier fuente de información susceptible de crear un dilema. Al hacerlo, dije algo por el estilo de: «No te excites por la cuestión de la muerte de seres humanos. No nos importa en absoluto. Devuelve la hoja y basta.»
—¡Humm! —dijo Lanning—. ¿Y qué más?
—Lo evidente. Cuando sometió sus cálculos que com­portaban la ecuación sobre la longitud del mínimo in­tervalo para el salto interestelar..., ello significaba la muerte de seres humanos. Aquí fue donde la máquina de Consolidated quedó completamente destrozada. Pero yo había quitado importancia a la muerte ante el Cerebro, no enteramente, porque la Primera Ley no puede nunca ser infringida, pero sí lo suficiente para que el Cerebro dirigiese una segunda mirada a la ecua­ción. Lo suficiente para darle tiempo de darse cuenta que una vez transcurrido el intervalo, los hombres volverían a la vida, de la misma manera que la materia y la energía de la nave volverían a su existencia. Esta llamada «muerte», en otras palabras, sería un fenómeno estrictamente temporal. ¿Comprenden? —terminó mi­rando a su alrededor.
Todos escuchaban atentamente. Susan prosiguió:
—Aceptó, entonces, el punto, pero no sin un cierto chi­rrido. Incluso con la muerte temporal y disminuida su importancia, tuvo suficiente para desequilibrarlo consi­derablemente. Adoptó una actitud humorística —pro­siguió con más calma—; es una especie de evasión, comprenden, un método de evadirse parcialmente de la realidad. Empezó a bromear.
Powell y Donovan se habían puesto en pie.
—¿Cómo?
Donovan estaba mucho más acalorado.
—Así —dijo Susan—. Se ocupó de ustedes y los mantuvo a salvo, pero no podían manejar los controles porque sólo los podía manejar él, el humorista Cerebro. Podíamos comunicarnos por radio, pero no podían ustedes contestar. Tenían mucha comida, pero sólo habichuelas y leche. Entonces murieron, por decirlo así, pero volvie­ron a vivir, y el período de su vida fue..., interesante. Me gustaría saber cómo lo hizo. Eran las bromitas del Cerebro, pero no quería hacer daño.
—¡No quería hacer daño! —gritó Donovan—. ¡Ah, si el monigote ése tuviese tan sólo un cuello...!
—Bien, bien, ha sido un lío —dijo Lanning levan­tando una mano apaciguadora—, pero todo ha termi­nado. ¿Y ahora, qué?
—Pues —dijo Bogert tranquilamente—, es obvio que nos corresponde mejorar la nave del espacio curvo. Debe haber alguna manera de solucionar el intervalo de salto. Si lo hay, somos la única organización que dis­pone de un super-robot en gran escala, de manera que si lo hay tenemos que encontrarlo. Y entonces..., U. S. Robots tiene el viaje interestelar, y la Humanidad tiene la oportunidad del imperio galáctico.
—¿Y Consolidated? —preguntó Lanning.
—¡Eh! —interrumpió súbitamente Donovan—. Quiero hacer una sugerencia, aquí. Han metido a la U. S. Robots en un lío, como ellos esperaban, y todo ha acabado bien, pero sus intenciones no eran piadosas. Y Greg y yo soportamos la mayor parte de él.
—Bien, querían una respuesta y ya la tienen. Mandémosles esta nave, garantizada, y la U. S. Robots pue­de cobrar los doscientos mil, más los gastos de construc­ción. Y si la prueban..., dejemos que el Cerebro se di­vierta un poco más antes de volverla a la normalidad.
—Me parece sumamente indicado —dijo Lanning, muy grave.
A lo cual Bogert añadió, distraídamente:
—Y estrictamente de acuerdo con el contrato, ade­más.



La Prueba


—Pero tampoco era esto —dijo Susan Calvin, pensa­tiva—. ¡Oh!, por último, la nave y otras similares pasa­ron a ser propiedad del Gobierno; el Salto a través del hiperespacio fue perfeccionado, y ahora tenemos colonias humanas en los planetas de estrellas cercanas, pero no es esto.
Yo había terminado de comer y la miraba a través del humo de mi cigarrillo.
—Lo que realmente cuenta es lo que le ha ocurrido a la gente de la Tierra durante los últimos cincuenta años. Cuando yo nací, mi joven amigo, acabábamos de salir de la última Guerra Mundial. Era un punto insignificante en la historia, pero fue el final del nacio­nalismo. La Tierra era demasiado pequeña para las na­ciones y empezaron a agruparse en Regiones. Tomó bastante tiempo. Cuando yo nací, los Estados Unidos de Norteamérica eran todavía una nación y no una simple parte de la Región Norte. De hecho, el nombre de la corpo­ración sigue siendo «United States Robots»... Y el cam­bio de naciones a regiones, que ha estabilizado nuestra economía y ha traído lo que equivale a la Edad de Oro, si comparamos este siglo con los anteriores, fue obra también de nuestros robots.
—¿Se refiere usted a las Máquinas? —pregunté—. El Cerebro del que habla usted fue la primera de las Máquinas, ¿no?
—Sí, pero no eran las Máquinas en lo que estaba pensando. Era más bien en un hombre. Murió el año pasado. —Su voz adquirió súbitamente un tono profun­do de dolor—. O por lo menos se las arregló para morir, porque sabía que no lo necesitábamos ya. Stephen Byerley.
—Sí, era quien yo suponía.
—Entró por primera vez en funciones en 2032. Us­ted no era más que un chiquillo, entonces, de manera que no puede usted recordar lo extraño que era. Su campaña por alcanzar la Alcaldía fue ciertamente la más extraña de la historia...


* * *


Francis Quinn era un político de la nueva escuela. Esto, desde luego, es una expresión sin sentido, como todas las expresiones de esta naturaleza. La mayoría de las «nuevas escuelas» que tenemos eran duplicadas de la vida social de la antigua Grecia y quizá, si supiésemos más sobre ellas, de la vida social de la antigua Sumeria y de las habitaciones lacustres de la Suiza prehistórica.
Pero, para salir de lo que promete ser un enojoso y complicado principio, es mejor dejar bien sentado que Quinn ni anduvo detrás de empleos ni mendigó votos, ni hizo discursos ni llenó urnas. Como Napoleón no apretó jamás un gatillo en Austerlitz.
Y como la política crea extrañas amistades, Alfred Lanning estaba sentado en el otro lado de la mesa con su feroz mirada y las blancas cejas fruncidas, inclinado hacia delante con su crónica impaciencia.
Si el hecho hubiese sido conocido de Quinn, le hu­biera desagradado profundamente. Su voz era amistosa, quizá profesional, incluso.
—Supongo que conoce usted a Stephen Byerley, doc­tor Lanning.
—He oído hablar de él. Como mucha gente.
—Sí, yo también. ¿Piensa usted quizá votar por él en las próximas elecciones?
—No podría decirlo —respondió con una inconfun­dible acidez en el tono—. No he seguido la política, de manera que no estoy enterado que aspire a ningún puesto.
—Puede ser nuestro próximo alcalde. Desde luego, de momento no es más que un abogado, pero...
—Sí, ya he oído la frase otras veces —interrumpió Lanning—. Pero me pregunto si no podríamos tratar de los asuntos que nos ocupan.
—Estamos en los asuntos que nos ocupan, doctor Lanning —dijo Quinn en tono de perfecta corrección—. Tengo interés en que el señor Byerley siga en su cargo de «fiscal de distrito», y nada más, y es su interés ayudar­me a conseguirlo.
—¿Mi interés? ¡Vamos!
—Bien, digamos el interés de la «U. S. Robots & Mechanical Men Corporation». Me dirijo a usted como Di­rector Honorario de Investigaciones, porque sé que su relación con las sociedades es, digamos, la de «estadista veterano». Le escuchan con respeto, y, sin embargo, su relación con ellos no es lo íntima que era ni dispone usted de una considerable libertad de acción; aunque esta acción sea en cierto modo heterodoxa.
El doctor Lanning permaneció algunos momentos si­lencioso, como si estuviese dando vueltas a sus pensa­mientos. Más suavemente, dijo:
—No le sigo a usted en absoluto, señor Quinn.
—No me sorprende, doctor Lanning. Pero es muy sencillo. ¿Me permite?... —Quinn encendió un delgado cigarrillo con un elegante encendedor y su demacrado rostro adquirió una cierta expresión de ironía—. He­mos hablado del señor Byerley, extraño e incoloro perso­naje. Hace tres años era un desconocido. Ahora es muy conocido. Es un hombre fuerte y capaz, y seguramente el fiscal más inteligente que hemos conocido. Desgracia­damente no es amigo mío...
—Comprendo —dijo Lanning mecánicamente, mi­rándose las uñas.
—El año pasado tuve ocasión —prosiguió Quinn pausadamente— de hacer investigaciones agotadoras, acerca del señor Byerley. Es siempre útil, comprende usted, someter la vida pasada de los reformadores políticos a una minuciosa investigación. Si supiese usted cuán fre­cuentemente esto ayuda a... —Hizo una pausa para mirar sonriente el fuego de su cigarrillo—. Pero el pa­sado de Byerley es insignificante. Una vida tranquila en un pueblecito, una educación universitaria, una esposa que murió joven, un accidente de auto con una lenta convalecencia, su traslado a la metrópoli y su nombra­miento de «fiscal».
Francis Quinn movió la cabeza y prosiguió:
—Pero su vida actual... ¡Ah, esto es notable! ¡Nues­tro «fiscal de distrito» no come!
—¿Cómo dice? —saltó Lanning con la viva sorpresa pintada en sus ojos, hundidos por la edad.
—Nuestro «fiscal de distrito» no come —repitió mar­cando las sílabas—. Modificaré ligeramente mis pala­bras. No le han visto nunca comiendo ni bebiendo. ¡Nunca! ¿Comprende usted el significado de la pala­bra? ¡No raramente..., nunca!
—Lo considero increíble. ¿Puede usted confiar en sus investigadores?
—Puedo confiar en mis investigadores y no lo considero en absoluto increíble. Más aún, nuestro «fiscal» no ha sido nunca visto bebiendo, en el sentido acuático de la palabra, como en el alcohólico..., ni durmiendo. Hay otros factores, pero creo mi deber precisar.


Lannig se echó atrás en su asiento y entre los dos hombres reinó un silencio preñado de amenazas. Finalmente, el roboticista movió la cabeza:
—No —dijo—. Acoplando sus declaraciones, sólo hay una posibilidad a la que podría usted hacer referencia..., y ésta es imposible.
—¡Pero el hombre es completamente inhumano, doctor Lanning!
—Si me dijese usted que es Satanás enmascarado ten­dría usted una remota probabilidad para que le creyese.
—Le digo a usted que es un robot, doctor Lanning.
—Y yo le digo a usted que es la suposición más ab­surda que he oído jamás.
—De todos modos —dijo Quinn, apagando su ciga­rrillo con minucioso cuidado—, tendrá usted que in­vestigar esta imposibilidad con todos los recursos de los que dispone la Corporación.
—Me es imposible emprender esta tarea, Quinn. No va usted a sugerir que la Corporación tome parte en estas intrigas políticas...
—No tiene usted elección posible. Suponga que diese publicidad a los hechos sin pruebas. Las apariencias son suficientemente probatorias.
—Si le conviene así...
—No me conviene. Las pruebas serían preferibles. Y no le conviene a usted, tampoco, porque la publicidad sería muy perjudicial para su compañía. Está usted per­fectamente enterado, supongo, de la estricta prohibición del empleo de robots en los mundos habitados...
—¡Ciertamente! —exclamó con brusquedad.
—Ya sabe usted que la «U. S. Robots & Mechanical Men Corporation» es la única manufacturera de robots positrónicos del Sistema Solar, y si Byerley es un robot, es un robot positrónico. También sabe usted que los robots positrónicos son arrendados, pero no vendidos; que la Corporación sigue siendo dueña y empresaria de cada robot, y es por ello responsable de todas sus acciones.
—Es una cosa muy fácil, señor Quinn, probar que la Corporación no ha fabricado jamás un robot de tipo humanoide.
—¿Puede hacerse? Es discutir simplemente las posibi­lidades.
—Sí, puede hacerse.
—¿Secretamente, supongo, también? ¿Sin examinar sus libros?
—El cerebro positrónico, no. Hay demasiados facto­res afectados, y es susceptible de una minuciosa investi­gación gubernamental.
—Sí, pero los robots se desgastan, se estropean, que­dan inútiles..., y son desguazados.
—Y los cerebros positrónicos, empleados nuevamente o destruidos.
—¿De veras? —dijo Francis Quinn, permitiéndose una punta de sarcasmo—. ¿Y si uno de ellos no fuese, accidentalmente, desde luego, destruido..., y hubiese ca­sualmente una estructura humanoide esperándolo...?
—¡Imposible!
—Tendrá usted que probarlo al Gobierno y al pú­blico, de manera que no me lo pruebe usted ahora a mí.
—Pero..., ¿cuál podría ser nuestro propósito? —pre­guntó Lanning, exasperado—. ¿Qué motivo podemos tener? Concédanos por lo menos un mínimo de sentido común...
—Mi querido doctor, escuche. La Corporación se consideraría muy feliz de tener el permiso de varias Regiones de usar el robot humanoide en los mundos habitados. Los beneficios serían enormes. Pero el perjui­cio causado al público por semejante práctica es dema­siado grande. Supongamos que lo acostumbra al uso de tales robots primero..., veamos, tenemos un eminente abogado, un buen alcalde..., y es un robot. ¿No com­praría usted nuestros mayordomos robots?
—Completamente fantástico. De un humorismo que bordea con el ridículo.
—Lo imagino. ¿Por qué no lo prueba? ¿O prefiere usted verdaderamente probarlo en público?
La luz del despacho iba menguando, pero no había menguado lo suficiente para oscurecer el rubor de la confusión en el rostro de Alfred Lanning. El dedo del roboticista apretó lentamente un botón y la luz de las paredes iluminó la habitación, dándole nueva vida.
—Bien, entonces... —gruñó—, veamos.


El rostro de Stephen Byerley no es fácil de describir. Tenía cuarenta años según la partida de nacimiento y cuarenta por su aspecto sano y bien nutrido. Cuando se reía lo hacía con un aire de sinceridad y ahora se estaba riendo. Se reía fuerte y continuamente, su risa se desva­necía por un instante..., y volvía a empezar.
Y el de Alfred Lanning demostraba una rígida y amarga reprobación. Hizo un leve gesto a la doctora sentada a su lado, pero ésta se limitó a avanzar ligera­mente los labios. Byerley parecía irse calmando.
—Realmente, doctor Lanning..., realmente... ¡Yo..., un robot!
—No es una declaración mía —dijo Lanning, seca­mente—. Estoy encantado de considerarlo un miembro de la Humanidad. No habiéndolo confeccionado jamás nuestra Corporación, estoy convencido del hecho que lo es us­ted..., en el sentido legal de la palabra en todo caso. Pero, en vista que la afirmación respecto a que es usted un robot, nos ha sido facilitada por un hombre de una cierta solvencia moral...
—No pronuncie usted su nombre, si tiene que hacer desprender un grano de arena de su ética de granito, pero supongamos, por pura conveniencia de la discu­sión, que fuese el señor Francis Quinn, y prosigamos.
Lanning produjo una especie de ronquido de fero­cidad ante la interrupción e hizo una larga pausa antes de continuar.
—... por un hombre de una cierta solvencia moral, sobre cuya identidad no me interesa hacer conjeturas, me veo obligado a rogarle que nos ayude a demostrar lo contrario. El simple hecho que una declaración tal pudiese ser adelantada y publicada por los medios que este hombre dispone, sería ya un mal golpe para la compañía que represento..., aunque la acusación no fuese jamás probada. ¿Me comprende?
—¡Oh, sí, veo muy claramente su situación! La acu­sación es en sí ridícula. La posición en que usted se encuentra, no. Le pido perdón si mi risa lo ha ofendido. Era de lo primero de lo que me reía, no de lo segundo. ¿En qué forma puedo ayudarlo?
—Muy sencillamente. Basta con que se siente usted en un restaurante en presencia de testigos, coma y le saquen una fotografía. —Lanning se echó atrás en su silla; lo peor de la conversación había pasado ya. La doctora observaba a Byerley con expresión aparentemen­te absorta, pero no intervino para nada en la conver­sación. Stephen Byerley captó su mirada y se volvió ha­cia Lanning. Durante algunos instantes jugueteó con el pisapapeles, que era el único objeto de su mesa.
—No creo poder complacerlos —dijo pausadamente—. Pero, espere, doctor Lanning —añadió, levantan­do una mano—. Me hago perfectamente cargo del hecho que todo esto es sumamente desagradable para usted, que ha sido inducido a ello contra su voluntad, y que se da usted cuenta que está desempeñando un papel indigno e incluso ridículo. Sin embargo, este asunto está todavía más íntimamente ligado conmigo, de manera que sea tolerante. En primer lugar, ¿qué le hace a usted creer que Quinn..., ese hombre de una cierta responsa­bilidad moral, sabe usted..., no le ha engañado a fin de inducirle a hacer lo que está usted precisamente ha­ciendo?
—Me parece muy improbable que una persona de reputación se pusiese en peligro de una forma tan ridí­cula, si no estuviese convencida que pisaba terreno firme.
En los ojos de Byerley asomó un destello de humor.
—No conoce usted a Quinn. Conseguiría pisar terre­no firme en la cresta de una montaña, donde no aguantaría ni una cabra. ¿Supongo que le mostró a us­ted los detalles de la investigación que dice haber hecho sobre mí?
—Lo suficiente para convencerme de lo molesto que sería ver a la corporación refutarlos, cuando puede us­ted hacerlo tan fácilmente.
—¿Entonces le cree usted cuando le dice que no como? Es usted un científico, doctor Lanning. Piense con la lógica necesaria. No me han visto nunca comiendo porque no como nunca, ¿no es eso? ¡Al fin y al cabo es eso!
—Está usted empleando argucias de un abogado para hacer confusa la que en realidad es una situación muy clara.
—Al contrario, estoy tratando de poner en claro lo que entre Quinn y usted han complicado extraordinaria­mente. Duermo poco, ¿comprende usted?, y desde luego, no duermo en público. No me gusta comer con los de­más, una idiosincrasia que es inusitada y probablemente neurótica, pero que no hace daño a nadie. Permítame que le exponga una suposición, doctor Lanning. Supon­gamos que tenemos un político interesado en derrotar a un candidato reformista a toda costa y mientras investi­ga su vida privada se encuentra además que a fin de anular efectivamente esta candidatura, acude a su com­pañía como agente ideal. ¿Espera usted que vaya y le diga: «Fulano es un robot porque no come nunca con nadie ni le hemos visto dar cabezadas en medio de una causa y una vez que me asomé a su ventana, seguía allí sentado con un libro en la mano a altas horas de la no­che, y miré su nevera y no había nada de comer en ella»? Si le hubiese dicho a usted esto hubiera enviado por la camisa de fuerza. Pero en su lugar, le dice: «No duerme nunca, no come nunca». Y lo impresionan­te de esta declaración lo ciega a usted hasta el punto que no ve la verdad, es imposible de probar. Está jugando con usted, en sus manos, propalando el rumor.
—Prescindiendo ahora —empezó Lanning con ame­nazadora obstinación— del hecho que considere usted este asunto serio o no, bastaría sólo la comida a que he he­cho referencia para darlo por terminado.
Byerley se volvió nuevamente hacia Susan, que seguía mirándolo inexpresivamente.
—Perdóneme, no sé si he entendido bien su nom­bre... ¿Es Susan Calvin, verdad?
—Sí, señor Byerley.
—Es usted la psicóloga de la U. S. Robots, ¿ver­dad?
Robopsicóloga, por favor.
—¡Ah! ¿Tan diferentes son mentalmente los robots del hombre?
—Son mundos diferentes. Los robots son esencial­mente honrados —dijo con una sonrisa helada.
—Esto es un golpe fuerte —dijo el abogado con un poco de sorna—. Pero lo que quería decir era lo si­guiente. Puesto que es usted psicólo..., robopsicóloga, perdón, y mujer, apostaría a que ha hecho usted algo en lo que el doctor Lanning no ha pensado.
—¡Ah!, ¿y qué es?
—Llevar algo de comer en el bolso.
Un rápido destello apareció en los astutos ojos de Susan.
—Es usted sorprendente, señor Byerley —dijo.
Y abriendo su bolso, sacó una manzana. Pausadamen­te, se la tendió. Después de la primera impresión de sorpresa, Lanning observaba cuidadosamente los gestos de las dos manos. Pausadamente, Stephen Byerley mor­dió la manzana y se tragó el pedazo.
—¿Lo ve usted, doctor Lanning?
Lanning sonrió con tal alivio, que incluso sus cejas parecieron llenas de benevolencia. Un alivio que sólo sobrevivió un frágil segundo.
—Tenía curiosidad de ver si era capaz de comérsela —dijo Susan Calvin—, pero, desde luego, este caso no prueba nada.
—¿No? —preguntó Byerley con una mueca.
—Desde luego que no. Es obvio, doctor Lanning, que si este hombre fuese un robot humanoide, sería una per­fecta imitación. Es casi demasiado humano para ser creíble. Después de todo, hemos estado viendo y obser­vando seres humanos toda nuestra vida; sería imposible imaginar nada que estuviese más cerca de nosotros. Te­nía que ser perfecto. Observe la contextura de la piel, la calidad del iris, la formación huesuda de la mano. Si es un robot, quisiera que lo hubiese fabricado la U. S. Robots, porque es un buen trabajo. ¿Supone us­ted, entonces, que quien es capaz de prestar atención a tales minucias descuidará algunos dispositivos para conseguir hacerlo comer, dormir y eliminar? Para casos de urgen­cia solamente, quizá; como, por ejemplo, la situación que se está presentando aquí. De manera que una co­mida no prueba en realidad nada.
—Espere, espere —saltó Lanning—. No soy tan im­bécil como parecen ustedes creer. No me interesa el pro­blema de la humanidad o inhumanidad del señor Byerley. Me interesa sacar a la corporación del aprieto. Una co­mida en público terminaría el asunto y lo mantendría terminado dijese lo que dijese Quinn. Podemos dejar los detalles más minuciosos a los abogados y robopsicólogos.
—Pero, doctor Lanning —dijo Byerley—, olvida us­ted el cariz político de la situación. Tengo tanto interés en ser elegido como Quinn de impedírmelo. A propósito, ¿se ha dado usted cuenta que ha pronunciado su nombre? Ha sido un truco inocente mío; sabía que ocu­rriría así antes que hubiésemos terminado.
—¿Qué tiene que ver con esto la elección? —pre­guntó Lanning, sonrojándose.
—La publicidad surte efecto en los dos sentidos. Si Quinn quiere llamarme robot y tiene la desfachatez de hacerlo, yo tengo la desfachatez de jugar el juego de esta forma.
—¿Quiere usted decir que...?
—Exactamente; quiero decir que voy a dejarlo seguir adelante, elegir la cuerda, probar su resistencia, cortar la medida, hacer el nudo, meter la cabeza en él y hacer una mueca. Yo puedo hacer lo poco que falta.
—Muy confiado me parece usted...
—Dejémoslo, Alfred —dijo Susan Calvin poniéndo­se de pie—. No conseguiremos hacerle cambiar de ma­nera de pensar sobre este punto.
—¿Lo ve usted? —dijo Byerley con una amable son­risa—. También es usted una psicóloga humana...


Pero quizá no toda la confianza que el doctor Lan­ning había podido observar subsistía aún aquella noche cuando el auto de Byerley se colocó en la pista auto­mática que llevaba al garaje subterráneo y cuando des­pués atravesó la calle para dirigirse a su casa.
Una persona sentada en un sillón de ruedas levantó la vista y sonrió al oírlo entrar. El rostro de Byerley se iluminó, afectuoso. Se acercó a ella. La voz del inválido era un susurro estridente que salía de una boca torcida a un lado, en un rostro cuya mitad eran cicatrices.
—Vienes tarde, Steve.
—Lo sé, John, lo sé. Pero me he encontrado con una perturbación peculiar e interesante, hoy.
—¿Sí? —Ni el rostro destrozado ni la voz ronca po­dían tener expresión, pero en los ojos claros se pintaba la ansiedad—. ¿Nada que no puedas solucionar?
—No estoy del todo seguro. Quizá necesite tu ayuda. Eres el más brillante de la familia. ¿Quieres que te lleve fuera, al jardín? Hace una noche magnífica.
Dos potentes brazos levantaron a John del sillón de ruedas. Gentilmente, casi como una caricia, los brazos de Byerley sostenían al paralítico por debajo de los hombros y las inútiles piernas. Cuidadosa y lentamente cruzaron las habitaciones, bajaron la suave rampa cons­truida ex profeso para el sillón de ruedas y salieron al jardín posterior de la casa.
—¿Por qué no dejas que use mi sillón, Steve? Es una tontería.
—Porque prefiero llevarte. ¿Tienes algo que objetar? Ya sabes que estás tan contento de salir de este aparato mecanizado por algún tiempo como yo de llevarte de él. ¿Qué tal te sientes hoy? —añadió depositando a John con infinito cuidado sobre la hierba fresca.
—¿Cómo me siento?... ¡Cuéntame qué te ha ocu­rrido!
—La campaña de Quinn se basará en su pretensión respecto a que soy un robot.
—¿Cómo lo sabe? —exclamó John abriendo los ojos—. ¡Es imposible! ¡No puedo creerlo!
—Espera, te digo que es así. Ha mandado a dos ases científicos de la «U. S. Robots & Mechanical Men Cor­poration» a discutir conmigo a mi despacho.
Las torpes manos de John arrancaban la hierba.
—Comprendo, comprendo...
—Pero no podemos permitir que elija su terreno —dijo Byerley—. Tengo una idea. Escúchame y dime si podemos llevarla a cabo...


La escena, tal como aparecía aquella noche en el despacho de Lanning, era una colección de miradas. Francis Quinn miraba meditabundo a Alfred Lanning. La mirada de Lanning estaba furiosamente fija en Susan Calvin, quien, a su vez, miraba impasible a Quinn.
Haciendo un esfuerzo por parecer tranquilo, Quinn dijo:
—Va inventándolo todo a medida que lo hace.
—¿Va usted a jugar sobre esto, señor Quinn? —pre­guntó Susan indiferente.
—Pues..., es su juego, en realidad.
—Mire —dijo Lanning pretendiendo ocultar su pe­simismo con la jactancia—, hemos hecho lo que nos ha dicho. Hemos visto al hombre comer. Es ridículo pre­tender que sea un robot.
—¿Lo cree usted así? —lanzó Quinn en dirección a Susan—. Lanning ha dicho que era usted la técnica de la sociedad.
—Veamos, Susan... —dijo Lanning en tono casi ame­nazador.
—¿Por qué no la deja hablar, hombre? —interrum­pió Quinn—. Lleva aquí media hora muda como un poste.
Lanning estaba positivamente extenuado. De lo que entonces sentía a un estado paranoico no había más que un paso.
—Muy bien, diga lo que tenga que decir, Susan —dijo—. No la interrumpiremos.
Susan le dirigió una mirada inexpresiva y después fijó sus ojos en Quinn.
—Para probar definitivamente que el señor Byerley es un robot no hay más que dos caminos. Hasta ahora sólo aportan ustedes indicios circunstanciales con los cuales pueden acusar, pero no probar..., y creo que Byerley es suficientemente inteligente para contrarrestar esta clase de material. Probablemente piensan ustedes lo mismo, de lo contrario no estarían aquí.
»Los dos métodos de prueba son el físico y el psico­lógico. Físicamente, se le puede disecar o utilizar los rayos X. Cómo conseguirlo, sería su problema. Psicoló­gicamente, su conducta puede ser estudiada, porque si es un robot positrónico tiene que conformarse según las tres Leyes de la Robótica. Un cerebro positrónico no puede ser construido sin ellas. ¿Conoce usted las Leyes, señor Quinn?
Las citó lenta y cuidadosamente, destacando palabra por palabra el famoso y ostentoso título de la página primera del Manual de Robótica.
—He oído hablar de ellas —dijo Quinn.
—Entonces, el caso es fácil. Si el señor Byerley comete una infracción a una de estas leyes, no es un robot. Desgraciadamente, este procedimiento tiene solo una direc­ción. Si se amolda a las leyes, el hecho no probaría ni una cosa ni otra.
—¿Por qué no, doctor? —preguntó Quinn.
—Porque, si se detiene usted a estudiarlas, verá que las tres Leyes de Robótica no son más que los principios esenciales de una gran cantidad de sistemas éticos del mundo. Todo ser humano se supone dotado de un ins­tinto de conservación. Es la Tercera Ley de la Robótica. Todo ser humano bueno, siendo la consecuencia social del sentido de responsabilidad, deberá someterse a la autoridad constituida; obedecer a su doctor, a su Gobier­no, a su psiquiatra, a su compañero; incluso si son un obstáculo a su comodidad y seguridad. Es la Segunda Ley de la Robótica. Todo ser humano bueno, debe, ade­más, amar a su prójimo como a sí mismo, arriesgar su vida para salvar a los demás. Ésta es la Primera Ley de la Robótica. Para exponerlo claramente, si Byerley ob­serva todas las reglas de la robótica, puede ser un robot, pero puede también ser simplemente una buena persona.
—Entonces —dijo Quinn— me está usted diciendo que no podrá jamás probar que sea un robot.
—Puedo quizá probar que no es un robot.
—No es ésta la prueba que quiero.
—Tendrá usted la prueba tal como exista. Es usted el único responsable de sus propios deseos.


La mente de Lanning se aferró en aquel momento a una idea.
—¿No se le ha ocurrido a nadie —gruñó—que la profesión de «fiscal de distrito» es una ocupación bas­tante extraña para un robot? Acusar a seres humanos..., sentenciarlos a muerte..., causándoles un daño conside­rable...
—No, no se saldrá usted nunca de esto por este ca­mino —saltó Quinn impaciente—. El ser «fiscal de distrito» no lo hace humano. ¿No conoce usted su hoja de servicios? ¿No sabe usted que se jacta de no haber acu­sado nunca a un inocente, que hay cantidad de hom­bres que no han sido procesados porque las pruebas contra ellos no lo convencían, pese a que hubiera, pro­bablemente podido convencer al jurado de su culpabili­dad y condenarlos a ser atomizados? Pues es así.
—No, Quinn, no —dijo Lanning temblándole las mejillas—. No hay en las Leyes Robóticas nada que per­mita juzgar de la culpabilidad humana. Un robot no puede juzgar si un ser humano merece o no la muerte. No es él quien debe decidir. No puede hacer daño a un ser humano, ya sea de la variedad granuja, o de la va­riedad ángel.
—Alfred —intervino Susan Calvin, visiblemente cansada—, no diga tonterías. ¿Qué ocurre si un robot ve un loco que va a pegarle fuego a una casa llena de gente? ¿Detendrá al loco, no?
—Desde luego.
—¿Y si la única manera de detenerlo fuese matarlo...?


Lanning produjo un sonido gutural. Eso fue todo.
—La respuesta, Alfred, es que haría cuanto le fuese posible por no matarlo. Si el loco moría, el robot nece­sitaría un tratamiento psicoterápico porque podría fácil­mente volverse loco ante el conflicto que se le había presentado: infringir la Primera Ley para observar la Primera Ley en un sentido del mal menor. Pero habría un hombre muerto y un robot que lo habría matado.
—Bien, y, ¿está Byerley acaso loco? —preguntó Lan­ning con todo el sarcasmo que pudo poner en su voz.
—No, pero tampoco ha matado personalmente a na­die. Ha expuesto hechos que demostraban que un hom­bre podía llegar a ser peligroso para la gran masa hu­mana que llamamos sociedad. Protege la mayoría y de esta forma observa la Primera Ley en su máxima po­tencialidad. Hasta aquí es donde llega él. Es el juez quien condena al acusado a muerte o prisión una vez que el jurado ha juzgado de su culpabilidad o inocencia. Es el carcelero quien lo encierra, el verdugo quien lo mata. Pero Byerley no ha hecho más que decidir la verdad y ayudar a los humanos. A decir verdad, señor Quinn, he estudiado la carrera de Byerley desde que llamó usted nuestra atención sobre él. He observado que no ha pedido nunca la pena de muerte en sus conclu­siones ante el jurado. He descubierto también que con frecuencia ha hablado en pro de la supresión de la pena capital y ha contribuido generosamente en las institucio­nes de investigación consagradas a la neurofisiología cri­minal. Al parecer cree más en la curación que en el castigo de los criminales. Considero esto muy significativo.
—¿De veras? —dijo Quinn sonriendo—. ¿Significa­tivo de cierto olor de robotismo, quizá?
—¿Quizá? ¿Por qué negarlo? Acciones como éstas lo mismo pueden proceder de un robot que de un ser humano honorable y decente. Pero..., ¿comprende us­ted?, lo que pasa es que no hay manera de diferenciar un robot de un ser humano bueno.
Quinn se echó atrás en la silla. Su voz temblaba de impaciencia.
—Doctor Lanning, ¿es perfectamente posible crear a un robot humanoide que duplicaría perfectamente a un ser humano y su apariencia, verdad?
Lanning permaneció reflexionando largo rato.
—Ha sido hecho experimentalmente por la U. S. Robots —dijo a su pesar— sin el aditamento del cerebro positrónico, desde luego. Empleando óvulos humanos, y control hormonal se puede desarrollar carne y piel huma­nas sobre un esqueleto de plásticos porosos de sílice que desafiarían todo examen externo. Los ojos, el cabello, la piel, serían realmente humanos, no humanoides. Y si le añade usted un cerebro positrónico y demás dispositivos interiores que pueda desear, tiene usted un robot hu­manoide.
—¿Cuánto tiempo se necesitaría para fabricarlo?
—Si disponía usted de todo su equipo —dijo Lan­ning después de haber reflexionado—, el cerebro, el esqueleto, el óvulo, las hormonas adecuadas y las radiacio­nes..., digamos dos meses.
—En este caso veremos qué aspecto ofrecen las en­trañas del señor Byerley —dijo Quinn agitándose en su silla—. Será una publicidad para la U. S. Robots..., pero le doy esta probabilidad.
Una vez que quedaron solos, Lanning se volvió impaciente hacia Susan Calvin.
—¿Por qué insiste usted en...?
Pero Susan respondió secamente y con calor:
—¿Qué prefiere usted, la verdad o mi dimisión? No voy a mentir por usted. No se vuelva cobarde...
—¿Qué ocurrirá si abre a Byerley y de dentro caen ruedas dentadas y mecanismos? ¿Qué pasa entonces?
—No abrirá a Byerley —dijo Susan desdeñosa—. Byerley es tan inteligente como Quinn..., por lo menos.


La noticia estalló en la ciudad una semana antes que Byerley tuviese que ser elegido. «Estalló» es una palabra mal empleada. Se arrastró, se filtró, serpenteó por la ciudad. Y mientras Quinn acentuaba su presión en los centros accesibles, las risas aumentaban, un elemento de vaga incertidumbre intervenía y la gente comenzaba a dudar.
La misma convención adoptaba una actitud de semental indómito. Hasta entonces no había habido rival a la vista. Una semana antes no quedaba otro nombra­miento que el de Byerley. Ni siquiera entonces había substituto. Tenían que nombrarlo, pero reinaba la con­fusión.
La situación no hubiera sido tan grave si el indi­viduo no se viese hecho jirones entre la enormidad de la acusación, si era cierta, y su sensacional locura, si era falsa.
Al día siguiente de la designación de Byerley como candidato, un periódico publicó el resumen de una larga entrevista con la doctora Susan Calvin, «la mundialmente famosa técnica en robopsicología y positrones».
El efecto que produjo podría calificarse sucintamente de infernal.
Era lo que los Fundamentalistas estaban esperando. No eran un partido político; no pretendían practicar ninguna religión. Eran esencialmente los que no se habían adaptado a lo que en otro tiempo se llamó la Edad Atómica, en los días en que el átomo era una novedad. En realidad, eran hombres sencillos que aspiraban a una vida que a los que la vivían no les parecía probablemente tan sencilla, y habían sido, por consiguiente, hombres sencillos a su vez.
Los Fundamentalistas no invocaban ningún nuevo motivo para detestar los robots y los que los manufac­turaban; pero un nuevo motivo, como la acusación de Quinn y el análisis de Susan Calvin, eran suficientes para exteriorizar esta aversión.
Los vastos talleres de la «U. S. Robots & Mechanical Men Corporation» eran una colmena de guardias arma­dos. Se preparaban para la guerra.
En la ciudad, la casa de Stephen Byerley estaba llena de policías.
La campaña política, desde luego, perdió todo otro punto de vista y parecía una campiña sólo porque era algo que llenaba el intervalo entre designación y elección.


Stephen Byerley no permitió que el agitado hombrecillo lo distrajese. Permaneció impávido ante los uniformes del fondo de la habitación. Fuera de la casa, más allá de la hilera de guardias, esperaban fotógrafos y periodistas, de acuerdo con las tradiciones de su casta. Una instalación de televisión enfocaba la entrada de la modesta residencia del fiscal, mientras un sintético y excitado lo­cutor emitía ampulosos comentarios.
El agitado hombrecillo avanzó tendiéndole una hoja de papel.
—Esto, señor Byerley, es el mandato judicial auto­rizándome a registrar la casa en busca de la presencia, ilegal..., de hombres mecánicos o robots de cualquier especie.
Byerley se incorporó y tomó la hoja de papel. La miró indiferente y la devolvió con una sonrisa.
—Todo en orden. Entre. Cumpla con su deber. Señora Hoppen —dijo, dirigiéndose a su ama de llaves que aparecía perpleja a la puerta de la habitación—, tenga la bondad de acompañarnos y ayúdelos en lo que pueda.
El hombrecillo agitado, cuyo nombre era Harroway, vaciló, se sonrió visiblemente, fracasó en su intento de captar la mirada de Byerley y, dirigiéndose a los dos policías, murmuró:
—Vamos...
A los diez minutos regresaba.
—¿Han terminado? —preguntó Byerley en el tono de la persona a quien no interesa el asunto ni le impor­ta la contestación.
Harroway carraspeó, hizo un fracasado intento por hablar con su voz de falsete y de nuevo empezó emba­razado:
—Mire usted, señor Byerley, nuestras instrucciones eran de registrar la casa de arriba abajo.
—¿Y no lo han hecho?
—Nos han dicho exactamente lo que teníamos que buscar.
—¿Y bien?
—En una palabra, señor Byerley, sin querer herir sus susceptibilidades, nos han dado orden de registrarlo a usted.
—¿A mí? —preguntó el fiscal, ensanchando su sonrisa—. ¿Y cómo tiene usted intención de hacerlo?
—Tenemos un aparato radiopenetrador...
—¿Entonces, me van ustedes a tomar una fotografía en rayos X, verdad? ¿Tiene usted autorización?
—Ya ha visto usted el auto del juez...
—¿Puedo verlo de nuevo?
Harroway, con un brillo en la frente que no era sólo de entusiasmo, se lo dio otra vez.
—Veo aquí la descripción de lo que tiene usted que registrar —dijo Byerley tranquilamente—. Leo: «la casa situada en 355 Willow Grove, Evenstron, perteneciente a Stephen Allen Byerley, así como el garaje, almacén u otras construcciones y edificios de su propiedad, así como los terrenos adyacentes...», etc... En orden. Pero, mi buen amigo, aquí no dice nada respecto a registrar mi interior. No formo parte del alojamiento. Puede usted registrar mis ropas, si cree que llevo un robot, oculto en el bolsillo...
A Harroway no le quedaba la menor duda acerca de la persona a quien debía aquella misión. No pensaba, sin embargo, quedarse atrás una vez le habían dado la ocasión de ganarse un ascenso..., y una mejor paga.
—Mire, señor Byerley. Tengo autorización para re­gistrar los muebles y la casa y todo lo que encuentre dentro de ella. ¿Está usted en ella, no?
—Una observación verdaderamente notable. Estoy en ella, en efecto. Pero no soy ningún mueble. Como ciudadano en pleno uso de mis facultades (poseo el cer­tificado del psiquiatra que lo prueba) tengo ciertos de­rechos que me son conferidos por los Artículos Regiona­les. Registrarme a mí constituiría una violación de mis derechos civiles. Este papel no es suficiente.
—Seguro, pero si es usted un robot, no tiene usted derechos civiles.
—Exacto, pero este papel no es suficiente. Me reco­noce implícitamente como un ser humano.
—¿Dónde?
—Donde dice «la casa perteneciente a fulano...». Un robot no puede ser propietario. Y puede usted decirle a su jefe, señor Harroway, que si intenta dictar otro docu­mento que no me reconozca implícitamente como ser humano, se encontrará inmediatamente ante un reque­rimiento judicial y una demanda civil obligándole a demostrar que soy un robot basándose en los hechos que tiene actualmente en su posesión, o bien a pagar una indemnización por haber intentado privarme ilegalmente de mis derechos regionales. ¿Se lo dirá usted, verdad?
Harroway se dirigió hacia la puerta y al llegar a ella se volvió.
—Es usted un abogado astuto. —Con la mano en el bolsillo permaneció un momento de pie. Después se mar­chó, sonrió delante de la placa de televisión que seguía funcionando, hizo un signo a los periodistas y les gritó—: Mañana tendremos algo para ustedes, muchachos. No es broma...
Ya en su coche, se arrellanó, sacó el diminuto me­canismo que llevaba en el bolsillo y lo examinó cuida­dosamente. Era la primera vez que había tomado una fotografía por rayos X de reflexión. Esperaba haberlo hecho correctamente.


Quinn y Byerley no se habían encontrado nunca solos frente a frente. Pero el fonovisor se parecía mucho a ello. De hecho, aceptándolo literalmente, quizá la frase era apropiada, aun cuando para cada uno de ellos, el otro no fuese más que el dibujo luminoso y oscuro alternativa­mente de una superficie de fotocélulas.
Era Quinn quien había hecho la llamada. Era Quinn quien habló el primero, y sin particular ceremonia.
—He pensado que le interesaría saber, Byerley, que tengo intención de dar publicidad a la noticia que usa usted una coraza protectora contra la radiopenetración.
—¿De veras? En este caso debe usted haberlo hecho público ya. Tengo la vaga idea que nuestros empren­dedores representantes de la prensa han interceptado mis líneas telefónicas durante bastante tiempo. Sé que tienen las líneas de mi despacho llenas de interferencias; ésta es la razón por la cual he estado en casa las últimas semanas.
Byerley hablaba en tono amistoso, casi familiar.
—Esta llamada está protegida, de todos modos —dijo Quinn apretando los labios—. La hago con un cierto ries­go personal.
—Lo imaginaba. Nadie sabe que está usted detrás de esta campaña: Por lo menos, nadie lo sabe oficialmente. Pero nadie deja de saberlo oficiosamente. No me importa. ¿De modo que empleo una coraza protectora? Supongo que lo descubrió usted cuando el otro día su esbirro dio demasiada exposición a la fotografía de radiopenetración.
—Debe usted darse cuenta, Byerley, que todo el mundo ve claramente que no se atreve usted a someterse a un análisis por rayos X.
—Tan claramente como que usted y sus hombres menospreciaron mis derechos civiles.
—Eso no les importa un comino.
—Es posible. Es bastante simbólico de nuestras dos campañas, ¿no cree? Usted se preocupa muy poco de los derechos individuales del ciudadano. Yo me preocupo mucho. No quiero someterme a los rayos X porque quie­ro mantener mis derechos por una cuestión de principios. De la misma manera que mantendré los de los demás, una vez elegido.
—Esto será el principio de un interesante discurso, pero nadie le creerá. Demasiado ampuloso para ser ver­dad. Otra cosa... —añadió con un súbito tono crispado en la voz—, el personal de su casa no estaba completo, la otra noche.
—¿En que sentido?
—Según el informe —dijo, agitando unos papeles dentro del campo de visión de la placa visual—, faltaba una persona..., un paralítico.
—Como lo dice usted —dijo Byerley sin entona­ción—, un paralítico. Mi viejo profesor, que vive con­migo y está ahora en el campo..., desde hace dos meses. Un «muy necesario reposo» es la frase corriente en estos casos. ¿Le da usted su permiso?
—¿Su profesor? ¿Una especie de científico?
—Antiguamente abogado..., antes que fuese para­lítico. Tiene el título del Gobierno de investigador biofísico, con laboratorio propio y una descripción completa del trabajo que realiza, apoyado por las más insignes autoridades y de las cuales puede darle referencias. Es un trabajo sin trascendencia, pero es una ocupación inofen­siva y entretenida para un pobre inválido... Lo ayudo tanto como puedo, ¿comprende?
—Comprendo. ¿Y qué sabe este..., profesor..., sobre la manufactura de los robots?
—No puedo juzgar de la profundidad de sus cono­cimientos en un terreno con el que no estoy familiari­zado.
—¿No tendría acceso a los cerebros positrónicos?
—Pregúnteselo a sus amigos de la U. S. Robots. Ellos deben saberlo.
—Vamos a hablar claro, Byerley. Su profesor invá­lido es el verdadero Stephen Byerley. Usted es su creación robótica. Podemos comprobarlo. Fue él quien sufrió un accidente de automóvil, no usted. Habrá maneras de comprobar los informes.
—¿De veras? ¡Hágalo, entonces! ¡Mis mejores deseos!
—Y podemos registrar la casa llamada de campo de su así llamado profesor y ver qué encontramos en ella.
—Pues..., no lo sé, Quinn. Desgraciadamente para usted, mi así llamado profesor es un inválido. Su casa de campo es su lugar de reposo. En estas circunstancias, sus derechos como ciudadano responsable son todavía más fuertes. No conseguirá usted una orden de registro de su casa sin demostrar una causa justificada. Sin embargo, seré el último en intentar impedirle que lo intente.
Hubo una pausa de cierta longitud, y Quinn se echó adelante, haciendo desbordar los límites de su rostro de la placa de visión, de manera que las líneas de su frente aparecieron con toda claridad.
—Byerley, ¿por qué sigue usted adelante? No puede usted ser elegido.
—¿No?
—¿Cree usted conseguirlo? ¿Cree usted que el hecho de no hacer el menor intento de probar la falsedad de la acusación de ser un robot, cuando podría hacerlo fácilmente con sólo infringir una de las tres Leyes, no surte más efecto que convencer a la gente del hecho que es usted un robot?
—Lo único que veo es que, de letrado vagamente conocido, pero siempre como un oscuro abogado metropo­litano, me he convertido ahora en una figura mundial. Es usted un buen agente de propaganda...
—Pero es usted un robot.
—Eso dicen, pero no lo prueban.
—Está suficientemente probado para la elección.
—Entonces descanse..., han ganado.
—Buenas tardes —dijo Quinn, con el primer tono de maldad en la voz, mientras cerraba el visifono.
—Buenas tardes —respondió Byerley, imperturbable, inclinándose ante la pantalla oscura.


Byerley volvió a traer a su casa a su «profesor» la semana antes de la elección. El vehículo aéreo aterrizó rápidamente en una parte oscura de la ciudad.
—No te muevas de aquí hasta después de la elección —le dijo Byerley—. Será mejor que estés al margen si las cosas se pusiesen feas.
La ronca voz que salió pausadamente de la torcida boca de John tenía acentos de preocupación.
—¿Hay peligro de violencia?
—Los Fundamentalistas amenazan con ella, de ma­nera que supongo que la hay, en sentido teórico. Pero en realidad, espero que no. No tienen un poder real. No son más que el continuo factor irritante que al cabo de cierto tiempo puede producir disturbios. ¿Te importa quedarte aquí? No quisiera tenerme que preocupar por ti...
—¡Oh, me quedaré! ¿Sigues creyendo que todo irá bien?
—Estoy seguro de ello. ¿Nadie te ha molestado, allí?
—Nadie.
—¿Y por tu parte, todo fue bien?
—Bastante bien. No habrá dificultades por este lado.
—Entonces, ten cuidado y observa el televisor ma­ñana, John —añadió Byerley, estrechando la contorsio­nada mano que tenía en la suya.


La frente de Lenton era una colección de arrugas en suspenso. Desempeñaba el poco agradable cargo de agente de la campaña electoral de Byerley, una cam­paña que no era una campaña, por cuenta de una persona que se negaba a revelar su estrategia y a aceptar la de su agente.
—¡No puedes! —Era su frase favorita. Había lle­gado a ser su única frase—. ¡Te digo, Steve, que no puedes!
Se detuvo delante del fiscal, que estaba entretenido hojeando el texto de su discurso.
—Deja esto, Steve. Mira, esta multitud ha sido or­ganizada por los Fundamentalistas. No tendrás audito­rio. Lo más fácil es que seas lapidado. ¿Por qué tienes que hacer un discurso en público? ¿Qué dificultad hay en una grabación, una grabación visual?
—¿Quieres que gane la elección, no?
—¡Ganar la elección! ¡No vas a ganar, Steve! Estoy tratando de salvarte la vida.
—¡Oh, no estoy en peligro!
—¡No estás en peligro! ¡No estás en peligro! —ex­clamó Lenton produciendo un sonido áspero con la gar­ganta—. ¿Vas a salir a este balcón delante de cincuenta mil locos idiotas y hacerles entender la razón..., a un balcón, como un dictador medieval?
—Dentro de unos cinco minutos —dijo Byerley, des­pués de haber consultado su reloj—, en cuanto estén li­bres las líneas de televisión.
La respuesta de Lenton no es traducible.


La muchedumbre llenaba una zona apartada de la ciudad. Los árboles y las casas parecían crecer en me­dio de la masa humana. Y más allá, el resto del mundo observaba. Era una elección puramente local, pero a pesar de esto, tenía un público mundial. Byerley se daba cuenta y sonreía.
Pero no había de qué sonreír, en cuanto a la muche­dumbre. Había banderas y letreros, injuriando y atacan­do en todas las formas posibles su supuesto robotismo. La hostilidad de aquella actitud iba creciendo en la atmós­fera de una manera tangible.
Desde un principio, el discurso fue un fracaso. Com­petía con los aullidos de la muchedumbre y los rítmicos gritos de los grupos de Fundamentalistas que formaban islas humanas entre la multitud. Byerley hablaba lentamente, sin emoción...
Dentro, Lenton se mesaba el cabello, gruñía..., y espera­ba que corriese la sangre.


Se produjo un movimiento arremolinado en las pri­meras filas. Un ciudadano de rostro anguloso, con los ojos salientes y ropas demasiado cortas para sus alar­gados miembros, se abría paso hacia adelante. Un policía se precipitó hacia él, tratando de detenerlo, pero Byerley lo apartó con un gesto.
El hombre delgado estaba debajo mismo del balcón. Sus palabras se perdían entre el ruido, sin ser oídas. Byerley se inclinó sobre la barandilla.
—¿Qué dices? Si quieres hacer una pregunta justi­ficada, la contestaré. —Se volvió hacia uno de los guar­dias—. Haz subir a este hombre.
Hubo una gran expectación entre la muchedumbre. Gritos de: «¡Callarse!» estallaron en varios sitios y el clamor se fue desvaneciendo. El hombre delgado, de ros­tro escarlata, estaba delante de Byerley.
—¿Tienes alguna pregunta que hacer?
El hombre delgado se quedó mirándolo y con voz estridente, dijo:
—¡Pégame!
Con súbita energía dobló la cabeza ofreciendo el mentón.
—¡Pégame! Dices que no eres un robot. ¡Pruébalo! ¡No puedes pegar a un ser humano..., monstruo!
Hubo un profundo silencio de expectación. La voz de Byerley dijo:
—No tengo ningún motivo para pegarte.
—¡No puedes pegarme! —gritó el hombre—. ¡No quieres pegarme! ¡No eres humano! ¡Eres un monstruo! ¡Un falso hombre!
Y entonces Stephen Byerley, apretando los labios, de­lante de los miles de personas que lo veían personalmente y los otros miles que lo seguían en las pantallas, cerró el puño y alcanzó al hombre en la barbilla. El retador se desplomó, sin otra expresión que la de una profunda sorpresa.
—Lo siento —dijo Byerley—. Llévenselo y vean que sea bien tratado. Quiero hablar con él cuando haya ter­minado.
Y cuando la doctora Susan Calvin, desde su sitio re­servado, se dirigió a su automóvil y se dispuso a arrancar, sólo un reportero había vuelto suficientemente en sí de la sorpresa para correr tras ella y dirigirle una pregunta que no fue oída.
—¡Es humano! —gritó Susan Calvin volviendo la cabeza.
Fue suficiente. El reportero dio media vuelta y echó a correr. El resto del discurso pudo calificarse de «pro­nunciado pero no oído».


La doctora Calvin y Stephen Byerley volvieron a reunirse una semana después de haber prestado el segun­do juramento como alcalde. Era ya tarde, más de me­dianoche.
—No parece usted cansado —dijo la doctora.
—Puedo aguantar todavía —dijo el recién elegido—. No se lo diga a Quinn.
—No se lo diré. Pero puesto que menciona usted su nombre, era interesante la historia de Quinn. Es una lás­tima haberla estropeado. Supongo que conoce usted su teoría...
—Parte de ella.
—Es altamente dramática. Stephen Byerley era un joven abogado, un elocuente orador, un gran idealista..., y con un cierto olfato para la biofísica. ¿Se interesa usted por la robótica, señor Byerley?
—Sólo bajo el aspecto legal.
—Éste era Stephen Byerley. Pero ocurrió un acci­dente. La mujer de Byerley murió; lo que le ocurrió a él fue peor todavía. Se quedó sin piernas, sin rostro, sin voz. Parte de su mentalidad quedó alterada. No se sometió a la cirugía estética. Se retiró del mundo, perdida su carre­ra legal..., sólo le quedaron las manos y la inteligencia. De una u otra forma consiguió obtener un cerebro positrónico, incluso uno complejo, dotado de una gran capa­cidad de formular juicio sobre problemas éticos, que es la más alta función robótica hasta ahora desarrollada. Formó un cuerpo a su alrededor. Lo entrenó a ser todo lo que hubiera sido y no podía ser ya. Lo mandó al mun­do como Stephen Byerley, permaneciendo él como el viejo y paralítico profesor que jamás nadie ha visto...
—Desgraciadamente —dijo el electo— estropeé todo esto por haber pegado a aquel hombre. Los periódicos dicen que el veredicto oficial que dio usted en aquella ocasión fue que yo era humano.
—¿Cómo ocurrió? ¿Le importa decírmelo? No pudo ser casual...
—No lo fue del todo. Quinn lo hizo casi todo. Mis hombres comenzaron a propalar la versión del hecho que no había pegado nunca a un hombre, que era incapaz de pegar a un hombre; que no hacerlo bajo la provo­cación sería la prueba fehaciente del hecho que era un robot. Y entonces arreglé aquel estúpido discurso en público, con toda clase de publicidad, y, casi inevitablemente, hubo quien picó. Esencialmente, es lo que yo llamo un burdo truco. Un truco en el que la atmósfera artificial que se ha creado lo hace todo. Desde luego, los efectos emotivos hicieron mi elección segura, tal como estaba previsto.
—Veo que invade usted mi campo —dijo la doctora en robopsicología—, como corresponde a todo político, supongo. Pero siento mucho que haya ocurrido así. Me gustan los robots. Me gustan mucho más que los seres humanos. Si fuese posible crear un robot capaz de ser funcionario civil, creo que haríamos un gran bien. Por las Leyes de la Robótica sería incapaz de dañar un ser humano, incapaz de tiranía, de corrupción, de estupidez, de prejuicio. Y una vez que hubiese servido durante un perío­do prudencial, dimitiría, aunque fuese inmortal, porque sería incapaz de perjudicar a los seres humanos haciéndo­les saber que habían sido gobernados por un robot. Sería el ideal.
—Salvo que un robot puede fallar, debido a la in­herente inadaptación de su cerebro. El cerebro positrónico no tiene nunca la complejidad del cerebro humano.
—Tendría consejeros. Ni aun un cerebro humano es capaz de gobernar sin ayuda.
Byerley miró a Susan Calvin con grave interés.
—¿Por qué sonríe usted, doctora Calvin?
—Sonrío porque Quinn no pensó en todo.
—¿Quiere usted decir que esta historia hubiera po­dido ir más lejos?
—Sólo un poco. Durante los tres meses anteriores a la elección, aquel Stephen Byerley del que habla el señor Quinn, aquel hombre destrozado, estaba en el campo por alguna razón misteriosa. Regresó a tiempo para su famoso discurso. Y después de todo, lo que aquel viejo paralítico hizo una vez, podía hacerlo dos, particular­mente siendo la segunda mucho más fácil, comparada con la primera.
—No acabo de entenderlo...
La doctora Calvin se levantó y se alisó el traje. Se disponía, evidentemente, a marcharse.
—Quiero decir que hay sólo un caso en el que un robot puede pegar a un ser humano sin quebrantar la Primera Ley. Sólo uno.
—¿Y es...?
Susan Calvin estaba en la puerta. Pausadamente dijo:
—Cuando el ser humano a quien debe pegar es otro robot.
Su rostro se iluminó con una ancha sonrisa.
—Adiós, señor Byerley. Espero votar por usted dentro de cinco años..., como organizador.
—Tengo que responder que me parece una idea un poco remota... —dijo él, sonriendo, mientras se cerraba la puerta detrás de Susan Calvin.


* * *


Me quedé mirándola con una especie de horror.
—¿Es verdad eso?
—Enteramente.
—¿Y el gran Byerley era simplemente un robot?
—No hubo manera de averiguarlo. Creo que lo era. Pero cuando decidió morir, se atomizó a sí mismo, de manera que no hubo ninguna la prueba legal. Por otra parte..., ¿qué más da?
—Pues...
—Guarda usted un prejuicio contra los robots, com­pletamente irrazonable. Fue un excelente alcalde. Cin­co años después fue elegido Coordinador Regional. Y cuando la Región de Tierra formó su Federación en 2044, fue nombrado Primer Coordinador Mundial. Pero por aquel tiempo eran las máquinas las que gobernaban al mun­do...
—Sí, pero...
—¡Nada de «peros»! Las Máquinas son robots y go­biernan al mundo. Hace sólo cinco años que descubrí toda la verdad. Era en 2052; Byerley ejercía su segundo período como Coordinador Mundial...



El Conflicto Inevitable


El Coordinador tenía en su estudio privado una curio­sidad medieval, una chimenea. Desde luego, el hombre medieval seguramente no la hubiera reconocido, ya que no tenía un significado funcional. La inmóvil y ondulante llama se encontraba aislada en un recinto, detrás de un transparente cuarzo.
Los troncos de leña se quemaban a larga distancia mediante una ligera desviación de los rayos de energía que alimentaban los edificios públicos de la ciudad. El mismo botón que prendía fuego a los troncos vaciaba primero las cenizas de los anteriores y permitía la entrada de la nueva leña. Era una chimenea perfectamente do­mesticada, como puede verse.


Pero el fuego era real. Podía oírsele crujir y se veía có­mo las llamas lamían el alambre bajo la corriente de aire que lo alimentaba.
El enrojecido vaso del Coordinador reflejaba en mi­niatura las discretas cabriolas de las llamas, y, en más miniatura aún, también sus reflexivas pupilas.
Y las reflexivas pupilas de su huésped, la doctora Susan Calvin, de la «U. S. Robots & Mechanical Men Cor­poration».
—No la he convocado a usted aquí, doctora Calvin, únicamente por razones sociales.
—No lo he pensado nunca, Stephen.
—Y no obstante, no sé cómo exponerle el problema. Por una parte, puede no tener importancia, por otra, puede ser el fin de la Humanidad.
—Me he encontrado con muchos problemas que ofrecían el mismo dilema, Stephen. Creo que todos los pro­blemas son así.
—¿De veras?... Entonces, a ver qué le parece éste. La producción mundial de acero tiene un excedente de veinte mil toneladas, o más. El Canal de México hubiera debido estar terminado hace dos meses. Las minas de Almaden han experimentado una baja de producción desde la últi­ma primavera, mientras las compañías hidráulicas de Tientsin están despidiendo gente. Estos son los hechos que se me acuden de momento. Pero hay más.
—¿Son puntos graves? No soy lo suficientemente eco­nomista para juzgar sobre las terribles consecuencias de todo esto.
—En sí mismo, no. Se podrían enviar técnicos en mineralogía si la situación de Almaden empeorara. Si hay demasiados ingenieros hidráulicos en Tientsin, pue­den ser enviados a Java o Ceilán. Veinte mil toneladas de acero no cubrirán más allá de algunos días de deman­da mundial, los dos meses de retraso y la apertura del Canal de México es de escasa importancia. Son las Máqui­nas lo que me preocupa; he hablado ya de ellas con su Director de Investigaciones.
—¿Con Vincent Silver? No me ha dicho nada de todo esto...
—Le pedí que no hablase con nadie. Por lo visto me ha obedecido.
—¿Y qué le dijo?
—Vamos a proceder por orden. Quiero hablar de las Máquinas primero. Y quiero hablar de ellas con usted porque es usted la única en el mundo que entiende lo suficiente en robots para ayudarme. ¿Puedo sentirme fi­lósofo?
—Por esta tarde, Stephen, puede usted sentirse lo que quiera y como quiera, con tal que me diga usted primero qué pretende demostrar.
—Que este pequeño desequilibrio en la perfección de nuestro sistema de oferta y demanda, tal como lo he mencionado, puede ser el primer paso hacia la guerra final.
—¡Humm!... Siga.
Susan no se permitió arrellanarse en su sillón, a pe­sar de lo cómodo que era. La frialdad en su mirada, de sus labios y de su rostro se había acentuado con los años. Y a pesar que Stephen Byerley era un hombre en quien podía confiar enteramente, tenía casi setenta años y los hábitos de una vida no se olvidan tan fácilmente.
—Cada período del desarrollo humano, Susan, tiene su tipo particular de conflicto, sus problemas distintos que, aparentemente sólo pueden resolverse por la fuerza. Y jamás, por decepcionante que esto sea, la fuerza resuelve el problema. En su lugar, éste persiste a través de una serie de conflictos y se desvanece por sí solo..., ¿cómo dice la frase?..., no con un estallido, sino con su susurro, a me­dida que el ambiente económico y social cambia. Y en­tonces, nuevo problema y nueva serie de guerras. Un ciclo, al parecer, sin fin.
»Consideremos los tiempos relativamente modernos. Existieron las guerras dinásticas de los siglos dieciséis y dieci­siete, cuando los problemas más importantes de Europa eran si los Habsburgo, los Valois o los Borbones tenían que gobernar el continente. Era uno de estos conflictos inevitables, porque Europa no podía evidentemente exis­tir partida en dos.
»Salvo que fue así, y ninguna guerra barrió a unos para establecer a los otros, hasta que se creó una nueva atmósfera social en Francia en 1789, al derrocar a los Borbones primero y después a los Habsburgo, arrastrán­dolos en la polvorienta caída al incinerador histórico.
»Y durante aquellos siglos existieron también las bárbaras guerras de religión, que resolvieron la importante cues­tión de si Europa tenía que ser católica o protestante. Mi­tad y mitad no podía ser. Era «inevitable» que la espada decidiese. Salvo que no decidió. En Inglaterra iba crecien­do un nuevo industrialismo y en el Continente un nuevo nacionalismo. Europa sigue siendo mitad y mitad y a na­die le preocupa esto mucho.
»Durante los siglos diecinueve y veinte hubo un ciclo de guerras nacionalimperialistas, cuando el problema más importante del mundo era saber qué porciones de Europa controlarían los recursos económicos y la capacidad de consumo de otras porciones no-europeas. Las regiones no-europeas no podían, por lo visto, existir siendo en parte inglesas, en parte francesas, en parte alemanas y así suce­sivamente. Hasta que las fuerzas del nacionalismo se extendieron lo suficiente y la no-Europa terminó lo que las guerras no habían conseguido terminar, y decidió que podía perfectamente subsistir íntegramente no-europea.
»Y así tenemos una estructura...
—Sí, Stephen, lo explica muy claro —dijo Susan Calvin—. No son observaciones muy profundas.
—No, pero lo evidente es en muchos casos lo más difícil de ver. La gente dice, «es tan claro como mi nariz», pero, ¿qué porción de nuestra nariz podemos ver, a me­nos que nos den un espejo? Durante el siglo veinte, Susan, comenzamos un nuevo ciclo de guerras..., ¿cómo las lla­maremos? ¿Guerras ideológicas? ¿Las emociones de la religión aplicadas a los sistemas económicos, en lugar de los extranaturales? De nuevo las guerras eran «inevita­bles» y entonces se disponía de armas atómicas, de ma­nera que la humanidad no podía vivir ya por más tiempo en el tormento del inevitable derroche de la inevitabilidad. Y vinieron los robots positrónicos...
»Vinieron a tiempo, y con ellos el viaje interplanetario. De manera que ya no pareció tan importante que el mundo fuese Adam Smith o Carlos Marx. Ninguno de los dos tenía ya gran influencia en las nuevas circuns­tancias. Ambos tenían que adaptarse y terminaron casi en el mismo lugar.
—Un Deus ex machina, entonces, en doble sentido —dijo Susan Calvin.
—No le había oído nunca hacer juegos de palabras, Susan, pero es exacto. Y no obstante, había otro peligro. El final de un problema no había hecho más que dar nacimiento a otro. Nuestro nuevo mundo universal de economía robótica puede plantear un nuevo problema, y por esta razón tenemos las Máquinas. La economía mun­dial es estable, y permanecerá estable, porque está basa­da en las decisiones de las máquinas calculadoras, que llevan el bien de la Humanidad en su corazón a través de la avasalladora fuerza de la Primera Ley robótica.
»Y aunque las Máquinas no son sino el más vasto conglomerado de circuitos calculadores jamás inventa­do —prosiguió Stephen Byerley—, siguen siendo ro­bots en el sentido de la Primera Ley, y así nuestra eco­nomía terrestre está de acuerdo con los mejores inte­reses del hombre. La población de la Tierra sabe que no habrá paro obrero, ni superproducción ni falta de pro­ducción. Destrucción y hambre son palabras de los libros de historia. Y así, la cuestión de la propiedad de los me­dios de producción es un problema anticuado. Quien­quiera que los poseyese (si es que esta frase tiene algún sentido), un hombre, un grupo, una nación, o toda la Hu­manidad, sólo podrían utilizarse como las Máquinas dic­ten. No porque los hombres estuviesen obligados a ello, sino porque sería el camino más corto y lo saben. Esto pone fin a las guerras..., no sólo al último ciclo de gue­rras, sino al próximo y a todos ellos. A menos que...
Hubo una pausa y Susan lo alentó a proseguir repi­tiendo...
—¿A menos que...?
El fuego fue extinguiéndose en un tronco de leña y se apagó.
—A menos —dijo el Coordinador— que las Máquinas no cumplan con su función.
—Comprendo. Y aquí es donde aparecen estos peque­ños desequilibrios que ha mencionado usted hace un momento..., el acero, las instalaciones hidráulicas, etc.
—Exacto. Estos errores no deberían existir. El doctor Silver me ha dicho que no podían ser.
—¿Niega los hechos? ¡Qué extraño!
—No, admite los hechos, desde luego. Soy injusto con él. Lo que niega es que ningún error en la máquina sea responsable de los llamados (es su frase) «errores en las respuestas». Pretende que las máquinas se corrigen por sí mismas y que sería violar las leyes fundamentales de la naturaleza que existiese un error en los círcuitos de relevadores. Y así, le dije...
—Y así, le dijo: «Que sus hombres lo comprueben y se aseguren de ello, de todos modos...»
—Susan, lee usted mi pensamiento. Esto fue lo que dije y me contestó que no podía.
¿Demasiado ocupado?
—No, dijo que ningún ser humano podía. Lo dijo francamente. Me dijo, y espero haberlo comprendido de­bidamente, que las Máquinas son una gigantesca extra­polación... Un equipo de matemáticos trabaja varios años calculando un cerebro positrónico equipado para realizar ciertos actos similares de cálculo. Utilizando este cerebro hacen nuevos cálculos para crear un nuevo cere­bro más complicado todavía que utilizan a su vez para hacer otro más complicado aún, y así sucesivamente. Se­gún Silver, lo que llamamos Máquinas son el resultado de diez de estos progresos.
—Sí..., me parece claro. Afortunadamente, no soy matemática. ¡Pobre Vincent!... Es muy joven. Los di­rectores que le precedieron, Alfred Lanning y Peter Bogert, han muerto y no tenían estos problemas. Ni yo tam­poco. Quizá todos los técnicos en robótica moriremos ahora, puesto que no podemos comprender nuestras pro­pias creaciones.
—Aparentemente, no. Las Máquinas no son supercerebros, en el sentido de los suplementos periodísticos de los domingos, pese a que nos los describen así. Es simple­mente que en la actividad consistente en reunir y analizar un número casi infinito de datos y sus relaciones en un espacio de tiempo casi infinitesimal, han progresado has­ta más allá de la posibilidad de un control humano de­tallado.
»Y entonces intenté otra cosa. Le pregunté a la Má­quina. En el más estricto secreto alimenté la máquina con los datos originales relacionados con la producción del acero, su propia respuesta y su actual desarrollo des­de entonces..., es decir, la superproducción, y le pedí una explicación de la discrepancia.
—Bien, ¿y cuál fue la respuesta?
—Puedo citársela a usted palabra por palabra: «El asunto no admite explicación».
—¿Y cómo interpretó Vincent esto?
—De dos formas. O no le habíamos dado a la Má­quina datos suficientes para permitirle contestar exac­tamente, lo cual no es probable, el doctor Silver está de acuerdo con ello, o bien a la Máquina le es imposible reconocer que puede dar una respuesta a unos datos que implican un posible daño a un ser humano. Esto, desde luego, es una consecuencia de la Primera Ley. Y entonces el doctor Silver me recomendó que la viese a usted.
Susan Calvin parecía muy cansada.
—Soy ya vieja, Stephen. Cuando murió Peter Bogert quisieron hacerme directora de investigaciones y rehusé. Entonces ya no era joven y no quise asumir responsabilidad. Nombraron a Silver y esto me satisfacía; pero de qué habrá valido, si me meten en estos líos...
»Stephen, déjeme que le exponga mi situación. Mis investigaciones incluyen desde luego la interpretación de la conducta del robot bajo el aspecto de las Tres Leyes Robóticas. Aquí, sin embargo, tenemos unas máquinas calculadoras increíbles. Son cerebros positrónicos y por consiguiente obedecen las Tres Leyes. Pero carecen de personalidad; es decir, sus funciones son sumamente li­mitadas... Tiene que ser así, puesto que están especiali­zadas en este sentido. Por consiguiente, hay muy poco margen para la reacción a las Leyes, y mi método de ata­que es virtualmente inútil. En una palabra, no creo poder­lo ayudar, Stephen.
El Coordinador se echó a reír.
—A pesar de todo, déjeme que le diga el resto. Déje­me que le explique mis teorías, y quizá entonces pueda usted decirme si son posibles a la luz de la robopsicología.
—Con mucho gusto. Siga adelante.
—Bien; puesto que las máquinas dan una respuesta errónea, partiendo de la base que no pueden co­meter error, sólo existe una posibilidad. ¡Se les dieron unos datos erróneos! En otras palabras, la perturba­ción es humana, no robótica. Así es que, al efectuar mi reciente gira de inspección interplanetaria...
—¿De la que acaba usted de regresar a Nueva York?
—Sí; era necesario, comprenda, puesto que hay cua­tro Máquinas, cada una de las cuales controla una re­gión Planetaria. ¡Y las cuatro están dando resultados imperfectos!
—¡Oh, esto es natural, Stephen! Si una de las Má­quinas es imperfecta, tiene que reflejar automáticamente en el resultado de las otras tres, puesto que cada una de ellas asumirá su parte de los datos sobre los cuales basan sus decisiones, la perfección de la cuarta imperfecta. Con una falsa suposición, tienen que dar falsas respuestas.
—¡Eh, eh!... Eso me parece. Ahora bien, aquí tengo el resultado de mis conversaciones con cada uno de los cuatro Vice-coordinadores regionales. ¿Quiere usted que los estudiemos juntos? ¡Ah!... Primero, ¿ha oído us­ted hablar de la «Sociedad Humanitaria»?
—¿Eh?... Sí. Son una consecuencia de los Fundamentalistas, que impidieron a la U. S. Robots emplear cerebros positrónicos por el principio de competencia obrera desleal y todo lo demás. ¿La «Sociedad Humanitaria» es antimáquinas, verdad?
—Sí, pero... En fin, ya verá. ¿Empezamos? Empeza­remos por la Región Oriental...
—Como usted diga...


Región Oriental:
a) Superficie: 23.500.000 kilómetros cuadrados.
b) Población: 1.700.000.000 de habitantes.
c) Capital: Shanghai.


El bisabuelo de Ching Hso-lin murió durante la invasión japonesa de la vieja República de China y no hubo nadie, aparte de sus desconsolados hijos, para llorar su pérdida y ni siquiera saber qué se había perdido. El abuelo de Ching Hso-lin sobrevivió a la guerra civil, pero no había nadie más que su abnegado hijo para saberlo o importarle.
Y no obstante, Ching Hso-lin era el Vice-coordinador Regional, con el bienestar económico de la mitad de la población de la Tierra a su cuidado.
Quizá era con esto en la cabeza que Ching tenía dos mapas como único adorno permanente en las paredes de su despacho. Uno de ellos era un viejo mapa chino que abarcaba una superficie de un acre o dos y ostentaba todavía los anticuados caracteres pictográficos de la vie­ja China. Un arroyo cruzaba por entre los dibujos bo­rrosos y en el borde del mapa se veían algunas cabañas, en una de las cuales había nacido el abuelo de Ching.
El otro mapa era de grandes dimensiones, finamente delineado, con todas las indicaciones en netos caracteres cirílicos. La roja frontera que delimitaba las Regiones Orientales comprendía dentro de sus vastos confines todo lo que un día había sido China, India, Birmania, Indochina e Indonesia. En el mapa, en el interior de la provincia de Szechuan, diminuta y tenue hasta el punto que nadie podía verla, había una señal que indicaba el lugar donde estaba situada la atávica granja de los Ching.
Ching estaba de pie delante de estos dos mapas, mien­tras hablaba con Stephen Byerley en correcto inglés.
—Nadie sabe mejor que tú, señor Coordinador, que mi cargo, bajo muchos conceptos, es una sinecura. Da una cierta categoría social, y represento el punto focal de la administración, pero para todo lo demás..., ¡está la Máquina! La Máquina hace todo el trabajo. ¿Qué te pa­recen, por ejemplo, las obras hidráulicas de Tientsin?
—¡Tremendas! —dijo Byerley.
—Son sólo una de ellas y no las mayores. Están exten­samente esparcidas por Shanghai, Calcuta, Bangkok..., y solucionan la alimentación de los mil setecientos mi­llones de habitantes del Oriente.
—Y sin embargo —respondió Byerley—, tienen un problema de paro en Tientsin. ¿Hay acaso una super­producción? Es inconcebible que Asia sufra de un exceso de comida.
Los ojos de Ching se entornaron hasta ser casi invi­sibles.
—No. No hemos llegado a esto, todavía. Es cierto que durante estos últimos meses se han cerrado varias albercas en Tientsin, pero la situación no es grave. Los hombres han sido despedidos sólo temporalmente y a los que no les importa trabajar en otros campos han sido em­barcados para Colombo, en Ceilán, donde se está implan­tando una nueva organización.
—¿Y por qué tienen que cerrarse las albercas?
—Veo que no entiendes gran cosa en hidráulica —dijo Ching, sonriendo gentilmente—. Bien, no me sorprende. Tú eres del Norte y allí el cultivo del suelo rinde todavía grandes provechos. En el Norte es elegante considerar la hidráulica, cuando se considera algo, como un sistema de cultivar tulipanes en una solución química, de una manera infinitamente complicada.
»En primer lugar, la cosecha más considerable que te­nemos desde hace mucho tiempo (y el porcentaje sigue creciendo) es el lúpulo. Tenemos más de dos mil parce­las de lúpulo en producción y mensualmente aumentan. Los abonos químicos básicos de las diferentes clases de lúpulo son nitratos y fosfatos entre los inorgánicos, con las proporciones debidas de metal, añadidos a las partes fraccionales por millón de boro y molibdeno requerido. La materia orgánica es principalmente mixturas de azú­car derivadas de la hidrólisis de la celulosa, pero, además, hay varios factores alimenticios que deben añadirse:
»Para una industria hidráulica floreciente que pue­da alimentar a setecientos millones de hombres, tenemos que emprender un inmenso programa de repoblación forestal por todo el Este; tenemos que poseer vastos talle­res de conversión maderera para competir con las selvas meridionales, y acero, y sintéticos químicos por encima de todo.
—¿Para qué, esto último?
—Porque, señor Byerley, estos campos de lúpulo tienen cada uno de ellos sus propiedades particulares. Hemos dado desarrollo, como he dicho, a dos mil par­celas. El bistec que has creído comer hoy era lúpulo. Las frutas congeladas que has tomado de postre era lúpulo helado. Hemos extraído jugo de lúpulo con el sabor, aspecto y valor alimenticio de la leche.
»Es el sabor, más que nada, comprende, lo que presta su atractivo a la alimentación a base de lúpulo, y en busca de este sabor hemos instalado parcelas artificia­les fertilizadas que no pueden mantenerse por más tiem­po con una dieta básica de sal y azúcar. Una necesita biotina; otra, ácido pteroilglutámico; otras aun, dife­rentes ácidos amínicos, así como todas las vitaminas B menos una (y aun así es popular y no podemos, con un poco de sentido económico, abandonarlo).
Byerley se agitó en su silla.
—¿Con qué propósito me dices todo esto?
—Me has preguntado, señor, por qué los hombres están sin trabajo en Tientsin. Tengo algo más que ex­plicarte. No es sólo que necesitemos estos variados y di­versos abonos para nuestro lúpulo; pero subsiste el com­plicado factor del capricho popular, que pasa con el tiem­po; y la posibilidad del desarrollo de nuevas parcelas con nuevas necesidades y nueva popularidad. Todo esto tiene que ser previsto, y la Máquina hace el trabajo...
—Pero no perfectamente.
—No muy imperfectamente, en vista de las compli­caciones que he mencionado. Bien, entonces, algunos miles de obreros en Tientsin están sin trabajo temporal­mente. Pero, considera esto: la cantidad de perdidas su­fridas durante estos últimos años (pérdidas en términos de defectuosa producción o de defectuosa demanda) no asciende a una décima del uno por ciento de nuestra producción normal. Considero que...
—Y no obstante, durante los primeros años de la Má­quina, la cifra era cerca de una milésima del uno por ciento.
—Sí, pero durante el decenio último en que la Máquina empezó sus operaciones con verdadero ímpetu, he­mos aumentado nuestra industria de lúpulo, con respecto a la época premáquina, unas veinte veces. Es de esperar que las imperfecciones aumenten con las complicaciones, si bien...
—¿Si bien...?
—Estuvo el curioso ejemplo de Rama Vrasayana.
—¿Qué le ocurrió?
—Vrasayana estaba encargado del taller de evaporación de la salmuera para la producción de yodo, sin el cual el lúpulo puede vivir, pero los seres humanos, no. Se vio obligado a sindicar su taller.
—¿De veras? ¿Y a causa de qué?
—Competencia, créelo o no. En general, una de las principales funciones de los análisis de la Máquina es indicar la distribución más eficiente de nuestras unidades productivas. Es visiblemente un error tener regiones in­suficientemente surtidas de manera que los gastos de trans­porte importan un porcentaje considerable del gasto total. De manera similar, es un error tener un área demasiado servida, de forma que las factorías tienen que funcionar con capacidades más bajas o bien competir perjudicialmente unas con otras. En el caso de Vrasayana, se esta­bleció otro taller en la misma ciudad y con un sistema de extracción más eficiente.
—¿Y la Máquina lo permitió?
—¡Oh, sin duda! No es sorprendente. El nuevo sis­tema se está extendiendo considerablemente. La sorpre­sa fue que la Máquina omitió avisar a Vrasayana que re­novase o cambiase... Sin embargo, no importa. Vrasa­yana aceptó un cargo de ingeniero en un nuevo taller, y si su responsabilidad y sueldo son ahora menores, por lo menos no sufre. Los obreros encontraron fácilmente tra­bajo; el antiguo taller fue convertido en no sé qué... Algo útil. Lo confiamos todo a la Máquina.
—¿Y por otra parte no tienes quejas?
—Ninguna.


La Región Tropical:
a) Superficie: 35.000.000 de kilómetros cuadrados.
b) Población: 500.000.000 de habitantes.
c) Capital: Ciudad Capital.


El mapa del despacho de Ngoma estaba muy lejos de tener la neta precisión del de los dominios de Ching en Shanghai. Los límites de las fronteras de la Región Tropical de Ngoma estaban punteados de oscuro y se ex­tendían hacia un bello interior llamado «selva» y «desier­to», y «Aquí hay elefantes y Toda Clase de Extrañas Bes­tias».
Había mucho que recorrer, porque en tierras, la Re­gión Tropical abarcaba más de dos continentes; toda América del Sur, norte de Argentina, y toda África al sur del Atlas. Incluía también América del Norte al sur de Río Grande e incluso Arabia, e Irán en Asia. Era el reverso de la Región Oriental. Donde el hormiguero humano del Oriente se apretujaba en un 15% de la Tie­rra, los Trópicos desparramaban su 15% de Humanidad sobre casi la mitad de la extensión del globo.
A Ngoma, Stephen Byerley le produjo la impresión de uno de aquellos inmigrantes de rostro pálido que van en busca de la obra creadora en el ambiente suave necesario para el hombre, y sintió una cierta dosis del automático desprecio del hombre fuerte nacido en el duro Trópico por el infortunado oriundo de más pálidos soles.
Los Trópicos tenían la ciudad más nueva del mun­do y en su sublime confianza juvenil recibía únicamente el nombre de «Ciudad Capital». Se extendía espléndida por las fértiles tierras altas de Nigeria, y al pie de las ventanas de Ngoma, más abajo, había vida y color, un sol ardiente y frecuentes chaparrones. El gorjeo de los pájaros multi­colores era estridente y las estrellas parecían puntas de agujas brillantes en la noche oscura.
Ngoma se echó a reír. Era un hombre bello, muy ne­gro, alto y de facciones enérgicas.
—Desde luego —dijo en un inglés bastante correcto, dando la sensación de hablar con la boca llena—, el Canal de México va atrasado. ¡Qué diablos! ¡Un día u otro se terminará de todos modos, hombre!
—Todo iba bien hasta hace medio año.
Ngoma dirigió una atenta mirada a Byerley y sa­cando un cigarro del bolsillo mordió una punta, la es­cupió y encendió la otra.
—¿Es esto una investigación oficial, Byerley? ¿De qué se trata?
—Nada. Nada absolutamente. Entra dentro de mis funciones de Coordinador el ser curioso.
—Bien, si es sólo que te aburres y quieres pasar un rato..., la verdad es que andamos siempre cortos de mano de obra. Hay muchos trabajos en curso en los Trópicos. El Canal es uno de ellos...
—Pero, ¿no ha predicho la Máquina la cantidad de mano de obra disponible para el Canal..., sin contar todos los demás proyectos en curso?
Ngoma se puso una mano en la nuca y echó al aire unos círculos de humo azul.
—Era un poco deficiente.
—¿Es a menudo deficiente?
—No más de lo que es de esperar. No esperamos gran cosa de ella, Byerley. Le suministramos los datos. To­mamos los resultados. Hacemos lo que dice. Pero es sólo un expediente, un instrumento para economizar trabajo. Podríamos prescindir de ella, si fuese necesario. Quizá no tan bien. Quizá no tan rápidamente. Pero el final sería el mismo.
»Aquí tenemos confianza, Byerley, y éste es el secre­to. ¡Confianza! Hemos ocupado nuevas tierras que lle­vaban miles de años esperándonos, mientras el resto del mundo ha sido destrozado por las asquerosas experien­cias de la Era Preatómica. No tenemos que comer lú­pulo como en Oriente, ni tenemos que preocuparnos de los rancios desperdicios del siglo pasado, como ustedes los Nórdicos,
»Hemos barrido la mosca tse-tsé y el mosquito ano­feles, el pueblo ha visto que puede vivir al sol y le gusta. Hemos aclarado las selvas vírgenes y roturado el suelo; hemos encontrado carbón y petróleo en campos intactos e incontables minerales.
»Retírense de aquí. Es lo único que pedimos al res­to del mundo. Retírense y déjennos trabajar.
—Pero el Canal —interrumpió Byerley prosaicamen­te— hace seis meses que hubiera debido estar terminado. ¿Qué ha ocurrido?
—Perturbaciones obreras —dijo Ngoma, abriendo las manos. Buscó algo por entre los papeles que cubrían su mesa, pero renunció—. Tenía algo sobre esto por aquí —murmuró—, pero no importa. Una vez hubo escasez de mano de obra en México por una cuestión de muje­res. No había bastantes mujeres por allí. Al parecer a nadie se le ocurrió alimentar la Máquina con datos se­xuales.
Hizo una pausa para echarse a reír, encantado, y pro­siguió:
—Espera un momento. Me parece que ya lo tengo... ¡Villafranca!
—¿Villafranca?
—Francisco Villafranca. Era el ingeniero encargado. Ocurrió no sé qué y hubo un corrimiento de tierras. Eso es. Eso es. No murió nadie pero el desorden fue terrible. ¡Un escándalo!
—¡Oh...!
—Hubo un error en sus cálculos. O por lo menos la Máquina lo dijo así. Le suministraron datos de Villafranca, suposiciones, y así. El material con que había empezado. Las respuestas fueron diferentes. Parece que las respuestas que Villafranca utilizó no tenían en cuen­ta el efecto de las fuertes lluvias en las cercanías de la brecha. O algo así. No soy ingeniero, ¿comprendes?...
»En todo caso, Villafranca armó un lío de mil dia­blos. Pretendió que la respuesta de la Máquina había sido diferente la primera vez. Que había seguido a la Máquina ciegamente. ¡Y dimitió! Le ofrecimos mante­nerlo..., la duda era razonable, el trabajo anterior era satisfactorio, todo aquello que se dice..., en una posi­ción subordinada, desde luego..., estábamos obligados..., los errores no pueden pasar inadvertidos..., es malo para la disciplina... ¿Dónde estaba?
—Le ofreciste conservarlo.
—¡Ah, sí! Rehusó. Bien, en resumen, llevamos dos meses de retraso ¡No es nada, que diablos!
Byerley extendió la mano y apoyó las puntas de los dedos sobre la mesa.
—¿Villafranca le echó las culpas a la Máquina, ver­dad?
—Pues..., ¿no iba a echárselas a sí mismo, verdad? Mirémoslo serenamente; la naturaleza humana es una vieja amiga nuestra. Por otra parte, recuerdo algo más ahora.... ¿Por qué diablos no podré encontrar los do­cumentos cuando los necesito? Mi sistema de archivar no vale un pepino. Este Villafranca era miembro de una de vuestras organizaciones nórdicas. México está demasia­do cerca del Norte. A esto es debido en parte la pertur­bación.
—¿De qué organización estás hablando?
—La Sociedad Humanitaria, la llaman. Villafranca solía asistir a una conferencia anual en Nueva York. Un montón de chiflados, pero inofensivos. No les gus­tan las Máquinas; dicen que destruyen la iniciativa per­sonal. De manera que, como es natural, Villafranca echó la culpa a la Máquina... Yo no acabo de entenderlo tampoco. ¿Es que en Ciudad Capital parece que la raza humana esté siendo apartada de la iniciativa?
Y Ciudad Capital siguió tendida bajo el glorioso y do­rado sol; la más joven y moderna creación del Homo Metrópolis.


La Región Europea:
a) Superficie: 7.000.000 de kilómetros cuadrados.
b) Población: 300.000.000 de habitantes.
c) Capital: Ginebra.


La Región Europea era una anomalía bajo varios conceptos. En superficie, era con mucho la menor; ni un quinto de la superficie de la Región Tropical y ni un quinto de la población de la Región Oriental. Geo­gráficamente, tenía cierta semejanza con la Europa de la era preatómica, ya que excluía lo que había sido la Rusia europea e Islas Británicas, mientras incluía las costas Mediterráneas de África y Asia y, en un extraño salto a través del Atlántico, Argentina, Chile y el Uru­guay.
No era tampoco probable que mejorase su status vis-à-vis de las demás regiones de la Tierra, excepto por el vigor que estas provincias americanas le prestaban. De todas las Regiones, era la única que mostró un franco declive de la población durante el medio siglo pasado. Sólo ella había dejado de extender seriamente sus facili­dades productivas o aportar algo radicalmente nuevo a la cultura humana.
—Europa —decía madame Szegeczowska, en su me­lodioso francés—, es esencialmente un apéndice econó­mico de la Región Nórdica. Lo sabemos, pero no nos importa.
—Y sin embargo —le hizo ver Byerley—, tienen ustedes una Máquina propia, y no están seguramente bajo una presión económica del otro lado del océano.
—¡Una Máquina! ¡Bah! —encogió sus delicados hombros y dejó que una leve sonrisa se filtrase por sus labios mientras encendía un cigarrillo con sus largos dedos—. Europa es un lugar soñoliento. Y todos nues­tros hombres que no consiguen emigrar al trópico están cansados y aburridos de todo esto. Usted mismo puede ver en qué consiste la tarea de Vice-coordinadora. En fin, afortunadamente no es un papel difícil, y no espera gran cosa de mí. En cuanto a Máquina..., ¿qué sabe decir fuera de «Haz esto y será mejor para ustedes»? Pero, ¿qué es lo mejor para nosotros? Pues ser un apéndice económico de la Región Nórdica...
»¿Y esto es acaso tan terrible? No hay guerras. Vivi­mos en paz..., y es agradable después de setecientos años de guerras. Somos viejos, señor Byerley. En nuestras fronteras tenemos las que fueron cuna de las viejas ci­vilizaciones. Tenemos Egipto y Mesopotamia; Creta y Si­ria; Asia Menor y Grecia. Pero los tiempos antiguos no son necesariamente unos tiempos infelices. Puede hallarse fruición...
—Quizá tenga usted razón —dijo Byerley, afable­mente—. Por lo menos el «tempo» de la vida no es tan intenso como en otras regiones. Es una atmósfera agra­dable.
—¿Verdad? Van a traer el té, señor Byerley. ¿Quie­re indicarme su preferencia sobre la leche y el azúcar?... Gracias.
Tomó un sorbo de té con elegancia; después con­tinuó:
—Es agradable. El resto de la Tierra se ha con­vertido en una lucha continua. Aquí encuentro un paralelo; un paralelo interesante. Hubo un tiempo en que Roma era dueña del mundo. Había adoptado la dulzura y civilización de Grecia; una Grecia que no había estado nunca unida; que se había arruinado en la guerra y estaba languideciendo en un estado de decadente ruina. Roma la unió, aportó la paz y le permitió vivir una vida de seguridad sin gloria. Se ocupó de su filosofía y de su arte, lejos del estruendo y la agitación de la guerra. Era una especie de muerte, pero de una muerte tranquila con pequeños intervalos, unos cuatrocientos años.
—Y sin embargo —interrumpió Byerley—, Roma cayó y el sueño de opio tocó a su fin.
—No había ya bárbaros para derrumbar la civili­zación.
—Nosotros podemos ser nuestros propios bárbaros, Madame Szegeczowska. ¡Ah!..., quería hablarle de una cosa. Las minas de mercurio de Almaden han disminuido considerablemente de producción. ¿El mineral no debe haber disminuido más rápidamente de lo previsto, su­pongo?
Los pequeños ojos grises de la muchacha se fijaron en Byerley.
—Los bárbaros..., la caída de la civilización..., el probable fracaso de la Máquina... El proceso de sus ideas es muy transparente, monsieur.
—¿Sí? Veo que me hubiera convenido tratar con hombres, como hasta ahora, ¿Considera usted que el asunto de Almaden es culpa de la Máquina?
—En absoluto, pero me parece que usted sí lo es. Usted es nativo de la Región Nórdica. La Oficina Cen­tral de Coordinación está en Nueva York. Y hace ya tiem­po que he observado que ustedes, los nórdicos, carecen de fe en la Máquina.
—¿Nosotros?
—Hay una Sociedad Humanitaria que tiene mucha fuerza en el Norte, pero no consigue hacer adeptos en la fatigada y vieja Europa, que sólo anhela dejar tran­quila a la débil Humanidad. Con toda seguridad, es usted uno de los confiados nórdicos y no uno de los cínicos del viejo continente.
—¿Tiene esto relación con Almaden?
—¡Oh, sí, creo que sí! Las minas están bajo el control de «Consolidated Cinnabar», que es con toda cer­teza una compañía nórdica, con la oficina central en Nikolaev. Personalmente, dudo que el Consejo de Administración haya consultado para nada la Máquina. En la conferencia del mes pasado, dijeron que lo habían hecho, y desde luego, no tenemos ninguna prueba de lo contrario, pero no me atrevería a dar crédito a un nór­dico en este asunto, sin ánimo de ofender, de ningún modo. Sin embargo, espero que todo acabará bien.
—¿En qué sentido, mi querida madame?
—Debe usted comprender que las irregularidades económicas de estos últimos meses (que, aun cuando insignificantes comparadas con las grandes tormentas del pasado, son sin embargo, perturbadoras para nuestros espíritus sedientos de paz), han causado considerables inquietudes en la provincia española. Tengo entendido que «Consolidated Cinnabar» va a vender a un grupo de españoles. Es consolador. Si somos vasallos económicos del Norte, es humillante ver el hecho proclamado con ex­cesiva ostentación. Y se puede confiar más en nuestro pueblo para seguir los consejos de la Máquina.
—¿Entonces, cree usted que no habrá más disturbios?
—Estoy segura de ello... En Almaden, por lo menos.


La Región Norte:
a) Superficie: 27.000.000 de kilómetros cuadrados.
b) Población: 800.000.000 de habitantes.
c) Capital: Ottawa.


La Región Norte, en más de un concepto, se llevaba la supremacía. La cosa quedaba bien de manifiesto en el mapa de las oficinas del Vice-coordinador de Ottawa, Hiram Mackenzie, en el cual el Polo Norte ocupaba el cen­tro. A excepción de Europa con sus regiones escandina­vas e islándicas, toda la zona norteamericana estaba incluida en la Región Nórdica.
Vagamente, podía ser dividida en dos zonas princi­pales. A la izquierda del mapa se veía toda América del Norte por encima de Río Grande. A la derecha abar­caba todo lo que había sido un tiempo la Unión So­viética. Estas dos áreas juntas representaban el poder central del planeta durante los primeros años de la Edad Atómica. Entre las dos estaba la Gran Bretaña, lengua de la región que lamía Europa. En todo lo alto del mapa, torcidas en una extraña y contorsionada for­ma, estaban Australia y Nueva Zelanda, también miem­bros de las provincias de la Región.
Todos los cambios sufridos durante los últimos de­cenios no habían alterado todavía el hecho que el Norte era el gobernante económico del planeta.
Había por lo tanto, una especie de simbolismo os­tentoso en el hecho que todos los mapas que Byerley había visto, sólo el de Mackenzie mostraba toda la Tierra, como si el Norte no temiese la competencia ni necesitase favoritismo para proclamar su supremacía.
—Imposible —dijo tristemente Mackenzie, levantan­do su vaso de «whisky»—. Señor Byerley, no tiene usted entrenamiento técnico en robótica, según tengo enten­dido.
—No, no lo tengo.
—¡Humm!... Bien, es lamentable, en mi opinión, que ni Ching, ni Ngoma ni Szegeczowska lo tengan tam­poco. Prevalece con exceso entre los pueblos de la Tierra la opinión que un Coordinador tiene que ser simplemente un organizador capaz de conocimientos generalizados y una persona amable. En nuestros días debe­rían entender en robótica también..., sin propósito de ofensa...
—No la hay. Estoy de acuerdo con usted.
—Tomo, por ejemplo, lo que ha dicho usted ya; que le preocupan las recientes pequeñas perturbaciones que se han producido en la economía mundial. No sé de quién sospecha, pero ha ocurrido ya en el pasado que el pueblo, que debería tener otra opinión, se pregunte qué ocurrirá si se alimenta la Máquina con falsos datos.
—¿Y qué ocurriría, señor Mackenzie?
—Pues... —dijo el escocés moviéndose y suspiran­do—, todo dato recogido pasa por un complicado sis­tema de pantallas que comporta un control a la vez hu­mano y mecánico, de manera que el problema no es probable que se suscite. Pero dejemos esto. Los huma­nos pueden equivocarse, son corruptibles, y los dispo­sitivos mecánicos ordinarios son susceptibles de fallo mecánico.
»El punto crucial del asunto es que lo que llamamos un «dato erróneo» es incompatible con todos los demás datos conocidos. Es el único criterio que tenemos de lo exacto y lo inexacto. Es igualmente el de la Má­quina. Ordénele, por ejemplo que dirija la actividad agrícola sobre la base de una temperatura media en ju­lio, en Iowa, de 14° C. No lo aceptará. No dará respuesta. No porque tenga prejuicio alguno contra esta de­terminada temperatura ni pueda dejar de contestar, sino porque, a la luz de los demás datos que se le han dado a través de un cierto número de años, sabe que las proba­bilidades de una temperatura media de 14° C. en Iowa, en julio, son prácticamente nulas. Rechaza el dato.
»La única forma como un «falso dato» puede ser in­sertado en la Máquina es incluyéndolo como parte de un todo consistente, pero de una falsedad demasiado sutil para que la máquina pueda destacarlo, o sobre el cual la Máquina no tenga experiencia. La primera está más allá de la capacidad humana, la segunda es casi esto, y va acercándose cada vez más a ello a medida que la experiencia de la Máquina aumenta con la segunda.
Stephen Byerley se apretó la nariz con los dedos.
—¿Entonces la Máquina no puede ser inducida a error? ¿Cómo explica usted los que se han cometido recientemente, en este caso?
—Mi querido Byerley, veo que sigue usted instintivamente el gran error respecto a que la Máquina..., lo sabe todo. Déjeme usted que le cite un ejemplo de mi experiencia personal. La industria algodonera alquila compradores experimentados que compran el algodón. Su procedi­miento es arrancar un puñado de algodón de una de las pacas al azar. Lo miran, lo tocan, comprueban su re­sistencia, escuchan su crujido, se lo llevan a la lengua, y por este procedimiento determinan la categoría de al­godón que contienen las pacas. Hay una docena de ellas. Como resultado de su decisión, las compras se hacen a unos determinados precios, las mezclas se hacen a unas determinadas proporciones. Ahora bien, estos com­pradores no pueden ser substituidos por la Máquina.
—¿Por qué no? Seguramente los datos pertinentes no son demasiado complicados para ella...
—Probablemente no. Pero, ¿a qué dato se refiere us­ted? No hay ningún químico textil que sepa exactamente qué es lo que comprueba cuando maneja un puñado de algodón. Probablemente la longitud media de la fibra, su tacto, la extensión y naturaleza de su viscosidad, la for­ma como se pegan y así sucesivamente. Varias docenas de particularidades, inconscientemente pesadas, fruto de años de experiencia. Pero la naturaleza cuantitativa de esta prueba no es conocida; incluso la verdadera natura­leza de algunas de ellas, no lo es tampoco. De manera que no tenemos nada con que alimentar la Máquina. Así ni los mismos compradores pueden explicar su juicio. Sólo pueden decir: «Bien, mírelo. No se puede decir sí es tal o cual clase».
—Comprendo...
—Hay innumerables casos como este. La Máquina no es más que una herramienta, al fin y al cabo, que puede contribuir al progreso humano encargándose de una parte de los cálculos e interpretaciones. La tarea del cerebro humano sigue siendo la que siempre ha sido; la de descubrir nuevos datos para ser analizados e inven­tar nuevas fórmulas para ser probadas. Es una lástima que la Sociedad Humanitaria no quiera entenderlo así.
—¿Están contra la Máquina?
—Hubieran estado contra las matemáticas o contra el arte de escribir si hubiesen vivido en el tiempo ade­cuado. Estos reaccionarios de la Sociedad pretenden que la Máquina priva al hombre de su alma. He observado que hombres perfectamente capaces están todavía llenos de prejuicios en nuestra sociedad; necesitamos todavía el hombre que sea suficientemente inteligente para pen­sar en las preguntas adecuadas. Quizá si pudiésemos en­contrar un número suficiente de ellos, estas perturbacio­nes que le preocupan, Coordinador, no se producirían.


Tierra (Incluyendo el continente deshabitado, la Antár­tica):
a) Superficie: 75.000.000 de kilómetros cuadrados (superficie terrestre).
b) Población: 3.300.000.000 de habitantes.
c) Capital: Nueva York.


El fuego que relucía detrás del cuarzo estaba ya moribundo. El Coordinador estaba de humor sombrío, amol­dándose al fuego.
—Todos disminuyen la gravedad de la situación —di­jo en voz baja—. ¿No es fácil creer que se han reído de mí? Y sin embargo... Vincent Silver dice que la Má­quina no puede estropearse y tengo que creerle. Hiram Mackenzie dice que no pueden ser alimentadas con fal­sos datos y tengo que creerle. Pero las máquinas han funcionado mal por una u otra causa, y esto tengo que creerlo también, de manera que..., sólo queda una al­ternativa.
Miró de soslayo a Susan Calvin que, con los ojos ce­rrados, parecía dormir.
—¿Cuál es? —preguntó sin embargo al instante.
—Que le han dado los datos correctos y la Má­quina ha dado las respuestas correctas, pero no han sido cumplidas. No hay manera en que la máquina obligue a seguir sus dictados.
—Madame Szegeczowska insinuó algo parecido, refiriéndose a los nórdicos en general, me parece. ¿Y qué propósito se busca desobedeciendo a la Máquina? Vamos a estudiar los motivos.
—A mí me parece obvio, y debe parecérselo también a usted. Es cuestión de sacudir la nave, deliberadamente. Mientras la Máquina gobierne, no puede haber ningún conflicto serio en la Tierra en el cual un grupo pueda apoderarse de un mayor poderío del que tiene por lo que juzga ser su propio bien, a pesar de perjudicar la Humanidad como un todo. Sí la fe popular en las má­quinas pudiese ser destruida hasta el punto que fuesen abandonadas, imperaría de nuevo la ley de la selva. Y no hay ninguna de las cuatro Regiones que pueda quedar libre de la sospecha de buscar precisamente esto.
»Oriente tiene la mitad de la Humanidad dentro de sus fronteras, y los Trópicos, más de la mitad de los recursos de la Tierra. Ambos pueden considerarse como los gobernantes naturales de toda la Tierra, y ambos se sienten humillados por el Norte y es muy humano buscar un desquite contra esta implacable humillación. Europa tiene una tradición de grandeza, por otra parte. En otros tiempos gobernó la Tierra, y no hay nada tan eternamente adhesivo como el recuerdo del poder.
»Y sin embargo, desde otro punto de vista, es difícil de creer. Tanto el Este como los Trópicos están en un estado de enorme expansión dentro de sus fronteras. Ambos crecen rápidamente. No les pueden quedar energías para aventuras militares. Y Europa no puede hacer más que soñar. Es una cifra, militarmente hablando.
—Así, Stephen —dijo Susan—, ¿deja usted el Norte?
—Sí —respondió Byerley enérgicamente—. Sí. El Norte es el más fuerte, como lo ha sido desde hace un siglo, o por lo menos sus componentes. Pero ahora decae, relativamente. Por primera vez desde los faraones, las regiones Tropicales pueden ocupar su lugar al frente de la civilización y hay nórdicos que lo temen.
—En una palabra, son exactamente aquellos hom­bres que, negándose conjuntamente a aceptar las deci­siones de la Máquina, pueden, en breve plazo, volver el mundo boca abajo...; éstos son los que pertenecen a la Sociedad.
—Susan, esto es consistente. Cinco de los Directores de la World Steel son miembros de ella, y la World Steel sufre de una superproducción. La Consolidated Cinnabar, que explota las minas de mercurio de Almaden, era una sociedad Nórdica. Sus libros están toda­vía siendo examinados, pero uno, por lo menos, de sus hombres, era miembro. Francisco Villafranca, que retra­só las obras del Canal de México dos meses, era miembro, lo sabemos ya, lo mismo que Rama Vrasayana; no me sorprendió en absoluto descubrirlo.
—Estos hombres, téngalo usted en cuenta, lo han estropeado todo... —dijo Susan pausadamente.
—¡Naturalmente! Desobedecer los análisis de la Má­quina es seguir el sendero del error. Los resultados son peores de lo que podrían ser. Es el precio que pagan. De momento lo verán vagamente, pero en la confusión que tarde o temprano surgirá...
—¿Qué proyecta usted hacer, Stephen?
—Es evidente que no hay tiempo que perder. Voy a declarar la Sociedad fuera de la ley y todos sus miembros serán destituidos de cualquier cargo de responsabilidad que ocupen. Y todos los puestos ejecutivos con solicitan­tes que firmen un juramento de no-adhesión a la Socie­dad. Esta representará una cierta infracción a las liberta­des cívicas básicas, pero estoy seguro que el Con­greso...
—¡No servirá de nada!
—¡Eh! ¿Por qué?
—Representaría una predicción. Si intenta usted una cosa así, encontrará obstáculos a cada paso. Lo encontra­rá imposible de llevar adelante. Verá usted que cada mo­vimiento en este sentido será origen de perturbaciones.
—¿Por qué dice usted esto? —preguntó Byerley, ató­nito—. Esperaba, al contrario, su aprobación en esta ma­teria...
—No podrá usted conseguirla mientras sus acciones estén basadas en falsas premisas. Admite usted que la Máquina no puede equivocarse, y no puede ser alimen­tada con falsos datos. Le demostraré que no puede ser desobedecida tampoco, como creé usted que lo está sien­do por la Sociedad.
Esto..., no consigo verlo.
—Pues escuche. Toda acción realizada por un diri­gente que no siga las exactas instrucciones de la Má­quina con la cual trabaja, se convierte en parte de un dato para el siguiente problema. La Máquina, por con­siguiente, sabe que el dirigente tiene una cierta tendencia a desobedecer. Puede incorporarse esta tendencia a los datos, incluso cuantitativamente, es decir, juzgando exac­tamente qué cantidad y en qué dirección la desobediencia se producirá. Sus siguientes respuestas serán suficiente­mente elusivas en forma que, después de la desobediencia del jefe, vea sus respuestas automáticamente corregidas en la buena dirección. ¡La Máquina sabe, Stephen!
—No puede usted estar segura de todo esto. Son simples suposiciones.
—Es una suposición basada en la experiencia de toda una vida entre robots. Hará usted bien en confiar en esta suposición, Stephen.
—Pero, en este caso, ¿que queda? Las Máquinas es­tán en orden y las premisas sobre las cuales trabajan son correctas. Sobre esto nos hemos puesto de acuerdo. Ahora dice usted que no puede ser desobedecida. Entonces..., ¿qué ocurre?
—Usted mismo se ha contestado. ¡Nada está mal! Piense en las máquinas un momento, Stephen. Son ro­bots y cumplen la Primera Ley. Pero las máquinas tra­bajan, no para un solo individuo, sino para toda la Humanidad, de manera que la Primera Ley se convierte en: «Ninguna Máquina puede dañar la Humanidad; o, por inacción, dejar que la Humanidad sufra daño.»
»Muy bien, Stephen, entonces, ¿qué daña la Huma­nidad? ¡El desequilibrio económico, principalmente, cual­quiera que sea la causa! ¿No cree usted?
—Sí, lo creo.
—¿Y qué es lo más probable que produzca desequi­librios económicos en el futuro? Conteste a esto, Stephen.
—Yo diría —respondió Byerley, a regañadientes—, la destrucción de las Máquinas. Y así lo digo, y así lo dirían las Máquinas también. Su primer cuidado, por consi­guiente, es conservarse para nosotros. Y así siguen tran­quilamente evitando los únicos elementos amenazadores que quedan. No es la Sociedad Humanitaria la que sacu­de la nave a fin que las Máquinas sean destruidas; sólo ha visto usted el reverso de la medalla. Diga más bien que son las Máquinas las que están sacudiendo la nave..., muy ligeramente..., lo suficiente para liberarse de los pocos que se agarran a ella con el propósito que las Máquinas sean consideradas nocivas para la Huma­nidad.
»Así, Vrasayana deja su factoría y encuentra un em­pleo donde no puede hacer daño; no queda seriamen­te perjudicado, no es incapaz de ganarse la vida, por­que la Máquina no puede dañar un ser humano más que mínimamente, y esto sólo para salvar un mayor nú­mero. La Consolidated Cinnabar pierde el control de Almaden; Villafranca no es ya el ingeniero civil al frente de un importante proyecto. Y los directores de la World Steel pierden su presa sobre la industria..., o la perderán.
»Pero es imposible que sepa usted todo esto... —in­sistió Byerley distraídamente—. ¿Cómo podemos correr el riesgo en caso que no tenga usted razón?
—Deben correrlo. ¿Recuerda usted la respuesta de la Máquina cuando le sometió la pregunta? «El caso no admite explicación». La Máquina no dijo que no hu­biese explicación, ni que no pudiese determinarla. Dijo sólo que no admitía explicación. En otras palabras, «se­ría perjudicial para la Humanidad tener la explicación de lo ocurrido», y por esto sólo podemos hacer suposi­ciones..., y seguir suponiendo.
—Pero, ¿cómo puede la explicación sernos perjudi­cial? Supongamos que tenga usted razón, Susan.
—Pues Stephen, si tengo razón, significa que la Má­quina está conduciendo nuestro futuro no única y sim­plemente como una respuesta directa a nuestras pregun­tas directas, sino como respuesta general a la situación del mundo y a la sicología humana como un todo. Y sabe que nos puede hacer desgraciados y herir nuestro amor propio. La Máquina no puede, no debe, hacernos desgraciados.
»Stephen, ¿cómo sabemos qué es lo que consolidará el bien final de la Humanidad? No tenemos a nuestra dispo­sición los infinitos factores que la Máquina tiene a la suya. Quizá, para darle un ejemplo incierto, toda nues­tra civilización técnica ha creado más infelicidad y mi­seria de la que ha suprimido. Quizá la civilización agra­ria o pastoral, con menos cultura y menos gente, sería mejor. En este caso, las Máquinas deben orientarse en esta dirección, preferiblemente sin decírnoslo, ya que en nuestros ignorantes prejuicios sólo sabemos que aquello a que estamos acostumbrados es bueno..., y lucharemos contra todo cambio. O quizá una urbanización completa, una sociedad totalmente desprovista de castas, o una com­pleta anarquía, sea la respuesta adecuada. No lo sabemos. Sólo las Máquinas lo saben y se encaminan hacia ello, llevándonos consigo.
—Pero está usted diciéndome, Susan, que la Socie­dad Humanitaria tiene razón; que la Humanidad ha per­dido su derecho de voto en el futuro...
—No lo ha tenido jamás, en realidad. Estuvo siem­pre a la voluntad de unas fuerzas económicas y sociológi­cas que no entendía, de los caprichos del clima y de los azares de la guerra. Ahora las Máquinas las entienden; y nadie puede detenerlas, ya que las máquinas los domi­narían como dominan la Sociedad..., poseyendo, como poseen, las armas más fuertes a su disposición, el abso­luto control de nuestra economía.
—¡Qué horrible!
—Quizá habría que decir: ¡qué maravilloso! Piense que en todos los tiempos los conflictos han sido evitables. ¡Sólo las Máquinas, a partir de ahora serán inevitables!
Y el fuego se apagó detrás del cuarzo y sólo quedó un hilillo de humo para indicar donde había estado.


* * *


—Y eso es todo —dijo la doctora Calvin, levantán­dose—. Lo he vivido desde el principio, cuando los ro­bots no podían hablar, hasta el final, cuando se interpu­sieron entre la Humanidad y la destrucción. No veré ya nada más. Usted verá lo que viene ahora...
No volví a ver a Susan Calvin nunca más. Murió el mes pasado a la edad de ochenta y dos años.


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