Isaac
Asimov
A John W.
Campbell, Jr.,
quien
apadrinó a Los Robots
LAS TRES LEYES ROBÓTICAS
1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su
inacción, dejar que un ser humano sufra daño.
2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por
un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la Primera
Ley.
3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta
donde esta protección no esté en conflicto con la Primera o Segunda Leyes.
Manual de Robótica
56.a edición, año 2058.
Introducción
He revisado mis notas y no me gustan. He pasado tres días
en la U. S. Robots y lo mismo hubiera podido pasarlos en casa con la
Enciclopedia Telúrica.
Susan Calvin había nacido en 1982, dicen, por
lo cual tendrá ahora setenta y cinco años. Esto lo sabe todo el mundo. Con
bastante aproximación, la «U. S. Robots & Mechanical Men, Inc.» tiene
también setenta y cinco años, ya que fue el año del nacimiento de la doctora
Calvin cuando Lawrence Robertson sentó las bases de lo que tenía que llegar a
ser la más extraña y gigantesca industria en la historia del hombre. Bien, esto
lo sabe también todo el mundo.
A la edad de veinte años, Susan Calvin formó
parte de la comisión investigadora psicomatemática ante la cual el Dr. Alfred
Lanning, de la U. S. Robots, presentó el primer robot móvil equipado con voz.
Era un robot grande, rústico, sin la menor belleza, que olía a aceite de
máquina y destinado a las proyectadas minas de Mercurio. Pero podía hablar y
razonar.
Susan no dijo nada en aquella ocasión; no tomó
tampoco parte en las apasionadas polémicas que siguieron. Era una muchacha
fría, sencilla e incolora, que se defendía contra un mundo que le desagradaba
con una expresión de máscara y una hipertrofia del intelecto. Pero mientras
observaba y escuchaba, sentía la tensión de un frío entusiasmo.
Se graduó en la Universidad de Columbia en el
año 2003, y empezó a dedicarse a la Cibernética.
Todo lo que se había hecho durante la segunda mitad del
siglo veinte en materia de «máquinas calculadoras» había sido anulado por
Robertson y sus cerebros positrónicos. Las millas de cables y fotocélulas
habían dado paso al globo esponjoso de platino-indio del tamaño aproximado de
un cerebro humano.
Aprendió a calcular los parámetros necesarios
para establecer las posibles variantes del «cerebro positrónico»; a construir
«cerebros» sobre el papel, de una clase en que las respuestas a estímulos
determinados podían producirse muy aproximadamente.
En 2008, se doctoró en Filosofía e ingresó en
la U. S. Robots como «robopsicóloga», convirtiéndose en la primera gran
practicante de esta nueva ciencia. Lawrence Robertson era todavía presidente de
la corporación; Alfred Lanning había sido nombrado director de investigaciones.
Durante quince años vio cómo cambiaba la
dirección del progreso humano, y avanzaba vertiginosamente.
Ahora se retiraba..., hasta donde podía. Por
lo menos, permitía que la puerta de su despacho ostentase el nombre de otra
persona.
Esto, sencillamente, fue lo que supe. Tenía
una larga lista de sus publicaciones, de las patentes a su nombre; conocía
los detalles cronológicos de sus promociones, en una palabra, tenía su «vida»
profesional con todo detalle.
Pero todo esto no era lo que yo quería.
Necesitaba algo más para mis artículos con
destino a la Prensa Interplanetaria. Mucho más. Y así se lo dije.
—Doctora Calvin —le dije tan amablemente como
pude—, según la opinión general, la U. S. Robots y usted son equivalentes. Su
retirada pondrá fin a una Era que...
—¿Quiere usted el punto de vista del interés
humano? —dijo sin sonreír. No creo que nunca sonriese. Pero sus ojos eran
penetrantes, aunque no agresivos. Sentí que su mirada me atravesaba y salía por
el occipucio y supe que era para ella de una transparencia inusitada; que todo
el mundo lo era.
—Exacto —dije.
—¿El interés humano..., de los robots? Esto es
una contradicción.
—No, doctora, de usted.
—También me han llamado robot. Con seguridad
le habrán dicho a usted que no soy humana.
Me lo habían dicho, en efecto, pero no ganaba
nada con confesarlo.
Se levantó de la silla. No era alta y parecía
frágil. La seguí hasta la ventana y nos asomamos a ella.
Las oficinas y talleres de la U. S. Robots
formaban una pequeña ciudad, espaciosa y bien planeada. Todo era achatado como
una fotografía aérea.
—Cuando vine aquí por primera vez —dijo— vivía
en una pequeña habitación, allá a la derecha, donde está hoy el retén de
bomberos. Fue derribada antes que usted naciese. Compartía la habitación con
tres personas. Tenía media mesa. Construíamos nuestros robots en un solo
edificio. Producción: tres a la semana. Ahora fíjese.
—Cincuenta años —aventuré—, es mucho tiempo.
—No cuando una mira hacia atrás. Una se
pregunta cómo han pasado tan aprisa.
Volvió a su mesa y se sentó. No necesitaba
expresión alguna en su rostro para parecer triste.
—¿Qué edad tiene usted? —quiso saber.
—Treinta y dos años —respondí.
—Entonces, no puede recordar los tiempos en
que no había robots. La humanidad tenía que enfrentarse con el universo sola,
sin amigos. Ahora tiene seres que la ayudan; seres más fuertes que ella, más
útiles, más fieles, y de una devoción absoluta. ¿Ha pensado usted en ello bajo
este aspecto?
—Temo que no. ¿Puedo citar sus palabras?
—Sí. Para usted, un robot es un robot.
Mecánica y metal; electricidad y positrones. ¡Mente y hierro! ¡Obra humana! Si
es necesario, destruida por el hombre. Pero no ha trabajado usted en ellos, de
manera que no los conoce. Son más limpios, más educados que nosotros.
Traté de halagarla, de adularla hábilmente.
—Quisiéramos saber algo de lo que pueda usted
contarnos, saber su opinión sobre los robots. La Prensa Interplanetaria abarca
todo el Sistema Solar. Unos tres mil millones de lectores, doctora Calvin.
Tienen que saber lo que pueda usted decirnos sobre los robots.
No tenía necesidad de insistir. No me oyó,
pero se dirigía al lugar indicado.
—Deben haberlo sabido desde el principio. Vendíamos robots
para uso terrestre..., antes de mis tiempos, incluso. Desde luego, eran robots
que no podían hablar. Después se hicieron más humanos, y empezó la oposición.
Los sindicatos obreros, como es natural, se opusieron a la competencia que
hacían los robots al trabajo humano, y varios sectores de la opinión religiosa
hicieron sus objeciones inspiradas en la superstición. Todo aquello fue inútil
y ridículo. Y, sin embargo, así era.
Yo iba tomando notas de lo que decía en mi
registrador de bolsillo, tratando que ella no observase el movimiento de mi
mano. Practicando un poco se puede llegar a hacer detalladas anotaciones sin
sacar el aparato del bolsillo.
—Tomemos el caso de Robbie —dijo—. No lo conocí.
Fue desguazado el año anterior a mi entrada en la compañía...; era muy
atrasado. Pero vi a la muchacha en el museo...
Se detuvo, pero no dije nada. Dejé que sus
ojos se humedeciesen y su imaginación viajase. Tenía que recorrer mucho
tiempo.
—Oí hablar de ello más tarde, y, cuando nos
llamaban blasfemos y creadores de demonios, siempre me acordaba, de él.
Robbie era un robot sin vocalización. No podía hablar. Fue fabricado y vendido
en 1996. Eran días anteriores a la extrema especialización, de manera que fue
vendido como niñera...
—¿Cómo qué?
—Como niñera...
Robbie
—Noventa y ocho..., noventa y nueve..., ¡cien!
—Gloria retiró su mórbido antebrazo de delante de los ojos y permaneció un
momento parpadeando al sol. Después, tratando de mirar en todas direcciones a
la vez, avanzó cautelosamente algunos pasos, apartándose del árbol contra el
que se apoyaba.
Estiró el cuello, estudiando las posibilidades
de unos matorrales que había a la derecha y se alejó unos pasos para tener
mejor punto de vista. La calma era absoluta, a excepción del zumbido de los
insectos y el gorjear de algún pájaro que afrontaba el sol de mediodía.
—Apostaría a que se ha metido en casa, y le he
dicho mil veces que esto no es leal —se quejó.
Avanzando los labios con un mohín y arrugando
el entrecejo, se dirigió decididamente hacia el edificio de dos pisos del otro
lado del camino.
Demasiado tarde oyó un crujido detrás de ella,
seguido del claro «clump-clump» de los pies metálicos de Robbie. Se volvió
rápidamente para ver a su triunfante compañero salir de su escondrijo y echó a
correr hacia el árbol a toda velocidad. Gloria chilló, desalentada.
—¡Espera, Robbie! ¡Esto no es leal, Robbie!
¡Prometiste no salir hasta que te hubiese encontrado! —Sus diminutos pies no
podían seguir las gigantescas zancadas de Robbie. Entonces, a tres metros de
la meta, el paso de Robbie se redujo a un simple arrastrarse y Gloria, haciendo
un esfuerzo final por alcanzarlo, echó a correr jadeante y llegó a tocar la
corteza del árbol en primer lugar.
Orgullosa, se volvió hacia el leal Robbie y con la más baja
ingratitud, le recompensó su sacrificio mofándose de su incapacidad para
correr.
—¡Robbie no puede correr! —gritaba con toda la
fuerza de su voz de ocho años—. ¡Le gano cada día! ¡Le gano cada día! —cantaban
las palabras con un ritmo infantil.
Robbie no contestó, desde luego..., con
palabras. Echó a correr, esquivando a Gloria cuando la niña estaba a punto de
alcanzarlo, obligándola a describir círculos que iban estrechándose, con los
brazos extendidos azotando el aire.
—¡Robbie..., estate quieto! —gritaba. Y su
risa salía estridente, acompañando las palabras.
Hasta que Robbie se volvió súbitamente y la
agarró, haciéndole dar vueltas en el aire, de manera que durante un momento
para ella el universo fue un vacío azulado y los verdes árboles que se elevaban
del suelo hacia la bóveda celeste. Y después se encontró de nuevo sobre la
hierba, al lado de la pierna de Robbie y agarrada todavía a un duro dedo de
metal.
Al poco rato recobró la respiración. Trató
inútilmente de arreglar su alborotado cabello con un gesto de vaga imitación
de su madre y miró si su vestido se había desgarrado.
Golpeó con la mano la espalda de Robbie.
—¡Mal muchacho! ¡Malo, malo! ¡Te pegaré!
Y Robbie se inclinaba, cubriéndose el rostro
con las manos, de manera que ella tuvo que añadir:
—¡No, no, Robbie! ¡No te pegaré! Pero ahora me
toca a mí esconderme, porque tienes las piernas más largas y me prometiste no
correr hasta que te encontrase.
Robbie asintió con la cabeza —pequeño paralelepípedo
de bordes y ángulos redondeados, sujeto a otro paralelepípedo más grande, que
servía de torso, por medio de un corto cuello flexible— y obedientemente se
puso de cara al árbol. Una delgada película de metal bajó sobre sus ojos
relucientes y del interior de su cuerpo salió un acompasado tictac.
—Y ahora no mires, ni te saltes ningún número
—le advirtió Gloria, mientras corría a esconderse.
Con invariable regularidad fueron
transcurriendo los segundos, y al llegar a cien se levantaron los párpados y
los ojos colorados de Robbie inspeccionaron los alrededores. Al instante se
fijaron en un trozo de tela de color que salía de detrás de una roca. Avanzó
algunos pasos y se convenció a sí mismo que era Gloria.
Lentamente, manteniéndose entre Gloria y el
árbol-meta, avanzó hacia el escondrijo, y, cuando Gloria estuvo plenamente a
la vista y no pudo dudar de haber sido descubierta, tendió un brazo hacia
ella, y se golpeó con el otro la pierna, produciendo un ruido metálico. Gloria
salió, contrariada.
—¡Has mirado! —exclamó con neta deslealtad—.
Además, estoy cansada de jugar al escondite. Quiero que me lleves a paseo.
Pero Robbie estaba ofendido de la injusta
acusación, y, sentándose cautelosamente, movió la cabeza contrariado de un
lado a otro.
Gloria cambió de tono, adaptando una gentil
actitud de halago.
—Vamos, Robbie, no lo he dicho en serio, que
mirases. Llévame a paseo.
Pero Robbie no era tan fácil de conquistar.
Miró fijamente al cielo y siguió moviendo negativamente la cabeza, obstinado.
—¡Por favor, Robbie, llévame a paseo! —Rodeó
su cuello con sus rosáceos brazos y estrechó su presa. Después cambiando
repentinamente de humor, se apartó de él—. Si no me das un paseo, voy a llorar.
—Y su rostro hizo una mueca, dispuesta a cumplir su amenaza.
El endurecido Robbie no hizo caso de la
terrible posibilidad, y siguió moviendo la cabeza por tercera vez. Gloria
consideró necesario jugar su última carta.
—Si no me llevas —exclamó amenazadora—, no te
contaré más historias. ¡Ni una más!
Ante este ultimátum, Robbie se rindió sin
condiciones y movió afirmativamente la cabeza, haciendo resonar su cuello de
metal. Levantó cuidadosamente a la chiquilla y la sentó en sus anchos hombros.
Las amenazadoras lágrimas de Gloria se secaron en el acto y
se echó a reír con deleite. La piel metálica de Robbie, mantenida a una
temperatura constante gracias a las resistencias interiores, era suave y
agradable, y el ruido metálico que ella producía al golpear el cuerpo con sus
tacones daba mayor encanto a la situación.
—Eres un caza aéreo, Robbie, eres un gran caza
aéreo de plata. Tiende los brazos. ¡Tienes que tenderlos, Robbie, si quieres
ser un caza aéreo!
Ante aquella lógica irrefutable los brazos de
Robbie se convirtieron en alas, que recogían las corrientes de aire, y fue un
caza aéreo.
Gloria se agarraba a la cabeza del robot,
inclinándose hacia la derecha. Entonces dotó a la nave de un motor que hacía
«Brrrr», y de armas que producían sonidos onomatopéyicos de disparos. Daba caza
a los piratas y las baterías de la nave entraban en acción.
—¡Hemos matado a otro! ¡Dos más!... —gritaba—.
¡Más aprisa, hombre! ¡Nos quedamos sin municiones!
Apuntaba por encima de su hombro con indomable
valor, y Robbie era una achatada nave del espacio que zumbaba a través de la
bóveda celeste con la máxima aceleración.
Cruzó corriendo el campo hacia la alta hierba,
y se detuvo con una rapidez que arrancó un grito a su sonrojada amazona y la
dejó caer suavemente sobre la blanda alfombra verde. Gloria se reía y jadeaba,
lanzando intermitentes exclamaciones.
—¡Oh, qué bueno!...
Robbie esperó a que recobrase la respiración y
entonces le tiró suavemente de un mechón de pelo.
—¿Quieres algo? —dijo Gloria con una expresión
de inocencia en los ojos, que no consiguió engañar ni por un instante a su
voluminosa «niñera». Robbie le tiró del pelo con más fuerza.
—¡Ah, ya sé!... Quieres una historia.
Robbie asintió rápidamente.
—¿Cuál?
Robbie describió un semicírculo en el aire con
un dedo.
—¿Otra
vez? —protestó la chiquilla—. Te he explicado La Cenicienta un millón de veces. ¿No estás cansado de ella? ¡Es
para niños! Bien, bien —añadió, viendo a Robbie describir otro semicírculo.
Gloria reflexionó, evocó en su memoria el
recuerdo del cuento (con sus modificaciones propias, que eran varias) y empezó:
—¿Estás a punto? Bien, pues había una vez una
bella muchacha que se llamaba Ella. Y tenía una cruel madrastra y dos
hermanastras muy feas y muy malas y...
Gloria había llegado al momento crítico del
cuento: «Daba medianoche en el reloj y sus andrajos se convertían...»; y
Robbie escuchaba atentamente, con los ojos ardientes, cuando vino la
interrupción.
—¡Gloria!
Era la voz aguda de una mujer que había
llamado no una, sino varias veces; y tenía el tono nervioso de aquel a quien la
ansiedad convierte en impaciencia.
—Mamá me llama —dijo Gloria, contrariada—.
Será mejor que me lleves a casa, Robbie.
Robbie obedeció apresuradamente, porque sabía
que más valía cumplir las órdenes de la señora Weston sin la menor vacilación.
El padre de Gloria estaba raramente en casa durante el día, a excepción de los
domingos —hoy, por ejemplo—, y cuando esto ocurría, se mostraba el hombre más
afable y comprensivo. La madre de Gloria, en cambio, era una fuente de
sinsabores para Robbie, que sentía siempre el deseo de alejar de su presencia.
La señora Weston los vio en el momento en que aparecían por encima de los
altos tallos de la vegetación, y volvió a entrar en la casa a esperarlos.
—Te he llamado hasta quedarme ronca, Gloria
—dijo severamente—. ¿Dónde estabas?
—Estaba con Robbie —balbuceó Gloria—. Le estaba
contando La Cenicienta y he olvidado
que era hora de comer.
—Pues es una lástima que Robbie lo haya
olvidado también. —Y como si de repente recordase la presencia del robot, se
volvió rápidamente hacia él—. Puedes marcharte, Robbie. No te necesita ya. Y
no vuelvas hasta que te llame —añadió secamente.
Robbie dio la vuelta para marcharse, pero se
detuvo al oír a Gloria salir en su defensa.
—¡Espera, mamá! Tienes que dejar que se quede:
No he acabado de contarle La Cenicienta.
Le he prometido contarle La Cenicienta,
y no he terminado.
—¡Gloria!
—De verdad, mamá. Se estará tan quieto que no te darás
siquiera cuenta que está aquí. Puede sentarse en la silla del rincón, y no dirá
ni una palabra...; bueno, no hará nada, quiero decir. ¿Verdad, Robbie?
Robbie, así interpelado, movió de arriba abajo
su pesada cabeza.
—Gloria, si no dejas esto inmediatamente, no
verás a Robbie en una semana.
La chiquilla bajó los ojos.
—Bueno..., pero La Cenicienta es su cuento favorito y no lo había terminado... ¡Y
le gusta tanto!
El robot salió de la habitación con paso
vacilante y Gloria ahogó un sollozo.
George Weston se encontraba a gusto... Tenía
la inveterada costumbre de pasar las tardes de los domingos a gusto. Una buena
digestión de la sabrosa comida; una vieja y suave chaise longue para tumbarse; un número del Times; las zapatillas en los pies, el torso sin camisa... ¿Cómo
podía uno no encontrarse a gusto?
No experimentó ningún placer, por lo tanto,
cuando vio entrar a su esposa. Después de diez años de matrimonio era todavía
lo suficientemente estúpido para seguir enamorado de ella, y tenía siempre
mucho gusto en verla; pero las tardes de los domingos eran sagradas y su
concepto de la verdadera comodidad era poder pasar tres o cuatro horas solo.
Por consiguiente, concentró su atención en las últimas noticias de la expedición
Lefebre-Yoshida a Marte (tenía que salir de la Base Luna y podía incluso tener
éxito) y fingió no verla.
La señora Weston esperó pacientemente dos
minutos, después, impaciente, dos más, y finalmente rompió el silencio.
—George...
—¿Ejem?
—¡He dicho George! ¿Quieres dejar este
periódico y mirarme?
El periódico cayó al suelo, crujiendo, y
George volvió el rostro contrariado hacia su mujer.
—¿Qué ocurre, querida?
—Ya sabes lo que ocurre. Es Gloria y esa
terrible máquina.
—¿Qué terrible máquina?
—No finjas no saber de lo que hablo. El robot,
al cual Gloria llama Robbie. No se aparta de ella ni un instante.
—¿Y por qué quieres que se aparte? Es su
deber... Y en todo caso, no es ninguna terrible máquina. Es el mejor robot que
se puede comprar con dinero y estoy seguro que me hace economizar medio año de
renta. Es más inteligente que muchos de mis empleados.
Hizo ademán de volver a tomar el periódico,
pero su mujer fue más rápida que él y se lo arrebató.
—Vas a escucharme, George. No quiero ver a mi
hija confiada a una máquina, por inteligente que sea. No tiene alma y nadie
sabe lo que es capaz de pensar. Una chiquilla no está hecha para ser cuidada
por una cosa de metal.
—¿Y cuándo has tomado esta decisión? —preguntó
el señor Weston frunciendo el ceño—. Ya lleva con Gloria dos años y no he visto
que te preocupases hasta ahora.
—Al principio era diferente. Era una novedad,
me quitó un peso de encima y era una cosa elegante. Pero ahora, no lo sé... Los
vecinos...
—¿Y qué tienen que ver los vecinos con esto?
Mira, un robot es muchísimo más digno de confianza que una nodriza humana.
Robbie fue construido en realidad con un solo propósito: ser el compañero de un
chiquillo. Su «mentalidad» entera ha sido creada con este propósito. Tiene
forzosamente que querer y ser fiel a esta criatura. Es una máquina, hecha así. Es más de lo que puede
decirse de los humanos.
—Pero pueble ocurrir algo. Puede..., puede —La
señora Weston tenía unas ideas muy vagas del contenido interior de un robot—,
no sé, si algo de dentro se estropease y...
No podía decidirse a completar su claro y
espantoso pensamiento.
—Tonterías... —negó Weston con un involuntario
estremecimiento nervioso—. Es completamente ridículo. Cuando compré a Robbie
tuvimos una larga discusión acerca de la Primera Regla Robótica. Ya sabes que
un robot no puede dañar a un ser humano; que mucho antes que algo pudiese
alterar esta Primera Regla, el robot quedaría completamente inutilizado. Es una
imposibilidad matemática. Además, dos veces al año viene un ingeniero de la U.
S. Robots a hacer una revisión completa del mecanismo. Hay menos probabilidades
de algo que se estropee en Robbie, a que uno de nosotros se vuelva
repentinamente loco; considerablemente menos. Además, ¿cómo se lo vas a quitar
a Gloria?
Hizo una nueva e infructuosa tentativa de
tomar el periódico y su mujer lo arrojó con rabia a la habitación contigua.
—Ahí está la cosa, George. No quiere jugar con
nadie más. Hay por aquí docenas de niños y niñas con quienes podría trabar
amistad, pero no quiere. No quiere ni acercarse a ellos, a menos que yo la
obligue. Es imposible que se críe así. Querrás que sea una niña normal,
¿verdad? Querrás que sea capaz de ocupar su sitio en la sociedad..., supongo.
—Estás luchando contra las sombras, Grace.
Imagínate que Robbie es un perro. He visto centenares de chiquillos que
querían más a su perro que a su padre.
—Un perro es diferente, George. Tenemos que librarnos
de este terrible instrumento. Puedes volverlo a vender a la compañía. Lo he
preguntado y es posible.
—¿Que lo has preguntado...? Mira, Grace, escucha, no nos apartemos de la
cuestión. Vamos a conservar el robot hasta que Gloria sea mayor, y no se hable
más de este enojoso asunto.
Y con estas palabras, salió de la habitación
dando un bufido.
Dos días después, la señora Weston encontró a
su marido en la puerta.
—Tienes que escuchar una cosa, George. Hay
mala voluntad por el pueblo.
—¿Acerca de qué? —preguntó el señor Weston
entrando en el cuarto de baño y ahogando la posible respuesta con el ruido del
agua.
La señora Weston esperó a que cesara. Después
dijo:
—Acerca de Robbie.
Weston avanzó un paso con la toalla en la
mano, el rostro colorado y colérico.
—¿Qué diablos estás diciendo?
—La cosa se ha ido formando y formando... He
tratado de cerrar los ojos y no verlo, pero no puedo más. Todo el pueblo
considera a Robbie peligroso. No dejan acercarse aquí a los chiquillos.
—Nosotros le confiamos nuestra hija.
—La gente no razona, ante estas cosas.
—¡Pues que se vayan al diablo!
—Decir esto no resuelve el problema. Yo tengo
que comprar allí. Tengo que ver a los vecinos cada día. Y estos días es peor
cuando se habla de robots. Nueva York acaba de dictar la orden prohibiendo que
los robots salgan a la calle entre la puesta y la salida del sol.
—Muy bien, pero no pueden impedirnos tener un
robot en nuestra casa, Grace. Esto es una de tus campañas. La conozco. Pero la
respuesta es la misma. ¡No! ¡Seguiremos teniendo a Robbie!
Y no obstante, quería a su mujer; y, lo que
era peor aún, su mujer lo sabía. George Weston, al fin y al cabo, no era más
que un hombre, ¡el pobre!, y su mujer echaba mano de todos los artilugios que
el sexo más torpe y escrupuloso ha aprendido, con razón e inútilmente, a
temer.
Diez veces durante la semana que siguió, tuvo
ocasión de gritar: «¡Robbie se queda..., y se acabó!»; y cada vez lo decía con
menos fuerza, y acompañado de un gruñido más plañidero.
Llegó finalmente el día en que Weston se
acercó tímidamente a su hija y le propuso una sesión de visivoz en el pueblo.
—¿Puede venir Robbie?
—No, querida —dijo él estremeciéndose al
sonido de su voz—, no admiten robots en el visivoz, pero podrás contárselo
todo cuando volvamos a casa. —Dijo las últimas palabras balbuceando y miró a lo
lejos.
Gloria regresó del pueblo hirviendo de
entusiasmo, porque el visivoz era realmente un espectáculo magnífico. Esperó a
que su padre metiese el coche a reacción en el garaje subterráneo y dijo:
—Espera que se lo cuente a Robbie, papá. Le hubiera
gustado mucho. Especialmente cuando Francis Fran retrocedía tan sigilosamente y
tropezó con uno de los Hombres-Leopardo y tuvo que huir. —Se rió de nuevo—.
Papá, ¿hay verdaderamente hombres-leopardo en la Luna?
—Probablemente, no —dijo Weston distraído—. Es
sólo fantasía.
No podía entretenerse ya mucho con el coche.
Tenía que afrontar la situación. Gloria echó a correr por el césped.
—¡Robbie! ¡Robbie!
De repente se detuvo al ver un magnífico perro de pastor
que la miraba con ojos dulces, moviendo la cola.
—¡Oh, qué perro más bonito! —dijo Gloria
subiendo los escalones del porche y acariciándolo cautelosamente—. ¿Es para
mí, papá?
—Sí, es para ti, Gloria —dijo su madre, que
acababa de aparecer junto a ellos—. Es muy bonito, y muy bueno... Le gustan
las niñas.
—¿Y sabe jugar?
—¡Claro! Sabe hacer muchos trucos. ¿Quieres
ver algunos?
—En seguida. Quiero que lo vea Robbie también.
¡Robbie!... —Se detuvo, vacilante, y
frunció el ceño—. Apostaría a que se ha encerrado en su cuarto, enojado conmigo
porque no le he llevado al visivoz. Tendrás que explicárselo, papá. A mí quizá
no me creería, pero si se lo dices tú sabrá que es verdad.
Weston se mordió los labios. Miró a su mujer,
pero ella apartaba la vista.
Gloria dio rápidamente la vuelta y bajó los
escalones del sótano al tiempo que gritaba:
—¡Robbie..., ven a ver lo que me han traído
papá y mamá! ¡Me han comprado un perro, Robbie!
Al cabo de un instante, había regresado
asustada.
—Mamá, Robbie no está en su habitación. ¿Dónde
está? —No hubo respuesta; George Weston tosió y se sintió repentinamente
interesado por una nube que iba avanzando perezosamente por el cielo. La voz de
Gloria estaba preñada de lágrimas—. ¿Dónde está Robbie, mamá?
La señora Weston se sentó y atrajo suavemente
a su hija hacia ella.
—No te preocupes, Gloria. Robbie se ha
marchado, me parece.
—¿Marchado?... ¿Adónde? ¿Adónde se ha marchado,
mamá?
—Nadie lo sabe, hijita. Se ha marchado. Lo
hemos buscado y buscado por todas partes, pero no lo encontramos.
—¿Quieres decir que no va a volver nunca más?
—Sus ojos se redondeaban por el horror.
—Quizá lo encontraremos pronto. Seguiremos buscándolo.
Y entretanto puedes jugar con el perrito. ¡Míralo! Se llama «Relámpago» y
sabe...
Pero Gloria tenía los párpados bañados en
lágrimas.
—¡No quiero el perro feo! ¡Quiero a Robbie!
¡Quiero que me encuentres a Robbie!
Su desconsuelo era demasiado hondo para
expresarlo con palabras, y prorrumpió en un ruidoso llanto.
La señora Weston pidió auxilio a su marido con
la mirada, pero él seguía balanceando rítmicamente los pies y no apartaba su
ardiente mirada del cielo, de manera que tuvo que inclinarse para consolar a su
bija.
—¿Por qué lloras, Gloria? Robbie no era más
que una máquina, una máquina fea... No tenía vida.
—¡No era una máquina! —gritó Gloria con
fuego—. Era una persona como tú y como yo y además era mi amigo. ¡Quiero que
vuelva! ¡Oh, mamá, quiero que vuelva...!
La madre gimió, sintiéndose vencida, y dejó a
Gloria con su dolor.
—Déjala que llore a su gusto —le dijo a su
marido—; el dolor de los chiquillos no es nunca duradero. Dentro de unos días
habrá olvidado que aquel espantoso robot haya existido.
Pero el tiempo demostró que la señora Weston
había sido demasiado optimista. Desde luego, Gloria dejó de llorar, pero dejó
de sonreír y cada día se mostraba más triste y silenciosa. Gradualmente, su
actitud de pasiva infelicidad fue minando a la señora Weston y lo único que la
retenía de ceder, era su incapacidad de confesar la derrota a su marido.
Hasta que una noche, entró en la sala, se sentó
y se cruzó de brazos, desalentada. Su marido estiró el cuello para verla por
encima del periódico.
—¿Qué te pasa, Grace?
—Es esta chiquilla, George. He tenido que
devolver el perro hoy. Gloria me dijo que no podía soportar verlo. Hará que
tenga un ataque de nervios.
Weston dejó el periódico a un lado y un
destello de esperanza apareció en sus ojos.
—Quizá..., quizá tendríamos que volver a pedir
a Robbie. Es posible, sabes... Puedo hablar con...
—¡No! —respondió ella secamente—. No quiero oír hablar de
él. No vamos a ceder tan fácilmente. Mi hija no tiene que ser criada por un
robot, aunque necesite años para quitárselo de la cabeza.
Weston volvió a tomar el periódico con aire
decepcionado.
—Un año así y tendré el cabello prematuramente
gris.
—No eres de gran ayuda, George —fue la glacial
contestación—. Lo que Gloria necesita es un cambio de ambiente. Aquí no puede
olvidar a Robbie, desde luego, ¿cómo puede olvidarlo si cada árbol y cada roca
se lo recuerda? Es realmente la situación más tonta de la que he oído hablar.
¡Imagínate una criatura desfalleciendo por la pérdida de un robot!
—Bien, vamos al grano. ¿Cuál es el cambio de
ambiente que planeas?
—Vamos a llevarla a Nueva York.
—¡En agosto! Oye, ¿sabes lo que representa
Nueva York en agosto? ¡Es insoportable!
—Hay millones que lo soportan.
—No tienen un sitio como éste donde estar. Si
no tuviesen que quedarse en Nueva York, no se quedarían.
—Pues nosotros tendremos que quedarnos
también. Vamos a salir en seguida, en cuanto hayamos hecho los preparativos. En
Nueva York, Gloria encontrará suficientes distracciones y suficientes amigos
para hacerle olvidar esta máquina.
—¡Oh, Dios mío!... —gruñó el infeliz marido—.
¡Aquellos pavimentos abrasadores!
—Tenemos que ir —fue la implacable respuesta—.
Gloria ha perdido dos kilos este mes y la salud de mi hijita es más importante
para mí que tu comodidad.
—Es una lástima que no hayas pensado en la
salud de tu hijita antes de privarla de su querido robot —murmuró él..., para
sí mismo.
Gloria dio inmediatamente síntomas de mejoría
en cuanto oyó hablar del inminente viaje a la ciudad. Hablaba poco de él, pero
cuando lo hacía era siempre con vivo entusiasmo. Comenzó de nuevo a sonreír y a
comer con su precedente apetito.
La señora Weston no cabía en sí de júbilo y no
perdía ocasión de demostrar su triunfo sobre su todavía escéptico marido.
—¿Lo ves, George? Ayuda a hacer el equipaje
como un angelito y charla como si no hubiese tenido un disgusto en su vida. Es
lo que te dije, lo que necesitaba era fijar su interés en otra cosa.
—¡Ejem!... —respondió el marido, escéptico—.
Esperemos que así sea.
Los preliminares se hicieron rápidamente. Se
tomaron las disposiciones para el alojamiento en la ciudad y un matrimonio
quedó encargado del cuidado de la casa de campo. Cuando finalmente llegó el día
de la marcha, Gloria había vuelto a ser la misma de antes y ni la menor alusión
de Robbie pasó por sus labios.
Con el mejor humor, la familia tomó un
taxigiro hasta el aeropuerto (Weston hubiera preferido ir en su autogiro, pero
era sólo un dos plazas y no había sitio para el equipaje) y entraron en el
avión que esperaba para salir.
—Ven, Gloria, te he reservado un sitio al lado
de la ventana para que veas el paisaje.
Gloria ocupó el sitio indicado, aplastó su
nariz contra el grueso vidrio y miró con un interés que aumentó al comenzar a
rugir los motores. Era demasiado pequeña para asustarse cuando la tierra
empezó a alejarse a sus pies y sintió aumentar el doble de su peso. Sólo cuando
la tierra hubo cambiado de aspecto y se convirtió en una vasta manta de cuadros
de colores, apartó la nariz del vidrio y se volvió hacia su madre.
—¿Llegaremos pronto a la ciudad, mamá? —preguntó
rascándose la nariz helada y observando cómo se desvanecía la mancha opaca que
su aliento había dejado en la ventana.
—Dentro de media hora, hija mía. ¿No estás contenta
porque vayamos? —añadió con sólo un leve tono de ansiedad en la voz—. ¿No vas a
ser muy feliz en la ciudad, con los edificios y la gente y tantas cosas que
ver? Iremos al visivoz cada día, y al teatro, y al circo y a la playa, y...
—Sí, mamá —fue la respuesta sin entusiasmo de la chiquilla.
La nave pasaba en aquel momento sobre un mar de nubes y Gloria quedó en el acto
absorbida en la contemplación de aquella masa que tenía a sus pies. Después
volvieron a encontrarse en medio de un cielo azul y se volvió hacia su madre
con un súbito aire misterioso de secreto.
—Ya sé por qué vamos a la ciudad, mamá.
—¿Sí, hija mía? —dijo la señora Weston
intrigada—. ¿Y por qué?
—No me lo has dicho porque querías darme una
sorpresa, pero lo sé. —Quedó un momento sumida en la admiración de su aguda
perspicacia y después se echó a reír alegremente—. Vamos a Nueva York porque
allí podremos encontrar a Robbie, ¿no es verdad? Con detectives.
La suposición pilló a George Weston en el
momento de beber un vaso de agua, con desastrosos resultados. Hubo una especie
de ronquido, un géiser de agua y una tos de alguien que se ahoga. Cuando todo
hubo terminado, ofreció el aspecto de una persona profundamente contrariada,
tenía el rostro colorado y estaba mojado de pies a cabeza.
La señora Weston mantuvo su compostura, pero
cuando Gloria hubo repetido su pregunta con el ansia redoblada en la voz, su
mal humor triunfó.
—Quizá —repitió secamente—. Y ahora siéntate y
estate quieta, por el amor de Dios.
Nueva York, en 1998, era para el visitante un
paraíso superior a lo que había sido siempre. Los padres de Gloria se dieron
cuenta de ello y sacaron el mejor partido posible.
Por orden estricta de su mujer, Weston había tomado
las disposiciones necesarias para que sus negocios marchasen solos por algún
tiempo, a fin de estar libre y poder dedicar el tiempo a lo que él llamaba
«salvar a Gloria del borde del abismo». Como era costumbre en Weston, lo hizo
de aquella forma precisa, minuciosa y eficiente que era propia de él. Antes que
hubiese transcurrido un mes, nada de lo que podía hacerse había dejado de ser
hecho.
Gloria fue llevada al último piso del edificio
Roosevelt, que medía casi un kilómetro de altura, y desde donde se gozaba del
abigarrado panorama de los edificios que se extendían hasta los campos de Long
Island y las tierras llanas de Nueva Jersey. Visitaron los jardines
zoológicos, donde Gloria contempló con emocionado temor un «verdadero león
vivo» (con la consiguiente decepción de ver que los guardianes lo alimentaban
con trozos de carne cruda y no con seres humanos, como ella esperaba), y pidió
con insistencia y de manera perentoria ver «la ballena».
Los diversos museos contribuyeron también a
llamar su atención, así como parques, playas y el acuario.
Llevaron a Gloria hasta medio curso del Hudson
en un barco especialmente decorado, que evocaba el arcaísmo de los años veinte.
Viajó por la estratosfera en una salida de exhibición y vio el cielo ponerse de
color púrpura, las estrellas destacar en el firmamento y la Tierra nebulosa
tomar bajo ellos el aspecto de una gran taza cóncava. Una nave submarina de
paredes transparentes le hizo visitar las aguas de Long Island y vio aquel
mundo verde y tembloroso, y los monstruos marinos acercarse a ella y huir
después atemorizados.
En un terreno más prosaico, la señora Weston
la llevó a los grandes almacenes, donde pudo soñar de nuevo a su antojo.
En resumen, cuando el mes hubo casi
transcurrido, los Weston estaban convencidos de haber hecho cuanto era
humanamente posible para quitarle de la cabeza al desaparecido Robbie, pero no
estaban muy seguros de haberlo conseguido.
El hecho cierto era que dondequiera que
llevasen a Gloria, desplegaba el más vivo interés por todos los robots que se
le ponían delante. Por muy interesante que fuese el espectáculo a que asistía,
por nuevo que fuese a sus ojos infantiles, su mirada se fijaba implacablemente
en cualquier parte donde viese un movimiento metálico.
La situación alcanzó su apogeo con el episodio
del Museo de Ciencia y de Industria. El Museo había anunciado un «programa
infantil» especial donde tenían que hacerse demostraciones de magia científica
reducidas a la escala de la mentalidad infantil. Los Weston, desde luego, pusieron
el espectáculo en la lista de «indispensables».
Los Weston estaban completamente absorbidos
por los experimentos de un potente electroimán cuando la señora Weston se dio
súbitamente cuenta que Gloria no estaba con ellos. El pánico inicial se
convirtió en metódica decisión y con la ayuda de tres empleados se comenzó una
minuciosa búsqueda.
Gloria, por su parte, no era de esas chiquillas que rondan
al azar. Para su edad, era inusitadamente decidida, saturada de idiosincrasia
maternal, a este respecto. En el tercer piso había visto un gran cartel con una
flecha y la indicación «Al Robot Parlante», y después de haberlo deletreado
sola y observando que sus padres no parecían decididos a avanzar en aquella
dirección, hizo lo que consideró indicado. Esperando un momento de distracción
paterna, dio media vuelta y siguió la flecha.
El Robot Parlante era verdaderamente un tour de force; pero un artefacto
totalmente inútil, sin más valor que el publicitario. Cada hora, un grupo de
visitantes escoltados por un empleado se detenía delante del robot y hacía
preguntas al ingeniero encargado del robot, con discretos susurros. Las que el
ingeniero juzgaba aptas para ser contestadas por los circuitos del robot, le
eran transmitidas.
Era una tontería. Puede ser muy interesante
saber que el cuadrado de catorce es ciento noventa y seis, que la temperatura
en este momento es de 28° centígrados, que la presión del aire acusa 750 mm.
de mercurio, y que el peso atómico del sodio es 23, pero para esto, en
realidad, no se necesita un robot. No se necesita, en especial, una enorme masa
inmóvil de alambres y espirales que ocupa veinticinco metros cuadrados.
Pocos eran los que regresaban por una segunda
exhibición, pero una chiquilla de unos diez años estaba tranquilamente sentada
en un banco esperando la tercera. Era la única persona que había en la sala
cuando Gloria entró, pero no la miró. Para ella, en aquel momento otro ser
humano era un ejemplar completamente despreciable. Consagraba su atención a
aquel objeto lleno de ruedas dentadas. De momento, vaciló con cierto
desaliento. Aquello no se parecía a ninguno de los robots que ella había visto.
Cautelosamente, vacilando, levantó su débil voz.
—Por favor, señor Robot, perdone, ¿es usted el
Robot Parlante?
No estaba muy segura de ello, pero le parecía
que un robot que hablaba merecía toda clase de consideraciones.
(Por el delgado rostro de la muchacha de diez
años pasó una mirada de intensa concentración. Sacó una libreta de notas del
bolsillo y comenzó a escribir rápidamente.)
Se oyó un girar de mecanismos bien engrasados
y una voz metálica lanzó unas palabras que carecían de acento y entonación.
—Yo-soy-el-robot-parlante.
Gloria lo miró contrariada. Hablaba, pero el sonido venía de dentro.
No había rostro al cual hablar.
—¿Puede usted ayudarme, señor Robot? —dijo.
El Robot Parlante estaba construido para
contestar preguntas, pero sólo las preguntas que se podían hacer. Confiado en
su capacidad, sin embargo, respondió:
—Puedo-ayudarle.
—Gracias, señor Robot. ¿Ha visto usted a
Robbie?
—¿Quién-es-Robbie?
—Un robot, señor Robot, señor —se puso de
puntillas—. Es así de alto, pero más alto, y muy bueno. Tiene cabeza, sabe...
Bueno, usted no tiene, pero él sí.
—¿Un robot?... —preguntó el Robot Parlante un
poco perplejo.
—Sí, señor Robot. Un robot como usted, salvo
que, naturalmente, no sabe hablar y
que..., parece una persona de veras.
—¿Un-robot-como-yo?
—Sí, señor Robot.
A lo cual el robot parlante sólo contestó con
un ruido de engranajes y un sonido incoherente. Trató de ponerse lealmente a la
altura de su misión y se fundieron media docena de bobinas. Zumbaron algunas
señales de alarma.
(En aquel momento la muchacha de diez años se
marchó. Tenía bastante para su primer artículo sobre «Aspectos Prácticos del
Robotismo». Era el primero de los varios que tenía que escribir Susan Calvin
sobre este tema.)
Gloria permanecía de pie con mal disimulada impaciencia,
esperando la respuesta del robot, cuando oyó un grito detrás de ella.
—¡Allí está! —Y en el acto reconoció la voz de su madre—.
¿Qué estás haciendo aquí, mala muchacha? —exclamó, su ansiedad transformándose
en el acto en cólera—. ¿No sabes el miedo que has hecho pasar a papá y mamá?
¿Por qué te has escapado?
El ingeniero del robot había aparecido
también, mesándose los cabellos y preguntando quién diablos había estropeado
la máquina.
—¿Es que no saben ustedes leer? ¿No saben que
no tienen derecho a estar aquí sin ir acompañados?
Gloria levantó su ofendida voz.
—He venido sólo a ver el Robot Parlante, mamá.
Pensé que quizá sabría dónde estaba Robbie, puesto que los dos son robots. —Y
al aparecer en su mente el recuerdo de Robbie, estalló en una tempestad le
lágrimas—. ¡Tengo que encontrar a Robbie, mamá, tengo que encontrarlo!
—¡Ah, Dios mío, esto es más de lo que soy
capaz de soportar! —exclamó la señora Weston ahogando un grito—. ¡Volvamos a
casa, George!
Aquella tarde, George se ausentó durante
algunas horas y a la mañana siguiente se acercó a su mujer en una actitud
sospechosamente complaciente.
—He tenido una idea, Grace.
—¿Sobre qué? —preguntó ella con soberana indiferencia.
—Sobre Gloria.
—¿No vas a proponer devolverle el robot?
—No, desde luego que no.
—Entonces, sigue. No tengo inconveniente en
escucharte. Nada de lo que hemos hecho parece haber servido de nada.
—Muy bien. He aquí lo que he estado pensando.
El gran mal de Gloria es que piensa en Robbie como persona y no como máquina.
Naturalmente, no puede olvidarlo. Ahora bien, si conseguimos convencer a
Gloria del hecho que su Robbie no era más que un amasijo de acero y cobre en
forma de planchas y que el jugo de su vida no era más que hilos y electricidad,
¿cuánto tiempo duraría su anhelo? Es la forma psicológica de ataque, si
entiendes lo que quiero decir.
—¿Y cómo pretendes conseguirlo?
—Simplemente, ¿dónde imaginas que fui, anoche?
He persuadido a Robertson, de la «U. S. Robots & Mechanical Men Inc.», que
nos permita realizar mañana una visita completa de sus talleres. Iremos los
tres y una vez que hayamos terminado la visita, Gloria se habrá convencido que
un robot no es una cosa viva.
Los ojos de la señora Weston habían ido
agrandándose progresivamente, delatando una súbita y profunda admiración.
—¡Pero..., George..., esto es una excelente
idea!
Los botones de la chaqueta de George Weston
tiraron con fuerza.
—Es de las que tengo yo... —dijo.
El señor Struthers era un director general
concienzudo y naturalmente inclinado a ser un poco locuaz. Esta combinación
dio por resultado una visita que fue totalmente, quizá con exceso, explicada
en todas sus fases. Sin embargo, la señora Weston no se aburría. Al contrario,
más de una vez se detuvo e insistió en que explicase detalladamente algo en un
lenguaje suficientemente claro para que Gloria lo entendiese. Bajo la
influencia de esta apreciación de sus facultades narrativas, el señor Struthers
se sintió comunicativo y se extendió con mayor genialidad todavía, si es
posible.
Incluso George Weston demostraba una creciente
impaciencia.
—Perdóneme, Struthers —dijo, interrumpiendo
una coherencia sobre la célula fotoeléctrica—; ¿no tienen ustedes una sección
donde sólo se emplee mano de obra robot?
—¡Oh, sí; sí, desde luego! —dijo sonriendo a
la señora Weston—. Un círculo vicioso, en cierto modo; robots creando robots.
Desde luego, no hacemos una práctica general de ello. En primer lugar, porque
los sindicatos no nos lo permitirían. Pero conseguimos poder utilizar algunos
robots como mano de obra robot, únicamente como una especie de experimento
científico. Comprenda... —prosiguió golpeándose la palma de la mano con sus lentes
para dar peso a su argumentación—, lo que los sindicatos no comprenden (y lo
dice un hombre que ha simpatizado siempre con la obra sindical en general) es
que el advenimiento del robot, aun cuando aportando al empezar alguna
dislocación en el trabajo, tendrá inevitablemente que...
—Sí, Struthers —dijo Weston—, pero esta
sección de la que habla usted, ¿podemos verla? Debe ser muy interesante, estoy
seguro.
—¡Sí, sí, desde luego! —El señor Struthers se puso los
lentes con un movimiento convulsivo y soltó una tosecilla de desaliento—.
Síganme, por favor.
Mientras siguieron un largo corredor y bajaron
un tramo de escaleras, Struthers, precediendo a los demás, estuvo relativamente
tranquilo. Después, una vez que entraron en una vasta habitación intensamente
iluminada donde reinaba el zumbido de una mecánica actividad, se abrieron las
compuertas y desbordó el chorro de sus explicaciones.
—Aquí lo tiene usted —dijo con el orgullo
impreso en su voz—. ¡Sólo robots! Cinco hombres actúan como inspectores y no tienen
siquiera que estar en esta habitación. En cinco años, es decir, desde que
inauguramos este sistema, no ha ocurrido un solo accidente. Desde luego, los
robots aquí reunidos son relativamente sencillos, pero...
La voz del director general se había convertido
hacía tiempo ya en un murmullo tranquilizador a los oídos de Gloria. Toda
aquella visita le parecía aburrida e inútil, a pesar que hubiese muchos robots
a la vista. Ninguno de ellos era ni remotamente como Robbie, y los contemplaba
con manifiesto desdén.
Vio que en aquella habitación no había ser
viviente. Entonces sus ojos se fijaron en seis o siete robots que trabajaban
activamente en una mesa redonda en el centro de la sala, y se apartaron con
una sorpresa de incredulidad. La sala era espaciosa. Gloria no podía verlo
bien, pero uno de los robots parecía..., parecía..., ¡era!
—¡Robbie! —El grito rasgó el aire y uno de los robots se
estremeció y dejó caer la herramienta que manejaba. Gloria estaba como loca de
alegría. Introduciéndose por debajo de la barandilla antes que sus padres
pudiesen impedirlo, saltó al suelo, situado algunos palmos más abajo y corrió
hacia Robbie, con los brazos abiertos y el cabello flotando.
Y en aquel momento, las tres personas mayores
vieron horrorizadas, al tiempo que quedaban paralizadas de espanto, lo que la
chiquilla no vio: un enorme tractor que avanzaba a ciegas, siguiendo el camino
que tenía trazado.
Weston necesitó una fracción de segundo para
volver en sí, pero aquella fracción de segundo lo representó todo porque
Gloria ya no podía ser salvada, todo era claramente inútil. Struthers hizo una
rápida seña a los inspectores para que detuviesen el tractor, pero los
inspectores no eran más que seres humanos y necesitaron tiempo para actuar.
Sólo fue Robbie quien actuó rápidamente y con
precisión.
Devorando con sus piernas de metal el espacio
que lo separaba de su pequeña ama, se lanzó hacia ella viniendo de la dirección
opuesta. Todo ocurrió en un instante. Extendiendo el brazo, Robbie agarró a
Gloria sin moderar su marcha en lo más mínimo y dejándola, por consiguiente,
sin aire en los pulmones. Weston, sin comprender muy bien lo que ocurría,
sintió, más que vio, a Robbie pasar por su lado como un alud y detenerse en
seco. El tractor cortó el camino donde había estado Gloria, medio segundo
después que Robbie la hubo arrastrado tres metros, y se detuvo con un chirrido
metálico y prolongado.
Gloria recobró el aliento, fue sometida a una
serie de apasionados abrazos y caricias por parte de sus padres y se volvió
emocionada hacia Robbie. Para ella no había ocurrido nada, salvo que había
encontrado a su amigo.
Pero la expresión de la señora Weston había
pasado de la franca alegría a la de una sombría suspicacia. Se volvió hacia su
marido, y, pese a su descompuesto y alterado aspecto, consiguió adoptar una
actitud formidable.
—¿Tú..., has preparado esto, verdad...?
George Weston se secaba la abrasada frente con
un pañuelo. Su mano temblaba y sus labios sólo conseguían esbozar una sonrisa
sumamente tenue.
—Robbie no estaba construido para un trabajo
de ingeniería o construcción —prosiguió la señora Weston siguiendo sus ideas—.
No podía serles de ninguna utilidad. Lo has hecho colocar aquí a fin que
Gloria pudiese encontrarlo. Ya lo sabes...
—Pues, sí... —dijo Weston,—. Pero, ¿cómo iba a
saber yo que el encuentro tenía que ser tan violento? Y Robbie le ha salvado la
vida; esto tienes que reconocerlo, ¡No puedes volverlo a despedir!
Grace Weston reflexionó. Se volvió hacia Gloria y Robbie y
los contempló pensativa algún tiempo. Gloria había pasado sus brazos alrededor
del cuello del robot y hubiera asfixiado a cualquiera que no hubiese sido de
metal, mientras murmuraba palabras sin sentido con un frenesí casi histérico.
Los brazos de acero cromado de Robbie (capaces de convertir en un anillo una
barra de acero de cinco centímetros de diámetro) abrazaban cariñosamente a la
chiquilla y sus ojos brillaban con un rojo intenso y profundo.
—Bien —dijo Grace Weston, finalmente—. ¡Por mí
puede quedarse hasta que se oxide!
* * *
—Desde luego, no fue así —dijo Susan Calvin,
encogiéndose de hombros—. Esto ocurría en 1998. En 2002 habíamos inventado ya
el robot móvil-parlante que, naturalmente, dejaba a todos los modelos no
parlantes anticuados, y que parecía ser el último grito en lo tocante a
elementos no-robot. Entre 2003 y 2007, la mayoría de los gobiernos desterraron
el uso del robot para todo propósito que no fuese la investigación científica.
—¿Así que Gloría tuvo que abandonar a Robbie,
al final?
—Así lo temo. Imagino, sin embargo, que debió
serle más fácil a los quince años que a los ocho. No obstante, fue una actitud
estúpida e innecesaria por parte de la humanidad. U. S. Robots alcanzó
financieramente su nivel más bajo en 2007, por los tiempos en que yo ingresé.
Al principio, creí que mi empleo podía terminar súbitamente en cuestión de
algunos meses, pero entonces empezamos a desarrollar el mercado
extraterrestre.
—Y así siguió usted trabajando, desde luego.
—No del todo. Empezamos tratando de adaptar
los modelos que teníamos a mano. Los primeros modelos parlantes, por ejemplo.
Los enviamos a Mercurio para trabajar en las explotaciones mineras, pero
fracasaron.
—¿Fracasaron? —pregunté yo con sorpresa—.
¡Pero si las minas de Mercurio rinden muchos millones de dólares!
—Ahora, sí, pero fue una segunda tentativa la
que triunfó. Si quiere usted saber algo de esto, le aconsejo que se entere de
lo que le ocurrió a Gregory Powell. Él y Michael Donovan resolvieron los casos
más difíciles entre los años diez y veinte. Hace años que no sé nada de
Donovan, pero Powell vive aquí, en Nueva York. Hoy es abuelo, una cosa a la
cual es difícil acostumbrarse. Yo sólo puedo recordarlo como un muchacho.
Desde luego, yo era joven también.
Traté de seguirle tirando de la lengua.
—Si quiere usted darme los hechos escuetos,
doctora Calvin —dije—, puedo hacer que el señor Powell me los complete más
tarde. (Y esto fue exactamente lo que hice.)
Extendió sus finas manos sobre la mesa y
permaneció contemplándolas.
—Hay dos o tres casos sobre los que sé alguna
cosa... —dijo.
—Empecemos por Mercurio —propuse.
—Bien; me parece
que fue en 2051 cuando se organizó la segunda expedición a Mercurio. Era una
expedición exploratoria, financiada en parte por U. S. Robots y en parte por
Solar Minerals. Consistía en un nuevo tipo de robot, todavía experimental,
Gregory Powell; Michael Donovan...
Sentido
Giratorio
Uno de los principios favoritos de Gregory Powell era que
con la excitación no se gana nada; de manera que cuando Mike Donovan bajó las
escaleras saltando hacia él, con el cabello rojo empapado de sudor, Powell
frunció el ceño.
—¿Qué pasa? —dijo—. ¿Te has roto una uña?
—¡Ya!... —exclamó Donovan febril—. ¿Qué has
estado haciendo aquí abajo todo el día? —Hizo una profunda aspiración—: ¡Speedy
no ha regresado!
Los ojos de Powell se agrandaron
momentáneamente y se detuvo en la escalera; después reaccionó y siguió
subiendo. No pronunció una palabra hasta llegar al rellano de arriba y
entonces, dijo:
—¿Has mandado a buscar el selenio?
—Sí.
—¿Y cuánto tiempo lleva fuera?
—Cinco horas ya.
Silencio. Era una situación endiablada.
Llevaban exactamente doce horas en Mercurio y ya estaban metidos hasta las
cejas en muchas complicaciones. Hacía ya tiempo que Mercurio era el mundo
endiablado del sistema, pero aquello resultaba algo excesivo, incluso para un
diablo.
—Empieza por el principio y vamos a poner esto
en claro —dijo Powell.
Estaban en la sala de la radio, con el equipo
ya ligeramente anticuado, que nadie había tocado durante los diez años
anteriores a su llegada. Incluso diez años, tecnológicamente hablando, tienen
importancia. Comparemos a Speedy con el tipo de robots en boga por allá el año
2005. Pero el avance en robótica de aquellos días era tremendo. Powell,
contrariado, tocó una superficie metálica todavía reluciente. El aspecto de
abandono que reinaba en la estancia, e incluso en toda la estación, era
infinitamente deprimente. Donovan debió darse cuenta, porque empezó:
—He tratado de localizarlo por radio, pero ha
sido inútil. La radio es inoperante en la cara solar de Mercurio, a más de
tres kilómetros en todo caso. Éste es uno de los motivos por los cuales falló
la primera expedición. Y no podemos instalar el equipo de ultraonda antes de
algunas semanas...
—Deja todo esto. ¿Qué has conseguido?
—He localizado la señal de un cuerpo
inorgánico en la onda corta. No he conseguido más que la posición. He seguido
su rastro durante dos horas y he anotado los resultados en el mapa.
Llevaba en el bolsillo un cuadrado de
pergamino, reliquia de la infructuosa primera expedición, y lo arrojó sobre la
mesa con rabia, extendiéndolo con la palma de la mano. Powell, con las manos
sobre el pecho, lo observaba a distancia. El lápiz de Donovan señaló nerviosamente.
—La cruz roja es el pozo de selenio. Tú mismo
lo marcaste.
—¿Cuál de ellos? —interrumpió Powell—.
MacDougal localizó tres antes de marcharse.
—He mandado a Speedy al más próximo, naturalmente.
A veintiocho kilómetros de aquí. Pero, ¿qué diferencia hay? —añadió con la voz
tensa—. Aquí hay los puntos de lápiz que marcaban la posición de Speedy.
Por primera vez el estudiado aplomo de Powell
falló y tendió las manos hacia el mapa.
—¿Lo dices en serio? Esto es imposible.
—Pues así es —gruñó Donovan.
Los diminutos puntos de lápiz formaban un vago
círculo alrededor de la cruz roja del pozo de selenio. Y Powell se atusó el
bigote, infalible signo de ansiedad.
—Durante las dos horas que lo he seguido
—prosiguió Donovan— dio cuatro vueltas alrededor del pozo. Me parece que va a
seguir así siempre. ¿Te das cuenta de la situación en que nos encontramos?
Powell levantó un instante la vista pero no dijo nada. Sí,
se daba muy bien cuenta de la situación en que estaban. Aparecía tan clara como
un silogismo. La barrera de fotocélulas, único obstáculo que se interponía
entre el monstruoso sol de Mercurio y ellos, estaba destruida. Lo único que
podía salvarlos era el selenio. El único que podía conseguir el selenio era
Speedy. Si Speedy no regresaba, no había selenio. Si no había selenio, no había
barrera de fotocélulas. Si no había barrera de fotocélulas..., sería la
muerte, abrasados lentamente de la forma más desagradable posible.
Donovan se secó con rabia la roja melena y en
tono amargado dijo:
—Vamos a ser el hazmerreír de todo el sistema,
Greg. ¿Cómo puede haber ido todo tan mal, tan de repente? ¡El famoso equipo de
Powell y Donovan es enviado a Mercurio para informar sobre la conveniencia de
abrir de nuevo el yacimiento minero de la Fase Solar con técnica moderna y
robots y el primer día lo estropean todo! Un trabajo de simple rutina,
además... Jamás sobreviviremos a esto.
—Ni tendremos necesidad de sobrevivir, quizá
—respondió Powell tranquilamente—. Si no hacemos algo pronto, sobrevivir, o
incluso sólo vivir, no importará.
—¡No seas estúpido! Si te gusta bromear con
esto, a mí, no. Ha sido criminal enviarnos aquí con un solo robot. Y fue idea
genial tuya, creer que podíamos restablecer la barrera de fotocélulas solos.
—Ahora no eres leal. Fue una decisión mutua y
tú lo sabes muy bien. Lo único que necesitábamos era un kilogramo de selenio,
una Placa Inmovilizadora Dielectródica y unas tres horas de tiempo; la cara
solar está llena de pozos de selenio. El espectro-reflector de MacDougal
descubrió tres en cinco minutos. ¡Qué diablos! ¡No podíamos esperar la próxima
conjunción!
—Bien, ¿y qué vamos a hacer? Powell, tú tienes
una idea. Lo sé, si no la tuvieses no estarías tan tranquilo. No eres más héroe
que yo. ¡Vamos, suéltala ya!
—No podemos ir en busca de Speedy por la cara
del sol, Mike. Ni aun los nuevos insotrajes aguantan más de veinte minutos de
luz directa del sol. Pero ya conoces el viejo refrán, «Envía un robot a buscar
un robot». Mira, Mike, quizá las cosas no están tan mal. Abajo, en los
subniveles tenemos seis robots que podemos utilizar si funcionan. Si funcionan.
Un destello de esperanza apareció súbitamente
en los ojos de Donovan.
—¿Quieres decir los seis robots de la primera
expedición? ¿Estás seguro? Pueden ser máquinas subrobóticas. Diez años son
muchos años para los tipos de robots, ya lo sabes.
—No importa, son robots. He pasado el día
entre ellos y lo sé. Tienen cerebro positrónico; primitivo, desde luego. Vamos
abajo —dijo introduciéndose el mapa en el bolsillo.
Los seis robots estaban en el último
subnivel,, rodeados de cajas de embalaje de incierto contenido. Eran enormes,
muy grandes, y a pesar que estaban sentados en el suelo con las piernas
estiradas, sus cabezas se elevaban sus buenos dos metros en el aire.
—¡Fíjate en el tamaño! —silbó Donovan—. El torso
debe tener tres metros de circunferencia.
—Es porque están dotados del viejo mecanismo
McGuffy. He mirado su interior; es la cosa más complicada que has visto jamás.
—¿Los has cargado ya?
—No, no tenía ningún motivo para ello. No creo
que tengan nada descompuesto. Incluso el diagrama está en buen estado. Pueden
hablar.
Destornilló la placa del pecho del más cercano
e insertó en él la esfera de cinco centímetros de diámetro que contenía la
diminuta chispa de energía atómica que daba vida al robot. Era difícil fijarla,
pero lo consiguió, y volvió a atornillar laboriosamente la placa. Los controles
de radio de modelos más modernos no habían sido oídos hacía diez años. Después
repitió la operación con los otros cinco.
—No se mueven —dijo Donovan, inquieto.
—No les hemos dado orden para que lo hagan
—respondió Powell sucintamente. Volvió al primero de la fila y lo golpeó en el
pecho—. ¡Tú! ¿Me oyes?
La cabeza del monstruo se inclinó respetuosamente, como lo
hubiera hecho un siervo, y sus ojos se fijaron en Powell. Después, con una voz
dura, como un graznido, como la de un gramófono de la época medieval, articuló:
«Sí, señor».
Powell miró a Donovan sin expresión.
—¿Has oído? Son de los tiempos de los primeros
robots parlantes, cuando parecía que los robots iban a ser desterrados de la
Tierra. Los fabricantes luchaban e imbuyeron en ellos sanos instintos de
esclavitud.
—De poco les ha valido —murmuró Donovan.
—No, no les valió, pero lo intentaron. —Se
volvió de nuevo hacia el robot—. ¡Levántate!
El robot se incorporó lentamente y Donovan
levantó la cabeza con un leve silbido.
—¿Puedes salir a la superficie? ¿A la luz?
—preguntó Powell.
El lento cerebro del robot funcionó
pausadamente.
—Sí, señor —dijo por fin.
—Bien. ¿Sabes lo que es un kilómetro?
Otra reflexión y otra lenta respuesta.
—Sí, señor.
—Vamos a llevarte a la superficie y te
indicaremos una dirección. Avanzarás veintiocho kilómetros y por alguna parte
de aquella región encontrarás otro robot, más pequeño que tú. ¿Sigues
entendiendo?
—Sí, señor.
—Encontrarás este robot y le ordenarás que
regrese. Si no quiere regresar, tienes que traerlo a la fuerza.
Donovan agarró la manga de Powell.
—¿Por qué no enviarlo directamente a buscar el
selenio?
—Porque quiero que Speedy regrese, idiota.
Quiero averiguar qué le ocurre. Bien —añadió dirigiéndose al robot—, sígueme.
El robot permaneció inmóvil y su voz graznó:
—Perdón, señor, pero no puedo. Tienes que
montar primero. —Con un fuerte golpe, juntó sus manos entrelazando los dedos.
Powell lo miró y se acarició el bigote.
—¡Eh...! ¡Ah!
—¿Tenemos que montarlo? —dijo Donovan saltándole
los ojos—. ¿Como un caballo?
—Me parece que ésa es la intención. Pero no sé
por qué. No veo... ¡Ah, si! Ya te he dicho que en aquellos tiempos estaban
luchando con la seguridad de los robots. Evidentemente, quisieron dar la
sensación de seguridad no permitiéndoles moverse sin llevar un cornac en los hombros. ¿Qué hacemos
ahora?
—Eso es lo que estoy pensando —murmuró Donovan—.
No podemos salir a la superficie, ni con robot ni sin él. ¡Por el pellejo
de...! —Hizo chasquear los dedos—. Dame el mapa —dijo excitado—. No en balde
he pasado dos horas estudiándolo. ¡Hay una explotación minera! ¿Por qué no
utilizamos los túneles?
El yacimiento minero estaba marcado en el mapa
por un círculo negro y las delgadas líneas que salían de él, a la manera de una
telaraña, eran los túneles. Donovan estudió las explicaciones de lectura al pie
de la página.
—Mira —dijo—, los pequeños puntos negros son
aberturas que dan a la superficie y aquí hay uno que quizá no esté a más de cinco
kilómetros del pozo de selenio. Aquí hay un número..., ¡hubieran podido escribir
más grande!... 13-a. Si los robots saben el camino hasta aquí...
Powell hizo la pregunta y recibió un sordo
«Sí, señor».
—Ponte el insotraje —dijo, satisfecho.
Era la primera vez que se ponían los
insotrajes, lo cual requería más tiempo del que habían creído el día anterior a
su llegada, y sintieron incomodados los movimientos de sus miembros.
El insotraje era mucho más voluminoso y feo
que el traje espacial reglamentario; pero considerablemente más ligero porque
no entraba metal alguno en su composición. Compuestos de plástico resistente
al calor y planchas de corcho químicamente tratadas, y equipados con un
dispositivo desecador para mantener el aire seco, los insotrajes podían
resistir el ardor del sol de Mercurio durante veinte minutos. Y quizá de cinco
a diez más, sin causar la muerte del ocupante.
Y las manos del robot seguían formando estribo
sin demostrar el más leve indicio de sorpresa ante la grotesca figura en que
Powell se había convertido. La voz de Powell, enronquecida por la radio, gritó:
—¿Estás a punto de llevarnos a Salida 13-a?
—Sí, señor.
«Bien —pensó Powell—; pueden carecer de radio control,
pero, por lo menos, van equipados con radio receptor.»
—Monta en uno de los otros, Mike —le dijo a
Donovan.
Puso un pie en el improvisado estribo y montó.
Encontró el asiento cómodo; los hombros del robot habían sido evidentemente
moldeados con este fin; había una depresión en cada hombro, y dos «orejas»
salientes cuyo objeto parecía claro.
Powell se agarró a las «orejas» y sacudió la
cabeza del robot. Su montura se volvió pesadamente. «Guía, Macduff.» Pero
Powell no se sintió tranquilizado.
Los gigantescos robots avanzaron lentamente
con mecánica precisión y franquearon la puerta cuyo dintel apenas distaba un
palmo sobre su cabeza, de manera que los dos amigos tuvieron que encogerse
rápidamente; siguieron un corredor en el cual los lentos pasos resonaban
rítmicamente y finalmente entraron en la compuerta neumática.
El largo túnel sin aire que se extendía
delante de ellos hasta llegar a formar un solo punto, evocó a Powell la exacta
magnitud del esfuerzo realizado por la primera expedición, con sus
rudimentarios robots y sus elementales necesidades. Pudo ser un fracaso, pero
su fracaso fue bastante más útil que los éxitos usuales del Sistema Solar.
—Fíjate en que estos túneles están iluminados
y su temperatura es la normal de la Tierra. Probablemente ha sido así durante
los diez años que han permanecido desiertos.
—¿Cómo es eso?
—Energía barata; la más barata del Sistema.
Fuerza solar, ¿comprendes?, y en la Clara Solar de Mercurio, la fuerza solar es
algo. Por esto la estación fue
construida a la luz del sol en lugar de las sombras de la montaña. Es
realmente un enorme convertidor de energía. El calor es transformado en
electricidad, luz, fuerza mecánica y lo que quieras; de manera que la energía
es suministrada por un proceso simultáneo, pues sirve también para refrigerar
la estación.
—Mira —dijo Donovan—. Todo esto es muy instructivo,
pero, ¿te importaría cambiar de tema? Ocurre que esta conversión de la energía
de la que hablas es realizada principalmente por la barrera de fotocélulas, y
éste es para mí un doloroso tema en este momento.
Powell gruñó ligeramente y cuando Donovan
rompió el subsiguiente silencio fue para abordar un tema totalmente distinto.
—Escucha, Greg. ¿Qué diablos debe ocurrirle a
Speedy? No puedo comprenderlo.
No es cosa fácil encogerse de hombros dentro
de un insotraje, pero Powell lo intentó.
—No lo sé, Mike. Ya sabes que está
perfectamente adaptado a un ambiente mercuriano. El calor no significa nada
para él y está construido para poca gravedad y suelo accidentado. Está a prueba
de averías..., o por lo menos, debería estarlo.
—Señor —dijo el robot—. Ya estamos.
—¿Eh? —dijo Powell medio dormido—. Bien, salgamos;
vamos a la superficie.
Se encontraban en una pequeña subestación,
vacía, sin aire, en ruinas. Donovan había observado un agujero dentellado en
la parte alta de una de las paredes a la luz de su lámpara de bolsillo.
—¿Un meteorito, supones? —había preguntado.
—¡Al diablo! —respondió Powell—. No importa,
salgamos.
Un imponente acantilado de negra roca
basáltica ocultaba la luz del sol y la profunda noche oscura de un mundo sin aire
los envolvía. Delante de ellos, la sombra se extendía y terminaba como en un
filo de navaja de un insoportable resplandor de luz blanca que relucía con
millares de cristales sobre el suelo de roca.
—¡Espacio! —susurró Donovan—. ¡Esto parece
nieve! —Y era así.
Los ojos de Powell se fijaron en el dentellado
resplandor de Mercurio en el horizonte y parpadeó bajo su brillo cegador.
—Esta debe ser una zona extraordinaria —dijo—.
La composición general de Mercurio es baja y la mayoría del suelo es de piedra
pómez gris. Algo como la luna, ¿comprendes? ¿Bonito, no?
Agradecía los filtros de luz de su placa de
visión. Bello o no, mirar directamente el sol a través del cristal los hubiera
cegado en menos de un minuto.
Donovan miró el termómetro que llevaba en la muñeca.
—¡Sagrados humos, ochenta grados!... ¡Qué
temperatura!
—Un poco alta, ¿no crees? —dijo Powell después
de haber comprobado el suyo.
—¿En Mercurio? ¿Estás chiflado?
—Mercurio en realidad no carece de atmósfera
—explicó Powell como distraído, ajustando los binoculares a la placa de visión
con los dedos torpes a causa de su traje—. Hay una tenue exhalación que se pega
a la superficie, vapores de elementos más volátiles y compuestos de un peso
suficiente para ser retenidos por la gravedad de Mercurio: selenio, yodo,
mercurio, galio, potasio y óxidos volátiles. Los vapores se reúnen en las
sombras y se condensan, creando calor. Es una especie de alambique gigantesco.
Si empleas tu lámpara encontrarás probablemente que toda esta parte del acantilado
está cubierta de azufre en bruto o quizá rocío de mercurio.
—No importa. Nuestros trajes pueden soportar
unos vulgares ochenta grados indefinidamente.
Powell había ajustado ya su dispositivo
binocular, de manera que tenía los ojos salientes como un caracol.
—¿Ves algo? —preguntó Donovan observando intensamente.
Powell no contestó en el acto, y cuando lo
hizo fue con cierta ansiedad.
—En el horizonte hay un punto oscuro que
podría ser el pozo de selenio. Está donde debe estar. Pero no veo a Speedy.
Powell se echó adelante con un movimiento
instintivo para mejorar su visión, levantándose inestable sobre los hombros de
su robot. Con las piernas estiradas, forzando la vista, dijo:
—Creo..., creo..., que sí, definitivamente es
él. Viene por aquí.
Donovan miró hacia donde señalaba el dedo. No
llevaba binoculares, pero había un punto que se movía, destacándose en negro
sobre el cegador brillo del suelo cristalino.
—¡Lo veo! —gritó—. ¡Sigamos avanzando!
Powell había vuelto a sentarse sobre los
hombros del robot y su mano enguantada golpeó el gigantesco pecho.
—¡Adelante! —dijo.
—¡Vamos allá! —gritó Donovan golpeando con sus
talones como si llevara espuelas.
Los robots avanzaron con el golpeteo regular
de sus pies silenciosos en el vacío, porque la tela metálica de los trajes no
transmitía ningún sonido, sólo se percibía la rítmica vibración del mecanismo
interior.
—¡Más aprisa! —gritó Donovan; pero el ritmo no
cambió.
—Es inútil —respondió Powell, también
gritando—. Estos condenados aparatos no tienen más que una velocidad. ¿Crees
acaso que están equipados con flectores selectivos?
Habían atravesado ya las sombras y la luz caía
sobre ellos como una ducha líquida al rojo blanco. Donovan se encogió
involuntariamente.
—¡Caramba! ¿Es imaginación o siento calor?
—Ya sentirás más. No pierdas de vista a Speedy
—le respondió.
El robot SPD-13 estaba lo suficientemente cerca para ser
visto ya con todo detalle. Su gracioso y alargado cuerpo lanzaba cegadores
destellos mientras avanzaba con fácil velocidad por él abrupto suelo. Su nombre
era derivado de las iniciales, pero era apropiado, porque los modelos SPD se
contaban entre los robots más veloces producidos por la «U. S. Robots &
Mechanical Men Corp».
—¡Eh, Speedy! —gritó Donovan agitando la mano.
—¡Speedy! —chilló también Powell—. ¡Ven aquí!
La distancia entre los dos hombres y el
errante robot fue reduciéndose momentáneamente, más por los esfuerzos que por
el lento avance de las anticuadas monturas de Donovan y Powell.
Estaba lo suficientemente cerca para darse
cuenta que el paso de Speedy tenía una especie de balanceo peculiar y, en el
momento en que Powell agitaba de nuevo la mano y mandaba el máximo de energía a
su emisor de radio, preparándose a lanzar un nuevo grito, Speedy levantó la
cabeza y los vio.
Speedy se detuvo y permaneció un momento inmóvil,
balanceándose levemente como bajo el impulso de una ligera brisa.
—¡Muy bien, Speedy! ¡Ven aquí, muchacho!
A lo cual la voz de robot de Speedy resonó en
los auriculares de Powell por primera vez.
Pero lo que dijo fue incomprensible. Fueron
sólo unos sonidos inarticulados o quizá unas palabras incomprensibles. Girando
sobre sus talones, salió a toda velocidad en la dirección por donde había
venido, levantando en su furia fragmentos de polvo ardiente. Y sus últimas
palabras al huir fueron:
«Crece una florecilla cerca del viejo roble»,
seguidas de un curioso sonido metálico que pudo ser el robótico equivalente del
hipo.
—Oye, Greg... —dijo Donovan desfalleciendo—,
¿es que está borracho o qué?
—Si no me lo hubieses dicho, no me hubiera
dado cuenta —respondió Powell amargamente—. Volvamos al acantilado. Me estoy
asando.
Powell fue el primero en romper el angustioso
silencio.
—En primer lugar —dijo—, Speedy no está
borracho en el sentido humano de la palabra, porque es un robot y los robots no
se emborrachan. Sin embargo, le pasa algo que es el equivalente robótico de la
borrachera.
—Para mí está borracho, y me parece que se
figura que estamos jugando —insistió Donovan—. Y no hay tal. Es cuestión de
vida, o una muerte espantosa.
—Muy bien. No me apures. Un robot sólo es un
robot. Una vez que hayamos averiguado qué le pasa, podremos arreglarlo y
seguir adelante.
—Una vez...
—dijo Donovan tristemente.
—Speedy está perfectamente adaptado al ambiente de Mercurio
—prosiguió Powell sin hacerle caso—. Pero esta región es definitivamente
anormal —añadió con un amplio movimiento del brazo—. Ésta es la consecuencia.
Ahora bien, ¿de dónde vienen estos cristales? Pueden haber sido formados por un
líquido de enfriamiento muy lento; pero, ¿de dónde sacarás un líquido tan
caliente que pueda enfriarse bajo el sol de Mercurio?
—Acción volcánica —insinuó al instante
Donovan.
—De la boca de los inocentes... —murmuró
Powell con una extraña voz, antes de permanecer algunos minutos silencioso—.
Escucha, Mike —dijo finalmente—, ¿qué le dijiste a Speedy cuando lo mandaste en
busca del selenio?
Donovan quedó sorprendido, inmóvil.
—Pues..., no lo sé. Le dije sólo que fuese por
él.
—Sí, ya lo sé. Pero, ¿cómo? Trata de recordar
las palabras exactas.
—Le dije..., eh..., dije: «Speedy, necesitamos
selenio. Puedes encontrarlo en tal y tal sitio. Ve por él». Eso es todo. ¿Qué
más querías que le dijera?
—¿No indicaste ninguna urgencia en la orden,
verdad?
—¿Para qué? Era pura rutina.
—Bien, es tarde ya —dijo Powell con un
suspiro—, pero estamos en un buen atolladero. —Había desmontado de su robot y
estaba sentado de espaldas al acantilado. Donovan se reunió con él y se
tomaron del brazo. A distancia, la abrasadora luz del sol parecía querer jugar
al escondite con ellos y, a su lado, de los dos gigantescos robots sólo era
visible el rojo oscuro de sus ojos fotoeléctricos que los miraban, sin
pestañear, inmóviles e indiferentes.
¡Indiferentes! ¡Como todo lo de aquel
ponzoñoso Mercurio, tan grande en peligros como pequeño de talla!
La voz de Powell resonó tensa en el receptor
de radio de Donovan.
—Ahora veamos, empecemos por las tres Reglas
Fundamentales Robóticas, las tres reglas que han penetrado más profundamente
en el cerebro positrónico de los robots. —Sus enguantados dedos fueron
marcando los puntos en la oscuridad—. Tenemos: Primera. «Un robot no debe
dañar a un ser humano, ni, por su inacción, dejar que un ser humano, sufra
daño.»
—¡Exacto!
—Segunda —continuó Powell—. «Un robot debe
obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas
órdenes están en oposición con la Primera Ley.»
—¡Exacto!
—Y la tercera: «Un robot debe proteger su propia existencia
hasta donde esta protección no esté en conflicto con la Primera y Segunda Leyes.»
—Exacto. ¿Y ahora dónde estamos?
—Exactamente en la explicación. El conflicto
entre las diferentes leyes se presenta ante los diferentes potenciales
positrónicos del cerebro. Vamos a suponer que un robot se encuentra en peligro
y lo sabe. El potencial automático que establece la Tercera Ley le obliga a dar
la vuelta. Pero supongamos que tú le ordenas
correr este peligro. En este caso la Segunda Ley establece un
contrapotencial más alto que el anterior y el robot cumple la orden a riesgo de
su existencia.
—Bien, eso ya lo sabemos. ¿Qué hay de ello?
—Veamos el caso Speedy. Speedy es uno de los
últimos modelos, altamente especializado y del costo de un barco de guerra. No
es una cosa para ser destruida en forma apresurada.
—De manera que la Tercera Ley ha sido
reforzada como fue específicamente mencionado, dicho sea de paso, en los
folletos sobre los modelos SPD, de forma que su alergia al peligro sea
inusitadamente alta. Al mismo tiempo, cuando lo mandaste en busca del selenio
le diste la orden distraídamente y sin énfasis especial, de manera que el
potencial de la Segunda Ley era sumamente débil. Ahora bien, fíjate; no hago
más que establecer los hechos.
—Muy bien, sigue; me parece que ya lo tengo.
—¿Ves cómo es la cosa, no? Hay alguna especie
de peligro, centralizado en el pozo de selenio. Aumenta al aproximarse a él, y,
a una cierta distancia de él, el potencial de la Tercera Ley, inusitadamente
alto, compensa exactamente el potencial de la Segunda Ley, inusitadamente
bajo.
Donovan se puso de pie, excitado.
—Y crea el equilibrio, ya lo veo. La Tercera
Ley lo hace retroceder, y la Segunda Ley lo lleva adelante...
—Y así describe un círculo alrededor del pozo
de selenio, permaneciendo en el lugar donde los potenciales se equilibran. Y
como no hagamos algo permanecerá en este círculo para siempre jamás, girando
como un carrusel. Y esto —añadió más pensativo— es lo que lo embriaga. En un
equilibrio potencial la mitad de los senderos positrónicos de su cerebro están
fuera de sitio. No soy especialista en robots, pero me parece obvio.
Probablemente habrá perdido el control de aquellas precisas partes de su
mecanismo voluntario que pierde el ser humano ebrio.
—Pero, ¿cuál es el peligro? Si supiésemos de
qué huía...
—Tú lo has insinuado. Acción volcánica. En algún
sitio, encima del pozo de selenio, hay una emanación de gases de las entrañas
de Mercurio. Oxido de azufre, óxido de carbono..., y monóxido de carbono.
Muchos..., y a esta temperatura...
—El monóxido de carbono más hierro da el
hierro carbonilo.
—Y un robot —añadió Powell— es esencialmente
hierro. No hay nada como la deducción —añadió—. Hemos definido todo lo
referente al problema, menos la solución. No podemos conseguir el selenio
nosotros mismos. Sigue estando demasiado lejos. No podemos enviar estos
robots-caballos porque no pueden ir solos y no pueden llevarnos lo
suficientemente aprisa para no perecer abrasados. Y no podemos agarrar a
Speedy, por que el imbécil cree que estamos jugando.
—Si uno de nosotros fuese —dijo tímidamente Donovan—
y regresase asado siempre quedaría el otro.
—Sí —respondió Powell sarcásticamente—, sería
un tierno sacrificio, salvo que una persona no estaría en condiciones de dar
órdenes antes de llegar al pozo y no creo que los robots regresasen al
acantilado sin órdenes. Calcúlalo. Estamos a cuatro o cinco kilómetros del
pozo, digamos cuatro, el robot anda siete kilómetros por hora y nosotros
duraríamos veinte minutos en nuestros trajes. Y no es sólo el calor,
recuérdalo. La radiación solar, aquí, a partir del ultravioleta es veneno.
—¡Ejem!... —murmuró Donovan—. Nos faltarían diez minutos.
—Como si fuese una eternidad. Y otra cosa:
para que el potencial de la Tercera Ley haya detenido a Speedy donde lo ha
detenido, tiene que haber una cantidad apreciable de monóxido de carbono en la
atmósfera, de vapor metálico, y, por consiguiente, una acción corrosiva
apreciable. Lleva ya varias horas fuera; y, ¿cómo sabemos que una articulación
de la rodilla, por ejemplo, no se saldrá de su sitio, haciéndolo caer? No es
sólo cuestión de pensar; tenemos que pensar de
prisa.
¡Profundo, sombrío, tétrico silencio...!
Donovan lo rompió, temblándole la voz por el
esfuerzo hecho para ocultar su emoción:
—Puesto que no podemos incrementar el
potencial de la Segunda Ley dándole nuevas órdenes, ¿por qué no obrar en
sentido contrario? Si incrementamos el peligro, incrementamos el potencial de
la Tercera Ley y lo traemos atrás.
La placa de visión de Powell se había vuelto
hacia él con una pregunta muda.
—Verás —dijo la cautelosa explicación—, lo único
que tenemos que hacer para sacarlo de su cauce es aumentar la concentración de
monóxido de carbono por su vecindad. Bien, en la estación tenemos un
laboratorio analítico completo.
—Naturalmente —asintió Powell—. Es una
estación minera.
—Bien. Debe haber kilogramos de ácido oxálico
para las precipitaciones del calcio.
—¡Sagrado espacio! ¡Mike, eres un genio!
—Sí, sí... —reconoció Donovan modestamente—.
Se trata sólo de recordar que el ácido oxálico, al calentarse, se descompone en
bióxido de carbono, agua y el buen viejo monóxido de carbono. Química de primer
año, ya sabes...
Powell se había puesto de pie y llamó la
atención de uno de los monstruosos robots.
—Oye, ¿sabes tirar cosas?
—¿Señor...?
—Es igual. —Powell maldijo el torpe y lento
cerebro del robot. Recogió del suelo un trozo de roca del tamaño de un
ladrillo—. Toma esto —le dijo— y arrójalo al espacio más allá de la hendidura.
¿Lo ves?
—Está demasiado lejos, Greg —dijo Donovan, tocándole
el hombro—. Hay casi un kilómetro.
—Calla —respondió Powell—. Hay que contar con
la gravedad de Mercurio y que un brazo de acero lo lanza. ¡Fíjate, quieres...!
Los ojos del robot estaban midiendo la
distancia con una minuciosa precisión estereoscópica. Su brazo se ajustó solo
al peso del proyectil y se echó atrás. En la oscuridad, los movimientos del
robot eran invisibles, pero se oyó el ruido silbante producido por el
lanzamiento y segundos después la piedra apareció, destacándose en negro sobre
la luz del sol. No había resistencia del aire para frenarla, ni viento para
apartarla de su camino, y cuando cayó al suelo levantó trozos de cristal en el
preciso centro de la «mancha azul».
Powell lanzó un aullido de júbilo y exclamó:
—Vamos a buscar el ácido oxálico, Mike.
Mientras penetraban de nuevo en la arruinada subestación
que llevaba al túnel, Donovan dijo, con rabia:
—Speedy no se ha movido de este lado del pozo
de selenio desde que andamos detrás de él, ¿te has fijado?
—Sí.
—Me parece que quiere jugar. ¡Bien, entonces
jugaremos con él!
Pocas horas después estaban de regreso con
tres jarras de a litro de un producto químico blanco y las caras largas. La
barrera de fotocélulas se estaba deteriorando más rápidamente de lo que
hubiera podido preverse. Los dos robots avanzaron en silencio por la parte
soleada hacia Speedy, que estaba esperando. Al verlos, galopó nuevamente hacia
ellos.
—Aquí estamos otra vez... «¡Jeee!» He hecho la
lista del piano y el organista. Es como el que bebe menta y te lo escupe a la
cara.
—Nosotros vamos a escupirte algo a la cara
—murmuró Donovan—. Cojea, Greg.
—Ya me he fijado —respondió éste en voz baja—.
El monóxido lo atacará, si no nos damos prisa.
Avanzaban cautelosamente, casi deslizándose,
para evitar poner en movimiento el robot irracional. Powell estaba todavía
demasiado lejos para decirlo con seguridad, pero hubiera jurado que el
perturbado cerebro de Speedy se disponía a echar a correr.
—¡Vamos allá! —jadeó—. Cuenta hasta tres.
¡Uno!... ¡Dos!'
Dos brazos de acero se echaron atrás
simultáneamente y agarrando las dos jarras de cristal las lanzaron al aire
describiendo dos arcos paralelos. Brillaban como diamantes bajo el insostenible
sol. Y en el espacio de dos segundos se estrellaron en el suelo detrás de
Speedy, desprendiendo el ácido oxálico pulverizado.
Bajo el potente calor del sol de Mercurio, Powell sabía que
hervía como el agua de soda.
Speedy se volvió a mirarlos, después se apartó
lentamente y fue ganando velocidad. A los quince segundos corría directamente
hacia los dos seres humanos. Powell no entendió las palabras de Speedy, pero le
pareció entender que se referían a las profesiones de los herejes. Se volvió.
—¡Al acantilado, Mike! Ha salido ya del surco
y obedecerá las órdenes. Empieza a tener calor.
Se dirigieron hacia las sombras al lento paso
de sus monturas y sólo cuando habían entrado y sentido el agradable frescor que
reinaba a su alrededor, Donovan se volvió:
—¡Greg!
Powell miró y refrenó un grito. Speedy
avanzaba lentamente ahora..., muy lentamente..., y en dirección opuesta. Volvía atrás; volvía a su surco; e iba ganando
velocidad. A través de los binoculares parecía terriblemente cerca, pese a que
estaba terriblemente fuera de su alcance.
—¡A él! —gritó Donovan con furia, e hizo andar
a su robot, pero Powell lo llamó.
—No lo alcanzarás, Mike, es inútil. ¿Por qué
veré siempre las cosas cinco segundos después que todo haya terminado? Mike,
hemos perdido el tiempo.
—Necesitamos más ácido oxálico —dijo fríamente
Donovan—. La concentración no era bastante fuerte.
—Siete toneladas serían insuficientes y perderíamos
muchas horas preparándolas. ¿No ves lo que ocurre, Mike?
—No —respondió Donovan con franqueza.
—Estábamos estableciendo simplemente nuevos
equilibrios. Cuando creamos nuevo monóxido e incrementamos el potencial de la
Tercera Ley, retrocede hasta que está de nuevo en equilibrio y cuando el
monóxido desaparece, avanza y el equilibrio se restablece de nuevo.
La voz de Powell tenía un acento desalentado.
—Es el viejo círculo vicioso. Podemos empujar
la Tercera Ley y tirar de la Segunda Ley y no obtendremos nada; sólo
conseguimos cambiar su posición o equilibrio. Teníamos que salimos de las dos
leyes. —Acercó su robot al de Donovan hasta que estuvieron uno frente al otro,
vagas sombras en la oscuridad, y susurró—: ¡Mike!
»Es el final —añadió—. Me parece que lo mejor
es que regresemos a la estación, esperemos a que se derrumbe la barrera,
estrechémonos las manos, tomemos cianuro y acabemos como hombres.
Soltó una risa nerviosa.
—Mike —repitió Powell con calor—, teníamos que
haber alcanzado a Speedy.
—Lo sé.
—Mike... —dijo una vez más, pero entonces
Powell vaciló antes de continuar—: Siempre existe la Primera Ley. Pensé en
ella..., antes..., pero el caso es desesperado.
Donovan levantó la vista y su voz cobró vida.
—Estamos
desesperados...
—Bien. De acuerdo con la Primera Ley, un robot
no puede ver a un ser humano en peligro por culpa de su inacción. La Segunda y
la Tercera no pueden alzarse contra ella. ¡No pueden, Mike!
—Ni aun cuando el robot esté medio lo... Bien, esté
borracho. Ya lo sabes.
—Es el riesgo que hay que correr...
—¿Qué piensas hacer?
—Voy a salir y ver qué efecto produce la Ley
Primera. Si no rompe el equilibrio..., todo al diablo; lo mismo da ahora que
dentro de tres o cuatro días.
—Escucha, Greg. Hay también reglas humanas de
conducta que observar. No vas a salir así tranquilamente. Imaginemos que es
una lotería y dame a mí también una oportunidad.
—Muy bien. El primero que saque el cubo de
catorce, va. —Y casi inmediatamente añadió—: ¡Veintisiete, coma, cuarenta y
cuatro!
Donovan sintió que su robot se tambaleaba bajo
un súbito empujón del de Powell y lo vio salir al sol. Donovan abrió la boca
para gritar, pero volvió a cerrarla. Desde luego, el muy granuja había
calculado el cubo de catorce por anticipado. Muy digno de él.
El sol abrasaba más que nunca y Powell sentía
un dolor enloquecedor en la espalda. Su imaginación, probablemente, o quizá la
fuerte irradiación que comenzaba a atravesar incluso su insotraje.
Speedy lo estaba contemplando sin decir una palabra, ni
incoherente ni de bienvenida. ¡Gracias a Dios! Pero no se atrevía a acercarse
demasiado.
Estaba a unos trescientos metros de él cuando
Speedy empezó a retroceder, paso a paso, cautelosamente, y Powell se detuvo.
Saltó de los hombros del robot al suelo cristalino levantando algunos
fragmentos.
Prosiguió a pie resbalando a cada paso, y la
baja gravedad aumentaba sus dificultades. Las suelas de sus zapatos se pegaban
por efecto del calor. Dirigió una mirada atrás, hacia el negro acantilado, y
se dio cuenta que había ido demasiado lejos para retroceder, solo, o con la
ayuda del robot. Sin Speedy estaba perdido, y esta idea producía una gran
angustia en su pecho.
¡Bastante lejos! Se detuvo.
—¡Speedy! —llamó—. ¡Speedy!
El esbelto robot moderno vaciló, detuvo su
retroceso un instante y lo reanudó.
Powell trató de dar una nota, plañidera a su
voz y vio que el resultado era nimio.
—¡Speedy, tengo que regresar a la sombra o el
sol terminará conmigo! ¡Es cuestión de vida o muerte, Speedy, te necesito!
Speedy avanzó un paso adelante y se detuvo.
Habló, pero al oírlo Powell lanzó un gruñido, porque lo que dijo fue:
—Cuando estás echado despierto con un horrible
dolor de cabeza y el reposo te está prohibido...
Aquí calló, y Powell esperó algún tiempo antes
de murmurar:
—Iolanthe...
¡Se estaba asando! Vio un movimiento con el
rabillo del ojo y se volvió rápidamente; entonces quedó atónito, porque vio
que el monstruoso robot que le había servido de montura, avanzó hacia él,
aunque nadie lo montaba. Iba diciendo:
—Perdona, señor. No debo moverme sin llevar alguien
encima, pero estás en peligro.
¡Desde luego, el potencial de la Ley Primera
ante todo! Pero no quería aquella antigualla, quería a Speedy. Se apartó y con
el frenesí en la voz, ordenó:
—¡Te ordeno que te apartes! ¡Te ordeno que te detengas!
Fue inútil. Es imposible vencer el potencial
de la Regla Primera. El robot insistió, estúpidamente.
—Estás en peligro, señor.
Powell miró a su alrededor, desesperado. No
veía ya claro. Su cerebro ardía; la respiración abrasaba sus pulmones; bajo
sus pies parecía aceite hirviendo. De nuevo gritó:
—¡Speedy! ¡Me muero, maldito seas! ¿Dónde estás?
¡Te necesito!
Seguía retrocediendo en un ciego esfuerzo de
huir del gigantesco robot, cuando sintió unos dedos de acero en sus brazos y
una voz metálica y humilde, como excusándose, resonó en sus oídos.
—¡Por el Sagrado Humo, señor, qué estás
haciendo aquí! ¡Y qué hago yo...,
estoy tan confundido...!
—¡No importa!... —murmuró Powell débilmente—.
¡Llévame al acantilado..., pronto, pronto!
Sólo tuvo una última sensación de ser
levantado en el aire, de un rápido avance bajo un calor abrasador, y se
desvaneció.
Al despertar, vio a Donovan inclinado sobre
él.
—¿Cómo estás, Greg?
—Bien —respondió Powell—. ¿Dónde está Speedy?
—Aquí mismo. Lo he mandado a otro de los pozos
de selenio, con orden de conseguir selenio a toda costa, esta vez. Lo trajo en
cuarenta y dos minutos, tres segundos. Lo he controlado: No ha terminado
todavía de excusarse por su fuga. Teme acercarse a ti por miedo a lo que le
dirás.
—Tráemelo aquí —ordenó Powell—. No fue culpa
suya. —Tendió una mano y agarró la garra metálica de Speedy—. ¡D. K. Speedy!
—dijo. Y, dirigiéndose a Donovan, añadió—: ¿Sabes una cosa, Mike?
Estaba pensando...
—¿Qué?
—Pues... —Se frotó el rostro; el aire era tan
deliciosamente fresco—, ya sabes que cuando lo hayamos arreglado todo aquí y
Speedy haya sido sometido a su Campo de Pruebas, nos van a enviar a la próxima
Estación del Espacio...
—¡No!
—¡Sí! Por lo menos es lo que la vieja Calvin me dijo antes
que saliésemos y yo no conteste nada porque quería luchar contra esta idea.
—¡Luchar!... —gritó Donovan—. ¡Pero...!
—Lo sé. Ahora todo va bien. Doscientos setenta
y tres grados centígrados bajo cero. ¿No será un placer?
—Estación del Espacio... —dijo Donovan—. ¡Allá voy!
Razón
Medio año después, los dos amigos habían cambiado de manera
de pensar. La llamarada de un gigantesco sol había dado paso a la suave
oscuridad del espacio, pero las variaciones externas significan poco en la
labor de comprobar las actuaciones de los robots experimentales. Cualquiera que
sea el fondo de la cuestión, uno se encuentra frente a frente con un
inescrutable cerebro positrónico, que según los genios de la ciencia, tiene que
obrar de esta u otra forma.
Pero no es así. Powell y Donovan se dieron
cuenta de ello antes de llevar en la Estación dos semanas.
Gregory Powell espació sus palabras para dar
énfasis a la frase.
—Hace una semana Donovan y yo te pusimos en
condiciones... —Sus cejas se juntaron con un gesto de contrariedad y se
retorció la punta del bigote.
En la cámara de la Estación Solar 5 reinaba el
silencio, a excepción del suave zumbido del poderoso Haz Director en las bajas
regiones.
El robot QT-1 permanecía sentado, inmóvil. Las
bruñidas placas de su cuerpo relucían bajo las luxitas, y las células
fotoeléctricas que formaban sus ojos estaban fijas en el hombre de la Tierra,
sentado al otro lado de la mesa.
Powell refrenó un súbito ataque de nervios. Aquellos robots
poseían cerebros peculiares. ¡Oh, las tres Leyes Robóticas seguían en vigor!
Tenían que seguir. Todo el personal de la U. S. Robots, desde el mismo
Robertson hasta el nuevo barrendero insistirían en ella. ¡De manera que QT-1
estaba a salvo! Y sin embargo..., los modelos QT eran los primeros de su
especie y aquél era el primero de los QT. Los cálculos matemáticos sobre el
papel no siempre eran la protección más tranquilizadora contra los gestos de
los robots.
Finalmente, el robot habló. Su voz tenía la
inesperada frialdad de un diafragma metálico.
—¿Te das cuenta de la gravedad de tal declaración,
Powell?
—Algo te
ha hecho, Cutie —le hizo ver Powell—. Tú mismo reconoces que tu memoria parece
brotar completamente terminada del absoluto vacío de hace una semana. Te doy
la explicación. Donovan y yo te montamos con las piezas que nos enviaron.
Cutie contempló sus largos dedos afilados con
una curiosa expresión humana de perplejidad.
—Tengo la impresión que todo esto podría explicarse
de una manera más satisfactoria. Porque, que tú me hayas hecho a mí,
me parece improbable.
—¡En nombre de la Tierra! ¿Por qué? —exclamó
Powell, echándose a reír.
—Llámalo intuición. Hasta ahora es sólo esto.
Pero pienso razonarlo. Un encadenamiento de válidos razonamientos sólo puede
llevar a la determinación de la verdad, y a esto me atendré hasta conseguirla.
Powell se levantó y volvió a sentarse en el
extremo de la mesa, cerca del robot. Sentía súbitamente una fuerte simpatía
por el extraño mecanismo. No era en absoluto como un robot ordinario, que
realizaba su tarea rutinaria en la estación con la intensidad de una senda
positrónica profundamente marcada.
Puso una mano sobre el hombro de acero de
Cutie y notó la frialdad y dureza del metal.
—Cutie —dijo—. Voy a tratar de explicarte
algo. Eres el primer robot que ha manifestado curiosidad por su propia
existencia..., y el primero, a mi modo de ver, suficientemente inteligente para
comprender el mundo exterior. Ven conmigo.
El robot se levantó lentamente y siguió a
Powell con sus pasos que hacía silenciosos la gruesa suela de esponja de
caucho. El hombre de la Tierra apretó un botón y un panel cuadrado de pared se
deslizó a un lado. El grueso y claro vidrio de la portilla dejó ver el
espacio..., cuajado de estrellas.
—Ya he visto esto por las ventanas de
observación de la sala de máquinas —dijo Cutie.
—Lo sé —dijo Powell—. ¿Qué crees que es?
—Exactamente lo que parece: un material negro
detrás de este cristal, salpicado de puntos brillantes. Sé que nuestro
director envía rayos desde algunos de estos puntos, siempre los mismos; y también
que estos puntos se mueven y que los rayos se mueven con ellos. Eso es todo.
—¡Bien! Ahora quiero que me escuches atentamente.
Lo negro es vacío, inmensa extensión vacía que se extiende hasta el infinito.
Los pequeños puntos brillantes son enormes masas de materia saturadas de
energía. Son globos, algunos de ellos de millones de kilómetros de diámetro, y
para que puedas compararlos te diré que esta estación tiene sólo mil quinientos
metros de ancho. Parecen tan pequeños porque están increíblemente lejos.
»Los puntos a los cuales van dirigidos
nuestros haces de energía están más cercanos y son más pequeños. Son fríos y
duros y los seres humanos como yo mismo, vivimos en su superficie; somos
varios millones. Es de uno de estos mundos de donde Donovan y yo venimos.
Nuestros rayos alimentan estos mundos con energía sacada de uno de estos
grandes globos incandescentes que se encuentran cerca de nosotros. A este
globo lo llamamos Sol y está del otro lado de la Estación, donde no puedes
verlo.
Cutie permanecía inmóvil al lado de la
portilla, como una estatua de acero. Sin volver la cabeza, elijo:
—¿De qué punto de luz pretendes venir?
—Allí está —dijo Powell después de haber buscado—.
Aquel tan brillante de la esquina. Lo llamamos Tierra. La buena y vieja Tierra.
Somos tres mil millones en él, Cutie, y dentro de unas dos semanas volveré a
estar allá con ellos.
Y entonces, cosa sorprendente, Cutie pareció
canturrear, distraído. No era en realidad una tonada, pero poseía la curiosa
calidad sonora de un «pizzicato». Cesó tan rápidamente como había empezado.
—¿Y de dónde vengo yo, Powell? No me has
explicado mi existencia.
—Todo lo demás es sencillo. Cuando estas estaciones fueron
establecidas por primera vez para alimentar de energía solar a los planetas,
eran regidas por seres humanos. Sin embargo, el calor, las fuertes radiaciones
solares y las tempestades de electrones hacían la estancia en el puesto
difícil. Se perfeccionaron los robots para sustituir el trabajo humano y ahora
sólo se necesitan dos jefes para cada estación. Estamos tratando de reemplazar
incluso a estos dos y aquí es donde intervienes tú. Tú eres el tipo de robot
más perfeccionado, y si demuestras la capacidad de dirigir esta estación
independientemente, jamás un ser humano volverá a poner los pies aquí, salvo
para traer las piezas de recambio para reparaciones.
Su mano se levantó y la placa de metal volvió
a caer en su sitio. Powell volvió a la mesa y frotó una manzana contra la manga
antes de morderla. El rojo resplandor de los ojos del robot detuvo un ademán.
—¿Esperas acaso que dé crédito a alguna de
estas absurdas hipótesis que acabas de exponerme? —dijo lentamente—. ¿Por
quién me tomas?
Powell escupió fragmentos de manzana sobre la
mesa y se puso colorado.
—¡Pero, maldito sea! ¡No son hipótesis, son
hechos!
—¡Globos de energía de millones de kilómetros
de anchura! —dijo Cutie amargamente—. ¡Mundos con tres mil millones de seres
humanos! ¡El vacío infinito!... Lo siento. Powell, pero no creo nada de esto.
Lo resolveré yo solo. Adiós.
Dio la vuelta y salió de la cámara. Pasó por
delante de Michael Donovan, hizo una inclinación de cabeza al llegar al umbral
y salió al corredor, ignorante de la expresión de asombro de los dos hombres.
Mike Donovan se pasó la mano por el rojo
cabello y dirigió una mirada de contrariedad a Powell.
—¿Qué diablos estaba diciendo el maldito
artefacto este? ¿Qué es lo que no cree?
—Es un escéptico —dijo el otro, mordiéndose
nerviosamente el bigote—. No cree que lo hayamos fabricado, ni que la Tierra
exista, ni que haya un espacio estrellado.
—¡Por el viejo Saturno! Ha salido un robot
loco de nuestras manos...
—Dice que va a resolver el problema él solo.
—Bien, en este caso, espero condescenderá a
explicarme todo lo que descubra. —Y con súbita rabia, añadió—: ¡Oye! ¡Como ese
montón de metal me largue a mí una de éstas, le parto esta varilla de cromo en
la espalda!
Se sentó encogiéndose de hombros y se sacó una
novela del bolsillo.
—Este robot empieza a darme susto, de todos modos.
Es demasiado inquisitivo...
Mike Donovan se estaba comiendo un bocadillo
de lechuga y tomate cuando Cutie llamó suavemente a la puerta y entró.
—¿Está aquí Powell?
Donovan le contestó con voz pausada y apagada
por la masticación.
—Está reuniendo datos sobre la función de las
corrientes electrónicas. Parece que nos acercamos a una tormenta.
En aquel momento entró Gregory Powell, miró un
papel lleno de cifras que traía en la mano y se sentó. Dejó las hojas sobre la
mesa y comenzó a hacer cálculos. Donovan lo miraba, masticando la lechuga y
recogiendo las migas de pan. Cutie esperaba, silencioso.
—El potencial Zeta se eleva, pero lentamente
—dijo Powell levantando la vista—. De todos modos, las corrientes funcionales
son errantes y no sé qué esperar. ¡Ah, hola, Cutie! Creía que estabas vigilando
la instalación de la nueva barra de
mando.
—Ya está instalada —dijo el robot tranquilamente—; he
venido a sostener una conversación con ustedes.
—¡Ah!... —dijo Powell, aparentemente
inquieto—. Bien, siéntate. No, en esta silla, no. Una de las patas es floja y
no resistiría tu peso.
—He tomado una decisión —dijo el robot,
después de haber obedecido.
Donovan levantó la vista y dejó los restos de
su bocadillo a un lado. Se disponía a hablar, pero Powell le hizo guardar
silencio con un gesto.
—Sigue, Cutie. Te escuchamos.
—He pasado estos dos últimos días en concentrada
introspección —dijo Cutie—, y los resultados han sido de lo más interesante.
Empecé por un seguro aserto que consideré podía permitirme hacer. Yo, por mi
parte, existo, porque pienso...
—¡Ah, por Júpiter..., un robot Descartes!
—gruñó Powell.
—¿Quién es Descartes? —preguntó Donovan—. Oye,
¿es que tenemos que estar aquí sentados escuchando a este loco metálico...?
—¡Cállate, Mike!
—Y la cuestión que inmediatamente se presenta
—continuó Cutie imperturbable—, es: ¿cuál es exactamente la causa de mi
existencia?
Powell se quedó con la boca abierta.
—Estás diciendo tonterías. Ya te he dicho que
te hicimos nosotros.
—Y si no nos crees, con gusto volveremos a
hacerte pedazos —añadió Donovan.
El robot tendió sus fuertes manos con un gesto
de imploración.
—No acepto nada por autoridad. Una hipótesis
debe ser corroborada por la razón, de lo contrario, carece de valor; y es
contrario a todos los dictados de la lógica suponer que ustedes me han hecho.
Powell detuvo con su mano el gesto amenazador
de Donovan.
—¿Por qué dices esto, exactamente?
Cutie se echó a reír. Era una risa inhumana,
la risa más mecanizada que había surgido jamás. Era aguda y explosiva, regular
como un metrónomo y sin matiz alguno.
—Fíjate en ti —dijo finalmente—. No lo digo
con espíritu de desprecio, pero fíjate bien. Estás hecho de un material blando
y flojo, sin resistencia, dependiendo para la energía de la oxidación
ineficiente del material orgánico..., como esto —añadió señalando con un gesto
de reprobación los restos del bocadillo de Donovan—. Pasan periódicamente a un
estado de coma, y la menor variación de temperatura, presión atmosférica, la
humedad o la intensidad de radiación afecta vuestra eficiencia. Son alterables.
»Yo, por el contrario, soy un producto
acabado. Absorbo energía eléctrica directamente y la utilizó con casi un cien
por ciento de eficiencia. Estoy compuesto de fuerte metal, estoy consciente
constantemente y puedo soportar fácilmente los más extremados cambios ambientales.
Estos son hechos que, partiendo de la irrefutable proposición que ningún ser
puede crear un ser más perfecto que él, reduce vuestra tonta teoría a la nada.
Las maldiciones murmuradas en voz baja por
Donovan brotaron inteligibles al levantarse frunciendo sus rojas cejas.
—¡Muy bien, hijo de unos desperdicios de
metal! Si no te hicimos nosotros, ¿quién te hizo?
—Muy bien, Donovan —asintió Cutie gravemente—.
Esta era, desde luego, la cuestión siguiente. Evidentemente, mi creador tiene
que ser más poderoso que yo y, por lo tanto, sólo es posible una hipótesis.
Los dos hombres de la Tierra le miraban sin
expresión y Cutie prosiguió:
—¿Cuál es el centro de las actividades aquí en
la Estación? Al servicio de quién estamos todos? ¿Qué absorbe toda nuestra
atención?
Esperó, a la expectativa. Donovan miró
asombrado a su compañero.
—Apostaría a que este amasijo de tornillos
está hablando del mismo Convertidor de Energía.
—¿Es así, Cutie? —preguntó Powell.
—Estoy hablando del Señor —fue la fría respuesta
que siguió.
Aquello fue la señal del estallido de risas de
Donovan y el mismo Powell se permitió esbozar una sonrisa. Cutie se puso de pie
y sus ojos brillantes se fijaron en uno y después en el otro.
—Da lo mismo lo que piensen y no me extraña que
se nieguen a creerlo. Ustedes no tienen que estar mucho tiempo aquí, estoy
seguro de ello. Powell mismo ha dicho que al principio sólo los hombres servían
al Señor; que después vinieron los robots para el trabajo rutinario; y
finalmente yo, para dirigir. Los hechos son sin duda verdaderos, pero la
explicación es completamente ilógica. ¿Quieren saber la verdad que hay detrás
de todo esto?
—Sigue, Cutie, me diviertes.
—El Señor creó al principio el tipo más bajo,
los humanos, formados más fácilmente. Poco a poco fue reemplazándolos por
robots, el siguiente paso, y finalmente me creó a mí, para ocupar el sitio de
los últimos humanos. A partir de ahora sirvo al Señor.
—No harás nada de esto —dijo Powell secamente—. Seguirás
nuestras órdenes y te estarás tranquilo hasta que estemos convencidos que
puedes dirigir el Convertidor. ¡Escucha! El
Convertidor, no el Señor. Si no nos convences, serás desmontado. Y ahora,
si no te importa..., puedes marcharte. Y llévate estos datos y regístralos
debidamente.
Cutie aceptó los gráficos que le tendían y
salió sin decir palabra. Donovan se echó atrás en su silla y se mesó los
cabellos.
—Ese robot nos va a dar trabajo. ¡Está como
una cabra!
El soñoliento zumbido del Convertidor se oye más fuerte en
la cámara de mando y mezclado a él se oye la aspiración de los contadores
Geiger y el intermitente ruido de las señales luminosas.
Donovan apartó los ojos del telescopio y
encendió los Luxites.
—El haz de la Estación 4 capta Marte en
horario. Podemos cortar los nuestros ya.
Powell parecía abstraído.
—Cutie está en el cuarto de máquinas. Le daré
la señal y puede hacerse cargo de ello. Oye, Mike, ¿qué piensas de estas
cifras?
Donovan las estudió atentamente y lanzó un
silbido de perplejidad.
—¡Hombre, esto es lo que yo llamo intensidad
de rayos gamma! El viejo Sol hace de las suyas...
—Sí —respondió Powell amargamente—, estamos en
mala posición para aguantar una tormenta de electrones, además. Nuestro haz de
Tierra está probablemente en el sendero indicado. —Apartó su silla de la mesa—.
¡Demonios! ¡Si tan sólo aguantase hasta que venga el relevo, pero lleva ya diez
días! Oye, Mike, ¿y si fueses abajo a echar una mirada a Cutie?
—Bien. Dame algunas de estas almendras.
—Agarró el saquito que le arrojó Powell y se dirigió hacia el ascensor.
El instrumento se deslizó suavemente hacia
abajo y se detuvo en la pequeña puerta de la sala de máquinas. Donovan se asomó
a la barandilla y miró hacia abajo. Los enormes generadores estaban en plena
acción y de los tubos-L salía el agudo silbido que saturaba toda la estación.
Vio la enorme y reluciente figura de Cutie al
lado del tubo-L de Marte, observando atentamente los demás robots que
trabajaban al unísono.
Y entonces Donovan se quedó rígido. Los
robots, que parecían empequeñecidos junto el enorme tubo-L, estaban alineados
delante de él, con la cabeza doblada en ángulo recto, mientras Cutie andaba
lentamente arriba y abajo por delante de ellos. Transcurrieron quince segundos
y entonces, con un estruendo metálico que retumbó en la estancia, cayeron
todos de rodillas.
Donovan bajó precipitadamente la estrecha
escalera. Corrió hacia ellos, con el rostro rojo como sus cabellos, agitando
furiosamente los puños en el aire.
—¿Qué diablos significa esto. Idiotas sin
seso? ¡Vamos! ¡Ocúpense del tubo-L! ¡Como no lo tengan en perfecta condición,
limpio, antes que termine el día, les coagulo el cerebro con corriente alterna!
Ni un solo robot se movió.
Incluso Cutie, en el extremo, el único que
estaba de pie, permaneció silencioso, con la mirada fija en los oscuros
rincones de la gran máquina que tenía delante. Donovan dio un fuerte empujón al
primer robot.
—¡Levántate! —rugió.
Lentamente el robot obedeció.
Sus ojos fotoeléctricos se fijaron con
reproche sobre el hombre de la Tierra.
—No hay más Señor que el Señor —dijo—, y QT-1
es su profeta.
—¿Eh?... —Donovan se encontró frente a veinte
pares de ojos fijos en el y veinte voces de timbre metálico que declaraban
solemnemente:
—«No hay más Señor que el Señor y QT-1 es su
profeta...»
—Temo —dijo Cutie al llegar a este punto—, que
mis amigos obedecen ahora a alguien más alto que tú.
—¡Que diablos dices! ¡Sal de aquí
inmediatamente! Ya te arreglaré las cuentas más tarde, y a estos aparatos
animados, ahora mismo.
—Me da pena —dijo Cutie lentamente moviendo despacio la
cabeza—, pero veo que no me entiendes. Todos ellos son robots, y por lo tanto
seres dotados de razón. Les he predicado la Verdad y ahora reconocen al Señor.
Me llaman el Profeta. Soy indigno de ello —añadió bajando la cabeza—, pero
quizá...
Donovan consiguió recobrar el aliento e hizo
uso de él.
—¿Sí, eh?... ¡Vaya, que bonito!... Pues
escucha que te diga una cosa, chimpancé de bronce. Aquí no hay tal Señor, ni
tal Profeta, ni es cuestión de quién da órdenes. ¿Entendido? —Su voz se
convirtió en un mugido—. ¡Y ahora, fuera de aquí!
—Obedezco solamente al Maestro.
—¡Al diablo el Maestro! —Donovan escupió sobre
el tubo-L—. ¡Esto para el Maestro! ¡Haz lo que te digo!
Ni Cutie ni los demás robots dijeron una
palabra, pero Donovan se dio cuenta de un aumento de tensión. Los ojos fríos
aumentaron la intensidad de su color, y Cutie parecía más rígido que nunca.
—¡Sacrílego! —murmuró, con voz metálica emocionada.
Donovan tuvo la primera sensación de miedo al
ver aproximarse a Cutie. Un robot no
puede sentir odio, pero los ojos de Cutie eran inescrutables.
—Lo siento, Donovan —dijo el robot—, pero después
de esto no puedes seguir por más tiempo aquí. Por consiguiente, Powell y tú
tienen vedado el acceso a la sala de control y la sala de máquinas.
Había hecho un gesto pausado y en el acto dos
robots sujetaron los brazos de Donovan.
Donovan no tuvo tiempo de hacer más que una angustiada
aspiración antes de sentirse levantado y llevado escaleras arriba a la
velocidad de un buen galope.
Gregory Powell andaba arriba y abajo de la
habitación, con el puño cerrado. Dirigió una intensa mirada de desesperación a
la puerta y se acercó a Donovan amargamente.
—¿Por qué diablos tenías que escupir contra el
tubo-L?
Mike Donovan se desplomó sobre el sillón y
golpeó el brazo furiosamente.
—¿Qué querías que hiciese con este espantajo
electrificado? ¡No voy a doblegarme ante sus caprichos!, ¿verdad?
—No; pero ahora estamos en la sala de
oficiales con robots de centinela en la puerta. Esto no es doblegarse, ¿verdad?
—Espera a que lleguemos a la base. Alguien
pagará todo esto —dijo Donovan—. Los robots deben obedecernos. Es la Segunda
Ley.
—¿De qué sirve eso? No nos obedecen. Y esto
responde seguramente a una razón que descubriremos demasiado tarde. A
propósito, ¿sabes lo que nos ocurrirá cuando estemos de regreso en la Base?
Se detuvo delante del sillón de Donovan,
furioso.
—¿Qué?
—¡Oh, nada!... Veinte años en las Minas de
Mercurio. O quizá el Presidio de Ceres.
—¿Qué estás diciendo?
—La tempestad de electrones que se acerca.
¿Sabes que avanza directamente hacia el centro del haz de Tierra? Acababa de
calcularlo cuando el robot me ha levantado de la silla. ¿Y sabes lo que le va a
pasar al haz? Porque la tormenta va a ser memorable. Que va a saltar como una
pulga con el contacto. Y todo esto con Cutie solo en los controles, y si sale
de foco..., que el Cielo proteja a la Tierra..., y a nosotros.
Donovan sacudía frenéticamente la puerta
cuando Powell estaba sólo a medio camino de ella. La puerta se abrió y el
hombre de la Tierra avanzó, pero encontró un duro e inamovible brazo de acero
que lo detuvo.
El robot lo miraba con indiferencia.
—El Profeta ha ordenado que no se muevan. Por
favor, obedezcan.
El brazo se movió, Donovan fue empujado hacia
dentro y en aquel momento apareció Cutie por el fondo del corredor. Apartó con
un gesto suavemente la puerta. Donovan se dirigió a Cutie jadeando, indignado.
—¡Esto ha ido ya bastante lejos! ¡Vas a pagar
cara la farsa!
—Por favor, no te contraríes —dijo el robot
con suavidad—, tenía forzosamente que ocurrir. Los dos han perdido vuestra
función...
—Hasta que fui creado, ustedes velaban por el Maestro.
Este privilegio me pertenece ahora a mí y, por consiguiente, la razón de ser de
vuestra existencia ha desaparecido. ¿No es esto evidente?
—No mucho —respondió amargamente Powell—, pero,
¿qué crees que vamos hacer ahora?
Cutie no contestó en seguida. Permaneció
silencioso como si reflexionase sobre el hombro de Powell. El otro agarró a
Donovan por la muñeca y lo acercó,
—Me gustan los dos. Son criaturas inferiores,
pero siento realmente cierto afecto por ustedes. Han servido fielmente al Señor
y Él se los recompensará. Habiendo terminado vuestro servicio, no existirán
probablemente por mucho tiempo, pero mientras existan, tenemos que procurarles
comida, ropas y abrigo, a condición que se mantengan apartados de la sala de
controles y de máquinas.
—¡Nos está enviando a retiro, Greg! —gritó
Donovan—. ¡Haz algo! ¡Es humillante!
—Oye, Cutie, no podemos tolerar esto. Somos
los amos. Ésta Estación ha sido
exclusivamente creada por seres humanos como yo, seres humanos que viven en la
Tierra y otros planetas. Esto no es más que un colector de energía. Tú no eres
más que... ¡Ay..., demonios!
Cutie movió la cabeza gravemente.
—Esto bordea ya la obsesión. ¿Por qué insisten
en un punto de vista tan radicalmente falso? Aun admitiendo que los no-robot
carecen de la facultad de razonar, queda todavía el problema de...
Su voz se desvaneció en un reflexivo silencio
y Donovan dijo, en un susurro saturado de intensidad:
—Si tuvieses un rostro de carne y hueso te lo
rompería.
Con los dedos, Powell se acariciaba el bigote
y sus ojos brillaban.
—Escucha, Cutie, si no existe una cosa que se
llama Tierra, ¿cómo te explicas lo que ves por el telescopio?
—¡Perdona...!
—¿Te he ganado, eh? —dijo Powell—. Desde que
estamos juntos has hecho muchas observaciones telescópicas, Cutie. ¿Has
observado que muchos de estos puntos luminosos se convierten en disco cuando
los ves así?
—¡Oh, eso!...
Sí, ciertamente. Es una simple ampliación con el propósito de dirigir más
exactamente el haz.
—¿Por qué no aumentan igualmente de tamaño las
estrellas, entonces?
—¿Quieres decir los demás puntos? No se les
envía haz alguno, de manera que no necesitan ampliación. Verdaderamente,
Powell, incluso deberías ser capaz de
comprender eso.
—¡Pero ves más estrellas a través del
telescopio! —dijo Powell, mirándolo perplejo—. ¿De dónde vienen? ¿De dónde
demonios vienen, por Júpiter?
—Escucha, Powell —dijo Cutie, contrariado—.
¿Crees que voy a perder el tiempo tratando de buscar interpretaciones físicas
de todas las ilusiones ópticas de nuestros instrumentos? ¿Desde cuándo puede
compararse la prueba ofrecida por nuestros sentidos con la clara luz de la
inflexible razón?
—Mira —intervino Donovan súbitamente,
liberándose del amistoso, pero pesado brazo metálico de Cutie—, vamos al fondo
de la cuestión. ¿Para qué sirven los haces? Te estamos dando una explicación
lógica. ¿Puedes hacer tú algo mejor?
—Los haces de luz son emitidos por el Señor
para cumplir sus designios. Hay ciertas cosas —añadió elevando piadosamente
los ojos— que no deben sernos probadas; en esta materia, trato sólo de servir y
no de interrogar.
Powell se sentó y hundió el rostro en sus
manos temblorosas.
—Sal de aquí, Cutie. Sal de aquí y déjame
pensar.
—Te enviaré comida —dijo Cutie amablemente.
Un gruñido fue la única respuesta y el robot
salió.
—Greg —dijo Donovan en voz baja y sombría—,
esto requiere estrategia. Tenemos que aplicarle un cortocircuito en el momento
en que no lo espere. Ácido nítrico concentrado en las articulaciones.
—No digas tonterías, Mike. ¿Crees acaso que
nos dejará acercarnos a él con ácido nítrico en las manos? Tenemos que hablar con él, te digo. Tenemos que convencerlo
para que nos deje tomar de nuevo posesión de la sala de control antes de
cuarenta y ocho horas, o seremos reducidos a papilla. Pero —añadió
balanceándose, desalentado ante su impotencia—, ¿quién va a discutir con un
robot?
—Es vejatorio... —terminó Donovan.
—¡Peor!
—¡Oye! —dijo Donovan, echándose a reír—. ¿Por qué discutir?
¡Demostrémoselo! Construyamos otro robot ante sus propios ojos. ¡Tendrá que
tragarse sus palabras, entonces!
En el rostro de Powell apareció astutamente
una sonrisa que se fue ensanchando.
—¡Y piensa en su cara de espanto cuando nos
vea hacerlo! —terminó Donovan.
Los robots son fabricados, desde luego, en la
Tierra, pero su expedición a través del espacio es mucho más fácil si puede
hacerse por piezas y montarlos en el sitio donde deben emplearse. Elimina
además la posibilidad que robots completamente montados vayan rondando por la
Tierra, enfrentando de esta manera a la U. S. Robots con la estricta ley que
prohíbe el uso de robots en la Tierra.
Sin embargo, esto hacía pesar sobre hombres
como Powell y Donovan las necesidades de sintetizar robots completos, tarea
laboriosa y complicada.
Powell y Donovan no se habían dado nunca tanta
cuenta de la verdad de este hecho como el día en que, reunidos en la sala de
montaje, emprendieron la creación de un nuevo robot bajo la inspección y
vigilancia de QT-1, Profeta del Señor.
El robot en cuestión, un simple MC, yacía
sobre la mesa, casi terminado. Tres horas de trabajo lo habían dejado sólo con
la cabeza por terminar y Powell se detuvo para enjugarse la frente y mirar a
Cutie.
La mirada no fue muy tranquilizadora. Durante
tres horas, Cutie había permanecido sentado, inmóvil y silencioso, y su
rostro, siempre inexpresivo, era ahora absolutamente inescrutable.
—¡Vamos ya con el cerebro. Mike! —gruñó
Powell.
Donovan abrió un receptáculo herméticamente
cerrado y del baño de aceite del interior sacó un segundo cubo. Abriendo éste
a su vez, sacó un globo de su revestimiento de esponja de goma.
Lo manejó rápidamente, porque era el mecanismo
más complicado jamás creado por el hombre. En el interior de la tenue piel
chapada de platino del globo, había un cerebro positrónico, en cuya inestable y
delicada estructura habían insertados senderos neutrónicos calculados, que
dotaban a cada robot de lo que equivalía a una educación prenatal.
El cerebro se adaptaba exactamente a la
cavidad craneana del robot. El metal añil se cerró y quedó solidamente soldado
por la diminuta llama atómica. Se adaptaron cuidadosamente los ojos
electrónicos, fuertemente atornillados en su lugar y cubiertos por una delgada
hoja transparente de plástico de la dureza del acero.
El robot sólo esperaba ya la vitalizadora
corriente de una electricidad de alto voltaje, y Powell se detuvo con la mano
sobre el interruptor.
—Ahora, mira esto, Cutie. ¡Fíjate atentamente!
El interruptor estableció el contacto y se oyó
un zumbido. Los dos terrestres se inclinaron emocionados sobre su creación.
Al principio sólo se produjo un leve
movimiento en las articulaciones. La cabeza se levantó, los codos se apoyaron
sobre la mesa y el robot modelo MC bajó torpemente al suelo. Su paso era
inseguro y dos veces unos infructuosos gruñidos fueron todo lo que se consiguió
sacarle en materia de palabra. Finalmente su voz, incierta y vacilante,
adquirió forma.
—Quisiera empezar a trabajar. ¿Dónde debo ir?
Donovan corrió hacia la puerta.
—¡Baja estas escaleras! —dijo—. Ya te dirán lo
que debes hacer.
El robot MC se había marchado y los dos
hombres estaban solos delante del inconmovible Cutie.
—Y bien, ¿crees ahora que te hemos hecho nosotros?
—¡No! —fue la respuesta corta y categórica de
Cutie.
Powell frunció intensamente el ceño y después
fue relajándose. Donovan abrió la boca y permaneció así.
—¿Lo ven? —continuó Cutie tranquilamente—. No
han hecho más que juntar piezas ya creadas. Lo han hecho extraordinariamente
bien, por instinto supongo, pero en realidad no han creado el robot. Las piezas habían sido creadas por el Señor.
—Escucha —dijo Donovan, con voz enronquecida—,
estas piezas han sido fabricadas en la Tierra y enviadas aquí.
—Bien, bien... —dijo Cutie, tranquilizador—,
no discutamos...
—No es ésta mí intención. —Donovan saltó hacia delante y
agarró el brazo del robot—. Si fueses capaz de leer los libros de la
biblioteca, te lo explicarían de modo que no te quedaría la menor duda.
—¡Los libros..., los he leído! ¡Todos! Son muy
ingeniosos.
Powell intervino súbitamente.
—Si los has leído, ¿qué más hay que decir? No
puedes negar su evidencia. ¡No puedes!
—Por favor, Powell —dijo Cutie con la
compasión en la voz—, no puedo considerarlos como una fuente válida de
información. También ellos fueron creados por el Señor..., y lo fueron para ti,
no para mí.
—¿Cómo has descubierto esto? —preguntó Powell.
—Porque yo, como ser dotado de razón, soy
capaz de deducir la Verdad de las Causas a
priori. Tú, ser inteligente, pero sin razón, necesitas que se te dé una explicación
de la existencia, y esto es lo que hizo el Señor. Que te procurase estas
visibles ideas de mundos lejanos y pueblos, es, sin duda, excelente. Vuestras
mentes son demasiado vulgares para comprender la Verdad absoluta. Sin embargo,
puesto que es la voluntad del Señor que den crédito a vuestros libros, no
quiero discutir más con ustedes.
Al marcharse, se volvió y en tono más amable,
dijo:
—Pero no teman nada. En el plan de las cosas
del Señor hay sitio para todo. Ustedes, los pobres humanos, tienen vuestro
lugar, y, si bien es humilde, serán recompensados si lo ocupan dignamente.
Se marchó con el aire de beatitud propio del
Profeta del Señor y los dos seres humanos permanecieron solos, evitando
mirarse.
—Vayámonos a la cama, Mike, abandono —dijo Powell
haciendo un esfuerzo.
—Oye, Greg —dijo Donovan con voz ronca—, ¿no
creerás que tiene razón en todo esto, verdad? Parece tan seguro de sí mismo
que...
—No seas idiota —dijo Powell volviéndose
rápido—. Ya le convencerás del hecho que la Tierra existe cuando vengan los
relevos la semana próxima y tengamos que regresar a escuchar el concierto.
—Entonces..., ¡por la salud de Júpiter!,
tenemos que hacer algo. —Casi lloraba—. No nos cree ni a nosotros, ni a los
libros, ni a sus ojos.
—No —dijo Powell amargamente—. ¡Es un robot
con razón, maldita sea, con sus propios postulados! Cree sólo en la razón, y
esto tiene un inconveniente... —Su voz se desvaneció.
—¿Cuál es?
—Que por la fría razón y la lógica se puede
probar cualquier cosa..., si encuentras el postulado apropiado. Nosotros
tenemos los nuestros y Cutie tiene los suyos.
—Entonces veamos estos postulados en seguida.
La tempestad es mañana.
—Aquí es donde falla todo —dijo Powell con un
suspiro de desaliento—. Los postulados están establecidos por la suposición y
reforzados por la fe. Nada en el Universo puede conmoverlos. Me voy a la cama.
—¡Oh, demonios! ¡No puedo dormir!
—Yo tampoco. Pero siempre puedo intentarlo...,
por cuestión de principios.
Doce horas después el sueño seguía siendo eso, una cuestión
de principios..., inalcanzable en la práctica.
La tormenta llegó a la hora prevista y el
rubicundo rostro de Donovan se había quedado sin sangre, Powell, con los labios
secos y las mandíbulas apretadas, miraba a través de la portilla y se tiraba
desesperadamente del bigote.
En otras circunstancias, hubiera sido un
maravilloso espectáculo. El chorro de electrones a alta velocidad que penetraba
en el haz de energía florecía en forma de microscópicas partículas de intensa
luz. El chorro se desparramaba por el vibrante vacío, formando un revoloteo de
brillantes copos.
El haz de energía permanecía inmóvil, pero los
dos terrestres sabían el valor de las apreciaciones a simple vista. Una
desviación en arco de una centésima de milésima de segundo, invisible al ojo
humano, era suficiente para apartar el haz de su foco, y convertir centenares
de kilómetros cuadrados de la Tierra en incandescentes ruinas.
Y un robot, indiferente al haz, al foco y a la
Tierra, a todo menos a su Señor, era dueño de los mandos.
Las horas pasaron. Los dos hombres seguían
mirando en un silencio de hipnosis. La tormenta había cesado.
—Se acabó —dijo Powell con voz incolora.
Donovan había caído en una especie de sopor y
Powell lo miraba con envidia. La señal luminosa brillaba una y otra vez, pero
ninguno de los dos prestaba atención a ella. Nada tenía importancia. Quizá en
el fondo Cutie tuviese razón..., y él no era más que un ser inferior con una
memoria metódica y una vida que había sobrepasado su propósito.
¡Ojalá fuese así! Cutie estaba ante él.
—No han contestado a la señal, de manera que
he venido —dijo en voz baja—. No tienen buen semblante y temo que el término de
vuestra existencia no esté lejano. Sin embargo, ¿quieren ver algunas de las
anotaciones registradas hoy?
Powell se daba vagamente cuenta que el robot
trataba de mostrarse amistoso, quizá para apagar sus remordimientos,
restableciendo a los humanos en el mando de la estación. Tomó las hojas de
papel de la mano que se las tendía y las miró sin verlas.
—Desde luego, es un gran prodigio servir al
Señor —dijo Cutie, al parecer satisfecho—. No deben tomar a mal que les haya
reemplazado.
Powell lanzó un gruñido y siguió recorriendo
maquinalmente las hojas de papel hasta que se fijó en una tenue línea roja que
cruzaba la hoja.
Miró..., y volvió a mirar. Se apoyó con fuerza
sobre los puños y se levantó, sin dejar de mirar. Las demás hojas cayeron al
suelo, mezcladas.
—¡Mike! ¡Mike! —Sacudió a su amigo furiosamente—.
¡Se mantiene en dirección!
—¿Eh?... ¿Cómo? —preguntó Donovan, volviendo
en sí, mirando también con los ojos salidos, la hoja que tenía delante.
—¿Qué ocurre? —preguntó Cutie.
—Te has mantenido en el foco —gritó Powell—.
¿Lo sabías?
—¿Foco? ¿Qué es eso?
—Has mantenido el haz dirigido exactamente a
la estación receptora..., dentro de una diezmillonésima de segundo de arco.
—¿Qué estación receptora?
—Tierra. La estación receptora es Tierra
—balbuceó Powell—. Has mantenido la dirección del foco.
Cutie giró sobre sus talones, contrariado.
—Es imposible mostrar la menor amabilidad con
ustedes. ¡Siempre el mismo fantasma! No he hecho más que mantener todas las
esferas en equilibrio de acuerdo con la voluntad del Señor.
Y recogiendo los esparcidos papeles, se retiró
secamente; una vez que hubo salido, Donovan se volvió hacia Powell y dijo:
—¡Júpiter me confunda!... Bien, ¿y qué hacemos
ahora?
—Nada —dijo Powell, cansado—. Nada. Nos ha demostrado
que puede dirigir perfectamente la estación. Jamás he visto hacer mejor frente
a una tempestad de electrones.
—Pero esto no resuelve nada. Ya has oído lo
que ha dicho del Señor. No podemos...
—Mira, Mike, sigue las instrucciones del Señor
a través de relojes, esferas, gráficos e instrumentos. Esto es lo que siempre
hemos hecho nosotros. En realidad, equivale a negarse a obedecer. La
desobediencia es la Segunda Ley. No hacer daño a los humanos es la Primera.
¿Cómo podía evitar hacer daño a los humanos sabiéndolo o no? Pues manteniendo
el haz de energía estable. Sabe que es capaz de mantenerlo más estable que
nosotros, ya que insiste en que es un ser superior, y por esto tiene que
mantenernos alejados del cuarto de controles. Si tienes en cuenta las Leyes
Robóticas, es inevitable.
—Bien, pero no es ésta la cuestión. No podemos
consentir que siga con el sonsonete ese del Señor.
—¿Por qué no?
—Porque, ¿quién ha oído jamás decir estas
tonterías? ¿Cómo vamos a dejar que siga manteniendo la estación si no cree en
la existencia de la Tierra?
—¿Puede dirigir la Estación?
—Sí, pero...
—Entonces, ¿qué más da que crea una cosa que
otra?
Powell extendió los brazos con una vaga
sonrisa de satisfacción y cayó de espaldas sobre la cama. Estaba dormido.
Powell seguía hablando mientras luchaba por
endosarse su ligera chaqueta del espacio.
—Será muy sencillo. Puedes traer nuevos modelos QT uno por
uno, los equipas con un conmutador de lanzamiento automático que actúe en el
plazo de una semana, como para darles tiempo de aprender..., el..., el culto
del Señor, de boca del mismo Profeta; después los conmutas con otra estación
para revitalizarlos. Podemos tener dos QT por...
Donovan levantó su visor de glasita y se rió.
—Cállate y larguémonos de aquí. El relevo
espera y no estaré tranquilo hasta que sienta la superficie de la Tierra bajo
mis pies..., sólo para estar seguro del hecho que ella realmente existe.
La puerta se abrió mientras estaba hablando y
Donovan volvió a cerrar inmediatamente el visor de glasita, volviéndose
enojado hacia Cutie.
El robot se acercó a ellos lentamente.
—¿Se van? —preguntó con una nota de pesar en
la voz.
—Vendrán otros en nuestro lugar —respondió
Powell.
—Vuestro tiempo de servicio ha terminado y la
hora de la disolución ha llegado —dijo Cutie con un suspiro—. Lo esperaba,
pero... En fin, la voluntad del Señor debe cumplirse...
—Ahorra tu compasión —saltó Powell, indignado
por el tono resignado de Cutie—. Nos vamos a la Tierra, no a la disolución.
—Es mejor que lo crean así —suspiró nuevamente
el robot—. Ahora comprendo la cordura de la ilusión. No quisiera tratar de conmover
vuestra fe, aunque pudiese. —Y se marchó, convertido en la imagen de la compasión.
Powell se echó a reír y se dirigió hacia
Donovan. Con las maletas cerradas en la mano, se encaminaron hacia la compuerta
neumática.
La nave estaba en el rellano exterior y Franz
Muller, su relevo, los saludó con rígida cortesía. Donovan le prestó escasa
atención y entró en la cabina del piloto para tomar los mandos de manos de Sam
Evans.
—¿Cómo va la Tierra? —preguntó Powell, quedándose
atrás.
Era una pregunta bastante convencional y
Muller dio la respuesta convencional que merecía:
—Sigue girando.
—Bien —dijo Powell.
—En la U. S. Robots han ideado un nuevo
modelo, a propósito —dijo Muller, mirándole—. Un robot múltiple.
—¿Un qué?
—Lo que he dicho. Hay un importante contrato
de ellos. Tiene que ser adecuado para los trabajos de minería en los
asteroides. Es un robot principal; con seis sub-robots alrededor. Como tus
dedos.
—¿Lo han probado ya? —preguntó Powell con ansiedad.
—Te están esperando a ti, he oído decir —dijo
Muller sonriendo.
—¡Maldita sea!... —exclamó Powell, cerrando el
puño—. Necesito vacaciones.
—¡Oh, las tendrás! Dos semanas, creo.
Se estaba poniendo los gruesos guantes del
espacio, preparándose para su estancia allí, y sus espesas cejas se juntaron.
—¿Y qué tal va este nuevo robot? Será mejor
que se porte bien; o antes me condeno que dejarle tocar los mandos.
Powell hizo una pausa antes de contestar. Sus
ojos recorrieron el cuerpo del orgulloso prusiano desde su cabello encrespado
hasta los pies, reglamentariamente cuadrados..., y un súbito resplandor de
sincera alegría recorrió su cuerpo.
—El robot es muy bueno —dijo lentamente—. No
creo que tengas que preocuparte mucho de los mandos...
Hizo una mueca y entró en la nave. Muller tenía que
estar allí varias semanas...
Atrápame esta Liebre
Tuvo más de dos semanas de vacaciones. Esto, Mike Donovan
tenía que reconocerlo. Tuvo seis meses, con paga. Esto tenía que admitirlo
también. Pero esto, como explicaba enfurecido, fue fortuito. U. S. Robots tenía
que quitarle las pulgas al robot múltiple, y había muchas pulgas, y siempre
quedaban por lo menos media docena de pulgas dejadas para el campo de pruebas.
De manera que descansaron y esperaron hasta que los hombres de la sección de
planos y los supervisores dijeron «O. K.» Y entonces, Powell y él salieron
hacia el asteroide y no fue «O. K.»
Repitieron la cosa una docena de veces, con el rostro compungido.
—¡Por lo que más quieras, Greg, sé un poco
realista! ¿De qué sirve aferrarse al pie de la letra a las especificaciones y
ver la prueba irse al tacho? Es ya hora que te quites esta manía rutinaria tuya
y pongamos manos a la obra.
—Digo únicamente —respondió Gregory Powell pacientemente,
como el que explica la teoría de los electrones a un niño idiota—, que, de
acuerdo con las especificaciones, estos robots están equipados para los
trabajos de minería en los asteroides sin supervisión. No estamos encargados de
vigilarlos.
—Muy bien. Mira... ¡Lógico! —Levantó sus velludos
dedos y señaló—: Uno; este robot ha pasado por todas las pruebas en el
laboratorio de la Tierra. Dos; U. S. Robots garantiza el éxito de la prueba de
actividad en un asteroide. Tres; los robots no pasan tal prueba. Cuatro; si
no la pasan, U. S. Robots pierde diez millones de créditos en efectivo y unos
cien millones en reputación. Cinco; si no la pasan y nosotros no somos capaces
de explicar por qué no la pasan, es muy posible que tengamos que decir un
tierno adiós a dos buenos empleos.
Powell lanzó un gruñido a través de una
visible sonrisa poco sincera. El tácito slogan
de la «U. S. Robots & Mechanical Men, Corp.», era bien conocido de
todos. «Ningún empleado comete el mismo error dos veces. Es despedido a la
primera.»
—Tienes la lucidez de Euclides en todo —dijo—,
menos en los hechos. Has vigilado tres grupos de estos robots durante tres
turnos y han hecho su trabajo perfectamente. Tú mismo lo has dicho. ¿Qué más
podemos hacer?
—Averiguar qué es lo que no funciona. Eso es
lo que tenemos que hacer. Trabajaron perfectamente mientras los vigilé. Pero
en tres diferentes ocasiones, cuando no los vigilé, no sacaron ningún mineral.
No llegaban siquiera a la hora. Tenía que ir en su busca.
—¿Y había algo estropeado?
—Nada absolutamente. Todo era perfecto. Liso y
perfecto como el luminífero éter. Sólo un pequeño e insignificante detalle me
turbó: no había mineral.
—Te diré lo que hay, Mike. Nos hemos encontrado con
misiones asquerosas en nuestra vida, pero gana premio la del asteroide de
iridio. Todo esto es de una complicación que sobrepasa la resistencia. Mira,
este robot DV-5 tiene seis robots que dependen de él. Y no sólo dependen de
él..., forman parte de él.
—Yo sé que...
—¡Cállate! Yo sé que lo sabes, pero estoy
diciéndote cuán infernal es la cosa. Estos seis robots forman parte de ti, y
les dan sus órdenes no por radio ni de viva voz, sino directamente a través de
campos positrónicos, Ahora bien..., no hay en toda la U. S. Robots un solo
roboticista que sepa lo que es un campo positrónico ni cómo funciona. Yo
tampoco lo sé. Ni tú.
—Esto último —dijo Donovan— ya lo sabía.
—Fíjate en nuestra posición. Si todo funciona..., ¡bien! Si
algo va mal..., estamos fritos y probablemente no habrá cosa alguna que se
pueda hacer, ni nosotros ni nadie. Pero la misión nos corresponde a nosotros y
a nadie más, de manera que estamos en un atolladero.
Permaneció un momento silencioso, mirando al
vacío y prosiguió:
—En fin..., ¿lo tienes ahí fuera?
—Sí.
—¿Está todo normal, ahora?
—Pues..., por ahora no tiene la manía
religiosa ni anda describiendo círculos y recitando tonterías, de manera que
lo considero normal.
Donovan franqueó la puerta, moviendo la cabeza
con gesto de duda.
Powell tendió la mano hacia el «Manual de Robótica» que
tenía en un ángulo de su mesa y lo abrió respetuosamente. Una vez había saltado
por la ventana de una casa incendiada en «shorts», pero con el «Manual» bajo el
brazo. En caso de duda, se hubiera quitado los «shorts».
El «Manual» estaba abierto delante de él
cuando entró el robot DV-5 seguido de Donovan, que volvió a cerrar la puerta
de un puntapié.
—Hola, Dave. ¿Cómo te encuentras? —preguntó
Powell sombríamente.
—Bien —dijo el robot—. ¿Te importa que me siente? —Se acercó la silla especialmente
reforzada para él y se dobló sobre ella.
Powell miró a Dave; los legos en la materia
pueden pensar en los robots por números de serie, los especialistas nunca, y
con razón. Pese a su construcción como unidad pensadora de un equipo integrado
por siete unidades, no era de un volumen exagerado. Tenía poco más de dos
metros de altura y pesaba media tonelada de metal y electricidad. ¿Mucho? No
cuando la media tonelada tiene que ser una masa de condensadores, circuitos,
contactos y células de vacío, capaces de tener prácticamente todas las
reacciones conocidas de los humanos. Y un cerebro positrónico que, con 4,5 Kg.
de materia y unos cuantos quintillones de positrones, hacía funcionar toda la
maquinaria.
Powell buscó un cigarrillo en el bolsillo de
su camisa.
—Dave —dijo—, eres un buen muchacho. No tienes
nada de coqueto ni de prima-donna.
Eres un robot, estable, buen minero, salvo que estás equipado para mantener
una coordinación directa con seis subsidiarios. Por lo que sé, esto no ha
creado en tu mapa de sendas cerebrales ningún cerebro inestable.
—Esto me hace sentirme bien —asintió el
robot—, pero, ¿a qué va eso, jefe? —Estaba equipado con un excelente diafragma
y la presencia de tonalidades en su voz lo salvaba de buena parte de aquel
sonido metálico que suele tener la voz del robot usual.
—Voy a decírtelo. Con todo esto en tu favor,
¿qué pasa que tu trabajo no va bien? Por ejemplo, ¿el turno B de hoy?
—Por lo que yo sé, nada —dijo Dave vacilando.
—No han producido nada de mineral.
—Lo sé.
—¿Entonces...?
—No puedo explicárselo, jefe —dijo Dave,
visiblemente turbado—. Sería capaz de darme un ataque de nervios..., si
pudiese. Mis subsidiarios trabajan bien. Lo sé. —Reflexionó; sus ojos
fotoeléctricos brillaban intensamente—. No recuerdo. El día terminó a las tres
y allí estaba Mike, y las vagonetas de mineral, la mayoría vacías.
—No has traído la nota de turnos estos días,
Dave —intervino Donovan—. ¿Lo sabes?
—Lo sé. Pero en cuanto... —Se calló, moviendo
la cabeza lenta y ceremoniosamente.
Powell tenía la sensación que si el rostro de
Dave pudiese expresar algo, expresaría la contrariedad. Un robot, por su misma
naturaleza, no puede soportar faltar a su misión.
Donovan acercó su silla a la mesa de Powell y
se inclinó hacia él.
—¿Amnesia, crees?
—No puedo decirlo. Pero es inútil tratar de
aplicar nombres de enfermedades así. Las perturbaciones humanas sólo se
aplican a los robots como románticas analogías. No tienen empleo en ingeniería
robótica. Me contraría mucho someterlo a la prueba elemental de reacción de
cerebro —añadió, rascándose el cuello—. Esto no adulará su amor propio.
Miró a Dave, pensativo, y después la
«Descripción del Campo de Pruebas» dada por el «Manual».
—Mira, Dave —dijo—, ¿qué te parece si hiciéramos una
prueba? Me parecería muy indicado.
—Si tú lo dices, jefe... —dijo el robot,
levantándose. En su voz había dolor entonces.
Empezó en forma bastante sencilla. El robot
DV-5 multiplicó de memoria cantidades de cinco cifras bajo el control de un
reloj. Citó los números primos entre mil y diez mil. Extrajo raíces cuadradas e
integrales de difíciles complejidades. Resolvió reacciones mecánicas a fin de
aumentar las dificultades. Y finalmente, sometió su precisa mente mecánica a
las más altas funciones del mundo de los robots: la solución de problemas de
juicio y ética.
Al cabo de dos horas, Powell sudaba
copiosamente. Donovan se había sometido al poco nutritivo régimen de uñas y el
robot preguntó:
—¿Qué tal va eso, jefe?
—Tengo que pensarlo, Dave —dijo Powell—. Un
juicio demasiado rápido no serviría de nada. Ahora es mejor que vuelvas al
grupo C. No lleves prisa. No insistas demasiado en la producción durante algún
tiempo..., y todo lo arreglaremos.
El robot se marchó. Powell miró a Donovan.
Éste parecía decidido a arrancarse de cuajo el bigote.
—No hay nada que no esté en orden en las
corrientes de su cerebro positrónico.
—Sentiría tener esta certidumbre.
—¡Por Júpiter, Mike! El cerebro es la parte
más segura de un robot. En la Tierra lo someten a una prueba quíntuple. Si
pasa sin dificultad el campo de prueba como lo ha pasado Dave, no es posible
que el cerebro funcione erróneamente. Esto cubre todos los fragmentos del
cerebro.
—¿Dónde estamos entonces?
—No me presiones. Déjame averiguarlo. Queda todavía
la posibilidad de una avería mecánica en el cuerpo. Hay unos mil quinientos
condensadores, veinte mil circuitos eléctricos individuales, cinco mil células
de vacío, mil contactos, y miles de otras piezas individuales, de diversa
complejidad, que pueden estar descompuestas. De estos misteriosos campos
positrónicos..., nadie sabe nada.
—Oye, Greg —dijo Donovan, impacientándose
visiblemente—. Tengo una idea. Este robot puede estar mintiendo. Jamás...
—Los robots no pueden mentir a sabiendas,
idiota. Si dispusiéramos del comprobador McCormack-Wesley podríamos comprobar
individuo por individuo durante veinticuatro o cuarenta y ocho horas, pero los
dos únicos comprobadores MW existentes están en la Tierra y pesan diez
toneladas; están sobre una base de hormigón y son amovibles.
—Pero, Greg —dijo Donovan, mirando la mesa—,
sólo dejan de funcionar cuando no los vigilamos. Hay algo siniestro en esto...
—Subrayó su juicio con un puñetazo sobre la mesa.
—Me das asco —dijo Powell, lentamente—. Has
estado leyendo novelas de aventuras.
—Lo que quisiera saber es qué vamos a hacer...
—gritó Donovan.
—Yo te lo diré. Voy a instalar una placa de
visión sobre mi mesa. Allá mismo, en la pared. Voy a enfocarla a cualquier
sitio de la mina donde se trabaje y vigilaré. Eso es todo.
—¿Eso es todo?... Greg...
Powell se levantó del sillón y apoyó sobre la
mesa sus puños cerrados.
—Mike, estoy pasando muy malos momentos.
Llevas una semana molestándome con Dave. Dices que se ha estropeado. ¿Sabes
cómo se ha estropeado? ¡No! ¿Sabes qué forma ha adquirido la avería? ¡No!
¿Sabes qué la ocasiona? ¡No! ¿Sabes qué le impide trabajar? ¡No! ¿Sabes algo de
todo esto? ¡No! ¿Sé yo algo de todo esto? ¡No! De manera que, ¿qué quieres que
haga entonces?
Los brazos de Donovan se elevaron en un gesto
de grandilocuencia.
—Me has ganado... —dijo.
—Te lo digo una vez más. Antes de intentar una
cura tenemos que averiguar en qué consiste la enfermedad. El primer paso
necesario para asar una liebre es atraparla. Y ahora, larguémonos de aquí.
Donovan recorrió las líneas preliminares de su
memoria con cierto desaliento. Por su parte, estaba cansado, y por otra, ¿qué podía
comunicar mientras las cosas no fuesen como era debido?
—Greg —dijo—, estamos a cerca de mil toneladas por debajo
del cálculo previsto.
—Me estás diciendo una cosa que no sabía
—respondió Powell, siempre sin levantar la vista.
—Lo que quisiera saber —prosiguió Donovan con
súbito furor— es por qué tienen que encargarnos siempre a nosotros de los
nuevos tipos de robots. He llegado a la conclusión que los robots que eran
suficientemente buenos para el tío abuelo por parte de mi madre lo son también
para nosotros. Estoy por lo ya probado y aprobado. La prueba del tiempo es lo
que cuenta; los viejos robots, sólidos, anticuados, no se estropean jamás.
Powell tiró un libro con perfecto desprecio y
Donovan volvió a sentarse con paso vacilante.
—Tu misión —dijo Powell tranquilamente— durante
estos últimos cinco años, ha sido probar nuevos robots en condiciones normales
de trabajo por cuenta de la U. S. Robots. Porque tú y yo hemos cometido la
insensatez de dar pruebas de una gran eficiencia, nos ha recompensado con este
asqueroso trabajo. Esto —añadió, como si horadase agujeros en el aire con el
dedo— es trabajo tuyo. Has estado andando detrás de ello desde tu primera
memoria hasta cinco minutos después que la U. S. Robots te contratase. ¿Por qué
no dimites?
—Bien, te lo diré. —Donovan se echó adelante y
se agarró con fuerza su mata de cabello rojo—. Soy fiel a mis principios.
Después de todo, he tomado parte en el desarrollo de los nuevos robots. Hay que
ayudar al avance científico. Pero no me entiendas mal. No es el principio el
que me hace seguir adelante; es el dinero que nos pagan. ¡Greg!
Powell pegó un salto al oír el feroz grito de
Donovan y siguió su mirada en la pantalla de visión a la que quedaron mirando
los dos con el horror pintado en el rostro.
—¡Que... Júpiter... me... ampare! —susurró.
—¡Míralos, Greg! —exclamó Donovan poniéndose
de pie—. ¡Se han vuelto locos!
—Trae un par de trajes —dijo Powell—. Vamos
allá.
Observó la actitud de los robots en la placa
de visión. En las sombrías galerías del asteroide sin aire se veían unos
bronceados resplandores que se movían lentamente. Era como una formación
militar y bajo el tenue resplandor de su cuerpo avanzaban silenciosamente por
entre las rugosas paredes del túnel, seguidos de parches de sombras. Marchaban
al unísono, siete de ellos, con Dave al frente, formando una macabra simultaneidad;
fundiéndose en los cambios de formación con la mágica precisión de un
regimiento de lanceros.
—Se han vuelto locos por culpa nuestra, Greg
—dijo Donovan regresando con los trajes—. Esto es una marcha militar.
—Por lo que veo —respondió fríamente Powell—,
puede ser una serie de ejercicios calisténicos. O Dave puede estar bajo la
alucinación de ser un maestro de baile. Piensa primero y no te tomes tampoco la
molestia de hablar después.
Donovan sonrió y se puso un detonador en el
estuche que llevaba al lado, con gesto de ostentación.
—En todo caso —respondió—, así estamos. Así
trabajamos con los nuevos modelos de robots. Es nuestro trabajo, de acuerdo.
Pero contéstame una cosa. ¿Por qué..., por qué hay siempre algo que va mal con
ellos?
—Porque... —dijo Powell sombríamente—, tenemos
la maldición encima. ¡Vamos!
Siguiendo la aterciopelada oscuridad de los
corredores bajo los círculos luminosos de sus lámparas de bolsillo, llegaron
a su destino.
—Aquí están —dijo Donovan, jadeante.
—Estoy tratando de conectarlo por radio, pero
no contesta —susurró Powell—. El circuito de la radio está probablemente
desconectado.
—Celebro que los ingenieros no hayan inventado
todavía el robot que pueda trabajar en la oscuridad total. Me horrorizaría
encontrar siete robots en un pozo negro sin radiocomunicación, si no estuviesen
iluminados como árboles de Navidad
radiactivos.
—Trepa a este reborde superior, Mike. Vienen
por aquí y quiero observarlos de cerca. ¿Puedes?
Mike pegó el salto con un gruñido. La gravedad
era considerablemente más baja que la normal de la Tierra, pero, con un traje
pesado, la ventaja no era tan grande, y el reborde representaba un salto de no
menos de tres metros. Powell lo siguió.
La columna de robots seguía a Dave en fila india. Con una
regularidad mecánica convertían la fila sencilla en doble y volvían a pasar a
sencilla en diferente orden. Lo repetían una y otra vez y Dave nunca volvía la
cabeza.
Dave estaba a unos seis metros cuando la
comedia cesó. Los robots subsidiarios rompieron la formación, esperaron un
momento, y desaparecieron en la distancia..., rápidamente. Dave miró hacia
ellos, después, lentamente, se sentó. Apoyó la cabeza en una de sus manos, en
una postura completamente humana.
—¿Estás aquí, jefe? —dijo su voz en uno de los
auriculares de Powell.
Powell hizo un signo a Donovan y saltó del
reborde.
—No lo sé... —dijo el robot moviendo la
cabeza—. Hace un momento estaba sacando una considerable producción en el Túnel
17 y en el acto me di cuenta de una presencia humana por las cercanías, y me he
encontrado casi un kilómetro más abajo del túnel.
—¿Dónde están los subsidiarios, ahora?
—preguntó Donovan.
—Trabajando, desde luego. ¿Cuánto tiempo se ha
perdido?
—No mucho. Olvídalo. —Volviéndose hacia Donovan,
Powell añadió—: Quédate con él el resto del turno. Después, ven. Tengo un par
de ideas.
Transcurrieron tres horas antes que Donovan regresase.
Parecía cansado.
—¿Cómo ha ido esto? —preguntó Powell.
—No pasa nunca nada cuando se los vigila. Dame
un cigarrillo...
El pelirrojo lo encendió con solícito cuidado
y echó al aire un anillo de humo.
—He estado pensando en todo esto, Greg —dijo—.
Dave tiene un curioso fondo, para ser un robot. Seis dependen de él, con una
estricta reglamentación. Tiene derecho de vida o muerte sobre ellos y tiene que
reaccionar con su mentalidad. Supongamos que sienta la necesidad de confirmar
su poder como concesión a su vanidad.
—Ve al grano.
—Supongamos que tenemos militarismo.
Supongamos que está creando un ejército. Supongamos que los está instruyendo
para unas maniobras militares. Supongamos...
—Supongamos que has perdido el tino. Tus
pesadillas deberían ser en technicolor. Estás postulando la mayor aberración
de un cerebro positrónico. Si tu análisis fuese correcto, Dave tendría que
infringir la Primera Ley Robótica; que un robot no debe perjudicar a un ser
humano o, por inacción, permitir que un ser humano sea perjudicado. El tipo
militarista y de carácter dominador que supones debe tener como punto final de
sus lógicas implicaciones la dominación de los humanos.
—Muy bien. ¿Y cómo sabes que éste no es el
fondo de la cuestión?
—Porque todo robot con esta mentalidad,
primero, no hubiera salido jamás de la fábrica y, segundo, hubiera sido
descubierto inmediatamente. He probado a Dave, ¿sabes?
Powell echó su sillón atrás y puso los pies
sobre la mesa.
—No. Seguimos en la situación de no poder asar
la liebre porque todavía no sabemos dónde está. Por ejemplo, si pudiésemos
saber qué significaba aquella danza macabra que hemos contemplado, estaríamos
en el camino de la verdad. Mira, Mike —prosiguió después de una pausa—. ¿Qué
te parece esto? Dave deja de funcionar solamente cuando ninguno de nosotros
está presente. Y cuando no funciona, la llegada de uno de nosotros lo vuelve
loco.
—Ya te dije una vez que todo esto era
siniestro.
—No me interrumpas. ¿En qué forma un robot
obra de manera diferente cuando los humanos no están presentes? La respuesta
es obvia. Se requiere una gran parte de iniciativa personal. En este caso,
busca las partes del cuerpo afectadas por la nueva necesidad.
—¡Cáspita! —exclamó Donovan, incorporándose.
Después volvió a echarse hacia atrás—. No, no... No es bastante. Es demasiado
vago. No cubre las posibilidades.
—No puedo evitarlo. En todo caso, no hay
peligro a que no den el rendimiento previsto. Vigilaremos por turno a estos
robots a través del visor. Cada vez que ocurra algo, iremos inmediatamente al
teatro del suceso. Esto los hará trabajar.
—Pero de todos modos, los robots no seguirán las
especificaciones, Greg. La U. S. Robots no puede seguir haciendo modelos DV con
unos informes como éstos.
—Es evidente. Tenemos que localizar el error
de fabricación y corregirlo, y tenemos sólo diez días para conseguirlo. Lo
malo es que... —añadió Powell rascándose la cabeza—. En fin, mira tú mismo los
planos.
Los planos sobre papel azul cubrían el suelo
como una alfombra y Donovan se puso a gatas ante ellos, siguiendo el errante
lápiz de Powell. Éste dijo entonces:
—Aquí es donde entras tú, Mike. Eres el
especialista del cuerpo y quiero que me sigas. He estado tratando de cortar
todos los circuitos no afectados por la iniciativa. Aquí, por ejemplo, en la
arteria del tronco que comporta operaciones mecánicas. Corta todas las rutas
laterales rutinarias como divisiones de urgencia... —Levantó la vista—. ¿Qué
piensas?
Donovan sentía un mal sabor de boca.
—La cosa no es tan sencilla, Greg. La
iniciativa personal no es un circuito eléctrico que puedas aislar del resto y
estudiarlo. Cuando un robot actúa por sí mismo, la intensidad de la actividad
del cuerpo aumenta inmediatamente en casi todos los frentes. No queda ningún
circuito enteramente sin afectar. Lo que hay que hacer es localizar las condiciones
especiales, condiciones muy específicas, que lo afectan, y entonces, empezar a eliminar circuitos.
—¡Ejem!... —dijo Powell, levantándose y
quitándose el polvo—. Muy bien. Recoge estos papelotes azules y quémalos.
—Ya ves que dada una sola parte defectuosa
—dijo Donovan— cuando la actividad se intensifica, puede ocurrir cualquier
cosa. El aislamiento cesa, un condensador salta, un contacto echa chispas, una
espiral se calienta. Y si obras a ciegas, pudiendo elegir entre todo el robot,
jamás encontrarás el punto defectuoso. Si desmontas a Dave y compruebas una
por una cada pieza del mecanismo de su cuerpo, volviéndolo a montar y probando
nuevamente...
—Bien, bien. Sé también mirar por una
portilla...
Se miraron durante un momento, desalentados, y
Powell, cautelosamente, dijo:
—Supongamos que interrogásemos a uno de los
subsidiarios...
Ni Powell ni Donovan habían tenido hasta
entonces la oportunidad de hablar con un «dedo». Sabía hablar; la analogía con
el dedo humano no era, pues, exacta. En realidad, tenía un cerebro bastante
desarrollado, pero este cerebro estaba primariamente adaptado a la recepción
de órdenes, vía campo positrónico, y su reacción a los estímulos independientes
era un poco confusa.
Powell no sabía tampoco a ciencia cierta su
nombre. Su número de serie era DV-5-2, pero esto era de poca utilidad.
—Oye, camarada —le dijo para infundirle
confianza—. Voy a pedirte que pienses muy intensamente y podrás volverte con
tu amo.
El «dedo» hizo un rápido movimiento afirmativo
con la cabeza, pero no llevó las limitadas funciones de su cerebro hasta
hablar.
—En cuatro ocasiones recientes —dijo Powell—,
tu amo se apartó del esquema cerebral. ¿Recuerdas estas ocasiones?
—Sí, señor.
—Las recuerda —gruñó Donovan con rabia—. Ya te
he dicho que hay algo muy siniestro...
—¡Oh, cállate, cállate! Desde luego que el
«dedo» recuerda. ¿Qué hay de mal en ello? —Powell se volvió hacia el robot—.
¿Qué estaban haciendo cada una de estas veces..., todo el grupo, me refiero?
El «dedo» tenía una curiosa manera de recitar
las frases, como si contestase las preguntas bajo la presión mecánica de su
cerebro, pero sin poner en ello entusiasmo.
—La primera vez estábamos trabajando en una
difícil explotación en el Túnel 17, Nivel B. La segunda estábamos asegurando
el techo contra un posible hundimiento. La tercera vez estábamos preparando
explosiones adecuadas para prolongar el túnel sin producir fisuras
subterráneas. La cuarta vez fue después de un ligero desprendimiento.
—¿Qué ocurrió estas veces?
—Es difícil de describir. Se transmitió una
orden, pero antes que pudiésemos recibirla e interpretarla, vino la nueva orden
de avanzar en una extraña formación.
—¿Por qué? —saltó Powell.
—No lo sé.
—¿Cuál era la primera orden..., la que fue
anulada por la de marchar en formación? —intervino Donovan, interesado.
—No lo sé. Sentía que se acababa de dar una orden, pero no
tuve tiempo de recibirla.
—¿No puedes decirnos nada de ella? ¿Era la
misma orden, siempre?
El «dedo» movía la cabeza, desalentado.
—No lo sé.
—Bien, en este caso, vuelve con tu amo —dijo
Powell, echándose atrás.
El «dedo» se marchó, visiblemente aliviado.
—Bien, hemos conseguido bastante, esta vez
—dijo Donovan—. Ha sido un diálogo, verdaderamente animado del principio al
fin. Oye, Greg, Dave y el «dedo» nos están tomando el pelo los dos. Hay
demasiadas cosas que no saben ni recuerdan. Va a ser cosa de no confiar ya en
ellos, Greg.
Powell se estaba peinando el bigote en sentido
contrario.
—¡Válgame Dios, Mike! ¡Otra estúpida
observación como ésta y no sé lo que será de ti!
—Bien, bien... Tú eres el genio del equipo. Yo
no soy más que un pobre niño de pecho. ¿En qué quedamos?
—Un poco más atrás que antes. He tratado de
avanzar hacia atrás por mediación del «dedo» y no lo he conseguido. De manera
que tendremos que avanzar hacia delante.
—¡Un gran hombre! —se maravilló Donovan—. ¡Qué
simple es todo para él! Ahora tradúcemelo al idioma vulgar, Maestro.
—Lo entenderás mejor si te lo traduzco al
lenguaje de los niños. Quiero decir que tenemos que averiguar qué orden fue la
que dio Dave antes que todo fuese mal. Esta puede ser la clave del misterio.
—¿Y cómo esperas conseguirlo? No podemos acercarnos
a él porque mientras estemos presentes, todo irá bien. No podemos captar sus
órdenes por radio porque las transmiten vía campo positrónico. Esto elimina la
proximidad y la lejanía, dejándonos ante un magnífico cero.
—Por observación directa, sí. Queda todavía la
deducción.
—¿Eh?
—Vamos a ver los relevos, Mike —dijo Powell
con una mueca—. Y no apartaremos los ojos de la placa de visión. Observaremos
todos los actos de estos cerebros de acero. En el momento en que dejen de
actuar, habremos visto lo que ocurría inmediatamente antes y deduciremos cuál
era la orden.
Donovan abrió la boca y permaneció así durante
un minuto entero. Después, como si se ahogase, dijo:
—Dimito. Me voy.
—Tienes diez días para tomar una decisión
mejor —dijo Powell.
Qué es lo que durante ocho días trató de hacer
Donovan. Durante ocho días, en guardias alternadas de cuatro horas, observó,
con los ojos doloridos y congestionados, las relucientes formas metálicas que
se movían sobre el vago fondo. Y durante ocho días, durante las guardias y los
descansos, maldijo a la U. S. Robots, los modelos DV y el día en que nació.
Y entonces, el octavo día, cuando Powell entró
con la cabeza dolorida y el sueño en los ojos para hacer su guardia, Donovan se
levantó y, tomando lenta y deliberadamente la precisa puntería, arrojó un
libro al centro de la placa de visión. Se produjo el natural ruido de algo que
se rompe.
—¿Por qué has hecho esto? —preguntó Powell, boquiabierto.
—Porque no quiero observar nada más —respondió
Donovan, casi con calma—. Nos quedan dos días y no hemos averiguado nada. DV-5
es sencillamente un fracaso. Se ha parado cinco veces mientras lo he estado observando
y tres durante tu guardia y ni tú ni yo somos capaces de saber qué órdenes da.
Y no creo que logres averiguarlo, porque no creo lograr averiguarlo yo.
—¡Pero, hombre, cómo quieres vigilar seis
robots a la vez! Uno trabaja con las manos, el otro con los pies, uno como un
molino de viento y otro salta arriba y abajo como un chiflado. Y los otros
dos..., el diablo sabe lo que están haciendo. Y de repente se paran todos.
—Greg, no hacemos lo que debemos hacer. Tenemos que estar
más cerca. Tenemos que observar lo que hacen desde donde podamos ver los
detalles.
Hubo un amargo silencio que fue roto por
Powell.
—Sí, y esperar que ocurra algo con sólo dos días por
delante.
—¿Es que hay alguna ventaja en vigilar desde
aquí?
—Es más cómodo.
—De acuerdo..., pero hay algo que puedes hacer
allí y no puedes hacer aquí.
—¿Qué es?
—Puedes hacerlos parar..., en el momento que
quieras, y entretanto estás preparado para ver qué es lo que ocurre.
—¿Cómo es eso? —dijo Powell, intrigado.
—Piénsalo tú mismo si tienes el cerebro que
dices. Hazte algunas preguntas. ¿Cuándo para de trabajar el DV-5? ¿Cuándo ha
dicho el «dedo» que lo hacía? Cuando hay amenaza de derrumbamiento o bien se
produce; cuando hay que tomar delicadas medidas para la colocación de explosivos
al encontrar un filón difícil.
—En otras palabras, cuando hay peligro —dijo
Powell.
—¡Exacto! Cuando esperas que se produzca. Es el factor de iniciativa personal el que
nos causa la perturbación. Y es precisamente durante los momentos de peligro,
en ausencia de un ser humano, cuando la iniciativa personal está a su máximo de
tensión. Ahora bien, ¿cuál es la deducción lógica? ¿Cómo podemos crear nuestra
intercepción cuando y donde queramos? —Hizo una pausa, triunfante, ya que
empezaba a gozar con su papel y contestaba sus propias preguntas adelantándose
a la respuesta de Powell—. Creando nuestro propio peligro.
—Mike... —dijo Powell—, tienes razón.
—Gracias, camarada. Sabía que algún día la
tendría.
—Bien, pero ahórrate los sarcasmos. Los
conservaremos en una jarra para los inviernos fríos. Entretanto, ¿qué peligros
podemos crear?
—Podríamos inundar las minas, si no
estuviésemos en un asteroide sin aire.
—Muy ingenioso, sin duda. Realmente, Mike, me
dejas incapacitado de tanta risa. ¿Qué te parece un pequeño desprendimiento de
tierras?
Donovan avanzó los labios, reflexionó, y dijo:
—Por mi parte... De acuerdo.
—Bien. Manos a la obra.
Mientras avanzaba por el escarpado paisaje,
Powell tenía todo el aspecto de un conspirador. En aquella baja gravedad, andaba
por el abrupto suelo lanzando trozos de roca a derecha e izquierda bajo su peso
y levantando nubes de polvo gris. Mentalmente, sin embargo, era el cauteloso
avance de un conspirador.
—¿Sabes dónde estamos? —preguntó.
—Creo que sí, Greg.
—Muy bien, pero si un «dedo» se acerca a
veinte pasos de nosotros nos «sentirá», estemos en su línea de visión o no.
Espero que ya lo sepas.
—Cuando necesite una información sobre la
ciencia robótica te la pediré por escrito y por triplicado. Entremos por aquí.
Estaban ya en los túneles; incluso la luz de
las estrellas había desaparecido. Los dos amigos seguían avanzando entre las
paredes, iluminándolas con sus lámparas a espacios intermitentes. Powell buscó
el seguro de su detonador.
—¿Conoces este túnel, Mike?
—No muy bien. Es nuevo. Creo poderlo reconocer
por lo que vi en la placa de visión, pero...
Transcurrieron unos interminables minutos.
Finalmente, Mike dijo:
—Toca eso...
Una ligera vibración de los muros se
transmitió a través de la enguantada mano metálica de Powell. No se oía nada,
naturalmente.
—¡Diablos! Estamos muy cerca.
—Abre bien los ojos —dijo Powell.
Donovan asintió, impaciente.
La cosa se produjo y desapareció antes que
pudiesen sentirla; fue sólo un resplandor bronceado que atravesó su campo visual.
Se agarraron uno a otro en silencio.
—¿Crees que nos sienten? —susurró Powell.
—Espero que no. Pero será mejor que los
atrapemos de flanco. Toma el primer túnel transversal a la derecha.
—¿Y si no los encontramos?
—Bien, ¿y qué quieres hacer? ¿Volver atrás? —gruñó
Donovan, malhumorado—. Están a cuatrocientos metros. Los he estado observando
por la placa de visión. Y tenemos dos días...
—¡Cállate! Estás malgastando el oxígeno. ¿Es
éste un corredor lateral? —Lanzó un destello—. Sí, lo es. Vamos.
La vibración era considerablemente más fuerte
y el suelo temblaba.
—Va bien —dijo Donovan—, si no cede debajo de
nosotros, sin embargo. —Mandó el haz de luz hacia delante, inquieto.
Con sólo levantar el brazo podían tocar el
techo y la ensambladura había sido colocada recientemente. Donovan vacilaba.
—No hay salida. Volvamos atrás.
—No. Espera —dijo Powell, deslizándose por su
lado—. ¿Qué es esta luz, allá abajo?
—¿Luz? No veo ninguna. ¿De dónde quieres que
salga una luz, aquí?
—Luz de robot. —Subía por una suave pendiente,
sobre manos y rodillas. Su voz resonó ronca e inquieta en los oídos de
Donovan—. ¡Eh, Mike, ven aquí!
Había luz. Donovan avanzó al lado de las
piernas estiradas de Powell.
—¿Una abertura?
—Sí. Tienen que estar trabajando en este
túnel, por el otro lado.
Donovan tocó los ásperos bordes de un agujero
que daba a un lugar que el destello luminoso de la lámpara reveló ser la
galería principal de un filón. El agujero era demasiado pequeño también para
que dos hombres pudiesen mirar por él simultáneamente.
—No hay nada —dijo Donovan.
—Ahora, no. Pero debió haberlo, de lo
contrario no hubiéramos visto luz. ¡Cuidado!
Las paredes se derrumbaron a su alrededor y
sintieron el impacto. Una ducha de fino polvo cayó sobre ellos. Powell levantó
cautelosamente la cabeza y miró.
—Está bien, Mike. Están allí.
Los relucientes robots estaban aglomerados
quince metros más abajo, en el túnel principal. Los brazos metálicos
trabajaban laboriosamente en el montón de escombros creado por la última
explosión.
—No perdamos tiempo —dijo Donovan con afán—.
No tardarán mucho en terminar y la próxima explosión puede alcanzarnos.
—¡Por lo que más quieras, no me apures!
—Powell sacó el detonador y sus ojos buscaron afanosamente a través del fondo
polvoriento, donde la única luz era la de los robots y era imposible ver una
roca saliente en la oscuridad.
—Hay un punto en el techo, casi encima de
ellos. La última explosión no lo ha derribado del todo. Si puedes alcanzarlo
en la base, la mitad del techo se vendrá abajo.
Powell siguió la dirección del delgado dedo.
—¡Cuidado! Ahora fija tu mirada en los robots
y reza por que no se vayan demasiado lejos en esta parte del túnel. Son mis
fuentes de luz. ¿Están los siete allí?
—Los siete —dijo Donovan después de haberlos
contado.
—Bien, entonces, obsérvalos. Fíjate en todos
sus movimientos.
Levantó el detonador y apuntó, mientras
Donovan vigilaba y pestañeaba bajo el sudor que se metía en sus ojos. Disparó.
Hubo una sacudida, una serie de fuertes
vibraciones y una nueva sacudida más fuerte que arrojó a Powell con fuerza
contra Donovan.
—¡Greg, me has empujado! —gritó Donovan—. No
veo nada...
—¿Dónde están? —preguntó Powell con violencia.
Donovan guardaba un estúpido silencio. No
había rastro de los robots. Todo estaba oscuro como las riberas de la laguna
Estigia.
—¿Crees que los hemos sepultado? —balbuceó Donovan.
—Vamos a bajar. No me preguntes lo que creo.
Powell se arrastró hacia abajo, a toda
velocidad.
—¡Mike!
Donovan se detuvo en el momento en que iba a
seguirlo.
—¿Qué ocurre, ahora?
—¡Detente! —La respiración de Powell llegaba
ronca e irregular a los oídos de Donovan—. ¡Mike! ¿Me oyes, Mike?
—Estoy aquí. ¿Qué ocurre?
—Estamos bloqueados. No fue el techo que estaba a quince
metros de nosotros lo que se vino abajo, sino el nuestro. La sacudida lo ha
derribado.
—¡Cómo! —Donovan avanzó y se encontró con una
barrera de tierra—. Enciende.
Powell encendió. En ninguna parte había un
agujero por donde pudiese pasar una liebre.
—Vaya, ¿y qué hacernos ahora? —dijo Donovan en
voz baja.
Perdieron algún tiempo y algún esfuerzo
tratando de mover la barrera que los bloqueaba. Powell trató de ensanchar los
bordes del agujero original y por un momento levantó su detonador. Pero sabía
que tan de cerca, una explosión hubiera equivalido a un suicidio.
—¿Sabes, Mike —dijo sentándose en el suelo—,
que hemos armado un lío? No estamos más cerca de saber qué le ocurre a Dave.
Fue una buena idea, pero nos ha salido al revés.
La mirada de Donovan delataba una amargura
cuya intensidad se perdía totalmente en la oscuridad.
—Sentiría ofenderte, muchacho, pero aparte de
lo que sepamos o ignoremos acerca de Dave, estamos en una trampa. Si no nos
liberamos, compañero, vamos a morir. M-O-R-I-R, morir. ¿Cuánto oxígeno tenemos,
de todos modos? No más de seis horas.
—Ya he pensado en esto —dijo Powell,
llevándose los dedos a su sufrido bigote y tratando de levantar su inútil visor
transparente—. Desde luego, podríamos hacer que Dave nos saque de aquí
fácilmente en este tiempo, de no ser porque nuestra preciosa jugarreta lo debe
haber sepultado también con su radiocircuito.
—Lo cual no es muy risueño.
Donovan avanzó hacia la abertura y consiguió
encajar en ella muy justamente su protegida cabeza.
—¡Eh, Greg!
—¿Qué hay?
—Supongamos que tuviésemos a Dave a seis metros.
Esto nos salvaría.
—Seguro, pero, ¿dónde está?
—Abajo, en el corredor. Pero, por lo que más
quieras, no sigas tirando de mí o me vas a arrancar la cabeza de su soporte.
Ya te dejaré mirar.
Powell consiguió asomar la cabeza.
—Lo hemos hecho muy bien. Mira estos idiotas.
Debe ser un ballet esto que hacen.
—Deja las observaciones secundarias. ¿Se
acercan?
—No puedo decírtelo. Están demasiado lejos.
Pásame la lámpara, ¿quieres? Trataré de llamar su atención de esta manera.
Al cabo de dos minutos, abandonó.
—No hay nada que hacer. Deben ser ciegos. ¡Oh,
oh, ahora avanzan hacia nosotros! ¿Qué crees?
—¡Eh, déjame ver! —dijo Donovan.
Hubo un nuevo silencio y Donovan asomó la
cabeza. Se acercaban. Dave avanzaba rápidamente a la cabeza de los seis
«dedos», que lo seguían en fila india, balanceándose.
—¿Qué hacen? Eso es lo que quisiera saber.
Parece una pantomima —se preguntó Donovan.
—¡Déjate de descripciones! —gruñó Powell—. ¿A
qué distancia están?
—A unos quince metros y vienen en esta
dirección. Estaremos fuera dentro de quince min.... ¡Eh, eh, ay...! ¡AY!
—¿Qué ocurre, ahora? —Powell necesitó algunos
segundos para volver en sí ante las exaltaciones vocales de Donovan—. Vamos
ya. Déjame asomar también... No seas egoísta.
Avanzó hacia el agujero, pero Donovan lo
apartó de un puntapié.
—Han dado media vuelta, Greg. Se marchan. ¡Dave!
¡Eh, Da...ve!
—¿De qué te sirve gritar, idiota? El sonido no
se transmite.
—Pues entonces, golpea las paredes,
derríbalas, manda alguna vibración. Tenemos que llamar su atención de alguna
manera, Greg, o estamos fritos.
Se agitaba como un loco. Powell lo sacudió.
—Espera, Mike, espera. Escucha, tengo una
idea. ¡Por Júpiter, es el momento de apelar a las soluciones sencillas! ¡Mike!
—¿Qué quieres?
—Déjame meter aquí antes que estén fuera de
nuestro alcance.
—¡Fuera de nuestro alcance! ¿Qué vas a hacer?
¡Eh! ¿Qué vas a hacer con el detonador? —dijo agarrando el brazo de Powell.
Powell se soltó con una violenta sacudida.
—Voy a hacer algunos disparos...
—¿Por qué?
—Te lo diré más tarde. Veamos si sirve de
algo, primero. Si no... Quítate de aquí y deja que me meta yo.
Los robots eran ya unos simples puntos que
disminuían de tamaño en la distancia. Powell ajustó la mira y la alzó
cuidadosamente y apretó tres veces el gatillo. Bajó el arma y miró atentamente.
Uno de los subsidiarios había caído. Sólo se veían seis relucientes figuras.
—¡Dave! —gritó Powell por el transmisor,
dudando.
Hubo una pausa y los dos hombres oyeron la respuesta.
—¿Jefe? ¿Dónde estás? El pecho de mi tercer
subsidiario ha estallado. Está fuera de servicio.
—Déjate de subsidiarios —dijo Powell—. Estamos
atrapados en una trampa..., es un desprendimiento de tierras, donde estaban
trabajando. ¿Puedes ver nuestros destellos?
—Sí, vamos allí en seguida.
Powell se echó hacia atrás y relajó sus
músculos doloridos.
—Bien, Greg —dijo Donovan lentamente con un
sollozo contenido en la voz—. Has ganado. Golpeo el suelo con mi frente delante
de tus pies. Ahora no me cuentes ningún cuento. Dime exactamente qué ha pasado.
—Es fácil. Que durante todo el proceso hemos
omitido lo evidente..., como de costumbre. Sabíamos que se trataba del
circuito de iniciativa personal, y que ocurría siempre durante los momentos de
peligro, pero seguíamos buscando un orden específico como causa. ¿Y por qué
tenía que haber un orden?
—¿Por qué no?
—Mira. ¿Qué tipo de orden requiere mayor
iniciativa? ¿Qué tipo de orden se presenta casi siempre sólo en momentos de
peligro?
—No me preguntes, Greg. Dímelo y basta.
—Eso estoy haciendo. Es una orden séxtuple. En
condiciones ordinarias, con uno o más de los «dedos» realizando un trabajo
rutinario que no requiere una estrecha supervisión, nuestros cuerpos transmiten
el movimiento rutinario. Pero en un caso de peligro, los seis subsidiarios
tienen que ser inmediatamente movilizados.
»Dave tiene que mandar seis robots a la vez.
El resto era fácil. Cualquier disminución en la iniciativa requerida, como la
llegada de los seres humanos, lo hace retroceder. Por esto destruí uno de los
robots. Al hacerlo, él transmitía sólo una orden quíntuple. La iniciativa
disminuye..., vuelve a la normalidad.
—Pero..., ¿cómo has descubierto todo esto?
—Simple suposición lógica. Lo he probado y ha
salido bien.
—Aquí estoy —resonó de nuevo en sus oídos la
voz del robot—. ¿Pueden esperar media hora?
—Fácilmente —dijo Powell. Y volviéndose hacia
Donovan, prosiguió—: Y ahora el juego será sencillo. Revisaremos los
circuitos y comprobaremos cada parte que tiene un trabajo de orden séxtuple
como en oposición a un orden quíntuple. ¿Qué campo nos deja esto?
—No mucho, me temo —dijo Donovan después de
haber reflexionado—. Si Dave es como el modelo preliminar que vimos en la
fábrica, tiene un circuito coordinador especial que será la única sección
afectada. —Se animó súbitamente de una forma extraña—. Oye, no estaría del todo
mal. No hay nada contra esto...
—Muy bien. Piensa en esto y comprobaremos los
planos cuando regresemos. Y ahora, hasta que venga Dave, voy a descansar.
—¡Eh, espera! Dime una cosa. ¿Qué eran aquellas
extrañas marchas, aquellos pasos de baile que ejecutaban los robots cada vez
que se descomponían?
—¿Eso? No lo sé. Pero tengo una idea. Recuerda
que estos subsidiarios eran como «dedos» de Dave. Decíamos siempre esto, ¿te
acuerdas? Pues bien, tengo la impresión que durante estos intervalos, cada vez
que Dave se convertía en un caso de psiquiatría, se dejaba llevar por su
obsesión, daba vueltas a sus dedos.
* * *
Susan Calvin hablaba de Powell y Donovan sin el menor
esfuerzo de sonrisa, pero su voz cobraba calor cuando mencionaba los robots. Le
era muy fácil hablar de los Speedy, los Cuties o los Daves, y la atajé. De lo
contrario, nos hubiera explicado media docena más.
—¿Y no ha ocurrido nunca nada, en la Tierra?
—pregunté.
Me miró frunciendo ligeramente el ceño.
—No, no tenemos gran cosa que ver con los
robots, aquí en la Tierra.
—Pues es una lástima. Sus ingenieros son
buenos, pero, ¿no podríamos hablar un poco de esto? Es su cumpleaños, ya lo
sabe usted.
Me alegró ver que se sonrojaba.
—También yo he tenido disgustos con los robots
—dijo—. ¡Cielos, cuánto tiempo hace que no pienso en esto! ¡Si hace cerca de
cuarenta años! Ciertamente..., fue en 2021. Y yo tenía casi cuarenta años.
¡Oh..., preferiría no hablar de esto!
Esperé, seguro que cambiaría de parecer. Y así
fue.
—¿Por qué no? —dijo—. No puede hacerme ya daño alguno. Ni
tan sólo el recuerdo. Fui un poco locuela en otro tiempo, joven. ¿Lo creería
usted?
—No —dije.
—Pues lo era. Pero Herbie era un robot qué
podía leer el pensamiento.
—¿Cómo?
—El único en su clase. Ni antes ni después. Un
error..., en cierto modo.
¡Embustero!
Alfred Lanning encendió cuidadosamente el cigarro, pero las
puntas de los dedos le temblaban ligeramente. Sus cejas grises se juntaban
mientras iba hablando entre bocanadas de humo.
—Que lee el pensamiento..., no queda la menor
duda de eso. Pero, ¿por qué? —dijo, mirando al matemático Peter Bogert.
Bogert echó atrás su negro cabello con las dos
manos.
—Éste fue el trigésimo cuarto modelo RB que
sacamos, Lenning. Todos los demás eran estrictamente ortodoxos.
El tercer hombre que había con ellos en la
mesa frunció el ceño. Milton Ashe era el empleado más joven de la «U. S. Robots
& Mechanical Men Inc.», y estaba orgulloso de su puesto.
—Escuche, Bogert, no hubo el menor error en el
montaje, desde el principio hasta el fin. Esto puedo garantizarlo.
Los labios gruesos de Bogert esbozaron una
sonrisa protectora.
—¿De veras? Si puede usted responder de la operación
entera de montaje, recomendaré su ascenso. Contando exactamente, la manufactura
de un solo ejemplar de cerebro positrónico, requiere setenta y cinco mil doscientas
treinta y cuatro operaciones, y cada una de ellas depende separadamente de un
cierto número de factores, de cinco a ciento cinco. Si uno de ellos sale
positivamente «mal», el cerebro está inutilizado. No hago más que citar
nuestro folleto informativo, Ashe.
Milton Ashe se sonrojó, pero una voz seca
cortó su respuesta.
—Si vamos a empezar echándonos la culpa mutuamente,
me voy —dijo Susan Calvin con las manos sobre el regazo, palideciendo
ligeramente sus delgados labios—. Tenemos en nuestras manos un robot capaz de
leer el pensamiento y me parece que lo más importante es descubrir por qué lo
lee. No será diciendo: «¡Es culpa tuya! ¡Es culpa mía!», como lo averiguaremos.
Sus fríos ojos grises se fijaron en Milton
Ashe que hizo una mueca.
Lanning hizo una también, y, como siempre en
tales casos, sus largos cabellos blancos y sus penetrantes y astutos ojos
hicieron de él la imagen de un patriarca bíblico.
—Tiene usted razón, doctora Calvin. Vamos a
exponerlo todo en forma de píldora concentrada —prosiguió, cambiando el tono
de voz, que se hizo más aguda—. Hemos producido un cerebro positrónico de un
tipo supuestamente ordinario, que tiene la extraordinaria propiedad de
sincronizarse con las ondas del pensamiento ajeno. Esto marcaría la fecha más
importante en el avance de la ciencia robótica de nuestra Era si supiésemos
por qué sucede. No lo sabemos, y tenemos que averiguarlo. ¿Está esto claro?
—¿Puedo hacer una indicación? —preguntó
Bogert.
—Diga.
—Que hasta que hayamos despejado esta
incógnita, y como matemático tengo motivos para suponer que la cosa no será
fácil, conservemos la existencia de RB-34 secreta. Incluso para los demás
miembros de la compañía. Como jefes de departamento, tenemos el deber de no
considerar este problema insoluble, y cuantos menos estemos al corriente...
—Bogert tiene razón —dijo la doctora Calvin—.
Desde que el Código Interplanetario ha sido modificado en el sentido de
permitir que los modelos de robots sean probados en los talleres antes de ser
lanzados al espacio, la propaganda antirrobot ha aumentado. Si trasciende la
noticia de la existencia de un robot capaz de leer el pensamiento antes que
podamos anunciar que tenemos el dominio completo del fenómeno, la campaña
adquirirá un incremento considerable.
Lanning fumaba su cigarro, asintiendo
gravemente. Se volvió a Ashe.
—Tengo entendido que estaba usted solo cuando
se dio cuenta del fenómeno —dijo en forma interrogadora.
—Lo dije, en efecto. Me llevé el susto mayor
de mi vida. Acababan de sacar a RB-34 de la mesa de ajuste y me lo enviaron.
Overmann estaba fuera, de manera que me lo llevé a las salas de prueba y empecé
con él. —Se detuvo y una leve sonrisa apareció en sus labios—. ¿Alguno de
ustedes ha sostenido alguna vez una conversación mental sin saberlo?
Nadie se tomó la molestia de contestar y
prosiguió:
—Al principio no se da uno cuenta,
¿comprenden?... Me habló, tan lógica y cuerdamente como puedan imaginar, y
sólo cuando estaba ya a más de medio camino de las salas de pruebas me di
cuenta que no había dicho nada. Desde luego, había pensado mucho, pero no es lo
mismo, ¿no es así? Encerré aquella máquina y corrí en busca de Lanning.
Tenerlo a mi lado, caminando juntos y verlo penetrar en mi cerebro, leyendo
mis pensamientos, me daba escalofríos.
—Lo comprendo —dijo Susan Calvin, pensativa.
Sus ojos se fijaban con intensidad en Ashe, de una manera curiosamente
significativa—. Tenemos tanto la costumbre de considerar nuestros pensamientos
como cosa privada...
—Entonces, sólo lo sabemos nosotros cuatro
—intervino Lanning con impaciencia—. ¡Bien! Tenemos que seguir adelante,
sistemáticamente. Ashe, quisiera que comprobase la operación de montaje desde
el principio hasta el fin. Tiene usted que eliminar todas las operaciones en
las cuales no hay posibilidad material de error, y anotar aquellas en que puede
haberlo, con su naturaleza y posible magnitud.
—Orden contundente —gruñó Ashe.
—¡Naturalmente! Desde luego, tomará usted a
sus órdenes a todos los hombres que necesite, y no me importa si pasamos de
los previstos. Pero no tienen que saber por qué, ¿comprende?
—¡Ejem!..., sí. ¡Otro trabajito de alivio!
—dijo el joven técnico con una mueca.
Lanning giró en su silla y se volvió hacia Susan Calvin.
—Usted tendrá que emprender su trabajo en otra
dirección. Como robopsicóloga de la organización, tendrá que estudiar el robot
y trabajar retrospectivamente. Trate de descubrir cómo funciona. Vea qué más
está ligado a sus poderes telepáticos, hasta dónde se extienden, qué curvatura
toma su dirección y qué perjuicio ha ocasionado exactamente a los robots RB
ordinarios. ¿Comprende?
Lanning no esperó a que la doctora Calvin
contestase.
—Yo coordinaré los datos e interpretaré
matemáticamente los resultados. —Chupó violentamente su cigarro y miró a los
demás a través del humo—. Bogert me ayudará en eso, desde luego.
Bogert se frotaba las uñas de una mano con la
palma de la otra.
—Bien. Entonces, manos a la obra. —Ashe echó
su silla atrás y se levantó. Su agradable rostro juvenil esbozó una sonrisa—.
Tengo que realizar el trabajo más arduo de todos, de manera que me voy a
trabajar.
Y con un «¡Hasta luego!», salió.
Susan Calvin contestó con una inclinación casi
imperceptible de cabeza, pero sus ojos lo siguieron hasta que se perdió de
vista, y no contestó cuando Lanning, con un guiño, dijo:
—¿Quiere usted subir y ver al RB-34 ahora,
doctora Calvin?
Cuando Susan Calvin entró, los ojos
fotoeléctricos de RB-34 se levantaron del libro que estaba leyendo, al oír el
chirrido de los goznes y se puso de pie. La doctora Calvin se detuvo para
volver a poner en su sitio el gran letrero de «Prohibida la entrada» de la
puerta y se aproximó al robot.
—Te he traído los textos sobre los motores
hiperatómicos, Herbie, algunos por lo menos. ¿Quieres echarles una mirada?
RB-34, conocido por el apodo de «Herbie», tomó
los tres pesados volúmenes que ella llevaba en los brazos y abrió uno de ellos
por el índice.
—¡Hum!... «Teoría de Hiperatómico»... —murmuró
sin articular, como para sí mismo. Hojeó las páginas y con el aire abstraído,
añadió—: ¡Siéntate, doctora Calvin! Necesitaré algunos minutos.
La doctora psicóloga se sentó mientras él
tomaba también una silla, se sentaba al otro lado de la mesa y comenzaba a recorrer
sistemáticamente los textos. Media hora después los dejó a un lado.
—Desde luego, sé por qué has traído esto.
—Lo temía —dijo la doctora, torciendo el
gesto—. Es difícil trabajar contigo, Herbie. Estás siempre un paso más adelante
que yo.
—Con estos libros ocurre lo mismo que con los
demás. No me interesan. No hay nada en sus textos. Su ciencia no es más que un
conjunto de datos recopilados, amasados, para formar una teoría tan
increíblemente sencilla que no vale casi la pena de ocuparse de ella. Es tu
parte imaginaria lo que me interesa. Tus estudios sobre la relación de los
motivos y emociones humanas... —su voluminosa mano describió un amplio ademán,
mientras buscaba las palabras adecuadas.
—Creo comprenderte —murmuró la doctora.
—Leo en los cerebros, ya lo sabes, y no tienes
idea de lo complicados que son —continuó el robot—. Me es difícil entenderlo
todo porque mi mente tiene muy poco en común con ellos..., pero lo intento y
vuestras novelas me ayudan.
—Sí, pero temo que después de las horripilantes
sensaciones emotivas de la novela sentimental de nuestros días —y dijo esto
con un tono de amargura en la voz— encuentres los cerebros auténticos como los
nuestros aburridos e incoloros.
—¡Pero no es así!
La súbita energía de su respuesta la hizo ponerse
de pie. Sintió que se sonrojaba, y con congoja pensó: «Debe saber...»
Herbie se arrellanó en su sillón y con una voz
en la cual el timbre metálico había desaparecido casi enteramente, murmuró:
—Desde luego, lo sé, Susan Calvin. Piensas
siempre en lo mismo, de manera que, ¿cómo no voy a saberlo?
—¿Se lo has dicho a alguien? —inquirió ella.
—¡No! —exclamó él con auténtica sorpresa—. Nadie
me lo ha preguntado.
—Entonces... —susurró ella—, debes creer que
estoy loca.
—No, es una emoción normal.
—Por esto quizá es una locura. —El
apasionamiento de su voz ahogó toda otra emoción. Una parte del alma femenina
asomó tras la capa doctoral—. No soy lo que podríamos llamar atractiva...
—Si te refieres al simple atractivo físico, no
puedo juzgar. Pero sé que, en todo caso, hay otros tipos de atracción.
—Ni joven —dijo ella, casi sin oír lo que
decía el robot.
—No tienes todavía cuarenta años —dijo Herbie
con un toque de insistencia en la voz.
—Treinta y ocho si contamos los años; por lo
menos sesenta si tenemos en cuenta mi concepto emotivo de la vida. Por algo soy
psicóloga. Y él tiene escasamente treinta y cinco, y parece y actúa como si
fuese más joven. ¿Crees que me ve alguna vez como otra cosa que lo que soy...?
—Te equivocas. Escúchame... —dijo Herbie golpeando
con su puño de acero la mesa de plástico, que produjo un estridente ruido.
Pero Susan Calvin se volvió hacia él y el
dolor de su mirada se convirtió en una llamarada.
—¿Por qué me equivocaría? ¿Qué sabes tú de
todo esto..., siendo una simple máquina? Para ti no soy más que un ejemplar; un
gusano interesante con una mente peculiar abierta a toda inspección. ¿No soy
acaso un magnífico ejemplo de fracaso? Como tus libros... —Su voz, convertida
en sollozos, resonaba en el silencio.
El robot se amilanó ante aquel estallido.
Movió la cabeza, suplicante.
—¿No quieres escucharme? Podría ayudarte, si
me dejas.
—¿Cómo? ¿Dándome un buen consejo? —dijo, torciendo
nuevamente el gesto.
—No, no es eso. Es que sé lo que piensan los
demás... Milton Ashe, por ejemplo.
Hubo un largo silencio durante el cual Susan
Calvin bajó los ojos.
—No quiero saber lo que piensa —susurró—. ¡Cállate!
—Creía que querrías saber lo...
Susan seguía con la cabeza baja, pero su
respiración se aceleraba.
—Estás diciendo tonterías —susurró.
—¿Por qué? Trato de ayudarte. Milton Ashe
piensa de ti...
La doctora, viendo que se callaba, levantó la
cabeza:
—¿Y bien?
—Te ama —dijo el robot, tranquilamente.
Durante un minuto entero, la doctora
permaneció sin hablar. Sólo miraba.
—¡Estás equivocado! —dijo por fin—. ¡Tienes
que estarlo! ¿Por qué me amaría?
—Pero te ama... Una cosa así no puede quedar
oculta..., para mí.
—Pero soy tan..., tan... —balbuceó, y se
detuvo.
—No se detiene en las apariencias; admira el
intelecto, en los demás. Milton Ashe no es de los que se casan con una mata de
pelo y un par de ojos bonitos.
Susan Calvin se dio cuenta que estaba
parpadeando rápidamente y esperó antes de hablar. Incluso entonces su voz
temblaba.
—Y sin embargo, jamás ha indicado en modo alguno...
—¿Le has dado alguna vez la ocasión?
—¿Cómo podía? Jamás pensé que...
—¡Exacto!
La doctora hizo una pausa, quedando pensativa,
y después levantó súbitamente la vista.
—Hace un año, una muchacha fue a verlo al laboratorio.
Era linda, supongo, rubia y esbelta. Y, desde luego, no sabía ni que dos y dos
eran cuatro. Él pasó todo el día sacando el pecho fuera, tratando de explicarle
cómo se construía un robot. —La dureza de su voz había reaparecido—. ¡Pero no
lo entendió! ¿Quién era?
—Conozco la persona a quien te refieres
—respondió Herbie sin vacilar—. Es su prima hermana y no siente por ella ningún
interés sentimental. Te lo aseguro.
Susan Calvin se puso de pie con una vivacidad
casi infantil.
—¿No es extraño, esto? Es exactamente lo que
quería decirme algunas veces, sin llegar nunca a convencerme. Entonces debe
ser verdad.
Se acercó a Herbie y tomó su mano fría.
—¡Gracias, Herbie!... —Su voz era como una
ronca súplica—. No hables con nadie de esto. Que sea nuestro secreto..., para
siempre.
Con esto y un convulsivo apretón de la mano de
metal, incapaz de respuesta, salió.
Herbie se volvió lentamente hacia la
abandonada novela, pero no había nadie allí para leer sus propios pensamientos.
Milton Ashe se desperezó lenta y
concienzudamente y miró a Peter Bogert, doctor en Filosofía.
—Digo... —dijo—. Llevo una semana con esto y
casi sin dormir. ¿Hasta cuándo tengo que seguir así? Creía que dijo usted que
el bombardeo positrónico en la Cámara de Vacío D era la solución...
Bogert bostezó delicadamente y examinó sus blancas
manos con atención.
—Lo es. Le sigo la pista.
—Sé lo que significa que un matemático diga
esto. ¿A cuánto está del final?
—Depende.
—¿De qué? —preguntó Ashe, desplomándose sobre
un sillón y estirando las piernas.
—De Lanning. No está de acuerdo conmigo —dijo
con un suspiro—. Va un poco atrasado, esto es lo malo. Se aferra a las máquinas
matriz en todo y por todo y este problema requiere de instrumentos matemáticos
más poderosos. Es testarudo.
—¿Por qué no pedir a Herbie que arregle el
asunto? —preguntó Ashe, soñoliento.
—¿Al robot? —preguntó Bogert, con los ojos
saltándole de las órbitas.
—¿Por qué no? ¿No le ha dicho nada la doctora?
—¿La señorita Calvin?
—Sí, Susie en persona. El robot es una cosa
matemática. Lo sabe todo de todo y un poco más. Resuelve integrales triples de
memoria y hace análisis de tensores de postre.
—¿Habla usted en serio? —preguntó el
matemático, mirándolo con recelo.
—Completamente en serio. Lo malo es que al granuja
no le gustan las matemáticas. Prefiere leer novelas sentimentales. ¡De veras!
Vaya a ver a la activa Susie alimentándolo con «Pasión Purpúrea» y «Amor en el
Espacio».
—La doctora Calvin no nos ha dicho una palabra
de esto.
—No ha acabado de estudiarlo todavía. Ya sabe
usted cómo es. Le gusta tener pleno conocimiento de las cosas antes de hablar
de ellas.
—¿Se lo ha dicho usted?
—Hemos charlado casualmente. Últimamente la he
visto a menudo. —Abrió los ojos y frunció el ceño—. Oiga, Bogie, ¿no ha
observado nada extraño en ella, últimamente?
—Usa lápiz de labios, si es esto a lo que se refiere
—respondió Bogart, borrando de su rostro la fea mueca.
—¡Diablos, ya lo sé! Carmín, polvos y rimel
para los ojos. Pero no es esto. No logro poner el dedo en la llaga. Es la
manera como habla..., como si hubiese algo que la hiciese feliz... —Quedó un
momento pensativo y se encogió de hombros.
Bogert soltó una carcajada que para un
científico de más de cincuenta años no estaba mal.
—Quizá esté enamorada. —dijo.
—Está usted loco, Bogie —dijo Ashe cerrando de
nuevo los ojos—. Vaya usted a hablar con Herbie; yo quiero dormir.
—¡Muy bien! No es que me guste mucho que un
robot me enseñe mi oficio ni crea que pueda hacerlo...
Un sonoro ronquido fue la única respuesta.
Herbie escuchaba atentamente mientras Peter Bogert,
con las manos en los bolsillos, hablaba con artificiosa indiferencia.
—Ya lo sabes, entonces. Me han dicho que
entiendes en estas cosas y te las pregunto más por curiosidad que por otra
cosa. Mi línea de razonamiento, como te he explicado, comprende algunos puntos
dudosos, lo confieso, que el doctor se niega a aceptar, y el cuadro es todavía
bastante incompleto. —Viendo que el robot no contestaba añadió—: ¿Y bien?
—No veo ningún error —dijo el robot.
—¿Supongo que no podrás ir más allá de esto?
—No me atrevo a intentarlo. Eres mejor matemático que yo
y..., en fin, no me gusta comprometerme.
En la sonrisa de complacencia de Bogert hubo
una sombra de tolerancia.
—Suponía que sería éste el caso. Eres
profundo. Olvidémoslo.
Arrugó las hojas de papel, las echó en la
cesta de papeles, dio media vuelta para marcharse y cambió di opinión.
Después de una pausa, añadió:
—A propósito...
El robot esperaba. Bogert parecía tener alguna
dificultad.
—Hay algo que quizá..., podrías... —Se detuvo.
—Tus ideas son confusas; pero no hay duda que
éstas se refieren al doctor Lanning —dijo Herbie pausadamente—. Es tonto
vacilar, porque en cuanto decidas lo que quieres, sabré qué es lo que deseas
preguntar.
La mano del matemático se acarició el cabello
con un gesto familiar.
—Lanning bordea los setenta —dijo, como si
explicase algo.
—Lo sé.
—Y ha sido director de los talleres durante
casi treinta años.
Herbie asintió.
—Bien, entonces... —la voz de Bogert se hacía
más humilde—, tú sabrás mejor..., si está pensando en dimitir. La salud, quizá,
u otra razón...
—Exacto —dijo Herbie como única respuesta.
—Bien, ¿lo sabes?
—Ciertamente.
—¿Y puedes..., decírmelo?
—Puesto que me lo preguntas, sí —respondió el
robot sin dar la menor importancia a la cosa—. Ha dimitido ya.
—¿Cómo? —La exclamación fue un sonido explosivo,
casi inarticulado. La voluminosa cabeza del científico avanzó hacia adelante—.
¡Dilo otra vez!
—Ha dimitido ya —repitió tranquilamente el robot—,
pero su dimisión no ha sido tenida en cuenta todavía. Está esperando resolver
el problema..., mío. Una vez conseguido esto, está dispuesto a poner a
disposición de quien le suceda el cargo de director.
—¿Y este sucesor..., quién es? —preguntó
Bogert, respirando jadeante. Se había acercado a Herbie, con los ojos fijos en
las inescrutables células fotoeléctricas del robot.
—Tú eres el futuro director —dijo lentamente.
Bogert se permitió esbozar una sonrisa
satisfactoria.
—Es bueno saberlo. Siempre lo había augurado
así. Gracias, Herbie.
Peter Bogert había estado aquella mañana en su
despacho hasta las cinco y a las nueve estaba nuevamente en él. La estantería
que tenía sobre su mesa se había quedado sin libros de referencia a medida que
iba consultando uno después del otro. Las páginas de cifras y cálculos que
tenía delante crecían microscópicamente, mientras los papeles arrugados que
cubrían el suelo formaban una montaña.
A las doce en punto, miró la última página, se
frotó sus congestionados ojos, bostezó y se estremeció.
—La cosa va poniéndose peor minuto a minuto.
¡Maldita sea!
Se volvió al oír el ruido de una puerta que se
abría y saludó a Lanning que entraba, haciendo crujir los nudillos de su
huesuda mano.
El director dirigió una escrutadora mirada al
montón de papeles y frunció su velludo ceño.
—¿Nueva orientación? —preguntó.
—No —respondió Bogert con recelo—. ¿Qué hay de
malo en la antigua?
Lanning no se tomó la molestia de contestar ni
hizo más que dirigir una simple mirada de desprecio a la hoja de encima de la
mesa de Bogert. Encendió un pitillo y al resplandor de la cerilla, dijo:
—¿Le ha hablado Calvin del robot? Es un genio
matemático. Verdaderamente extraordinario.
—Eso he oído decir —dijo Bogert con
desprecio—. Pero Calvin haría mejor en atenerse a la robopsicología. He
examinado a Herbie en matemáticas y apenas puede resolver un cálculo.
—Calvin no lo considera así.
—Está loca.
—Yo no lo considero así —repitió el director,
entornando los ojos.
—¡Usted! —La voz de Bogert se endurecía—. ¿De qué está
hablando?
—He sometido a prueba a Herbie esta mañana y
puede hacer cosas de las que no había oído hablar nunca.
—¿De veras?
—Parece usted muy escéptico. —Lanning sacó una
hoja de papel de su bolsillo y la desdobló—. ¿Ésta no es mi escritura, verdad?
Bogert examinó la gran anotación angulosa que
cubría la hoja.
—¿Ha hecho Herbie esto?
—Exacto. Y observará que ha estado trabajando
en su integración de tiempo de la Ecuación 22. Llega a idénticas
conclusiones..., y en la cuarta parte del tiempo. —Acompañó esta última
afirmación señalando el papel con su dedo amarillento—. No tiene usted derecho
—añadió—, a despreciar el Efecto de Permanencia en el bombardeo positrónico.
—No lo desprecio. Por Dios, Lanning, métase
bien en la cabeza que esto cancelaría...
—Sí, seguro, ha explicado usted esto. ¿Emplea
usted la Ecuación de Conversión Mitchell, verdad? Bien..., pues no sirve.
—¿Por qué no?
—Por una parte, porque ha empleado usted
hiperimaginarios.
—¿Qué tiene que ver esto con lo otro?
—La Ecuación de Mitchell no aguantará
cuando...
—¿Está usted loco? Si releyese usted el texto
original de Mitchell en las Actas de...
—No tengo necesidad de ello. Ya le dije desde el principio
que no me gusta su razonamiento, y Herbie me apoya en esto.
—¡Bien, entonces —gritó Bogert— que le
resuelva el problema del despertador mecánico éste! ¿Para qué tomarse la
molestia de buscar no-esenciales?
—Éste es exactamente el punto difícil. Herbie
no puede resolver el problema. Y si él no puede, nosotros no podemos
tampoco..., solos. Llevaré la cuestión ante la Junta Nacional. Está más allá de
nosotros.
La silla de Bogert cayó de espaldas al
levantarse de un salto con el rostro congestionado.
—¡No hará usted nada de esto!
—¿Es que va usted a decirme lo que puedo y no
puedo hacer? —preguntó Lanning.
—¡Exactamente! —fue la excitada respuesta—.
¡Tengo el problema planteado y no me lo va usted a quitar de las manos, me
entiende! No piense que no veo a través de usted, fósil disecado. Sería capaz
de cortarse la nariz antes de dejarme conseguir el mérito de resolver el
problema de la telepatía robótica.
—Es usted un perfecto idiota, Bogert, y dentro
de dos segundos estará usted destituido por insubordinación. —El labio
inferior de Lanning temblaba de indignación.
—Lo cual es una de las cosas que no hará,
Lanning. Con un robot capaz de leer el pensamiento no hay secretos que valgan,
de manera que sé ya cuanto hace referencia a su dimisión.
La ceniza del pitillo de Lanning tembló y
cayó, seguida del pitillo.
—¡Cómo!... ¡Cómo!...
Bogert se echó a reír con maldad.
—Y yo soy el nuevo director, téngalo bien
entendido. Estoy perfectamente enterado de ello, aunque crea lo contrario.
¡Maldita sea, Lanning, voy a dar las órdenes oportunas, o aquí se va a armar el
lío mayor en que se habrá encontrado metido en su vida!
Lanning consiguió hablar, pero fue más bien un
rugido.
—¡Está usted despedido! ¿Se entera? ¡Queda
usted relevado de todas sus funciones! ¡Está despedido! ¿Lo entiende?
La sonrisa en el rostro de Bogert se ensanchó
todavía más.
—Bueno, y ¿de qué sirve todo esto? Así no va
usted a ninguna parte. Tengo los triunfos en la mano. Sé que ha dimitido,
Herbie me lo ha dicho y lo sabe perfectamente por usted.
Lanning hizo un esfuerzo por hablar con calma.
Parecía viejo, muy viejo, sus ojos cansados miraban a través de un rostro
cuyo color había desaparecido, para dejar sólo el tono lívido de la edad.
—Quiero hablar con Herbie. No puede haberle dicho
nada de esto. Está usted jugando fuerte, Bogert, pero yo le llamo a esto un
«bluff». Venga conmigo.
—¿A ver a Herbie? ¡Magnífico! ¡Verdaderamente magnífico!
Eran también las doce en punto cuando Milton
Ashe levantó la vista de su vago diseño y dijo:
—¿Comprende la idea? No sirvo mucho para estas
cosas, pero es algo así. Es una preciosura de casa y puedo tenerla casi por
nada.
Susan Calvin contempló el diseño con ojos
tiernos.
—Es realmente bonita —suspiró—. A menudo he
pensado que también me gustaría... —Su voz se desvaneció.
—Desde luego —continuó Ashe animadamente dejando
el lápiz—. Tendré que esperar a mis vacaciones. Faltan sólo dos semanas, pero
este asunto de Herbie lo tiene todo en el aire. —Fijó la mirada en sus uñas—.
Además, hay otro punto..., pero esto es un secreto.
—Entonces, no me lo diga.
—¡Oh, pronto tendré que decirlo, estallo por
decírselo a alguien!... Y usted es precisamente la mejor..., eh..., la mejor confidente
que puedo encontrar aquí...
Tuvo una sonrisa de timidez. El corazón de
Susan latía con fuerza, pero no tuvo confianza en sí misma para hablar.
—Francamente —prosiguió Ashe acercando su
silla y bajando la voz hasta convertirla en un susurro confidencial—, la casa
no va a ser sólo para mí..., voy a casarme.
Susan se levantó de un salto.
—¿Qué le ocurre?
—¡Oh, nada! —La horrible sensación vertiginosa
se desvaneció en el acto, pero era difícil hacer salir las palabras de la
boca—. ¿Casarse?... ¿Quiere decir?...
—¡Sí, seguro! ¿Es ya tiempo, no? ¿Recuerda
aquella muchacha que vino a verme el verano pasado?... ¡Pues es ella! ¿Pero se
siente usted mal?... ¿Qué...?
—Jaqueca —dijo ella, alejándolo débilmente con
un gesto—. He estado..., he estado sujeta a ellas últimamente. Quiero
felicitarlo..., desde luego. Me alegro mucho... —La inexperimentada aplicación
del carmín a las mejillas formaba dos manchas coloradas sobre su rostro de un
blanco de cal. Los objetos habían empezado a girar nuevamente—. Perdóneme, por
favor.
Salió de la habitación balbuceando excusas.
Todo había ocurrido con la catastrófica rapidez de un sueño..., y con el
irreal horror de una pesadilla.
Pero, ¿cómo podía ser? Herbie había dicho...
¡Y Herbie sabía! ¡Herbie podía leer en las mentes!
Sin darse cuenta, se encontró apoyada contra
el marco de la puerta de Herbie, jadeante, mirando su rostro metálico. Debió
subir los dos tramos de escalera, pero no tenía el menor recuerdo de ello. La
distancia había sido cubierta en un instante, como en sueños.
¡Como en sueños!
Y los imperturbables ojos de Herbie se fijaban
en los suyos y el tenue rojo parecía convertirse en dos relucientes globos de
pesadilla.
Hablaba, y Susan sintió el frío cristal de un
vaso apoyarse en sus labios. Bebió y con un estremecimiento volvió a la
realidad de lo que la rodeaba. Herbie seguía hablando; en su voz había una
agitación, como si se sintiese ofendido, temeroso, suplicante. Sus palabras
empezaban a cobrar sentido.
—Esto es un sueño —iba diciendo—, y no debes
creer en él. Pronto despertarás en el mundo real y te reirás de ti misma. Te
quiere, te digo. ¡Te quiere! ¡Pero no aquí! ¡No ahora! Esto es todo ilusión.
Susan Calvin asentía, su voz convertida en un
susurro.
—¡Sí! ¡Sí! —Agarraba el brazo de Herbie,
aferrándose a él, repitiendo una y otra vez—: ¿No es verdad, eh? ¡No lo es, no
lo es!
Cómo volvió a sus cabales, no lo supo nunca,
pero fue como pasar de un mundo de nebulosa irrealidad a uno de luz violenta.
Lo apartó de ella, empujó con fuerza el brazo de acero, sin expresión en la
mirada.
—¿Qué vas a intentar hacer? —exclamó con la
voz convertida en un grito—. ¿Qué vas a intentar hacer?
—Quiero ayudarte —respondió Herbie.
—¿Ayudarme? —exclamó la doctora, mirándolo—.
¿Diciéndome que todo esto es un sueño? ¡Tratando de llevarme a una
esquizofrenia! —Una tensión histérica se apoderaba de ella—. ¡Esto no es un
sueño! ¡Ojalá lo fuese! —Detuvo su respiración en seco—. ¡Espera! ¡Ya...,
ya..., comprendo! ¡Dios bondadoso, todo está tan claro!
En la voz del robot hubo un acento de horror.
—Tenía que hacerlo...
—¡Y yo te creí! ¡Jamás pensé...!
Unas fuertes voces detrás de la puerta
atajaron sus palabras. Susan se volvió, cerrando los puños espasmódicamente, y
cuando Bogert y Lanning entraron, estaba al lado de la ventana más alejada.
Ninguno de los dos hombres prestó atención a su presencia.
Se acercaron a Herbie simultáneamente;
Lanning, furioso, e impaciente. Bogert, frío y sardónico. El director fue el
primero en hablar.
—¡Ven aquí, Herbie! ¡Escúchame!
El robot enfocó sus ojos en el anciano
director.
—Sí, doctor Lanning.
—¿Has hablado de mí con el doctor Bogert?
—No, señor —la respuesta vino lenta, y la
sonrisa del rostro de Bogert se desvaneció.
—¿Cómo es eso? —exclamó Bogert avanzando ante
su superior y deteniéndose ante el robot—. Repite lo que me dijiste ayer.
—Dije que... —Herbie permaneció silencioso. En
la profundidad de su cuerpo el diafragma metálico vibraba con sonidos
discordantes.
—¿No me dijiste que había dimitido?
¡Contéstame! —rugió Bogert.
Bogert levantó los brazos, desesperado, pero
Lanning lo apartó al lado.
—¿Trataste de engañarlo con una mentira?
—Ya lo ha oído, Lanning. Ha empezado a decir
«Sí» y se ha parado. ¡Apártese de aquí! ¡Quiero saber la verdad por él mismo!
—Yo se la preguntaré —dijo Lanning,
volviéndose hacia el robot—. Bueno, Herbie, cálmate. ¿He dimitido?
Herbie lo mirada y Lanning repitió,
impaciente:
—¿He dimitido? —Hubo una leve insinuación de
negativa en la cabeza del robot. Una larga espera no produjo nada más.
Los dos hombres se miraron y la hostilidad de
sus ojos era tangible.
—¡Que diablos! —estalló Bogert—. ¿Es que el robot
se ha vuelto mudo? ¿Es que no puedes hablar, monstruosidad?
—Puedo hablar —dijo la respuesta rápida.
—Entonces contesta esta pregunta: ¿Me dijiste
que Lanning había dimitido, o no? ¿Ha dimitido?
Y de nuevo se produjo el profundo silencio,
hasta que desde el extremo de la habitación, resonó súbita la fuerte risa de
Susan Calvin, vibrante y semihistérica. Los dos matemáticos pegaron un salto y
Bogert entornó los ojos.
—¿Usted aquí? ¿Qué es lo que le hace tanta
gracia?
—No hay nada gracioso —dijo ella, sin
naturalidad en la voz—. Es sólo que no soy la única que ha caído en la trampa.
Hay una cierta ironía en ver a tres de los más grandes expertos en robótica del
mundo caer en la misma trampa elemental, ¿no creen? —Su voz se desvaneció y se
llevó una pálida mano a la frente—. Pero no es gracioso...
Esta vez la mirada que se cruzó entre los dos hombres fue grave.
—¿De qué trampa está usted hablando? —preguntó
secamente Lanning—. ¿Es que le pasa algo a Herbie?
—No —dijo Susan acercándose lentamente—, no le
pasa nada..., es a nosotros mismos a quienes nos pasa. —Se volvió súbitamente
hacia el robot y le gritó con violencia—: ¡Lejos de mí! ¡Vete al otro extremo
de la habitación y que no te vea cerca!
Herbie se estremeció ante la furia de sus ojos
y se alejó con su paso metálico. La voz hostil de Lanning dijo:
—¿Qué significa todo esto, doctora Calvin?
Susan se colocó frente a ellos y los miró con
sarcasmo:
—¿Supongo que conocen ustedes la Primera Ley
fundamental de la Robótica?
Los dos hombres asintieron a la vez.
—Ciertamente —dijo Bogert, irritado—, «un
robot no debe dañar a un ser humano ni por su inacción permitir que se le
dañe».
—Bien dicho —se mofó Susan Calvin—. Pero, ¿qué
clase de daño?
—Pues..., de toda especie.
—¡Exacto, de toda especie! Pero, ¿qué hay de
herir los sentimientos? ¿Y la decepción del propio yo? ¿Y la destrucción de las esperanzas? ¿No es esto una herida?
—¿Qué puede un robot saber de...? —dijo Lanning
frunciendo el ceño. Pero se calló, abriendo la boca.
—¿Lo ha comprendido, verdad? Este robot lee el pensamiento.
¿Cree usted que no sabe todo lo que hace referencia a la herida mental? ¿Supone
usted que si le hago una pregunta no me dará exactamente la respuesta que yo
deseo oír? ¿No nos heriría cualquier otra respuesta, y no lo sabe Herbie muy
bien?
—¡Válgame el cielo! —murmuró Bogert.
La doctora le dirigió una mirada sarcástica.
—Supongo que le preguntó usted si Lanning
había dimitido. Usted deseaba saber que sí, y ésta es la respuesta que Herbie
le dio.
—Y supongo que es por esto —intervino Lanning
sin entonación—, que no contestaba hace un momento. No podía contestar sin
herirnos a uno de los dos.
Hubo una pausa durante la cual los dos hombres
miraron hacia el robot, que estaba como encogido en su silla, al lado de la
biblioteca, con la cabeza apoyada en una mano.
—Sabe todo esto... —dijo Susan Calvin mirando
fijamente al suelo—. Este..., demonio, lo sabe todo, incluso el error que se
cometió en su montaje. —Tenía una expresión sombría y pensativa en la mirada.
—En esto se equivoca usted, doctora Calvin
—dijo Lanning levantando la cabeza—. No lo sabe; se lo he preguntado.
—¿Y qué significa esto? —gritó Susan—. Sólo
que no quería usted que le diese la solución. Hubiera herido su susceptibilidad
tener una máquina capaz de hacer lo que no puede hacer usted. ¿Se lo ha
preguntado usted? —añadió dirigiéndose a Bogert.
—En cierto modo —respondió Bogert, tosiendo y
sonrojándose—. Me dijo que entendía muy poco en matemáticas.
Lanning se rió en voz baja y la doctora lo
miró sarcásticamente.
—¡Yo se lo preguntaré! —dijo—. Una solución
dada por él no puede herir mi vanidad. ¡Ven aquí! —añadió levantando la voz.
Herbie se levantó y se aproximó con pasos vacilantes.
—Sabes, supongo —continuó—, exactamente en qué
punto del montaje se introdujo un factor extraño o fue omitido uno esencial...
—Sí —dijo Herbie, en un tono casi inaudible.
—¡Alto! —interrumpió Bogert, furioso—. Esto no
es necesariamente verdad. Desea usted saberlo, eso es todo.
—¡No sea idiota! —respondió Susan Calvin—.
Sabe tantas matemáticas como Lanning y usted juntos, puesto que puede leer el
pensamiento. Dele ocasión de demostrarlo.
El matemático se inclinó y Calvin dijo:
—Bien, entonces, Herbie, dilo. Estamos
esperando. —Y en un aparte, añadió—: Traigan lápices y papel.
Pero Herbie permaneció silencioso y con un
tono de triunfo en la voz, la doctora continuó:
—¿Por qué no contestas, Herbie?
Súbitamente, el robot saltó.
—No puedo. ¡Ya sabes que no puedo! ¡El doctor
Bogert y el doctor Lanning no quieren!
—Quieren la solución.
—Pero no de mí.
Lanning intervino, con voz lenta y distinta.
—No seas loco, Herbie. Queremos que nos lo
digas.
Bogert se limitó a asentir. La voz de Herbie
se elevó a un tono estridente.
—¿De qué sirve decir eso? ¿Creen acaso que no
puedo leer más hondo que la piel superficial de vuestro cerebro? En el fondo no
quieren. No soy más que una máquina a la que se ha dado una imitación de vida
sólo por virtud de la acción positrónica de mi cerebro, lo cual es una
invención del hombre. No pueden quedar en ridículo ante mí sin sentirse
ofendidos. Esto está grabado en lo profundo de vuestra mente y no puede ser
borrado. No puedo dar la solución.
—Nos marcharemos —dijo Lanning—. Díselo a la
doctora Calvin.
—Sería lo mismo —gritó Herbie—, puesto que sabrían
que he sido yo quien he dado la respuesta.
—Pero comprenderás, Herbie —prosiguió la doctora—,
que a pesar de esto, los doctores Lanning y Bogert quieren saber la respuesta.
—Por sus propios esfuerzos —insistió Herbie.
—Pero la quieren, y el hecho que tú la tengas
y no se la quieras dar los hiere, ¿comprendes?
—¡Sí! ¡Sí!
—Y si se la das, les herirá también.
—¡Sí! ¡Sí! —Herbie retrocedía lentamente y la doctora iba
avanzando al mismo paso.
Los dos hombres los miraban helados de sorpresa.
—No puedes decírselo —murmuró la doctora—,
porque les herirá y tú no puedes herirlos. Pero si no se lo dices, los hieres
también, de manera que debes decírselo. Y si se lo dices los herirás, de
manera que no debes decírselo, pero si no se lo dices los hieres, de manera que
debes decírselo; pero si lo dices hieres, de manera que no debes decirlo; pero
si no lo dices...
Herbie estaba acorralado contra la pared y
cayó de rodillas.
—¡Basta! —gritó—. ¡Cierra tu pensamiento!
¡Está lleno de engaño, dolor y odio! ¡No quise hacerlo, te digo! ¡He tratado de
ayudarte! ¡Te he dicho lo que deseabas oír! ¡Tenía que hacerlo!
La doctora no le prestaba atención.
—Debes decírselo, pero si se lo dices los
hieres, de manera que no debes; pero si no lo dices los hieres también, de
manera que...
Y Herbie lanzó un grito estridente...
Fue como una flauta aumentada hasta el
infinito, un silbido desgarrador y penetrante que resonó en todos los ámbitos
de la habitación. Y cuando se desvaneció en la nada, Herbie se había
desplomado, reducido a un montón informe de inerte metal.
—Ha muerto —dijo Bogert, lívido.
—¡No! —exclamó Susan Calvin, estremeciéndose y
lanzando salvajes carcajadas—, no ha muerto, se ha vuelto loco. Lo he enfrentado
con el insoluble dilema y ha sucumbido. Pueden recogerlo ya, porque no volverá
a hablar nunca más.
Lanning estaba de rodillas al lado de lo que
había sido Herbie. Sus dedos tocaron el frío rostro de metal ya sin reacción y
se estremeció.
—Lo ha hecho usted a propósito —dijo.
Se levantó, enfrentándose con Susan, el rostro
convulsionado.
—¿Y si lo hubiese hecho a propósito, qué? ¡No
puede evitarlo ya! —Y con súbita amargura, añadió—: Lo merecía...
El director agarró al paralizado Bogert por la
muñeca.
—¡Qué importa ya!... Venga, Peter. —Suspiró—.
Un robot parlante de este tipo no tiene ningún valor, de todos modos. —Sus ojos
cansados acusaban su edad, y repitió—: ¡Venga, Peter!
Una vez que los dos científicos se marcharon,
transcurrieron algunos minutos antes que Susan Calvin recobrase su equilibrio
mental. Lentamente, su mirada se fijó en el muerto-vivo Herbie y la dureza
reapareció en su rostro. Durante largo rato permaneció contemplándolo
mientras el triunfo se borraba de su rostro y el desengaño reaparecía; de todos
sus turbulentos pensamientos sólo una palabra, infinitamente amarga, salió de
sus labios:
—¡Embustero!
* * *
Aquello fue el final, de momento, desde luego.
Sabía que después de aquello no conseguiría sacar nada más de ella. Permanecía
sentada detrás de su mesa, el rostro lívido y frío..., recordando.
—Gracias, doctora
Calvin —dije. Pero no me contestó. Transcurrieron dos días antes que
consiguiera verla de nuevo.
El
Robot Perdido
Volví a ver a Susan Calvin a la puerta de su oficina.
Estaba sacando los archivos.
—¿Cómo van esos artículos, mi joven amigo? —me
preguntó.
—Muy bien —dije. Los había estructurado según
mi leal saber y entender, dramatizando lo escueto de su relato y añadiendo a la
conversación algunos toques de amenidad—. ¿Quiere usted echarles una mirada y
decirme si he sido injurioso o me he propasado en algo?
—Con mucho gusto. ¿Quiere que vayamos a la
Sala de Juntas? Podremos tomar café.
Parecía de buen humor, de manera que mientras
avanzábamos por el corredor, aventuré:
—Me estaba preguntando, doctora Calvin...
—Diga.
—Si querría usted decirme algo más sobre la
historia de los robots.
—Me parece que ya ha conseguido saber todo lo
que quería, mi joven amigo.
—En cierto modo, sí. Pero estos incidentes que
he escrito no tienen gran aplicación en el mundo moderno. Quiero decir; sólo
se desarrolló un único robot capaz de leer el pensamiento, las estaciones del
Espacio están ya pasadas de moda y en desuso y la explotación minera por robots
es cosa descontada. ¿Y el viaje interestelar? No han transcurrido más de
veinte años desde la invención del motor hiperatómico y todo el mundo sabe que
fue una invención robótica. ¿Qué hay de verdad en todo esto?
—¿El viaje interestelar?... —Quedó pensativa.
Estábamos en el salón y encargué una comida copiosa. Ella sólo tomó café—. No
fue simplemente una invención robótica, comprenda usted. Pero, desde luego,
hasta que construimos el cerebro, no adelantamos mucho. Pero lo intentamos;
verdaderamente lo intentamos. Mi primer contacto (directo, me refiero) con las
investigaciones interestelares tuvo lugar en 2029, cuando se perdió un robot...
* * *
En Hyper Base, las medidas se tomaron con una especie de
furia frenética; fue como el equivalente muscular de un grito histérico.
Para clasificarlas por orden de cronología y
desesperación, fueron:
1. Todo trabajo en la Zona Hiperatómica que
atraviesa el volumen espacial ocupado por las Estaciones del Grupo Asteroidal
Veintisiete quedó inmovilizado.
2. Todo volumen espacial del Sistema quedó
aislado, prácticamente hablando. Nadie podía entrar sin permiso. Nadie podía
salir bajo ningún pretexto.
3. Los doctores Susan Calvin y Peter Bogert,
respectivamente Jefe del Departamento de Sicología y Director del
Departamento de Matemáticas de la «United States Robots & Mechanical Men,
Inc.» fueron llevados a Hyper Base por una nave de patrulla especial del Gobierno.
Susan Calvin no había salido nunca de la
superficie de la Tierra ni tenía especiales deseos de salir de ella. En una era
de energía atómica y de clara aproximación a la Zona Hiperatómica, seguía
siendo muy provinciana. Estaba, entonces, descontenta de su viaje y poco
convencida de su urgencia y todas las facciones de su rostro, a su mediana
edad, lo demostraron claramente durante su primera cena en Hyper Base,
Tampoco la lívida palidez del doctor Bogert
abandonaba una cierta actitud de recelo. Ni el general Kallner, que dirigía el
proyecto, olvidó una sola vez de mantener una expresión obsesionada.
En una palabra, aquella comida fue un tétrico episodio y la
pequeña conferencia de los tres que la siguió, empezó de una manera gris y
melancólica.
Kallner, con su reluciente calva y su
uniforme, que desentonaba con el resto del ambiente, tomó la palabra con
visible inquietud.
—Es realmente toda una historia la que tengo
que contarles. Tengo que darles las gracias por su llegada al primer aviso y
sin motivo justificado. Trataremos de corregir todo esto, ahora. Hemos perdido
un robot. El trabajo ha parado y debe seguir parado el tiempo necesario para
encontrarlo. Hasta ahora hemos fracasado y tenemos la sensación de necesitar
una ayuda científica.
Quizá el general sintiese que su declaración
resultaba decepcionante porque, con cierta desesperación, continuó:
—No necesito decirles la importancia que tiene
el trabajo que aquí realizamos. Más del ochenta por ciento de las
adjudicaciones de investigación científica de este año han recaído sobre
nosotros...
—Sí, eso ya lo sabemos —dijo Bogert amablemente—.
U. S. Robots percibe cuantiosos ingresos anuales por el uso de nuestros robots.
Susan Calvin introdujo una brusca y avinagrada
nota.
—¿A qué es debida la gran importancia de un
solo robot para el proyecto y por qué no ha sido localizado?
El general volvió rápidamente su rostro
congestionado hacia ella y se pasó la lengua por los labios.
—En cierto modo, lo hemos localizado. —Pero añadió, angustiado—: Me explicaré. En
cuanto nos dimos cuenta de la desaparición del robot, se declaró el estado de
guerra y todo movimiento en la Hyper Base cesó. El día anterior había
aterrizado una nave mercante trayendo dos robots destinados a nuestros
laboratorios. Quedaban sesenta y dos robots de..., del mismo tipo, para ser
llevados a otros sitios. De esta cifra estamos seguros. No queda la menor
discusión posible.
—¿Sí? ¿Y qué relación...?
—Una vez que nos fue posible localizar al
robot desaparecido, y le aseguro que hubiéramos localizado una brizna de
hierba si hubiese estado allí para ser localizada, nos devanamos los sesos
contando los robots que quedaban en la nave. Había sesenta y tres.
—¿Entonces el sesenta y tres, supongo, es el
hijo pródigo desaparecido? —dijo la doctora.
—Sí, pero no podemos saber cuál de los sesenta
y tres es.
Hubo un profundo silencio mientras el reloj
eléctrico daba nueve campanadas; y la doctora en sicología robótica dijo:
—Muy extraño...
Las comisuras de sus labios se inclinaron
hacia abajo y se volvió hacia su compañero con un indicio de furor.
—Peter, ¿qué ocurre aquí? ¿Qué clase de robots
utilizan en Hyper Base?
El doctor Bogert vaciló y sonrió débilmente.
—Hasta ahora ha sido una cosa de gran
discreción, Susan... —dijo.
—Sí, hasta ahora —dijo ella rápidamente—. Si
hay sesenta y tres ejemplares del mismo tipo, uno de los cuales se busca y cuya
identidad no puede ser determinada, ¿por qué no puede servir uno cualquiera de
ellos? ¿Qué significa todo esto? ¿Para qué nos han llamado?
—Si me permite usted un momento —dijo Bogert
con aire resignado—, Hyper Base, Susan, emplea diversos robots cuyos cerebros
no tienen impresa toda la Primera Ley Robótica.
—¿Que no
tienen impresa...? —preguntó Susan echándose para atrás—. Ya... ¿Y cuántos
se hicieron?
—Pocos. Fue un pedido del Gobierno y no había
manera de violar el secreto. No tenía que saberlo nadie más que los altos
dirigentes. Usted no estaba incluida, Susan. No era nada con que yo tuviese que
ver.
El general interrumpió con gesto autoritario.
—Quisiera aclarar este punto. No sabía que la
doctora Calvin no estuviese al corriente de la situación. No tengo que decirle
a usted, doctora Calvin, que siempre ha habido una fuerte oposición a los
robots en el planeta. La única defensa que el Gobierno ha tenido en este
asunto, contra los radicales fundamentalistas, fue que los robots se construían
siempre con una indestructible Primera Ley, lo cual los imposibilitaba de
hacer daño a un ser humano, fueran cuales fuesen las circunstancias.
»Pero nosotros necesitábamos robots de una naturaleza
distinta. Así, entonces, se prepararon algunos NST-2, o sea Nestors, con la
Primera Ley modificada. Para mantener el secreto, los NST-2 se fabrican sin
número de serie; los ejemplares modificados se entregan aquí junto con un
grupo de robots normales; y, desde luego, todos estamos bajo la estricta
prohibición de revelar las modificaciones a toda persona no autorizada. Todo
se ha puesto contra nosotros, ahora —añadió con una sonrisa embarazada.
—¿Ha preguntado usted a cada uno de ellos quiénes
son? —preguntó la doctora, ceñuda—. ¿Sin duda debe estar autorizado a hacerlo?
—Los sesenta y tres niegan haber trabajado
aquí y uno de ellos miente —asintió el general.
—¿Muestra el que busca usted alguna señal de
desgaste? Los demás deben salir de fábrica..., supongo.
—El robot en cuestión llegó este mismo mes.
Este y los dos que acaban de llegar tenían que ser los últimos que
necesitábamos. No puede haber desgaste perceptible. —Movió pausadamente la
cabeza y en sus ojos apareció de nuevo la preocupación—. Doctora Calvin, no
nos atrevemos a dejar zarpar esta nave. Si la existencia de robots sin Primera
Ley llega a ser divulgada...
La conclusión de la frase no podía ofrecer
duda alguna.
—Destruya los sesenta y tres —dijo la
doctora—, y termine con esto.
—Esto significa destruir treinta mil dólares
por robot —dijo Bogert, torciendo el gesto—. Temo que a la U. S. Robots no le
gustaría. Es mejor que hagamos un esfuerzo primero, Susan, antes de destruir
algo.
—En este caso —dijo ella, secamente—, necesito
hechos. ¿Qué ventaja obtiene exactamente la Hyper Base con estos robots
modificados? ¿Qué factor los hace necesarios, general?
Kallner frunció intensamente las arrugas de su
frente y se pasó una mano por ella.
—Los robots precedentes nos han creado
complicaciones. Nuestros hombres trabajan mucho con radiaciones intensas,
¿comprende? Es peligroso, desde luego, pero se toman precauciones razonables.
No ha habido más que dos accidentes desde que empezamos y ninguno ha sido
fatal. Sin embargo, era imposible explicar esto a un robot ordinario. La
Primera Ley declara y se la citaré: «Ningún robot puede dañar a un ser humano,
o por inacción, permitir que un ser humano sufra daño».
»Esto es elemental, doctora Calvin. Cuando era
necesario que uno de nuestros hombres estuviese expuesto por un corto período
de tiempo a un campo gamma moderado, que no tuviese efectos psicológicos, el
robot más cercano se precipitaba a sacarlo de allí. Si el campo era
excesivamente débil, lo conseguía, y el trabajo quedaba interrumpido hasta que
todos los robots eran retirados. Si el campo era ligeramente más fuerte, el
robot no llegaba nunca al técnico afectado, ya que su cerebro positrónico
sucumbía bajo las radiaciones gamma, y nos encontrábamos privados de un robot
caro, y difícilmente reemplazable.
»Tratamos de discutir con ellos. Su punto de
vista era que un ser humano en un campo gamma exponía su vida, y que nada
importaba que pudiese permanecer en él durante media hora sin peligro.
Supongamos, decían, que se olvidaba y permanecía una hora. No podía correr
riesgos. Les hicimos ver que sólo arriesgaban su vida en una remota posibilidad.
Pero el instinto de conservación es sólo la Tercera Ley Robótica, y la Primera
Ley de seguridad viene primero. Les dimos órdenes; les ordenamos estricta e
imperativamente mantenerse fuera del campo gamma a toda costa. Pero la
obediencia es sólo la Segunda Ley Robótica, y la Primera, la de la seguridad,
viene primero. Doctora Calvin, o teníamos que prescindir de los robots o hacer
algo con la Primera Ley..., y esto es lo que hicimos.
—No puedo creer que encontrasen la posibilidad
de suprimir la Primera Ley —dijo Susan Calvin.
—No fue suprimida, fue modificada. Se
construyeron cerebros positrónicos que poseían sólo el aspecto positivo de la
ley, que dice: «Ningún robot debe dañar a
un ser humano». Eso es todo. No tienen la obligación de evitar que un ser
humano sufra daño debido a un factor extraño, como los rayos gamma. ¿He
expuesto la situación claramente, doctor Bogert?
—Muy claramente —asintió éste.
—¿Y es ésta la única diferencia entre sus
robots y el modelo NST-2 ordinario, Peter? ¿La única diferencia?
—La única diferencia,
Susan.
—Ahora me voy a dormir —dijo la doctora, levantándose
y hablando en tono decidido—, y dentro de ocho horas quiero hablar con el que
vio el robot por última vez. Y a partir de ahora, general Kallner, si tengo
que asumir alguna responsabilidad de los acontecimientos, necesito pleno
control de esta investigación, sin que se me hagan preguntas.
Susan Calvin, aparte de dos horas de profundo
cansancio, no experimentó nada parecido al sueño. A las 7, hora local, llamó a
la puerta del doctor Bogert y lo encontró despierto también. Por lo visto se
había tomado la molestia de traerse una bata a Hyper Base, porque estaba
sentado y vestido con ella. Al entrar la doctora, dejó al lado las tijeras de
las uñas.
—La esperaba a usted, en cierto modo. Supongo
que todo esto le da asco.
—Sí.
—Lo siento. No hubo manera de evitarlo. Cuando
vino la llamada de Hyper Base supuse en el acto que había ocurrido algo con el
robot modificado. Pero, ¿qué podíamos hacer? No podía explicarle a usted lo
ocurrido durante el viaje como hubiera querido porque tenía que estar seguro
primero. El asunto de la modificación es un riguroso secreto.
—Hubiera debido decírmelo —murmuró la doctora—.
U. S. Robots no tenía derecho a modificar de esta forma los cerebros
positrónicos sin la aprobación del departamento de Sicología.
—Sea usted razonable, Susan —dijo Bogert, enarcando
las cejas y suspirando—. No podía usted influir en ellos. En este asunto, el
Gobierno estaba obligado a seguir su camino. Necesitan la Zona Hiperatómica y
los físicos del éter quieren robots que no les creen obstáculos. Tenían que
conseguirlo, aunque ello representase quebrantar la Primera Ley, Tuvimos que
convenir en que, desde el punto de vista de su construcción, la cosa era
posible y juraron por todos los dioses que sólo necesitaban doce, que sólo se
emplearían en Hyper Base, que serían destruidos una vez perfeccionada la Zona,
y que se tomarían toda clase de precauciones. E insistieron en el secreto...,
ésta es la situación.
—Yo hubiera dimitido —murmuró Susan entre
dientes.
—No hubiera servido de nada. El Gobierno
ofrecía una fortuna a la Compañía y la amenazaba con una legislación
antirrobótica en caso de negativa. Estábamos en mala postura, entonces, pero
ahora estamos peor. Si esto se divulga, puede causar un perjuicio a Kallner y
al Gobierno, pero causará un perjuicio mucho mayor a la U. S. Robots.
—Peter —dijo la doctora, mirándolo—: ¿No se da
usted cuenta de lo que todo esto significa? ¿No comprende usted la importancia
de la supresión de la Primera Ley? No se trata solamente de una cuestión de
secreto...
—Sé lo que significaría la supresión. No soy
ningún chiquillo. Significaría una inestabilidad completa, sin soluciones
no-imaginarias de las ecuaciones de campo positrónico.
—Matemáticamente, sí. Pero tradúzcalo usted a
la cruda idea psicológica. Toda la vida normal, Peter, consciente o no, se
resiste al dominio. Si el dominio es por parte de un inferior, o de un supuesto
inferior, el resentimiento se hace más fuerte. Físicamente, y hasta cierto
punto mentalmente, un robot, cualquier robot, es superior a un ser humano. ¿Qué
lo hace esclavo, entonces? ¡Sólo la
Primera Ley! Porque sin ella, la primera orden que daría usted a un robot
le costaría la vida. ¿Qué le parece?
—Susan —dijo Bogert en tono de complacida
simpatía—, tengo que reconocer que este complejo Frankenstein del que está
usted dando pruebas tiene una cierta justificación, por consiguiente la Primera
Ley está en el primer lugar. Pero la Ley, lo repito una y otra vez, no ha sido
suprimida, sino sólo modificada.
—¿Y dónde me deja usted la estabilidad del
cerebro?
—Disminuida, desde luego —dijo el matemático
avanzando los labios—. Pero sin rebasar las fronteras de la seguridad. Los
primeros Nestors fueron entregados a Hyper Base hace nueve meses, y jamás ha
ocurrido nada hasta ahora, y aun esto sólo representa el temor de ser
descubiertos, pero no un peligro para los humanos.
—Bien, entonces; veremos qué sale de la
conferencia de esta mañana.
Bogert la acompañó cortésmente hasta la puerta e hizo una
mueca una vez que ella se hubo marchado. No veía razón alguna para cambiar de
opinión sobre ella. Siempre la había considerado una impaciente..., y un desengaño.
Bogert, por su parte, no entraba para nada en los pensamientos de Susan. Hacía
ya años que lo había clasificado como un presuntuoso y un fracasado.
Gerald Black se había graduado en Física
etérea el año anterior y, como toda su generación de físicos, se encontró
metido en el problema de la Zona. En la actualidad aportaba su colaboración a
la atmósfera general de las reuniones de Hyper Base. Con su blusa blanca
manchada se sentía medio rebelde y totalmente incierto. Sus fuerzas acumuladas
parecían querer descanso y sus dedos, retorciéndose con gestos nerviosos, hubieran
sido capaces de torcer una barra de hierro.
El general Kallner estaba sentado a su lado y
los dos enviados de la U. S. Robots les hacían frente.
—Me dicen que fui el último en ver el Nestor
10 antes que desapareciese —dijo Black—. Supongo que quieren ustedes
interrogarme sobre esto...
—Parece que no está usted muy seguro de ello,
señor Black —dijo Susan, mirándolo con interés—. ¿No sabe usted si fue el último en verle o no?
—Trabajaba conmigo en los generadores de
campo, doctora, y estaba conmigo la mañana de su desaparición. Ignoro si
alguien lo vio después de mediodía. Nadie asegura haberlo visto.
—¿Cree usted que hay alguien que miente?
—No digo tal cosa. Pero no quiero asumir esa
responsabilidad.
—No es cuestión de responsabilidad. El robot
actuó como lo hizo a causa de lo que es. Trataremos únicamente de localizarlo,
señor Black, y vamos a dejar todo lo demás aparte. Ahora bien, si ha trabajado
con el robot, probablemente lo conoce mejor que nadie. ¿Observó usted en él
algo anormal? ¿Había trabajado ya con otros robots?
—Había trabajado con los otros robots que
tenemos aquí, los sencillos. No hay ninguna diferencia con los Nestors, salvo
que son mucho más inteligentes..., y más molestos.
—¿Molestos? ¿En qué sentido?
—Pues..., quizá no es culpa suya. El trabajo
aquí es duro y la mayoría de nosotros estamos cansados. Andar rondando por el
hiperespacio no es muy divertido. Corremos continuamente el riesgo de hacer un
agujero en la contextura normal del espacio-tiempo y salirnos del universo, con
asteroide y todo. ¿Gracioso, verdad? —añadió sonriendo como si gozase con la
confesión—. Naturalmente, uno está agotado, algunas veces. Pero estos Nestors,
no. Son curiosos, tienen calma, no se preocupan. Hay para volverle a uno loco.
Cuando uno quiere algo hecho a toda prisa, parece que necesitan más tiempo.
Algunas veces prescindiría de ellos.
—¿Dice que necesitan más tiempo? ¿Se han
negado alguna vez a cumplir una orden?
—¡Oh, no! —exclamó Black apresuradamente—. La
cumplen, desde luego. Pero cuando creen que nos equivocamos, lo dicen. No saben
del asunto más de lo que les decimos, pero eso no los detiene. Quizá sea imaginación
mía, pero los otros tienen las mismas preocupaciones con Nestor.
—¿Cómo no ha llegado nunca hasta mí una queja
en ese sentido? —preguntó el general Kallner, carraspeando ostensiblemente.
—En realidad, no queríamos trabajar sin
robots, general —dijo el joven físico, sonrojándose—, y además, no estábamos
muy seguros de si estas quejas menores..., serían bien recibidas.
—¿Ocurrió algo de particular la mañana que lo
vio por última vez? —interrumpió Bogert suavemente.
Hubo un silencio. Con un rápido gesto, Susan
atajó el comentario que estaba a punto de hacer Kallner.
—Tuve una leve discusión con él —respondió
Black malhumorado—. Aquella mañana yo había roto un tubo Kimball, lo que me
representaba cinco días de trabajo; iba atrasado en mi horario, hacía dos
semanas que no había recibido correo de la Tierra..., ¡y se me acerca con el
deseo de repetir un experimento que había abandonado hacía un mes! Me estaba
molestando siempre con lo mismo y estaba harto de ello. Le dije que se marchase
y no he vuelto a verlo más.
—¿Le dijo usted que se marchase? —preguntó Susan con vivo
interés—. ¿Con qué palabras exactamente? ¿Le dijo usted: «¡Márchate!»? Trate de
recordar exactamente sus palabras.
A juzgar por las apariencias, en el interior
de Black se mantenía una lucha. El físico tenía la frente apoyada en la mano,
haciendo un esfuerzo de memoria. Finalmente, la apartó y dijo:
—Le dije: «¡Vete a pasear!».
—¿Y se fue, oh? —preguntó Bogert, riéndose.
Pero Susan Calvin no había terminado. En tono
de halago, prosiguió:
—Ahora empezamos a ir a algún sitio, señor
Black. Pero los detalles exactos tienen importancia. Para interpretar los
actos de un robot, una palabra, un gesto, una entonación pueden serlo todo.
Pudo usted no haber dicho solamente estas tres palabras, por ejemplo, ¿no es
verdad? Según su misma confesión, aquel día estaba usted malhumorado. Quizá dio
usted fuerza a su frase con otras...
—Pues... —dijo el joven físico sonrojándose—,
quizá lo llamase..., algunas otras cosas.
—Exactamente, ¿qué cosas?
—¡Oh, no podría recordarlas exactamente!
Además, no podría repetirlas. Ya sabe lo que pasa cuando uno se excita... —Se
echó a reír un poco embarazado—. Tengo cierta tendencia al lenguaje violento...
—Muy bien —dijo ella, con firme severidad—. En
este momento no soy más que una profesora de sicología. Quisiera que me
repitiese usted lo que le dijo, tan exactamente como sea capaz, y, más
importante todavía, en el tono exacto de voz que empleó.
Black, miró a su jefe en busca de apoyo, pero
no lo encontró.
—¡Pero..., eso es imposible!... —exclamó,
abriendo los ojos, suplicante.
—Tiene usted que hacerlo.
—Imagine que se dirige a mí —dijo Bogert con
humorismo—. Quizá le sea más fácil.
El rostro escarlata del muchacho se volvió
hacia Bogert.
—Lo llamé... —trató de decir tragando saliva,
pero su voz se perdió. Hizo una nueva prueba—. Lo llamé...
Hizo una fuerte aspiración y lanzó una
retahíla incomprensible de incoherentes sílabas. Cuando se detuvo, terminó
casi llorando.
—... más o menos, no recuerdo el orden exacto
de lo que le llamé; quizá olvido o añado algo, pero más o menos fue esto.
Sólo un leve rubor delató las emociones de la
doctora.
—Comprendo el significado de la mayoría de
estas palabras. El resto de ellas, imagino, deben tener un valor igualmente
ofensivo.
—Eso temo —dijo el atormentado Black.
—¿Y entre ellos, le dijo usted que se fuese a pasear?
—Lo decía en sentido puramente figurado.
—Me doy cuenta. Tengo la seguridad que no se
tomará ninguna medida disciplinaria. —Y al interpretar su mirada, el general,
que cinco segundos antes no hubiera estado tan seguro de ello, asintió
malhumorado.
—Puede usted retirarse, señor Black. Y gracias
por su cooperación.
Susan Calvin necesitó cinco horas para
interrogar los sesenta y tres robots. Fueron cinco horas de repeticiones, de
insistir, robot tras robot, en la pregunta A, B, C, D; de escuchar la respuesta
A, B, C, D; de emplear suaves expresiones, un tono cautelosamente neutral,
una atmósfera amistosa; y de hacer funcionar un magnetófono escondido.
Cuando terminó, estaba exhausta. Bogert la
esperaba y miró con expectación la cinta grabada cuando ella la arrojó sobre el
plástico de la mesa. Susan movió la cabeza.
—Los sesenta y tres me parecen iguales. No
podría decir...
—Es imposible captarlo al oído, Susan —dijo
él—. Vamos a analizar la grabación.
De ordinario, la interpretación matemática de
las reacciones verbales de los robots es una de las ramas más intrincadas del
análisis robótico. Requiere un equipo de técnicos bien entrenados y el empleo
de máquinas calculadoras muy complicadas. Bogert lo sabía. Bogert lo dijo así
después de haber escuchado con disimulado aburrimiento la serie de respuestas,
hizo una lista de las entonaciones de ciertas palabras y gráficos de los intervalos
entre preguntas y respuestas.
—No veo presente ninguna anomalía, Susan. Las variaciones
de entonación y las reacciones cronométricas son del tipo de frecuencia normal.
Necesitamos métodos más sagaces. Aquí debe haber calculadoras... No... —Se
interrumpió frunciendo el ceño y contemplando la uña del pulgar—. No podemos
emplear computadores. Hay demasiado peligro de filtración. O quizá sí...
Susan lo detuvo con un gesto de impaciencia.
—Por favor, Peter. Esto no es uno de sus
insignificantes problemas de laboratorio. Si no podemos identificar el Nestor
modificado gracias a alguna diferencia visible a simple vista, una que no
ofrezca duda posible, es que no estamos de suerte. El peligro de equivocarse y
dejarlo escapar es por otra parte demasiado grande. No es suficiente observar
una minúscula irregularidad en una gráfica. Le diré una cosa: si esto es todo
lo que tengo para seguir adelante, preferiría destruirlos a todos sólo para
estar segura. ¿Ha hablado usted con los otros Nestors modificados?
—Sí, y no tienen ningún defecto —dijo
secamente Bogert—. Si algo hay en que estén por encima de lo normal, es en
amabilidad. Han contestado a mis preguntas, demostrando orgullo de sus
conocimientos, salvo los dos últimos, que no han tenido todavía tiempo de
aprender la física etérea. Se rieron a gussto de mi ignorancia sobre algunas
de las especializaciones de aquí. Supongo que esto forma parte de la base de
su resentimiento contra ellos por parte de los técnicos de aquí. Los robots
temen quizá una excesiva afición a impresionarnos con sus superiores
conocimientos.
—¿Puede usted probar algunas reacciones planas
para ver si se ha producido algún cambio en una composición mental desde su
manufactura?
—No lo he hecho todavía, pero lo haré. —Apuntó
a Susan con su dedo afilado—. Está usted perdiendo la calma, Susan. No veo qué
es lo que dramatiza. Son esencialmente inofensivos.
—¿Sí? —saltó Susan con fuego—. ¿Está usted seguro?
¿Se da usted cuenta que uno de ellos está mintiendo? Uno de los sesenta y tres
robots que acabo de interrogar me ha mentido deliberadamente después de mi
imperativa orden de decir la verdad. Esta anormalidad es terriblemente
profunda y horriblemente aterradora.
Bogert sintió que sus dientes castañeteaban.
—No —dijo—. ¡Mire! Nestor 10 recibe orden de
irse a pasear. Esta orden le fue expresada con la máxima urgencia por la
persona de mayor autoridad para dársela. No se puede desobedecer esta orden ni
por una urgencia superior ni por una superior autoridad. Naturalmente, el
robot tratará de evitar ejecutar la orden. En el fondo, objetivamente, admiro
su ingenio. ¿Cómo puede un robot «irse a pasear» o «perderse de vista» mejor
que mezclándose con un grupo de robots similares a él?
—Sí, sería usted capaz de admirarlo. He leído
un cierto humorismo en sus ojos. Peter, un cierto humorismo y una sorprendente
falta de comprensión. ¿Es usted un técnico en robótica, Peter? Estos robots dan
importancia a todo lo que consideran superioridad. Usted misino acaba de
decirlo. Subconscientemente, consideran a los humanos inferiores a ellos e
injusta la Primera Ley que nos protege. Y ahora nos encontramos ante un hombre
joven que envía a un robot «a pasear», con todas las apariencias verbales de
desprecio, repugnancia y dominación. De acuerdo, el robot tiene que cumplir
las órdenes, pero subconscientemente, está resentido. Para él adquiere una
importancia todavía más trascendental demostrar que es superior, pese a la
serie de epítetos que se le han dirigido. Puede llegar a ser tan importante, que lo que queda de la
Primera Ley no sea suficiente.
—¿Cómo quiere que en la Tierra, o en cualquier
otro sitio del Sistema Solar, un robot sepa el significado de las duras
palabras pronunciadas contra él? La obscenidad no es una de las cosas que se
han impreso en su cerebro.
—La impresión original no lo es todo —dijo
Susan con cierta mofa—. Los robots tienen cierta capacidad para aprender. ¡No
sea usted tonto, hombre! —Bogert sabía que había perdido completamente la
calma—. ¿No comprende que por el tono empleado pudo darse cuenta que las
palabras no eran de alabanza? —añadió precipitadamente—. ¿No cree que pudo
haber oído ya estas palabras en otras ocasiones y comprendido cuál es su sentido.
—Bien, en este caso, tenga la bondad de decirme en qué
forma un robot modificado puede dañar a un ser humano, por muy ofendido que
esté, y por muy profundo que sea su deseo de demostrar su superioridad.
—¿Si le digo cómo, estará usted tranquilo?
—Sí.
Ambos estaban apoyados en la mesa, mirándose
con mutuo rencor.
—Si un robot modificado dejase caer un gran
peso sobre un ser humano, no infringiría la Primera Ley si lo hacía sabiendo
que su fuerza y sus reacciones le permitirían apartar el peso en su caída
antes que hiriese al hombre. Sin embargo, una vez soltado el peso, no sería ya
él el medio activo. Sería la ciega fuerza de gravedad. El robot podría
entonces cambiar de manera de pensar y dejar que el peso llegase al hombre. La
modificación de la Primera Ley se lo permite.
—Esto requiere un horrible esfuerzo de
imaginación.
—Es lo que mi profesión exige algunas veces.
Peter, no nos peleemos, vamos a trabajar. Conoce usted exactamente la
naturaleza de los estímulos que han hecho que el robot se «fuese a pasear».
Tiene usted los planos originales de la adaptación mental. Quiero que me diga
usted hasta qué punto es posible a nuestro robot hacer lo que acabo de
indicarle. No me refiero a este ejemplo específico, fíjese bien, sino a esta
clase de reacciones. ¡Y quiero que me lo diga pronto!
—Entretanto, tendremos que hacer pruebas de
reacción a la Primera Ley.
Gerald Black, a petición propia, estaba
examinando los enmohecidos tabiques de madera que formaban círculo bajo el
abovedado techo del tercer piso del edificio de Radiación 2. Los obreros
trabajaban en su mayoría silenciosos. Uno de ellos se sentó junto a Black, se
quitó el sombrero, y se secó pensativo la frente pecosa.
—¿Cómo va esto, Walenski? —preguntó Black haciéndole
una señal.
—Suave como la manteca —respondió Walenski encendiendo
un pitillo—. ¿Qué pasa, sin embargo, doctor? Primero estamos tres días sin
trabajo y ahora tenemos todo este lío... —Se echó atrás apoyándose en el codo
y echó una bocanada de humo.
—Han venido dos robots más de la Tierra —dijo
Black juntando las cejas—. ¿Recuerda las perturbaciones que tuvimos con los
robots al penetrar en los campos gamma, antes que les metiésemos en el cráneo
que no tenían que hacerlo?
—Sí. ¿No venían unos nuevos robots?
—Hemos reemplazado algunos, pero
principalmente era una cuestión de adoctrinarlos. De todos modos, los que los
hacen quieren crear unos robots que no queden tan fuertemente afectados por los
rayos gamma.
—Parece extraño, de todos modos, parar todo el
trabajo por este asunto de los robots. Creía que nada podía detener la
creación de la Zona...
—Eso es la gente de arriba quien tiene que
decirlo. Yo..., no hago más qué lo que me dicen. Probablemente todo es una
cuestión de infl...
—Sí —interrumpió el electricista con una sonrisa
y guiñando el ojo—. Siempre hay quien tiene amigos en Washington... Pero
mientras mi paga llegue puntualmente, no me preocupo. La cuestión de la Zona
no es asunto mío. ¿Qué van a hacer aquí?
—¿Me lo pregunta? Han traído unos robots...,
más de sesenta, y van a medir sus reacciones. Eso es todo lo que sé.
—¿Cuánto tiempo se necesitará?
—Me gustaría saberlo.
—Bien... —dijo Walenski en tono de sarcasmo—.
Con tal que me paguen bien, por mí pueden jugar tanto como quieran.
Un hombre estaba sentado en una silla,
inmóvil, silencioso. Un peso caía por el aire, sobre él; después, en el último
momento, se apartó a un lado, bajo el sincronizado empuje de un súbito rayo de
fuerza. En sesenta y tres celdas de madera, sesenta y tres robots NST-2 se
lanzaron simultáneamente adelante en aquel preciso segundo, antes que el peso
alcanzase al hombre y sesenta y tres fotocélulas instaladas a cinco pies de su
posición original, accionaron la punta marcadora e hicieron una pequeña señal
en el papel. El peso caía y se elevaba, caía y se elevaba, caía y...
¡Diez veces!
Diez veces los robots saltaron adelante y se detuvieron,
mientras el hombre permanecía tranquilamente sentado.
El general Kallner no había vuelto a ponerse
su esplendoroso uniforme desde la primera comida dada a los representantes de
la U. S. Robots. Entonces, en mangas de camisa, llevaba el cuello abierto y el
nudo de la corbata flojo.
Miró esperanzado a Bogert, que seguía
impecablemente vestido y cuyas emociones interiores eran sólo delatadas por
un ligero sudor en la frente.
—¿Qué le parece? —preguntó el general—. ¿Qué
está usted tratando de ver?
—Una diferencia que puede resultar demasiado
sutil para nuestros propósitos —respondió Bogert—. Para sesenta y dos de estos
robots la necesidad de saltar hacia el ser humano en peligro aparente ha sido
lo que llamamos, en lenguaje robótico, una reacción forzosa. Comprenda usted,
incluso cuando el robot sabe que al ser humano en cuestión no le ocurrirá nada,
y tiene que saberlo después de la tercera o cuarta vez, no puede evitar
reaccionar como lo ha hecho. La Primera Ley lo exige.
—¡Bien, y qué!
—Pero el robot sesenta y tres, este Nestor
modificado, no tiene tal compulsión. Está bajo una acción libre. Si hubiese
querido, hubiera podido continuar en su sitio. «Desgraciadamente» —añadió con
un tono de lamento en la palabra—, no ha sido éste su deseo.
—¿Supone usted el porqué?
—Supongo —dijo Bogert encogiéndose de hombros—,
que la doctora Calvin nos lo dirá cuando venga. Probablemente con una
interpretación horriblemente pesimista, además. Algunas veces es un poco
molesta.
—¿Está calificada, verdad? —preguntó el
general con cierta inquietud.
—Sí —dijo Bogert—. Está calificada. Entiende
en robots como si fuesen sus hermanos. Quizá sea la consecuencia de odiar a
los seres humanos con la misma intensidad. En todo caso, psicóloga o no, es
sumamente neurótica. Tiene tendencias paranoicas. No la tome demasiado en
serio.
Extendió delante de él un largo rollo de
gráficas llenas de líneas quebradas.
—Vea, general, en el caso de cada robot, el
lapso entre la caída del peso y el salto de un metro y medio hacia adelante
tiende a disminuir a medida que la prueba se repite. Hay una relación
matemáticamente definida que gobierna estas cosas y el no conformarse a ello
indicaría una marcada anormalidad en el cerebro positrónico. Desgraciadamente,
aquí todos parecen normales.
—Pero si nuestro Nestor 10 no responde
obedeciendo a una fuerza obligatoria, ¿por qué su curva no es diferente? No lo
entiendo.
—Es muy sencillo. Las reacciones robóticas no
son perfectamente análogas a las humanas, ese es el problema. En los seres
humanos, la acción voluntaria es más lenta que el reflejo. Pero con los robots
no es éste el caso; es una simple cuestión de libertad de elección; por lo
demás, la rapidez de la acción forzosa y la libre es la misma. Lo que yo había
esperado era que Nestor 10 fuese pillado de sorpresa la primera vez y dejase
transcurrir un intervalo demasiado grande antes de responder.
—¿Y no fue así?
—Temo que no.
—Entonces, no hemos llegado a ninguna parte
—dijo el general, echándose atrás con expresión contrariada—. Hace ya cinco
días que están ustedes aquí...
En aquel momento entró Susan Calvin y volvió a
cerrar la puerta con un fuerte golpe.
—Retire sus gráficas de aquí, Peter. Ya sabe
usted que no demuestran nada.
Murmuró algo con impaciencia al ver que el
general se levantaba para saludarla y prosiguió:
—Vamos a tener que intentar algo más urgente.
No me gusta todo lo que ocurre.
—¿Pasa algo? —preguntó Bogert, cambiando una mirada
con el general.
—¿Específicamente? ¡No! Pero no me gusta que Nestor 10 siga
eludiéndonos. Es un mal asunto. Debe halagar su vanidoso sentido de
superioridad. Mucho me temo que su complejo no sea ya simplemente el de obedecer
órdenes. Me parece que se está convirtiendo en una aguda necesidad neurótica,
para él, ir más allá que los humanos. Es una situación malsana y peligrosa. Peter,
¿hizo usted lo que le pedí? ¿Ha establecido los factores inestables del NST-2
modificado siguiendo las línea que le pedí?
—Está en marcha —respondió el matemático sin
interés.
Susan lo miró durante un momento con rencor y
se volvió hacia el general.
—Nestor 10 se ha dado cuenta, desde luego, de
lo que estamos haciendo, general. No tiene necesidad alguna de morder el cebo
en este experimento, especialmente después de la primera vez, cuando tiene que
haber visto que el sujeto no corre peligro. Los otros no podían abstenerse;
pero él está fingiendo deliberadamente la reacción.
—¿Y qué cree usted que debemos hacer, doctora Calvin?
—Imposibilitarle, falsificar su reacción la
próxima vez. Repetiremos el experimento, pero con una modificación.
Estableceremos unos cables de alta tensión entre los robots y el sujeto,
capaces de electrocutar los modelos Nestor en cantidad suficiente para que no
puedan saltar por encima de ellos; el robot se dará cuenta del hecho que tocar
los cables significa la muerte.
—¡Alto! —exclamó súbitamente Bogert, indignado—.
No vamos a electrocutar dos millones de dólares de robots para localizar a Nestor
10. Hay otros medios.
—¿Está usted seguro? No hemos encontrado ninguno.
De todos modos, no se trata de electrocución. Podemos aplicar un contacto que
cortará la corriente en el momento de soltar el peso. Si el robot pisa los
cables, no será electrocutado. Pero el robot no lo sabrá.
—¿Saldrá bien esto? —dijo el general con un
brillo de esperanza en los ojos.
—Creo que sí. En estas condiciones, Nestor 10 tiene que
permanecer en su silla. Puede recibir la orden de tocar los cables y morir,
porque la Segunda Ley de obediencia es anterior a la Tercera Ley de
autoconservación; pero esta orden no la recibirá, será simplemente dejado a su
propio impulso, como todos los demás robots. En el caso de los robots
normales, la Primera Ley de la seguridad humana los llevará a la muerte aun sin
haber recibido orden expresa. Pero en el caso de nuestro Nestor 10, no. Sin la
Primera Ley completa, y sin haber recibido órdenes específicas, la Tercera Ley,
la de autoconservación, será la más fuerte y no tendrá más remedio que
permanecer en su sitio. Será una acción forzosa.
—¿Lo hacemos esta noche, entonces?
—Esta noche —dijo la doctora en sicología— si
los cables pueden tenderse a tiempo. Voy a explicar a los robots lo que vamos a
hacer.
Un hombre estaba sentado en una silla,
inmóvil, silencioso. Un peso caía sobre él, rápido; después, en el último
momento, se apartó a un lado bajo el sincronizado empuje de un súbito rayo de
energía.
Sólo una vez...
Y desde su silla plegable de la cabina de
observación, la doctora Susan Calvin se levantó de un salto, abriendo la boca
horrorizada.
Sesenta y tres robots permanecían sentados
inmóviles en sus sillas, clavando los ojos con seriedad en el hombre en peligro
que tenían ante ellos. Ni uno de ellos se movió.
La doctora Calvin estaba furiosa hasta casi lo
insoportable. Tanto más furiosa, por no atreverse a demostrarlo delante de
los robots, que iban entrando y saliendo uno a uno de la habitación. Comprobó
la lista. Ahora tenía que entrar el Veintiocho. Faltaban todavía treinta y
cinco.
Entró el número Veintiocho, receloso.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Susan, tratando de
conservar la calma.
Con una voz apagada e incierta, el robot
contestó:
—No he recibido nombre todavía. Soy un NST-2 y
ocupaba el número veintiocho en la hilera. Tengo aquí una tira de papel que voy
a darle.
—¿Has estado ya aquí alguna otra vez?
—No.
—Siéntate. Vas a contestar a algunas
preguntas, número Veintiocho. ¿Estabas en la Sala de Radiaciones del Edificio
Dos hace unas cuatro horas?
El robot tuvo dificultad en contestar;
finalmente lo hizo con un ronquido, como de una maquinaria que necesitase
aceite.
—Sí, doctora.
—Había allí un hombre que estaba casi en
peligro de sufrir daño, ¿no?
—Sí, doctora.
—Y tú no hiciste nada, ¿verdad?
—No, doctora.
—A aquel hombre pudo ocurrirle daño por causa
de tu inacción. ¿Sabes esto, verdad?
—Sí, doctora. No pude evitarlo, doctora. —Es
difícil imaginar una voluminosa figura metálica sin expresión gimiendo, pero
casi lo consiguió.
—Quiero que me digas exactamente por qué no hiciste
nada por salvarlo.
—Quiero explicárselo, doctora. No quiero que
creas..., que nadie, crea... que soy
capaz de causar daño a un ser humano. ¡Oh, no, esto sería horrible..., e inconcebible!
—¡Por favor, no te excites, muchacho! No te
censuro nada. Quiero solamente que me digas qué pensabas en aquel momento.
—Doctora, antes que todo aquello ocurriese,
nos dijiste que uno de los humanos estaría en peligro por aquel peso que se
caía y que tendríamos que cruzar unos cables eléctricos si queríamos intentar
salvarlo. Bien, esto no me hubiera detenido. ¿Qué es mi destrucción comparada
con la seguridad de un humano? Pero..., se me ocurrió que si yo moría al ir a
salvarlo, estaría muerto sin objeto alguno y quizá algún día otro humano
podría sufrir un daño que no hubiera sufrido si yo hubiese estado todavía con
vida. ¿Me entiendes, doctora?
—¿Quieres decir que era una simple elección
entre la muerte del humano solo o la muerte de los dos?
—Eso es. Era imposible salvar al humano. Podía
considerársele muerto. En este caso era inconcebible que yo corriese a la
muerte..., sin haber recibido órdenes.
La doctora en sicología sacó un lápiz. Había
oído la misma historia con insignificantes variaciones veintisiete veces ya.
La pregunta crucial venía ahora.
—Oye —dijo—, tu punto de vista tiene sus
razones, pero no es lo que yo hubiera creído que eras capaz de pensar. ¿Se te
ocurrió a ti?
—No —dijo el robot después de haber vacilado.
—¿A quién se le ocurrió, entonces?
—Anoche estábamos hablando y uno de nosotros
tuvo esta idea, y nos pareció a todos razonable.
—¿A cuál?
El robot quedó sumido en profunda reflexión.
—No lo sé. Uno de nosotros.
—Nada más —dijo Susan con un suspiro.
El robot siguiente era el Veintinueve. Después
vinieron treinta y cuatro más.
También el general Kallner estaba enojado.
Durante una semana entera toda la Hyper Base había estado inmovilizada, a
excepción de algún trabajo de papeleo sobre los asteroides subsidiarios del
grupo. Y entonces los representantes, o por lo menos la mujer, hacían proposiciones
inaceptables.
Afortunadamente para la situación general,
Kallner juzgaba imposible poner de manifiesto abiertamente su cólera.
—¿Por qué no, general? —insistía Susan
Calvin—. Es evidente que la actual situación es desgraciada. La única forma como
podemos encontrar algún resultado en el futuro, o en lo que nos quede de futuro
en este asunto, es separar los robots. No podemos conservarlos juntos por más
tiempo.
—Mi querida doctora Calvin —gruñó el general
con una voz que había alcanzado los registros bajos de un barítono—, no veo
cómo alojar separadamente sesenta y tres robots en este sitio..
—Entonces no puedo hacer nada —interrumpió Susan
levantando los brazos en un gesto de desesperación—. Nestor 10 imitará lo que
hagan los demás robots o inducirá a los demás a no hacer lo que no puede hacer
él. Y en ambos casos, es un mal asunto. Estamos en pugna con el condenado robot
desaparecido y por ahora nos gana. Cada victoria suya agrava la anormalidad.
Se puso en pie con rígida determinación.
—General Kallner, si no puede separar los
sesenta y tres robots como le pido, me veo obligada a pedirle que los sesenta y
tres sean destruidos inmediatamente.
—¿Lo pide usted, verdad? —preguntó Bogert
interviniendo súbitamente con rabia—. ¿Y quién le da a usted derecho a pedir
semejante cosa? Estos robots permanecerán como están. Soy yo el responsable de
ellos, no usted.
—Y yo —añadió el general Kallner— soy el
responsable del Coordinador del Mundo..., y tengo que solucionar esto.
—En tal caso —saltó en el acto Susan Calvin— no me queda
otro camino que dimitir. Si es necesario para forzarle a usted a la
indispensable destrucción, daré publicidad al asunto. No fui yo quien dio su
aprobación a la manufactura de los robots modificados.
—Una palabra más que viole las medidas de seguridad,
doctora Calvin —dijo el general pausadamente—, y será usted inmediatamente
detenida.
Bogert sentía que el asunto se le escapaba de
las manos. Su voz se hizo melosa.
—Vamos, vamos, estamos portándonos como unos
chiquillos. No es más que cuestión de tiempo. Tiene que haber, con toda
seguridad, un medio de vencer un robot sin dimitir, encarcelar a nadie ni
destruir dos millones.
La doctora en sicología se volvió hacia él con
rabia contenida.
—No quiero que existan robots descompensados.
Tenemos un Nestor que está positivamente descompensado, once que lo están
potencialmente y sesenta y dos normales que empiezan a estar sujetos a un
ambiente descompensado. El único medio de seguridad absoluta es su destrucción.
El zumbido de llamada se dejó oír en la puerta
y los tres se callaron, helando la creciente violencia de la discusión.
—¡Adelante! —gruñó Kallner.
Era Gerald Black, al parecer turbado. Había
oído voces encolerizadas.
—He creído mi deber venir... —dijo—; hubiera
considerado indiscreto hablar de ello con nadie...
—¿Qué ocurre? No haga discursos...
—Alguien ha tocado las cerraduras del
Compartimiento C de la nave mercante. Hay rasguños recientes en ellas.
—¿El Compartimiento C? —exclamó Susan rápidamente—.
¿Es el que encierra los robots, no? ¿Quién ha sido?
—Desde dentro —dijo Black lacónicamente.
—La cerradura no está estropeada, ¿verdad?
—No, está bien. He estado cuatro días
observando la nave y nadie ha tratado de salir de ella. Pero he creído que
debían saberlo ustedes y no quería divulgar la noticia. Me he dado cuenta de
la cosa personalmente.
—¿Hay alguien allí, ahora?
—He dejado a Robins y McAdams vigilando.
Hubo un silencio meditativo y la doctora dijo
irónicamente:
—¿Y bien...?
—¿Qué significa todo esto? —preguntó el general
rascándose la nariz.
—¿No está claro? Nestor 10 está proyectando
marcharse. La orden de «irse a pasear» lo domina anormalmente por encima de
todo cuanto podamos hacer. No me sorprendería que lo que le dejaron de la
Primera Ley no fuese suficientemente fuerte para vencerlo. Es perfectamente
capaz de apoderarse de la nave y fugarse en ella. Entonces tendremos a un robot
loco en una nave espacial. ¿Qué sucederá después? ¿Tiene alguna idea? ¿Sigue
usted queriéndolos dejar tranquilos, general?
—Es absurdo —interrumpió Bogert, que había recobrado
su suavidad—. Todo esto por algunos rasguños en una cerradura...
—¿Ha completado usted el análisis que le pedí,
doctor Bogert, puesto que da usted su opinión?
—Sí.
—¿Puedo verlo?
—No.
—¿Por qué no? ¿O tengo que pedir esto por
favor también?
—Porque seria inútil, Susan. Le dije a usted
por adelantado que estos robots modificados son menos estables que los
normales, y mi análisis lo demuestra. Hay un número muy pequeño de
probabilidades de colapso en circunstancias extremas, que es muy improbable que
se produzcan. Dejémoslo en eso. No voy a darle a usted municiones para su
absurda pretensión de destruir sesenta y tres robots perfectos, sólo porque
carece usted de facultades para descubrir el Nestor 10 entre ellos.
Susan Calvin lo miró fijamente, con el
desprecio pintado en sus ojos.
—¿No omite usted un solo detalle en su eterna
dictadura, verdad?
—Por favor —suplicó Kallner irritado—.
¿Insiste usted en que no es posible hacer nada más?
—No se me ocurre nada más, general —respondió la doctora—.
Si hubiese alguna otra diferencia entre Nestor 10 y los robots normales,
diferencias que no afectasen a la Primera Ley... Aunque fuese una sola diferencia.
En envoltorio, contenido, especificaciones... —Súbitamente se detuvo.
—¿Qué pasa?
—Se me ha ocurrido algo... Pienso... —Su
mirada se hizo distante y vaga—. Estos Nestors modificados, Peter...,
¿recibieron la misma forma de impresión que los normales, verdad?
—Exactamente la misma.
—Y..., ¿qué es lo que decía usted, señor
Black? —dijo volviéndose hacia el joven doctor que en medio de la tormenta que
habían desencadenado sus noticias guardaba un discreto silencio—. Una vez, al
quejarse de la actitud de superioridad de Nestor, dijo usted que los técnicos
le habían enseñado todo lo que sabían.
—Sí, en Física etérea. No estaban al corriente
de este tema cuando llegaron aquí.
—Esto es verdad —dijo Bogert, sorprendido—. Ya
le dije a usted, Susan, que cuando hablé con los otros Nestors, los dos recién
llegados no habían aprendido todavía Física etérea.
—¿Y por qué ocurre esto? —preguntó Susan
Calvin con creciente excitación—. ¿Por qué no salen los modelos NST-2 impresos
con Física etérea en primer lugar?
—No se lo puedo decir —respondió Kallner—. Forma
parte del secreto. Pensamos que si fabricábamos un modelo especial con
conocimientos de Física etérea, empleábamos a doce de ellos, y poníamos los
otros a trabajar en un campo no coordenado, podíamos despertar sospechas. Los
hombres que trabajan con los Nestors normales podrían preguntarse por qué
saben Física etérea. De manera que nos limitamos a imprimir en ellos la capacidad
de aprender sobre el terreno. Sólo los que han venido aquí tienen esta
impresión. ¿Es sencillo?
—Comprendo. Y ahora, por favor, retírense
todos. Denme una hora para mí.
Susan Calvin comprendía que no podía soportar
el suplicio por tercera vez. Su mente lo había examinado y rechazado con una
intensidad que le produjo náuseas. Le era imposible enfrentarse nuevamente con
aquella interminable hilera de robots.
De manera que era Bogert quien interrogaba
ahora, mientras ella permanecía sentada con los ojos y la mente medio
cerrados.
Entró el número Catorce. Faltaban todavía
cuarenta y nueve.
—¿Qué número tienes en la hilera? —le preguntó
Bogert, levantando la vista de la hoja de papel.
—Catorce —dijo el robot mostrando su tarjeta
numerada.
—Siéntate, muchacho. ¿Habías estado ya aquí
antes? —preguntó.
—No, señor.
—Bien, vamos a tener otro hombre en peligro de
sufrir daño en cuanto salgamos de aquí. Cuando salgas de esta habitación te
llevarán a un sitio donde esperarás tranquilamente a que se te necesite.
¿Comprendes?
—Sí, señor.
—Y, naturalmente, si un hombre está en
peligro, tratarás de salvarlo.
—Naturalmente, señor.
—Desgraciadamente, entre el hombre y tú habrá
un campo de rayos gamma.
Silencio.
—¿Sabes lo que son los rayos gamma?
—¿Radiación de energía, señor?
La siguiente pregunta fue hecha en tono
indiferente, amistoso.
—¿Has trabajado ya con rayos gamma?
—No, señor —respondió el robot
categóricamente.
—Pues..., verás, muchacho, los rayos gamma te
matarán instantáneamente. Destruirán tu cerebro. Éste es un hecho que debes
recordar. Naturalmente, tú no querrás destruirte...
—Naturalmente. —Una vez más el robot parecía
extrañado. Lentamente, prosiguió—: Pero, señor, ¿si los rayos gamma están
entre el hombre en peligro y yo, cómo puedo salvarlo? Me destruiré yo sin
ningún fin.
—Sí, eso es. —Bogert parecía preocupado por el
asunto—. Lo único que puedo aconsejarte, muchacho, es que si detectas
radiaciones gamma entre el hombre y tú, harás bien en permanecer sentado.
—Gracias, señor. ¿Sería inútil, verdad? —dijo el robot,
visiblemente aliviado.
—En efecto. Pero si no hubiese radiaciones
gamma, la cosa sería totalmente diferente, ¿no es eso?
—Naturalmente, señor, no hay duda.
—Ahora puedes marcharte. El hombre que está
aquí en la puerta te llevará a tu sitio. Espera allí.
Una vez que el robot se hubo marchado, Bogert
se volvió hacia Susan.
—Muy bien —dijo ella sinceramente.
—¿Cree usted que podremos descubrir a Nestor
10 interrogándolos rápidamente sobre Física etérea?
—Quizá, pero no es muy seguro. —Tenía las
manos como muertas en el regazo—. Recuerde que lucha con nosotros. Está en
guardia. La única manera de vencerlo es ser más listos que él, y, dentro de sus
limitaciones, puede pensar mucho más rápidamente que un ser humano.
—Bien, sólo para ver qué pasa; supongamos que
a partir de ahora hago a los robots algunas preguntas sobre los rayos gamma.
Límites de longitud de onda, por ejemplo.
—¡No! —exclamó Susan Calvin, mientras reaparecía
la vida en sus ojos—. Le sería demasiado fácil negar sus conocimientos y esto
le pondría en guardia contra la siguiente prueba..., que es nuestra verdadera
probabilidad. Siga, por favor, haciendo las preguntas como le he indicado,
Peter, y no improvise. Está perfectamente en su derecho preguntarles si han
trabajado ya con rayos gamma. Y trate incluso de parecer menos interesado todavía.
Bogert se encogió de hombros y tocó el timbre
que haría entrar al número siguiente.
La espaciosa Sala de Radiaciones estaba a
punto una vez más. Los robots esperaban pacientemente en sus celdas de madera,
todas ellas abiertas por el centro, pero separadas unas de otras.
El general Kallner se secó lentamente la
frente con un enorme pañuelo, mientras Susan Calvin se ocupaba con Black de los
últimos detalles.
—¿Está usted seguro —preguntó— que ninguno de
los robots ha tenido ocasión de hablar con los demás desde que han salido de la
Cámara de Orientación?
—Absolutamente seguro —insistió Black—. No han
cambiado una palabra.
—¿Y cada robot está en su celda indicada?
—Aquí está el plano.
La doctora permaneció un momento estudiándolo,
pensativa.
—¿Cuál es el plan de esta ordenación, doctora?
—preguntó el general asomándose por encima de su hombro.
—He pedido que me colocasen a los robots que
me han parecido faltar un poco a la verdad en las primeras pruebas,
concentrados en un lado del círculo. Esta vez voy a sentarme yo en el centro y
quiero observarlos particularmente.
—¿Va usted
a sentarse allí?... —exclamó Bogert.
—¿Por qué no? —preguntó ella, fríamente—. Lo
que espero ver puede ser instantáneo. No puedo correr el riesgo de poner a otro
como primer observador. Peter, usted estará en la cabina de observación y
quiero que se fije muy bien en el lado opuesto del círculo. General Kallner, he
dispuesto que se filme a cada uno de los robots, para el caso que la
observación visual no fuese suficiente. Si es necesario, los robots tendrán que
permanecer sentados exactamente donde están hasta que la película haya sido
revelada y estudiada. Ninguno debe marcharse, ninguno debe cambiar de sitio.
¿Está claro?
—Perfectamente.
—Entonces, vamos a probar otra vez.
Susan Calvin estaba sentada en la silla,
silenciosa, la mirada inquieta. Un peso cayó precipitadamente hacia abajo, y se
apartó a un lado en el último momento bajo el empuje sincronizado de un súbito
rayo de energía.
Un solo robot se puso en pie y avanzó dos
pasos. Y se detuvo.
Pero la doctora Calvin se había levantado ya y
lo señalaba con el dedo.
—Nestor 10, ven aquí —gritó—. ¡Ven! ¡VEN AQUÍ!
Lentamente, a regañadientes, el robot avanzó
otro paso.
Sin apartar la vista del robot, la doctora
gritó, con todas las fuerzas de su voz:
—¡Que todos los demás robots salgan inmediatamente de esta
habitación, pronto! ¡Sáquenlos en seguida y manténganlos fuera!
A sus oídos llegó el sordo rumor de unas
fuertes pisadas, pero no apartó la vista. Nestor 10, si es que era Nestor 10,
avanzó otro paso, y después, bajo la fuerza de un imperativo gesto, dos más.
Estaba sólo a tres metros de ella cuando, con voz ronca, dijo:
—Me han dado orden de perderme... —Otro paso—.
No debo desobedecer. No me han encontrado hasta... Me creería un fracasado. Me
dijo... Pero no es así... Soy poderoso e inteligente...
Las palabras salían fraccionadas. Otro paso.
—Sé mucho... Va a pensar... He sido
descubierto... Desgraciado... Yo no... Soy inteligente... Y con este dueño...,
que es débil... Lento...
Otro paso, y un brazo de metal se levantó,
apoyándose súbitamente sobre el hombro de Susan Calvin, que sintió que el
terrible peso la aplastaba. Su garganta se agarrotó y sintió que un
estremecimiento de terror le recorría el cuerpo.
Oyó, vagamente, las siguientes palabras de
Nestor 10:
—Nadie debe encontrarme. No tengo dueño... —La
masa de frío metal se apoyaba sobre ella, que sucumbía bajo su peso. Y entonces
se produjo un extraño sonido metálico y Susan cayó al suelo, mientras un brazo
reluciente se apoyaba sobre su cuerpo. No se movió. Ni Nestor 10 tampoco,
echado a su lado.
Y unos instantes después unos rostros se
inclinaron sobre ella.
—¿Está usted herida, doctora Calvin? —jadeaba
Gerald Black.
Susan movió lentamente la cabeza y levantando
el brazo metálico que la aplastaba, se puso en pie.
—¿Qué ha ocurrido?
—He bañado la sala con rayos gamma durante
cinco segundos. No sabíamos lo que ocurría, sólo en el último momento nos dimos
cuenta que la agredía y no había tiempo más que para los rayos gamma. Se
derrumbó al instante. Pero no era suficiente para hacerle daño a usted. No se
preocupe, todo ha pasado ya.
—No me preocupo —dijo ella cerrando los ojos e
inclinándose a un lado—. No creo haber sido agredida, exactamente. Nestor
estaba tratando solamente de hacerlo.
Lo que quedaba en él de la Primera Ley lo refrenaba todavía.
Dos semanas después de su primera reunión con
el general Kallner, Susan Calvin y Peter Bogert celebraron la última. En Hyper
Base se había reanudado el trabajo. La nave con sus sesenta y dos NST-2
normales había salido para su destino, con una versión oficial del retraso de
dos días. El crucero del Gobierno estaba haciendo sus preparativos para llevar
a la Tierra a los dos técnicos en robótica.
Kallner lucía de nuevo el reluciente uniforme.
Sus guantes blancos deslumbraban, mientras les estrechaba la mano.
—Los otros Nestors modificados tendrán, desde
luego, que ser destruidos —dijo Susan Calvin.
—Lo serán. Cubriremos los turnos con robots
normales o, si es necesario, prescindiendo de ellos...
—Bien.
—Pero, dígame..., no me ha explicado... ¿Cómo
lo consiguió?
—¡Oh, eso!... —dijo Susan con una sonrisa de
complacencia—. Hubiera podido decírselo por adelantado si hubiese estado más
segura que saldría bien. Nestor 10 tenía un complejo de superioridad que cada
vez iba siendo más fuerte. Le gustaba creer que tanto él como los demás robots
sabían más que los seres humanos. Para él iba cobrando importancia creerlo.
Eso lo sabíamos. Advertimos, por lo tanto, a cada robot por adelantado que los
rayos gamma los matarían, lo cual era verdad, y les advertimos además que entre
ellos y yo habría rayos gamma. De manera que cada cual se quedó donde estaba,
naturalmente. Por la lógica de Nestor 10 durante la primera prueba, habían
todos decidido que no tenía utilidad alguna tratar de salvar una vida humana,
puesto que ellos morirían antes de conseguirlo.
—Bien, sí, doctora Calvin, esto lo comprendo.
Pero, ¿por qué abandonó su sitio Nestor 10?
—¡Ah!... El doctor Black y yo habíamos hecho un pequeño
arreglo. No eran los rayos gamma los que inundaban el espacio entre los robots
y yo, sino los infrarrojos. Rayos ordinarios de calor, absolutamente inofensivos.
Nestor 10 sabría que eran rayos infrarrojos inofensivos y se lanzó adelante
como esperaba que harían los demás bajo la compulsión de la Primera Ley. Sólo
una fracción de segundo demasiado tarde recordó que el NST-2 normal puede
detectar la radiación pero no puede identificar el tipo. Que él sólo pudiese
identificar las longitudes de onda, por la instrucción que había recibido en
Hyper Base, bajo la dirección de simples seres humanos, era en aquel momento
demasiado humillante de recordar. Para los robots normales el área era fatal,
les habíamos dicho que lo sería, y sólo Nestor sabía que mentíamos.
Hizo una pausa, antes de terminar.
—Y por un solo momento olvidó, o no quiso recordar, que otros
robots pueden ser más ignorantes que los seres humanos. Su misma superioridad
lo perdió. Buenas tardes, general.
¡La Fuga!
Cuando Susan regresó de Hyper Base, Alfred Lanning la
estaba esperando. El buen hombre no hablaba nunca de su edad, pero todo el
mundo sabía que tenía setenta y cinco años. No obstante, su mente era despierta
y si había permitido que lo nombrasen Director Honorario de Investigaciones,
actuando Bogert de director efectivo, aquello no le impedía asistir
cotidianamente a la oficina.
—¿Cómo está el trabajo de la Zona
Hiperatómica?
—No lo sé —respondió ella, irritada—. No lo he
preguntado.
—¡Ejem!... Quisiera que se diesen prisa.
Porque si no se la dan, «Consolidated» puede ganarles la mano, y ganárnosla a
nosotros de paso.
—¿«Consolidated»? ¿Qué tiene que ver con eso?
—Pues..., no somos los únicos que nos
dedicamos a crear máquinas. Las nuestras pueden ser positrónicas, pero esto no
quiere decir que sean mejores. Robertson ha convocado a una gran reunión para
mañana. Estaba esperando que regresase usted.
Robertson, de la «U. S. Robots &
Mechanical Men Corporation», hijo del fundador, señaló con su aguda nariz al
director general y su nuez pegó un salto hacia arriba mientras decía:
—Empiece usted. Vamos directamente al asunto.
—He aquí el caso, jefe —comenzó el director general con
vivacidad—. «Consolidated Robots» se dirigió a nosotros hace un mes con una
curiosa proposición. Vinieron con cinco toneladas de cifras, ecuaciones, y
toda clase de cálculos. Era un problema, y querían una contestación para el
Cerebro. Las condiciones eran las siguientes...
Fue contando con los dedos.
—Cien mil para nosotros si no hay solución y
podemos decirles cuáles son los factores que faltan. Doscientos mil si hay
solución, más el costo de construcción de la máquina involucrada, más el cuarto
de los intereses en todos los beneficios de ello derivados. El problema se
refiere al desarrollo de una máquina interestelar...
Robertson frunció el ceño y su afilado rostro
se endureció.
—A pesar del hecho que ya poseen una máquina
pensadora. ¿Exacto?
—Lo cual demuestra claramente que esta proposición
es un engaño, jefe. Leu-ver, siga adelante.
Abe Leu-ver levantó la mirada desde la mesa
del extremo de la sala de conferencias y se pasó la mano por la rasposa
barbilla.
—La cosa es así, jefe —dijo sonriendo—.
Consolidated tenía una máquina
pensante. Se ha estropeado.
—¿Cómo? —dijo Robertson incorporándose a medias.
—Es así. ¡Rota! ¡Kaput! Nadie sabe por qué, pero he llegado a ciertas
conclusiones..., como, por ejemplo, que le pidieron que les diese una máquina
interestelar con la misma serie de informaciones que nos han enviado a nosotros
y que esto estropeó su máquina. Ahora es chatarra, nada más que chatarra.
—¿Comprende, jefe? —dijo el director general
entusiasmado—. ¿Lo comprende? No hay ningún grupo industrial de investigación
que no esté tratando de desarrollar una máquina que abarque el espacio, y
Consolidated y U. S. Robots vamos a la cabeza en este terreno con nuestros
robots cerebrales. Ahora que han conseguido estropear la suya, tenemos el
campo libre. Éste es el supuesto motivo... Necesitarán seis años por lo menos
para construir otra y están hundidos, a menos que puedan estropear la nuestra
también, sometiéndola al mismo problema.
El presidente de la U. S. Robots tenía los
ojos abiertos y grandes como platos.
—¡Qué asquerosas ratas...!
—Espere, jefe. Hay algo más. ¡Lanning,
hable!... —dijo describiendo con el dedo un amplio círculo.
El doctor Lanning hizo un resumen de la
situación con un leve tono de desprecio; reacción natural contra las empresas y
sectores de venta mucho mejor pagadas que él. Sus increíbles cejas grises se
cerraban y su voz era seca.
—Desde un punto de vista científico, la
situación, si no enteramente clara, es susceptible de un inteligente análisis.
El problema del viaje interestelar en las actuales condiciones de teoría
física es vaga. La cuestión es muy vasta y la información dada por Consolidated
referente a su máquina pensante, era similarmente vaga. Nuestro departamento
matemático ha procedido a un análisis profundo, y parece que Consolidated lo ha
incluido todo. Su material de sumisión contiene todos los adelantos conocidos
de la teoría curvo-espacial de Franciacci y, al parecer, todos los datos
astrofísicos y electrónicos pertinentes. Es un buen bocado.
Robertson los seguía atentamente. Al final
interrumpió:
—Es muy difícil para que el Cerebro lo
resuelva.
—No —intervino Lanning moviendo la cabeza con
decisión—. No hay límites para la capacidad del Cerebro. Es una cuestión
distinta. Es cuestión de Leyes Robóticas; por ejemplo: no podrá jamás dar una
solución a un problema que le haya sido sometido, si esta solución trae
aparejada la muerte o daño de seres humanos. En cuanto a él hace referencia, un
problema que no tuviese más que esta solución sería insoluble. Si este problema
estuviese unido a una urgente demanda de respuesta, sería posible que el
Cerebro, que es sólo un robot al fin y al cabo, se encontrase ante un dilema según
el cual no podría ni contestar ni negarse a hacerlo. Algo por el estilo puede
haberle ocurrido a la máquina de Consolidated.
Hizo una pausa, pero el director general
insistió:
—Siga, doctor Lanning. Explíquelo en la forma
como me lo explicó a mí.
Lanning arqueó las cejas apretando los labios, y miró hacia
Susan Calvin, que levantó por primera vez la vista de sus manos cruzadas en el
regazo. Habló en voz baja y sin entonación.
—La naturaleza de la reacción robótica ante un
dilema es impresionante —comenzó—. La sicología del robot está muy lejos de
ser perfecta, como especialista puedo asegurárselo, pero puede ser discutida en
términos cualitativos, porque a pesar de todas las complicaciones
introducidas en el cerebro positrónico de un robot, está construido por los
humanos, y por lo tanto, conformado de acuerdo con los valores humanos.
»Ahora bien, un humano enfrentado con una imposibilidad,
responde frecuentemente con una retirada de la realidad: penetra en un mundo de
engaño, entregándose a la bebida, llegando al histerismo, o arrojándose de un
puente. Todo esto se reduce a lo mismo, la negativa o la incapacidad de
enfrentarse serenamente con la situación. Y lo mismo ocurre con los robots. Un
dilema, en el mejor de los casos creará un desorden en sus conexiones; y en el
peor abrasará su cerebro positrónico sin reparación posible.
—Comprendo —dijo Robertson, que no había comprendido
nada—. ¿Y qué me dice de esta información que nos pide Consolidated?
—Encierra indudablemente un problema de un genero
prohibido —dijo Susan Calvin—. Pero el Cerebro difiere considerablemente del
robot de Consolidated.
—Eso es cierto, doctora, es cierto
—interrumpió el director general con energía—. Quiero que sepa bien esto,
porque es el punto esencial de la situación.
Los ojos de Susan relucían detrás de sus
lentes y continuó pacientemente:
—Estas máquinas de Consolidated, comprende, su
Superpensador entre ellas, están construidas sin personalidad. Se rigen por un
funcionarismo, obligatoriamente: sin los patrones básicos de la U. S. Robots
para las sendas emocionales del cerebro. Su Pensador es una simple máquina
calculadora en gran escala y un dilema la aniquila instantáneamente.
»Sin embargo, el Cerebro, nuestra máquina,
tiene una personalidad, una personalidad de chiquillo. Es un cerebro
supremamente deductivo, pero se parece a un idiot
savant. En realidad, no entiende lo que hace, se limita a hacerlo. Y porque
es realmente un chiquillo, es más reacio. «La vida no es tan seria», parece
decir.
La doctora en sicología, hizo una pausa y
prosiguió:
—He aquí lo que vamos a hacer. Hemos dividido
toda la información de Consolidated en partes lógicas. Vamos a introducir cada
una de las partes en el Cerebro, separada y cautelosamente. Cuando entre el factor, el que crea el dilema, la
personalidad infantil del Cerebro vacilará. Su sentido enjuiciador no está maduro.
Se producirá un intervalo perceptible antes que reconozca el dilema como tal. Y
durante este intervalo, rechazará automáticamente la unidad, antes que las
sendas cerebrales puedan ser puestas en movimiento y estropeados.
La nuez de Robertson se estremeció.
—¿Está usted segura, ahora?
—La cosa no tiene mucho sentido, lo admito
—dijo Susan Calvin con disimulada impaciencia—, en lenguaje vulgar; pero no
concibo que tenga la utilidad de presentarlo en forma matemática. Le aseguro
que es como le digo.
El director general saltó a la brecha, con
calor.
—De manera que la situación es ésta: Si
aceptamos la proposición, podemos proceder de esta forma. El Cerebro nos dirá
cuál de las unidades es la que encierra el dilema. De donde podremos calcular por qué existe el dilema. ¿No es esto,
doctor Bogert? Ya lo ve usted, doctora, y el doctor Bogert es el mejor
matemático que encontrará en parte alguna. Damos a Consolidated la respuesta
de «Sin Solución», con el motivo que la justifica, y cobramos cien mil. Ellos
se quedarán con una máquina estropeada y nosotros con una entera. Dentro de un
año, dos quizá, tendremos una máquina curvo-espacial, o un motor hiperatómico,
como lo llaman algunos. Llámela como quiera, será la cosa más grande del
mundo.
Robertson se echó a reír y tendió la mano.
—Veamos este contrato. Voy a firmarlo.
Cuando Susan Calvin entró en la bóveda del
Cerebro, fantásticamente guardada, uno de los turnos de técnicos acababa de
preguntarle: «Si una gallina y media pone un huevo y medio en un día y medio,
¿cuántos huevos pondrán nueve gallinas en nueve días?»
Y la máquina había contestado: «Cincuenta y cuatro».
Y los técnicos se habían mirado perplejos unos a otros.
La doctora Calvin tosió y se produjo una
súbita confusión de energías. La doctora hizo un breve gesto y se quedó sola
con el Cerebro.
El Cerebro era un simple globo de medio metro
de diámetro —que contenía en su interior una atmósfera totalmente acondicionada
de helio, un volumen de espacio totalmente ausente de vibraciones y libre de
radiaciones— y dentro del cual había una inaudita complejidad de senderos
cerebrales positrónicos que formaban el Cerebro. El resto de la habitación
estaba atestada de dispositivos que eran los intermediarios entre el Cerebro y
el mundo exterior, su voz, sus brazos, sus órganos sensoriales.
—¿Cómo estás, Cerebro? —preguntó suavemente la
doctora Calvin.
La voz del Cerebro respondió vibrante y con
entusiasmo.
—¡Muy bien, doctora Calvin! Me vas a hacer alguna
pregunta. Lo veo. Cuando quieres hacerme alguna pregunta, llevas siempre un
libro en la mano.
—Bien, pues tienes razón, pero todavía no
—sonrió Susan—. Pero es tan complicada que te la vamos a dar por escrito. Pero
más tarde. Me parece que voy a hablarte primero.
—Perfectamente, no me importa hablar.
—Escucha, Cerebro, dentro de un momento, el
doctor Bogert y el doctor Lanning estarán aquí con su complicada pregunta. Te
daremos muy poco cada vez y muy lentamente, porque queremos que te vayas con cuidado.
Vamos a pedirte que saques algo en conjunto, si te es posible, de la
información, pero tengo que advertirte que la solución puede comportar un
cierto peligro para los seres humanos.
—¡Cáspita! —exclamó con voz ronca, seca, el Cerebro.
—Ahora, mucho cuidado. Cuando lleguemos a un
punto que pueda significar peligro, incluso quizá muerte, no te excites.
Comprendes, Cerebro, en este caso, no nos importa..., ni siquiera la muerte;
nos tiene sin cuidado. De manera que cuando llegues a este punto, te detienes,
nos la devuelves y se acabó. ¿Comprendes?
—¡Sí, sí, seguro! Pero..., ¡cáspita, muerte de
los humanos...! ¡Oh!
—Y ahora, Cerebro, oigo llegar al doctor Bogert y al doctor
Lanning. Ellos te explicarán en qué consiste el problema y empezaremos. Sé buen
muchacho, ahora...
Lentamente las hojas fueron siendo insertadas.
Después de cada una se producía un intervalo de un curioso ruido, como de
ahogado cuchicheo que era el Cerebro en acción. Después venía un silencio, que
quería decir que estaba en disposición de recibir una nueva hoja. Era cuestión
de horas, durante las cuales el equivalente de unos doscientos diecisiete
gruesos volúmenes de física-matemática fue tragado por el Cerebro.
A medida que se iba procediendo a la
operación, todos fruncían el ceño. Lanning refunfuñaba ferozmente en voz baja.
Bogert, primero, se contempló pensativo las uñas y después empezó a morderlas
de una forma abstraída. Sólo cuando la última de las hojas del grueso montón
hubo desaparecido, Susan. con el rostro pálido, dijo:
—Algo está mal.
Lanning hizo un supremo esfuerzo por
pronunciar unas palabras.
—No puede ser. Está..., muerto.
—¿Cerebro?... —Susan Calvin estaba temblando—.
¿Me oyes, Cerebro?
—¿Eh?... —respondió la máquina, abstraída—.
¿Qué quieres?
—La solución.
—¡Ah!... Puedo darla. Les construiré la nave,
con facilidad..., si me dan robots. Una linda nave. Necesitaré dos meses,
quizá.
—¿No ha habido dificultad...?
—Fue largo de calcular.
La doctora Calvin se echó a reír. El color no
había reaparecido en sus mejillas. Hizo signo a los demás para que se
marchasen.
—No logro entenderlo —dijo, una vez en su
despacho—. La información, tal como se ha dado, tiene que envolver un
dilema..., probablemente la muerte. Si algo se ha estropeado...
—La máquina habla y razona. No puede haber dilema.
—¡Hay dilemas y dilemas! —exclamó la doctora
con calor—. Hay diferentes formas de evasión. Supongamos que el Cerebro se
siente sólo débilmente captado; sólo lo suficiente, digamos, para sufrir la
ilusión de poder resolver el problema, cuando en realidad no puede. O
supongamos que está oscilando en el borde mismo de algo realmente malo, de
manera que el menor empuje lo hace pasar más allá.
—Supongamos —dijo Lanning— que no hay dilema.
Supongamos que la máquina de Consolidated se rompió a causa de otra pregunta, o
por razones puramente mecánicas.
—Pero aun así —insistió Susan Calvin— no podemos
correr el riesgo. Oigan, a partir de ahora nadie debe ni respirar delante del
Cerebro. Me hago cargo del asunto.
—Muy bien —suspiró Lanning—, hágase cargo,
entonces. Y entretanto, dejaremos que el Cerebro nos construya la nave. Y si
nos la construye, tendremos que probarla. Para esto necesitaremos nuestros
mejores hombres —añadió pensativo.
Michael Donovan se alisó la encrespada
cabellera pelirroja con un violento ademán, y la total indiferencia a que en
el acto volviese a erizarse.
—Llama el turno ya, Greg —dijo—. Dicen que la
nave está terminada. No saben lo que es, pero está terminada. Vamos, Greg.
Vamos a tomar el mando.
—Espera, Mike —dijo Powell, cansado—. La confinada
atmósfera que respiramos no es adecuada para tu entusiasmo y buen humor.
—Escucha —dijo Donovan, dándole otro tirón a
su cabello—. No me preocupa el genio éste de hierro ni su linda nave de
hojalata. ¡Son mis vacaciones perdidas! ¡Y la monotonía! Aquí no hay más que
bigotes y cifras..., una fea especie de cifras. ¡Oh, por qué tienen que darnos
siempre estas misiones!
—Porque —respondió Powell amablemente— por lo
visto les convenimos. ¡Bien, descansa! Viene el doctor Lanning.
Lanning se acercaba con sus siempre pobladas
cejas grises y lleno de vida a pesar de su edad. Subió silenciosamente la
rampa con sus dos compañeros y salieron a campo abierto donde, sin obedecer a
ningún ser humano, silenciosos robots estaban construyendo una nave. Mejor
dicho: ¡Habían construido una nave! Porque Lanning dijo:
—Los robots se han parado. Ninguno se ha
movido hoy.
—¿Está lista, entonces? ¿Definitivamente?
—preguntó Powell.
—¿Cómo puedo decirlo? —dijo Lanning,
frunciendo el ceño—. Parece lista. No se ven piezas sueltas por ninguna parte y
el interior tiene un brillo de cosa acabada.
—¿Ha estado usted dentro?
—Entrar y salir. No soy piloto del espacio.
¿Entiende alguno de ustedes algo en teoría de motores?
Donovan miró a Powell y Powell miró a Donovan.
—Tengo mi licencia, doctor, pero en mis
últimos textos no hay nada referente a hipermotores ni curvo-navegación. Sólo
el corriente juego de niños de las tres dimensiones.
Alfred Lanning levantó la mirada con un gesto
de neta reprobación y soltó un ronquido con su larga nariz.
—Bien, enviaremos a nuestros ingenieros —dijo
en tono helado.
Powell lo agarró por el codo al ver que se
disponía a marcharse.
—Señor, ¿es la nave aún suelo restringido?
—Supongo que no —respondió Lanning después de haber
vacilado rascándose la nariz—. Para ustedes dos, en todo caso.
Donovan murmuró una frase expresiva a su
espalda al verlo marchar y se volvió hacia Powell.
—Me gustaría darle una descripción literaria
de él mismo, Greg.
—Ven conmigo, Mike.
El interior de la nave estaba terminado, tan
terminado como una nave pudo jamás estarlo; podía afirmarse con sólo pestañear
dos veces. Ningún obrero especializado hubiera podido dar más brillo del que
habían dado los robots. Las paredes tenían un acabado de reluciente plata que
no conservaba las impresiones digitales.
No había ángulos; paredes, suelo y techos se fundían unos
con otros en delicadas curvas, y el resplandor metálico de la luz indirecta
daba seis frías imágenes de los asombrados visitantes.
El corredor principal era un estrecho túnel
cuyo suelo resonaba bajo las pisadas y en el que había una serie de
habitaciones imposibles de distinguir unas de otras.
—Supongo que los muebles deben estar empotrados
en las paredes —dijo Powell—. O quizá no tenemos que sentarnos ni dormir.
En la última habitación, cerca de la proa de
la nave, se quebraba la monotonía. Una ventana curva, sin reflejos, era lo
primero que rompía la monotonía metálica y bajo ella había una sola esfera de
grandes dimensiones con una única aguja inmóvil que marcaba el cero.
—¡Mira esto! —dijo Donovan señalando la única
palabra escrita en una escala minuciosamente marcada. La palabra era «parsecs», y la diminuta cifra del extremo
de la escala graduada era «1.000.000». Había dos sillas; pesadas, rústicas,
sin acolchar. Powell se sentó en una de ellas y la encontró cómoda, sus curvas
se amoldaban a las formas de su cuerpo.
—¿Qué te parece todo esto? —preguntó Powell.
—¡Por mi dinero! Creo que el Cerebro tiene
fiebre cerebral. ¡Larguémonos!
—¿No quieres dar un vistazo a todo esto?
—He dado ya un vistazo a todo eso. He venido y
he visto. ¡Estoy harto! Greg, salgamos de aquí —añadió con el pelo rojo
erizado—. He abandonado mi trabajo hace cinto minutos y esto es una zona
prohibida.
Powell sonrió de una forma untuosa y
satisfecha y se alisó el bigote.
—Bien, Mike, cierra la válvula de adrenalina
que estás vertiendo en tu sangre. Estaba preocupado también, pero nada más.
—¿Nada más, eh? ¿Cómo es eso, nada más?
¿Aumentando tu seguro?
—Mike, esta nave no puede despegar.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Hemos recorrido toda la nave, no?
—Así parece.
—Puedes creerlo bajo mi palabra. ¿Has visto
una sola cámara de pilotaje a excepción de este ventanal y una esfera calculada
en parsecs? ¿Has visto algún mando?
—No.
—¿Has visto algún motor?
—¡Por Júpiter, no!
—Bien, entonces... Vamos a darle la noticia a
Lanning, Mike.
Recorrieron a toda velocidad los uniformes
corredores para chocar finalmente con el estrecho paso que daba a la compuerta
neumática.
Donovan se puso rígido.
—¿Has cerrado tú eso, Greg?
—No lo he tocado para nada. Levanta la
palanca, quieres...
Pero a pesar de los agotadores esfuerzos de
Mike, la palanca no se movió.
—No he visto ninguna salida de urgencia —dijo
Powell—. Si ocurre algo, nos van a tener que sacar fundidos.
—Sí, y vamos a tener que esperar a que se den
cuenta que algún loco nos ha encerrado aquí dentro —añadió Donovan, frenético.
—Volvamos a la ventana. Es el único sitio
desde el cual podemos llamar la atención.
Pero no fue así.
En la última habitación, la ventana no era ya
azul y llena de cielo. Era negra, y unas puntas de aguja amarillentas en forma
de estrella decían: Espacio.
Se produjo un fuerte golpe sordo, doble, y dos cuerpos se
desplomaron separadamente en dos sillas.
Alfred Lanning encontró a Susan Calvin en la
puerta de la oficina. Encendió nerviosamente un cigarro y le hizo seña de
entrar.
—Bien, Susan —dijo—, hemos llegado bastante
lejos y Robertson se está poniendo nervioso. ¿Qué va usted a hacer con el
Cerebro?
Susan Calvin abrió los brazos, extendiendo las
manos.
—No sirve de nada ponerse impacientes. El
Cerebro tiene mayor valor que todo lo que podamos obtener con este trato.
—Pero lleva usted dos meses interrogándolo.
—¿Preferiría usted llevar este asunto personalmente?
—preguntó la doctora en tono llano, pero ligeramente amenazador.
—Ya sabe usted lo que quiero decir.
—¡Oh, supongo que sí! —respondió ella,
frotándose las manos, nerviosa—. La cosa es fácil, he estado probando y
tanteando y no he llegado todavía a ninguna parte. Sus reacciones no son
normales. Sus respuestas son, en cierto modo..., extrañas. Pero nada en que
poner el dedo. Y, comprenda usted, hasta que sepamos qué es lo que pasa,
debemos andar de puntillas. Me es imposible decir qué pregunta u observación
conseguirá darle el empujón..., y si entonces tendremos entre nuestras manos un
Cerebro completamente inútil. ¿Quiere usted correr este riesgo?
—No lo sé, no puede quebrantar la Primera Ley.
—Eso hubiera pensado, pero...
—¿No está siquiera segura de eso? —preguntó
Lanning, escandalizado.
—¡Oh, no puedo estar segura de nada, Alfred!
Los timbres de alarma resonaron con una
aterradora prontitud. Lanning cortó la comunicación con un espasmo casi
paralizante. Las palabras salieron jadeantes y heladas de sus labios.
—Susan..., ha oído esto..., la nave ha
partido. He enviado a aquellos dos físicos a su interior hace media hora.
Tendrá usted que consultar de nuevo con el Cerebro.
—Cerebro —dijo Susan Calvin con forzada
calma—, ¿qué le ha ocurrido a la nave?
—¿La nave que he construido, señorita Susan?
—Exacto. ¿Qué ha sido de ella?
—Nada. Los dos hombres que tenían que hacer
las pruebas estaban dentro y todo estaba dispuesto. De manera que la lancé.
—¡Oh, vaya, pues está bien! —La doctora
encontraba una cierta dificultad en respirar—.
¿Crees que estarán bien?
—Tan bien como sea posible, señorita Susan. He
tomado todas las precauciones. Es una hermosa nave.
—Sí, Cerebro es hermosa, pero, ¿crees que
tendrán bastante comodidad? ¿Estarán confortablemente alojados?
—Mucha comida.
—Esto puede haber sido una gran impresión para
ellos. Por lo inesperado, comprendes...
—Estarán bien —dijo el Cerebro, desechando la
objeción—. Tiene que ser interesante
para ellos.
—¿Interesante? ¿Cómo?
—Sólo interesante.
—Susan —dijo Lanning con un susurro—,
pregúntele si podrían morir. Pregúntele qué peligros corren.
La expresión de Susan Calvin se contorsionó en
un gesto de furia.
—¡Cállese! —Con voz turbada, se volvió hacia
el Cerebro—. ¿Podremos comunicarnos con la nave, verdad, Cerebro?
—Pueden oírte, si los llamas por radio. Nos
hemos preocupado de eso.
—Gracias. Eso es todo, por ahora.
Una vez fuera, Lanning estalló con rabia:
—¡Por toda la Galaxia, Susan, si esto se sabe
estamos arruinados! Es necesario que hagamos regresar a estos hombres. ¿Por qué
no le ha preguntado si había peligro de muerte..., directamente?
—Porque esto es precisamente lo que no puedo
mencionar. Si existe un dilema, es de muerte. Cualquier cosa que sea demasiado
fuerte para él, puede aniquilarlo. ¿Estaremos acaso mejor, entonces? Ahora,
espere, dice que podemos comunicarnos con ellos. Vamos a hacerlo, localicémoslos
y hagámoslos regresar. Probablemente pueden manejar los controles ellos
mismos. El Cerebro sin duda los dirige desde lejos. ¡Vamos!
Transcurrió bastante tiempo antes que Powell
volviese en sí.
—Mike —dijo con los labios fríos—, ¿sientes
alguna aceleración?
—¿Eh?... —preguntó Donovan con mirada
inexpresiva—. No...
Los puños del pelirrojo se cerraron, y
levantándose con ímpetu de su sillón, se acercó a la ventana con frenética
energía. No se veía nada..., más que estrellas.
—Greg —dijo, volviéndose—, debieron haber lanzado
esta máquina mientras estábamos dentro. Greg, todo esto estaba preparado;
combinaron que el robot nos obligase a ser pilotos de prueba para el caso en
que pensásemos volvernos atrás.
—¿Qué estás diciendo? —dijo Powell—. ¿Qué utilidad
tiene enviarnos al espacio si no sabemos cómo se gobierna esta máquina? ¿Cómo
creen que vamos a hacerla regresar? No, esta nave arrancó por sí sola y sin
ninguna aceleración aparente. —Se levantó y comenzó a caminar lentamente. Las
paredes de metal resonaban al compás de sus pasos.
Con una voz sin entonación, añadió:
—Mike, ésta es la situación más confusa en que
nos hemos encontrado jamás.
—¡Qué cosa más nueva para mí! —dijo Mike con
amargura—. Empezaba a pasarlo divinamente cuando me lo has dicho.
Powell no le hizo caso.
—Aceleración nula —dijo—. Lo cual indica que
esta nave funciona bajo un principio diferente de todos los conocidos.
—Diferente de los que nosotros conocemos, en
todo caso.
—Diferente de todos los conocidos. No hay motores al alcance de la mano. Quizá
estén dentro de las paredes. Quizá por eso son tan gruesas.
—¿Qué estás refunfuñando?
—¿Por qué no escuchas? Estoy diciendo que,
cualquiera que sea la energía que mueve esta nave, no está destinada,
evidentemente, a ser controlada a mano. Esta nave es teledirigida.
—¿Por el Cerebro?
—¿Por qué no?
—¿Entonces, crees que seguiremos en el espacio
hasta que el Cerebro decida hacernos regresar?
—Es posible. Si es así, esperemos
tranquilamente. El Cerebro es un robot, está obligado a respetar la Primera
Ley. No puede dañar a un ser humano.
—¿Eso crees? —dijo Donovan sentándose lentamente
y alisándose el cabello—. Escucha, el cuento del espacio curvo ha hecho trizas
el robot de Consolidated, y el melenudo dijo que era debido a que el viaje
interestelar mata a los seres humanos. ¿En qué robot vas a confiar? El nuestro
se basa en los mismos principios, según tengo entendido.
Powell se tiraba desesperadamente del bigote.
—No finjas no entender de robótica, Mike.
Antes que sea físicamente posible a un robot hacer un solo intento de infringir
la Primera Ley, tienen que destrozarse tantas cosas, que se produciría un
montón de desperdicios diez veces mayor. Esto tiene alguna explicación más
sencilla.
—¡Sí, seguro, seguro!... Bien, hazme llamar
por el mayordomo, mañana. Todo esto es realmente demasiado sencillo para que me
preocupe antes de haber descabezado mi siesta.
—¡Pero, por Júpiter, Mike! ¿De que te quejas
hasta ahora? El Cerebro vela por nosotros. Aquí tenemos calor, tenemos luz,
tenemos aire. No hay siquiera un soplo de más de aceleración para erizarte el
cabello, si, desde luego, fuese erizable, en primer lugar.
—¿Sí? Greg, tú debes haber tomarlo lecciones.
¿Y qué comeremos? ¿Qué beberemos? ¿Dónde estamos? ¿Cómo regresaremos? Y en caso
de accidente, ¿con qué traje del espacio saldremos y por dónde? No he visto
siquiera un cuarto de baño ni aquellos pequeños adminículos que suelen haber
en los cuartos de baño. Desde luego, se ocupan de nosotros, pero... ¡Escucha!
La voz que interrumpió la gran inspiración de
Donovan no fue la de Powell. No era de nadie. Estaba allí, flotando en el
aire, estentórea y petrificadora en sus efectos.
«¡GREGORY POWELL! ¡MICHAEL DONOVAN! ¡GREGORY
POWELL! ¡MICHAEL DONOVAN! COMUNIQUEN SU ACTUAL POSICIÓN. SI LA NAVE RESPONDE A
LOS CONTROLES, ROGAMOS REGRESEN A LA BASE. ¡GREGORY POWELL! ¡MICHAEL DONOVAN!»
El mensaje se repetía, mecánicamente, roto a
intervalos regulares.
—¿De dónde viene eso? —preguntó Donovan.
—No lo sé —dijo Powell, con un susurro, impresionado—. ¿De
dónde viene la luz? ¿De dónde viene todo?
—¿Y cómo vamos a contestar? —Tenían que hablar
durante los intervalos del mensaje, que se iba repitiendo.
Las paredes estaban desnudas, tan desnudas
como puede estar una superficie de metal no rota por nada.
—Grita la respuesta —dijo Powell.
Así lo hicieron. Gritaron, por turno, juntos.
—¡Posición desconocida! ¡Nave fuera de
control! ¡Situación desesperada!
Sus voces resonaban estridentes. Las breves y telegráficas
frases quedaban deformadas por la intensidad de los gritos, pero la fría voz
que llamaba iba repitiendo incansablemente su mensaje.
—No nos oyen —murmuró Donovan—. No hay estación
transmisora, sólo receptora. —Su mirada recorría al azar la superficie de las
paredes.
La voz exterior fue disminuyendo
paulatinamente de intensidad y se calló. De nuevo ellos chillaron cuando no era
más que un susurro y de nuevo volvieron a gritar cuando reinó el silencio. Cosa
de unos quince minutos después, Powell dijo, casi sin voz:
—Vamos a recorrer la nave otra vez. Debe haber
algo que comer en alguna parte. —Su tono no delataba ninguna confianza; era
casi el reconocimiento de su derrota.
Dividieron el corredor en dos partes. Podían oírse
uno a otro por el fuerte resonar de sus pasos, y volvían a encontrarse en el
corredor, donde se miraban mutuamente y seguían adelante.
La exploración de Powell terminó
infructuosamente, y en aquel momento oyó la alegre voz de Donovan con la
sonoridad de un estruendo.
—¡Eh, Greg, la nave tiene tuberías! ¿Cómo se
nos ha escapado?
Después de cinco minutos de jugar al
escondite, encontró a Powell.
—Pero sigue sin haber cuarto de baño —dijo. De
repente se calló en seco—. ¡Comida! —jadeó.
La pared se había corrido, dejando una
abertura curva con dos estantes. El estante superior estaba lleno de latas sin
etiquetar de una asombrosa variedad de tamaños y formas. Las latas esmaltadas
del estante inferior eran uniformes y Donovan sintió una fría corriente de aire
en sus piernas. El estante inferior estaba refrigerado.
—¡Cómo..., cómo...!
—Esto no estaba así antes —dijo Powell
secamente—. Esta parte de la pared se ha corrido en cuanto entré por la puerta.
Estaba ya comiendo. La lata tenía una cuchara
dentro y pronto el aromático olor de habichuelas estofadas llenó la
habitación.
—¡Toma una lata, Mike!
—¿Que menú hay? —preguntó Donovan, vacilando.
—¿Cómo quieres que lo sepa? ¿Le haces
remilgos?
—No, pero en las naves no como más que
habichuelas. Algo diferente gozaría de mi predilección.
Su mano acarició y eligió una reluciente lata
elíptica, cuya forma aplanada parecía insinuar la presencia de salmón o una
golosina similar. Se abrió bajo una presión adecuada.
—¡Habichuelas! —gritó Donovan, tomando otra,
pero Powell le tiró de los pantalones.
—Es mejor que comas esto, muchacho. Las
existencias son limitadas y podemos tener que estar aquí mucho tiempo.
—¿Pero es que aquí no hay más que habichuelas?
—dijo toscamente Donovan, echándose atrás.
—Es posible.
—¿Qué hay en el otro estante?
—Leche.
—¿Sólo leche? —gritó Donovan, indignado.
—Así parece.
La comida de habichuelas y leche transcurrió
en un absoluto silencio y al marcharse, la fracción de pared se colocó
automáticamente en su sitio, dejando la superficie completamente lisa.
—Todo es automático —dijo Powell, suspirando—.
Todo igual.. Jamás me he sentido más abandonado en mi vida.
Quince minutos más tarde estaban de nuevo en
la sala de la ventana mirándose uno a otro desde dos sillones opuestos. Powell
miró melancólicamente la única esfera de la sala. Seguía marcando «parsecs», la
cifra seguía terminando en 1.000.000 y la aguja indicadora estaba todavía en el
cero.
En su despacho interior de las oficinas de la
«U. S. Robots & Mechanical Men, Corp.» Alfred Laaning, en tono agotado,
está diciendo:
—No contestan. Hemos probado todas las
longitudes de onda, pública, privada, clave, directa, incluso este truco del
subéter que hay ahora. ¡Y el Cerebro sigue sin querer decir nada! —le espetó a
Susan Calvin.
—No quiere extenderse sobre la materia, Alfred. Dice que no
pueden oírnos..., y cuando trato de presionarlo se pone..., se pone de mal
humor. Y no debería ser... ¿Quién ha oído hablar jamás de un robot malhumorado?
—¿Por qué no nos dice usted lo que sabe,
Susan? —dijo Bogert.
—Aquí va. Admite que controla la nave
enteramente. Es positivamente optimista en cuanto a su seguridad, pero sin
detalles. No me atrevo a apretarle las tuercas. Sin embargo, el centro de la
perturbación reside, al parecer, en el mismo salto interestelar. El Cerebro se
echó a reír cuando toqué este punto. Hay otras indicaciones, pero ésta es la
más clara que ha aparecido como neta anormalidad.
Bogert pareció súbitamente impresionado.
—¡El salto interestelar!
—¿Qué ocurre? —gritaron a la vez Susan Calvin
y Lanning.
—Las cifras para el motor que nos dio el
Cerebro. ¡Oiga..., acabo de pensar en una cosa!
Y salió precipitadamente.
Lanning lo siguió con la mirada. Volviéndose
hacia Susan, dijo:
—Tenga usted cuidado con su final, Susan...
Dos horas después, Bogert estaba hablando
animadamente.
—Le digo, Lanning, que es esto. El salto
interestelar no es instantáneo..., mientras la velocidad de la luz sea finita.
La vida no puede existir..., la materia y
la energía no pueden existir como
tales en el espacio curvo. No sé cómo será..., pero es así. Esto es lo que mató
al robot de Consolidated.
Donovan estaba realmente tan desesperado como
parecía.
—¿Sólo cinco días?
Miraba a su alrededor, desalentado. Las
estrellas de la ventana eran conocidas, pero infinitamente indiferentes. Las
paredes eran frías al tacto; las luces, que habían vuelto a encenderse
recientemente, eran de una brillantez insoportable; la aguja de la esfera
marcaba obstinadamente cero; y Donovan no podía liberarse del gusto a
habichuelas.
—Necesito un baño —dijo tristemente.
Powell levantó la vista un instante y
respondió:
—Yo también. No tienes por qué ser tan
egoísta. Pero a menos que quieras bañarte en leche y dejar de beber...
—Tendremos que dejar de beber un momento u
otro, Greg. ¿Dónde terminará este viaje interestelar?
—Ya me lo dirás. En todo caso, vamos allá. O
por lo menos el polvo de nuestros esqueletos, pero..., ¿no es nuestra muerte el
punto esencial del colapso original del Cerebro?
—Greg —respondió Donovan, dándole la espalda—,
he estado pensando. La cosa está mal. No hay gran cosa que hacer, fuera de
rondar por ahí o hablar contigo. Ya conoces estas historias de tipos que andan
rondando eternamente por el espacio. Se vuelven locos mucho antes de sucumbir
al hambre. No lo sé, Greg, pero desde que las luces han vuelto a encenderse, me
siento extraño.
Hubo un silencio hasta que Powell dijo, con
voz muy débil:
—Yo también. ¿Qué sientes?
—Una cosa extraña dentro —dijo el pelirrojo—.
Como una especie de tensión interior. Me es difícil respirar. No puedo estarme
quieto.
—¡Hum!... ¿Sientes alguna vibración?
—¿Qué quieres decir?
—Siéntate un minuto y escucha. No lo oyes,
pero, ¿no sientes..., como si algo latiese en alguna parte e hiciese latir toda
la nave, y a ti con ella? Escucha...
—Sí..., sí... ¿Qué crees que es, Greg? ¿No
crees que somos nosotros?
—Es posible —respondió Powell, acariciándose
lentamente el bigote—. Pero pueden ser los motores de la nave. Puede estar
preparándose.
—¿Para qué?
—Para el salto interestelar. Puede estar
próximo y sólo el diablo sabe cómo es.
Donovan se quedó un momento pensativo.
Después, con rabia, dijo:
—Si es así, dejémoslo. Pero quisiera poder
luchar. Es humillante tener que esperar de esta forma.
Una hora después, Powell miró su mano, que
había apoyado sobre el brazo metálico de su silla y con una calma absoluta,
dijo:
—Toca la pared, Mike.
—No la siento vibrar, Greg —dijo Donovan,
después de haber obedecido.
Incluso las estrellas parecían borrosas. De
algún lugar llegaba la vaga impresión de alguna poderosa máquina que iba
cobrando energía entre las paredes, acumulando fuerzas para un prodigioso
salto, ascendiendo la escala de la fuerza y el poder.
Ocurrió con la rapidez de un pinchazo de
dolor. Powell se puso rígido y casi se cayó de la silla. Vio a Donovan y se
desvaneció su visión, mientras el leve grito de Donovan penetraba y moría en
sus oídos. Algo vibró vertiginosamente en él y luchó contra una creciente capa
de hielo que iba espesándose.
Algo flotó suelto y formó un remolino de luces
y dolor. Y cayó...
... y se retorció.
... y cayó de bruces.
... en silencio.
¡Estaba muerto!
Era un mundo sin movimiento ni sensaciones. Un
mundo de una vaga conciencia sin sentidos; una conciencia de oscuridad y de
silencio y de lucha sin forma.
Más que nada, conciencia de eternidad.
Era un tenue destello del yo..., frío y atemorizado.
Entonces vinieron las palabras, melosas y
sonoras, resonando encima de él en una espuma de sonidos.
—¿Te ajustaba tu ataúd de una manera diferente
antes? ¿Por qué no pruebas los féretros extensibles del señor Cadáver? Están
científicamente construidos con Vitamina B1. ¡Usen los féretros
Cadáver por su comodidad! Recuerden que
van-a-estar-muertos-mucho-mucho-tiempo...
No era exactamente un sonido, pero fuese lo
que fuere, se desvaneció en una especie de zumbido aceitoso...
El blanco destello que podía haber sido Powell
se agitaba inútilmente en las infinitas extensiones del tiempo que existían
por todo su alrededor, y caían sobre él mientras el agudo grito de cien
millones de fantasmas con cien millones de voces de soprano se elevaban en el crescendo de una melodía...
—Me alegraré cuando hayas muerto; tú, granuja, tú...
—Me alegraré cuando hayas muerto, tú, granuja,
tú...
—Me alegraré...
Se elevó la espiral de un violento sonido en
los estridentes supersónicos que pasaban, y más allá...
El blanco destello se estremecía con un
latido. Iba aumentando lentamente...
Las voces eran normales..., y muchas. Era una
muchedumbre que hablaba; una multitud que se agitaba y pasaba por su lado rápidamente,
dejando rastros de palabras detrás de ellos...
El blanco destello que era Powell serpenteaba
hacia atrás delante del sonido que iba creciendo, y sintió el agudo pinchazo de
un dedo que lo señalaba. Todo estalló en un arco iris de sonidos que cayó
goteando sus fragmentos en un dolorido cerebro.
Powell estaba de nuevo en su silla. Sintió que
temblaba.
Los ojos de Donovan se iban convirtiendo en
dos grandes bolas de un azul turbio.
—Greg... —susurró. Su voz era casi un gemido—.
¿Estabas muerto?
—Me sentía..., muerto. —No reconoció su propia
voz.
Donovan estaba haciendo una vana tentativa de
mantenerse de pie.
—¿Estás vivo, ahora? ¿O hay algo más?
—Me siento vivo... —Siempre la misma voz
ronca—. ¿Has oído algo cuando..., cuando estaba muerto? —preguntó
cautelosamente.
Donovan hizo una pausa y después, muy
despacio, bajó la cabeza.
—¿Y tú?
—Sí. Algo de ataúdes..., y mujeres que
cantaban... ¿Y
tú?
—Sólo una voz —dijo Donovan, moviendo la
cabeza.
—¿Fuerte?
—No; suave, pero rasposa como una lima de uñas.
Era como un sermón. Algo del fuego del infierno, torturas..., en fin, ya
sabes. Una vez oí un sermón como este..., casi.
Estaba sudando.
Vieron la luz del sol a través de la ventana. Era débil,
pero de un blanco azulado, y aquel guisante que era la lejana fuente de la luz
no era el Viejo Sol.
Y Powell señaló con su dedo tembloroso la
esfera única. La aguja, inmóvil y rígida, marcaba 300.000 parsecs.
—Mike, si esto es verdad —dijo Powell— tenemos que estar
fuera de la Galaxia.
—¡Iluminado Greg! ¡Seremos los primeros en
salir del Sistema Solar!
—Sí, ésa es la cosa. Hemos huido del Sol.
Hemos huido de la Galaxia. Mike, esta nave es la solución. Significa ser libre
de toda la humanidad..., libre de recorrer todas las estrellas que existen...,
millones, billones y trillones de ellas...
Pero entonces asestó el golpe fuerte.
—¿Pero, cómo regresamos, Mike?
—¡Oh, no te preocupes! —respondió Donovan sonriendo—.
La nave nos ha traído aquí. La nave nos volverá. Vamos por más habichuelas.
—Pero, Mike..., espera, Mike... Si nos vuelve
atrás de la forma como nos ha traído aquí...
Donovan se detuvo a medio camino y se desplomó
en su sillón.
—Tendremos que morir de nuevo..., Mike —terminó.
—En fin —suspiró Donovan—, si tenemos que morir,
moriremos. Por lo menos no es permanente..., no muy permanente.
Susan Calvin hablaba en voz baja. Durante seis
horas había estado hostigando al Cerebro..., seis horas infructuosas. Estaba
cansada de repeticiones, cansada de circunloquios, cansada de todo.
—Bien, Cerebro, sólo una cosa más. Tienes que
hacer un esfuerzo para contestar, simplemente. ¿Has sido enteramente claro
acerca del salto interestelar? Quiero decir, ¿los lleva eso muy lejos?
—Tan lejos como quiera ir, señorita Susan. En
la curvatura no hay truco.
—Y en el otro lado, ¿qué verán?
—Estrellas y astros. ¿Qué supones?
La siguiente pregunta se le escapó.
—¿Estarán vivos, entonces?
—¡Seguro!
—¿Y el salto interestelar no los dañará?
Quedó helada al ver que el Cerebro permaneció
silencioso. ¡Era esto! Había tocado el punto sensible.
—Cerebro —suplicó—. Cerebro, ¿me oyes?
La respuesta fue débil, vacilante. El Cerebro
dijo:
—¿Tengo que responder? ¿Sobre el salto, me refiero?
—Si no quieres, no. Pero sería interesante...,
si quieres, desde luego. —Trataba de hablar animadamente.
—Brrr... Lo has estropeado todo.
Y la doctora se levantó de un salto, con el
rostro incendiado interiormente.
—¡Oh, Dios mío!... —jadeó—. ¡Ah...!
Y sintió la tensión de horas y días estallar
de repente. Más tarde le dijo a Lanning:
—Le digo que todo va bien. No, debe usted
dejarme sola, ahora. La nave regresará intacta, con los hombres dentro y yo
necesito descansar. ¡Quiero descansar! Ahora, márchese.
La nave regresó a la Tierra tan silenciosa y
matemáticamente como había salido. Cayó precisamente en el mismo sitio y la
compuerta se abrió. Los dos hombres que salieron de ella avanzaron
cautelosamente, acariciándose sus rasposas barbillas.
Y entonces, lenta y deliberadamente, el que
tenía el pelo rojo se arrodilló y depositó sobre el hormigón de la pista un
sonoro beso.
Apartaron con ademanes a la muchedumbre que se
había reunido y rehusaron los solícitos cuidados de dos hombres que avanzaban
con una camilla que acababan de sacar de una ambulancia.
—¿Dónde está la ducha más próxima? —preguntó
Powell.
Los acompañaron a ella. Más tarde se
encontraron todos reunidos alrededor de una mesa donde había los mejores
cerebros de la «U. S. Robots & Mechanical Men Corp».
Lenta y adecuadamente, Powell y Donovan
terminaron su gráfico y sensacional relato.
Susan Calvin rompió el silencio que siguió. Durante los
pocos días transcurridos, había recuperado su helada y en cierto modo ácida
calma, pero a través de la cual se filtraba todavía una sombra de embarazo.
—Estrictamente hablando —dijo—, fue culpa
mía..., todo. Cuando por primera vez sometimos el problema al Cerebro como
espero que alguno de ustedes recordará, me extendí ampliamente sobre la
importancia de desechar cualquier fuente de información susceptible de crear un
dilema. Al hacerlo, dije algo por el estilo de: «No te excites por la cuestión
de la muerte de seres humanos. No nos importa en absoluto. Devuelve la hoja y
basta.»
—¡Humm! —dijo Lanning—. ¿Y qué más?
—Lo evidente. Cuando sometió sus cálculos que
comportaban la ecuación sobre la longitud del mínimo intervalo para el salto
interestelar..., ello significaba la muerte de seres humanos. Aquí fue donde la
máquina de Consolidated quedó completamente destrozada. Pero yo había quitado
importancia a la muerte ante el Cerebro, no enteramente, porque la Primera Ley
no puede nunca ser infringida, pero sí lo suficiente para que el Cerebro
dirigiese una segunda mirada a la ecuación. Lo suficiente para darle tiempo de
darse cuenta que una vez transcurrido el intervalo, los hombres volverían a la
vida, de la misma manera que la materia y la energía de la nave volverían a su
existencia. Esta llamada «muerte», en otras palabras, sería un fenómeno
estrictamente temporal. ¿Comprenden? —terminó mirando a su alrededor.
Todos escuchaban atentamente. Susan prosiguió:
—Aceptó, entonces, el punto, pero no sin un
cierto chirrido. Incluso con la muerte temporal y disminuida su importancia,
tuvo suficiente para desequilibrarlo considerablemente. Adoptó una actitud
humorística —prosiguió con más calma—; es una especie de evasión, comprenden,
un método de evadirse parcialmente de la realidad. Empezó a bromear.
Powell y Donovan se habían puesto en pie.
—¿Cómo?
Donovan estaba mucho más acalorado.
—Así —dijo Susan—. Se ocupó de ustedes y los
mantuvo a salvo, pero no podían manejar los controles porque sólo los podía
manejar él, el humorista Cerebro. Podíamos comunicarnos por radio, pero no
podían ustedes contestar. Tenían mucha comida, pero sólo habichuelas y leche.
Entonces murieron, por decirlo así, pero volvieron a vivir, y el período de su
vida fue..., interesante. Me gustaría saber cómo lo hizo. Eran las bromitas del
Cerebro, pero no quería hacer daño.
—¡No quería hacer daño! —gritó Donovan—. ¡Ah,
si el monigote ése tuviese tan sólo un cuello...!
—Bien, bien, ha sido un lío —dijo Lanning
levantando una mano apaciguadora—, pero todo ha terminado. ¿Y ahora, qué?
—Pues —dijo Bogert tranquilamente—, es obvio
que nos corresponde mejorar la nave del espacio curvo. Debe haber alguna manera
de solucionar el intervalo de salto. Si lo hay, somos la única organización que
dispone de un super-robot en gran escala, de manera que si lo hay tenemos que
encontrarlo. Y entonces..., U. S. Robots tiene el viaje interestelar, y la
Humanidad tiene la oportunidad del imperio galáctico.
—¿Y Consolidated? —preguntó Lanning.
—¡Eh! —interrumpió súbitamente Donovan—.
Quiero hacer una sugerencia, aquí. Han metido a la U. S. Robots en un lío, como
ellos esperaban, y todo ha acabado bien, pero sus intenciones no eran piadosas.
Y Greg y yo soportamos la mayor parte de él.
—Bien, querían una respuesta y ya la tienen.
Mandémosles esta nave, garantizada, y la U. S. Robots puede cobrar los
doscientos mil, más los gastos de construcción. Y si la prueban..., dejemos
que el Cerebro se divierta un poco más antes de volverla a la normalidad.
—Me parece sumamente indicado —dijo Lanning,
muy grave.
A lo cual Bogert añadió, distraídamente:
—Y estrictamente de acuerdo con el contrato, además.
La Prueba
—Pero tampoco era esto —dijo Susan Calvin, pensativa—.
¡Oh!, por último, la nave y otras similares pasaron a ser propiedad del
Gobierno; el Salto a través del hiperespacio fue perfeccionado, y ahora tenemos
colonias humanas en los planetas de estrellas cercanas, pero no es esto.
Yo había terminado de comer y la miraba a
través del humo de mi cigarrillo.
—Lo que realmente cuenta es lo que le ha
ocurrido a la gente de la Tierra durante los últimos cincuenta años. Cuando yo
nací, mi joven amigo, acabábamos de salir de la última Guerra Mundial. Era un punto
insignificante en la historia, pero fue el final del nacionalismo. La Tierra
era demasiado pequeña para las naciones y empezaron a agruparse en Regiones.
Tomó bastante tiempo. Cuando yo nací, los Estados Unidos de Norteamérica eran
todavía una nación y no una simple parte de la Región Norte. De hecho, el
nombre de la corporación sigue siendo «United States Robots»... Y el cambio
de naciones a regiones, que ha estabilizado nuestra economía y ha traído lo que
equivale a la Edad de Oro, si comparamos este siglo con los anteriores, fue
obra también de nuestros robots.
—¿Se refiere usted a las Máquinas? —pregunté—.
El Cerebro del que habla usted fue la primera de las Máquinas, ¿no?
—Sí, pero no eran las Máquinas en lo que
estaba pensando. Era más bien en un hombre. Murió el año pasado. —Su voz
adquirió súbitamente un tono profundo de dolor—. O por lo menos se las arregló
para morir, porque sabía que no lo necesitábamos ya. Stephen Byerley.
—Sí, era quien yo suponía.
—Entró por primera vez en funciones en 2032.
Usted no era más que un chiquillo, entonces, de manera que no puede usted
recordar lo extraño que era. Su campaña por alcanzar la Alcaldía fue
ciertamente la más extraña de la historia...
* * *
Francis Quinn era un político de la nueva escuela. Esto,
desde luego, es una expresión sin sentido, como todas las expresiones de esta
naturaleza. La mayoría de las «nuevas escuelas» que tenemos eran duplicadas de
la vida social de la antigua Grecia y quizá, si supiésemos más sobre ellas, de
la vida social de la antigua Sumeria y de las habitaciones lacustres de la
Suiza prehistórica.
Pero, para salir de lo que promete ser un
enojoso y complicado principio, es mejor dejar bien sentado que Quinn ni anduvo
detrás de empleos ni mendigó votos, ni hizo discursos ni llenó urnas. Como
Napoleón no apretó jamás un gatillo en Austerlitz.
Y como la política crea extrañas amistades,
Alfred Lanning estaba sentado en el otro lado de la mesa con su feroz mirada y
las blancas cejas fruncidas, inclinado hacia delante con su crónica
impaciencia.
Si el hecho hubiese sido conocido de Quinn, le
hubiera desagradado profundamente. Su voz era amistosa, quizá profesional,
incluso.
—Supongo que conoce usted a Stephen Byerley,
doctor Lanning.
—He oído hablar de él. Como mucha gente.
—Sí, yo también. ¿Piensa usted quizá votar por
él en las próximas elecciones?
—No podría decirlo —respondió con una inconfundible
acidez en el tono—. No he seguido la política, de manera que no estoy enterado
que aspire a ningún puesto.
—Puede ser nuestro próximo alcalde. Desde
luego, de momento no es más que un abogado, pero...
—Sí, ya he oído la frase otras veces
—interrumpió Lanning—. Pero me pregunto si no podríamos tratar de los asuntos
que nos ocupan.
—Estamos en los asuntos que nos ocupan, doctor Lanning
—dijo Quinn en tono de perfecta corrección—. Tengo interés en que el señor
Byerley siga en su cargo de «fiscal de distrito», y nada más, y es su interés
ayudarme a conseguirlo.
—¿Mi interés?
¡Vamos!
—Bien, digamos el interés de la «U. S. Robots & Mechanical
Men Corporation». Me dirijo a usted como Director Honorario de
Investigaciones, porque sé que su relación con las sociedades es, digamos, la
de «estadista veterano». Le escuchan con respeto, y, sin embargo, su relación
con ellos no es lo íntima que era ni dispone usted de una considerable libertad
de acción; aunque esta acción sea en cierto modo heterodoxa.
El doctor Lanning permaneció algunos momentos
silencioso, como si estuviese dando vueltas a sus pensamientos. Más
suavemente, dijo:
—No le sigo a usted en absoluto, señor Quinn.
—No me sorprende, doctor Lanning. Pero es muy
sencillo. ¿Me permite?... —Quinn encendió un delgado cigarrillo con un elegante
encendedor y su demacrado rostro adquirió una cierta expresión de ironía—. Hemos
hablado del señor Byerley, extraño e incoloro personaje. Hace tres años era un
desconocido. Ahora es muy conocido. Es un hombre fuerte y capaz, y seguramente
el fiscal más inteligente que hemos conocido. Desgraciadamente no es amigo
mío...
—Comprendo —dijo Lanning mecánicamente, mirándose
las uñas.
—El año pasado tuve ocasión —prosiguió Quinn
pausadamente— de hacer investigaciones agotadoras, acerca del señor Byerley. Es
siempre útil, comprende usted, someter la vida pasada de los reformadores
políticos a una minuciosa investigación. Si supiese usted cuán frecuentemente
esto ayuda a... —Hizo una pausa para mirar sonriente el fuego de su
cigarrillo—. Pero el pasado de Byerley es insignificante. Una vida tranquila
en un pueblecito, una educación universitaria, una esposa que murió joven, un
accidente de auto con una lenta convalecencia, su traslado a la metrópoli y su
nombramiento de «fiscal».
Francis Quinn movió la cabeza y prosiguió:
—Pero su vida actual... ¡Ah, esto es notable!
¡Nuestro «fiscal de distrito» no come!
—¿Cómo dice? —saltó Lanning con la viva
sorpresa pintada en sus ojos, hundidos por la edad.
—Nuestro «fiscal de distrito» no come —repitió
marcando las sílabas—. Modificaré ligeramente mis palabras. No le han visto
nunca comiendo ni bebiendo. ¡Nunca! ¿Comprende usted el significado de la palabra?
¡No raramente..., nunca!
—Lo considero increíble. ¿Puede usted confiar en sus
investigadores?
—Puedo confiar en mis investigadores y no lo
considero en absoluto increíble. Más aún, nuestro «fiscal» no ha sido nunca
visto bebiendo, en el sentido acuático de la palabra, como en el alcohólico...,
ni durmiendo. Hay otros factores, pero creo mi deber precisar.
Lannig se echó atrás en su asiento y entre los
dos hombres reinó un silencio preñado de amenazas. Finalmente, el roboticista
movió la cabeza:
—No —dijo—. Acoplando sus declaraciones, sólo
hay una posibilidad a la que podría usted hacer referencia..., y ésta es
imposible.
—¡Pero el hombre es completamente inhumano,
doctor Lanning!
—Si me dijese usted que es Satanás enmascarado
tendría usted una remota probabilidad para que le creyese.
—Le digo a usted que es un robot, doctor
Lanning.
—Y yo le digo a usted que es la suposición más
absurda que he oído jamás.
—De todos modos —dijo Quinn, apagando su cigarrillo
con minucioso cuidado—, tendrá usted que investigar esta imposibilidad con
todos los recursos de los que dispone la Corporación.
—Me es imposible emprender esta tarea, Quinn.
No va usted a sugerir que la Corporación tome parte en estas intrigas políticas...
—No tiene usted elección posible. Suponga que
diese publicidad a los hechos sin pruebas. Las apariencias son suficientemente
probatorias.
—Si le conviene así...
—No me conviene. Las pruebas serían preferibles. Y no le
conviene a usted, tampoco, porque la publicidad sería muy perjudicial para su
compañía. Está usted perfectamente enterado, supongo, de la estricta
prohibición del empleo de robots en los mundos habitados...
—¡Ciertamente! —exclamó con brusquedad.
—Ya sabe usted que la «U. S. Robots & Mechanical
Men Corporation» es la única manufacturera de robots positrónicos del Sistema
Solar, y si Byerley es un robot, es un robot positrónico. También sabe usted
que los robots positrónicos son arrendados, pero no vendidos; que la
Corporación sigue siendo dueña y empresaria de cada robot, y es por ello
responsable de todas sus acciones.
—Es una cosa muy fácil, señor Quinn, probar
que la Corporación no ha fabricado jamás un robot de tipo humanoide.
—¿Puede hacerse? Es discutir simplemente las
posibilidades.
—Sí, puede hacerse.
—¿Secretamente, supongo, también? ¿Sin
examinar sus libros?
—El cerebro positrónico, no. Hay demasiados
factores afectados, y es susceptible de una minuciosa investigación
gubernamental.
—Sí, pero los robots se desgastan, se estropean,
quedan inútiles..., y son desguazados.
—Y los cerebros positrónicos, empleados
nuevamente o destruidos.
—¿De veras? —dijo Francis Quinn, permitiéndose
una punta de sarcasmo—. ¿Y si uno de ellos no fuese, accidentalmente, desde
luego, destruido..., y hubiese casualmente una estructura humanoide
esperándolo...?
—¡Imposible!
—Tendrá usted que probarlo al Gobierno y al público,
de manera que no me lo pruebe usted ahora a mí.
—Pero..., ¿cuál podría ser nuestro propósito?
—preguntó Lanning, exasperado—. ¿Qué motivo podemos tener? Concédanos por lo
menos un mínimo de sentido común...
—Mi querido doctor, escuche. La Corporación se
consideraría muy feliz de tener el permiso de varias Regiones de usar el robot
humanoide en los mundos habitados. Los beneficios serían enormes. Pero el
perjuicio causado al público por semejante práctica es demasiado grande.
Supongamos que lo acostumbra al uso de tales robots primero..., veamos, tenemos
un eminente abogado, un buen alcalde..., y es un robot. ¿No compraría usted
nuestros mayordomos robots?
—Completamente fantástico. De un humorismo que
bordea con el ridículo.
—Lo imagino. ¿Por qué no lo prueba? ¿O
prefiere usted verdaderamente probarlo en público?
La luz del despacho iba menguando, pero no
había menguado lo suficiente para oscurecer el rubor de la confusión en el
rostro de Alfred Lanning. El dedo del roboticista apretó lentamente un botón y
la luz de las paredes iluminó la habitación, dándole nueva vida.
—Bien, entonces... —gruñó—, veamos.
El rostro de Stephen Byerley no es fácil de
describir. Tenía cuarenta años según la partida de nacimiento y cuarenta por su
aspecto sano y bien nutrido. Cuando se reía lo hacía con un aire de sinceridad
y ahora se estaba riendo. Se reía fuerte y continuamente, su risa se desvanecía
por un instante..., y volvía a empezar.
Y el de Alfred Lanning demostraba una rígida y
amarga reprobación. Hizo un leve gesto a la doctora sentada a su lado, pero
ésta se limitó a avanzar ligeramente los labios. Byerley parecía irse
calmando.
—Realmente, doctor Lanning..., realmente...
¡Yo..., un robot!
—No es una declaración mía —dijo Lanning, secamente—.
Estoy encantado de considerarlo un miembro de la Humanidad. No habiéndolo
confeccionado jamás nuestra Corporación, estoy convencido del hecho que lo es
usted..., en el sentido legal de la palabra en todo caso. Pero, en vista que
la afirmación respecto a que es usted un robot, nos ha sido facilitada por un
hombre de una cierta solvencia moral...
—No pronuncie usted su nombre, si tiene que
hacer desprender un grano de arena de su ética de granito, pero supongamos, por
pura conveniencia de la discusión, que fuese el señor Francis Quinn, y
prosigamos.
Lanning produjo una especie de ronquido de
ferocidad ante la interrupción e hizo una larga pausa antes de continuar.
—... por un hombre de una cierta solvencia moral, sobre
cuya identidad no me interesa hacer conjeturas, me veo obligado a rogarle que
nos ayude a demostrar lo contrario. El simple hecho que una declaración tal
pudiese ser adelantada y publicada por los medios que este hombre dispone,
sería ya un mal golpe para la compañía que represento..., aunque la acusación
no fuese jamás probada. ¿Me comprende?
—¡Oh, sí, veo muy claramente su situación! La
acusación es en sí ridícula. La posición en que usted se encuentra, no. Le
pido perdón si mi risa lo ha ofendido. Era de lo primero de lo que me reía, no
de lo segundo. ¿En qué forma puedo ayudarlo?
—Muy sencillamente. Basta con que se siente
usted en un restaurante en presencia de testigos, coma y le saquen una
fotografía. —Lanning se echó atrás en su silla; lo peor de la conversación
había pasado ya. La doctora observaba a Byerley con expresión aparentemente
absorta, pero no intervino para nada en la conversación. Stephen Byerley captó
su mirada y se volvió hacia Lanning. Durante algunos instantes jugueteó con el
pisapapeles, que era el único objeto de su mesa.
—No creo poder complacerlos —dijo
pausadamente—. Pero, espere, doctor Lanning —añadió, levantando una mano—. Me
hago perfectamente cargo del hecho que todo esto es sumamente desagradable para
usted, que ha sido inducido a ello contra su voluntad, y que se da usted cuenta
que está desempeñando un papel indigno e incluso ridículo. Sin embargo, este
asunto está todavía más íntimamente ligado conmigo, de manera que sea
tolerante. En primer lugar, ¿qué le hace a usted creer que Quinn..., ese hombre
de una cierta responsabilidad moral, sabe usted..., no le ha engañado a fin de
inducirle a hacer lo que está usted precisamente haciendo?
—Me parece muy improbable que una persona de
reputación se pusiese en peligro de una forma tan ridícula, si no estuviese
convencida que pisaba terreno firme.
En los ojos de Byerley asomó un destello de
humor.
—No conoce usted a Quinn. Conseguiría pisar
terreno firme en la cresta de una montaña, donde no aguantaría ni una cabra.
¿Supongo que le mostró a usted los detalles de la investigación que dice haber
hecho sobre mí?
—Lo suficiente para convencerme de lo molesto
que sería ver a la corporación refutarlos, cuando puede usted hacerlo tan
fácilmente.
—¿Entonces le cree usted cuando le dice que no
como? Es usted un científico, doctor Lanning. Piense con la lógica necesaria.
No me han visto nunca comiendo porque no como nunca, ¿no es eso? ¡Al fin y al
cabo es eso!
—Está usted empleando argucias de un abogado
para hacer confusa la que en realidad es una situación muy clara.
—Al contrario, estoy tratando de poner en
claro lo que entre Quinn y usted han complicado extraordinariamente. Duermo
poco, ¿comprende usted?, y desde luego, no duermo en público. No me gusta comer
con los demás, una idiosincrasia que es inusitada y probablemente neurótica,
pero que no hace daño a nadie. Permítame que le exponga una suposición, doctor
Lanning. Supongamos que tenemos un político interesado en derrotar a un
candidato reformista a toda costa y mientras investiga su vida privada se
encuentra además que a fin de anular efectivamente esta candidatura, acude a su
compañía como agente ideal. ¿Espera usted que vaya y le diga: «Fulano es un
robot porque no come nunca con nadie ni le hemos visto dar cabezadas en medio
de una causa y una vez que me asomé a su ventana, seguía allí sentado con un
libro en la mano a altas horas de la noche, y miré su nevera y no había nada
de comer en ella»? Si le hubiese dicho a usted esto hubiera enviado por la
camisa de fuerza. Pero en su lugar, le dice: «No duerme nunca, no come nunca».
Y lo impresionante de esta declaración lo ciega a usted hasta el punto que no
ve la verdad, es imposible de probar. Está jugando con usted, en sus manos,
propalando el rumor.
—Prescindiendo ahora —empezó Lanning con amenazadora
obstinación— del hecho que considere usted este asunto serio o no, bastaría
sólo la comida a que he hecho referencia para darlo por terminado.
Byerley se volvió nuevamente hacia Susan, que
seguía mirándolo inexpresivamente.
—Perdóneme, no sé si he entendido bien su nombre...
¿Es Susan Calvin, verdad?
—Sí, señor Byerley.
—Es usted la psicóloga de la U. S. Robots,
¿verdad?
—Robopsicóloga,
por favor.
—¡Ah! ¿Tan diferentes son mentalmente los robots del
hombre?
—Son mundos diferentes. Los robots son
esencialmente honrados —dijo con una sonrisa helada.
—Esto es un golpe fuerte —dijo el abogado con
un poco de sorna—. Pero lo que quería decir era lo siguiente. Puesto que es
usted psicólo..., robopsicóloga, perdón, y mujer, apostaría a que ha hecho
usted algo en lo que el doctor Lanning no ha pensado.
—¡Ah!, ¿y qué es?
—Llevar algo de comer en el bolso.
Un rápido destello apareció en los astutos
ojos de Susan.
—Es usted sorprendente, señor Byerley —dijo.
Y abriendo su bolso, sacó una manzana.
Pausadamente, se la tendió. Después de la primera impresión de sorpresa,
Lanning observaba cuidadosamente los gestos de las dos manos. Pausadamente,
Stephen Byerley mordió la manzana y se tragó el pedazo.
—¿Lo ve usted, doctor Lanning?
Lanning sonrió con tal alivio, que incluso sus
cejas parecieron llenas de benevolencia. Un alivio que sólo sobrevivió un
frágil segundo.
—Tenía curiosidad de ver si era capaz de
comérsela —dijo Susan Calvin—, pero, desde luego, este caso no prueba nada.
—¿No? —preguntó Byerley con una mueca.
—Desde luego que no. Es obvio, doctor Lanning,
que si este hombre fuese un robot humanoide, sería una perfecta imitación. Es
casi demasiado humano para ser creíble. Después de todo, hemos estado viendo y
observando seres humanos toda nuestra vida; sería imposible imaginar nada que
estuviese más cerca de nosotros. Tenía que ser perfecto. Observe la contextura
de la piel, la calidad del iris, la formación huesuda de la mano. Si es un
robot, quisiera que lo hubiese fabricado la U. S. Robots, porque es un buen
trabajo. ¿Supone usted, entonces, que quien es capaz de prestar atención a
tales minucias descuidará algunos dispositivos para conseguir hacerlo comer,
dormir y eliminar? Para casos de urgencia solamente, quizá; como, por ejemplo,
la situación que se está presentando aquí. De manera que una comida no prueba
en realidad nada.
—Espere, espere —saltó Lanning—. No soy tan imbécil
como parecen ustedes creer. No me interesa el problema de la humanidad o
inhumanidad del señor Byerley. Me interesa sacar a la corporación del aprieto.
Una comida en público terminaría el asunto y lo mantendría terminado dijese lo
que dijese Quinn. Podemos dejar los detalles más minuciosos a los abogados y
robopsicólogos.
—Pero, doctor Lanning —dijo Byerley—, olvida
usted el cariz político de la situación. Tengo tanto interés en ser elegido
como Quinn de impedírmelo. A propósito, ¿se ha dado usted cuenta que ha
pronunciado su nombre? Ha sido un truco inocente mío; sabía que ocurriría así
antes que hubiésemos terminado.
—¿Qué tiene que ver con esto la elección? —preguntó
Lanning, sonrojándose.
—La publicidad surte efecto en los dos
sentidos. Si Quinn quiere llamarme robot y tiene la desfachatez de hacerlo, yo
tengo la desfachatez de jugar el juego de esta forma.
—¿Quiere usted decir que...?
—Exactamente; quiero decir que voy a dejarlo
seguir adelante, elegir la cuerda, probar su resistencia, cortar la medida,
hacer el nudo, meter la cabeza en él y hacer una mueca. Yo puedo hacer lo poco
que falta.
—Muy confiado me parece usted...
—Dejémoslo, Alfred —dijo Susan Calvin poniéndose
de pie—. No conseguiremos hacerle cambiar de manera de pensar sobre este
punto.
—¿Lo ve usted? —dijo Byerley con una amable
sonrisa—. También es usted una psicóloga humana...
Pero quizá no toda la confianza que el doctor
Lanning había podido observar subsistía aún aquella noche cuando el auto de
Byerley se colocó en la pista automática que llevaba al garaje subterráneo y
cuando después atravesó la calle para dirigirse a su casa.
Una persona sentada en un sillón de ruedas
levantó la vista y sonrió al oírlo entrar. El rostro de Byerley se iluminó,
afectuoso. Se acercó a ella. La voz del inválido era un susurro estridente que
salía de una boca torcida a un lado, en un rostro cuya mitad eran cicatrices.
—Vienes tarde, Steve.
—Lo sé, John, lo sé. Pero me he encontrado con una
perturbación peculiar e interesante, hoy.
—¿Sí? —Ni el rostro destrozado ni la voz ronca
podían tener expresión, pero en los ojos claros se pintaba la ansiedad—. ¿Nada
que no puedas solucionar?
—No estoy del todo seguro. Quizá necesite tu
ayuda. Eres el más brillante de la familia. ¿Quieres que te lleve fuera, al
jardín? Hace una noche magnífica.
Dos potentes brazos levantaron a John del
sillón de ruedas. Gentilmente, casi como una caricia, los brazos de Byerley
sostenían al paralítico por debajo de los hombros y las inútiles piernas.
Cuidadosa y lentamente cruzaron las habitaciones, bajaron la suave rampa construida
ex profeso para el sillón de ruedas y salieron al jardín posterior de la casa.
—¿Por qué no dejas que use mi sillón, Steve?
Es una tontería.
—Porque prefiero llevarte. ¿Tienes algo que
objetar? Ya sabes que estás tan contento de salir de este aparato mecanizado
por algún tiempo como yo de llevarte de él. ¿Qué tal te sientes hoy? —añadió
depositando a John con infinito cuidado sobre la hierba fresca.
—¿Cómo me siento?... ¡Cuéntame qué te ha ocurrido!
—La campaña de Quinn se basará en su
pretensión respecto a que soy un robot.
—¿Cómo lo sabe? —exclamó John abriendo los
ojos—. ¡Es imposible! ¡No puedo creerlo!
—Espera, te digo que es así. Ha mandado a dos
ases científicos de la «U. S. Robots & Mechanical Men Corporation» a
discutir conmigo a mi despacho.
Las torpes manos de John arrancaban la hierba.
—Comprendo, comprendo...
—Pero no podemos permitir que elija su terreno
—dijo Byerley—. Tengo una idea. Escúchame y dime si podemos llevarla a cabo...
La escena, tal como aparecía aquella noche en
el despacho de Lanning, era una colección de miradas. Francis Quinn miraba
meditabundo a Alfred Lanning. La mirada de Lanning estaba furiosamente fija en
Susan Calvin, quien, a su vez, miraba impasible a Quinn.
Haciendo un esfuerzo por parecer tranquilo,
Quinn dijo:
—Va inventándolo todo a medida que lo hace.
—¿Va usted a jugar sobre esto, señor Quinn?
—preguntó Susan indiferente.
—Pues..., es su juego, en realidad.
—Mire —dijo Lanning pretendiendo ocultar su pesimismo
con la jactancia—, hemos hecho lo que nos ha dicho. Hemos visto al hombre
comer. Es ridículo pretender que sea un robot.
—¿Lo cree usted así? —lanzó Quinn en dirección
a Susan—. Lanning ha dicho que era usted la técnica de la sociedad.
—Veamos, Susan... —dijo Lanning en tono casi
amenazador.
—¿Por qué no la deja hablar, hombre? —interrumpió
Quinn—. Lleva aquí media hora muda como un poste.
Lanning estaba positivamente extenuado. De lo
que entonces sentía a un estado paranoico no había más que un paso.
—Muy bien, diga lo que tenga que decir, Susan
—dijo—. No la interrumpiremos.
Susan le dirigió una mirada inexpresiva y
después fijó sus ojos en Quinn.
—Para probar definitivamente que el señor
Byerley es un robot no hay más que dos caminos. Hasta ahora sólo aportan ustedes
indicios circunstanciales con los cuales pueden acusar, pero no probar..., y
creo que Byerley es suficientemente inteligente para contrarrestar esta clase
de material. Probablemente piensan ustedes lo mismo, de lo contrario no
estarían aquí.
»Los dos métodos de prueba son el físico y el
psicológico. Físicamente, se le puede disecar o utilizar los rayos X. Cómo conseguirlo, sería su problema. Psicológicamente, su
conducta puede ser estudiada, porque si es un robot positrónico tiene que
conformarse según las tres Leyes de la Robótica. Un cerebro positrónico no
puede ser construido sin ellas. ¿Conoce usted las Leyes, señor Quinn?
Las citó lenta y cuidadosamente, destacando
palabra por palabra el famoso y ostentoso título de la página primera del
Manual de Robótica.
—He oído hablar de ellas —dijo Quinn.
—Entonces, el caso es fácil. Si el señor Byerley comete una
infracción a una de estas leyes, no es un robot. Desgraciadamente, este
procedimiento tiene solo una dirección. Si se amolda a las leyes, el hecho no
probaría ni una cosa ni otra.
—¿Por qué no, doctor? —preguntó Quinn.
—Porque, si se detiene usted a estudiarlas,
verá que las tres Leyes de Robótica no son más que los principios esenciales de
una gran cantidad de sistemas éticos del mundo. Todo ser humano se supone
dotado de un instinto de conservación. Es la Tercera Ley de la Robótica. Todo
ser humano bueno, siendo la
consecuencia social del sentido de responsabilidad, deberá someterse a la
autoridad constituida; obedecer a su doctor, a su Gobierno, a su psiquiatra, a
su compañero; incluso si son un obstáculo a su comodidad y seguridad. Es la
Segunda Ley de la Robótica. Todo ser humano bueno,
debe, además, amar a su prójimo como a sí mismo, arriesgar su vida para salvar
a los demás. Ésta es la Primera Ley de la Robótica. Para exponerlo claramente,
si Byerley observa todas las reglas de la robótica, puede ser un robot, pero
puede también ser simplemente una buena persona.
—Entonces —dijo Quinn— me está usted diciendo
que no podrá jamás probar que sea un robot.
—Puedo quizá probar que no es un robot.
—No es ésta la prueba que quiero.
—Tendrá usted la prueba tal como exista. Es
usted el único responsable de sus propios deseos.
La mente de Lanning se aferró en aquel momento
a una idea.
—¿No se le ha ocurrido a nadie —gruñó—que la
profesión de «fiscal de distrito» es una ocupación bastante extraña para un
robot? Acusar a seres humanos..., sentenciarlos a muerte..., causándoles un
daño considerable...
—No, no se saldrá usted nunca de esto por este
camino —saltó Quinn impaciente—. El ser «fiscal de distrito» no lo hace
humano. ¿No conoce usted su hoja de servicios? ¿No sabe usted que se jacta de
no haber acusado nunca a un inocente, que hay cantidad de hombres que no han
sido procesados porque las pruebas contra ellos no lo convencían, pese a que
hubiera, probablemente podido convencer al jurado de su culpabilidad y
condenarlos a ser atomizados? Pues es así.
—No, Quinn, no —dijo Lanning temblándole las
mejillas—. No hay en las Leyes Robóticas nada que permita juzgar de la
culpabilidad humana. Un robot no puede juzgar si un ser humano merece o no la
muerte. No es él quien debe decidir. No
puede hacer daño a un ser humano, ya sea de la variedad granuja, o de la variedad
ángel.
—Alfred —intervino Susan Calvin, visiblemente
cansada—, no diga tonterías. ¿Qué ocurre si un robot ve un loco que va a
pegarle fuego a una casa llena de gente? ¿Detendrá al loco, no?
—Desde luego.
—¿Y si la única manera de detenerlo fuese
matarlo...?
Lanning produjo un sonido gutural. Eso fue
todo.
—La respuesta, Alfred, es que haría cuanto le
fuese posible por no matarlo. Si el loco moría, el robot necesitaría un
tratamiento psicoterápico porque podría fácilmente volverse loco ante el
conflicto que se le había presentado: infringir la Primera Ley para observar la
Primera Ley en un sentido del mal menor. Pero habría un hombre muerto y un
robot que lo habría matado.
—Bien, y, ¿está Byerley acaso loco? —preguntó
Lanning con todo el sarcasmo que pudo poner en su voz.
—No, pero tampoco ha matado personalmente a nadie. Ha
expuesto hechos que demostraban que un hombre podía llegar a ser peligroso
para la gran masa humana que llamamos sociedad. Protege la mayoría y de esta
forma observa la Primera Ley en su máxima potencialidad. Hasta aquí es donde
llega él. Es el juez quien condena al acusado a muerte o prisión una vez que el
jurado ha juzgado de su culpabilidad o inocencia. Es el carcelero quien lo
encierra, el verdugo quien lo mata. Pero Byerley no ha hecho más que decidir la
verdad y ayudar a los humanos. A decir verdad, señor Quinn, he estudiado la
carrera de Byerley desde que llamó usted nuestra atención sobre él. He
observado que no ha pedido nunca la pena de muerte en sus conclusiones ante el
jurado. He descubierto también que con frecuencia ha hablado en pro de la
supresión de la pena capital y ha contribuido generosamente en las instituciones
de investigación consagradas a la neurofisiología criminal. Al parecer cree
más en la curación que en el castigo de los criminales. Considero esto muy
significativo.
—¿De veras? —dijo Quinn sonriendo—. ¿Significativo
de cierto olor de robotismo, quizá?
—¿Quizá? ¿Por qué negarlo? Acciones como éstas
lo mismo pueden proceder de un robot que de un ser humano honorable y decente.
Pero..., ¿comprende usted?, lo que pasa es que no hay manera de diferenciar un
robot de un ser humano bueno.
Quinn se echó atrás en la silla. Su voz
temblaba de impaciencia.
—Doctor Lanning, ¿es perfectamente posible
crear a un robot humanoide que duplicaría perfectamente a un ser humano y su
apariencia, verdad?
Lanning permaneció reflexionando largo rato.
—Ha sido hecho experimentalmente por la U. S.
Robots —dijo a su pesar— sin el aditamento del cerebro positrónico, desde
luego. Empleando óvulos humanos, y control hormonal se puede desarrollar carne
y piel humanas sobre un esqueleto de plásticos porosos de sílice que
desafiarían todo examen externo. Los ojos, el cabello, la piel, serían
realmente humanos, no humanoides. Y si le añade usted un cerebro positrónico y
demás dispositivos interiores que pueda desear, tiene usted un robot humanoide.
—¿Cuánto tiempo se necesitaría para
fabricarlo?
—Si disponía usted de todo su equipo —dijo Lanning
después de haber reflexionado—, el cerebro, el esqueleto, el óvulo, las
hormonas adecuadas y las radiaciones..., digamos dos meses.
—En este caso veremos qué aspecto ofrecen las
entrañas del señor Byerley —dijo Quinn agitándose en su silla—. Será una
publicidad para la U. S. Robots..., pero le doy esta probabilidad.
Una vez que quedaron solos, Lanning se volvió
impaciente hacia Susan Calvin.
—¿Por qué insiste usted en...?
Pero Susan respondió secamente y con calor:
—¿Qué prefiere usted, la verdad o mi dimisión?
No voy a mentir por usted. No se vuelva cobarde...
—¿Qué ocurrirá si abre a Byerley y de dentro
caen ruedas dentadas y mecanismos? ¿Qué pasa entonces?
—No abrirá a Byerley —dijo Susan desdeñosa—.
Byerley es tan inteligente como Quinn..., por lo menos.
La noticia estalló en la ciudad una semana
antes que Byerley tuviese que ser elegido. «Estalló» es una palabra mal
empleada. Se arrastró, se filtró, serpenteó por la ciudad. Y mientras Quinn
acentuaba su presión en los centros accesibles, las risas aumentaban, un
elemento de vaga incertidumbre intervenía y la gente comenzaba a dudar.
La misma convención adoptaba una actitud de
semental indómito. Hasta entonces no había habido rival a la vista. Una semana
antes no quedaba otro nombramiento que el de Byerley. Ni siquiera entonces
había substituto. Tenían que nombrarlo, pero reinaba la confusión.
La situación no hubiera sido tan grave si el
individuo no se viese hecho jirones entre la enormidad de la acusación, si era
cierta, y su sensacional locura, si era falsa.
Al día siguiente de la designación de Byerley
como candidato, un periódico publicó el resumen de una larga entrevista con la
doctora Susan Calvin, «la mundialmente famosa técnica en robopsicología y
positrones».
El efecto que produjo podría calificarse
sucintamente de infernal.
Era lo que los Fundamentalistas estaban
esperando. No eran un partido político; no pretendían practicar ninguna
religión. Eran esencialmente los que no se habían adaptado a lo que en otro
tiempo se llamó la Edad Atómica, en los días en que el átomo era una novedad.
En realidad, eran hombres sencillos que aspiraban a una vida que a los que la
vivían no les parecía probablemente tan sencilla, y habían sido, por
consiguiente, hombres sencillos a su vez.
Los Fundamentalistas no invocaban ningún nuevo
motivo para detestar los robots y los que los manufacturaban; pero un nuevo
motivo, como la acusación de Quinn y el análisis de Susan Calvin, eran
suficientes para exteriorizar esta aversión.
Los vastos talleres de la «U. S. Robots &
Mechanical Men Corporation» eran una colmena de guardias armados. Se
preparaban para la guerra.
En la ciudad, la casa de Stephen Byerley estaba llena de
policías.
La campaña política, desde luego, perdió todo
otro punto de vista y parecía una campiña sólo porque era algo que llenaba el
intervalo entre designación y elección.
Stephen Byerley no permitió que el agitado
hombrecillo lo
distrajese. Permaneció impávido ante los
uniformes del fondo de la habitación. Fuera de la casa, más allá de la hilera
de guardias, esperaban fotógrafos y periodistas, de acuerdo con las tradiciones
de su casta. Una instalación de televisión enfocaba la entrada de la modesta
residencia del fiscal, mientras un sintético y excitado locutor emitía
ampulosos comentarios.
El agitado hombrecillo avanzó tendiéndole una
hoja de papel.
—Esto, señor Byerley, es el mandato judicial
autorizándome a registrar la casa en busca de la presencia, ilegal..., de
hombres mecánicos o robots de cualquier especie.
Byerley se incorporó y tomó la hoja de papel.
La miró indiferente y la devolvió con una sonrisa.
—Todo en orden. Entre. Cumpla con su deber.
Señora Hoppen —dijo, dirigiéndose a su ama de llaves que aparecía perpleja a la
puerta de la habitación—, tenga la bondad de acompañarnos y ayúdelos en lo que
pueda.
El hombrecillo agitado, cuyo nombre era
Harroway, vaciló, se sonrió visiblemente, fracasó en su intento de captar la
mirada de Byerley y, dirigiéndose a los dos policías, murmuró:
—Vamos...
A los diez minutos regresaba.
—¿Han terminado? —preguntó Byerley en el tono
de la persona a quien no interesa el asunto ni le importa la contestación.
Harroway carraspeó, hizo un fracasado intento
por hablar con su voz de falsete y de nuevo empezó embarazado:
—Mire usted, señor Byerley, nuestras
instrucciones eran de registrar la casa de arriba abajo.
—¿Y no lo han hecho?
—Nos han dicho exactamente lo que teníamos que
buscar.
—¿Y bien?
—En una palabra, señor Byerley, sin querer
herir sus susceptibilidades, nos han dado orden de registrarlo a usted.
—¿A mí? —preguntó el fiscal, ensanchando su
sonrisa—. ¿Y cómo tiene usted intención de hacerlo?
—Tenemos un aparato radiopenetrador...
—¿Entonces, me van ustedes a tomar una
fotografía en rayos X, verdad? ¿Tiene usted autorización?
—Ya ha visto usted el auto del juez...
—¿Puedo verlo de nuevo?
Harroway, con un brillo en la frente que no
era sólo de entusiasmo, se lo dio otra vez.
—Veo aquí la descripción de lo que tiene usted
que registrar —dijo Byerley tranquilamente—. Leo: «la casa situada en 355
Willow Grove, Evenstron, perteneciente a Stephen Allen Byerley, así como el garaje,
almacén u otras construcciones y edificios de su propiedad, así como los
terrenos adyacentes...», etc... En orden. Pero, mi buen amigo, aquí no dice
nada respecto a registrar mi interior. No formo parte del alojamiento. Puede
usted registrar mis ropas, si cree que llevo un robot, oculto en el bolsillo...
A Harroway no le quedaba la menor duda acerca
de la persona a quien debía aquella misión. No pensaba, sin embargo, quedarse
atrás una vez le habían dado la ocasión de ganarse un ascenso..., y una mejor
paga.
—Mire, señor Byerley. Tengo autorización para
registrar los muebles y la casa y todo lo que encuentre dentro de ella. ¿Está
usted en ella, no?
—Una observación verdaderamente notable. Estoy
en ella, en efecto. Pero no soy
ningún mueble. Como ciudadano en pleno uso de mis facultades (poseo el certificado
del psiquiatra que lo prueba) tengo ciertos derechos que me son conferidos por
los Artículos Regionales. Registrarme a mí constituiría una violación de mis
derechos civiles. Este papel no es suficiente.
—Seguro, pero si es usted un robot, no tiene
usted derechos civiles.
—Exacto, pero este papel no es suficiente. Me
reconoce implícitamente como un ser humano.
—¿Dónde?
—Donde dice «la casa perteneciente a fulano...». Un robot
no puede ser propietario. Y puede usted decirle a su jefe, señor Harroway, que
si intenta dictar otro documento que no me reconozca implícitamente como ser
humano, se encontrará inmediatamente ante un requerimiento judicial y una
demanda civil obligándole a demostrar que
soy un robot basándose en los hechos que tiene actualmente en su posesión, o bien a pagar una indemnización por
haber intentado privarme ilegalmente de mis derechos regionales. ¿Se lo dirá
usted, verdad?
Harroway se dirigió hacia la puerta y al
llegar a ella se volvió.
—Es usted un abogado astuto. —Con la mano en
el bolsillo permaneció un momento de pie. Después se marchó, sonrió delante de
la placa de televisión que seguía funcionando, hizo un signo a los periodistas
y les gritó—: Mañana tendremos algo para ustedes, muchachos. No es broma...
Ya en su coche, se arrellanó, sacó el diminuto
mecanismo que llevaba en el bolsillo y lo examinó cuidadosamente. Era la
primera vez que había tomado una fotografía por rayos X de
reflexión. Esperaba haberlo hecho correctamente.
Quinn y Byerley no se habían encontrado nunca
solos frente a frente. Pero el fonovisor se parecía mucho a ello. De hecho,
aceptándolo literalmente, quizá la frase era apropiada, aun cuando para cada
uno de ellos, el otro no fuese más que el dibujo luminoso y oscuro alternativamente
de una superficie de fotocélulas.
Era Quinn quien había hecho la llamada. Era
Quinn quien habló el primero, y sin particular ceremonia.
—He pensado que le interesaría saber, Byerley,
que tengo intención de dar publicidad a la noticia que usa usted una coraza
protectora contra la radiopenetración.
—¿De veras? En este caso debe usted haberlo
hecho público ya. Tengo la vaga idea que nuestros emprendedores representantes
de la prensa han interceptado mis líneas telefónicas durante bastante tiempo.
Sé que tienen las líneas de mi despacho llenas de interferencias; ésta es la
razón por la cual he estado en casa las últimas semanas.
Byerley hablaba en tono amistoso, casi
familiar.
—Esta llamada está protegida, de todos modos —dijo
Quinn apretando los labios—. La hago con un cierto riesgo personal.
—Lo imaginaba. Nadie sabe que está usted
detrás de esta campaña: Por lo menos, nadie lo sabe oficialmente. Pero nadie
deja de saberlo oficiosamente. No me importa. ¿De modo que empleo una coraza
protectora? Supongo que lo descubrió usted cuando el otro día su esbirro dio
demasiada exposición a la fotografía de radiopenetración.
—Debe usted darse cuenta, Byerley, que todo el
mundo ve claramente que no se atreve usted a someterse a un análisis por rayos X.
—Tan claramente como que usted y sus hombres
menospreciaron mis derechos civiles.
—Eso no les importa un comino.
—Es posible. Es bastante simbólico de nuestras
dos campañas, ¿no cree? Usted se preocupa muy poco de los derechos individuales
del ciudadano. Yo me preocupo mucho. No quiero someterme a los rayos X porque quiero mantener mis derechos por una cuestión de
principios. De la misma manera que mantendré los de los demás, una vez elegido.
—Esto será el principio de un interesante discurso,
pero nadie le creerá. Demasiado ampuloso para ser verdad. Otra cosa... —añadió
con un súbito tono crispado en la voz—, el personal de su casa no estaba
completo, la otra noche.
—¿En que sentido?
—Según el informe —dijo, agitando unos papeles
dentro del campo de visión de la placa visual—, faltaba una persona..., un
paralítico.
—Como lo dice usted —dijo Byerley sin entonación—,
un paralítico. Mi viejo profesor, que vive conmigo y está ahora en el
campo..., desde hace dos meses. Un «muy necesario reposo» es la frase corriente
en estos casos. ¿Le da usted su permiso?
—¿Su profesor? ¿Una especie de científico?
—Antiguamente abogado..., antes que fuese paralítico.
Tiene el título del Gobierno de investigador biofísico, con laboratorio propio
y una descripción completa del trabajo que realiza, apoyado por las más
insignes autoridades y de las cuales puede darle referencias. Es un trabajo sin
trascendencia, pero es una ocupación inofensiva y entretenida para un pobre
inválido... Lo ayudo tanto como puedo, ¿comprende?
—Comprendo. ¿Y qué sabe este..., profesor...,
sobre la manufactura de los robots?
—No puedo juzgar de la profundidad de sus conocimientos
en un terreno con el que no estoy familiarizado.
—¿No tendría acceso a los cerebros
positrónicos?
—Pregúnteselo a sus amigos de la U. S. Robots.
Ellos deben saberlo.
—Vamos a hablar claro, Byerley. Su profesor
inválido es el verdadero Stephen Byerley. Usted es su creación robótica.
Podemos comprobarlo. Fue él quien sufrió un accidente de automóvil, no usted.
Habrá maneras de comprobar los informes.
—¿De veras? ¡Hágalo, entonces! ¡Mis mejores
deseos!
—Y podemos registrar la casa llamada de campo de su así llamado profesor y
ver qué encontramos en ella.
—Pues..., no lo sé, Quinn. Desgraciadamente
para usted, mi así llamado profesor es un inválido. Su casa de campo es su
lugar de reposo. En estas circunstancias, sus derechos como ciudadano
responsable son todavía más fuertes. No conseguirá usted una orden de registro
de su casa sin demostrar una causa justificada. Sin embargo, seré el último en
intentar impedirle que lo intente.
Hubo una pausa de cierta longitud, y Quinn se
echó adelante, haciendo desbordar los límites de su rostro de la placa de
visión, de manera que las líneas de su frente aparecieron con toda claridad.
—Byerley, ¿por qué sigue usted adelante? No
puede usted ser elegido.
—¿No?
—¿Cree usted conseguirlo? ¿Cree usted que el
hecho de no hacer el menor intento de probar la falsedad de la acusación de ser
un robot, cuando podría hacerlo fácilmente con sólo infringir una de las tres
Leyes, no surte más efecto que convencer a la gente del hecho que es usted un
robot?
—Lo único que veo es que, de letrado vagamente
conocido, pero siempre como un oscuro abogado metropolitano, me he convertido
ahora en una figura mundial. Es usted un buen agente de propaganda...
—Pero es usted un robot.
—Eso dicen, pero no lo prueban.
—Está suficientemente probado para la
elección.
—Entonces descanse..., han ganado.
—Buenas tardes —dijo Quinn, con el primer tono
de maldad en la voz, mientras cerraba el visifono.
—Buenas tardes —respondió Byerley,
imperturbable, inclinándose ante la pantalla oscura.
Byerley volvió a traer a su casa a su
«profesor» la semana antes de la elección. El vehículo aéreo aterrizó
rápidamente en una parte oscura de la ciudad.
—No te muevas de aquí hasta después de la
elección —le dijo Byerley—. Será mejor que estés al margen si las cosas se
pusiesen feas.
La ronca voz que salió pausadamente de la
torcida boca de John tenía acentos de preocupación.
—¿Hay peligro de violencia?
—Los Fundamentalistas amenazan con ella, de manera
que supongo que la hay, en sentido teórico. Pero en realidad, espero que no. No
tienen un poder real. No son más que el continuo factor irritante que al cabo
de cierto tiempo puede producir disturbios. ¿Te importa quedarte aquí? No
quisiera tenerme que preocupar por ti...
—¡Oh, me quedaré! ¿Sigues creyendo que todo
irá bien?
—Estoy seguro de ello. ¿Nadie te ha molestado,
allí?
—Nadie.
—¿Y por tu parte, todo fue bien?
—Bastante bien. No habrá dificultades por este
lado.
—Entonces, ten cuidado y observa el televisor
mañana, John —añadió Byerley, estrechando la contorsionada mano que tenía en
la suya.
La frente de Lenton era una colección de arrugas en
suspenso. Desempeñaba el poco agradable cargo de agente de la campaña electoral
de Byerley, una campaña que no era una campaña, por cuenta de una persona que
se negaba a revelar su estrategia y a aceptar la de su agente.
—¡No puedes! —Era su frase favorita. Había llegado
a ser su única frase—. ¡Te digo, Steve, que no puedes!
Se detuvo delante del fiscal, que estaba
entretenido hojeando el texto de su discurso.
—Deja esto, Steve. Mira, esta multitud ha sido
organizada por los Fundamentalistas. No tendrás auditorio. Lo más fácil es
que seas lapidado. ¿Por qué tienes que hacer un discurso en público? ¿Qué
dificultad hay en una grabación, una grabación visual?
—¿Quieres que gane la elección, no?
—¡Ganar la elección! ¡No vas a ganar, Steve!
Estoy tratando de salvarte la vida.
—¡Oh, no estoy en peligro!
—¡No estás en peligro! ¡No estás en peligro!
—exclamó Lenton produciendo un sonido áspero con la garganta—. ¿Vas a salir a
este balcón delante de cincuenta mil locos idiotas y hacerles entender la
razón..., a un balcón, como un dictador medieval?
—Dentro de unos cinco minutos —dijo Byerley,
después de haber consultado su reloj—, en cuanto estén libres las líneas de
televisión.
La respuesta de Lenton no es traducible.
La muchedumbre llenaba una zona apartada de la
ciudad. Los árboles y las casas parecían crecer en medio de la masa humana. Y
más allá, el resto del mundo observaba. Era una elección puramente local, pero
a pesar de esto, tenía un público mundial. Byerley se daba cuenta y sonreía.
Pero no había de qué sonreír, en cuanto a la
muchedumbre. Había banderas y letreros, injuriando y atacando en todas las
formas posibles su supuesto robotismo. La hostilidad de aquella actitud iba
creciendo en la atmósfera de una manera tangible.
Desde un principio, el discurso fue un fracaso.
Competía con los aullidos de la muchedumbre y los rítmicos gritos de los
grupos de Fundamentalistas que formaban islas humanas entre la multitud.
Byerley hablaba lentamente, sin emoción...
Dentro, Lenton se mesaba el cabello,
gruñía..., y esperaba que corriese la sangre.
Se produjo un movimiento arremolinado en las
primeras filas. Un ciudadano de rostro anguloso, con los ojos salientes y
ropas demasiado cortas para sus alargados miembros, se abría paso hacia
adelante. Un policía se precipitó hacia él, tratando de detenerlo, pero Byerley
lo apartó con un gesto.
El hombre delgado estaba debajo mismo del
balcón. Sus palabras se perdían entre el ruido, sin ser oídas. Byerley se
inclinó sobre la barandilla.
—¿Qué dices? Si quieres hacer una pregunta
justificada, la contestaré. —Se volvió hacia uno de los guardias—. Haz subir
a este hombre.
Hubo una gran expectación entre la
muchedumbre. Gritos de: «¡Callarse!» estallaron en varios sitios y el clamor se
fue desvaneciendo. El hombre delgado, de rostro escarlata, estaba delante de
Byerley.
—¿Tienes alguna pregunta que hacer?
El hombre delgado se quedó mirándolo y con voz
estridente, dijo:
—¡Pégame!
Con súbita energía dobló la cabeza ofreciendo
el mentón.
—¡Pégame! Dices que no eres un robot.
¡Pruébalo! ¡No puedes pegar a un ser humano..., monstruo!
Hubo un profundo silencio de expectación. La
voz de Byerley dijo:
—No tengo ningún motivo para pegarte.
—¡No puedes pegarme! —gritó el hombre—. ¡No
quieres pegarme! ¡No eres humano! ¡Eres un monstruo! ¡Un falso hombre!
Y entonces Stephen Byerley, apretando los
labios, delante de los miles de personas que lo veían personalmente y los
otros miles que lo seguían en las pantallas, cerró el puño y alcanzó al hombre
en la barbilla. El retador se desplomó, sin otra expresión que la de una
profunda sorpresa.
—Lo siento —dijo Byerley—. Llévenselo y vean que sea bien
tratado. Quiero hablar con él cuando haya terminado.
Y cuando la doctora Susan Calvin, desde su
sitio reservado, se dirigió a su automóvil y se dispuso a arrancar, sólo un
reportero había vuelto suficientemente en sí de la sorpresa para correr tras
ella y dirigirle una pregunta que no fue oída.
—¡Es humano! —gritó Susan Calvin volviendo la
cabeza.
Fue suficiente. El reportero dio media vuelta
y echó a correr. El resto del discurso pudo calificarse de «pronunciado pero
no oído».
La doctora Calvin y Stephen Byerley volvieron
a reunirse una semana después de haber prestado el segundo juramento como
alcalde. Era ya tarde, más de medianoche.
—No parece usted cansado —dijo la doctora.
—Puedo aguantar todavía —dijo el recién
elegido—. No se lo diga a Quinn.
—No se lo diré. Pero puesto que menciona usted
su nombre, era interesante la historia de Quinn. Es una lástima haberla
estropeado. Supongo que conoce usted su teoría...
—Parte de ella.
—Es altamente dramática. Stephen Byerley era
un joven abogado, un elocuente orador, un gran idealista..., y con un cierto
olfato para la biofísica. ¿Se interesa usted por la robótica, señor Byerley?
—Sólo bajo el aspecto legal.
—Éste era Stephen Byerley. Pero ocurrió un
accidente. La mujer de Byerley murió; lo que le ocurrió a él fue peor todavía.
Se quedó sin piernas, sin rostro, sin voz. Parte de su mentalidad quedó
alterada. No se sometió a la cirugía estética. Se retiró del mundo, perdida su
carrera legal..., sólo le quedaron las manos y la inteligencia. De una u otra
forma consiguió obtener un cerebro positrónico, incluso uno complejo, dotado de
una gran capacidad de formular juicio sobre problemas éticos, que es la más
alta función robótica hasta ahora desarrollada. Formó un cuerpo a su alrededor.
Lo entrenó a ser todo lo que hubiera sido y no podía ser ya. Lo mandó al mundo
como Stephen Byerley, permaneciendo él como el viejo y paralítico profesor que
jamás nadie ha visto...
—Desgraciadamente —dijo el electo— estropeé
todo esto por haber pegado a aquel hombre. Los periódicos dicen que el
veredicto oficial que dio usted en aquella ocasión fue que yo era humano.
—¿Cómo ocurrió? ¿Le importa decírmelo? No pudo
ser casual...
—No lo fue del todo. Quinn lo hizo casi todo.
Mis hombres comenzaron a propalar la versión del hecho que no había pegado
nunca a un hombre, que era incapaz de pegar a un hombre; que no hacerlo bajo la
provocación sería la prueba fehaciente del hecho que era un robot. Y entonces
arreglé aquel estúpido discurso en público, con toda clase de publicidad, y,
casi inevitablemente, hubo quien picó. Esencialmente, es lo que yo llamo un
burdo truco. Un truco en el que la atmósfera artificial que se ha creado lo hace
todo. Desde luego, los efectos emotivos hicieron mi elección segura, tal como
estaba previsto.
—Veo que invade usted mi campo —dijo la
doctora en robopsicología—, como corresponde a todo político, supongo. Pero
siento mucho que haya ocurrido así. Me gustan los robots. Me gustan mucho más
que los seres humanos. Si fuese posible crear un robot capaz de ser funcionario
civil, creo que haríamos un gran bien. Por las Leyes de la Robótica sería
incapaz de dañar un ser humano, incapaz de tiranía, de corrupción, de
estupidez, de prejuicio. Y una vez que hubiese servido durante un período
prudencial, dimitiría, aunque fuese inmortal, porque sería incapaz de
perjudicar a los seres humanos haciéndoles saber que habían sido gobernados
por un robot. Sería el ideal.
—Salvo que un robot puede fallar, debido a la
inherente inadaptación de su cerebro. El cerebro positrónico no tiene nunca la
complejidad del cerebro humano.
—Tendría consejeros. Ni aun un cerebro humano
es capaz de gobernar sin ayuda.
Byerley miró a Susan Calvin con grave interés.
—¿Por qué sonríe usted, doctora Calvin?
—Sonrío porque Quinn no pensó en todo.
—¿Quiere usted decir que esta historia hubiera
podido ir más lejos?
—Sólo un poco. Durante los tres meses anteriores a la
elección, aquel Stephen Byerley del que habla el señor Quinn, aquel hombre
destrozado, estaba en el campo por alguna razón misteriosa. Regresó a tiempo
para su famoso discurso. Y después de todo, lo que aquel viejo paralítico hizo
una vez, podía hacerlo dos, particularmente siendo la segunda mucho más fácil,
comparada con la primera.
—No acabo de entenderlo...
La doctora Calvin se levantó y se alisó el
traje. Se disponía, evidentemente, a marcharse.
—Quiero decir que hay sólo un caso en el que
un robot puede pegar a un ser humano sin quebrantar la Primera Ley. Sólo uno.
—¿Y es...?
Susan Calvin estaba en la puerta. Pausadamente
dijo:
—Cuando el ser humano a quien debe pegar es
otro robot.
Su rostro se iluminó con una ancha sonrisa.
—Adiós, señor Byerley. Espero votar por usted
dentro de cinco años..., como organizador.
—Tengo que responder que me parece una idea un
poco remota... —dijo él, sonriendo, mientras se cerraba la puerta detrás de
Susan Calvin.
* * *
Me quedé mirándola con una especie de horror.
—¿Es verdad eso?
—Enteramente.
—¿Y el gran Byerley era simplemente un robot?
—No hubo manera de averiguarlo. Creo que lo
era. Pero cuando decidió morir, se atomizó a sí mismo, de manera que no hubo
ninguna la prueba legal. Por otra parte..., ¿qué más da?
—Pues...
—Guarda usted un prejuicio contra los robots,
completamente irrazonable. Fue un excelente alcalde. Cinco años después fue
elegido Coordinador Regional. Y cuando la Región de Tierra formó su Federación
en 2044, fue nombrado Primer Coordinador Mundial. Pero por aquel tiempo eran
las máquinas las que gobernaban al mundo...
—Sí, pero...
—¡Nada de «peros»!
Las Máquinas son robots y gobiernan al mundo. Hace sólo cinco años que
descubrí toda la verdad. Era en 2052; Byerley ejercía su segundo período como
Coordinador Mundial...
El Conflicto Inevitable
El Coordinador tenía en su estudio privado una curiosidad
medieval, una chimenea. Desde luego, el hombre medieval seguramente no la
hubiera reconocido, ya que no tenía un significado funcional. La inmóvil y
ondulante llama se encontraba aislada en un recinto, detrás de un transparente
cuarzo.
Los troncos de leña se quemaban a larga
distancia mediante una ligera desviación de los rayos de energía que
alimentaban los edificios públicos de la ciudad. El mismo botón que prendía
fuego a los troncos vaciaba primero las cenizas de los anteriores y permitía la
entrada de la nueva leña. Era una chimenea perfectamente domesticada, como
puede verse.
Pero el fuego era real. Podía oírsele crujir y
se veía cómo las llamas lamían el alambre bajo la corriente de aire que lo
alimentaba.
El enrojecido vaso del Coordinador reflejaba
en miniatura las discretas cabriolas de las llamas, y, en más miniatura aún,
también sus reflexivas pupilas.
Y las reflexivas pupilas de su huésped, la
doctora Susan Calvin, de la «U. S. Robots & Mechanical Men Corporation».
—No la he convocado a usted aquí, doctora
Calvin, únicamente por razones sociales.
—No lo he pensado nunca, Stephen.
—Y no obstante, no sé cómo exponerle el
problema. Por una parte, puede no tener importancia, por otra, puede ser el fin
de la Humanidad.
—Me he encontrado con muchos problemas que
ofrecían el mismo dilema, Stephen. Creo que todos los problemas son así.
—¿De veras?... Entonces, a ver qué le parece
éste. La producción mundial de acero tiene un excedente de veinte mil
toneladas, o más. El Canal de México hubiera debido estar terminado hace dos
meses. Las minas de Almaden han experimentado una baja de producción desde la
última primavera, mientras las compañías hidráulicas de Tientsin están
despidiendo gente. Estos son los hechos que se me acuden de momento. Pero hay
más.
—¿Son puntos graves? No soy lo suficientemente
economista para juzgar sobre las terribles consecuencias de todo esto.
—En sí mismo, no. Se podrían enviar técnicos
en mineralogía si la situación de Almaden empeorara. Si hay demasiados
ingenieros hidráulicos en Tientsin, pueden ser enviados a Java o Ceilán.
Veinte mil toneladas de acero no cubrirán más allá de algunos días de demanda
mundial, los dos meses de retraso y la apertura del Canal de México es de
escasa importancia. Son las Máquinas lo que me preocupa; he hablado ya de
ellas con su Director de Investigaciones.
—¿Con Vincent Silver? No me ha dicho nada de
todo esto...
—Le pedí que no hablase con nadie. Por lo visto
me ha obedecido.
—¿Y qué le dijo?
—Vamos a proceder por orden. Quiero hablar de
las Máquinas primero. Y quiero hablar de ellas con usted porque es usted la
única en el mundo que entiende lo suficiente en robots para ayudarme. ¿Puedo
sentirme filósofo?
—Por esta tarde, Stephen, puede usted sentirse
lo que quiera y como quiera, con tal que me diga usted primero qué pretende
demostrar.
—Que este pequeño desequilibrio en la
perfección de nuestro sistema de oferta y demanda, tal como lo he mencionado,
puede ser el primer paso hacia la guerra final.
—¡Humm!... Siga.
Susan no se permitió arrellanarse en su sillón, a pesar de
lo cómodo que era. La frialdad en su mirada, de sus labios y de su rostro se
había acentuado con los años. Y a pesar que Stephen Byerley era un hombre en
quien podía confiar enteramente, tenía casi setenta años y los hábitos de una
vida no se olvidan tan fácilmente.
—Cada período del desarrollo humano, Susan,
tiene su tipo particular de conflicto, sus problemas distintos que,
aparentemente sólo pueden resolverse por la fuerza. Y jamás, por decepcionante
que esto sea, la fuerza resuelve el problema. En su lugar, éste persiste a
través de una serie de conflictos y se desvanece por sí solo..., ¿cómo dice la
frase?..., no con un estallido, sino con su susurro, a medida que el ambiente
económico y social cambia. Y entonces, nuevo problema y nueva serie de
guerras. Un ciclo, al parecer, sin fin.
»Consideremos los tiempos relativamente
modernos. Existieron las guerras dinásticas de los siglos dieciséis y diecisiete,
cuando los problemas más importantes de Europa eran si los Habsburgo, los
Valois o los Borbones tenían que gobernar el continente. Era uno de estos
conflictos inevitables, porque Europa no podía evidentemente existir partida
en dos.
»Salvo que fue así, y ninguna guerra barrió a
unos para establecer a los otros, hasta que se creó una nueva atmósfera social
en Francia en 1789, al derrocar a los Borbones primero y después a los
Habsburgo, arrastrándolos en la polvorienta caída al incinerador histórico.
»Y durante aquellos siglos existieron también
las bárbaras guerras de religión, que resolvieron la importante cuestión de si
Europa tenía que ser católica o protestante. Mitad y mitad no podía ser. Era
«inevitable» que la espada decidiese. Salvo que no decidió. En Inglaterra iba
creciendo un nuevo industrialismo y en el Continente un nuevo nacionalismo.
Europa sigue siendo mitad y mitad y a nadie le preocupa esto mucho.
»Durante los siglos diecinueve y veinte hubo
un ciclo de guerras nacionalimperialistas, cuando el problema más importante
del mundo era saber qué porciones de Europa controlarían los recursos
económicos y la capacidad de consumo de otras porciones no-europeas. Las
regiones no-europeas no podían, por lo visto, existir siendo en parte inglesas,
en parte francesas, en parte alemanas y así sucesivamente. Hasta que las
fuerzas del nacionalismo se extendieron lo suficiente y la no-Europa terminó lo
que las guerras no habían conseguido terminar, y decidió que podía
perfectamente subsistir íntegramente no-europea.
»Y así tenemos una estructura...
—Sí, Stephen, lo explica muy claro —dijo Susan
Calvin—. No son observaciones muy profundas.
—No, pero lo evidente es en muchos casos lo
más difícil de ver. La gente dice, «es tan claro como mi nariz», pero, ¿qué
porción de nuestra nariz podemos ver, a menos que nos den un espejo? Durante
el siglo veinte, Susan, comenzamos un nuevo ciclo de guerras..., ¿cómo las llamaremos?
¿Guerras ideológicas? ¿Las emociones de la religión aplicadas a los sistemas
económicos, en lugar de los extranaturales? De nuevo las guerras eran «inevitables»
y entonces se disponía de armas atómicas, de manera que la humanidad no podía
vivir ya por más tiempo en el tormento del inevitable derroche de la
inevitabilidad. Y vinieron los robots positrónicos...
»Vinieron a tiempo, y con ellos el viaje
interplanetario. De manera que ya no pareció tan importante que el mundo fuese
Adam Smith o Carlos Marx. Ninguno de los dos tenía ya gran influencia en las
nuevas circunstancias. Ambos tenían que adaptarse y terminaron casi en el
mismo lugar.
—Un Deus
ex machina, entonces, en doble sentido —dijo Susan Calvin.
—No le había oído nunca hacer juegos de palabras, Susan,
pero es exacto. Y no obstante, había otro peligro. El final de un problema no
había hecho más que dar nacimiento a otro. Nuestro nuevo mundo universal de
economía robótica puede plantear un nuevo problema, y por esta razón tenemos
las Máquinas. La economía mundial es estable, y permanecerá estable, porque
está basada en las decisiones de las máquinas calculadoras, que llevan el bien
de la Humanidad en su corazón a través de la avasalladora fuerza de la Primera
Ley robótica.
»Y aunque las Máquinas no son sino el más vasto
conglomerado de circuitos calculadores jamás inventado —prosiguió Stephen
Byerley—, siguen siendo robots en el sentido de la Primera Ley, y así nuestra
economía terrestre está de acuerdo con los mejores intereses del hombre. La
población de la Tierra sabe que no habrá paro obrero, ni superproducción ni
falta de producción. Destrucción y hambre son palabras de los libros de
historia. Y así, la cuestión de la propiedad de los medios de producción es un
problema anticuado. Quienquiera que los poseyese (si es que esta frase tiene
algún sentido), un hombre, un grupo, una nación, o toda la Humanidad, sólo
podrían utilizarse como las Máquinas dicten. No porque los hombres estuviesen
obligados a ello, sino porque sería el camino más corto y lo saben. Esto pone
fin a las guerras..., no sólo al último ciclo de guerras, sino al próximo y a
todos ellos. A menos que...
Hubo una pausa y Susan lo alentó a proseguir
repitiendo...
—¿A menos que...?
El fuego fue extinguiéndose en un tronco de
leña y se apagó.
—A menos —dijo el Coordinador— que las
Máquinas no cumplan con su función.
—Comprendo. Y aquí es donde aparecen estos
pequeños desequilibrios que ha mencionado usted hace un momento..., el acero,
las instalaciones hidráulicas, etc.
—Exacto. Estos errores no deberían existir. El
doctor Silver me ha dicho que no podían ser.
—¿Niega los hechos? ¡Qué extraño!
—No, admite los hechos, desde luego. Soy
injusto con él. Lo que niega es que ningún error en la máquina sea responsable
de los llamados (es su frase) «errores en las respuestas». Pretende que las
máquinas se corrigen por sí mismas y que sería violar las leyes fundamentales
de la naturaleza que existiese un error en los círcuitos de relevadores. Y así,
le dije...
—Y así, le dijo: «Que sus hombres lo
comprueben y se aseguren de ello, de todos modos...»
—Susan, lee usted mi pensamiento. Esto fue lo
que dije y me contestó que no podía.
—¿Demasiado
ocupado?
—No, dijo que ningún ser humano podía. Lo dijo
francamente. Me dijo, y espero haberlo comprendido debidamente, que las
Máquinas son una gigantesca extrapolación... Un equipo de matemáticos trabaja
varios años calculando un cerebro positrónico equipado para realizar ciertos
actos similares de cálculo. Utilizando este cerebro hacen nuevos cálculos para
crear un nuevo cerebro más complicado todavía que utilizan a su vez para hacer
otro más complicado aún, y así sucesivamente. Según Silver, lo que llamamos
Máquinas son el resultado de diez de estos progresos.
—Sí..., me parece claro. Afortunadamente, no
soy matemática. ¡Pobre Vincent!... Es muy joven. Los directores que le
precedieron, Alfred Lanning y Peter Bogert, han muerto y no tenían estos
problemas. Ni yo tampoco. Quizá todos los técnicos en robótica moriremos
ahora, puesto que no podemos comprender nuestras propias creaciones.
—Aparentemente, no. Las Máquinas no son
supercerebros, en el sentido de los suplementos periodísticos de los domingos,
pese a que nos los describen así. Es simplemente que en la actividad
consistente en reunir y analizar un número casi infinito de datos y sus
relaciones en un espacio de tiempo casi infinitesimal, han progresado hasta
más allá de la posibilidad de un control humano detallado.
»Y entonces intenté otra cosa. Le pregunté a
la Máquina. En el más estricto secreto alimenté la máquina con los datos
originales relacionados con la producción del acero, su propia respuesta y su
actual desarrollo desde entonces..., es decir, la superproducción, y le pedí
una explicación de la discrepancia.
—Bien, ¿y cuál fue la respuesta?
—Puedo citársela a usted palabra por palabra:
«El asunto no admite explicación».
—¿Y cómo interpretó Vincent esto?
—De dos formas. O no le habíamos dado a la Máquina
datos suficientes para permitirle contestar exactamente, lo cual no es
probable, el doctor Silver está de acuerdo con ello, o bien a la Máquina le es
imposible reconocer que puede dar una respuesta a unos datos que implican un
posible daño a un ser humano. Esto, desde luego, es una consecuencia de la
Primera Ley. Y entonces el doctor Silver me recomendó que la viese a usted.
Susan Calvin parecía muy cansada.
—Soy ya vieja, Stephen. Cuando murió Peter Bogert quisieron
hacerme directora de investigaciones y rehusé. Entonces ya no era joven y no
quise asumir responsabilidad. Nombraron a Silver y esto me satisfacía; pero de
qué habrá valido, si me meten en estos líos...
»Stephen, déjeme que le exponga mi situación.
Mis investigaciones incluyen desde luego la interpretación de la conducta del
robot bajo el aspecto de las Tres Leyes Robóticas. Aquí, sin embargo, tenemos
unas máquinas calculadoras increíbles. Son cerebros positrónicos y por
consiguiente obedecen las Tres Leyes. Pero carecen de personalidad; es decir,
sus funciones son sumamente limitadas... Tiene que ser así, puesto que están
especializadas en este sentido. Por consiguiente, hay muy poco margen para la
reacción a las Leyes, y mi método de ataque es virtualmente inútil. En una
palabra, no creo poderlo ayudar, Stephen.
El Coordinador se echó a reír.
—A pesar de todo, déjeme que le diga el resto.
Déjeme que le explique mis teorías,
y quizá entonces pueda usted decirme si son posibles a la luz de la
robopsicología.
—Con mucho gusto. Siga adelante.
—Bien; puesto que las máquinas dan una
respuesta errónea, partiendo de la base que no pueden cometer error, sólo
existe una posibilidad. ¡Se les dieron
unos datos erróneos! En otras palabras, la perturbación es humana, no
robótica. Así es que, al efectuar mi reciente gira de inspección
interplanetaria...
—¿De la que acaba usted de regresar a Nueva
York?
—Sí; era necesario, comprenda, puesto que hay
cuatro Máquinas, cada una de las cuales controla una región Planetaria. ¡Y las cuatro están dando resultados
imperfectos!
—¡Oh, esto es natural, Stephen! Si una de las
Máquinas es imperfecta, tiene que reflejar automáticamente en el resultado de
las otras tres, puesto que cada una de ellas asumirá su parte de los datos
sobre los cuales basan sus decisiones, la perfección de la cuarta imperfecta.
Con una falsa suposición, tienen que dar falsas respuestas.
—¡Eh, eh!... Eso me parece. Ahora bien, aquí
tengo el resultado de mis conversaciones con cada uno de los cuatro
Vice-coordinadores regionales. ¿Quiere usted que los estudiemos juntos? ¡Ah!...
Primero, ¿ha oído usted hablar de la «Sociedad Humanitaria»?
—¿Eh?... Sí. Son una consecuencia de los Fundamentalistas,
que impidieron a la U. S. Robots emplear cerebros positrónicos por el principio
de competencia obrera desleal y todo lo demás. ¿La «Sociedad Humanitaria» es
antimáquinas, verdad?
—Sí, pero... En fin, ya verá. ¿Empezamos?
Empezaremos por la Región Oriental...
—Como usted diga...
Región Oriental:
a) Superficie:
23.500.000 kilómetros cuadrados.
b) Población:
1.700.000.000 de habitantes.
c) Capital:
Shanghai.
El bisabuelo de Ching Hso-lin murió durante la invasión
japonesa de la vieja República de China y no hubo nadie, aparte de sus
desconsolados hijos, para llorar su pérdida y ni siquiera saber qué se había
perdido. El abuelo de Ching Hso-lin sobrevivió a la guerra civil, pero no había
nadie más que su abnegado hijo para saberlo o importarle.
Y no obstante, Ching Hso-lin era el
Vice-coordinador Regional, con el bienestar económico de la mitad de la
población de la Tierra a su cuidado.
Quizá era con esto en la cabeza que Ching
tenía dos mapas como único adorno permanente en las paredes de su despacho. Uno
de ellos era un viejo mapa chino que abarcaba una superficie de un acre o dos y
ostentaba todavía los anticuados caracteres pictográficos de la vieja China.
Un arroyo cruzaba por entre los dibujos borrosos y en el borde del mapa se
veían algunas cabañas, en una de las cuales había nacido el abuelo de Ching.
El otro mapa era de grandes dimensiones,
finamente delineado, con todas las indicaciones en netos caracteres cirílicos.
La roja frontera que delimitaba las Regiones Orientales comprendía dentro de
sus vastos confines todo lo que un día había sido China, India, Birmania,
Indochina e Indonesia. En el mapa, en el interior de la provincia de Szechuan,
diminuta y tenue hasta el punto que nadie podía verla, había una señal que
indicaba el lugar donde estaba situada la atávica granja de los Ching.
Ching estaba de pie delante de estos dos mapas, mientras
hablaba con Stephen Byerley en correcto inglés.
—Nadie sabe mejor que tú, señor Coordinador,
que mi cargo, bajo muchos conceptos, es una sinecura. Da una cierta categoría
social, y represento el punto focal de la administración, pero para todo lo
demás..., ¡está la Máquina! La Máquina hace todo el trabajo. ¿Qué te parecen,
por ejemplo, las obras hidráulicas de Tientsin?
—¡Tremendas! —dijo Byerley.
—Son sólo una de ellas y no las mayores. Están
extensamente esparcidas por Shanghai, Calcuta, Bangkok..., y solucionan la
alimentación de los mil setecientos millones de habitantes del Oriente.
—Y sin embargo —respondió Byerley—, tienen un
problema de paro en Tientsin. ¿Hay acaso una superproducción? Es inconcebible
que Asia sufra de un exceso de comida.
Los ojos de Ching se entornaron hasta ser casi
invisibles.
—No. No hemos llegado a esto, todavía. Es
cierto que durante estos últimos meses se han cerrado varias albercas en
Tientsin, pero la situación no es grave. Los hombres han sido despedidos sólo
temporalmente y a los que no les importa trabajar en otros campos han sido embarcados
para Colombo, en Ceilán, donde se está implantando una nueva organización.
—¿Y por qué tienen que cerrarse las albercas?
—Veo que no entiendes gran cosa en hidráulica
—dijo Ching, sonriendo gentilmente—. Bien, no me sorprende. Tú eres del Norte y
allí el cultivo del suelo rinde todavía grandes provechos. En el Norte es
elegante considerar la hidráulica, cuando se considera algo, como un sistema de
cultivar tulipanes en una solución química, de una manera infinitamente
complicada.
»En primer lugar, la cosecha más considerable
que tenemos desde hace mucho tiempo (y el porcentaje sigue creciendo) es el
lúpulo. Tenemos más de dos mil parcelas de lúpulo en producción y mensualmente
aumentan. Los abonos químicos básicos de las diferentes clases de lúpulo son
nitratos y fosfatos entre los inorgánicos, con las proporciones debidas de
metal, añadidos a las partes fraccionales por millón de boro y molibdeno
requerido. La materia orgánica es principalmente mixturas de azúcar derivadas
de la hidrólisis de la celulosa, pero, además, hay varios factores alimenticios
que deben añadirse:
»Para una industria hidráulica floreciente que
pueda alimentar a setecientos millones de hombres, tenemos que emprender un
inmenso programa de repoblación forestal por todo el Este; tenemos que poseer
vastos talleres de conversión maderera para competir con las selvas
meridionales, y acero, y sintéticos químicos por encima de todo.
—¿Para qué, esto último?
—Porque, señor Byerley, estos campos de lúpulo
tienen cada uno de ellos sus propiedades particulares. Hemos dado desarrollo,
como he dicho, a dos mil parcelas. El bistec que has creído comer hoy era
lúpulo. Las frutas congeladas que has tomado de postre era lúpulo helado. Hemos
extraído jugo de lúpulo con el sabor, aspecto y valor alimenticio de la leche.
»Es el sabor, más que nada, comprende, lo que
presta su atractivo a la alimentación a base de lúpulo, y en busca de este
sabor hemos instalado parcelas artificiales fertilizadas que no pueden
mantenerse por más tiempo con una dieta básica de sal y azúcar. Una necesita
biotina; otra, ácido pteroilglutámico; otras aun, diferentes ácidos amínicos,
así como todas las vitaminas B menos una (y aun así es popular y no podemos,
con un poco de sentido económico, abandonarlo).
Byerley se agitó en su silla.
—¿Con qué propósito me dices todo esto?
—Me has preguntado, señor, por qué los hombres
están sin trabajo en Tientsin. Tengo algo más que explicarte. No es sólo que
necesitemos estos variados y diversos abonos para nuestro lúpulo; pero
subsiste el complicado factor del capricho popular, que pasa con el tiempo; y
la posibilidad del desarrollo de nuevas parcelas con nuevas necesidades y nueva
popularidad. Todo esto tiene que ser previsto, y la Máquina hace el trabajo...
—Pero no perfectamente.
—No muy imperfectamente, en vista de las complicaciones
que he mencionado. Bien, entonces, algunos miles de obreros en Tientsin están
sin trabajo temporalmente. Pero, considera esto: la cantidad de perdidas sufridas
durante estos últimos años (pérdidas en términos de defectuosa producción o de
defectuosa demanda) no asciende a una décima del uno por ciento de nuestra
producción normal. Considero que...
—Y no obstante, durante los primeros años de
la Máquina, la cifra era cerca de una milésima del uno por ciento.
—Sí, pero durante el decenio último en que la
Máquina empezó sus operaciones con verdadero ímpetu, hemos aumentado nuestra
industria de lúpulo, con respecto a la época premáquina, unas veinte veces. Es
de esperar que las imperfecciones aumenten con las complicaciones, si bien...
—¿Si bien...?
—Estuvo el curioso ejemplo de Rama Vrasayana.
—¿Qué le ocurrió?
—Vrasayana estaba encargado del taller de
evaporación de la salmuera para la producción de yodo, sin el cual el lúpulo
puede vivir, pero los seres humanos, no. Se vio obligado a sindicar su taller.
—¿De veras? ¿Y a causa de qué?
—Competencia, créelo o no. En general, una de
las principales funciones de los análisis de la Máquina es indicar la
distribución más eficiente de nuestras unidades productivas. Es visiblemente un
error tener regiones insuficientemente surtidas de manera que los gastos de
transporte importan un porcentaje considerable del gasto total. De manera
similar, es un error tener un área demasiado servida, de forma que las
factorías tienen que funcionar con capacidades más bajas o bien competir
perjudicialmente unas con otras. En el caso de Vrasayana, se estableció otro
taller en la misma ciudad y con un sistema de extracción más eficiente.
—¿Y la Máquina lo permitió?
—¡Oh, sin duda! No es sorprendente. El nuevo sistema se
está extendiendo considerablemente. La sorpresa fue que la Máquina omitió
avisar a Vrasayana que renovase o cambiase... Sin embargo, no importa. Vrasayana
aceptó un cargo de ingeniero en un nuevo taller, y si su responsabilidad y
sueldo son ahora menores, por lo menos no sufre. Los obreros encontraron
fácilmente trabajo; el antiguo taller fue convertido en no sé qué... Algo
útil. Lo confiamos todo a la Máquina.
—¿Y por otra parte no tienes quejas?
—Ninguna.
La Región
Tropical:
a) Superficie:
35.000.000 de kilómetros cuadrados.
b) Población:
500.000.000 de habitantes.
c) Capital:
Ciudad Capital.
El mapa del despacho de Ngoma estaba muy lejos de tener la
neta precisión del de los dominios de Ching en Shanghai. Los límites de las
fronteras de la Región Tropical de Ngoma estaban punteados de oscuro y se extendían
hacia un bello interior llamado «selva» y «desierto», y «Aquí hay elefantes y
Toda Clase de Extrañas Bestias».
Había mucho que recorrer, porque en tierras,
la Región Tropical abarcaba más de dos continentes; toda América del Sur,
norte de Argentina, y toda África al sur del Atlas. Incluía también América del
Norte al sur de Río Grande e incluso Arabia, e Irán en Asia. Era el reverso de
la Región Oriental. Donde el hormiguero humano del Oriente se apretujaba en un
15% de la Tierra, los Trópicos desparramaban su 15% de Humanidad sobre casi la
mitad de la extensión del globo.
A Ngoma, Stephen Byerley le produjo la
impresión de uno de aquellos inmigrantes de rostro pálido que van en busca de
la obra creadora en el ambiente suave necesario para el hombre, y sintió una
cierta dosis del automático desprecio del hombre fuerte nacido en el duro
Trópico por el infortunado oriundo de más pálidos soles.
Los Trópicos tenían la ciudad más nueva del
mundo y en su sublime confianza juvenil recibía únicamente el nombre de
«Ciudad Capital». Se extendía espléndida por las fértiles tierras altas de
Nigeria, y al pie de las ventanas de Ngoma, más abajo, había vida y color, un
sol ardiente y frecuentes chaparrones. El gorjeo de los pájaros multicolores
era estridente y las estrellas parecían puntas de agujas brillantes en la noche
oscura.
Ngoma se echó a reír. Era un hombre bello, muy
negro, alto y de facciones enérgicas.
—Desde luego —dijo en un inglés bastante correcto, dando la
sensación de hablar con la boca llena—, el Canal de México va atrasado. ¡Qué
diablos! ¡Un día u otro se terminará de todos modos, hombre!
—Todo iba bien hasta hace medio año.
Ngoma dirigió una atenta mirada a Byerley y sacando
un cigarro del bolsillo mordió una punta, la escupió y encendió la otra.
—¿Es esto una investigación oficial, Byerley?
¿De qué se trata?
—Nada. Nada absolutamente. Entra dentro de mis
funciones de Coordinador el ser curioso.
—Bien, si es sólo que te aburres y quieres
pasar un rato..., la verdad es que andamos siempre cortos de mano de obra. Hay
muchos trabajos en curso en los Trópicos. El Canal es uno de ellos...
—Pero, ¿no ha predicho la Máquina la cantidad
de mano de obra disponible para el Canal..., sin contar todos los demás proyectos
en curso?
Ngoma se puso una mano en la nuca y echó al
aire unos círculos de humo azul.
—Era un poco deficiente.
—¿Es a menudo deficiente?
—No más de lo que es de esperar. No esperamos
gran cosa de ella, Byerley. Le suministramos los datos. Tomamos los
resultados. Hacemos lo que dice. Pero es sólo un expediente, un instrumento
para economizar trabajo. Podríamos prescindir de ella, si fuese necesario.
Quizá no tan bien. Quizá no tan rápidamente. Pero el final sería el mismo.
»Aquí tenemos confianza, Byerley, y éste es el
secreto. ¡Confianza! Hemos ocupado nuevas tierras que llevaban miles de años
esperándonos, mientras el resto del mundo ha sido destrozado por las asquerosas
experiencias de la Era Preatómica. No tenemos que comer lúpulo como en Oriente,
ni tenemos que preocuparnos de los rancios desperdicios del siglo pasado, como
ustedes los Nórdicos,
»Hemos barrido la mosca tse-tsé y el mosquito
anofeles, el pueblo ha visto que puede vivir al sol y le gusta. Hemos aclarado
las selvas vírgenes y roturado el suelo; hemos encontrado carbón y petróleo en
campos intactos e incontables minerales.
»Retírense de aquí. Es lo único que pedimos al
resto del mundo. Retírense y déjennos trabajar.
—Pero el Canal —interrumpió Byerley
prosaicamente— hace seis meses que hubiera debido estar terminado. ¿Qué ha
ocurrido?
—Perturbaciones obreras —dijo Ngoma, abriendo
las manos. Buscó algo por entre los papeles que cubrían su mesa, pero
renunció—. Tenía algo sobre esto por aquí —murmuró—, pero no importa. Una vez
hubo escasez de mano de obra en México por una cuestión de mujeres. No había
bastantes mujeres por allí. Al parecer a nadie se le ocurrió alimentar la
Máquina con datos sexuales.
Hizo una pausa para echarse a reír, encantado,
y prosiguió:
—Espera un momento. Me parece que ya lo
tengo... ¡Villafranca!
—¿Villafranca?
—Francisco Villafranca. Era el ingeniero
encargado. Ocurrió no sé qué y hubo un corrimiento de tierras. Eso es. Eso es.
No murió nadie pero el desorden fue terrible. ¡Un escándalo!
—¡Oh...!
—Hubo un error en sus cálculos. O por lo menos
la Máquina lo dijo así. Le suministraron datos de Villafranca, suposiciones, y
así. El material con que había empezado. Las respuestas fueron diferentes.
Parece que las respuestas que Villafranca utilizó no tenían en cuenta el
efecto de las fuertes lluvias en las cercanías de la brecha. O algo así. No soy
ingeniero, ¿comprendes?...
»En todo caso, Villafranca armó un lío de mil
diablos. Pretendió que la respuesta de la Máquina había sido diferente la
primera vez. Que había seguido a la Máquina ciegamente. ¡Y dimitió! Le
ofrecimos mantenerlo..., la duda era razonable, el trabajo anterior era
satisfactorio, todo aquello que se dice..., en una posición subordinada, desde
luego..., estábamos obligados..., los errores no pueden pasar inadvertidos...,
es malo para la disciplina... ¿Dónde estaba?
—Le ofreciste conservarlo.
—¡Ah, sí! Rehusó. Bien, en resumen, llevamos
dos meses de retraso ¡No es nada, que diablos!
Byerley extendió la mano y apoyó las puntas de los dedos
sobre la mesa.
—¿Villafranca le echó las culpas a la Máquina,
verdad?
—Pues..., ¿no iba a echárselas a sí mismo,
verdad? Mirémoslo serenamente; la naturaleza humana es una vieja amiga nuestra.
Por otra parte, recuerdo algo más ahora.... ¿Por qué diablos no podré encontrar
los documentos cuando los necesito? Mi sistema de archivar no vale un pepino.
Este Villafranca era miembro de una de vuestras organizaciones nórdicas. México
está demasiado cerca del Norte. A esto es debido en parte la perturbación.
—¿De qué organización estás hablando?
—La Sociedad Humanitaria, la llaman.
Villafranca solía asistir a una conferencia anual en Nueva York. Un montón de
chiflados, pero inofensivos. No les gustan las Máquinas; dicen que destruyen
la iniciativa personal. De manera que, como es natural, Villafranca echó la
culpa a la Máquina... Yo no acabo de entenderlo tampoco. ¿Es que en Ciudad
Capital parece que la raza humana esté siendo apartada de la iniciativa?
Y Ciudad Capital siguió tendida bajo el
glorioso y dorado sol; la más joven y moderna creación del Homo Metrópolis.
La Región Europea:
a) Superficie:
7.000.000 de kilómetros cuadrados.
b) Población:
300.000.000 de habitantes.
c) Capital:
Ginebra.
La Región Europea era una anomalía bajo varios conceptos.
En superficie, era con mucho la menor; ni un quinto de la superficie de la
Región Tropical y ni un quinto de la población de la Región Oriental. Geográficamente,
tenía cierta semejanza con la Europa de la era preatómica, ya que excluía lo
que había sido la Rusia europea e Islas Británicas, mientras incluía las costas
Mediterráneas de África y Asia y, en un extraño salto a través del Atlántico,
Argentina, Chile y el Uruguay.
No era tampoco probable que mejorase su status vis-à-vis de las demás regiones
de la Tierra, excepto por el vigor que estas provincias americanas le
prestaban. De todas las Regiones, era la única que mostró un franco declive de
la población durante el medio siglo pasado. Sólo ella había dejado de extender
seriamente sus facilidades productivas o aportar algo radicalmente nuevo a la
cultura humana.
—Europa —decía madame Szegeczowska, en su melodioso
francés—, es esencialmente un apéndice económico de la Región Nórdica. Lo
sabemos, pero no nos importa.
—Y sin embargo —le hizo ver Byerley—, tienen
ustedes una Máquina propia, y no están seguramente bajo una presión económica
del otro lado del océano.
—¡Una Máquina! ¡Bah! —encogió sus delicados
hombros y dejó que una leve sonrisa se filtrase por sus labios mientras
encendía un cigarrillo con sus largos dedos—. Europa es un lugar soñoliento. Y
todos nuestros hombres que no consiguen emigrar al trópico están cansados y
aburridos de todo esto. Usted mismo puede ver en qué consiste la tarea de
Vice-coordinadora. En fin, afortunadamente no es un papel difícil, y no espera
gran cosa de mí. En cuanto a Máquina..., ¿qué sabe decir fuera de «Haz esto y
será mejor para ustedes»? Pero, ¿qué es lo mejor para nosotros? Pues ser un
apéndice económico de la Región Nórdica...
»¿Y esto es acaso tan terrible? No hay
guerras. Vivimos en paz..., y es agradable después de setecientos años de
guerras. Somos viejos, señor Byerley. En nuestras fronteras tenemos las que
fueron cuna de las viejas civilizaciones. Tenemos Egipto y Mesopotamia; Creta
y Siria; Asia Menor y Grecia. Pero los tiempos antiguos no son necesariamente
unos tiempos infelices. Puede hallarse fruición...
—Quizá tenga usted razón —dijo Byerley, afablemente—.
Por lo menos el «tempo» de la vida no es tan intenso como en otras regiones. Es
una atmósfera agradable.
—¿Verdad? Van a traer el té, señor Byerley.
¿Quiere indicarme su preferencia sobre la leche y el azúcar?... Gracias.
Tomó un sorbo de té con elegancia; después continuó:
—Es agradable. El resto de la Tierra se ha convertido en
una lucha continua. Aquí encuentro un paralelo; un paralelo interesante. Hubo
un tiempo en que Roma era dueña del mundo. Había adoptado la dulzura y
civilización de Grecia; una Grecia que no había estado nunca unida; que se
había arruinado en la guerra y estaba languideciendo en un estado de decadente
ruina. Roma la unió, aportó la paz y le permitió vivir una vida de seguridad
sin gloria. Se ocupó de su filosofía y de su arte, lejos del estruendo y la
agitación de la guerra. Era una especie de muerte, pero de una muerte tranquila
con pequeños intervalos, unos cuatrocientos años.
—Y sin embargo —interrumpió Byerley—, Roma
cayó y el sueño de opio tocó a su fin.
—No había ya bárbaros para derrumbar la civilización.
—Nosotros podemos ser nuestros propios
bárbaros, Madame Szegeczowska. ¡Ah!..., quería hablarle de una cosa. Las minas
de mercurio de Almaden han disminuido considerablemente de producción. ¿El
mineral no debe haber disminuido más rápidamente de lo previsto, supongo?
Los pequeños ojos grises de la muchacha se
fijaron en Byerley.
—Los bárbaros..., la caída de la
civilización..., el probable fracaso de la Máquina... El proceso de sus ideas
es muy transparente, monsieur.
—¿Sí? Veo que me hubiera convenido tratar con
hombres, como hasta ahora, ¿Considera usted que el asunto de Almaden es culpa
de la Máquina?
—En absoluto, pero me parece que usted sí lo
es. Usted es nativo de la Región Nórdica. La Oficina Central de Coordinación
está en Nueva York. Y hace ya tiempo que he observado que ustedes, los
nórdicos, carecen de fe en la Máquina.
—¿Nosotros?
—Hay una Sociedad Humanitaria que tiene mucha
fuerza en el Norte, pero no consigue hacer adeptos en la fatigada y vieja
Europa, que sólo anhela dejar tranquila a la débil Humanidad. Con toda
seguridad, es usted uno de los confiados nórdicos y no uno de los cínicos del
viejo continente.
—¿Tiene esto relación con Almaden?
—¡Oh, sí, creo que sí! Las minas están bajo el
control de «Consolidated Cinnabar», que es con toda certeza una compañía
nórdica, con la oficina central en Nikolaev. Personalmente, dudo que el Consejo
de Administración haya consultado para nada la Máquina. En la conferencia del
mes pasado, dijeron que lo habían hecho, y desde luego, no tenemos ninguna
prueba de lo contrario, pero no me atrevería a dar crédito a un nórdico en
este asunto, sin ánimo de ofender, de ningún modo. Sin embargo, espero que todo
acabará bien.
—¿En qué sentido, mi querida madame?
—Debe usted comprender que las irregularidades
económicas de estos últimos meses (que, aun cuando insignificantes comparadas
con las grandes tormentas del pasado, son sin embargo, perturbadoras para
nuestros espíritus sedientos de paz), han causado considerables inquietudes en
la provincia española. Tengo entendido que «Consolidated Cinnabar» va a vender
a un grupo de españoles. Es consolador. Si somos vasallos económicos del Norte,
es humillante ver el hecho proclamado con excesiva ostentación. Y se puede
confiar más en nuestro pueblo para seguir los consejos de la Máquina.
—¿Entonces, cree usted que no habrá más disturbios?
—Estoy segura de ello... En Almaden, por lo
menos.
La Región Norte:
a) Superficie:
27.000.000 de kilómetros cuadrados.
b) Población:
800.000.000 de habitantes.
c) Capital:
Ottawa.
La Región Norte, en más de un concepto, se llevaba la
supremacía. La cosa quedaba bien de manifiesto en el mapa de las oficinas del
Vice-coordinador de Ottawa, Hiram Mackenzie, en el cual el Polo Norte ocupaba
el centro. A excepción de Europa con sus regiones escandinavas e islándicas,
toda la zona norteamericana estaba incluida en la Región Nórdica.
Vagamente, podía ser dividida en dos zonas principales. A
la izquierda del mapa se veía toda América del Norte por encima de Río Grande.
A la derecha abarcaba todo lo que había sido un tiempo la Unión Soviética. Estas
dos áreas juntas representaban el poder central del planeta durante los
primeros años de la Edad Atómica. Entre las dos estaba la Gran Bretaña, lengua
de la región que lamía Europa. En todo lo alto del mapa, torcidas en una
extraña y contorsionada forma, estaban Australia y Nueva Zelanda, también miembros
de las provincias de la Región.
Todos los cambios sufridos durante los últimos
decenios no habían alterado todavía el hecho que el Norte era el gobernante
económico del planeta.
Había por lo tanto, una especie de simbolismo
ostentoso en el hecho que todos los mapas que Byerley había visto, sólo el de
Mackenzie mostraba toda la Tierra, como si el Norte no temiese la competencia
ni necesitase favoritismo para proclamar su supremacía.
—Imposible —dijo tristemente Mackenzie,
levantando su vaso de «whisky»—. Señor Byerley, no tiene usted entrenamiento
técnico en robótica, según tengo entendido.
—No, no lo tengo.
—¡Humm!... Bien, es lamentable, en mi opinión,
que ni Ching, ni Ngoma ni Szegeczowska lo tengan tampoco. Prevalece con exceso
entre los pueblos de la Tierra la opinión que un Coordinador tiene que ser
simplemente un organizador capaz de conocimientos generalizados y una persona
amable. En nuestros días deberían entender en robótica también..., sin
propósito de ofensa...
—No la hay. Estoy de acuerdo con usted.
—Tomo, por ejemplo, lo que ha dicho usted ya;
que le preocupan las recientes pequeñas perturbaciones que se han producido en
la economía mundial. No sé de quién sospecha, pero ha ocurrido ya en el pasado
que el pueblo, que debería tener otra opinión, se pregunte qué ocurrirá si se
alimenta la Máquina con falsos datos.
—¿Y qué ocurriría, señor Mackenzie?
—Pues... —dijo el escocés moviéndose y
suspirando—, todo dato recogido pasa por un complicado sistema de pantallas
que comporta un control a la vez humano y mecánico, de manera que el problema
no es probable que se suscite. Pero dejemos esto. Los humanos pueden
equivocarse, son corruptibles, y los dispositivos mecánicos ordinarios son susceptibles
de fallo mecánico.
»El punto crucial del asunto es que lo que
llamamos un «dato erróneo» es incompatible con todos los demás datos conocidos.
Es el único criterio que tenemos de lo exacto y lo inexacto. Es igualmente el
de la Máquina. Ordénele, por ejemplo que dirija la actividad agrícola sobre la
base de una temperatura media en julio, en Iowa, de 14° C. No lo aceptará. No
dará respuesta. No porque tenga prejuicio alguno contra esta determinada
temperatura ni pueda dejar de contestar, sino porque, a la luz de los demás
datos que se le han dado a través de un cierto número de años, sabe que las
probabilidades de una temperatura media de 14° C. en Iowa, en julio, son
prácticamente nulas. Rechaza el dato.
»La única forma como un «falso dato» puede ser
insertado en la Máquina es incluyéndolo como parte de un todo consistente,
pero de una falsedad demasiado sutil para que la máquina pueda destacarlo, o
sobre el cual la Máquina no tenga experiencia. La primera está más allá de la
capacidad humana, la segunda es casi esto, y va acercándose cada vez más a ello
a medida que la experiencia de la Máquina aumenta con la segunda.
Stephen Byerley se apretó la nariz con los
dedos.
—¿Entonces la Máquina no puede ser inducida a
error? ¿Cómo explica usted los que se han cometido recientemente, en este caso?
—Mi querido Byerley, veo que sigue usted
instintivamente el gran error respecto a que la Máquina..., lo sabe todo.
Déjeme usted que le cite un ejemplo de mi experiencia personal. La industria
algodonera alquila compradores experimentados que compran el algodón. Su
procedimiento es arrancar un puñado de algodón de una de las pacas al azar. Lo
miran, lo tocan, comprueban su resistencia, escuchan su crujido, se lo llevan
a la lengua, y por este procedimiento determinan la categoría de algodón que
contienen las pacas. Hay una docena de ellas. Como resultado de su decisión,
las compras se hacen a unos determinados precios, las mezclas se hacen a unas
determinadas proporciones. Ahora bien, estos compradores no pueden ser
substituidos por la Máquina.
—¿Por qué no? Seguramente los datos
pertinentes no son demasiado complicados para ella...
—Probablemente no. Pero, ¿a qué dato se refiere usted? No
hay ningún químico textil que sepa exactamente qué es lo que comprueba cuando
maneja un puñado de algodón. Probablemente la longitud media de la fibra, su
tacto, la extensión y naturaleza de su viscosidad, la forma como se pegan y
así sucesivamente. Varias docenas de particularidades, inconscientemente
pesadas, fruto de años de experiencia. Pero la naturaleza cuantitativa de esta prueba no es conocida; incluso la verdadera
naturaleza de algunas de ellas, no lo es tampoco. De manera que no tenemos
nada con que alimentar la Máquina. Así ni los mismos compradores pueden explicar
su juicio. Sólo pueden decir: «Bien, mírelo. No se puede decir sí es tal o cual
clase».
—Comprendo...
—Hay innumerables casos como este. La Máquina
no es más que una herramienta, al fin y al cabo, que puede contribuir al
progreso humano encargándose de una parte de los cálculos e interpretaciones.
La tarea del cerebro humano sigue siendo la que siempre ha sido; la de
descubrir nuevos datos para ser analizados e inventar nuevas fórmulas para ser
probadas. Es una lástima que la Sociedad Humanitaria no quiera entenderlo así.
—¿Están contra la Máquina?
—Hubieran estado contra las matemáticas o
contra el arte de escribir si hubiesen vivido en el tiempo adecuado. Estos
reaccionarios de la Sociedad pretenden que la Máquina priva al hombre de su
alma. He observado que hombres perfectamente capaces están todavía llenos de
prejuicios en nuestra sociedad; necesitamos todavía el hombre que sea
suficientemente inteligente para pensar en las preguntas adecuadas. Quizá si
pudiésemos encontrar un número suficiente de ellos, estas perturbaciones que
le preocupan, Coordinador, no se producirían.
Tierra (Incluyendo el continente deshabitado, la Antártica):
a) Superficie:
75.000.000 de kilómetros cuadrados (superficie terrestre).
b) Población:
3.300.000.000 de habitantes.
c) Capital:
Nueva York.
El fuego que relucía detrás del cuarzo estaba ya moribundo.
El Coordinador estaba de humor sombrío, amoldándose al fuego.
—Todos disminuyen la gravedad de la situación
—dijo en voz baja—. ¿No es fácil creer que se han reído de mí? Y sin
embargo... Vincent Silver dice que la Máquina no puede estropearse y tengo que
creerle. Hiram Mackenzie dice que no pueden ser alimentadas con falsos datos y
tengo que creerle. Pero las máquinas han funcionado mal por una u otra causa, y
esto tengo que creerlo también, de manera que..., sólo queda una alternativa.
Miró de soslayo a Susan Calvin que, con los
ojos cerrados, parecía dormir.
—¿Cuál es? —preguntó sin embargo al instante.
—Que le han dado los datos correctos y la Máquina
ha dado las respuestas correctas, pero no han sido cumplidas. No hay manera en
que la máquina obligue a seguir sus dictados.
—Madame Szegeczowska insinuó algo parecido,
refiriéndose a los nórdicos en general, me parece. ¿Y qué propósito se busca
desobedeciendo a la Máquina? Vamos a estudiar los motivos.
—A mí me parece obvio, y debe parecérselo
también a usted. Es cuestión de sacudir la nave, deliberadamente. Mientras la
Máquina gobierne, no puede haber ningún conflicto serio en la Tierra en el cual
un grupo pueda apoderarse de un mayor poderío del que tiene por lo que juzga
ser su propio bien, a pesar de perjudicar la Humanidad como un todo. Sí la fe
popular en las máquinas pudiese ser destruida hasta el punto que fuesen
abandonadas, imperaría de nuevo la ley de la selva. Y no hay ninguna de las
cuatro Regiones que pueda quedar libre de la sospecha de buscar precisamente
esto.
»Oriente tiene la mitad de la Humanidad dentro
de sus fronteras, y los Trópicos, más de la mitad de los recursos de la Tierra.
Ambos pueden considerarse como los gobernantes naturales de toda la Tierra, y
ambos se sienten humillados por el Norte y es muy humano buscar un desquite
contra esta implacable humillación. Europa tiene una tradición de grandeza, por
otra parte. En otros tiempos gobernó la Tierra, y no hay nada tan eternamente
adhesivo como el recuerdo del poder.
»Y sin embargo, desde otro punto de vista, es difícil de
creer. Tanto el Este como los Trópicos están en un estado de enorme expansión
dentro de sus fronteras. Ambos crecen rápidamente. No les pueden quedar
energías para aventuras militares. Y Europa no puede hacer más que soñar. Es
una cifra, militarmente hablando.
—Así, Stephen —dijo Susan—, ¿deja usted el
Norte?
—Sí —respondió Byerley enérgicamente—. Sí. El
Norte es el más fuerte, como lo ha sido desde hace un siglo, o
por lo menos sus componentes. Pero ahora decae, relativamente. Por primera vez
desde los faraones, las regiones Tropicales pueden ocupar su lugar al frente de
la civilización y hay nórdicos que lo temen.
—En una palabra, son exactamente aquellos hombres
que, negándose conjuntamente a aceptar las decisiones de la Máquina, pueden,
en breve plazo, volver el mundo boca abajo...; éstos son los que pertenecen a
la Sociedad.
—Susan, esto es consistente. Cinco de los Directores
de la World Steel son miembros de ella, y la World Steel sufre de una
superproducción. La Consolidated Cinnabar, que explota las minas de mercurio de
Almaden, era una sociedad Nórdica. Sus libros están todavía siendo examinados,
pero uno, por lo menos, de sus hombres, era miembro. Francisco Villafranca, que
retrasó las obras del Canal de México dos meses, era miembro, lo sabemos ya,
lo mismo que Rama Vrasayana; no me sorprendió en absoluto descubrirlo.
—Estos hombres, téngalo usted en cuenta, lo
han estropeado todo... —dijo Susan pausadamente.
—¡Naturalmente! Desobedecer los análisis de la
Máquina es seguir el sendero del error. Los resultados son peores de lo que
podrían ser. Es el precio que pagan. De momento lo verán vagamente, pero en la
confusión que tarde o temprano surgirá...
—¿Qué proyecta usted hacer, Stephen?
—Es evidente que no hay tiempo que perder. Voy
a declarar la Sociedad fuera de la ley y todos sus miembros serán destituidos
de cualquier cargo de responsabilidad que ocupen. Y todos los puestos
ejecutivos con solicitantes que firmen un juramento de no-adhesión a la Sociedad.
Esta representará una cierta infracción a las libertades cívicas básicas, pero
estoy seguro que el Congreso...
—¡No servirá de nada!
—¡Eh! ¿Por qué?
—Representaría una predicción. Si intenta
usted una cosa así, encontrará obstáculos a cada paso. Lo encontrará imposible
de llevar adelante. Verá usted que cada movimiento en este sentido será origen
de perturbaciones.
—¿Por qué dice usted esto? —preguntó Byerley,
atónito—. Esperaba, al contrario, su aprobación en esta materia...
—No podrá usted conseguirla mientras sus
acciones estén basadas en falsas premisas. Admite usted que la Máquina no puede
equivocarse, y no puede ser alimentada con falsos datos. Le demostraré que no
puede ser desobedecida tampoco, como creé usted que lo está siendo por la
Sociedad.
—Esto...,
no consigo verlo.
—Pues escuche. Toda acción realizada por un
dirigente que no siga las exactas instrucciones de la Máquina con la cual
trabaja, se convierte en parte de un dato para el siguiente problema. La
Máquina, por consiguiente, sabe que el dirigente tiene una cierta tendencia a
desobedecer. Puede incorporarse esta tendencia a los datos, incluso
cuantitativamente, es decir, juzgando exactamente qué cantidad y en qué
dirección la desobediencia se producirá. Sus siguientes respuestas serán
suficientemente elusivas en forma que, después de la desobediencia del jefe,
vea sus respuestas automáticamente corregidas en la buena dirección. ¡La
Máquina sabe, Stephen!
—No puede usted estar segura de todo esto. Son simples
suposiciones.
—Es una suposición basada en la experiencia de
toda una vida entre robots. Hará usted bien en confiar en esta suposición,
Stephen.
—Pero, en este caso, ¿que queda? Las Máquinas
están en orden y las premisas sobre las cuales trabajan son correctas. Sobre
esto nos hemos puesto de acuerdo. Ahora dice usted que no puede ser
desobedecida. Entonces..., ¿qué ocurre?
—Usted mismo se ha contestado. ¡Nada está mal! Piense en las máquinas un momento, Stephen. Son robots
y cumplen la Primera Ley. Pero las máquinas trabajan, no para un solo
individuo, sino para toda la Humanidad, de manera
que la Primera Ley se convierte en: «Ninguna Máquina puede dañar la Humanidad;
o, por inacción, dejar que la Humanidad sufra daño.»
»Muy bien, Stephen, entonces, ¿qué daña la
Humanidad? ¡El desequilibrio económico, principalmente, cualquiera que sea la
causa! ¿No cree usted?
—Sí, lo creo.
—¿Y qué es lo más probable que produzca
desequilibrios económicos en el futuro? Conteste a esto, Stephen.
—Yo diría —respondió Byerley, a
regañadientes—, la destrucción de las Máquinas. Y así lo digo, y así lo dirían
las Máquinas también. Su primer cuidado, por consiguiente, es conservarse para
nosotros. Y así siguen tranquilamente evitando los únicos elementos
amenazadores que quedan. No es la Sociedad Humanitaria la que sacude la nave a
fin que las Máquinas sean destruidas; sólo ha visto usted el reverso de la
medalla. Diga más bien que son las Máquinas las que están sacudiendo la
nave..., muy ligeramente..., lo suficiente para liberarse de los pocos que se
agarran a ella con el propósito que las Máquinas sean consideradas nocivas para
la Humanidad.
»Así, Vrasayana deja su factoría y encuentra
un empleo donde no puede hacer daño; no queda seriamente perjudicado, no es
incapaz de ganarse la vida, porque la Máquina no puede dañar un ser humano más
que mínimamente, y esto sólo para salvar un mayor número. La Consolidated
Cinnabar pierde el control de Almaden; Villafranca no es ya el ingeniero civil
al frente de un importante proyecto. Y los directores de la World Steel pierden
su presa sobre la industria..., o la perderán.
»Pero es imposible que sepa usted todo esto...
—insistió Byerley distraídamente—. ¿Cómo podemos correr el riesgo en caso que
no tenga usted razón?
—Deben correrlo. ¿Recuerda usted la respuesta
de la Máquina cuando le sometió la pregunta? «El caso no admite explicación».
La Máquina no dijo que no hubiese explicación, ni que no pudiese determinarla.
Dijo sólo que no admitía explicación.
En otras palabras, «sería perjudicial para la Humanidad tener la explicación
de lo ocurrido», y por esto sólo podemos hacer suposiciones..., y seguir
suponiendo.
—Pero, ¿cómo puede la explicación sernos
perjudicial? Supongamos que tenga usted razón, Susan.
—Pues Stephen, si tengo razón, significa que
la Máquina está conduciendo nuestro futuro no única y simplemente como una
respuesta directa a nuestras preguntas directas, sino como respuesta general a
la situación del mundo y a la sicología humana como un todo. Y sabe que nos
puede hacer desgraciados y herir nuestro amor propio. La Máquina no puede, no debe, hacernos desgraciados.
»Stephen, ¿cómo sabemos qué es lo que
consolidará el bien final de la Humanidad? No tenemos a nuestra disposición los infinitos factores que la Máquina tiene a
la suya. Quizá, para darle un ejemplo
incierto, toda nuestra civilización técnica ha creado más infelicidad y miseria
de la que ha suprimido. Quizá la civilización agraria o pastoral, con menos
cultura y menos gente, sería mejor. En este caso, las Máquinas deben orientarse
en esta dirección, preferiblemente sin decírnoslo, ya que en nuestros
ignorantes prejuicios sólo sabemos que aquello a que estamos acostumbrados es
bueno..., y lucharemos contra todo cambio. O quizá una urbanización completa,
una sociedad totalmente desprovista de castas, o una completa anarquía, sea la
respuesta adecuada. No lo sabemos. Sólo las Máquinas lo saben y se encaminan
hacia ello, llevándonos consigo.
—Pero está usted diciéndome, Susan, que la
Sociedad Humanitaria tiene razón; que la Humanidad ha perdido su derecho de
voto en el futuro...
—No lo ha tenido jamás, en realidad. Estuvo
siempre a la voluntad de unas fuerzas económicas y sociológicas que no
entendía, de los caprichos del clima y de los azares de la guerra. Ahora las
Máquinas las entienden; y nadie puede detenerlas, ya que las máquinas los dominarían
como dominan la Sociedad..., poseyendo, como poseen, las armas más fuertes a su
disposición, el absoluto control de nuestra economía.
—¡Qué
horrible!
—Quizá habría que decir: ¡qué maravilloso! Piense que en
todos los tiempos los conflictos han sido evitables. ¡Sólo las Máquinas, a
partir de ahora serán inevitables!
Y el fuego se apagó detrás del cuarzo y sólo
quedó un hilillo de humo para indicar donde había estado.
* * *
—Y eso es todo —dijo la doctora Calvin,
levantándose—. Lo he vivido desde el principio, cuando los robots no podían
hablar, hasta el final, cuando se interpusieron entre la Humanidad y la
destrucción. No veré ya nada más. Usted verá lo que viene ahora...
No volví a ver a Susan Calvin nunca más. Murió
el mes pasado a la edad de ochenta y dos años.