James Mallaham Cain
Presentación
UN CAMINO FATAL
El cartero siempre llama dos veces ha sido reiteradamente saludada y evocada a partir
de 1934 —es decir, durante cuarenta y cinco años— como una de las novelas
capitales de la literatura negra. Por la fecha de su primera edición en lengua
original y por sus indelebles características, forma parte de las obras que
cimentaron el género, y su autor, James Cain, es considerado desde entonces
como un escritor duro (un tough writer) por excelencia. Once años
más tarde, en 1945, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares decidieron
incluirla en la colección «El Séptimo Círculo», contribuyendo con esta versión
castellana a la difusión de un libro cuyo impacto e influencia empalidecieron
buena parte de la obra posterior de Cain.
En
un artículo reciente, Javier Coma puntualiza: «En relación a las modalidades y
tipologías de protagonismo, la evolución de la novela negra cubre paralelamente
dos caminos de sobra conocidos: aquel estructurado sobre el personaje en
principio positivo, que lucha a su manera contra el delito; y aquel adentrado
en el individuo cuya caída en el crimen le convierte en un ser perseguido y
acorralado. El primero brota en los orígenes del género a través del
investigador «duro» (hard-boiled detective) [...]. El segundo camino
adquirió sólido predicamento a partir del primer James Cain (The Postman
Always Rings Twice, 1934, y Double Indemnity, 1936), del debut de McCoy
(They Shoot Horses, Don't They?, 1935) y
de la menos popular pero asimismo espléndida novela de Don Tracy Criss Cross
(1936). Se trata de utilizar a la persona integrada en una vida normal,
desconectada tanto del delito como de su represión, que penetra en el universo
del crimen, frecuentemente en colaboración o a causa de una mujer».
Frank Chambers, protagonista de El
cartero siempre llama dos veces, es efectivamente un hombre de vida si se
quiere irregular pero cuyo mayor delito ha sido intercambiar, de vez en vez,
algunos puñetazos con empleados de los ferrocarriles. Al comenzar la novela no
es un criminal, pero se sume en el crimen con una pasmosa vertiginosidad a
partir del momento en que conoce a la esposa del griego Nick Papadakis.
Chambers y Cora Smith se yerguen entonces en sujetos de una historia cuyas
contradicciones parecen llevarlos por un inexorable camino de fatalidad, y el
final de la novela es una turbadora y ambigua paradoja: hay algo con más fuerza
que la voluntad humana, consciente, y no es precisamente un ser superior —una
deidad—, sino el propio, oscuro y desconocido deseo del hombre que termina por
enfrentarse instintiva, oscuramente con un sistema represor. Sin duda es
posible burlarse de un fiscal —sugiere esta novela de Cain—, pero no hay
escapatoria del destino social, del rol que el sistema nos asigna según nuestra
historia y según sus intereses.
El cartero siempre llama dos veces, con una sorprendente economía de recursos que evita
con rigor la descripción interna psicológica de los personajes para relatarlos
sólo desde la acción y desde sus austeros diálogos, y con una cierta
intemporalidad que, curiosamente, dimensiona el conflicto hasta convertirlo
casi en un anacrónico arquetipo, es la historia de un hombre «perseguido y acorralado».
La policía no aparece aquí más que cuando se la llama, y si Chambers se
encuentra con ella o huye de ella, el hecho no significa nada más allá de algo
que fatalmente debe consumarse.
No hay ejemplaridad en él, ni en Cora
Smith, ni en el fiscal Sackett, ni en el abogado Katz. El camino de Frank
Chambers se borra incesantemente a sus espaldas, como su incierto pasado, y el
presente es como un vértigo irregular y violento que oscila entre los instintos
y la muerte.
juan carlos martini
1
A eso del mediodía me arrojaron del
camión de heno. Me había montado en él la noche anterior en la frontera, y
apenas tendido bajo la lona me quedé profundamente dormido. Estaba muy
necesitado de ese sueño, después de las tres semanas que acababa de pasar en
Tijuana, y dormía aún cuando el camión se detuvo a un lado del camino para que
se enfriase el motor. Entonces vieron un pie que salía debajo de la lona y me
arrojaron al camino. Intenté hacer unas bromas, pero el resultado fue un
fracaso y comprendí que era inútil esperar nada. Me dieron un cigarrillo, sin
embargo, y eché a andar en busca de algo que comer.
Fue entonces cuando llegué a la fonda
Los Robles Gemelos. Era una de tantas entre las numerosas de California y cuya
especialidad son los sandwiches. Se componía de un pequeño salón comedor, y
arriba estaban las dependencias de la vivienda. A un lado había una estación de
servicio y un poco más atrás media docena de cobertizos, a los que llamaban
aparcamiento. Llegué allí rápidamente y me puse a mirar el camino. Cuando salió
el dueño, le pregunté si había visto a un hombre que viajaba en un Cadillac. Le
dije que ese hombre debía reunirse conmigo allí, donde comeríamos. Me contestó
que no. Inmediatamente preparó una de las mesas y me preguntó qué deseaba
comer. Le pedí zumo de naranja, huevo frito con jamón, torta de maíz, crepés y
café. Poco después, el dueño estaba de vuelta con el zumo de naranja y las
tortas de maíz.
—Oiga... Espere un momento. Tengo que
decirle algo. Si ese amigo que estoy esperando no viene, tendrá que fiarme todo
esto. La verdad es que debía pagar él, pues yo ando un poco escaso de fondos.
—Está bien. Coma tranquilo.
Me di cuenta de que me había calado y
dejé de hablar del amigo del Cadillac. Poco después sospeché que el dueño
quería decirme algo.
—¿Qué hace usted? ¿En qué trabaja?
—En lo que cae, sea lo que sea. ¿Por qué
me lo pregunta?
—¿Qué edad tiene?
—Veinticuatro años.
—Joven, ¿eh? Un hombre joven como usted
me sería muy útil en estos momentos.
—Buen negocio este que tiene usted aquí.
—El clima es muy bueno. No tenemos
niebla como en Los Ángeles. Ni un solo día de niebla. El cielo está siempre
limpio. Da gusto.
—De noche debe de ser precioso. Ahora
mismo me parece que respiro su aroma.
—Sí, se duerme espléndidamente. ¿Sabe
algo de coches? ¿Entiende de arreglo de motores?
—¡Claro!... Soy un mecánico nato.
Siguió hablándome del espléndido clima,
de lo fuerte que estaba desde su llegada al lugar, y de cuanto le extrañaba que
los empleados no le durasen. A mí no me extrañaba, pero seguí comiendo.
—¿Qué? ¿Cree que le gustaría quedarse
aquí?
Yo ya había terminado de comer y estaba
encendiendo el cigarro que me había dado.
—Le diré —respondí—: la verdad es que
tengo dos o tres proposiciones. Pero le prometo pensarlo. Le aseguro que lo
pensaré.
Entonces la vi. Hasta ese momento había
estado en la cocina, pero entró en el comedor para recoger la mesa. Salvo su
cuerpo, en verdad, no era ninguna belleza arrebatadora, pero tenía una mirada
hosca y los labios salidos de un modo que me dieron ganas de aplastárselos con
los míos.
—Le presento a mi esposa.
Ella no me miró. Hice una ligera
inclinación de cabeza y una especie de saludo con la mano en que tenía el
cigarro. Nada más. Se fue con la vajilla. En lo que al dueño y a mí se refería,
era como si ni siquiera hubiese estado allí.
Me fui casi en seguida, pero cinco
minutos después estaba de vuelta, para dejar un mensaje al amigo del Cadillac.
El dueño tardó media hora en convencerme de que debía aceptar el empleo, y al
fin me encontré en la estación de servicio, poniendo en condiciones unos
neumáticos.
—Dígame, ¿cómo se llama?
—Frank Chambers.
—Yo, Nick Papadakis.
Nos estrechamos la mano y se fue. Un
minuto después le oí cantar. Tenía una voz espléndida. Desde la estación de
servicio podía ver perfectamente el interior de la cocina.
2
A eso de las tres llegó un hombre que
estaba furiosísimo porque alguien le había pegado un papel engomado en uno de
los parabrisas del coche. Tuve que ir a la cocina a sacarlo con vapor de agua.
—Está haciendo torta de maíz, ¿eh?
Ustedes saben hacerla muy bien.
—¿Ustedes? ¿Qué quiere decir? —preguntó
ella.
—Pues... usted y el señor Papadakis.
Usted y Nick. La que me sirvieron en la comida estaba riquísima.
—¡Oh!...
—¿Tiene un trapo para coger esto?
—No es eso lo que usted quiso decir.
—Sí, ¿por qué no?
—Usted cree que yo soy mexicana.
—Ni se me había ocurrido.
—Sí, sí. Y no es usted el primero. Pero,
escúcheme. Soy tan blanca como usted, ¿sabe? Es cierto que tengo el cabello
negro y que puedo parecerlo, pero soy tan blanca como usted. Si quiere andar a
buenas por aquí, no olvide eso.
—Pero usted no parece mexicana.
—Le digo que soy tan blanca como usted.
—No, usted no tiene nada de mexicana.
Todas las mexicanas tienen caderas anchas y piernas mal formadas, y senos hasta
el mentón, piel amarillenta y los cabellos que parecen untados con grasa de
cerdo. Usted no tiene nada de eso. Es menuda, tiene una bonita piel blanca y
sus cabellos son suaves y rizados, aunque sean negros. Lo único que tiene usted
de mexicana son los dientes. Todas tienen dientes blanquísimos, hay que
reconocérselo.
—Mi apellido de soltera es Smith. No es
un nombre que suene a mexicana, ¿verdad.?
—No mucho.
—Además, ni siquiera soy de aquí. Vine
de Iowa.
—Smith, ¿eh? ¿Y su nombre de pila?
—Cora. Puede llamarme así, si quiere.
Entonces fue cuando tuve la certeza de
aquello sobre lo que simplemente me había aventurado al entrar en la cocina. No
eran las tortas de maíz que tenía que cocinar ni el pelo negro lo que le daba
la sensación de no ser blanca; era el hecho de estar casada con ese griego, y
hasta parecía temer que yo la llamara señora de Papadakis.
—Muy bien, Cora. ¿Qué le parece si usted
me llama Frank?
Se acercó y empezó a ayudarme. Estaba
tan cerca de mí que yo podía percibir su olor. Y de pronto, aproximando mi boca
a su oído, le pregunté:
—¿Cómo es que se casó con ese griego,
Cora?
Ella dio un salto, como si le hubiese
cruzado las carnes con un látigo.
—¿Le importa a usted eso?
—Sí. Mucho.
—Ahí tiene su parabrisas.
—Gracias.
Salí. Había logrado lo que deseaba.
Acababa de lanzarle un directo bajo la guardia y estaba seguro de que el golpe
había surtido efecto. En adelante, ella y yo nos entenderíamos. Tal vez no
dijese que sí, pero estaba seguro de que no se me opondría. Sabía lo que yo
quería y sabía también que me había dado cuenta del número que calzaba.
Aquella noche, mientras cenábamos, el
griego se enojó con ella porque no me dio más patatas fritas. El hombre quería
que yo estuviese a gusto allí para que no me fuese, como lo habían hecho los
otros.
—Sírvele más.
—Ahí están sobre el hornillo. ¿Es que no
puede servirse él mismo?
—No importa —atajé—. Todavía no he
acabado con esto.
Pero el griego insistió. De haber tenido
un poco de seso, hubiera comprendido que detrás de todo aquello había algo,
porque su mujer no era de las que dejan que uno se sirva solo. Pero era un
pobre idiota y siguió refunfuñando. Estábamos sentados a la mesa de la cocina,
él en un extremo, ella en el otro y yo en medio. Yo no la miraba, pero veía su
vestido. Era uno de esos guardapolvos blancos de enfermera como los que siempre
usan las mujeres, ya trabajen en el consultorio de un dentista o en una
panadería. Había estado limpio por la mañana, pero ahora se hallaba un poco
ajado y sucio. Nuevamente, volví a percibir su olor.
—Sirve de una vez y basta de discutir
—dijo el griego.
Ella se levantó a buscar las patatas. Su
guardapolvo se abrió un instante y vi una de sus piernas. Cuando me sirvió las
patatas, no las pude comer.
—Eso sí que está bueno —exclamó el
griego—. Después de tanto discutir, ahora no las quiere.
—No tengo apetito. Comí mucho al
mediodía.
El griego se portó como si hubiese
obtenido una gran victoria y ahora la perdonara, comprobando con ello que
realmente era un gran tipo.
—Es una buena muchacha. Mi pajarito
blanco. Mi palomita blanca.
Me guiñó un ojo y se fue al piso
superior. Ella y yo nos quedamos solos, sin decir palabra. Cuando bajó, el
griego traía una botella y una guitarra. Nos sirvió un poco de la bebida, pero
era uno de esos vinos griegos dulces y me cayó mal. Empezó a cantar. Tenía una
voz de tenor, no como la de esos tenorcitos que se oyen por radio, sino voz de
gran tenor, y los agudos los acompañaba con una especie de sollozo, como en los
discos de Caruso. Pero ahora no podía escucharlo. Cada minuto que pasaba me
sentía peor.
El griego observó mi cara y me llevó
afuera.
—Aquí, al aire libre, se sentirá mejor.
—No es nada. Dentro de un rato estaré
bien.
—Siéntese y no se mueva.
—Entre y no se preocupe por mí. Lo que
pasa es que hoy he comido demasiado. No es nada.
Entró, y un segundo después devolví todo
lo que había comido. Pero no era por el almuerzo, ni por las patatas, ni por el
vino. Lo que pasaba era que ansiaba tan desesperadamente a aquella mujer, que
ni siquiera podía retener nada en el estómago.
A la mañana siguiente descubrimos que el
viento había arrancado el letrero de la fonda. A eso de medianoche había
empezado a soplar, y a la madrugada era ya un vendaval que se llevó el letrero.
—Mire esto, ¡Qué ventarrón!
—Sí, ha soplado tan fuerte que no he podido
dormir. No he dormido en toda la noche.
—Sí, sí, pero mire el letrero.
—Está destrozado.
Empecé a trabajar para ver si era
posible arreglarlo. El griego se me acercó para mirar.
—¿Dónde hizo preparar este letrero?
—Estaba aquí cuando compré el negocio.
¿Por qué?
—No vale nada. Me asombra que con esto
atraiga a un solo cliente.
Me fui a poner gasolina a un coche y lo
dejé solo para que meditase sobre lo que acababa de decirle. Cuando regresé,
todavía estaba mirando el letrero, que yo había apoyado contra la fachada de la
casa. Tres de las bombillas eléctricas se habían roto. Conecté la llave, y la
mitad de las bombillas que quedaban no se encendieron.
—Le pondremos bombillas nuevas y lo
colgaremos otra vez. Así quedará muy bien.
—Usted manda.
—¿Por qué? ¿Qué tiene el letrero de
malo?
—Es anticuado. Nadie les pone bombillas
ya a esos letreros. Ahora se usan los de neón. Resaltan más y gastan menos
corriente. Éste no vale nada. Fíjese. ¿Qué dice? Los Robles Gemelos. Nada más.
La palabra «Fonda» no tiene bombillas. Los Robles Gemelos no abren el apetito
ni le dan ganas a uno de detenerse a descansar un rato y pedir algo que comer. Ese letrero le está haciendo perder
clientela; sólo que usted no se ha dado cuenta.
—Arréglelo como le dije y quedará bien.
—¿Por qué no manda hacer uno nuevo?
—No tengo tiempo.
Pero poco después volvió con un pedazo
de papel. Había dibujado un plano del letrero luminoso, coloreado con lápiz
azul, blanco y rojo. Decía: «Los Robles Gemelos, Fonda y Parrilla», y «N.
Papadakis, Propietario» y «Salón Comedón).
—¡Éste sí que atraerá a los que pasen,
como la miel a las moscas!
Corregí algunas palabras que tenían
errores de ortografía y él les agregó unos ganchitos muy artísticos a las
letras.
—Nick, ¿para qué vamos a colgar el
letrero viejo? ¿Por qué no se va hoy mismo a la ciudad para que le hagan éste
nuevo? Créame que es muy bonito. Además, esto del letrero tiene gran
importancia. Un negocio vale tanto como su letrero, ¿no le parece?
—Lo haré hoy mismo.
Los Ángeles estaba a sólo unos treinta
kilómetros de distancia, pero Nick se arregló y acicaló como para un viaje a
París y se fue inmediatamente después del almuerzo. En cuanto desapareció su
coche en una vuelta del camino, cerré la puerta de la calle con llave. Cogí un
plato que estaba sobre una de las mesas y lo llevé a la cocina. Ella estaba
allí.
—Aquí le traigo este plato que había
quedado olvidado en el comedor.
—¡Oh!, gracias.
Me senté. Ella estaba batiendo algo en
un plato con un tenedor.
—Pensaba ir a Los Ángeles con mi marido,
pero empecé a cocinar esto y me pareció mejor quedarme.
—Yo también tengo mucho que hacer.
—¿Ya se siente mejor?
—Sí, estoy perfectamente bien.
—A veces, cualquier cosa puede hacerle
daño a uno. Un cambio de agua, algo así, ¿verdad?
—Probablemente fue debido a que comí
demasiado.
—¿Qué ha sido eso?
Alguien repiqueteaba con los nudillos en
la puerta de la calle.
—Parece que alguno quisiera entrar.
—¿Está cerrada con llave la puerta,
Frank?
—Sí, debo haberla cerrado.
Me miró y palideció. Fue a la puerta de
vaivén y miró. Después atravesó el comedor, pero al cabo de algunos segundos ya
estaba de vuelta.
—Parece que se fueron.
—No sé por qué se me ocurrió cerrar con
llave.
—Y a mí se me olvidó ahora abrirla...
Dio un paso hacia el comedor, pero la
detuve.
—Dejémosla... cerrada como está.
—Pero así no podrá entrar nadie... Tengo
que cocinar esas cosas... Lavaré este plato...
La tomé en mis brazos y aplasté mis
labios contra los suyos...
—¡Muérdeme! ¡Muérdeme!
La mordí. Hundí tan profundamente mis
dientes en sus labios, que sentí su sangre en mi boca. Cuando la llevé arriba,
dos Millos rojos corrían por su cuello.
3
Quedé como muerto por espacio de dos
días, pero como el griego estaba enojado conmigo, salí bien del paso. Se enojó
porque yo no había arreglado la mampara que comunicaba el comedor con la
cocina. Cora justificó la herida diciendo que la puerta le había golpeado en la
boca. Era imprescindible darle alguna explicación. Sus labios se habían
hinchado a causa del mordisco. El marido me echó la culpa por no haber
arreglado la puerta. Estiré el muelle para quitarle parte de la fuerza y el
asunto quedó así.
Pero el verdadero motivo de su enojo no
era ése, sino el letrero luminoso. Se había entusiasmado tanto con la idea, que
temía que yo me apropiase de ella robándole su paternidad. El letrero era tan
complicado que no fue posible hacerlo aquella misma tarde. Les llevó tres días
terminarlo, y cuando avisaron que estaba listo fui a buscarlo y lo coloqué.
Tenía todo lo que Nick había dibujado en el papel y algunas cosas más: una
bandera norteamericana y otra griega, dos manos que se estrechaban y las
palabras «¡Saldrá satisfecho!» Las letras eran rojas, blancas y azules, y
esperé a que oscureciese para encenderlo. Cuando lo hice, se encendió como un
árbol de Navidad.
—Nick, confieso que he visto muchos
letreros luminosos en mi vida, pero ninguno que se parezca a éste. Tengo que
reconocerlo, Nick.
—¡Vaya, vaya!
Nos dimos la mano. Éramos amigos otra
vez.
Al día siguiente estuve un instante a
solas con ella, y le golpeé uno de los muslos con el puño, con tanta fuerza que
casi se cae.
—¡¿Por qué eres tan bruto? —me preguntó,
gruñendo como un puma.
Me gustaba verla así.
—¿Cómo te va, Cora?
—¡Como al demonio!
Desde entonces comencé a percibir de
nuevo su olor.
Un día el griego se enteró de que un
individuo se había establecido algo más cerca de la ciudad, en el mismo camino,
y le estaba quitando ventas de gasolina. Subió al coche para ir a investigar el
asunto. Yo estaba asomado a la ventana de mi habitación cuando se fue, y me
volví para bajar corriendo a la cocina. Pero ella ya estaba allí junto a mi
puerta.
Me acerqué y le miré la boca. Era la
primera oportunidad que se me presentaba de hacerlo. La hinchazón había
desaparecido, pero las marcas de mis dientes eran visibles todavía: rayitas
azuladas en ambos labios. Los toqué con los dedos. Eran suaves y húmedos. Los
besé dulcemente, con besuqueos suaves. Hasta entonces nunca había pensado en
besarla así.
Se quedó conmigo hasta que regresó el
griego, aproximadamente una hora más tarde. No hicimos nada. Simplemente nos
tendimos en la cama. Ella me enredaba el pelo, y tenía los ojos fijos en el
techo como si meditara.
—¿Te gusta la torta de pasas?
—No sé. Sí, creo que sí.
—Te haré una.
—Cuidado, Frank. ¡Vas a romper una
ballesta!
—¡Al diablo con las ballestas!
Penetramos en un pequeño bosque de
eucaliptos que se extendía al borde del camino. El griego nos había enviado al
mercado para devolver una carne que no estaba en muy buen estado, y mientras,
se había hecho de noche. Metí el coche por entre los árboles, en medio de
tumbos y sacudidas. Al llegar a lo más oscuro de la espesura lo detuve. Cora me
abrazó antes que yo hubiese apagado los faros. Hicimos todo cuanto quisimos. Al
cabo de un rato estábamos tranquilamente sentados.
—No puedo seguir así, Frank.
—Yo tampoco.
—No resistí más. Y tengo que embriagarme
contigo, Frank. ¿Me comprendes? Embriagarme.
—Sí, sí; ya sé.
—¡Cómo odio a ese griego!
—¿Por qué te casaste con él? Nunca me lo
has contado.
—No te he contado nada.
—Hasta ahora no hemos perdido el tiempo
conversando.
—Yo trabajaba en un cafetín infame.
Cuando una mujer trabaja dos años en uno de esos cafetines de Los Ángeles, se
agarra al primer hombre que tenga un reloj de oro.
—¿Cuándo saliste de Iowa?
—Hace tres años. Gané un concurso de
belleza en una escuela secundaria de Des Moines. Esa es mi ciudad natal. El
premio era un viaje a Hollywood. Al bajar del tren, ya había quince tipos allí
sacándome fotos, y dos semanas después estaba en el cafetín.
—¿No volviste a Des Moines?
—No quise darles la alegría de mi
fracaso.
—¿Y no llegaste a entrar en el cine?
—Me sometieron a una prueba. La cara iba
bien, pero ahora las películas son habladas. Y en cuanto empecé a hablar desde
la pantalla, descubrieron lo que era, y yo lo comprendí también: una cualquiera
de Des Moines, que tenía tantas probabilidades de triunfar en el cine como las
que pudiera tener un mono. O menos. Porque el mono siquiera hace reír. Y yo lo
único que conseguí era dar asco.
—¿Y después?
—Estuve dos años entre individuos que me
pellizcaban los muslos y me dejaban unas moneditas de propina y me proponían
salir a divertirnos un poco. Salí unas cuantas veces.
—¿Y después?
—¿Comprendes lo que quiero decir con eso
de «ir a divertirnos»?
—Sí.
—Un día conocí a Nick. Me casé con él, y
Dios sabe que lo hice con toda la intención de serle fiel. Pero ya no puedo
soportarlo más. ¡Dios!, ¿parezco yo un pajarito blanco?
—No, a mí más bien me pareces una arpía.
—Tú te has dado perfecta cuenta,
¿verdad? Esa es una de las cosas buenas que tienes: que no tengo que estar
engañándote constantemente. Además, eres limpio. No eres un grasiento, Frank.
¿Tienes idea de lo que eso significa?
—Sí, más o menos me lo imagino.
—No, creo que no. Ningún hombre sabe lo
que significa para una mujer eso de tener que estar siempre al lado de un
hombre grasiento que le revuelve a una el estómago cada vez que la toca.
Realmente, no soy una arpía, Frank. ¡Es que no puedo soportarlo más!
—¿Qué intentas ahora? ¿Engatusarme?
—¡Bueno! Digamos, entonces, que soy una
arpía. Pero creo que no sería tan mala si estuviera con un hombre que no fuese
grasiento.
—Cora, ¿qué te parece si huyésemos?
—Ya lo he pensado. Lo he pensado mucho.
—Pues es muy sencillo. Dejamos plantado
a ese griego del diablo y volamos.
—¿Adonde?
—A cualquier parte, ¿qué importa?
—Cualquier parte..., cualquier parte.
¿Sabes dónde es eso?
—De todo el mapa, donde se nos antoje.
—No, no es allí. Es el cafetín.
—No me refería al cafetín, sino al
camino. Va a ser divertido, Cora. Nadie lo sabe mejor que yo. Conozco las
vueltas y revueltas que tiene. Y además, sé cómo sacarle el jugo. ¿No es eso lo
que queremos, Cora; ser un par de vagabundos, como en realidad somos?
—Tú eras un vagabundo perfecto. Ni
siquiera tenías calcetines.
—Pero te gusté.
—Te quise. Te querría aunque no tuvieses
ni camisa. Sobre todo te querría sin camisa porque así podría sentir lo
hermosos y fuertes que son tus hombros.
—Se me han endurecido los músculos a
fuerza de dar puñetazos a los detectives de las compañías ferroviarias.
—Sí, eres todo duro. Alto, morrudo y
duro. Y tus cabellos son claros. No eres un tipo chiquito y grasiento, con el
pelo negro y ensortijado, en el que se pone bay-rum todas las noches.
—Debe oler bien eso.
—Pero no puede ser, Frank. Ese camino
que dices no lleva a ninguna parte más que al cafetín. El cafetín para mí y
algún trabajo por el estilo para ti. Un trabajo miserable de cuidador de
coches, para el que tendrías que llevar guardapolvo. Me echaría a llorar si te
viera con guardapolvo.
—¿Y entonces?
Ella se quedó inmóvil un buen rato, con
una de mis manos fuertemente apretadas entre las suyas.
—Frank, ¿me quieres?
—Sí.
—¿Me quieres lo suficiente como para que
nada te importe?
—Sí.
—Hay una solución.
—¿No me dijiste que no eras una arpía?
—Lo dije y así es. No soy lo que tú
crees, Frank. Quiero trabajar y ser algo, nada más; pero eso no es posible sin
amor. ¿Sabías eso, Frank? Por lo menos, a una mujer no le es posible. Yo ya
cometí un error y no me queda otra cosa que ser por una vez una arpía, para
arreglarlo. Pero te juro que no soy una arpía, Frank.
—Al que hace eso lo mandan a la horca.
—Si uno lo hace bien, no. Tú eres un
hombre listo, Frank. A ti no he podido engañarte ni un segundo. Estoy segura de
que se te ocurrirá la manera. No te aflijas; no soy la primera mujer que ha
tenido que convertirse en arpía para salir de un atolladero.
—Pero Nick no me ha hecho nada. Es un
buen hombre.
—¡Un buen hombre! Te digo que apesta. Es
grasiento y apesta. Además, ¿crees que voy a permitir que uses un guardapolvo
sucio, con unas letras que digan «Servicio de parking de coches» en la espalda?
¿Crees que puedo permitir eso mientras él tiene cuatro trajes y una docena de
camisas de seda? ¿Acaso no es mía la mitad del negocio? ¿No cocino? ¿No cocino
bien? ¿No trabajas también tú?
—Hablas como si no fuera nada malo.
—¿Y quién va a saber si es bueno o malo
más que tú y yo?
—Tú y yo.
—Así es, Frank. Eso es todo lo que
importa, ¿no? No «tú y yo y el camino», o cualquier otra cosa que no sea «tú y
yo».
—Sin embargo, tienes que ser una arpía.
No podrías hacerme sentir lo que siento si no lo fueras.
—Eso es lo que vamos a hacer. Bésame,
Frank. En la boca.
La besé. Sus ojos estaban alzados hacia
mí como dos estrellas azules. Era como estar en la iglesia.
4
—¿Tienes agua caliente?
—¿Por qué no vas a buscarla al cuarto de
baño?
—Porque Nick está bañándose.
—Entonces te daré un poco de la marmita.
A él le gusta tener el calentador lleno cuando se baña.
Lo decíamos como si fuera de veras. Eran
las diez de la noche y habíamos cerrado la fonda. El griego estaba en el cuarto
de baño haciendo su higiene habitual de los sábados por la noche. Yo debía
llevar agua caliente a mi habitación, preparar los útiles para afeitarme y
recordar de pronto que había dejado el coche afuera. Saldría y me quedaría
junto al coche, para tocar la bocina si se aproximaba alguien. Ella debía
esperar hasta oírle chapotear en la bañera: entonces entraría en el cuarto de
baño en busca de una toalla, y lo golpearía por la espalda con una cachiporra
que yo le había preparado con una bolsita de azúcar llena de cojinetes de
bolillas. Primeramente decidimos que fuese yo quien le asestase el golpe, pero
pensamos que él no le prestaría ninguna atención a Cora si entraba en el cuarto
de baño, mientras que si lo hacía yo con el pretexto de buscar mi navaja podría
salir de la bañera para ayudarme a buscarla, o algo por el estilo. Una vez
asestado el golpe, ella le hundiría la cabeza bajo el agua teniéndole así hasta
que se ahogase. Después dejaría que el agua corriera un rato y saldría por la
ventana que daba al techo del porche, bajando para reunirse conmigo por la
escalera de mano que yo había arrimado al alero. Allí me entregaría la
cachiporra y entraría en la cocina. Yo volvería a poner los cojinetes de
bolillas en un cajón, tiraría la bolsita de azúcar, subiría a mi habitación y
empezaría a afeitarme. Ella esperaría a que el agua empezase a filtrarse hasta
la cocina y entonces me llamaría. Romperíamos la puerta, descubriríamos el
cadáver e inmediatamente llamaríamos a un médico. Pensamos que el médico
creería que Nick había resbalado en la bañera, desmayándose como consecuencia
del golpe y muriendo después ahogado. La idea me la había proporcionado un
artículo que acababa de leer en un diario, en el cual se comentaba que la mayor
parte de los accidentes domésticos se producen en los baños.
—Ten cuidado. Está muy caliente.
—Gracias.
Me había traído el agua en una pequeña
cacerola; yo la llevé a mi habitación y la puse sobre la mesita. Después saqué
mis cosas de afeitar. Bajé nuevamente y me acerqué al coche, sentándome en él
de tal forma que pudiese ver al mismo tiempo el camino y la ventana del cuarto
de baño. El griego estaba cantando. Se me ocurrió que convendría fijarse en qué
canción era. Escuché. Era «Mamá Machree». La cantó una vez y después la
repitió. Miré hacia la cocina. Cora estaba allí todavía.
En el camino apareció un camión
arrastrando un remolque. Puse la mano sobre el botón de la bocina. Algunas
veces los camioneros se detenían para comer algo, y eran de esa clase de
hombres que se pasan aporreando la puerta hasta que se les abre. Pero el camión
siguió de largo. Pasaron otros dos coches sin detenerse. Volví a mirar hacia la
cocina y Cora ya no estaba en ella. Se encendió una luz en el dormitorio.
De repente vi algo que se movía junto al
porche. Estuve a punto de hacer sonar la bocina, pero vi que era un gato. No
era más que un gato gris, pero me sobresaltó. En aquel instante un gato era lo
último que quería ver.
Lo perdí de vista unos segundos y
después apareció de nuevo, olisqueando en tomo a la escalera. No quería tocar
la bocina porque sólo se trataba de un gato, pero al mismo tiempo no quería que
anduviese cerca de la escalera. Salté del coche, me acerqué al porche y lo
espanté.
Había recorrido la mitad de la distancia
hacia el coche, cuando lo volví a ver. Lo espanté de nuevo y lo corrí hasta los
cobertizos. Volví al coche y me quedé un rato allí parado espiando a ver si
volvía.
En la curva del camino apareció un
agente en motocicleta. Me vio de pie junto al coche, paró el motor de la
motocicleta y se acercó lentamente, antes de que yo pudiera moverme. Cuando se
detuvo se interpuso entre el coche y yo.
No era posible tocar la bocina.
—Descansando, ¿no?
—Salí a guardar el coche.
—¿Suyo?
—No. Es del hombre para quien trabajo.
—Está bien. Es una pregunta de rutina.
Miró en derredor y vio algo.
—¡Qué notable...! Mire eso...
—¿Qué?
—Ese gato, que sube por la escalera de
mano.
—¡Aja!
—Me gustan mucho los gatos. Siempre
andan haciendo alguna travesura.
Se puso los guantes, miró al cielo,
montó de nuevo en la motocicleta y se alejó. Apenas se perdió de vista me lancé
hacia la bocina. Era demasiado tarde. En el porche se produjo un fogonazo y
todas las luces se apagaron allá adentro. Cora gritaba:
—¡Frank, Frank! ¡Ha ocurrido algo!
Corrí a la cocina, pero estaba
completamente a oscuras, y como no tenía cerillas tuve que avanzar a tientas.
Nos encontramos en la escalera, ella bajando y yo subiendo. Cora volvió a
gritar.
—¡Cállate, por el amor de Dios! ¿Lo
hiciste?
—¡Sí, pero se apagaron las luces y no
pude meterle la cabeza bajo el agua!
—Tenemos que hacerle volver en sí. ¡Hace
un rato estuvo aquí un agente en motocicleta y ha visto la escalera de mano!
—Hay que llamar en seguida por teléfono
a un médico.
—Telefonea tú. ¡Yo voy a sacarlo!
Bajó y yo seguí escaleras arriba. Entré
en el cuarto de baño y me incliné sobre la bañera. El griego estaba caído en el
agua, pero su cabeza no se había sumergido. El cuerpo, cubierto de jabón,
resbalaba entre mis manos, y yo tuve que meterme en el agua antes de poder
alzarlo. Entretanto, oía la voz de Cora, que hablaba con la operadora
telefónica. No la habían comunicado con un médico; la habían puesto en
comunicación con la policía.
Por fin conseguí colocarlo sobre el
borde de la bañera, salí yo de ella y lo arrastré hasta el dormitorio,
tendiéndolo en la cama. En aquel momento subió ella; encontramos por fin una
caja de cerillas y encendimos una vela. Envolví la cabeza del griego en dos o
tres toallas húmedas, mientras Cora le friccionaba las muñecas y los pies.
—Van a mandar una ambulancia.
—Bueno. ¿Te ha visto cuando le diste el
cachiporrazo?
—No sé.
—¿Estabas detrás de él?
—Me parece que sí. Pero las luces se han
apagado y no sé lo que ha ocurrido. ¿Qué has hecho con las luces?
—Yo, nada. Debe haberse quemado un
fusible.
—Frank, creo que es mejor que no vuelva
en sí.
—Tiene que ser. Si muere, estamos
perdidos. Te digo que ese agente ha visto la escalera de mano. Si muere, lo
sabrán todo; nos pescarán.
—¿Y si me ha visto? ¿Qué dirá cuando
vuelva en sí?
—Tal vez no te ha visto. Tenemos que
inventar algún cuento. Tú estabas allí y las luces se apagaron; le oíste
resbalar y caer, y no contestó cuando le hablaste. Después me llamaste a mí.
Eso es todo. Diga lo que diga él, tú tienes que insistir en lo mismo. Si ha
visto algo, que fue pura imaginación. Eso es todo.
—¿Por qué no vendrán ya con sea maldita
ambulancia?
—Llegarán de un momento a otro.
En cuanto llegó la ambulancia, pusieron
el cuerpo en una camilla y lo subieron al vehículo. Cora fue con ellos. Yo los
seguí en el coche. A mitad de camino nos alcanzó un agente en motocicleta que
nos acompañó, precediendo a los dos coches. La ambulancia iba a gran velocidad
y no me era posible mantenerme junto a ella. Cuando llegué ante el hospital ya
estaban sacando al griego en la camilla y el agente dirigía la operación. Al
verme, hizo un movimiento de sorpresa y se me quedó mirando. Era el mismo de
antes.
Penetraron en el hospital, pusieron el
cuerpo sobre otra camilla con ruedas y se lo llevaron a la sala de operaciones,
mientras Cora y yo nos quedamos en el vestíbulo. Al rato vino una enfermera y
se sentó a nuestro lado.
Después llegó el agente, acompañado de
un sargento. Los dos se miraron insistentemente. Cora le estaba contando a la
enfermera cómo se había producido el accidente.
—Yo había entrado en el cuarto de baño a
buscar una toalla, cuando de pronto se apagaron todas las luces y oí un
estampido como si alguien hubiese disparado un revólver. Fue una detonación
terrible. Oí el ruido del cuerpo al caer. Había estado de pie, disponiéndose a
abrir la ducha. Le hablé, pero no me contestó. Estaba todo a oscuras y no me
era posible ver nada. No sabía lo que había ocurrido. Pensé que podía haberse
electrocutado o algo por el estilo. Frank me oyó gritar y vino en seguida.
Después sacó el cuerpo de la bañera y yo bajé corriendo a llamar a la
ambulancia. No sé qué hubiera hecho si no hubiese llegado tan pronto.
—Siempre se dan prisa cuando llaman de
noche.
—¡Tengo tanto miedo de que sea algo
grave!
—No creo. Lo están examinando con rayos X. Así sabrán lo que tiene. Pero no creo
que sea nada grave.
—¡Dios lo quiera!
Los policías no dijeron una palabra;
estaban allí sentados y no nos quitaban los ojos de encima.
Lo sacaron de la sala de operaciones con
la cabeza cubierta de vendas. Lo llevaron a un ascensor, en el cual entramos
Cora, yo, la enfermera y los dos policías. El ascensor se detuvo en el segundo
piso y la camilla se la llevaron a una habitación. Todos entramos detrás. No
había suficientes sillas, y mientras lo acostaban, la enfermera salió a buscar
las que faltaban. Todos nos sentamos. Alguien dijo algo y la enfermera lo hizo
callar. Llegó un médico, miró al paciente y salió de nuevo. Estuvimos allí una
eternidad. Entonces la enfermera se acercó al lecho y miró al herido.
—Creo que ya está volviendo en sí.
Cora me miró y yo aparté los ojos
rápidamente. Los policías se inclinaron para escuchar lo que pudiera decir el
griego, que en aquel instante abrió los ojos.
—Se siente mejor ya, ¿verdad? —preguntó
la enfermera.
No contestó nada y todos permanecimos
igualmente callados.
El silencio era tan absoluto que podía
oír los latidos de mi corazón.
La enfermera volvió a inclinarse sobre
él y dijo:
—¿Ya no conoce a su esposa? Está aquí.
Mírela. ¿No le da vergüenza caerse en la bañera como si fuese una criatura,
sólo porque las luces se apagaron? Su esposa está loca de aflicción. ¿No le va
a decir nada?
El herido hizo un esfuerzo para hablar,
pero no pudo. La enfermera empezó a abanicarlo. Cora le tomó una mano y se la
acarició.
Nick estuvo unos minutos con los ojos
cerrados, y luego sus labios empezaron a moverse y miró a la enfermera:
—Todo quedó a oscuras.
Cuando la enfermera dijo que el herido
tenía que permanecer tranquilo, llevé a Cora afuera y la hice subir al coche.
Apenas habíamos puesto en marcha el coche, cuando salió el agente de la
motocicleta, quien nos empezó a seguir.
—Sospecha de nosotros, Frank.
—Es el mismo que vio la escalera de
mano. En cuanto me vio allí, vigilando, le pareció que ocurría algo. Y todavía
lo piensa.
—¿Qué vamos a hacer?
—No sé. Todo depende de la escalera; de
que caiga en la cuenta de para qué está allí. ¿Qué hiciste con la cachiporra
que te preparé?
—La tengo todavía en el bolsillo.
—¡Santo cielo! Si hubieran llegado a
detenerte hace un rato y a revisarte estábamos perdidos.
Le di mi cortaplumas para que cortase la
cuerda que ataba la boca de la bolsita y sacase los cojinetes de bolillas.
Después le dije que pasara a la parte trasera, que levantara la tapa del
asiento y metiese la bolsita vacía allí. Parecía un trapo cualquiera, uno de
esos trapos que se guardan con las herramientas.
—No pierdas de vista a ese polizonte:
Voy a ir tirando los cojinetes a los matorrales uno por uno, y tienes que
vigilar a ver si se da cuenta.
Ella se puso a mirar. Conduje con la
mano izquierda y dejé la derecha libre sobre el volante. Solté uno. Lo tiré por
la ventanilla como si fuera una bolita de vidrio.
—¿Volvió la cabeza?
—No.
Dejé caer los últimos. El policía no se
dio cuenta de nada.
Llegamos a la fonda, que estaba todavía
a oscuras. No había tenido tiempo de buscar un fusible nuevo, y menos de
ponerlo. Cuando detuve el coche, el agente se nos había adelantado y nos
esperaba.
—Voy a revisar el tablero de los
fusibles —dijo él.
Entramos los tres y él encendió una
linterna eléctrica. Inmediatamente lanzó un pequeño gruñido y se inclinó hacia
el suelo. Bajé la vista y vi al gato, tendido de lomo, con las cuatro patas al
aire.
—¡Qué lástima! —dijo el agente—, quedó
seco el pobre.
Iluminó con la linterna el interior del
porche y a lo largo de la escalera de mano.
—Sí, sí —agregó—. No hay duda.
¿Recuerda? Usted y yo lo estábamos mirando. De la escalera de mano saltó al
tablero de fusibles y se quedó seco.
—Tiene razón. Es lo que debe haber
ocurrido. Apenas
había desaparecido usted en la curva del
camino cuando se produjo el fogonazo. Parecía el disparo de un revólver. Ni
siquiera tuve tiempo de guardar el coche. Usted no había hecho más que
desaparecer...
—Saltó directamente de la escalera al
tablero de fusibles. Bueno... Así ocurren las cosas. Esos pobres animales no
entienden de electricidad, ¿verdad? Es demasiado complicado para ellos.
—Está duro.
—De veras. Se quedó seco. Y era un
bonito gato. ¿Recuerda lo que parecía cuando iba subiendo la escalera? Creo que
nunca he visto un gato más bonito que éste.
—Tenía un hermoso color.
—Sí, y se quedó seco. Bueno. Será mejor
que me vaya. El asunto está aclarado. Pero yo tenía orden de investigar.
Comprenda usted...
—Sí, comprendo. Está bien, agente.
—Bueno, hasta la vista. Adiós, señora.
—Adiós.
5
No nos ocupamos del gato, de los
fusibles, ni de nada. Nos acostamos, y la entereza de Cora se derrumbó. Se puso
a llorar y la acometieron unos escalofríos que le sacudían todo el cuerpo.
Necesité más de dos horas para tranquilizarla. Después se quedó un rato inmóvil
entre mis brazos y empezamos a hablar.
—Nunca más, Frank.
—Tienes razón. Nunca más.
—Hemos sido unos locos. Únicamente
así...
—Y solamente una extraordinaria suerte
nos ha librado de lo peor.
—Fue culpa mía.
—Y mía también.
—No, no. Fue mía la culpa. Yo fui quien
lo pensó. Tú no querías hacerlo. La próxima vez te haré caso, Frank. Tú eres
listo; no eres un idiota como yo.
—Sí, pero no habrá tal próxima vez.
—Tienes razón. Nunca más.
—Aun cuando todo nos hubiese salido
bien, lo habrían adivinado. Siempre lo adivinan esos malditos; ya están
acostumbrados. Si no, fíjate con qué rapidez se dio cuenta ese agente de que
ocurría algo anormal. Eso es lo que me hiela la sangre en las venas. En cuanto
me vio junto a la escalera de mano parece que lo intuyó. Si sospechó por tan
poca cosa, ¿cómo hubiéramos podido salvamos si el griego hubiese muerto?
—Estoy convencida de que en realidad no
soy una arpía, Frank.
—¡Hum!... No sé.
—De serlo, no me habría asustado tan
fácilmente. ¡Cómo me asusté, Frank! Yo también pasé un trance bien amargo.
¿Sabes lo que ansiaba cuando se apagaron las luces? Te ansiaba a ti, Frank. En
aquel instante no tenia nada de arpía; no era más que una chiquilla asustada de
la oscuridad.
—¿Acaso no estaba yo allí?
—Sí, y te quise más por eso. De no haber
sido por ti no sé lo que nos habría ocurrido.
—¿No te parece que estuvo bien eso del
resbalón?
—Y se lo creyó.
—No necesito mucho para arreglármelas
con estos tipos de la policía. Hay que estar preparado, nada más. Llenar todos
los lugares en blanco, pero apartándose lo menos posible de la verdad. Los
conozco. Ya he tenido que vérmelas con ellos bastantes veces.
—Lo arreglaste todo maravillosamente. Y
siempre me arreglarás las cosas, ¿verdad Frank?
—Tú eres la única que ha significado
algo para mí.
—¿Sabes una cosa? No deseo ser una
arpía.
—Tú eres mi nena.
—Sí, eso es, tu nena, tu nena tonta.
Tienes razón, Frank. En adelante te haré caso siempre. Tú serás el cerebro y yo
el brazo ejecutor. Soy fuerte para el trabajo, Frank. Y sé trabajar. Nos irá
bien.
—Claro que sí.
—¿Qué te parece ahora si nos dormimos?
—¿Crees que podrás dormir tranquila?
—Es la primera vez que dormimos juntos,
Frank.
—¿Te gusta?
—Es maravilloso, maravilloso.
—Dame las buenas noches con un beso.
—¡Es tan dulce poder darte las buenas
noches con un beso!
A la mañana siguiente nos despertó el
timbre del teléfono. Atendió Cora, y cuando volvió al dormitorio los ojos le
brillaban.
—Frank...
—¿Qué?
—Tiene fractura de cráneo.
—¿Grave?
—No, pero lo tendrán en el hospital por
unos días. Quieren que se quede allí una semana. Esta noche podremos dormir
juntos otra vez.
—Ven aquí.
—No, ahora no. Tenemos que abrir el
negocio.
—Ven aquí antes que te casque.
—¡Loco!
Aquélla fue una semana muy feliz. Por
las tardes Cora se iba en el coche al hospital, pero el resto del tiempo lo
pasábamos juntos. Y, además, fuimos honrados con el griego. Tuvimos abierta la
fonda todo el tiempo y tratamos de hacer negocio. Y lo conseguimos. Claro que
algo ayudaron aquellos cien escolares que aparecieron en tres grandes autobuses
de excursión y compraron un montón de cosas para llevar al bosque; pero aun sin
eso, hubiéramos ganado bastante. Y juro que la caja de registros no podría
acusarnos de la menor traición.
Un día, en lugar de ir Cora sola al
hospital, lo hicimos los dos juntos, y al salir nos fuimos directamente a la
playa. A ella le dieron un traje de baño amarillo y un gorrito rojo, y cuando
salió de la casilla casi no la conocí. Parecía una chica. Era en realidad la primera
vez que veía lo joven que era.
Jugamos alegremente en la arena y
después nos metimos en el agua y dejamos que las grandes olas nos meciesen. A
mí me gusta ponerme de cara a las olas; a ella le gustaba ponerse con los pies
hacia ellas. Nos quedamos así, cara con cara, tomándonos de las manos debajo
del agua. Yo miraba hacia el cielo, que era lo único que podía ver. Pensé en
Dios.
—Frank.
—Sí.
—Mañana vuelve a casa. ¿Sabes lo que eso
significa?
—Lo sé.
—Tendré que dormir otra vez con él, en
lugar de hacerlo contigo.
—Tendrías que dormir con él, pues cuando
llegue aquí nosotros ya nos habremos ido.
—¡No sabes cuánto ansiaba que dijeses
eso!
—Tú, yo y el camino.
—Tú, yo y el camino.
—Dos vagabundos.
—Dos vagabundos, pero siempre juntos.
—Eso es, siempre juntos.
A la mañana siguiente preparamos
nuestras cosas. Es decir, ella preparó lo que pensaba llevarse. Yo había
comprado un traje poco antes y me lo puse. Eso parecía ser todo cuanto tenía
que hacer. Ella metió sus cosas en una sombrerera, y cuando terminó de hacerlo
me la alcanzó.
—Pon eso en el coche, ¿quieres?
—¿En el coche?
—¿No nos llevamos el coche?
—Claro que no. A no ser que quieras
pasar la primera noche en un calabozo. Robarle a un hombre la esposa no es
nada; pero llevarse su automóvil es un hurto penado por la ley.
—¡Oh!...
Partimos. Había una distancia de unos
tres kilómetros hasta la parada del autobús y teníamos que recorrerla a pie.
Siempre que pasaba un coche nos parábamos en el camino con una mano extendida,
como estatuas, pero ninguno se detuvo. Un hombre solo puede conseguir que le
lleven; una mujer también, si es lo suficientemente loca como para aceptar; pero un
hombre y una mujer juntos no tienen muchas probabilidades.
Cuando ya habían pasado unos veinte
coches, Cora se
detuvo. Habíamos recorrido
aproximadamente medio kilómetro.
—Frank... ¡No puedo!
—¿Qué te pasa?
—Éste es.
—¿El qué?
—El camino.
—¿Estás loca? Lo que pasa es que sientes
cansancio, eso es todo. Escucha. Quédate aquí y yo voy a hacer que alguien nos
lleve hasta la ciudad. Eso es lo que debimos haber hecho desde el principio.
Vas a ver cómo todo saldrá bien.
—No, no es eso, Frank. No estoy cansada.
Es que no puedo. No puedo, Frank.
—¿Es que no quieres estar conmigo, Cora?
—Ya sabes que sí.
—Ahora no podemos volver. Es imposible
regresar, para reanudar la vida de antes. Lo sabes perfectamente. Tienes que
venir conmigo.
—Ya te dije que yo no soy realmente una
vagabunda, Frank. No me siento gitana. No me siento nada; solamente avergonzada
de estar aquí pidiendo que me lleven.
—Pero acabo de decirte que tomaremos un
coche que nos lleve a la ciudad.
—Y después, ¿qué?
—Y después empezaremos a vivir.
—¡A vivir!... No, Frank. Pasaremos la
noche en un hotel, y después nos pondremos a buscar trabajo. E iremos a
meternos en un cuchitril.
—¿No era un cuchitril la casa donde has
vivido hasta ahora?
—Es distinto.
—Cora, ¿vas a echarte atrás ahora?
—Tiene que ser, Frank. No puedo seguir.
Adiós.
—¿Quieres escucharme un minuto?
—Adiós, Frank, me vuelvo a casa.
Tiraba de la sombrerera. Yo intentaba
retenerla, por lo menos llevármela, pero ella me la quitó y emprendió el camino
de vuelta con ella. Había estado preciosa al salir de la casa, con su trajecito azul y su sombrero del mismo
color; pero ahora estaba toda maltrecha. Sus zapatos se hallaban cubiertos de
polvo y el llanto no le permitía caminar derecha. Y de pronto descubrí que yo
también estaba llorando.
6
Conseguí que me llevaran en coche hasta
San Bernardino, que tiene estación de ferrocarril. Allí saltaría a algún tren
de carga que se dirigiese al Este. Pero no lo hice. Tropecé con un tipo en un
salón de billares y empecé a jugar con él. Era el ejemplo más perfecto de
«candidato» que Dios haya puesto en el mundo, pero tenía un amigo que realmente
sabía jugar. Sólo que no jugaba tan bien como creía. Anduve con ellos un par de
semanas y les saqué doscientos cincuenta dólares, todo lo que tenían. Y después
tuve que salir de la ciudad lo más pronto posible.
Tomé un camión que iba a Mexicali, y una
vez acomodado en el vehículo empecé a pensar en mis doscientos cincuenta
dólares y en cómo con ese dinero podría ir a una playa y vender sandwiches de
salchichas o cualquier otra cosa, hasta reunir lo suficiente para emprender un
negocio mejor. Me bajé del camión y conseguí que un coche me llevase a Glendale.
Me puse a dar vueltas por el mercado, donde compraban sus provisiones, con la
esperanza de ver a Cora. Hasta la llamé por teléfono un par de veces, pero
contestó el griego y tuve que decir que me habían dado un número equivocado.
Entre paseo y paseo por el mercado, hice
alguna visita a un salón de billares cercano. Un día vi a un individuo que
estaba taqueando solo en una de las mesas, y por la forma en que empuñaba el
taco me di cuenta de que era novato en ese juego. Empecé a taquear yo también
en la mesa contigua. Calculé que mis doscientos cincuenta dólares alcanzaban
para poner un puesto de sandwiches; trescientos cincuenta nos convertirían en
magnates.
—¿Qué le parece si jugamos una
partidita?
—¡Oh!... Yo juego muy poco.
—No importa; unas jugadas nada más.
—Sí, pero usted juega mucho más que yo.
—No crea, amigo. ¡Si soy el peor jugador
del mundo!
—Bueno. Si se trata de una simple
partida amistosa...
Empezamos a jugar, y le dejé ganar dos
partidas para darle confianza. Yo movía la cabeza, como si no pudiese
comprender lo que me pasaba.
—¿Así que era yo el que jugaba mucho más
que usted, no? Sin embargo, a pesar de lo que he estado haciendo no soy tan
malo como parece. No sé qué me pasa. ¿Qué le parece si jugamos a un dólar la
partida para ver si el juego se hace más interesante?
—Bueno. No perderé gran cosa si no gano.
Jugamos a un dólar la partida y le dejé
ganar cuatro o cinco. Yo daba las tacadas como si estuviese muy nervioso, y
entre una y otra me frotaba las manos con el pañuelo, como si las tuviera
sudorosas.
—Caramba, parece que no hay manera de
que entre en juego. ¿Quiere que juguemos a cinco dólares la partida y después
tomemos una copita?
—Bueno. Estamos jugando amistosamente y
no quiero quedarme con su dinero. Jugamos a cinco dólares y después lo dejamos.
Le dejé ganar nuevamente, y por la forma
en que me comportaba cualquiera hubiera creído que estaba sufriendo un ataque
al corazón y qué sé yo cuántas dolencias más.
—Mire, amigo —le dije por fin—, no crea
que no me doy cuenta cuando me encuentro ante un jugador de más clase que yo.
Comprendo que usted juega más, pero si quiere hacemos una última partida por
veinticinco dólares, para que pueda desquitarme, y después nos vamos a tomar
esa copita.
—Veinticinco dólares es bastante dinero.
—¿Y a usted qué le importa? ¡Total, está
jugando con lo que me ha ganado a mí!
—Está bien. Por veinticinco dólares.
Entonces empecé a jugar de veras. Hice
tacadas que no hubiera podido hacer Hoppe. Metía las bolas a tres bandas.
Conseguí efectos tan buenos que la bola sencillamente flotaba alrededor de la
mesa. Hasta le hice pegar un salto. Sus jugadas eran como las que podría haber
hecho Tom el ciego, el pianista privado de la visión. Pifió, se lió, arañó el
tapete, metió la bola en la bolsa que no debía; no acertaba ni siquiera a una
banda... Pero cuando salí de allí se había quedado con mis doscientos cincuenta
dólares y un reloj de tres dólares que había comprado para no dejar pasar la
hora en que Cora podría ir al mercado. ¡Oh, yo estuve bien! Sólo que no todo lo
bien que debía.
—¡Eh, Frank!
Era el griego, que atravesaba la calle
corriendo hacia mí antes de que hubiese salido siquiera.
—Hola, Frank, camastrón. ¿Dónde has
estado metido? Choca esos cinco. ¿Por qué te fuiste justamente cuando yo estaba
internado y te necesitaba más que nunca?
Nos dimos la mano. Llevaba todavía una
venda en la cabeza y en sus ojos brillaba una mirada extraña; pero estaba muy
elegante con un traje nuevo, un sombrero negro que llevaba ladeado, una corbata
violeta y zapatos marrones. La cadena de oro le atravesaba el chaleco y entre
los dedos apretaba un largo cigarro.
—¿Qué tal, Nick? ¿Cómo estás?
—Bien, muy bien; no podría sentirme
mejor; pero ¿por qué te fugaste? Estoy muy disgustado contigo, camastrón.
—Ya me conoces, Nick. Me quedo quieto
algún tiempo, pero un buen día tengo que largarme.
—Elegiste el momento más oportuno para
largarte. ¿Qué haces ahora?, vamos a ver. No mientas, seguro que no haces nada,
camastrón. Que te conozco. Bueno, acompáñame mientras compro la carne y así hablamos.
—¿Has venido solo?
—¿Y cómo había de venir? ¿Quién se iba a
quedar cuidando el negocio, ahora que tú me dejaste colgado? Claro que vine
solo. Cora y yo ahora nunca podemos salir juntos. Si uno sale, el otro tiene
que quedarse.
—Bueno, vamos.
Tardó una hora larga en comprar la
carne, porque la mayor parte del tiempo se la pasó contándome cómo se le había
fracturado el cráneo, cómo los doctores le dijeron que nunca habían visto una
fractura semejante, los disgustos que le habían dado los dependientes, que
había tenido a dos desde que yo me fui, a uno de los cuales tuvo que despedir
al día siguiente de tomarlo y el otro se le fue tres días después de llegar,
llevándose todo lo que había en la caja. Por fin, me dijo que daría cualquier
cosa por tenerme otra vez junto a él.
—Mira una cosa, Frank. Cora y yo vamos
mañana a Santa Bárbara. ¡Qué demonios, es justo que de cuando en cuando
salgamos un poco! Vamos a una fiesta. Vente con nosotros. ¿Qué te parece?
Vienes con nosotros y hablamos sobre tu vuelta al negocio. ¿No te gustan las
fiestas de Santa Bárbara?
—Me han dicho que valen la pena.
—Hay muchachas, música, se baila en las
calles. Es precioso. Vamos, Frank.
—No sé.
—Estoy seguro de que Cora se pondría más
furiosa que el demonio si se entera de que he estado contigo y no te llevo a
casa. Tal vez te haya tratado un poco mal, pero piensa muy bien de ti, Frank.
Vamos, anímate. Iremos los tres y nos divertiremos muchísimo.
—Muy bien, si ella no se opone, acepto.
Cuando llegamos había en el comedor ocho
o diez personas; Cora estaba en la cocina, lavando platos y fuentes a toda
velocidad para tener suficiente con que atender las mesas.
—¡Eh, Cora, mira! Mira a quién te
traigo.
—¡Caramba! ¿Y de dónde salió éste?
—Lo encontré hoy en Glendale. Viene a
Santa Bárbara con nosotros.
—Hola, Cora, ¿cómo está?
—Usted ya parece un extraño en la casa.
Se secó las manos rápidamente y me
extendió la derecha en la que todavía tenía jabón. Se fue al comedor a atender
un pedido y el griego y yo nos sentamos. Generalmente él ayudaba en el comedor,
pero estaba tan ansioso por enseñarme una cosa, que dejó que atendiese sola a
los clientes.
Era un libro de recortes, en cuya
primera página había pegado su carta de ciudadanía; después venían el
certificado de casamiento, su patente de comerciante, válida para todo el
condado de Los Ángeles, un retrato suyo con el uniforme del ejército griego,
otro de Cora y él el día de la boda, y, a continuación, los recortes de los
diarios que daban cuenta de su accidente. Los artículos de los diarios
corrientes hablaban más del gato que de Nick, pero de todos modos se leía en
ellos su nombre y cómo había sido internado y se esperaba su pronto
restablecimiento. Pero había un recorte del diario griego de Los Ángeles en el
cual se incluía una fotografía suya, con el smoking de su tiempo de
camarero, y la historia de su vida. Después de los recortes, venían las placas
de las radiografías. Había unas cinco o seis, porque le hacían una todos los
días para ver cómo evolucionaba la herida. Había metido cada una de ellas entre
dos hojas pegadas por los bordes y había recortado un cuadrado en el medio, de
modo que se las podía mirar al trasluz. Después venían los recibos del
hospital, las cuentas de los médicos y las facturas de las farmacias. Aquel
porrazo en la cabeza le había costado trescientos veintidós dólares, créase o
no.
—Bonito, ¿no?
—Precioso. Está todo y en orden.
—Claro que no está terminado todavía.
Voy a pintarlo de rojo, blanco y azul. Lo voy a dejar muy bien. Mira.
Me enseñó dos o tres páginas en las
cuales ya había hecho los adornos. Sobre la carta de ciudadanía se veían dos banderas norteamericanas y un águila, y
sobre su retrato de soldado griego había cruzado dos banderas griegas y otra
águila, mientras que el certificado de casamiento aparecía coronado por dos
tórtolas posadas en una rama. Todavía no había decidido lo que iba a poner en
las demás páginas, y yo le sugerí que sobre los recortes pusiera un gato en
llamas rojas, azules y blancas que le salieran de la cola. Nick se entusiasmó
con la idea. No me comprendió, sin embargo, cuando le dije que sobre la patente
para comerciar en el distrito de Los Ángeles podía dibujar un búho, con dos
banderas de subasta que dijesen: «Hoy, subasta»; y no me pareció que valiera la
pena explicárselo.
Pero yo pude saber, por fin, a qué
obedecía el que estuviese tan bien vestido y se diera aquel aire de
importancia. Este griego había sufrido una fractura craneal y una cosa así no
le ocurre todos los días a un individuo medio idiota como él. Tan pronto como un
italiano consigue eso que dice «farmacéutico», con un sello rojo pegado encima,
se pone un traje gris, con ribetes negros en el chaleco, y se cree tan
importante que ni siquiera encuentra un momento para mezclar las píldoras y
hasta llega a no tocar un ice-cream de chocolate. El griego se había
puesto lo mejor de su guardarropa por la misma razón. Un gran acontecimiento
había ocurrido en su vida.
Era cerca de la hora de la cena cuando
conseguí hablar a solas con ella. El había subido a lavarse las manos, y Cora y
yo nos quedamos en la cocina.
—¿Has pensado mucho en mí, Cora?
—Claro. No iba a olvidarte tan pronto.
—Yo también he pensado mucho en ti.
¿Cómo estás?
—¿Yo? Perfectamente.
—Te llamé un par de veces por teléfono,
pero contestó él, y no quise darme a conocer. Gané algún dinero, ¿sabes?
—¡Ah!, ¿sí? ¡Qué bien! Me alegro.
—Lo gané, pero después lo perdí. Pensaba
que con ese
dinero teníamos para empezar un pequeño
negocio tú y yo, pero lo perdí.
—¡Qué barbaridad! No sé qué pasa con el
dinero, que se va tan fácilmente.
—¿Es cierto que has pensado en mí, Cora?
—Es cierto.
Cuando llegó la hora de retirarnos a
descansar dejé que subiesen y yo me fui afuera para meditar si debía quedarme y
ver si podía volver a entenderme con ella o irme y tratar de olvidarla. Anduve
bastante a lo largo del camino, no sé ni cuánto tiempo, pero al cabo de un rato
oí que dentro de la casa se estaban peleando. Emprendí el regreso y cuando ya
estaba cerca pude oír lo que decían. Ella le gritaba, furiosa, que yo me tenía
que ir. Él murmuraba algo, probablemente que deseaba que yo me quedase para
ayudarle en el trabajo. Trataba de hacerle bajar la voz, pero ella gritaba
deliberadamente, para que yo pudiese oírla. De haberme hallado en mi
habitación, donde ella creía que estaba, hubiese podido oírlo perfectamente,
pero incluso desde donde me encontraba podía oír bastante.
De pronto cesó la disputa. Me deslicé a
la cocina y me quedé allí un rato escuchando. Pero no me era posible oír nada
más que el martilleo de mi propio corazón, que hacía pum, pum; pum, pum... Se
me ocurrió que aquélla era una extraña manera de latir, y, de pronto, comprendí
que lo que pasaba era que había dos corazones en esa cocina.
Encendí la luz.
Cora estaba allí, vestida con un kimono
rojo. Estaba pálida como una muerta y me miraba fijamente, empuñando un largo y
afilado cuchillo. Cuando habló, lo hizo en un murmullo que parecía el silbido
de una culebra.
—¿Por qué has vuelto?
—Porque tenía que volver, eso es todo.
—No es cierto. Yo hubiera podido
soportarlo.
—¿Soportar qué?
—Lo que motiva ese libro de recortes.
¡Es para mostrárselos a sus hijos! Y ahora quiere tener uno, quiere tener uno
en seguida.
—¿Y por qué no te viniste conmigo?
—¿Irme contigo? ¿Para qué? ¿Para dormir
en los vagones de carga? ¿Por qué iba a irme contigo? ¡Dime!
No pude dar con una respuesta. Pensé en
mis doscientos cincuenta dólares, pero ¿de qué me valía decirle que el día
anterior había tenido un poco de dinero, y que hoy lo había perdido jugando al
billar?
—No sirves para nada —prosiguió ella.
—Lo sé.
—Entonces, ¿por qué no te vas para
siempre y me dejas tranquila?
—Escúchame, Cora. Trata de engañarlo con
eso del hijo, y ya veremos si se nos ocurre algo. Ya sé que no valgo gran cosa,
pero te quiero, Cora; te lo juro.
—Lo juras, ¿y qué haces? Me lleva a
Santa Bárbara, y le tendré que decir que le daré ese hijo, y tú..., tú vendrás
con nosotros, ibas a estar en el mismo hotel que nosotros! Vendrás en el coche,
tú...
Se detuvo, y nos quedamos mirándonos el
uno al otro. Nosotros tres en el coche, ya sabíamos lo que eso significaría.
—¡Dios mío, Frank! ¿Es que no hay otra
solución más que ésa para nosotros?
—¿Acaso hace un momento no ibas a
clavarle ese cuchillo?
—No. Era para mí, Frank, no para él.
—Cora, es el destino. Ya hemos intentado
todos los otros medios.
—No puedo tener un hijo griego
grasiento, Frank. Sencillamente no puedo. Del único hombre de quien puedo tener
un hijo es de ti: quisiera que fueses útil para algo. Eres listo, pero no
sirves para nada.
—No sirvo para nada, pero te quiero.
—Sí. Y yo te quiero a ti.
—Engáñale. Sólo por esta noche.
—Bien, Frank. Sólo por esta noche.
7
Hay una senda, larga y serpeante,
que conduce al país de mis ensueños,
donde entona sus cantos la alondra
y brilla la luna blanca.
Hay una larga noche, larga noche de
espera, hasta que mis sueños se realicen,
hasta el día en que pueda recorrer
esa larga, larga senda contigo.
—Están alegres, ¿eh?
—Demasiado alegres para mi gusto.
—Mientras usted no les permita tomar el
volante, señorita, no les pasará nada.
—¡Ojalá! No debí haber salido con este
par de borrachos; lo sé perfectamente, pero ¿qué podía hacer? Les dije que no
iría con ellos y se empeñaron en ir solos.
—Se hubieran roto la crisma.
—Claro. Es por eso por lo que decidí
conducir yo. No me quedaba otro remedio.
—Tiene usted razón. La gasolina es un
dólar con sesenta, señorita. ¿Cómo anda de aceite?
—Creo que no necesito.
—Muy bien. Muchas gracias y buenas
noches.
Cora subió nuevamente al coche y empuñó
el volante, mientras el griego y yo seguíamos cantando. El coche arrancó. Todo
aquello formaba parte de la comedia. Yo tenía que estar borracho, porque el
fracaso de nuestro intento anterior me había curado de todo afán de concebir y
ejecutar un crimen perfecto. Éste iba a ser un crimen tan miserable que ni siquiera
sería crimen. Tan sólo iba a ser un vulgar accidente de tránsito, con tipos
borrachos, bebidas en el coche, y demás. Claro que en cuanto yo empecé a beber,
el griego se empeñó en beber él también; así es que ahora estaba precisamente
en el estado que yo quería. Nos acabábamos de detener para comprar gasolina, a
fin de tener un testigo de que Cora no estaba ebria; y de que de ninguna manera
quería ponerse como nosotros, porque iba conduciendo y sería peligroso. Un rato
después la suerte se nos había mostrado propicia. Poco antes de cerrar el
negocio, a eso de las nueve de la noche, llegó un individuo que vino para comer
algo, y después, como se había quedado en el camino, nos vio partir. No se
perdió ni un detalle de la comedia. Vio cómo dos o tres veces traté de poner en
marcha el motor sin resultado. Escuchó la discusión que sostuvimos Cora y yo,
porque ella decía que yo estaba demasiado borracho para conducir el coche. La
vio bajar del vehículo y decir que no pensaba ir. Vio cómo yo intentaba irme
solo con el griego, y después la vio hacernos bajar y cambiar de asiento de
modo que yo quedé atrás y el griego delante, junto a ella, que empuñó el
volante y se puso a conducir. Se llamaba Jeff Parker y era un criador de
conejos de Encino. Cora tenía una tarjeta suya, que él le había dado unos
minutos antes cuando, hablando, le dijo que era posible que incluyese algún
plato de conejo en el menú. Sabíamos dónde encontrarlo en cualquier momento que
lo necesitásemos.
El griego y yo íbamos cantando Mamá
Machree, Sonríe, sonríe, y Junto al arroyo del viejo molino, y pronto
llegamos al poste caminero que decía: «A la playa Malibu». Allí, Cora dobló. En
verdad, debía haber seguido el camino por el cual íbamos. Hay dos caminos
principales que llevan a la costa. Uno, que corre unos quince kilómetros tierra
adentro, era el que habíamos estado siguiendo. El otro, que se extiende casi a
orillas del océano, estaba a nuestra izquierda. Los dos se unen en Ventura y
bordean el mar hasta Santa Bárbara, San Francisco y otros puntos más lejanos,
íbamos a decir
que como Cora no conocía la playa
Malibu, donde viven numerosos actores y actrices de Hollywood, tomó aquel
camino para pasar por ella y después seguir hasta Santa Bárbara. En realidad
habíamos elegido aquel camino porque ese tramo es de los peores de Los Ángeles,
y un accidente de automóvil allí no sorprendería a nadie, ni siquiera a la
policía. De noche es un camino muy oscuro y de muy escaso tránsito, sin casas
ni nada; en una palabra, ideal para lo que nos proponíamos hacer.
El griego no se dio cuenta de nada
durante un buen rato. Pasamos frente a una pequeña colonia de verano que lleva
el nombre de Lago Malibu, situada entre las colinas. En el club se estaba
realizando una reunión de baile y en el lago se veían muchas parejas en canoas.
Les lancé unos gritos, y el griego me imitó.
«Denme una chica para mí», decía.
Aquello no tenía importancia, pero era una pequeña señal más de nuestro
recorrido, si alguien se preocupaba de investigarlo.
Iniciamos el ascenso de la primera cuesta
larga, internándonos en las montañas. Era una pendiente de unos cinco
kilómetros. Yo le había dicho a Cora cómo debía subirla. Casi todo el tiempo
fue en segunda, debido en parte a que el camino tenía curvas muy peligrosas
cada treinta o cuarenta metros y el coche perdería velocidad tan rápidamente al
tomarlas que Cora tendría que pasarlo a segunda para seguir avanzando. Pero
también habíamos decidido hacerlo porque necesitábamos que el motor se
calentase. No podíamos descuidar el menor detalle, deberíamos tener presente un
montón de cosas.
De pronto, al mirar hacia afuera y ver
lo oscuro que estaba y lo abrupto de aquella zona montañosa, sin luces, casas,
ni estaciones de servicio a la vista, el griego volvió por sus cabales y se
puso a argumentar:
—Un momento... Un momento... ¡Cuidado,
que nos salimos del camino!
—No te preocupes, que yo sé por dónde
voy. Este camino nos lleva a la playa Malibu, ¿no te acuerdas? Ya te dije que
deseaba verla.
—Anda despacio.
—Yo voy despacio.
—Ve muy despacio o nos mataremos todos.
Llegamos a la cima e iniciamos el
descenso cuesta abajo. Cora paró el motor. Cuando cesa de funcionar el
ventilador se calienta en seguida por un par de minutos. Al llegar al extremo
de la cuesta lo puso en funcionamiento de nuevo. Miré el indicador de
temperatura. Marcaba 200. Cora tomó la otra cuesta ascendente y la temperatura
siguió subiendo.
—Sí, señor... Sí, señor...
Era nuestra señal, una de esas frases
sin sentido que se pueden decir en cualquier momento y a las cuales nadie
presta atención. Cora desvió el coche hacia un costado del camino. Debajo se
abría un precipicio tan profundo que nos resultaba imposible ver el fondo.
Debía de tener por lo menos doscientos metros.
—Creo que será mejor dejar que se enfríe
un poco el motor.
—¡Ya lo creo! —dijo el griego con voz
pastosa—. Frank, ¿viste cuánto marca el indicador de temperatura?
—¿Cuánto marca?
—Doscientos cinco. Dentro de un minuto
estará hirviendo.
—Déjalo que hierva.
Cogí la llave inglesa; la tenía entre
mis pies. Pero en aquel instante, allá arriba, en la cima de la cuesta, vi las
luces de otro coche. Era necesario esperar unos minutos, hasta que aquel coche
pasase.
—Vamos, Nick, cántanos una de tus
canciones.
El griego lanzó una mirada al siniestro
paisaje. No parecía con ánimo de cantar. De pronto abrió la portezuela y bajó.
Un segundo después lo oímos vomitar desde atrás. Estaba allí todavía cuando
pasó el otro coche cuyo número grabé en mi memoria. Me eché a reír. Cora volvió
la cabeza para mirarme.
—No es nada. Es para que recuerden. Así
podrán certificar que cuando se cruzaron con nosotros el griego y yo estábamos
vivos.
—¿Te fijaste en el número del coche?
—Sí, 2R-58-01.
—Bien. 2R-58-01... 2R-58-01... Ya no se
me olvidará.
—Muy bien.
Nick se acercó hasta nosotros. Parecía
que se hallaba mejor.
—¿Oíste, Frank?
—¿El qué?
—Cuando te reíste. El eco. Hay un eco
maravilloso aquí.
Dio una nota aguda. No era un canto,
sino simplemente una nota alta, como en un disco de Caruso. De pronto la cortó
y se puso a escuchar. Y era cierto. El monte nos devolvía claramente aquella
nota, que de pronto se cortó, tal como la había cortado él.
—¿Sonó igual que mi voz?
—Exactamente igual, Nick. Era la misma
cosa.
—¡Vaya! ¡Hay que ver!
Se estuvo allí por espacio de varios
minutos, lanzando notas al aire y escuchando cómo el eco se las devolvía. Era
la primera vez que oía su propia voz, y estaba tan contento como un gorila que
se ve la cara en un espejo. Cora miraba fijamente. Teníamos que seguir con lo
nuestro.
Yo fingí que me enojaba.
—¡Oye, griego del diablo! ¿Te crees que
no tenemos otra cosa que hacer más que quedarnos aquí toda la noche escuchando
cómo berreas? Vámonos de una vez. Sube al coche y sigamos.
—Sí, Nick, se hace tarde —dijo Cora.
—Bueno, bueno.
Subió al coche, pero inmediatamente sacó
la cabeza por la ventanilla y lanzó otra nota. Junté los pies, y mientras él
tenía aún el mentón apoyado en el borde de la ventanilla, le pegué con la llave
inglesa. Su cráneo crujió y yo sentí cómo se hundía. Se le encogió el cuerpo y
quedó todo acurrucado en el asiento, como un gato sobre un sofá. Me pareció que
pasaba una eternidad hasta que se quedó inmóvil. Y entonces Cora hizo una
brusca aspiración que terminó en un gemido.
Porque en aquel instante el eco devolvía
la nota del griego. Era la misma nota aguda, que subía, y se detenía y
esperaba.
8
No hablamos una palabra. Ella sabía lo
que tenía que hacer. Se acomodó en el asiento de atrás y yo subí delante.
Observé la herramienta a la luz del tablero de instrumentos; tenía salpicaduras
de sangre. Descorché una de las botellas de vino que llevábamos y fui echando
el líquido que contenía sobre la llave inglesa, hasta que desapareció toda la
sangre. Lo eché de modo que el vino se derramó sobre el cuerpo del griego.
Limpié bien la llave en una parte seca de sus ropas y se la di a Cora, para que
la guardase debajo del asiento. Vertí más vino en el pedazo de tela con que
limpié la llave, rompí la botella golpeándola contra la portezuela y se la puse
encima. Después puse en funcionamiento el motor; se oyó un gorgoteo producido
por el vino que salía de una de las rajaduras de la botella. Recorrí unos
metros y puse el coche en segunda. No me era posible lanzarlo a ese precipicio
de doscientos metros ante el que nos hallábamos. Era necesario que Cora y yo
bajásemos detrás del coche, pues ¿cómo podríamos haber quedado vivos si se
despeñaba desde semejante altura?
Avancé despacio, en segunda, hasta un
lugar donde el precipicio no tendría una profundidad mayor de unos veinte
metros. Al llegar allí adelanté el coche hasta el mismo borde, puse el pie en
el freno y alimenté el motor con el acelerador de mano. En cuanto observé que
la rueda derecha delantera quedaba suspendida sobre el precipicio, hundí el
freno a fondo. El coche quedó clavado. Así lo quería yo. Tenía que estar engranado,
con el encendido en funcionamiento; el motor parado lo mantendría hasta que
terminásemos lo que teníamos que hacer.
Bajamos del coche. Fuimos por el medio
del camino, no por el borde, para que no quedase huella alguna de nuestras
pisadas. Cora me dio una piedra bastante voluminosa y un pedazo de madera de 2
por 4, que yo había tenido la precaución de poner antes en la parte posterior
del coche. Coloqué la piedra debajo del eje trasero y el pedazo de madera entre
ella y el eje. Empujé hacia arriba. El coche se inclinó levemente, pero quedó
suspendido, sin caer. Volví a empujar. Se inclinó algo más. Empecé a sudar.
Estábamos allí, con un cadáver en el coche; ¿y si no podíamos despeñarlo?
Empujé de nuevo, pero esta vez Cora
estaba a mi lado, haciendo fuerza también. Volvimos a empujar. Y de repente
caímos rodando por el camino, mientras el coche iba dando enormes tumbos y
volteretas precipicio abajo, con un ruido que se debería haber oído a una milla
de distancia.
Por fin se detuvo. Sus faros seguían brillando,
pero no se había incendiado. Ese era el gran peligro. Si el coche era consumido
por las llamas —el encendido seguía funcionando— el griego perecería
carbonizado, ¿cómo explicar que nosotros no corriésemos idéntica suerte?
Cogí la piedra y la lancé precipicio
abajo. Tomé el pedazo de madera, corrí un trecho y lo arrojé en el camino. No
me preocupaba en absoluto. En cualquier camino pueden encontrarse por todas
partes trozos de madera que se han caído de algún camión y que siempre están
llenos de marcas hechas por los coches que después pasan por encima de ellos.
Éste podía ser perfectamente uno de ésos. Lo había dejado frente a la fonda un
día entero y tenía marcas de neumáticos y los bordes carcomidos.
Volví corriendo donde se hallaba Cora,
la alcé en brazos y me dejé caer por la pendiente. Había decidido hacerlo así,
para evitar las huellas. Las mías no me importaban tanto, porque calculé que
poco después bajarían muchos hombres al fondo del precipicio, para llegar al
lugar donde se hallaba el coche; pero aquellos afilados tacones de los zapatos
de Cora tenían que dejar huellas que apuntasen en la dirección debida por si a alguno se le ocurría fijarse.
La dejé en tierra. El coche estaba
suspendido allí, apoyado en dos ruedas, más o menos a mitad del precipicio. El
cuerpo del griego seguía en el interior, pero ahora estaba en el piso del
coche. La botella estaba encajada entre el cuerpo y el asiento, y mientras Cora
y yo mirábamos se oyó un gorgoteo. El techo del coche se había roto y los dos
guardabarros aparecían completamente hundidos. Intenté abrir las puertas. Esto
era muy importante, porque yo tenía que meterme junto al griego y hacerme unos
tajos con los vidrios en distintas partes del cuerpo, mientras Cora corría al
camino para pedir socorro. Las puertas se abrieron perfectamente.
Empecé a rasgarle la blusa y a
arrancarle los botones, para que pareciese maltrecha. Ella me miraba y sus ojos
no parecían azules, sino negros. Podía sentir su respiración agitada. De pronto
se inclinó hacia mí.
—¡Desgárramela! ¡Desgárramela!
Lo hice. Introduje una mano bajo su
blusa y di un tirón. El cuerpo de Cora quedó al descubierto desde el cuello
hasta el vientre.
—Eso te lo hiciste mientras forcejeabas
para salir del coche. La blusa se prendió de la manecilla de la portezuela.
Mi voz tenía un sonido raro, como salida
de un gramófono con altavoz de lata.
—Y esto no sabes cómo fue.
Di un paso hacia atrás y le apliqué un
formidable puñetazo en un ojo.
Rodó por tierra. Estaba a mis pies, los
ojos brillantes, y sus pechos temblaban ligeramente, erguidos hacia mí. Estaba
allí, y mi aliento rugía en el fondo de mi garganta, como si yo fuese algún
animal; sentía la lengua hinchada dentro de la boca, y la sangre me latía.
—¡Sí, Frank, sí!
Un instante después me había arrojado
sobre ella; nuestros ojos se miraban fijamente, y estábamos abrazados y
luchando por fundirnos el uno en el otro. El infierno podía habérsenos abierto en aquel instante, y no me
hubiera importado nada. Tenía que ser mía, aunque me ahorcasen por ello. Y fue
mía.
9
Estuvimos tendidos en el suelo unos
minutos, como si hubiésemos ingerido algún narcótico. En derredor el silencio
era tan absoluto que lo único que se oía era ese gorgoteo desde el interior del
coche.
—¿Y ahora qué hacemos, Frank?
—Ahora tenemos que ir adelante, Cora;
tienes que hacerte fuerte. ¿Estás segura de que podrás aguantar?
—Después de esto puedo aguantar todo.
—La policía te va a tener a mal traer.
Tratarán de amilanarte. ¿Crees que podrás hacerles frente?
—Creo que sí.
—Tal vez te endilguen algún cargo. No
creo que puedan, con todos esos testigos que tenemos, pero a lo mejor lo hacen
y te pasas un año en la cárcel por homicida por imprudencia. No quiero que te
hagas ilusiones. ¿Crees que podrás soportarlo?
—Siempre que al salir te encuentre
esperándome...
—Estaré allí.
—Entonces podré.
—No te preocupes por mí. Yo estoy
borracho. Hay testigos. Les diré cualquier cosa para hacerles perder la pista.
Así, cuando esté fresco y diga lo que debo decir, me creerán.
—No lo olvidaré.
—Y tú estás furiosa conmigo, por la
borrachera. Me consideras el culpable de todo.
—Comprendo.
—Bueno, entonces estamos listos.
—Frank...
—¿Qué?
—Una cosa. Tenemos que querernos. Si nos
queremos, nada puede importarnos. —¿Y acaso no nos queremos? —Yo seré la
primera en decirlo: te quiero, Frank. —Te quiero, Cora. —Bésame.
La besé estrechándola en mis brazos. Y
entonces vi a lo lejos una luz en la colina del lado opuesto del barranco.
—Pronto, Cora. Sube al camino. Y sé
fuerte. Pide auxilio, pero recuerda que todavía no sabemos que ha muerto.
—Bien.
—Después de salir del coche te caíste.
Por eso tienes las ropas sucias de tierra.
—Sí. Adiós.
Empezó a subir la pendiente y yo me
lancé hacia el interior del coche, pero de pronto descubrí que no tenía mi
sombrero. Tenían que encontrarme dentro del coche y el sombrero debía estar
junto a mí. Me puse a buscarlo a gatas. El coche se iba acercando más y más y
ya estaba a sólo dos o tres curvas de distancia, y yo me hallaba aún sin el sombrero y no tenía una sola herida en mi
cuerpo. Abandoné la búsqueda y di un paso hacia el coche. Rodé por tierra.
Acababa de enganchar un pie en el sombrero. Lo agarré y salté al interior del
coche. Y no bien el peso de mi cuerpo gravitó sobre el piso, el coche dio un
tumbo y se precipitó barranco abajo.
Hasta no sé cuánto tiempo después, no
supe nada más.
Cuando recuperé el sentido, estaba
tendido en tierra y en derredor había numerosas personas. El brazo izquierdo y
la espalda me dolían de tal manera que no podía ahogar los gemidos. Sentía un
zumbido extraño dentro de la cabeza y me parecía que la tierra se abría y que
me subía a la boca todo lo que tenía en el estómago. Estaba y no estaba allí, pero tuve la presencia de ánimo suficiente
como para revolearme por el suelo. Había tierra en mis ropas, y era necesario
justificarla.
Poco después oí un ruido estridente, y
al abrir los ojos me encontré dentro de una ambulancia. A mis pies iba sentado
un agente de policía y un médico examinaba mi brazo. Apenas lo vi me volví a
desmayar. Sangraba abundantemente, y la parte entre el codo y la muñeca estaba
torcida como una rama de árbol. Me lo había fracturado.
Cuando reaccioné nuevamente, el médico
estaba trabajando todavía en el brazo. Moví el pie y miré para ver si lo tenía
paralizado. Se movía.
El agudo sonido de la sirena me hacía
volver en mí a cada rato. Una de las veces, al abrir los ojos, volví la cabeza
y vi el cuerpo del griego, que estaba tendido en la otra camilla.
—Hola, Nick.
Nadie dijo nada. Me quedé mirando un
rato más el interior de la ambulancia, pero no pude ver a Cora.
Al cabo de un rato la ambulancia se
detuvo y los enfermeros sacaron al griego. Yo esperaba que me sacasen a mí
también, pero no lo hicieron. Entonces tuve la absoluta seguridad de que Nick
estaba muerto y que esta vez no habría necesidad de inventar historia alguna.
Si los enfermeros nos hubiesen sacado a los dos, eso querría decir que
estábamos frente a un hospital. Pero como lo sacaron a él solo eso significaba
que se trataba del depósito de cadáveres.
La ambulancia reanudó la marcha pocos
segundos después, y cuando se detuvo nuevamente me sacaron a mí. Me hicieron
entrar y colocaron la camilla sobre una mesa con ruedas, que fue empujada por dos enfermeros hasta una habitación
blanca. Allí los médicos se dispusieron a arreglarme el brazo. Acercaron un
aparato para darme la anestesia. Pero después empezaron a discutir. Había
llegado un nuevo médico que dijo que era el médico de la cárcel, y los del
hospital se enojaron bastante. La discusión era sobre esas pruebas para ver si
uno está borracho. Si me aplicaban el éter primero, eso arruinaría la prueba
del aliento, una de las más importantes. El médico de la cárcel impuso su
voluntad y me hizo echar el aliento por un tubo de cristal a un líquido que
parecía agua, pero que se volvió amarillo al respirar yo sobre él. Después me
sacó un poco de sangre y algunas otras muestras que echó en unos frasquitos por
medio de otro tubo. Por fin, me aplicaron el éter.
Cuando empecé a reaccionar me encontré
en una habitación, tendido en una cama. Tenía la cabeza cubierta de vendas,
igual que el brazo fracturado, el cual descansaba en un cabestrillo. La espalda
me la habían cubierto de tira emplástica, de modo que apenas podía moverme. Al
lado de mi cama estaba un agente de policía, leyendo el diario de la mañana. La
cabeza, la espalda y el brazo me dolían horriblemente. Un rato después entró
una enfermera, que me dio una píldora. Y en seguida me quedé dormido.
Cuando desperté, era aproximadamente
mediodía y me dieron de comer. Entraron otros dos agentes de policía, volvieron
a ponerme en una camilla, y un rato después estaba de nuevo en una ambulancia.
—¿Adonde vamos?
—A hacer la indagación.
—¿La indagación? Eso se hace cuando ha
muerto alguien, ¿no es así?
—Así es.
—¿Murieron, entonces?
—Sólo uno de ellos.
—¿Quién?
—El hombre.
—¡Oh! Y la mujer, ¿resultó herida de
gravedad?
—De gravedad, no.
—Mi situación debe ser bastante
comprometida, ¿verdad?
—Cuidado, compañero. No nos oponemos a
que hable, si lo desea, pero debemos advertirle que cualquier cosa que diga
puede ser usada en su contra.
—Está bien. Gracias.
Cuando nos detuvimos vi que nos
hallábamos ante una empresa de pompas fúnebres de Hollywood. Me hicieron
entrar. Lo primero que vi fue a Cora, bastante maltrecha. Tenía puesta una
blusa que le había prestado la celadora de la prisión. Le quedaba enormemente
grande. Su traje y sus zapatos estaban sucios de tierra y el ojo que yo le
había golpeado presentaba una gran hinchazón. La celadora estaba con ella. El
investigador judicial se hallaba sentado detrás de una mesa y a su lado se
encontraba un secretario o algo por el estilo. A un costado había una media
docena de individuos que parecían muy disgustados, y a cuyo lado montaban
guardia unos cuantos agentes. Eran los del jurado. Había también otras personas,
a las cuales unos agentes de policía llevaban hacia el lugar donde, debían
colocarse. El empresario de pompas fúnebres iba de un lado a otro en puntillas,
y a cada momento le ofrecía una silla a alguien. Trajo dos, una para Cora y la
otra para la celadora. A un lado de la habitación, sobre una mesa, había algo
cubierto con una sábana.
No bien me colocaron a su gusto, sobre
una mesa, el investigador judicial golpeó repetidamente sobre su mesita con un
lápiz y empezó la función. Lo primero fue la identificación legal del cadáver.
Cora se echó a llorar cuando uno de los agentes levantó la sábana, y a mí
tampoco me agradó mucho el espectáculo.
Después que ella hubo mirado, al igual
que yo y el jurado, volvieron a dejar caer la sábana.
—¿Conoce usted a ese hombre?
—Es mi marido.
—¿Su nombre?
—Nick Papadakis.
Después vinieron los testigos. El
sargento informó que se le había llamado y que fue al lugar del accidente con
dos agentes después de telefonear pidiendo una ambulancia. Dijo que había
enviado a Cora en un coche del cual se hizo cargo, mientras que Nick había
fallecido en el camino hacia el hospital, por lo que lo había llevado al
depósito de cadáveres.
A continuación, un individuo llamado
Wright dijo que iba en su coche por el camino de Santa Bárbara, y que al doblar
una de las curvas oyó un grito de mujer e inmediatamente después el estrépito
de un coche que se despeñaba dando tumbos barranco abajo, con los faros
encendidos. Poco después vio a Cora en el camino, haciéndole señas; bajó por el
barranco con ella hasta el coche, y trató de sacar al griego y a mí del
interior. No le fue posible hacerlo, porque estábamos debajo del automóvil, por
lo cual envió a su hermano, que iba con él en su coche, a que fuese a pedir
ayuda.
Al poco rato habían llegado otras
personas, y cuando los agentes de policía se hicieron cargo de todo nos
extrajeron del coche destruido y nos metieron en una ambulancia. A renglón
seguido, el hermano de Wright declaró poco más o menos lo mismo, agregando que
había sido él quien llevó a los policías.
Después compareció el médico de la
cárcel, quien informó que yo me encontraba borracho y que el examen del
estómago del griego había demostrado que él también estaba ebrio, pero que Cora
se hallaba completamente fresca. Luego dijo cuál fue el hueso cuya fractura
provocó la muerte del griego. Cuando terminó el investigador judicial se volvió
hacia mí, preguntándome si deseaba declarar.
—Sí, señor, no tengo inconveniente.
—Es mi deber advertirle que cualquier
declaración que usted haga puede ser legalmente usada en su contra, y que no
tiene usted obligación alguna de declarar, si no lo desea.
—No tengo nada que ocultar.
—Perfectamente. ¿Qué puede usted
decirnos sobre esto?
—Lo único que sé es que primeramente iba
conduciendo el coche sin la menor dificultad, pero, de pronto, sentí que se
hundía y que algo me golpeaba. Es todo cuanto recuerdo desde ese instante hasta
el momento en que recuperé el sentido en el hospital.
—¿Era usted quien conducía el coche?
—Sí, señor.
—¿Está usted seguro de que era usted
quien conducía?
—Sí, señor, era yo.
Aquello era un disparate como otro
cualquiera, que más adelante, una vez que estuviésemos allí donde realmente
tenían importancia las palabras que se pronunciaban, habría de desmentir.
Calculé que si primero les endilgaba una historieta poco verosímil, para
desmentirla después con otra totalmente distinta, se creería que la segunda era
la verdadera, mientras que si desde ahora les contaba una historia bien
preparada, parecería justamente lo que era: una historia bien preparada. Iba a
hacer que ésta fuera diferente desde el primer momento. Quería aparecer con
tintes desfavorables desde el comienzo mismo. No importaba. Si al final se
descubría que no era yo quien conducía el coche al producirse la catástrofe, no
importaba nada la primera impresión que mis palabras hubiesen producido, y no
me podrían probar culpa alguna. Lo que temía era cualquier cosa que se
pareciese a aquel crimen perfecto que habíamos intentado la vez anterior. El
menor descuido y estábamos perdidos. Pero si estaba desde ahora comprometido,
podrían aparecer varias cosas y yo no estaría mucho peor. Cuanto peor
apareciese por el hecho de encontrarme borracho, tanto menos se podría
sospechar que se trataba de un asesinato.
Los agentes de policía se miraron unos a
otros y el investigador judicial me observó como si pensase que estaba loco.
Todos ellos estaban enterados de cómo me habían extraído de la parte posterior
del coche.
—¿Está usted seguro de lo que dice? ¿De
que era usted quien guiaba?
—Absolutamente seguro.
—¿Había estado bebiendo?
—No, señor.
—¿Conoce usted el resultado de las
pruebas de ebriedad a que fue sometido después del accidente?
—No sé nada de pruebas, ni me interesan.
Lo único que sé es que no había estado bebiendo.
El investigador se volvió hacia Cora.
Ella dijo que estaba dispuesta a
declarar lo que sabía.
—¿Quién conducía el coche?
—Yo, señor.
—¿Y dónde iba este hombre?
—En el asiento de atrás.
—¿Había estado bebiendo?
Ella desvió la mirada, tragó saliva, y
dijo con voz llorosa:
—¿Tengo que contestar esa pregunta,
señor?
—Si no desea hacerlo no tiene obligación
de contestarla.
—Entonces, no deseo contestarla.
—Muy bien. Cuéntenos con sus propias
palabras lo que ocurrió.
—Yo iba conduciendo el coche. Llegamos a
una prolongada cuesta hacia arriba, y el motor se recalentó. Mi marido me dijo
que sería mejor que nos detuviésemos, para que se enfriara un poco.
—¿Qué temperatura registraba?
—Más de 200.
—Prosiga.
—Cuando tomamos la cuesta descendente
paré el motor, y cuando llegamos abajo estaba todavía bastante caliente.
Entonces decidí detenerme un rato antes de tomar la otra cuesta. Después volví
a ponerlo en marcha. No sé lo que sucedió. Aceleré y comprobé que el coche no
respondía. Lo puse en segunda rápidamente y oí que los dos hombres hablaban. De
pronto, sentí que un costado del coche se hundía en el borde del barranco. Les
grité que saltasen, pero era ya demasiado tarde. Oí que el coche daba unos
tumbos, y lo primero que recuerdo desde entonces es que traté de salir del coche, que lo conseguí y que subí al
camino para pedir auxilio.
El investigador judicial se volvió
nuevamente hacia mí.
—¿Qué intenta usted hacer, proteger a
esta mujer?
—No veo que ella trate de protegerme a
mí, señor.
El jurado salió de la habitación, y poco
después regresó con su sentencia: que el llamado Nick Papadakis había
encontrado la muerte como consecuencia de un accidente de automóvil en el
camino de Santa Bárbara, producido, en parte o enteramente, por descuido
criminal mío y de Cora, y recomendaba que se nos pusiese a disposición del gran
jurado de acusación.
Aquella noche, en el hospital, me hizo
compañía otro policía, y a la mañana siguiente me dijo que vendría a verme
míster Sackett, y me aconsejó que me preparase. Apenas podía moverme todavía,
pero hice que el peluquero del hospital me afeitase, acicalándome lo mejor que
fuese posible. Sabía perfectamente quién era Sackett. Desempeñaba el cargo de
fiscal del distrito. A eso de las diez y media se presentó en la habitación e
hizo salir al agente de policía. Quedamos solos los dos. Era un hombre alto y
corpulento, completamente calvo, y de modales vivos.
—Bueno, bueno. ¿Cómo se siente?
—Muy bien, señor fiscal. Un poco débil
todavía, pero bastante mejor.
—Como dijo el hombre que se cayó del
avión: «El vuelo fue espléndido, pero el descenso un poco brusco.»
—Así es.
—Bien, Chambers. No está obligado a
hablar conmigo, si no lo desea, pero he venido aquí, en parte para ver qué
clase de hombre es usted, y en parte porque la experiencia me ha enseñado que
una conversación franca y sincera ahorra muchas palabras posteriores y, algunas
veces, allana el camino para la solución de un caso. De cualquier manera, una
vez explicado todo, como dicen, estoy seguro que nos entenderemos.
—Claro que sí, señor fiscal. ¿Y qué desea
usted saber?
Procuré parecer lo más huidizo posible,
y el fiscal se me quedó mirando.
—¿Qué le parece si empezamos por el
principio?
—¿Se refiere usted a ese paseo en el
coche?
—Eso es. Me gustaría que usted me
contase todo lo que se refiera a ese paseo.
Se puso en pie y empezó a pasearse por
la habitación. La puerta estaba junto a mi cama, y de pronto me incliné y la
abrí de un golpe. El agente de policía estaba a cierta distancia, en el
corredor, conversando con una enfermera. Sackett lanzó una carcajada.
—No, no, amigo. No hay ningún micrófono
aquí. Aparte de que esas cosas no se emplean más que en las películas.
Sonreí como avergonzado. El fiscal se
sentía justo como yo quena. Acababa de intentar una tonta jugarreta y él salía
triunfante de ella. Precisamente lo que yo buscaba.
—Muy bien, señor fiscal. Lo que acabo de
hacer ha sido una tontería. Discúlpeme. Empezaré desde el principio y se lo
contaré todo. Comprendo que estoy en un lío, pero me doy cuenta también de que
las mentiras no me ayudarán en nada.
—Esa es la actitud que le conviene,
Chambers.
Le conté que había dejado de trabajar
con el griego y cómo unos días después nos encontramos en la calle y me pidió
que volviese con él, invitándome después a esa fiesta en Santa Bárbara, para
hablar, entretanto, al respecto. Le conté cómo los dos habíamos bebido
copiosamente y cómo emprendimos la marcha, conduciendo yo el coche. Entonces me
interrumpió.
—¿Así que era usted quien conducía?
—Supongamos que usted me lo dice a mí.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que sé lo que ella declaró
en la investigación judicial y que oí lo que declararon los agentes de policía.
Sé dónde me encontraron, así que sé también quién iba conduciendo el coche
cuando se despeñó. Era ella. Pero si lo cuento todo tal como lo recuerdo, tengo
que decir que
era yo quien conducía. Le aseguro que no
le mentí al investigador judicial, señor fiscal. Todavía tengo la impresión
de que era yo quien conducía.
—Pero mintió respecto a la borrachera.
—Sí, señor. Estaba repleto de éter y
píldoras y remedios que me habían dado, y mentí. Pero ahora estoy bien, y tengo
el suficiente sentido común como para saber que la verdad es lo único que puede
salvarme de este apuro en que me encuentro, si es que hay algo que pueda
salvarme. Sí, señor: estaba borracho. Bien borracho, y lo único que se me
ocurrió pensar fue: no debo confesar la borrachera porque iba conduciendo el
coche, y si descubren que estaba borracho estoy perdido.
—¿Eso es lo que declaró ante el jurado?
—Tendría que hacerlo, señor fiscal. Pero
lo que no llego a entender es cómo pudo ser ella quien conducía el coche. Sé
que al salir lo llevaba yo. Lo sé. Hasta recuerdo a un tipo que estaba parado
cerca del coche, riéndose de mí. ¿Cómo es posible entonces que fuese ella quien
conducía cuando volcamos?
—Usted no lo condujo ni diez metros.
—Querrá decir diez kilómetros.
—Quiero decir diez metros. Porque apenas
arrancaron, ella tomó el volante.
—Caramba... ¡Pues sí que debo haber
estado borracho!
Esa es una de las cosas que el jurado
podría creer, tal vez. Da la impresión de cosa inverosímil que generalmente
tiene la verdad. Sí, sí; es posible que el jurado lo creyese.
Se quedó un rato mirándose las uñas y yo
tuve que hacer un enorme esfuerzo para reprimir la sonrisa que pugnaba por
aparecer en mi rostro. Me tranquilicé cuando él empezó a hacerme nuevas
preguntas, porque aquello me daba la oportunidad de fijar la mente en otras
cosas que no fuesen la facilidad con que había conseguido engañarlo.
—¿Cuándo empezó usted a trabajar para
Papadakis, Chambers?
—El invierno pasado.
—¿Cuánto tiempo estuvo con él?
—Hasta hace un mes. Tal vez unas seis
semanas.
—Entonces trabajó para él unos seis
meses, ¿no?
—Aproximadamente.
—Y antes de eso, ¿qué hacía?
—Andar de un lado para otro.
—De aquí para allí y subiéndose a los
vagones de carga, ¿verdad? Habrá comido infinidad de veces sin pagar, ¿eh?
—Sí, señor.
Sacó una cartera y de ella extrajo un
montón de papeles que puso sobre la mesa y revisó uno por uno.
—¿Ha estado alguna vez en San Francisco?
—Nací allí.
—¿Y en Kansas City? ¿Nueva York? ¿Nueva
Orleans? ¿Chicago?
—Conozco todas esas ciudades.
—¿Estuvo alguna vez preso?
—Sí, señor fiscal. Cuando uno anda
vagabundeando de un lado a otro es muy fácil meterse en líos con la policía.
Sí, señor, he estado en la cárcel de Tucson, por meterme en un terreno del
ferrocarril.
—¿Y en Salt Lake City, San Diego y
Wichita?
—Sí, señor. En todos esos lugares.
—¿En Oakland?
—También en Oakland. Tres meses, por una
pelea con un detective del ferrocarril.
—Lo dejó bastante maltrecho, según tengo
entendido, ¿verdad?
—Sí, señor, pero yo también salí
bastante malparado de la pelea, puedo asegurárselo.
—¿Y en Los Ángeles?
—Una vez. Pero sólo por tres días.
—Chambers, ¿cómo fue que empezó a
trabajar para Papadakis? Cuénteme eso.
—Fue algo así como una casualidad.
Estaba sin dinero y él necesitaba alguien que le ayudase. Llegué allí en busca
de algo que comer, y él me ofreció un empleo y lo acepté.
—Chambers, ¿no le parece que eso es un
poco extraño?
—No entiendo lo que me quiere decir,
señor fiscal.
—Que después de andar a salto de mata de
un lado para otro durante tantos años, sin trabajar jamás como Dios manda, y
sin siquiera intentar hacerlo, que yo sepa, repentinamente se haya establecido
en un lugar y comenzado a trabajar en un empleo fijo.
—La verdad es que no me gustaba mucho.
—Sin embargo se quedó.
—Es que Nick era uno de los hombres más
simpáticos que he conocido. Después de ganarme unos chavos intenté decirle que
estaba harto, pero no tuve valor al pensar en las dificultades que Nick había
tenido siempre con sus dependientes. Cuando sufrió el accidente en la bañera y
se hallaba en el hospital, me largué. Sencillamente me largué. Comprendo que
debí portarme mejor, pero siempre he sido medio vagabundo, y cuando los pies me
dicen: «Vamos», tengo que seguirlos. Y me largué sin decir nada.
—Y después, al día siguiente de volver
usted, su patrón se mata.
—Señor fiscal, usted me hace sentir
bastante mal. Porque aunque tal vez declare en forma distinta ante el jurado, a
usted debo decirle que me considero en buena parte culpable de lo ocurrido. De
no haber estado allí y de no haber invitado a Dick a beber, tal vez no habría
sucedido lo que sucedió. Entiéndame, señor fiscal, es posible que todo eso no
haya tenido nada que ver. No sé. Yo estaba completamente borracho, y en
realidad no sé lo que ocurrió. Pero lo que es innegable es que si ella no
hubiese tenido consigo dos borrachos en el coche, tal vez hubiese conducido
mejor, ¿no? Por lo menos a mí me parece.
Observé al fiscal para ver cómo se lo tomaba.
Ni siquiera me miraba. Pero de pronto se levantó de un salto, se acercó a mi
cama y me tomó de un hombro.
—Vamos, Chambers, confiese. ¿Por qué se
quedó trabajando seis meses con Papadakis?
—Señor fiscal, no le comprendo.
—Me comprende perfectamente. He visto a
esa mujer, Chambers, y creo adivinar por qué se quedó. Ayer vino a mi despacho.
Tenía un ojo amoratado y parecía muy maltrecha, pero a pesar de todo estaba
bastante bien. Por una mujer como ella más de un hombre habría dicho adiós al
camino, por muy andariegos que tuviese los pies.
—Pues los míos siguieron siendo
andariegos. No, señor fiscal. Le aseguro que está usted equivocado.
—Sus pies no anduvieron mucho tiempo,
Chambers. No, no, todo está demasiado bien. Tenemos aquí un accidente de coche
que ayer era un caso evidente de homicidio por imprudencia y que hoy se nos ha
evaporado hasta quedar en la nada. Mire donde mire, aparece un testigo que me
cuenta algo. Y cuando trato de unir todas las declaraciones, resulta que no
tengo nada. Vamos, Chambers, usted y esa mujer asesinaron al griego, y cuanto
antes lo confiese, mejor será para usted.
Confieso que en aquel instante ninguna
sonrisa había en mis labios. Sentía que éstos se me paralizaban.
Intenté decir algo, pero no pude
articular una sola palabra.
—Vamos, ¿por qué no me contesta?
—Usted me está tendiendo una trampa,
señor fiscal. Me está tendiendo una trampa, para hacerme caer en algo muy
grave. No tengo nada que decirle.
—Hace un momento usted estaba bastante
locuaz, Chambers, cuando me decía que sólo la verdad podía sacarle con bien de
este apuro. ¿A qué obedece este mutismo de ahora?
—Es que usted me confunde.
—Bueno. Vamos a considerar el asunto por
partes, para que no se confunda. En primer lugar, usted ha tenido algo que ver
con esa mujer, ¿verdad?
—Nada de eso.
—¿Y durante la semana que Papadakis
estuvo en el hospital? ¿Dónde durmió todos esos días?
—En mi habitación.
—¿Y ella durmió en la suya? Vamos,
Chambers... Le digo que he visto a esa mujer. Yo, en su caso, hubiera dormido
en su habitación, aunque para ello tuviese que echar la puerta abajo y que me
colgaran por violación. Y usted lo hubiese hecho también. Usted lo hizo.
—Ni siquiera se me ocurrió.
—¿Y todos esos viajes que hizo con ella
al mercado de Hasselman, en Glendale? ¿Qué hacía con ella en el viaje de
regreso?
—Fue el mismo Nick quien me dijo que la
acompañase.
—No le pregunto quién le dijo que fuese.
Le pregunto lo que hizo.
Estaba tan intranquilo que tenía que
hacer algo en seguida para disimular. Lo único que se me ocurrió fue fingirme
enojado.
—Bueno. Supongamos que sea como usted
dice. No es cierto, pero usted dice que sí y no voy a contradecirle. Pero
dígame: si la conquista de la mujer era tan fácil, ¿para qué eliminar al
marido? Señor fiscal, he oído hablar de individuos que han cometido un crimen
para obtener lo que usted dice que yo iba a conseguir, pero jamás he oído de
nadie que asesine a un hombre para lograr algo que ya tenía.
—Ah, ¿no? Pues voy a decirle por qué
planeó usted el asesinato. En primer lugar, por la propiedad, por la que
Papadakis pagó catorce mil dólares al contado; y además, por ese pequeño regalo
de Reyes que usted y ella creyeron que iban a recibir y con el cual iban
seguramente a recorrer mundo. Esa pequeña póliza de seguro contra accidentes, por
diez mil dólares, que había sacado Papadakis.
Yo seguía viendo su cara, pero todo se
estaba volviendo oscuro y tenía que hacer desesperados esfuerzos para
mantenerme sentado en el lecho. Un segundo después el fiscal me acercaba un
vaso de agua a la boca.
—Beba unos tragos. Le sentará bien.
Bebí. Tenía que hacerlo.
—¡Chambers! Creo que éste será el último
asesinato en que usted intervendrá por mucho tiempo, pero si algún día intenta
otro, cuide mucho de meterse con las compañías de seguros. Esas compañías están
siempre dispuestas a gastar cinco veces más que la justicia de Los Ángeles para
ventilar un proceso. Todas ellas tienen detectives cinco veces mejores que
cualquiera de los que me es posible conseguir. Además, esas gentes saben lo que
hacen y ahora andan
ya siguiéndole el rastro. Para ellas
este asunto significa dinero. Es en esto donde usted y ella cometieron el
error.
—Señor fiscal, que me muera si miento;
hasta este momento ni siquiera había oído hablar de esa póliza de seguro.
—Sin embargo se puso pálido como un
muerto.
—¿No le hubiera pasado a usted lo mismo?
—Bueno, ¿por qué no me pone de su lado
desde el primer momento? ¿Qué le parece si me lo confiesa todo, se declara
culpable, y yo trato de aliviarle la pena todo lo posible? Le prometo pedir clemencia
para usted y ella ¿En qué queda todo eso que me decía hace un rato sobre la
verdad y que únicamente por medio de ella podría salvarse? ¿Cree que podrá
zafarse con mentiras? ¿Cree que yo permitiré eso?
—No sé lo que usted está dispuesto a
permitir. Y no me importa absolutamente nada. Usted defiende su causa y yo la
mía. Pero yo soy inocente de ese asesinato y a eso me aferró. ¿Me ha
comprendido?
—Así que ahora se hace el malo, ¿eh? Muy
bien; aténgase a las consecuencias. Y escuche lo que más adelante va a oír el
jurado. En primer lugar, usted dormía con esa mujer, ¿no es así? Después,
Papadakis sufrió un pequeño accidente, y usted y ella se divirtieron en grande
mientras duró su ausencia. De noche juntos en la cama, y de día en la playa, y
entre una cosa y otra agarraditos de la mano y mirándose a los ojos. Pero un
día se les ocurrió a los dos una excelente idea. Ahora que el griego había
sufrido un accidente convendría convencerle de que se sacase una póliza de
seguros y después quitarle de en medio. Y usted se fue para que ella tuviese la
oportunidad de convencerlo. Ella se esforzó y, por fin, consiguió lo que
quería. El griego se sacó el seguro, una buena y suculenta póliza, que lo
protegía contra posibles accidentes, enfermedades y todo lo demás. La primera
cuota le costó cuarenta y seis dólares con setenta y dos centavos. Ya estaba
todo listo. Dos días después, Frank Chambers se encontró en la calle con Nick
Papadakis, en la forma más casual del mundo, y Nick hizo lo posible para que
volviese a trabajar con él. ¡Y qué cosa! Nick y su mujer habían decidido ir a
Santa Bárbara y ya tenían reservada habitación en el hotel y todo. Y, claro
está, Nick invitaría a Chambers a que fuese con ellos, para recordar los viejos
tiempos. Y usted fue con ellos, Chambers. Emborrachó al griego y se emborrachó
usted, pero no tanto. Metió un par de botellas de vino en el coche, para
despistar a la policía. Después tomaron el camino de la playa de Malibu, para
que ella la conociese. ¿No le parece que ésta fue una gran idea? Eran las once
de la noche y ella iba a llevar el coche hasta la playa, para mirar un montón
de casas con unas cuantas olas a unos metros de distancia. Pero no consiguieron
llegar allí. Se detuvieron. Y mientras estaban detenidos, «coronó» al griego
con una de las botellas de vino. Un hermoso objeto para golpear a un hombre,
Chambers, y nadie lo sabía mejor que usted, porque fue también con una botella
de vino con lo que desmayó a ese detective de ferrocarril de Oakland,
¿recuerda? Bueno. Lo liquidó y entonces ella puso en marcha el coche. Y
mientras salía al estribo, usted, desde el asiento de atrás, se inclinó para
tomar el volante y alimentar el motor con el acelerador de mano. No necesitaba
mucho combustible porque estaba en segunda. Y después que ella estuvo en el
estribo tomó el volante y siguió haciendo funcionar el acelerador de mano. Le
tocó a usted el turno de salir al estribo. Pero usted estaba un poco borracho,
¿verdad? Estuvo demasiado lento y ella lanzó el coche sobre el borde demasiado
pronto. Ella saltó y usted se quedó atrapado, ¿no fue así? Usted, seguramente,
piensa que un jurado no creerá eso. Pues lo creerá, amiguito, porque le voy a
demostrar todo lo que digo, desde el principio al fin del viaje y, cuando lo
haga, no habrá clemencia para usted. Irá derechito a la horca, y cuando lo
bajen lo enterrarán junto a todos los otros que fueron demasiado idiotas para
llegar a un acuerdo conmigo, cuando tuvieron la oportunidad de salvar el
pellejo.
—Nada de lo que usted acaba de decir
ocurrió, por lo menos, que yo sepa.
—¿Qué es lo que intenta decirme ahora?
¿Que fue ella quien lo asesinó?
—No trato de decirle que lo asesinó
nadie. ¡Y déjeme en paz! No ocurrió nada de lo que usted acaba de decir.
—¿Usted cómo lo sabe? Creí que me había
dicho hace un rato que estaba completamente borracho.
—No ocurrió nada de eso, que yo sepa.
—¿Entonces quiere decir que fue ella?
—No quiero decir nada de eso. Quiero
decir lo que digo y nada más que lo que digo.
—Escúcheme, Chambers. En el coche iban
tres personas: usted, ella y el griego. No hay duda de que el griego no fue
quien lo hizo. Si no fue usted, entonces no queda más que otra persona: ella.
¿No le parece?
—¿Y quién diablos dice que alguien lo
haya hecho?
—Yo. Y ahora creo que vamos progresando,
Chambers, porque puede ser que no haya sido usted el culpable. Usted asegura
que dice la verdad, y es muy posible que sea así. Pero si usted dice la verdad,
y no tenía interés alguno en esa mujer más que como esposa de un amigo,
entonces tiene que hacer algo, ¿no le parece? Y ese algo es firmar una demanda
contra ella.
—¿Qué quiere decir con eso de demanda?
—Si mató al griego, se deduce que
también intentó matarle a usted. Y usted no debe permitir que ella no reciba el
castigo que se merece. Si no, cualquiera podría sospechar que en todo esto hay
algo bastante raro. Pasaría usted por idiota si dejara que todo quedase así.
Ella asesina al marido para cobrar la póliza del seguro y trata de matarle a
usted también. Usted tiene que hacer algo, ¿no le parece?
—Si supiese que es cierto, tal vez, pero
no me consta.
—Pero si yo se lo probase tendría que
firmar, ¿no?
—Claro, siempre que usted me lo probara.
—Muy bien. Se lo probaré. Cuando usted
detuvo el coche bajó al camino, ¿no es así?
—No.
—¡Como! Creí que estaba tan borracho que
no recordaba nada. Ésta es la segunda vez que recuerda usted algo en los
últimos minutos, Chambers. Me asombra.
—Quise decir que no recuerdo.
—Pero bajó. Escuche la declaración que
tengo aquí: «No me fijé mucho en el coche, como no fuera para ver que una mujer
estaba sentada al volante y que un hombre, en el interior, reía a carcajadas
cuando cruzamos, mientras otro hombre se hallaba en el camino, detrás del
coche, descompuesto.» Ese hombre descompuesto era usted, lo cual demuestra que
bajó del coche. Fue en ese momento cuando ella golpeó a Papadakis con la
botella. Y cuando usted volvió no se dio cuenta de nada porque estaba borracho
como una cuba y Papadakis estaba muerto ya. Usted se recostó en el respaldo del
asiento y se quedó dormido, y entonces ella puso el coche en segunda, lo siguió
alimentando sin parar un segundo con el acelerador de mano, y en cuanto se hubo
pasado al estribo lanzó el coche al precipicio.
—Eso no es una prueba.
—Sí, lo es. Ese testigo Wright dice que
el coche iba dando tumbos barranco abajo cuando él dio la vuelta a la última
curva del camino, pero que la mujer estaba allí arriba, en el camino, haciendo
señales de socorro.
—Tal vez saltó.
—Si saltó es muy extraño que se haya
llevado la cartera, ¿verdad? Chambers: ¿cree usted que una mujer puede conducir
un coche con la cartera en la mano? Y cuando salta del coche, ¿cree que le
queda tiempo para recoger la cartera? No, Chambers, eso no es posible. No es
humanamente posible saltar de un coche cerrado que va dando tumbos barranco abajo.
Lo que pasa es que la mujer no estaba ya en el coche cuando éste se despeñó.
Creo que he probado perfectamente lo que dije, ¿no le parece?
—No sé.
—¿Cómo que no sabe? ¿Va a firmar la
acusación o no?
—No.
—Escuche, Chambers, y ponga toda su
atención a lo que voy a decirle. No fue una casualidad que el coche cayera al
precipicio precisamente un segundo antes. Es que usted ella tenían que
salvarse, y ella no estaba dispuesta a que fuese usted.
—Déjeme tranquilo. No sé de qué está
usted hablando.
—Y oiga esto otro. Sigue siendo una
cuestión entre usted o ella. Si usted, como me lo ha asegurado varias veces, es
inocente del crimen, será mejor que firme esa acusación. Porque si no la firma,
entonces ya sé a qué atenerme. Y lo mismo ocurrirá con el jurado. Y el juez.
Me miró fijamente por espacio de unos
segundos y luego salió, pero para regresar poco después con otro individuo.
Éste se sentó e hizo un formulario con una estilográfica. Cuando terminó,
Sackett me lo acercó.
—Firme, Chambers. Aquí.
Firmé. Mi mano transpiraba tanto que el
tipo que había traído el fiscal tuvo que secar el papel.
10
Cuando el fiscal se retiró, volvió a la
habitación el agente de policía, y me propuso jugar una partida de cartas.
Jugamos unas manos, pero no podía concentrar la mente en el juego. Para
disculparme le dije que me ponía nervioso tener que manejar las cartas con una
sola mano, y dejamos de jugar.
—Parece que el fiscal lo tiene atrapado,
¿no?
—Un poco.
—Es un verdadero león. No hay uno que
consiga escapársele. Tiene toda la traza de un predicador religioso, lleno de
amor a la humanidad; pero la verdad es que tiene un corazón de piedra.
—Tiene razón, de piedra.
—En esta ciudad no hay más que un tipo
que le gana siempre.
—¿Sí?
—Un tipo que se llama Katz. ¿No ha oído
usted hablar de él?
—Sí, claro.
—Es amigo mío.
—Es de esa clase de amigos que vale la
pena tener.
—Oiga una cosa, Chambers. Usted, por
ahora, no debe nombrar abogado. Todavía no ha sido acusado oficialmente, y
hasta que eso ocurra no puede llamar a un abogado. Pueden tenerlo hasta
cuarenta y ocho horas incomunicado, lo cual quiere decir que no le permitirán
ver a nadie de afuera. Pero si se presenta aquí por su cuenta no puedo
impedirle que lo vea, ¿comprende? No sería difícil que Katz viniese a verle, si
yo le encontrase por casualidad y hablase con él.
—Eso quiere decir que le pasan una
comisión, ¿no?
—Eso significa solamente que Katz es un
buen amigo mío. Ahora, que, claro, si no me diese comisión no sería un buen
amigo mío, ¿verdad, Chambers? ¡Es un gran tipo! Es el único en esta ciudad
capaz de pegársela al fiscal Sackett.
—Muy bien. Acepto. Y cuanto antes,
mejor.
—En seguida vuelvo.
Salió por un corto rato, y cuando volvió
me guiñó un ojo. Y, en efecto, poco después llamaron a la puerta y entró Katz.
Era un hombre pequeñito, de unos cuarenta años de edad, de rostro apergaminado
y bigotito negro. Lo primero que hizo al entrar fue extraer de uno de sus
bolsillos una bolsita de tabaco Bull Durham y un librillo de papel de fumar,
con los cuales se lió lentamente un cigarrillo. Cuando lo encendió dejó que el
cigarrillo se quemara hasta la mitad por una punta, y luego no volvió a
ocuparse de él. El cigarrillo quedó allí, pendiente de un lado de su boca, y si
estaba encendido o apagado, o si Katz estaba dormido o despierto, nunca pude
saberlo. Estaba allí sentado, con los ojos semicerrados, una pierna echada
sobre el brazo del sillón y el sombrero en la nuca. Podía pensarse que era un
espectáculo deprimente para un tipo en mi situación, pero no lo era. Tal vez
estuviese dormido, pero aun así, daba la impresión de saber más que muchos
hombres despiertos, y al mirarlo, sentí que se me hacía un nudo en la garganta.
Parecía como si, por fin, las nubes se disipasen y empezase a brillar el sol.
El policía le miraba mientras encendía
el cigarrillo, como si fuese Cadona ejecutando el triple salto mortal; no tenía
ninguna gana de salir de la habitación, pero no tuvo más remedio que hacerlo.
Una vez que nos quedamos solos, Katz me hizo un ademán con la mano, indicándome
que empezase a hablar. Le conté lo del accidente, que el fiscal Sackett trataba
de echarnos el cargo de haber asesinado al griego para cobrar el seguro y que
me había obligado a firmar esa acusación en la cual decía que Cora había
intentado asesinarme a mí también. Katz se limitó a escuchar sin interrumpirme,
y una vez que hube terminado se quedó sin
decir nada durante unos minutos. Por fin se puso en pie.
—No cabe duda de que Sackett lo tiene
bien agarrado.
—No debí firmar ese papel. No creo en lo
más mínimo que ella haya hecho semejante cosa. Pero me confundió. Me puso
nervioso. Y ahora no sé qué demonios hacer.
—No debió firmar ese papel de ninguna
manera.
—Señor Katz, ¿quiere hacerme un favor?
¿Quiere ir a verla y decirle que...?
—Iré a verla. Y le diré todo lo que le
conviene saber. En cuanto a lo demás, yo soy quien llevará este asunto, y eso
quiere decir que lo llevaré yo. ¿Estamos?
—Sí, señor.
—Estaré con usted cuando comparezca. O
si no estoy yo, estará alguien elegido por mí. Toda vez que ese maldito fiscal
le ha convertido a usted en querellante al conseguir que firmase la acusación,
tal vez no me sea posible representarle a usted y a ella, pero de todas maneras
el asunto queda en mis manos. Una vez más le digo que eso significa que, haga
lo que haga, yo soy quien lleva el asunto.
—Perfectamente, señor Katz.
—Hasta la vista.
Aquella noche me colocaron nuevamente
sobre una camilla y me llevaron ante el juez para iniciar el proceso. Era un
tribunal sin jurado, no de los comunes. El salón de audiencias no tenía esa pequeña
tribuna especial para los miembros del jurado, ni el lugar destinado a los
testigos. El juez se hallaba sentado en una plataforma. A su lado había varios
agentes de policía y frente a él una larga mesa que atravesaba toda la
habitación. El que tenía algo que decir al juez apoyaba la barbilla en esa mesa
y lo decía.
Había bastante gente en el salón y los
fotógrafos de los diarios sacaban fotografías mías con magnesio. Por el
constante zumbido de voces era fácil comprender que iba a ocurrir algo importante.
Tendido en la camilla, no me era posible
ver mucho, pero
por un instante vi a Cora, sentada en la
primera fila con Katz, y al fiscal Sackett, que hablaba con unos individuos en
un extremo del salón.
Dos agentes de policía cogieron mi
camilla y me llevaron frente a la mesa, colocándome sobre otras dos pequeñas
que habían corrido para ello. Apenas me habían puesto las mantas para taparme,
cuando dictaron sentencia en el caso de una mujer china. Un agente empezó a
batir palmas para imponer silencio. Mientras lo hacía, un joven a quien no
había visto en mi vida se inclinó ante mí y me dijo que se llamaba White y que
Katz le había encomendado que me representase. Hice un movimiento afirmativo de
cabeza, pero él siguió diciéndome en voz baja que Katz le había enviado. El
policía se irritó y batió palmas con más fuerza.
—Cora Papadakis.
Cora se puso en pie y Katz la llevó
hasta colocarla frente a la plataforma del magistrado. Casi me tocó al pasar, y
me pareció extraño percibir su olor, el mismo olor que siempre me había
enloquecido, en medio de todo eso. Tenía un aspecto algo mejor que el día
anterior. Se había puesto otra blusa, que le quedaba bien, y su traje había
sido cepillado y planchado. Tenía los zapatos limpios y su ojo aparecía
amoratado, pero la hinchazón había desaparecido.
La otra gente se acercó a la plataforma
al mismo tiempo que ella, y cuando se hubieron colocado en fila el policía les
ordenó que levantasen la mano derecha y empezó a farfullar algo acerca de la
verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. En mitad de la frase se detuvo
para comprobar si yo había levantado la mano derecha. No lo había hecho, pero
la levanté en seguida, y entonces él volvió a farfullar toda la letanía, que
nosotros fuimos repitiendo después de él.
El magistrado se sacó los lentes y
anunció a Cora que estaba acusada de haber dado muerte a Nick Papadakis y de
intento de asesinato contra la persona de Frank Chambers. Le dijo que podía
formular una declaración si quería, pero le previno que cualquier cosa que dijese
podría ser
utilizada en su contra. Agregó que la
acusada tenía derecho a ser representada por un abogado, que se le concedía un
plazo de ocho días para alegar y que la corte escucharía su alegato en
cualquier momento durante dicho período. La tirada fue larga, y durante su
transcurso se oyeron varias toses en el salón.
Después habló Sackett, el fiscal. Dijo
lo que iba a probar. Fue más o menos lo mismo que había dicho por la mañana en
el hospital, sólo que en un tono más solemne que el demonio. Cuando terminó de
hablar, empezó a presentar sus testigos. Primeramente compareció el médico de
la ambulancia, que informó cuándo había muerto el griego y dónde. A
continuación fue presentado el médico de la cárcel, que había hecho la autopsia
al cadáver. Después le fue tomada la declaración al secretario del investigador
judicial, que identificó las minutas de la investigación y las dejó en poder del magistrado. Y
por fin comparecieron otros dos individuos, pero no puedo recordar lo que
dijeron. Cuando terminaron las declaraciones todo lo que se había conseguido
probar era que el griego estaba muerto, y como yo ya sabía eso, no presté gran
atención.
Katz no hizo una sola pregunta a ninguno
de los testigos. Cada vez que el magistrado miraba hacia el lugar donde se hallaba
el abogado, éste le hacía un movimiento con la mano y el juez ordenaba que
retirasen al testigo.
Una vez que tuvieron al griego lo
suficientemente muerto como para quedar satisfechos, el fiscal Sackett empezó a
hablar de nuevo, pero esta vez la cosa iba en serio. Llamó a un hombre que,
según informó al juez, representaba a la corporación de Seguros contra
Accidentes, de los Estados del Pacífico, y éste declaró que el griego había
sacado una póliza de seguro cinco días antes de su muerte. Explicó contra qué
cosas protegía aquel seguro y dijo que el griego recibiría veinticinco dólares
durante cincuenta y dos semanas si se enfermaba; la misma cantidad y por igual
período de tiempo si resultaba herido en un accidente que le impidiese
trabajar, y que la compañía le entregaría cinco mil dólares si perdía un
miembro y diez mil dólares si perdía dos, pero
que si perecía en un accidente su viuda recibiría diez mil dólares, que se
aumentarían a veinte mil si el accidente ocurría en un tren. Al llegar aquí
parecía ya que el representante estuviera haciendo
el artículo, y el magistrado, con un gesto de impaciencia, levantó una mano.
—Tengo todos los seguros que necesito.
Se oyó un coro de risas y hasta yo me
reí. ¡Hay que ver lo chistoso que había estado!
Sackett hizo unas cuantas preguntas más
y el magistrado se volvió para mirar a Katz. El abogado meditó unos segundos, y
cuando por fin dirigió la palabra al agente de seguros lo hizo en voz baja y
clara, como si quisiese asegurarse de que oiría perfectamente cada una de sus
palabras.
—¿Usted es parte interesada en este
proceso?
—En cierto sentido lo soy, señor Katz.
—Usted desea evitar el pago de la
indemnización basándose en que se trata de un crimen, ¿verdad?
—En efecto, así es.
—¿Y cree usted realmente que se ha cometido
un crimen, que esta mujer ha dado muerte a su esposo para cobrar el importe del
seguro y también trató de dar muerte a este hombre, o lo puso deliberadamente
en una situación de peligro que pudo haberle causado la muerte, todo ello como
parte de un plan tendiente a obtener la indemnización?
El otro esbozó una sonrisa y meditó unos
instantes, como si quisiese devolver la atención y asegurarse de que el abogado
entendería todas y cada una de sus palabras.
—En respuesta a su pregunta, señor Katz,
le diré que ya con anterioridad he tenido que solucionar miles de casos
parecidos, casos de fraude que llegan a mi escritorio todos los días, y creo
que puedo decir, con entera justicia, que poseo una experiencia poco común en
esta clase de investigaciones. Debo declarar que jamás he visto un caso más
claro que éste en todos mis años de trabajo para la compañía que represento y
otras. No solamente creo que se ha cometido un crimen, señor Katz. La verdad es
que lo sé.
—Eso es todo, Excelencia; declaro a mi
representada culpable de ambos cargos.
Si hubiesen dejado caer una bomba en la
sala de audiencias, no podría haber causado una conmoción mayor. Los reporteros
de los diarios salieron corriendo corno galgos y los fotógrafos se aproximaron
rápidamente a la plataforma, para obtener sus instantáneas. Unos y otros
chocaban entre sí, hasta que el magistrado se irritó y empezó a golpear sobre
la mesa para restablecer el orden. Sackett parecía que hubiese recibido un
tiro, y por todas partes se oía un zumbido como si de repente le hubiesen
acercado a uno una caracola al oído. Yo seguía tratando de ver el rostro de
Cora, pero lo único que podía divisar era un ángulo de su boca, que se contraía
nerviosamente, como si alguien la estuviese pinchando con una aguja a cada minuto.
Cuando salí de mi ensimismamiento, dos
hombres habían levantado mi camilla y siguieron con ella al joven White, que
salió de la sala de audiencias. Atravesaron conmigo un par de grandes salas y
llegaron a una habitación en la cual había tres o cuatro agentes de policía.
White dijo algo sobre Katz y los agentes se retiraron. Pusieron mi camilla
sobre una mesa y los que me habían traído se retiraron también. White se estuvo
paseando por la habitación, hasta que se abrió una puerta y apareció Cora,
acompañada por la celadora de la prisión. Después White y la celadora se
fueron, se cerró la puerta, y Cora y yo nos quedamos solos. Traté de pensar en
algo que decir, pero no se me ocurrió nada. Cora comenzó a andar de un lado a
otro sin mirarme. La boca seguía contrayéndosele como antes. Yo estaba todavía
sin saber qué decir, hasta que de pronto se me ocurrió algo.
—Nos han tomado el pelo, Cora.
No me contestó. Sencillamente, siguió
andando de un lado a otro.
—Katz, el tipo ese, no es más que un
espía de la policía. Fue uno de los agentes quien me lo recomendó. Yo creí que
se trataba de un tipo decente. Pero nos ha tomado el pelo.
—No, Frank. No nos ha tomado el pelo.
—Te digo que sí. Yo debía haber
sospechado cuando ese agente me habló tan bien de él. Pero no sospeché nada.
Creí que era un tipo decente.
—A mí sí que me han tomado el pelo, pero
a ti no.
—A mí también. Ese tipo me engañó por
completo.
—Ahora lo comprendo todo. Comprendo por
qué era yo quien tenía que conducir. Y comprendo también por qué era yo, la otra
vez, quien tenía que aplicarle el cachiporrazo. Sí, sí, no hay duda; me enamoré
de ti porque eras un hombre listo, y ahora descubro
que eres listo de veras. ¿No te parece que es gracioso? Enamorarse de un hombre
porque es listo y después descubrir en carne propia que efectivamente lo es.
—¿Qué es lo que quieres decir, Cora?
—¡Me han tomado el pelo! ¡Vaya si me lo
han tomado! ¡Tú y ese canalla de abogado! Todo quedó perfectamente arreglado, y
también quedó arreglado que yo apareciese como culpable de querer asesinarte a
ti. Así no podrán sospechar que tú habías tenido algo que ver en el asunto.
Después tú y el abogado me declarasteis culpable, de modo que tú te ves libre
de todo. No hay duda de que he sido una perfecta idiota, Frank. Pero no tan
idiota como tú crees. Escúchame, Frank Chambers. Cuando yo haya salido de este
asunto, vas a ver lo listo que eres. A veces, una persona puede resultar
demasiado lista, ¿sabes?, ¡demasiado lista!
Intenté hablarle, pero fue inútil. Y
cuando ella había llegado a un estado tal que sus labios habían palidecido bajo
el rouge, se abrió la puerta y entro Katz. Traté de abalanzarme a su
cuello. Pero no me fue posible moverme. Me habían sujetado firmemente con
correas, de modo que no podía hacer movimiento alguno.
—¡Salga de aquí, espía! Así que usted
era quien iba a llevar el asunto, ¿eh? ¡ya lo creo que lo llevaba! Pero ahora
lo he desenmascarado y ya sé a qué atenerme. ¿Me oye? ¡Salga de aquí!
—Caramba, señor Chambers, ¿qué le pasa?
Cualquiera hubiera creído, al verle, que
era un bondadoso sacerdote consolando a un chico a quien alguien le hubiera
arrebatado un caramelo.
—¿Se puede saber qué le pasa? ¡Claro que
estoy manejando el asunto! Ya se lo dije desde el primer momento.
—Tiene usted razón. Pero que Dios le
libre si llego a ponerle las manos encima.
El abogado miró a Cora, como si no
entendiese nada de todo aquello y creyese que ella podía aclararle el misterio.
Cora se le acercó.
—Este hombre —dijo señalándome— y usted
se confabularon en mi contra para que él pudiese salir libre y yo cargase con
toda la culpa. Pero quiero decirle una cosa: él es tan culpable como yo y no va
a salirse con la suya tan fácilmente. Voy a confesarlo todo. ¡Voy a confesarlo
todo, y ahora mismo!
Katz la miró y movió melancólicamente la
cabeza, y la suya fue la mirada más rara que yo haya visto jamás en los ojos de
un hombre.
—Querida señora —dijo por fin—. En su
caso, yo no haría eso. Si usted me permite que yo siga llevando este asunto...
—Usted ya lo ha llevado hasta ahora. En
adelante voy a llevarlo yo.
Katz se puso en pie, se encogió de
hombros y salió. Apenas desapareció entró un individuo de enormes pies y
congestionado cuello, con una pequeña máquina portátil de escribir. La puso
sobre una silla, encima de un par de libros, se sentó frente a ella y miró a Cora.
—El señor Katz me dijo que usted desea
formular una declaración. Estoy a sus órdenes.
Tenía una vocecita chillona y una
especie de sonrisa cuando hablaba.
—Es cierto. Una declaración.
Cora empezó a hablar espasmódicamente,
de a dos o tres palabras a la vez, y no bien salían de sus labios el individuo
las iba escribiendo con la máquina. Dijo todo. Se remontó al principio,
contando cómo me había conocido, cómo empezamos a andar juntos y cómo
intentamos matar
al griego una vez, pero fracasamos.
Mientras hablaba, un agente de policía asomó la cabeza un par de veces por la
puerta, pero el hombre de la máquina le hizo un ademán con la mano.
—Unos segundos solamente.
—Está bien.
Cuando hubo terminado, Cora agregó que
no sabía nada del seguro de su marido y que no lo habíamos hecho por eso, sino
para deshacernos de él.
—Eso es todo —dijo por fin.
El hombre juntó las hojas y ella firmó
donde él le indicó. Después puso sus iniciales en cada una de ellas. El hombre
sacó un sello de notario y mojó en la almohadilla el pulgar de la mano derecha
de Cora, aplicándolo después junto a la firma. Después guardó los papeles,
cerró la máquina y se fue.
Cora se acercó a la puerta y llamó a la
celadora.
—Cuando quiera, ya he terminado.
La celadora se la llevó. Después
entraron los camilleros y se me llevaron a mí. Iban a paso redoblado, pero en
el pasillo hubieron de detenerse a causa de la muchedumbre que quería ver a
Cora, que estaba frente a los ascensores con la celadora, esperando que la
llevasen a su celda, en el último piso del Palacio de Justicia. Por fin los
camilleros pudieron avanzar, pero la manta que me cubría se me había resbalado
y la arrastraba por el suelo.
Cora la recogió, la acomodó sobre mi
cuerpo y después se volvió rápidamente.
11
Me llevaron otra vez al hospital, pero
en lugar del agente de policía que antes me vigilaba encontré al hombre que
acababa de escribir la confesión de Cora. Se acostó en la otra cama que había
en mi habitación. Intenté dormir, y después de un rato lo conseguí. Soñé que
Cora me miraba y que yo intentaba decirle algo, pero no podía. Después, ella
desapareció y me desperté. En mis oídos sonaba incesantemente aquel crujido,
aquel espantoso crujido de la cabeza de Nick cuando la golpeé con la llave
inglesa. Volví a quedarme dormido, y soñé que me caía. Me desperté agarrado a
mi propio cuello, y sonando insistentemente en mis oídos aquel espantoso ruido
de huesos rotos. Una de las veces, cuando me desperté, estaba gritando como un
loco.
—¿Qué le pasa, amigo? —me preguntó el
hombre, apoyándose en el codo.
—Nada... Una pesadilla.
—Bueno.
No me dejó solo ni un instante. Por la
mañana hizo que le trajesen una palangana con agua, sacó del bolsillo los
útiles de afeitar y se afeitó. Después se lavó. Trajeron el desayuno y él se
tomó el suyo en la mesita. No hablamos una palabra.
Me trajeron un diario, y apenas lo abrí
vi una gran fotografía de Cora en la primera página y más abajo otra mía más
chica, tendido en la camilla. A Cora la llamaban la «Asesina de la botella». La
nota decía cómo había sido declarada culpable y que ese mismo día, por la
tarde, se dictaría sentencia. En una de las páginas interiores se decía que,
según opinión general, este caso había de batir todos los récords de rapidez.
Había un recuadro con la declaración de un sacerdote de que si todos los
procesos fuesen llevados a cabo con esa rapidez, se conseguiría con ello
impedir la delincuencia mucho más efectivamente que por medio de un centenar de
leyes. Recorrí todo el diario buscando la confesión de Cora, Pero no estaba.
A eso de las doce entró en mi habitación
un médico joven. Inmediatamente se puso a pasarme alcohol por la espalda, para
quitarme el emparchado. Debía haberlo mojado todo, pero la mayor parte me lo
quitó en seco, produciéndome un dolor espantoso. Cuando me hubo quitado una
parte descubrí que podía moverme. El resto me lo dejó y una enfermera me trajo
mi ropa. Me la puse. Entraron los camilleros y me ayudaron a llegar hasta el
ascensor y salir del hospital. Frente a la puerta había un coche esperándome,
con un chófer. El hombre que había pasado la noche conmigo me ayudó a subir y
acomodarme en el asiento. Recorrimos unos doscientos metros y me ayudó a bajar.
Los dos penetramos en un edificio de oficinas y subimos en el ascensor hasta
una de ellas; allí estaba Katz con la mano extendida, sonriendo muy satisfecho.
—Todo ha terminado —dijo—. ¡Magnífico!
—¿Cuándo la llevan a la horca?
—¿A la horca? Nada de eso. Está afuera
ya, libre. Libre como un pájaro. Vendrá aquí dentro de unos instantes, en cuanto
terminen algunos trámites legales en el juzgado. Pase. Le contaré cómo fue.
Me hizo entrar en otra oficina en cuya
puerta se leía la palabra «Privado», y cerró aquélla. En cuanto hubo encendido
un cigarrillo, que se quemó por una punta casi hasta la mitad y le quedó pegado
entre los labios, empezó a hablar. No le reconocía. Parecía imposible que un
hombre que el día anterior había tenido esa traza tan de dormido, pudiese estar
hoy tan excitado.
—Chambers... —empezó diciendo—, éste es
el caso más extraordinario que me ha tocado defender en mi vida. Me hice cargo
de él y lo he terminado en menos de veinticuatro horas, y sin embargo puedo
decir que jamás he tenido ninguno como éste. Bueno... la pelea de Dempsey y
Firpo duró menos de dos rounds, ¿no es cierto? No se trata de que dure
una cosa, sino de lo que uno hace mientras dura. Sin embargo, no puede decirse
que ésta haya sido una pelea. Fue más bien una partida de naipes entre cuatro
que tenían todos cartas casi muy buenas y había que ganar. Usted creerá que lo
difícil es ganar con cartas malas. ¡Ya! De esas cartas malas tengo todos los
días. Pero déme usted una partida como ésta, donde todos tienen su triunfo,
donde todos tienen cartas que deben ganar, si saben jugarlas, y observará,
entonces, amigo Chambers, que me hizo un enorme favor al llamarme para que me
hiciese cargo de esto. Jamás conseguiré un caso igual.
—Bueno, está bien, Katz, pero hasta
ahora no me ha dicho usted nada.
—Ya se lo diré, no se preocupe por eso.
Pero no me sería posible explicarle cómo se jugó la partida, sin antes extender
ante usted los naipes que teníamos. Empezaré por usted y la mujer. Los dos
tenían las mejores cartas. Porque el asesinato había sido perfecto, Chambers.
Tal vez ni usted mismo se da cuenta de lo perfecto que fue. Todo eso con lo que
el fiscal Sackett trató de asustarle: que la mujer no estaba en el coche cuando
éste se precipitó al barranco, que llevaba consigo la cartera, y demás, no
servía para gran cosa. Un coche no cae a un precipicio en una fracción de segundo,
¿verdad? Y una mujer puede coger su cartera antes de saltar del coche, ¿no? Eso
no probaba ningún crimen. Lo único que probaba es que ella era una mujer como
todas.
—¿Y cómo se enteró usted de todo eso?
—Por el mismo Sackett. Anoche me invitó
a cenar con él, y durante toda la cena estuvo gozando por anticipado de su
triunfo. ¡Me trataba con una compasión, el muy idiota!... Sackett y yo somos
enemigos. Somos los más cordiales enemigos del mundo. Él vendería su alma al
diablo por
ganarme un proceso; yo haría lo mismo
con respecto a él. Hasta hicimos una apuesta sobre el caso. Apostamos cien
dólares. Él se burlaba a su gusto de mí, porque creía que tenía un caso
perfecto, caso en el que la mano final sería jugada por el verdugo.
Era muy divertido eso de que dos tipos
se jugasen cien dólares por saber qué nos haría el verdugo a Cora y a mí, pero
lo que me interesaba era que Katz siguiera con su historia.
—Y si nosotros teníamos cartas
perfectas, ¿de qué le valían a Sackett las suyas?
—A eso voy. Ustedes tenían cartas
perfectas, pero Sackett sabía que ningún hombre o mujer hubiera podido jugarlas
jamás, si el fiscal jugaba las suyas como debía. Sabía que lo único que tenía
que hacer era que fueran el uno contra el otro, y el asunto estaba resuelto.
Eso era lo primero. Después, Sackett ni siquiera tuvo que trabajar en el caso.
Tenía a la compañía de seguros, que iba a hacer eso por él, sin que tuviese que
mover ni un dedo. Eso era lo que más le gustaba a Sackett. Lo único que tenía
que hacer era jugar sus cartas, y el pozo se le vendría sólito a las manos.
¿Qué hizo entonces? Tomó todos los datos que la compañía de seguros le
proporcionó, y con ellos se fue a verlo a usted, asustándole de manera que le
obligó a firmar la acusación. Con eso anulaba el mejor triunfo de usted, que
era el hecho de estar seriamente herido. Si usted se hallaba en esas
condiciones, todo hacía suponer que la muerte del griego había sido un
accidente, y sin embargo, Sackett utilizó esa circunstancia para acusar a la
mujer. Y usted firmó la acusación, porque tuvo miedo de que, de no hacerlo,
Sackett descubriera que el autor del crimen había sido usted.
—Lo que pasó fue que me acobardé, eso es
todo.
—El miedo es un factor que siempre se da
por descontado en un caso de asesinato. Y nadie tanto como Sackett. Bueno.
Sackett le tenía a usted como él quería. Iba a hacerlo declarar en contra de la
mujer, y sabía perfectamente que una vez que usted hubiese hecho eso ningún
poder del mundo podría impedir que ella lo acusase también a usted.
Esa era la situación cuando fuimos a
cenar juntos. Sackett se burlaba de mí. Me compadecía. Me apostó los cien
dólares. Pero yo tenía en mis manos un triunfo con el cual estaba seguro que
podía ganarle la partida, siempre que lo jugase bien. Bueno, Chambers, usted ya
ve cuáles eran mis cartas. ¿Qué observa usted en ellas?
—No mucho.
—¿Pero qué?
—Si he de serle franco, nada.
—Le pasa a usted lo mismo que le pasó a
Sackett. Pero fíjese bien en lo que voy a decirle ahora. Después que le dejé a
usted ayer, fui a verla a ella y conseguí que me diese una autorización para
abrir la caja de caudales de Papadakis en el banco. Y en esa caja de caudales
encontré lo que esperaba. Había en ella otras pólizas de seguros, y una vez que
fui a ver al agente que las hizo, descubrí lo siguiente: esa póliza de seguro
contra accidente no tenía nada que ver con el accidente que Papadakis había
sufrido hacía una semana. El agente había descubierto que la póliza de seguro que Papadakis tenía para su coche estaba casi
vencida y fue a verlo para que la renovara. Cuando llegó, la mujer no estaba
allí. Habló con Papadakis y arreglaron rápidamente la nueva póliza del coche,
contra incendio, robo, choque, etc. Entonces el agente le hizo ver a Papadakis
que estaba cubierto para todo salvo un accidente personal, y le propuso que
sacase una póliza que le protegiese contra esa clase de riesgos. Papadakis se
interesó inmediatamente. Tal vez su interés obedecía al primer accidente que
sufrió, pero si fue así, el agente no se enteró de nada. Papadakis firmó todo y
dio su cheque al agente, y al día siguiente le llegaron las pólizas por correo.
No sé si usted lo sabe, pero esos agentes trabajan para varias compañías a la
vez. No todas aquellas pólizas eran para una misma compañía. Ése es el primer
punto que Sackett olvidó. Pero lo principal que había que recordar era que
Papadakis no tenía solamente el nuevo seguro. Tenía también las pólizas viejas
y estas últimas tenían todavía una semana de vigencia. Muy bien. Ahora, vamos a
poner las cosas en orden. La póliza contra accidente personal de la Compañía de
los Estados del Pacífico es por la suma de diez mil dólares. La de la Guarantee
de California es una nueva, por diez mil dólares, y cubre las obligaciones
públicas, y la de la Rocky Mountain Fidelity, una póliza vieja, es similar.
Ésta era mi primera carta. Sackett tenía una compañía de seguros que trabajaba
en su favor por diez mil dólares, pero yo tenía dos compañías de seguros que
trabajaban en mi favor por veinte mil dólares. ¿Me comprende?
—No.
—Es muy fácil. Mire. Sackett le robó a
usted su mejor triunfo, ¿no es así? Bien, yo hice lo mismo con él. Usted estaba
herido, ¿verdad? Estaba seriamente herido. Si Sackett conseguía que el jurado
declarase culpable a la mujer de asesinato y usted la demandaba por daños y
perjuicios, en virtud de las heridas sufridas como consecuencia de aquel
asesinato, el jurado le asignaría a usted lo que pidiese. Y esas dos compañías
de seguros estaban obligadas a pagar hasta el último centavo de las dos pólizas
por ese juicio.
—Ahora voy comprendiendo.
—Era una bonita jugada, Chambers.
Preciosa. Me encontré con ese triunfo en la mano, pero ni usted, ni Sackett, ni
la compañía de seguros que trabaja para él se enteraron, porque todos estaban
muy ocupados haciéndole el juego a Sackett y éste estaba tan seguro de ganar el
pozo que ni siquiera pensó en nada.
Dio unos paseítos por la habitación,
mirándose al espejo cada vez que pasaba frente a él. Después prosiguió.
—Muy bien. Una vez en posesión de aquel
triunfo, tuve que pensar muy cuidadosamente cómo debía jugarlo. Tenía que
hacerlo rápidamente, porque Sackett había jugado ya su carta y la confesión
estaba al caer en cualquier momento. Podía producirse en la primera audiencia,
en cuanto ella le oyese a usted declarar en su contra. ¿Qué hice yo, entonces?
Muy sencillo. Esperé que hubiese declarado el agente de la compañía de seguros
de los Estados del Pacífico y por medio de las preguntas que le hice quedó
constancia
en las actas de que él estaba convencido
de que se había cometido un crimen. Hice eso por si necesitaba más adelante
pedir su detención por falsedad. Y después, ¡zas!, declaré culpable a mi
defendida. Con esa jugada puse fin a la primera parte del proceso y dejé
completamente bloqueado a Sackett por aquel día. Después, la llevé apresuradamente
a una de las habitaciones donde conferencian los abogados con sus clientes,
pedí que le concediesen una media hora antes de encerrarla, y la mandé a usted
para que hablase con ella. Cinco minutos de confesión fueron suficientes.
Cuando llegué yo, ella estaba ya dispuesta a confesarlo todo. Y entonces llamé
a Kennedy.
—¿El tipo que durmió anoche en mi
habitación?
—Sí. Ha sido agente de policía, pero
ahora es una especie de ayudante mío. Ella creyó que estaba dictando la
confesión a un polizonte, pero en realidad le estaba hablando a uno de mis
hombres. Después de aquella confesión no habló más en todo el día, que era lo
que yo necesitaba. Bueno. Terminado mi trabajo con ella, había que empezar con
usted. Usted se iría. No había acusación alguna en su contra, por lo cual ya no
estaba detenido, aun cuando usted creyese que lo estaba. En cuanto usted
supiese que era libre de ir o venir a su antojo, nada en el mundo, ni la tira
emplástica, ni el dolor de la espalda, ni todos los enfermeros del hospital,
serían capaces de retenerle. Fue por eso por lo que, en cuanto terminé con
ella, envié a Kennedy para que le vigilase. A continuación organicé una
conferencia de medianoche entre las tres compañías de seguros. Y cuando expuse
ante sus representantes todos los detalles del caso, el negocio quedó
concertado con asombrosa rapidez, sin la menor dificultad.
—¿Qué negocio?
—Primeramente les leí el texto de la ley
correspondiente. Se trata de la Ley de Vehículos del Estado de California,
Sección 141 3/4. En ella se establece que si una persona invitada que viaja en
un automóvil resulta herida o lesionada en un accidente, no tiene derecho
alguno a indemnización, salvo en el caso de que sus heridas o lesiones sean consecuencia de ebriedad o deliberada intención del
conductor del coche, en cuyo caso le corresponde el derecho de indemnización.
Como usted comprenderá, su caso es claro. Usted era un invitado y yo había
declarado culpable a mi defendida de asesinato y de intento de asesinato. Eso
constituía intención deliberada de sobra, ¿no le parece? Además, ellos no
podían estar seguros de que ella no hubiese realizado todo eso por su propia
cuenta, sin su complicidad. Fue así como las dos compañías de seguros que
deberían pagar si usted reclamaba la indemnización pusieron cinco mil dólares
cada una sin chistar, para pagar la póliza de la compañía de los Estados del
Pacífico, y ésta, a su vez, acordó pagar el seguro contra accidentes que había
tomado Papadakis. El asunto no llevó ni media hora siquiera.
Hizo una pausa y sonrió nuevamente, muy
satisfecho de sí mismo.
—¿Y después qué?
—Todavía lo recuerdo; me parece estar
viendo la cara que puso Sackett cuando el representante de la compañía se
presentó a declarar y dijo que, de acuerdo con el resultado de sus investigaciones,
había llegado a la conclusión de que no se había cometido crimen alguno y que
su compañía estaba dispuesta a pagar la póliza en su totalidad. ¿Se da cuenta
usted del placer que significa fintear a un individuo, hacerle abrir bien la
guardia, y entonces largarle un directo a la mandíbula? No hay nada que pueda
comparársele.
—Sigo sin comprender. ¿Para qué declaró
eso el agente?
—La acusada se había presentado para oír
la sentencia. Y en los casos en que se produce una confesión de culpabilidad,
la corte, generalmente, quiere escuchar algunas declaraciones, para tener una
idea más exacta del caso. Lo hace para determinar mejor la sentencia. Sackett
había empezado el proceso pidiendo sangre a gritos. Quería a toda costa una
sentencia de muerte. Es una verdadera hiena ese tipo. Es por eso por lo que me
siento incitado a trabajar en su contra. Sackett cree que la horca hace mucho
bien. Lucha uno por sus principios cuando se opone a Sackett. Bien.
Entonces llamó nuevamente al representante de la compañía de seguros, para que declarase. Pero aquel hombre,
después de la sesión nocturna a que me he referido antes, en lugar de ser su
testigo era mi testigo, aunque Sackett no lo sabía. Cuando lo descubrió, puso
el grito en el cielo, se lo aseguro. Pero ya era demasiado tarde. Si la
compañía de seguros no creía que la mujer fuese culpable, el jurado tampoco
podía creerlo, ¿verdad? Después de oír la declaración del agente de seguros,
Sackett no tenía la menor probabilidad de condenar a la acusada. Y ése fue el
momento que yo elegí para darle el golpe de gracia. Me puse en pie y pronuncié
un discurso. Lo hice lentamente, tomándome todo el tiempo preciso. Dije que mi
defendida había declarado ser inocente desde el primer momento, pero que yo no
la había creído. Manifesté que existían pruebas abrumadoras que yo consideraba
irrefutables contra ella, pruebas suficientes para condenarla ante cualquier
tribunal, y que había creído obrar en su beneficio al declararla culpable de
las acusaciones que pesaban sobre ella, dejándola librada a la misericordia del
juez y del jurado. Pero... Nunca podrá usted imaginarse, Chambers, el modo como
pronuncié ese «pero». Pero que a la luz de la declaración que acababa de oírse,
el único camino que me quedaba era retirar la confesión de culpabilidad y
permitir que prosiguiese el proceso. Sackett no podía hacer absolutamente nada,
porque yo me encontraba todavía dentro del plazo de los ocho días concedidos
para la apelación. Sabía perfectamente que estaba perdido. Accedió a que se
presentase una apelación por homicidio, el juez tomó la declaración
personalmente a los otros testigos, la condenó a seis meses, suspendió la
condena, y hasta puede decirse que le pidió perdón por todas las molestias que
le había causado. La acusación de atentado de asesinato, que era la clave de
todo, quedó anulada.
Se oyó un golpecito a la puerta. Kennedy
entró un segundo después, con Cora, dejó sus papeles en la mesita, frente a
Katz, y se retiró.
—Ahí tiene, Chambers. Firme eso,
¿quiere? Es un documento por el que usted renuncia a toda indemnización por los
daños y perjuicios que puede haber sufrido. Éste es el pequeño premio que le damos a las dos compañías que
estuvieron en nuestro favor, por haber sido tan serviciales.
Firmé el papel sin decir palabra.
—¿Quieres que te acompañe a casa, Cora?
—pregunté después.
—Sí, Frank.
—Un momento, un momento. No tan de
prisa. Falta todavía un pequeño detalle. Esos diez mil dólares que ustedes van
a cobrar por haber liquidado al griego.
Ella me miró y yo la miré. Katz estaba sentado,
mirando el cheque de diez mil dólares que tenía ante sí.
—Como ustedes comprenderán, no sería
lógico que después de haber tenido en la mano unas cartas tan perfectas,
haberlas jugado admirablemente y ganado el pozo, el pobre Katz se quedase sin
nada. Pero no quiero que digan que soy un avaro. Generalmente me quedo con
todo, pero esta vez me conformaré con la mitad. Señora Papadakis, hágame el
favor de extenderme un cheque por cinco mil dólares y yo le endosaré éste de
diez mil, para que pueda usted depositarlo y yo cobrar después el mío. Aquí
tiene un cheque en blanco.
Cora se sentó y tomó la pluma. Empezó a
escribir y de pronto se detuvo, como si en realidad no comprendiese bien de qué
se trataba. Pero Katz se acercó a ella y le quitó el cheque en blanco, que
rompió en pedazos.
—Deje. Por una vez en la vida... Tome,
todo es para usted. ¡Lo que yo quería es esto!
Abrió su cartera, sacó otro cheque y nos
lo enseñó. Era uno de Sackett por cien dólares.
—Ustedes creen que yo voy a hacerlo
efectivo, ¿verdad? Nada de eso. Voy a ponerlo en un marco y a colocarlo aquí,
encima de este escritorio.
12
Salimos y tomamos un taxi, porque yo
estaba todo descalabrado todavía. Primeramente nos dirigimos a una florería y
compramos dos grandes ramos de flores, con las cuales asistimos al sepelio del
griego. Parecía rarísimo que ya llevara dos días muerto y que ahora lo fueran a
enterrar. El funeral se realizó en una pequeña iglesia que estaba llena de
gente, entre ella muchos griegos que había visto una que otra vez en la fonda.
Cuando entramos, todos miraron a Cora con hostilidad, y la hicieron sentar en
un lugar de la tercera fila. Observé que todos estaban mirando y me pregunté
qué podría hacer si aquellos hombres llegaban más tarde a armar algún lío.
Todos ellos habían sido amigos de Papadakis, no nuestros. Pero un poco después
vi que alguien andaba pasando de mano en mano un diario de la tarde. Alcancé a
descubrir que en un gran titular se proclamaba la inocencia de Cora. Un ujier
miró el diario, se acercó corriendo a nosotros y nos hizo cambiar de fila,
llevándonos a la primera.
El individuo que tenía a su cargo el
sermón empezó con algunas cochinadas sobre la forma en que había muerto el
griego, pero apenas había dicho unas frases, se le acercó otro hombre que le
habló al oído, moviendo mucho los brazos, a la vez que le señalaba el diario,
que para entonces había llegado ya a la primera fila. El del sermón se volvió y
empezó de nuevo, sin cochinadas esta vez refiriéndose a la desconsolada viuda y
al leal amigo del extinto. Todos los asistentes movieron la cabeza asintiendo y
el resto de la ceremonia transcurrió sin novedad.
Cuando salimos del camposanto, donde
estaba ya preparada la tumba de Nick, un par de hombres tomó de los brazos a
Cora, ayudándola a avanzar, en tanto que otros dos hacían lo mismo conmigo.
Mientras bajaban el ataúd a la fosa empecé a gimotear. Esos himnos siempre
hacen lagrimear, sobre todo cuando se cantan por un individuo con el cual se
simpatiza, como me ocurría con Papadakis. Al final, cantaron una canción que yo
le había oído a él un centenar de veces, y aquello fue la gota de agua que hizo
desbordar el vaso. Apenas si me fue posible colocar nuestros dos ramos de
flores en el lugar donde debían ir.
El conductor de nuestro taxi encontró a
un hombre que accedió a alquilarnos un coche Ford por quince dólares semanales.
Tomamos ese coche y Cora se puso al volante. Cuando salimos de la ciudad,
pasamos frente a una casa en construcción y después estuvimos conversando sobre
cuántas se estaban levantando, aunque en verdad, en cuanto mejoren las cosas
toda la región va a llenarse de edificios.
Una vez que llegamos, Cora se fue a
guardar el coche y después penetramos en la casa. Estaba exactamente igual que
cuando la habíamos dejado. En la pileta de la cocina encontramos los vasos en
los cuales habíamos estado bebiendo vino con Papadakis, antes de salir para la
excursión a Santa Bárbara. Sobre una silla estaba la guitarra del griego, que
éste no había guardado al salir porque ya estaba bastante ebrio.
Cora guardó la guitarra en su caja, lavó
los vasos y después se fue al piso superior. Un minuto más tarde la seguía yo.
Estaba en el dormitorio, sentada junto a
la ventana mirando fijamente hacia el camino.
—¿En qué piensas?
No me contestó, y entonces yo di unos
pasos hacia la puerta.
—No te he dicho que te vayas.
Me senté junto a ella. Pasó un largo
rato antes de que volviera a dirigirme la palabra.
—Frank, me traicionaste.
—No te traicioné. Ese hombre me atrapó.
No tuve más remedio que firmar ese papel. De no hacerlo, él hubiese descubierto
todo. No te traicioné, Cora. Lo que hice fue el juego de ese individuo, hasta
poder saber exactamente dónde estaba.
—Me traicionaste. Lo pude ver en tus
ojos.
—Está bien, Cora. Es cierto. Lo que pasó
fue que me acobardé, eso es todo. No quería hacerlo. Traté de resistir, pero el
fiscal me venció.
—Comprendo.
—Pasé las torturas del infierno por eso.
—Y yo también te traicioné.
—Te obligaron a hacerlo. Tú no lo
quisiste. Te hicieron caer en una trampa.
—No quise hacerlo. En ese momento te
odiaba.
—Me odiabas, sí, pero por algo que en
realidad yo no había hecho. Ahora ya sabes cómo fue.
—No; te odiaba por algo que hiciste.
—Yo nunca sentí el menor odio hacia ti,
Cora. Me odiaba a mí mismo.
—Ahora no te odio. A quien odio es a ese
Sackett y a Katz. ¿Por qué no nos dejaron tranquilos? ¿Por qué no nos
permitieron que luchásemos juntos? Eso no me habría importado. Ni siquiera me
hubiese importado, aunque nos costase... ya sabes qué. Tendríamos nuestro amor,
y eso es lo único que hemos tenido siempre. Pero apenas empezaron con sus
bajezas, tú te volviste contra mí.
—No olvides que tú hiciste lo mismo.
—Eso es lo terrible. Yo te traicioné
también. Los dos nos volvimos el uno contra el otro.
—Bueno, así estamos en paz, ¿no?
—Sí, estamos en paz, pero ¿qué somos
ahora? Antes estábamos en la cima de una gran montaña. ¡Estábamos tan altos,
Frank! Aquella noche, allí, lo teníamos todo. Nunca había sospechado que fuera
posible sentir algo semejante. Nos besamos y sellamos el pacto, que ya no podría
borrarse nunca más, ocurriese lo que ocurriese. Teníamos mucho más que cualesquiera otras dos personas de la
tierra. Pero después caímos. Primero tú y después yo. Sí, ahora estamos en paz
porque los dos estamos abajo, porque los dos hemos caído. Nuestra hermosa
montaña desapareció.
—Bueno, ¿y qué hay? Al fin y al cabo
estamos juntos, ¿no?
—Sí; pero yo he estado meditando mucho;
anoche, sobre todo: tú, yo, el cine, los motivos por los cuales fracasé, el
cafetín, el camino que te gusta... Mira, Frank: nosotros no somos más que dos
despojos. Aquella noche, Dios nos besó en la frente y nos dio todo lo que dos
personas pueden tener en esta vida. Pero no éramos de la misma madera que los
que pueden tenerlo. Teníamos todo ese amor y no supimos defenderlo. El amor es
como un poderoso motor de avión, con el cual uno puede volar hasta lo más alto
de la montaña; pero si ese motor, en lugar de colocarlo en un avión, lo pones
en un Ford, lo despedaza en unos segundos. Y nosotros no somos más que eso,
Frank: un par de Fords. Dios se estará riendo de nosotros desde allá arriba.
—No importa. ¿Acaso nosotros no nos
estamos riendo de él también? Él puso una luz roja de peligro ante nosotros,
pero lo salvamos sin novedad. ¿Y qué, Cora? ¿Nos hundimos acaso? ¡Nada de eso!
Salimos a flote y con los diez mil dólares como premio. ¿Así es que Dios nos
besó en la frente, eh? Si eso es cierto, entonces el diablo debe haberse
acostado con nosotros, y te aseguro, querida, que tiene muy buen dormir.
—No hables así, Frank.
—¿Tenemos o no tenemos los diez mil
dólares?
—¡No quiero ni pensar en ese maldito
dinero! Es muchísimo, pero con él no podemos comprar nuestra montaña.
—¿La montaña? ¡Bah! La montaña la
tenemos, y, además, esos diez mil del ala para amontonarlos en la cima. Si
quieres saber lo que es realmente estar alto, súbete a esa pila.
—¡Pedazo de loco! Me gustaría que
pudieras verte en un espejo, gritando de ese modo con esas vendas en la cabeza.
—Te has olvidado de algo, Cora. Tenemos
algo que celebrar. Todavía no nos hemos pescado esa borrachera que decías.
—No me refería a esa clase de
borrachera.
—Una borrachera es una borrachera.
¿Dónde está esa botella que dejé antes de irme?
Fui hasta mi habitación y traje el
licor. Era una botella de whisky, que todavía estaba casi llena. Bajé a la
cocina, tomé dos grandes vasos de refresco, unos cuantos cubitos de hielo,
soda, y volví. Preparé la bebida con un poco de soda y dos cubitos de hielo,
pero el resto era de la botella.
—Toma, Cora, bebe. Te sentirás mejor.
Estas mismas palabras me las dijo Sackett cuando me echó el muerto encima. ¡El
muy piojo!
—¡Uf!... ¡Qué fuerte es esto, Frank!
—¡Claro que es fuerte! A ver, tienes
demasiada ropa.
La llevé hasta el lecho. Ella no había
soltado el vaso, y una parte del contenido se derramó en el suelo.
—No importa, todavía queda mucho.
Empecé a sacarle la blusa.
—¡Arráncamela, Frank! ¡Arráncamela como
aquella noche!
Le arranqué toda la ropa. Ella doblaba
el cuerpo, se volvía lentamente para que las prendas saliesen con mayor
facilidad. Después cerró los ojos y se quedó con la cabeza apoyada en la
almohada. Los cabellos le caían sinuosamente sobre los hombros. Tenía los ojos
oscurecidos y sus pechos no se me presentaban desafiantes y puntiagudos, sino
suaves y extendidos en dos amplias combas rosadas. Parecía la bisabuela de
todas las rameras del mundo.
El diablo no quedó defraudado aquella
noche.
13
Seguimos así por espacio de seis meses.
Seguimos así, y siempre era lo mismo. Teníamos una disputa, y yo iba a traer la
botella. Y siempre nos peleamos por lo mismo: el asunto de nuestra ida. No
podíamos abandonar el Estado de California hasta que no hubiese vencido el
plazo de la sentencia suspendida, pero yo estaba decidido a que nos largásemos
de allí en cuanto llegase ese día. No se lo decía a Cora, pero la verdad es que
deseaba verla lo más lejos posible de Sackett; temía que si se disgustaba
conmigo fuera a soltarlo todo, como la otra vez después del juicio. No confiaba
en ella ni un minuto. Al principio, parecía entusiasmada también con aquella
idea mía de que nos fuésemos a cualquier parte, lejos de aquella maldita zona,
sobre todo cuando le hablaba de Hawai y de las islas del mar del sur. Pero
luego empezó a hacer dinero. Cuando reabrimos la fonda una semana después del
sepelio, la gente venía para ver a Cora, y después volvían porque lo habían
pasado bien, y a ella se le metió entre ceja y ceja que ésa era nuestra
oportunidad de hacernos ricos.
—Mira, Frank —me decía—. Todos esos
puestos de por aquí son una porquería. Los dueños, generalmente, son personas
que antes tenían una granja en Kansas o en cualquier otra parte y que tienen
tanta idea de cómo debe servirse a la clientela como podría tenerla un cerdo.
Estoy convencida de que si por aquí apareciese alguien que entendiese del
negocio, como yo, e intentase poner uno como es debido, la gente vendría a
montones y traerían también a sus amigos.
—¡Que se vayan al diablo! De todas
maneras vamos a vender el negocio.
—Pero nos sería mucho más fácil venderlo
si hiciéramos dinero.
—¿Y acaso no lo estamos haciendo?
—Sí, pero yo decía mucho dinero.
Escúchame, Frank. Tengo la idea de que a la gente le agradaría mucho poder
estar ahí afuera, debajo de los árboles. Piensa un poco. Tenemos este
maravilloso clima de California, ¿y cómo lo aprovechamos? Trayendo a la gente a
un comedor con instalaciones fabricadas en serie, que huele de tal manera que
descompone a cualquiera, y dándole de comer las mismas porquerías que le sirven
en todos los figones, desde Fresno hasta la frontera, sin brindarle la menor
oportunidad de sentirse a gusto.
—Mira, Cora. Tenemos que vender el
negocio, ¿no es cierto? Entonces, cuanto menos tengamos que vender, más
rápidamente podremos deshacernos de todo. Ya sé que a la gente le gustaría
sentarse y comer ahí fuera, debajo de los árboles. Eso lo comprendería
cualquiera que no fuese uno de esos sucios posaderos de los caminos de
California; pero para sentarlos debajo de los árboles tendríamos que comprar
mesas, sillas, manteles, vajilla, cubiertos y colocar toda una instalación
eléctrica. ¿Y quién te dice que al que nos quiera comprar el negocio no le
guste nada de eso?
—Pero nos guste o no, tenemos que
quedarnos aquí.
—Pues emplearemos esos seis meses en
buscar un comprador.
—Sin embargo, quiero intentar eso,
Frank.
—Muy bien, inténtalo, pero ya te dije lo
que pienso.
—Podríamos utilizar algunas de las mesas
del comedor.
—Bueno, bueno. Ya te dije que puedes
intentarlo. Vamos a tomar una copa.
Pero el motivo de nuestro disgusto más
serio fue la cuestión de la patente para vender cerveza. Fue entonces cuando me
di perfecta cuenta de lo que quería hacer. Dispuso las mesas debajo de los
árboles, sobre una pequeña plataforma que mandó hacer. Encima puso un bonito
toldo listado y para la noche unos faroles. El asunto marchó. Tenía razón. A la gente le gustaba poder
sentarse media hora bajo los árboles, escuchando la música de la radio, antes
de seguir el viaje en sus coches. Y entonces se derogó la ley que prohibía
vender cerveza. Cora vio la oportunidad de dejar todo tal como estaba, vender
cerveza también, y llamar a la fonda cervecería.
—¿Y para qué queremos eso? —protesté
cuando me confió su proyecto—. ¡Lo único que me interesa es encontrar alguien
que compre todo esto y lo pague al contado!
—Pero es una vergüenza no vender
cerveza.
—A mí no me lo parece.
—Escucha, Frank. La patente por seis
meses no cuesta más que doce dólares. Creo que podemos permitirnos el lujo de
gastar doce dólares, ¿no?
—Sí, pero en cuanto saquemos esa patente
estaremos metidos en el negocio de la cerveza. Ya estamos en el de restaurante
y en el de venta de gasolina. ¡Que se vaya todo al demonio! Lo que yo quiero es
liquidar el negocio, no meterme cada vez más.
—Todo el mundo tiene alguna cosa.
—Pues que les aproveche. A mí no me
interesa.
—La gente viene, tenemos todo bien arreglado,
¿y tendré que decirle que no vendemos cerveza porque no hemos sacado la
patente?
—¿Y por qué tienes que decirles nada?
—No hay más que colocar serpentinas y
podremos despachar cerveza de barril, que deja más ganancia. El otro día vi
unos vasos preciosos en Los Ángeles. Unos vasos altos. A la gente le gusta
beber cerveza en ellos.
—Así es que ahora tenemos serpentinas y
vasos, ¿eh? Te dije que no quiero nada de cervecerías.
—Frank, ¿quieres llegar a ser algo algún
día?
—Escucha, y a ver si me entiendes.
Quiero irme de aquí. Quiero estar en un sitio donde no se me aparezca a cada
rato el fantasma de ese maldito griego, donde no oiga su voz en sueños y donde
no tenga que dar un salto cada vez que oiga una guitarra por la radio. Tengo
que irme de aquí,
¿me oyes? ¡Tengo que irme, o terminaré
por volverme loco!
—Me estás mintiendo, Frank.
—¡Oh, no estoy mintiendo! Jamás he dicho
una verdad más grande en toda mi vida.
—No es que veas el fantasma de ningún
griego. No es eso. Cualquier otro hombre podría verlo, pero no el señor Frank
Chambers. Lo que pasa es que quieres irte porque no eres más que un vago. Eso
es lo que eras cuando llegaste aquí y eso es lo que sigues siendo ahora. Pero
dime una cosa. Cuando nos hayamos ido y se nos termine el dinero que tenemos,
¿qué hacemos?
—¿Qué importa lo que pueda pasar? Lo que
quiero es que nos vayamos.
—Ya sé que no te importa. Mira. Podemos
quedarnos...
—¡Lo sabía! Eso es lo que quieres:
quedarte.
—¿Y por qué no? Aquí nos va muy bien.
¿Por qué no podemos quedarnos? Escúchame, Frank. Desde el día en que me
conociste has estado tratando de convertirme en una vaga, pero no vas a
conseguirlo. Te lo dije, no soy una gandula. Quiero ser algo en la vida. Nos
quedaremos aquí. No nos vamos. Y vamos a sacar la patente para vender cerveza.
Tú y yo vamos a ser alguien.
Era ya tarde, y nos hallábamos en el
piso superior a medio desvestir. Ella andaba de un lado a otro, como lo había
hecho aquel otro día, después del proceso, y hablaba también como entonces,
espasmódicamente.
—Bueno, bueno, nos quedamos. Haremos lo
que tú quieras, Cora. Vamos, toma una copa.
—¡Oh, déjame de copas!
—No seas tonta... Bebe esta copita.
Tenemos que celebrar el haber cobrado todo ese dinero.
—Ya lo hemos celebrado bastante.
—Pero vamos a ganar mucho más dinero,
¿verdad? Con la cervecería. Tomémonos dos copitas para desearnos suerte.
—Eres un chiflado. Está bien. Para
desearnos suerte.
Y así siempre, dos o tres veces por
semana.
Y era posible, porque cada vez que
discutíamos nos poníamos a beber, y yo cada vez que bebía tenía pesadillas y
oía ese espantoso crujido.
Casi al mismo tiempo de expirar la
sentencia, Cora recibió un telegrama donde le decían que su madre se hallaba
enferma. Metió apresuradamente unas ropas en una maleta y la acompañé hasta la
estación de ferrocarril. Cuando volví sin ella, me acometió una rara sensación:
me parecía estar lleno de gas y que en cualquier momento saldría volando por el
aire. Me sentía libre. Durante una semana, por lo menos, no tendría que pelear
con Cora o luchar con aquellas pesadillas, ni hacerle recobrar el buen humor
con una botella de whisky.
Al llegar a la zona de aparcamiento vi a
una muchacha que trataba de poner en marcha su coche. Pero no podía. Apretaba
todas las palancas y botones, pero como si nada.
—¿Qué pasa? ¿No puede nacerlo andar?
—Cuando el cuidador lo aparcó dejó
funcionando el encendido y ahora se debe haber agotado la batería.
—Entonces se lo deben arreglar ellos.
Haga que se lo paguen.
—Sí, pero es que tengo que llegar a
casa.
—Si usted quiere, puedo llevarla.
—Es usted muy amable.
—Soy el hombre más amable del mundo.
—Pero si ni siquiera sabe usted dónde
vivo.
—Eso no tiene la menor importancia.
—Es bastante lejos. En pleno campo.
—Cuanto más lejos, mejor. Dondequiera
que sea, está en mi camino.
—No se le puede decir que no.
—Ya que no se puede, no lo diga.
Era una muchacha de cabellos largos, tal
vez un año o dos mayor que yo, y bastante bien parecida. Pero lo que me gustó
de ella desde el primer momento fue lo cordial que se mostró y el que no pareciese tener miedo de lo
que yo podría hacerle por ser un chico o algo así. Era una mujer perfectamente
capaz de cuidarse, se veía a primera vista. Y lo que me acabó de gustar en ella
fue que no tenía la menor sospecha de quién era yo. Cuando ya estábamos en
camino nos dijimos nuestros respectivos nombres, y comprobé que el mío no le
causaba la menor impresión. ¡Qué alivio fue aquello para mí! Por fin me
encontraba con una persona a la que no tenía que contarle con todo lujo de
detalles el proceso por la muerte del griego y nuestra absolución. La miraba, y
sentía lo mismo que al salir de la estación: que estaba lleno de gas, y saldría
volando desde detrás del volante.
—Así que se llama Madge Alien, ¿eh?
—Bueno, en realidad debería llamarme
Kramer, pero después de la muerte de mi madre volví a usar mi apellido de
soltera.
—Pues escúcheme una cosa, Madge Alien, o
Kramer, o como usted quiera llamarse. Tengo que hacerle una pequeña
proposición.
—¿Sí?
—¿Qué le parece si damos la vuelta a
este cachivache, lo hacemos ir hacia el sur, y usted y yo nos vamos a pasar una
semana juntos por allí?
—¡Oh, no! No puede ser.
—¿Y por qué no?
—Sencillamente, porque no puede ser.
—Yo le gusto a usted.
—Claro que me gusta.
—Usted también me gusta. ¿Qué
inconveniente hay?
Empezó a decir algo, no alcanzó a
decirlo, y después rompió a reír.
—Me gustaría aceptar, se lo confieso; y
el que sea algo que no debo hacer no significa nada para mí. Pero no puedo. Es
por los gatos.
—¿Los gatos?
—Sí. Tenemos muchos, y yo soy la que los
cuida. Es por eso por lo que tenía que volver a casa cuanto antes.
—¿Y acaso no hay lugares especiales para
cuidar animales? Lo único que tenemos que hacer es llamar por teléfono a uno y
pedirles que vayan a buscarlos.
Aquello pareció hacerle gracia.
—Me gustaría verle la cara al dueño de
uno de esos lugares cuando los viese. No son de esa clase de gatos.
—¿Acaso no son todos lo mismo?
—No lo crea. Algunos son grandes y otros
chicos. Los míos son grandes. No creo que un lugar para animales quisiese
hacerse cargo del león que tenemos en casa, o de los tigres, el puma, o los
tres jaguares. Éstos son los peores. El Jaguar es un felino terrible.
—¡Caramba! ¿Y qué hace usted con todos
esos animales?
—Me los contratan para el cine. Y vendo
los cachorros. Hay muchas personas ricas que tienen zoológicos particulares.
Además, los tenemos en casa, atraen a la gente.
—Lo que es a mí no me verían.
—Nosotros tenemos un restaurante y a los
clientes les gusta verlos.
—Un restaurante, ¿eh? Yo también tengo
uno. Todos en este maldito Estado viven vendiéndose sandwiches unos a otros.
—El caso es que no puedo abandonar a mis
felinos. Tienen que comer.
—¿Quién dice que no puede? Llamaremos a
Goebel, y le diremos que vaya a buscarlos, para tenerlos en un lugar de ésos,
mientras nosotros hacemos esa excursioncita. No nos cobrará más de cien
dólares.
—¿Y le valdrá la pena gastarse cien
dólares nada más que por hacer un viajecito conmigo?
—Cien dólares y mucho más.
—¡Ay! no puedo decir que no. Llame en
seguida a Goebel.
La dejé en su casa y me fui en busca de
un teléfono público. Llamé a Goebel, volví a la fonda y dejé todo cerrado.
Después me fui a buscar a Madge. Había
oscurecido ya. Cuando llegué, Goebel había enviado un camión y lo encontré
cuando ya venía de vuelta lleno de rayas y manchas. Aparqué el coche a unos
cien metros de su casa, y un par de minutos después llegó ella, con una pequeña
maleta. La ayudé a subir al coche y salimos inmediatamente.
—¿Te gusta?
—Me encanta.
Fuimos hasta Caliente y al día siguiente
seguimos por la misma ruta hasta Ensenada, una pequeña población mexicana que
está a unos cien kilómetros más al sur. Alquilamos una habitación en un pequeño
hotel y nos pasamos allí tres o cuatro días. Aquello era bastante bonito. El
pueblo era netamente mexicano, y se tenía la sensación de haber dejado los
Estados Unidos a un millón de kilómetros de distancia. Nuestra habitación tenía
un pequeño balcón, y por las tardes solíamos sentarnos allí, mirando el mar y
dejando que transcurriese el tiempo.
—A propósito de esos gatos. ¿Qué haces
con ellos? ¿Los amaestras?
—Con los que tenemos no es posible. No
sirven. Todos, menos los tigres, son rebeldes. Pero algo les enseño.
—¿Y te gusta eso?
—Si son grandes no me gusta mucho, pero
con los pumas sí me gusta. Algún día voy a preparar un buen número de circo con
ellos. Pero necesitaré muchos. Tienen que ser pumas de las selvas, no de esos
que se ven en los jardines zoológicos.
—¿Y a cuáles llamas tú rebeldes?
—A los que pueden matarme.
¿Y los otros no pueden?
—Tal vez, pero los rebeldes lo hacen
siempre. Si fuesen personas serían locos. Les viene de ser criados en
cautiverio. Esos gatos míos parecen animales como todos, pero en realidad son
locos.
—¿Y cómo conoces a los de la selva?
—Porque los cazo en la selva.
—¡Cómo! ¿Los cazas vivos?
—Claro. Muertos no me servirían para
nada.
—¡Diablos! ¿Y cómo los cazas? '
—Te diré. Primeramente, tomo pasaje en
un buque y me voy a un puerto de Nicaragua. Todos los pumas verdaderamente
hermosos son de Nicaragua. Los de California y México, comparados con ellos,
son piltrafas. Una vez que he llegado a Nicaragua, contrato a unos indios y me
voy con ellos a las montañas. Allí cazo mis pumas. Después los traigo de
vuelta. Pero la próxima vez me quedaré allí para amaestrarlos. La carne de
chivo es más barata allí que la de caballo aquí.
—Parece como que estuvieras
completamente decidida.
—Lo estoy.
Se echó un sorbo de vino en la garganta
y me miró largamente. Lo vendían en botellas de cuello largo y fino y se vertía
en la boca a chorro. Era para que se mantuviera frío. Bebió dos o tres tragos,
y cada vez que lo hacía me miraba.
—Lo estoy si tú también lo estás.
—¿Qué demonios estás diciendo? ¿Crees
que iré contigo a cazar a esos malditos?
—Mira, Frank. He traído mucho dinero
conmigo. Hagamos una cosa. Dejémosle esos gatos de loquero a Goebel. Con ellos
se cobrará el importe de la pensión. Vendamos tu coche por lo que nos den y
vayámonos a Nicaragua.
—Bueno.
—¿De veras vendrás conmigo?
—¿Cuándo nos embarcamos?
—Hay un buque de carga que sale mañana
de aquí y toca en el puerto de Balboa. Telegrafiaremos a Goebel desde allí.
Podemos dejar tu coche al dueño de este hotel. Él se encargará de venderlo y
enviarnos lo que le den por él. Los mexicanos son cachazudos, pero, eso sí,
honrados.
—Muy bien.
—¡Qué alegría me das!
—Yo también estoy contento. Estoy tan
harto de los sandwiches y la cerveza y la torta de manzana con queso, que lo
mandaría todo al diablo.
—Te va a gustar, Frank. Nos instalaremos
en algún lugar
de las montañas, donde el clima sea
fresco, y después, cuando ya tenga listo mi número, podremos recorrer todo el
mundo. Iremos donde nos dé la gana, haremos lo que se nos antoje y tendremos
dinero en abundancia. ¿No tienes nada de gitano, Frank?
Aquella noche no me fue posible dormir
bien. Cuando empezaba a amanecer abrí los ojos, despierto por completo. Y se me
ocurrió que Nicaragua estaba bastante lejos.
14
Cuando Cora bajó del tren traía puesto
un vestido negro que la hacía parecer más alta y un sombrero también negro,
igual que los zapatos y las medias. Mientras le cargaban el baúl en el coche,
pareció nerviosa y no obraba como siempre.
Salimos de la estación, y durante varios
kilómetros no encontramos gran cosa que decirnos.
—¿Porqué no avisaste que había muerto?
—No quise molestarte con eso. Además,
tuve muchísimas cosas que hacer. —Ahora me siento bastante arrepentido.
—¿Por qué?
—Mientras tú estabas en Iowa, hice un
viaje a San Francisco.
—¿Y eso qué tiene de malo?
—No sé. Pero tú estabas allí, en Iowa,
tu madre muriéndose, y yo divirtiéndome en San Francisco.
—No tienes motivos para afligirte. Me
alegro mucho de que hayas ido. De habérseme ocurrido antes de irme, yo misma te
hubiera dicho que fueras.
—Perdimos algún dinero, porque cerré el
negocio.
—No es nada. Ya lo recuperaremos.
—Después que te fuiste, me entró una
especie de nerviosismo.
—Bueno, pero si te dije que no me
importaba.
—Supongo que lo habrás pasado mal allí,
¿eh?
—Sí, no fue muy agradable. Pero ya pasó.
—En cuanto lleguemos a casa te prepararé
una copa.
Tengo algunas botellas de algo bueno,
que traje de San Francisco.
—No, no quiero.
—Te dará ánimos.
—No volveré a beber más en mi vida.
—¿No?
—Voy a contártelo todo. Es una historia
larga.
—Parece que ocurrieron muchas cosas por
allá.
—No, no sucedió nada. Es por el sepelio.
Pero tengo mucho que contarte. Creo que de ahora en adelante lo vamos a pasar
muchísimo mejor.
—Bueno, por Dios, ¿de qué se trata?
—No, ahora no. ¿Viste a tu familia?
—¿Para qué?
—Bueno, no importa. ¿Pero te divertiste?
—Regular. Todo lo que puede divertirse
un hombre solo.
—Apuesto a que lo pasaste
espléndidamente, pero me alegro de que me hayas dicho eso.
Cuando llegamos a casa, había un coche
aparcado frente a ella y un hombre estaba sentado al volante. Al vernos, sonrió
como un bobo y bajó del coche. Era Kennedy, el hombre que trabajaba para Katz.
—¿Se acuerda de mí, Chambers?
—Cómo no voy a acordarme. Entre, entre.
Lo llevamos adentro y ella me hizo una
seña disimulada para que la siguiera hasta la cocina.
—Esto no me gusta nada, Frank.
—¿Qué es lo que no te gusta?
—No sé, pero la presencia de este
individuo aquí me da mala espina.
—Será mejor que me dejes hablar con él.
Volví donde estaba Kennedy, y poco
después apareció Cora con dos grandes vasos de cerveza. Inmediatamente se fue,
y unos segundos después abordé la cuestión.
—¿Sigue trabajando para Katz?
—No. Lo dejé. Tuvimos una discusión y me
fui.
—¿Y qué hace ahora?
—Por el momento, absolutamente nada. Por
cierto que ése es, precisamente, el motivo de mi visita. Vine un par de veces
en los últimos días, pero esto estaba cerrado y no había nadie. Esta vez me
dijeron que usted había vuelto y me quedé a esperarle.
—Si puedo hacer algo por usted, no tiene
más que decirlo.
—Me estaba preguntando si podría darme
algún dinero.
—No faltaba más. Claro que sí.
Naturalmente, no ando con mucho dinero encima, pero si se arregla con cincuenta
o sesenta dólares, me alegrará poder facilitárselos.
—Yo tenía la esperanza de que pudiera
darme más.
La sonrisa seguía estereotipada en su
cara, y consideré llegado el momento de abandonar los tanteos y golpes de
ensayo para descubrir lo que quería realmente.
—Bueno, Kennedy. Veamos. ¿De qué se
trata?
—Voy a explicarle la cuestión. Como le
dije, ya no trabajo más para Katz, y cuando me fui, ese papel que escribí para
la señora Papadakis, ¿recuerda?, la confesión, estaba todavía en el archivo.
Como soy un buen amigo suyo, se me ocurrió que usted no querría que ese papel
quedase allí, así es que lo saqué. Pensé que a usted le agradaría tenerlo.
—¿Dice usted esa pesadilla a la que
llamó su confesión?
—Sí, eso. Claro que sé que no tiene
ningún valor, pero me pareció que usted preferiría tenerla en su poder.
—¿Cuánto quiere por ese papel?
—¿Cuánto pagaría usted por él?
—¡Oh!, no sé. Como usted dice muy bien,
no tiene ningún valor, pero tal vez pagaría hasta cien dólares. Sí, se los
pagaría.
—Yo creía que valdría más.
—¿Sí?
—Sí. Yo calculaba veinticinco mil
dólares.
—¡Está loco!
—No estoy loco. Usted cobró diez mil
dólares de la póliza de seguro. Este negocio ha estado dando dinero. Calculo
que habrán ganado aquí unos cinco mil dólares. Por la propiedad podrían conseguir otros diez mil en
cualquier banco. Papadakis pagó catorce mil, así que ustedes podrían conseguir
diez mil con toda facilidad, Bueno, todo eso hace veinticinco mil dólares.
—¿Así que por ese papel pretende
dejarnos sin un centavo?
—¿No le parece que lo vale?
No hice el menor movimiento, pero
Kennedy debió observar un relámpago de ira en mis ojos, porque de pronto
extrajo de su bolsillo una pistola automática y me apuntó con ella.
—Que no se le ocurra hacer nada,
Chambers. En primer lugar, no tengo el papel conmigo. En segundo lugar, en
cuanto intente cualquier cosa le acribillo a balazos.
—No intento nada.
—Bueno. Ándese con cuidado.
Siguió apuntándome con la pistola y yo
seguí mirándole.
—Parece que me tiene atrapado.
—A mi no me parece, lo sé.
—Sin embargo, su precio es demasiado
alto.
—Siga hablando, Chambers.
—Cobramos los diez mil dólares del
seguro, es cierto. Y los tenemos todavía. Hemos ganado unos cinco mil dólares
en el negocio, pero gastamos unos mil en la última quincena. Ella tuvo que
hacer un viaje porque murió su madre y yo fui a San Francisco. Es por eso por
lo que el negocio estaba cerrado.
—Está bien, siga hablando.
—Además, no podremos conseguir diez mil
dólares por la propiedad. Como están las cosas ahora, dudo hasta de que nos den
cinco mil. Tal vez podríamos sacar cuatro mil.
—Siga, siga...
—Así que diez mil, cuatro mil y cuatro
mil, son dieciocho mil.
Kennedy sonrió, y al cabo de un rato se
puso en pie.
—Muy bien, Chambers. Digamos dieciocho
mil. Mañana le llamaré por teléfono para ver si los tiene ya. Si los ha conseguido, le diré lo que tiene que hacer. Si no
los tiene, el documento irá a manos de Sackett.
—Es un asalto, pero me tiene atrapado.
—Bueno, mañana al mediodía le llamaré
por teléfono. Así tendrá tiempo de ir al banco, retirar el dinero y volver.
—Perfectamente.
Fue retrocediendo de espaldas hasta la
puerta, apuntándome con la pistola. Era ya el atardecer y empezaba a caer la
noche. Mientras él retrocedía, me apoyé en la pared como si necesitase
sostenerme. Cuando atravesaba la puerta, encendí rápidamente el letrero
luminoso, cuya luz le dio de lleno en los ojos. Quiso darse la vuelta y en ese
momento le apliqué un terrible golpe. Cayó y me lancé sobre él. Le torcí la
muñeca para arrancarle la pistola, arrojé el arma al comedor y le di otro
puñetazo. Después lo arrastré hacia adentro, cenando la puerta de un puntapié.
Cora estaba en la puerta de la cocina.
Había permanecido allí, escuchando, durante todo el tiempo.
—Coge la pistola.
La tomó y se quedó allí quieta. Agarré a
Kennedy por las solapas y lo puse de pie. Después lo tendí sobre una de las
mesas y empecé a golpearle. Cuando perdió el sentido, llené un vaso de agua y
se lo arrojé a la cara. En cuanto volvió en sí, volví a golpearle. Y cuando su
rostro parecía un pedazo de carne cruda y él gimoteaba como un chico, le dejé
tranquilo.
—Vamos, Kennedy. Ahora mismo va a
hablarles a sus cómplices por teléfono.
—No tengo cómplices, Chambers. Lo juro.
Soy el único que está enterado de...
Volví a golpearle y se repitió toda la
escena. Él seguía negando que tuviese cómplices, y entonces le agarré un brazo
y empecé a torcérselo.
—Muy bien, Kennedy. Ya que no tiene
cómplices, voy a romperle este brazo.
Resistió mucho más de lo que yo creía
posible. Resistió hasta que empecé a hacer presión con todas mis fuerzas,
preguntándome si me sería posible romperlo. Mi brazo izquierdo estaba todavía
débil como consecuencia del accidente. Si alguna vez han intentado romper la
pata de un pavo viejo, tendrán una idea de lo difícil que es romper el brazo de
un hombre de esa manera.
Pero de pronto, Kennedy dijo que haría
lo que yo le ordenase. Le solté y le dije lo que tenía que decir. Después, lo
llevé al teléfono de la cocina y traje el aparato del comedor, a fin de poder
escuchar lo que decía y lo que respondían los otros, y al mismo tiempo
vigilarlo. Cora vino con nosotros, apuntándole.
—En cuanto te haga una seña, disparas.
Ella se apoyó en la pared y una terrible
sonrisa le torció la boca. Creo que aquella sonrisa asustó a Kennedy mucho más
que todo lo que yo le había hecho antes.
—Descuida.
Consiguió comunicar y preguntó:
—¿Eres tú, Willie?
—¿Quién habla, Pat?
—Sí, soy yo. Escúchame bien. Ya lo tengo
todo arreglado. ¿Puedes venir aquí con eso en seguida?
—Mejor mañana, como quedamos.
—¿No podrás hacerlo esta noche?
—¿Y cómo quieres que vaya a la caja de
seguridad, si el banco está cerrado?
—Bueno, muy bien, entonces, haz lo que
voy a decirte. Mañana por la mañana, en cuanto abra el banco, sacas el papel y
en seguida te vienes aquí con él. Yo estoy aquí, en su casa.
—¿En su casa?
—Sí. Oye. Chambers sabe que lo tenemos
atrapado, ¿comprendes?, pero teme que si ella se entera de que tienen que pagar
todo eso no lo vaya a dejar, ¿estamos? Si él se va, la mujer puede sospechar
algo y a lo mejor se empeña en ir con él. Es por eso por lo que decidí hacerlo
todo aquí. Finjo ser un tipo que se quedará a pasar la noche y ella no está
enterada de nada. Mañana, cuando tú llegues, diremos que eres un amigo mío y
arreglamos todo.
—¿Y cómo va a poder conseguir el dinero
sin salir de ahí?
—Eso está todo arreglado.
—¿Y para qué diablos vas a pasar la
noche ahí?
—Tengo mis razones, Willie. A lo mejor,
eso que me dijo de la mujer es un pretexto. Estando yo aquí, ni él ni ella
pueden escaparse, ¿comprendes?
—¿Está oyendo él lo que dices?
Kennedy me miró y yo le hice un signo
afirmativo.
—Sí, está aquí conmigo, en la cabina
telefónica. Quiero que me oiga, ¿sabes?, que se dé cuenta de que esto es una
cosa seria.
—Es una manera rara de hacer las cosas,
Pat.
—Mira, Willie. Ni tú ni yo podemos saber
si Chambers es sincero. Pero puede que lo sea, y quiero darle la oportunidad
que me ha pedido. Al fin y al cabo, si el tipo está dispuesto a pagar, no
perdemos nada con acceder a eso, ¿no te parece? Haz como te he dicho. Mañana
trata de llegar aquí lo más temprano que puedas. Lo más temprano, ¿comprendes?
Porque no quiero que la mujer se pregunte qué diablos hago yo aquí tantas
horas. ¿Estamos?
—Bueno, bueno.
Colgó el auricular. Me acerqué a él y le
di un nuevo puñetazo en la cara.
—Eso es para que diga lo que tiene que
decir cuando ese individuo llame otra vez, dentro de un rato. ¿Me ha
comprendido?
—Sí, sí; comprendido.
Esperé unos minutos y, efectivamente, el
timbre del teléfono no tardó en sonar. Contesté yo, y cuando le di el aparato a
Kennedy se reprodujo, aunque más breve, la misma conversación de antes. Pero
esta vez le dijo a su cómplice que yo le había dejado solo en la cabina. Al
otro no le gustaba nada el asunto, pero al final no tuvo más remedio que
acceder.
Una vez terminada la conversación
telefónica, llevé a Kennedy al cobertizo número uno. Cora vino con nosotros
empuñando siempre la pistola. En cuanto lo encerramos, salí con ella y tomé el
arma. Después le di un beso.
—Esto es por haber sabido hacerle frente
a la borrasca. Y
ahora, fíjate bien en lo que voy a
decirte. No voy a dejar solo a este hombre ni un segundo. Me quedaré aquí toda
la noche. Han de producirse seguramente otras llamadas telefónicas, y cada vez
que llamen lo traeremos para que hable con ellos. Creo que sería mejor abrir el
negocio. Pero no dejes que entre nadie. Cualquier cosa que pidan, se las sirves
afuera. Esto es por si viene alguien a espiar. Así verán que el negocio
funciona normalmente.
—Está bien. Oye, Frank.
—¿Qué?
—La próxima vez que pretenda hacerme la
lista, haz el favor de darme una buena en la mandíbula.
—¿Qué quieres decir?
—Debimos habernos ido, ahora lo
comprendo.
—No ¡qué demonios! Primero necesitamos
tener ese papel.
Entonces fue ella quien me besó.
—¿Sabes que me gustas mucho, Frank?
—No te preocupes, ya lo conseguiremos.
—No me preocupo.
Me quedé toda la noche con Kennedy, en
el galpón. No le di de comer ni permití que durmiera. Tres o cuatro veces tuvo
que hablarle a Willie, y otra vez Willie quiso hablar conmigo. Entre
conversación y conversación le daba unos golpes. Era un trabajo duro, pero
Kennedy tenía que estar tan ansioso como yo de que el papel llegara cuanto
antes. Mientras él se limpiaba la sangre de la cara con una toalla, oíamos
desde allí afuera la música del aparato de radio y a la gente que charlaba y
reía bajo los árboles.
A eso de las diez de la mañana se
presentó Cora en el cobertizo.
—Ya han llegado, Frank. Son tres
individuos.
—Tráelos aquí.
Ella cogió la pistola, la puso debajo de
su delantal, para que no pudiera verse de frente, y se fue. Un minuto después
oí un ruido como de algo que cayese. Era uno de los individuos. Cora los hacía marchar delante de ella,
de espaldas y con los brazos en alto. Uno de ellos había caído al tropezar con
el talón en el camino de cemento. Abrí la puerta.
—Por aquí, caballeros.
Entraron, con los brazos todavía en
alto, y Cora entró detrás, entregándome la pistola.
—Todos ellos traían automáticas, pero se
las quité en el comedor.
—Ve a buscarlas en seguida. A lo mejor
tienen otros cómplices por ahí.
Cora se fue y un minuto después volvió
con las armas. Les sacó la munición y dejó todo sobre la cama, a mi lado.
Después registró a cada uno de los pistoleros. No tardó en encontrar el
documento. Y lo más cómico fue que, en un sobre aparte, encontró unas
reproducciones fotostáticas del mismo, seis positivas y una negativa. Por lo
visto habían tenido la intención de seguir chantajeándonos, pero no se les
ocurrió nada más inteligente que traer consigo las reproducciones. Tomé todas
las copias, juntamente con el original, hice una pelota con todo y le prendí
fuego. Cuando quedó reducido a cenizas deshice el montoncito de una patada y
volví al cobertizo.
—Muy bien, muchachos. Ahora les enseñaré
el camino de vuelta. La artillería la dejamos aquí.
Una vez que los hube acompañado hasta
sus coches, y partieron, volví al cobertizo. Cora no estaba. Fui a la cocina,
tampoco estaba. Subí. Se hallaba en el dormitorio.
—Bueno, éste es un asunto acabado. Con
reproducciones y todo, ¿eh? Me tenía bastante preocupado.
No me contestó y observé una mirada rara
en sus ojos.
—¿Qué te pasa, Cora?
—Un asunto acabado, ¿eh? Con
reproducciones y todo. Para mí no está acabado. Tengo un millón de copias, tan
buenas como aquéllas. Un millón.
Se echó a reír nerviosamente y se dejó
caer sobre la cama.
—Bueno. Si eres tan tonta que quieres
meter tu propio
cuello en el lazo, nada más que para
perjudicarme, claro que las tienes. Un millón.
—No, querido. Lo mejor de todo es que yo
no me exponga a nada. ¿No te lo dijo acaso míster Katz? Como la sentencia ha
sido de homicidio por imprudencia, no pueden hacerme ya nada. Está en la
Constitución o algo así. No, no, señor Frank Chambers. No me va a costar
absolutamente nada hacerte bailar en el aire. Y eso es lo que vas a hacer.
Bailar, bailar, bailar.
—¿Pero se puede saber qué mosca te ha
picado?
—¿Acaso no lo sabes? Tu amiga apareció
anoche, y, como tú te cuidaste muy bien de no hablarle de mí, no sabía ni que
yo existiese. Pasó la noche aquí.
—¿Qué amiga?
—Esa con la que fuiste a México. Me lo
contó todo. Ahora somos excelentes amigas. Ella consideró conveniente que
fuésemos amigas. Cuando descubrió quién era yo, pensó que podría matarla.
—No he estado en México desde hace más
de un año.
—Ya lo creo que has estado.
Salió y la oí dar vueltas por mi
habitación. Cuando volvió, traía un cachorro de gato, pero era un cachorro
mucho más grande que un gato ya desarrollado. Era gris y tenía unos manchones
en el cuerpo. Lo puso sobre la mesa, frente a mí, y el animal empezó a maullar.
—La puma crió mientras estabais de
viaje, y Madge te trajo este cachorro para que la recuerdes.
Se apoyó contra la pared y empezó a reír
otra vez con una risa salvaje.
—¡El gato ha vuelto! Pisó un cable de la
luz y se carbonizó, pero ahora ha vuelto. ¡Ja, ja, ja, ja! ¿No te parece
cómico, Frank, la mala suerte que te traen los gatos.
15
Entonces estalló y rompió a llorar. Al
cabo de un rato se tranquilizó y bajó. Yo me fui detrás de ella sin perder un
solo instante. La encontré rompiendo las solapas de una gran caja de cartón.
—Estoy haciendo un nido para nuestra
pequeña mascota, querido.
—Está muy bien de tu parte.
—¿Qué pensaste que estaba haciendo?
—No pensé nada.
—No tengas miedo. Cuando llegue el
momento de llamar a Sackett, te lo diré francamente. Quédate tranquilo, porque
entonces necesitarás de toda tu fortaleza.
Acomodó unos trapos dentro de la caja,
la llevó arriba y metió el cachorro en ella. El animal maulló un rato y después
se quedó dormido.
Bajé a prepararme una copa, y apenas
había empezado a mezclar las bebidas cuando apareció Cora.
—Estoy preparándome algo para mantener
mi fortaleza, querida.
—Haces muy bien.
—¿Qué has pensado que podía estar
haciendo?
—No he pensado nada.
—No tengas miedo. Cuando me piense
escapar te lo diré francamente. Quédate tranquila, que quizá necesites de toda
tu fortaleza.
Me miró de una manera rara y se fue
arriba. Así pasamos todo el día: yo siguiéndola a ella por miedo de que llamase
a Sackett y ella siguiéndome por miedo de que me fuese. Ni siquiera abrimos el
negocio. De cuando en cuando nos pasábamos un rato sentados en el dormitorio.
No nos mirábamos.
Observábamos a la pumita. Cuando el
animal maullaba, ella iba a bajo a buscarle leche y yo la acompañaba. Después
de tomarse la leche el cachorro se quedaba dormido otra vez. Era demasiado
chico todavía para jugar. Se pasaba el tiempo maullando o durmiendo.
Aquella noche estuvimos tendidos en la
cama uno junto al otro, sin decir palabra. Debía haber dormido, porque tuve aquellas
malditas pesadillas. De pronto desperté y casi antes de haber abierto los ojos
ya corría escaleras abajo. Lo que me había despertado era el pequeño ruido del
disco del teléfono al ir marcando los números. Cora estaba junto al aparato del
comedor, vestida y con el sombrero puesto; en el suelo, al lado de ella, vi una
sombrerera. Le arrebaté violentamente el auricular y lo colgué. La tomé de los
hombros, la llevé a empujones por la mampara y la obligué a subir la escalera.
—Sube, sube o te...
Sonó el teléfono y corrí a responder.
«—Ahí tiene el número que pedía. Hable.
»—Servicio de taxis.
»—Ah, sí. Había llamado, pero cambié de
idea.
»—Está bien.»
Cuando subí nuevamente al dormitorio,
ella se estaba desnudando. Nos acostamos otra vez y permanecimos quietos, uno
al lado del otro, sin hablar. De pronto me preguntó:
—¿Qué querías decir con «Sube, sube o
te...»?
—No te importe. O te doy un buen golpe,
probablemente. O tal vez otra cosa.
—Era otra cosa, ¿verdad?
—¿Qué quieres decir?
—Frank. Sé perfectamente lo que has
estado meditando. Mientras estabas allí tendido, has estado pensando de qué
manera podrías matarme.
—He estado durmiendo.
—No me mientas, Frank. Porque yo no voy
a mentirte y tengo algo que decirte.
Medité sobre lo que me había dicho, un
buen rato. Porque eso era lo que había estado haciendo. Estar tendido junto a
ella pensando en la manera de matarla.
—Está bien. Tienes razón.
—Lo sabía.
—¿Crees que tú eres mejor que yo? ¿Acaso
no estabas decidida a entregarme a Sackett? ¿No es la misma cosa?
—Sí.
—Entonces, estamos en paz. A mano otra
vez. Como cuando empezamos, ¿eh?
—No, no es así.
—Sí que es.
Fui yo entonces quien rompió en
sollozos, hundiendo mi cabeza en su pecho.
—Estamos como al principio. Podemos
tratar de engañarnos todo lo que se nos antoje, y reírnos del dinero y
burlarnos de Dios y del diablo, pero la verdad es que estamos como al
principio. Yo me iba a escapar con esa mujer, Cora. Íbamos a Nicaragua a cazar
pumas. ¿Por qué no me fui? ¡Porque me di cuenta de que tenía que volver! Estamos
condenados el uno al otro, Cora. Creímos estar en la cima de una montaña, pero
no era así. La montaña está encima de nosotros, y así ha estado desde aquella
noche.
—¿Es ésa la única razón por la cual
volviste?
—No. La razón somos tú y yo. No hay
nadie más. Te quiero, Cora. Pero el amor, cuando en él hay miedo, deja de ser
amor. Es odio.
—¿Así que me odias?
—No lo sé. Pero por primera vez en la
vida estamos hablando con la verdad en los labios. Esto forma parte de ella,
tenías que saberlo. Y es la razón de lo que estaba pensando hace un rato. Ahora
ya lo sabes.
—Hace un instante te he dicho que tenía
que decirte algo.
—Es cierto.
—Voy a tener un hijo.
—¿Qué?
—Lo sospechaba ya antes de irme a Iowa,
pero después que murió mi madre ya tuve la absoluta seguridad.
—¡Cora, diablos! Ven aquí, dame un beso.
—No, no, por favor. He de contártelo
todo.
—¿No me lo has dicho ya?
—No. Espera y escúchame, Frank. Durante
todo el tiempo que pasé allí, esperando el sepelio, pensé en lo que eso
significaría para nosotros. Porque entre los dos hemos arrebatado una vida,
¿verdad? Y ahora vamos a dar una vida.
—Tienes razón.
—Mis pensamientos eran muy confusos. No
podría denunciarte a Sackett, Frank. No podría porque tener ese hijo para que
un día se enterase de que había dejado que a su padre lo colgaran por asesinato
me lo impide.
—Pero hace un rato ibas a ver a Sackett.
—No, Frank. Iba a irme.
—¿Y es ésa la única razón por la cual no
querías denunciarme a Sackett?
Tardó unos minutos en contestar a mi
última pregunta.
—No, te quiero, Frank. Creo que tú lo
sabes, ¿verdad? Pero de no mediar ese hijo que espero, quizás habría ido a
contárselo todo a Sackett. Y precisamente porque te quiero.
—Esa mujer no ha significado nada para
mí, Cora. Te dije ya por qué lo hice. Quería escapar de ti.
—Ya lo sé. Lo supe siempre. Como supe
también por qué querías sacarme de aquí. Entonces te dije que eras un vago,
pero en realidad no lo creía. Estaba segura de que no era ése el motivo que te
impulsaba a marcharte. Eres un vago, pero yo por eso te quiero; y a ella la
odié porque te traicionó sólo porque no le quisiste contar algo que nunca debió
importarle. Sin embargo, quería perderte por eso.
—¿Cómo?
—Estoy tratando de decírtelo, Frank.
Quería perderte y sin embargo no podía ir a ver a Sackett. No porque tú me
estuvieses espiando. Podía haberme escapado perfectamente y llegar hasta él.
Fue por lo que te dije. Bueno, ahora sé que, por fin, estoy definitivamente
libre del diablo. Sé que jamás llamaré a Sackett, porque tuve la oportunidad, y
los motivos, pero no lo hice. El diablo me ha abandonado. Pero ¿te ha dejado
libre a ti?
—Si te ha dejado libre a ti, ¿qué tengo
que hacer yo con
él?
—Nunca podemos estar seguros, a no ser
que tú tengas también la misma oportunidad que yo he tenido.
—Te digo que me dejó libre:
—Mientras tú pensabas en alguna manera
de matarme, Frank, yo pensaba en lo mismo: en cómo podrías eliminarme. Puedes
matarme en el mar, mientras nadamos. Nos iremos lejos, como aquella vez, y si
no quieres que yo vuelva no tienes por qué dejarme volver. Nadie lo sabrá
jamás. Será simplemente una de esas cosas que ocurren con tanta frecuencia en
las playas. Iremos mañana por la mañana.
—Lo que vamos a hacer mañana por la
mañana es casarnos.
—Podemos casarnos si lo deseas, pero
antes de volver aquí vamos a ir a la playa.
—¡Que se vaya al diablo la playa, la
natación y todo! ¡Vamos, venga ese beso!
—Mañana por la noche, si regresamos,
tendrás todos los besos que quieras. Besos deliciosos, Frank, no besos
borrachos. Besos de ensueño, llenos de vida, no de muerte.
—Muy bien, esperaré hasta mañana.
Nos casamos en la municipalidad y
después nos fuimos a la playa.
Cora estaba tan hermosa que yo sólo
quería jugar con ella en la arena, como un chiquillo; pero ella tenía una
pequeña sonrisa en su rostro, y de pronto se levantó y se acercó al agua.
—Voy a nadar.
Ella iba delante y yo detrás. Siguió
nadando hasta internarse mucho más que la vez anterior. De pronto se detuvo y
la alcancé. Se puso a mi lado y me tomó una mano. Nos miramos fijamente a los
ojos. Y en aquel instante comprendió que el diablo me había dejado, que yo la
amaba.
—¿Nunca te dije por qué me gusta ponerme
con los pies hacia las olas?
—No.
—Es para que me los levanten.
Una gran ola nos levantó y ella se puso
una mano sobre los pechos, para que yo viese cómo el agua los levantaba.
—Me gusta, Frank. ¿Están grandes?
—Esta noche te lo diré.
—Los siento muy grandes. No te dije nada
sobre esto. No se trata solamente de saber que uno va a dar al mundo otra vida.
Es lo que eso le hace a una. Siento los pechos hinchados y me dan ganas de
besarlos. Muy pronto, mi vientre estará también hinchado y eso me gustará y
desearé que todo el mundo lo vea. Es la vida. Lo siento dentro de mí. Es una
nueva vida para nosotros dos, Frank.
Iniciamos el regreso a la orilla y yo
buceé, hundiéndome unos tres metros, según calculé por la presión del agua.
Hice un enérgico movimiento de piernas y me hundí todavía más. El agua empezó a
metérseme en los oídos hasta que me dio la impresión de que iban a estallar. No
tenía prisa por subir. La gran presión del agua en los pulmones lleva el
oxígeno a la sangre y por unos cuantos segundos uno no piensa en respirar. Miré
el agua, verde, límpida. Y con aquel ruido en los oídos y el peso opresor en la
espalda y el pecho, me pareció que acababa de expulsar para siempre todo lo que
tenía de mezquino, de inútil y de despreciable en mi vida, y que me hallaba
listo para reanudarla, limpio junto a ella, y hacer lo que ella decía: tener
una nueva vida.
Cuando subí de nuevo a la superficie, Cora
estaba tosiendo.
—¿Qué te pasa?
—Nada. Una de esas descomposturas
repentinas que en seguida se pasan.
—Tragaste agua?
—No.
Avanzamos un trecho y ella se detuvo
otra vez.
—Frank, siento algo raro adentro.
—A ver, cógete de mí.
—¿Será por el esfuerzo que hice para
mantener la cabeza?
—Calma, calma, no te agites.
—Sería horrible, Frank. Muchas mujeres
abortan como consecuencia de un esfuerzo.
—Calma, calma. Extiéndete bien en el
agua. No trates de nadar. Yo te remolcaré.
—No será mejor que llames a un bañero?
—No, mujer. Si lo llamo querrá hacerte
mover las piernas y los brazos y eso sería peor. Quédate quieta y no te
preocupes, que en seguida estaremos en la orilla.
La fui remolcando, llevándola del
tirante de su traje de baño. Empecé a cansarme. Normalmente hubiera podido
llevarla diez veces aquella distancia; me di en pensar que tendría que
conducirla rápidamente a un hospital y eso me hizo aumentar las brazadas. Sin
embargo, al cabo de un rato toqué fondo, y tomándola en brazos corrí con ella
hacia la orilla.
—No te muevas. Déjame que lo haga yo.
—No me moveré.
La llevé alzada hasta el lugar donde
habíamos dejado la ropa y la deposité en tierra. Saqué la llave del coche,
envolví a Cora en las salidas de baño y la llevé al coche, que estaba aparcado
al lado del camino. Para llegar a él tuve que subir la loma sobre la cual se
hallaba. Tenía las piernas tan cansadas que apenas podía moverlas, pero al fin
conseguí sentarla en el coche, y subiéndome, cogí el volante y salí a toda
velocidad.
Estábamos a unos tres kilómetros de
Santa Mónica, ciudad en la que había un hospital. A toda marcha, alcancé un
camión. Llevaba un letrero en la parte posterior que decía: «Toque la bocina;
el camino es suyo.» Toqué la bocina lo más fuerte que pude, pero siguió por el
centro del camino. No podía adelantarle por la izquierda porque en sentido
inverso venía una larga fila de coches. Desvié hacia la derecha y aceleré a
fondo. Cora lanzó un grito. No había visto la
cañería. Oí un espantoso estruendo y después no supe nada más.
Cuando recuperé el conocimiento, me
encontré encajado al lado del volante, de espalda a la parte delantera del
coche. Oí algo espantoso que me hizo gemir. Era como si la lluvia cayera sobre
una chapa de cinc, pero no era aquello. Era la sangre de Cora que goteaba sobre
el capot, a donde su cuerpo había ido a parar después de atravesar el
parabrisas. Se oían sonar muchas bocinas y la gente venía corriendo a
auxiliarla. La levanté e intenté contener la sangre, mientras le hablaba y
lloraba, y la cubría de besos. Pero aquellos besos no llegaron. Estaba muerta.
16
Me condenaron a muerte. Katz se lo llevó
todo esta vez: los diez mil dólares que antes había cobrado para nosotros, el
dinero que habíamos ganado y una escritura por la propiedad. Hizo cuanto pudo
por salvarme, pero estaba vencido de antemano. Sackett dijo que yo era un perro
rabioso, al cual era necesario eliminar en pro de la seguridad colectiva. .
Tenía su historia admirablemente
preparada. Cora y yo habíamos asesinado al griego para quedarnos con su dinero,
y yo después me había casado con ella y luego la había matado para que todo
fuese mío. Dijo que el crimen había sido apresurado al descubrir Cora mi
aventura con Madge. Mostró el informe del médico judicial que había practicado
la autopsia y por el cual se revelaba que Cora iba a ser madre; dijo que
formaba parte del plan. Llevó a Madge como testigo y ella contó nuestro viaje a
México. No lo hizo de buena gana, pero no tuvo más remedio.
Hasta el cachorro de puma presentó en la
sala de audiencias. Había crecido bastante, pero como nadie se había preocupado
de cuidarlo estaba flaco y sucio, e intentó morderlo. El aspecto de aquel pobre
animal me hizo daño. Pero lo que realmente me perdió fue la nota que Cora había
escrito antes de pedir el taxi por teléfono. La había puesto en el cajoncito de
la caja de registros para que yo la encontrase a la mañana siguiente, y después
se olvidó por completo de ella. Yo no había alcanzado a verla porque a la
mañana siguiente, cuando nos fuimos a la playa, no abrimos el negocio. Era una
nota cariñosísima, pero Cora hacía alusión a la muerte del griego y eso fue lo
decisivo. La audiencia duró tres días y
Katz luchó contra ellos echando mano de todas las leyes de Los Ángeles; pero al
final no tuvo más remedio que declararse vencido. Sackett dijo que esa nota
revelaba el motivo que me había llevado a asesinarla. Eso, y el hecho de ser un
verdadero perro rabioso. Katz ni siquiera me permitió declarar. ¿Qué podía yo
decir? ¿Que no la había asesinado, porque Cora y yo habíamos puesto fin a
nuestras disputas sobre la muerte del griego? ¡Hubiera estado bueno!
El jurado deliberó sólo cinco minutos. Y
el juez dijo que me tendría la misma clemencia que podría concederle a un perro
rabioso.
Así es que ahora estoy en capilla,
escribiendo las últimas líneas de este relato, para que el padre McConell pueda
revisarlo y me muestre las partes que tal vez haya que arreglar un poco, por la
puntuación y todo eso. Si me suspenden la condena, el padre lo guardará a la
espera de lo que ocurra. Si se me conmuta la pena, lo quemará y nadie sabrá
jamás si hubo o no asesinato. Pero si me ejecutan, ya le he encargado que
busque alguien que lo edite. Ya sé que no habrá suspensión ni conmutación. En
ningún momento me he dejado engañar por la esperanza. Pero en este tétrico
lugar uno siempre espera algo, porque resulta imposible evitarlo. Nunca confesé
nada. Eso ya es algo. He oído decir que nunca ejecutan a un reo que no haya
confesado. No sé. A no ser que el padre McConnell me traicione, jamás sabrán
una palabra por mí. Tal vez me concedan una suspensión.
Me estoy sintiendo borracho, y he estado
pensando mucho en Cora. ¿Sabrá ella que no lo hice deliberadamente? Después de
lo que nos dijimos mientras nadábamos en el mar, es seguro que lo sabrá. Pero
eso es lo terrible, cuando uno juega con la muerte. A lo mejor, en el momento
del choque, le atravesó la mente la idea de que era deliberado. Es por eso por lo que tengo la esperanza de que haya
otra vida después de ésta. El padre McConnell me ha asegurado que la hay y yo
quiero ver a Cora. Quiero que sepa que todo lo que nos dijimos era cierto, y
que no lo hice intencionadamente. ¿Qué tenía ella que me hace sentir de esta
manera? No sé. Quería algo y trató de conseguirlo. Lo intentó por todos los
medios malos, pero lo intentó. No sé qué fue lo que la llevó a quererme, porque
me conocía perfectamente. Infinidad de veces me dijo que yo no servía para
nada. En realidad, lo único que quise en este mundo fue a ella. Pero eso es
bastante. No creo que muchas mujeres consigan ni siquiera eso.
En el número 7 hay un individuo que mató
a su hermano y dice que no fue él quien lo hizo, sino su subconsciente. Le
pregunté qué significaba eso y me contestó que todos tenemos dos «yo», uno que
conocemos y otro que ignoramos, porque es subconsciente. Eso me impresionó. ¿La
habré matado, y no lo sé? ¡Dios mío, no puedo creerlo! ¡No, no lo hice! La
quería tanto en ese momento, que hubiera dado mi vida por ella. ¡Que se vaya al
diablo esa subconsciencia! No creo en ella. No es más que una sarta de mentiras
que ese hombre inventó para ver si podía engañar al juez. Cuando uno hace una
cosa sabe perfectamente que la está haciendo. Y yo sé que no maté a Cora. Eso
es lo que voy a decirle si alguna vez vuelvo a verla.
Estoy bastante borracho ahora. Creo que
a uno le dan drogas en las comidas para que no piense en nada. Yo trato de no
pensar. Siempre que puedo, me imagino estar con Cora, con el cielo sobre
nosotros y el agua en derredor, hablando de lo felices que vamos a ser y cómo
nuestra felicidad será eterna. Me parece estar en el cielo, cuando estoy allí
con ella. Eso es lo que parece cierto, acerca de la otra vida, y no todo eso
que dice el padre McConnell. Cuando estoy
con ella creo en eso. Pero en cuanto empiezo a figurármelo como dice él todo
queda en nada. No hay suspensión de condena.
Ahí vienen. El padre McConnell dice que
las oraciones ayudan. Si habéis llegado hasta aquí, elevad una por mí y por
Cora, para que estemos juntos, sea donde sea.
FIN