Isak Dinesen
El niño soñador
En la primera mitad del siglo pasado vivía en
Sealand, Dinamarca, una familia de labradores y pescadores a la que llamaban
los Plejelt por su lugar de procedencia, cuyos miembros no parecían capaces de
prosperar por sí mismos de ninguna manera. En otro tiempo habían poseído algo
de tierras aquí y allá, y barcas de pesca; pero lo habían perdido todo, y
fracasaban en aquello que emprendían. Conseguían a duras penas no ir a parar a las
cárceles de Dinamarca, pero se entregaban liberalmente a toda suerte de pecados
y debilidades —vagabundeo, bebida, juego, hijos ilegítimos, suicidio— que los
seres humanos pueden concederse sin quebrantar la ley. El viejo juez del
distrito decía de ellos: «Estos Plejelt no son mala gente; tengo a muchos que
son peores que ellos. Son guapos, sanos, simpáticos, incluso inteligentes a su
manera. Pero no se dan maña para vivir. Y si no sientan cabeza pronto, no sé
qué va a ser de ellos, salvo que se los comerán las ratas.»
Ahora bien, lo extraño fue que —como si los Plejelt
hubiesen oído este triste augurio y se hubiesen asustado seriamente— en los
años subsiguientes parecieron sentar cabeza de verdad. Uno de ellos emparentó
con una respetable familia campesina, otro tuvo una racha de suerte en la pesca
del arenque, a otro le convirtió el nuevo sacerdote de la parroquia y le dio el
puesto de campanero. Sólo un vástago del clan, una niña, no escapó a su
destino; al contrario, pareció acumular sobre su joven cabeza el peso entero de
culpa y desdicha de toda su tribu. En el curso de su corta y trágica vida fue
arrastrada del campo a la ciudad de Copenhague, y aquí, antes de cumplir los
veinte años, murió en la más absoluta miseria, dejando tras de sí a un pequeñuelo.
El padre de este niño, quien por lo demás es ajeno a esta historia, le había
dado cien rixdales. Y la madre moribunda se los entregó, junto con el niño, a
una vieja lavandera, ciega de un ojo, llamada madame Mahler, en cuya casa había
estado hospedada. Suplicó a madame Mahler que proveyese para su hijito hasta
donde alcanzase el dinero, en el auténtico espíritu de los Plejelt, y se
contentase ella con un pequeño estipendio.
Al ver madame Mahler el dinero, le asomó una rosa en
cada mejilla; hasta entonces, jamás había tenido delante cien rixdales, uno
encima de otro. Al mirar al niño suspiró hondamente; luego echó sobre sus
hombros aquella tarea, junto con las otras cargas que la vida le había impuesto
ya.
El niño, que había recibido el nombre de Jens, empezó
a darse cuenta del mundo y de la vida en los barrios bajos del viejo
Copenhague, en un patio trasero, oscuro como un pozo, en medio de un laberinto
de suciedad, ruinas y olores nauseabundos. Poco a poco fue cobrando conciencia
también de sí mismo, y de que había algo excepcional en su situación en el
mundo. En el patio había otros niños, una nutrida multitud, pálidos y sucios
como él. Pero parecían pertenecer a alguien; tenían padre y madre; cada uno
contaba con un grupo de otros niños harapientos y chillones a los que llamaban
hermanos, y que le apoyaban en las peleas que se organizaban; evidentemente,
formaban parte de un todo. Empezó a meditar sobre la especial actitud del mundo
respecto a él, y sobre la razón de dicha actitud. Había algo en ella que se
correspondía con un temor de su corazón: que quizá no era de aquí en realidad,
sin0 de algún otro lugar. Por las noches le venían sueños caóticos y
multicolores; durante el día, su pensamiento seguía demorándose en ellos; a
veces hacían que se riera solo, como un tintineo de cascabeles, por lo que
madame Mahler meneaba la cabeza y pensaba que estaba un poco chiflado.
Llegó una visita a casa de madame Mahler, amiga de
su juventud: una costurera vieja y torcida, de cara plana, morena, con una
peluca negra. Se llamaba mamzell Ane. En su juventud había cosido para muchas
casas importantes. Llevaba un lazo rojo en el cuello, y tenía muchas actitudes
y posturas juveniles y coquetas. Pero su pecho hundido albergaba también una
grandeza de alma que le permitía desdeñar su actual miseria en recuerdo de
aquel esplendor que sus ojos contemplaron en el pasado. Madame Mahler era una
mujer de escasa imaginación; prestó de mala gana oídos a los grandiosos e
interminables soliloquios de su amiga. Al cabo de un rato, mamzell Ane se
volvió hacia el pequeño Jens en busca de comprensión. Ante la seria atención
del niño, su imaginación se excitó: evocó y ensalzó la gloria del satén, el
terciopelo y el brocado, de los nobles salones y las escalinatas de mármol. La
señora de la casa se adornaba para el baile a la luz de multitud de velas; su
marido entraba a buscarla con una estrella en el pecho, mientras la carroza y
los caballos aguardaban en la calle. Había grandes bodas en la catedral, y
funerales, con las damas todas envueltas en velos negros como magníficas y
trágicas columnas. Los niños llamaban a sus padres papá y mamá; tenían muñecas
y caballitos de madera para jugar, loros parlanchines en jaulas doradas, y
perros a los que habían enseñado a caminar sobre las patas traseras. Su madre
les besaba, les daba bombones y les llamaba con nombres cariñosos. Incluso en
invierno, en las habitaciones cálidas, tras las cortinas de seda, reinaba el
perfume de unas flores llamadas heliotropos y adelfas, y las arañas de cristal
que colgaban del techo tenían forma de flores y hojas brillantes.
La noción de este mundo majestuoso y radiante se
amalgamó, en el pensamiento del pequeño Jens, con la de su inexplicable
aislamiento en la vida, dando origen a un gran sueño o fantasía. Estaba solo con
madame Mahler porque su verdadero hogar era una de aquellas casas de las que
hablaba mamzell Ane. En los largos días en que madame Mahler estaba pegada a su
tina o iba a llevar ropa lavada al pueblo, se recreaba y jugaba con la idea de
esta casa y de la gente que vivía en ella, que le quería muchísimo. Mamzell
Ane, por su parte, notaba el efecto de su épopée en el niño, se daba
cuenta de que al fin había encontrado el auditorio ideal, y se sentía más
inspirada a causa de este descubrimiento. La relación entre los dos se
convirtió en una especie de idilio: para dicha de ambos, se volvieron
dependientes el uno del otro.
Ahora mamzell Ane fue una revolucionaria, con una
visión primitiva, inflamada, quimérica en su corazón orgulloso y virginal, ya
que había vivido toda su vida entre gentes sumisas y poco dadas a la reflexión.
El significado y fin de la existencia para ella era la grandeza, la belleza y
la elegancia. Haría lo que fuese por que no desapareciesen de la tierra. Pero
consideraba que era una situación cruel y escandalosa el que tantos hombres y
mujeres tuviesen que vivir y morir sin estos altísimos valores humanos —sin
saber siquiera que existían—, que tuvieran que ser pobres, torcidos y toscos.
Cada día esperaba la hora de la justicia en que se volviesen las tornas, y los
contrahechos y los oprimidos entrasen en el cielo del refinamiento y de la
gracia. Sin embargo, ahora procuraba no inculcar en el alma del niño ninguna de
sus propias amarguras o rebeldías. Pues a medida que aumentaba la intimidad entre
ellos, aclamaba más en su corazón al pequeño Jens como legítimo heredero de
toda la magnificencia por la que ella había rezado en vano. No debía luchar por
esa magnificencia: era toda suya por derecho, y debía llegarle por sí misma.
Quizá la inspirada y experimentada vieja notaba también que el niño no tenía
disposición para la envidia o el rencor. En sus largas y felices charlas,
aceptaba el mundo de mamzell Ane serenamente y sin recelo, con la misma actitud
(salvo que no tenían nada que ver una y otras) que los niños nacidos en su
seno.
Hubo un breve período en el que Jens hizo partícipes
de su felicitación a los demás niños del patio. Él, les decía, estaba muy lejos
de ser el tonto al que a duras penas soportaba la vieja madame Mahler; era, por
el contrario, el favorito de la fortuna. Tenía un papá y una mamá, y una casa
preciosa, con tales y cuales cosas, un carruaje y caballos en la cuadra. Le
mimaban y le daban todo lo que se le antojaba. Era curioso, pero los niños no
se reían de él, ni le perseguían después, haciéndole objeto de burla. Casi
parecía que le creían. Sólo que no llegaban a comprender o seguir sus
fantasías: prestaban poco interés, y al cabo de un rato dejaban de atender. Así
que Jens renunció a compartir el secreto de su felicidad con el mundo.
Sin embargo, algunas de las preguntas que le habían
hecho los niños le hicieron pensar; y le preguntó a mamzell Ane —ya que la
confianza entre ambos era por entonces completa— cómo era que él había perdido
contacto con su familia y había venido a parar a casa de madame Mahler. No le
fue fácil a mamzell Ane contestarle: no se lo podía explicar. Sin duda, pensó,
aquello formaba parte del estado de corrupción y confusión del mundo en
general. Tras meditar solemnemente la pregunta, a la manera de una sibila, le
proporcionó una explicación. No era raro ni mucho menos, dijo, ni en la vida ni
en los libros, que un niño, sobre todo un niño de la posición más elevada y
feliz, y más entrañablemente querido por sus padres, desapareciera
misteriosamente y se perdiese. Se calló de repente ante sus propias palabras,
ya que aun para su intrépida y esforzada alma, el tema parecía demasiado
trágico para seguir adelante. Jens aceptó la explicación con el mismo espíritu
con que se la habían dado, y a partir de ese momento se vio a sí mismo como
aquel triste aunque no infrecuente fenómeno: como un niño desaparecido y
perdido.
Pero cuando Jens tenía seis años, murió mamzell Ane,
dejándole sus escasas posesiones terrenales: un gastado dedal de plata, un
precioso par de tijeras y una sillita negra con rosas pintadas. Jens concedió
gran valor a estos objetos, y los contemplaba gravemente a diario. Justo por
entonces comenzó madame Mahler a verle el final a sus cien rixdales. Se había
sentido molesta por la dedicación de su vieja amiga al niño, así que decidió
resarcirse. En adelante, emplearía al chico en el negocio de la lavandería. No
sería ya dueño de su propia vida; y el dedal, las tijeras y la sillita se
quedarían en la habitación de madame Mahler como únicos vestigios o pruebas
tangibles del esplendor que él y mamzell Ane habían conocido y compartido.
A la vez que tenían lugar estos sucesos en Adelgate,
vivía en una casa majestuosa de Bredgade una joven pareja de recién casados: se
llamaban Jakob y Emilie Vandamm. Eran primos; ella era hija única de uno de los
grandes armadores de Copenhague; y él, de la hermana de dicho magnate; de
manera que de no ser por su sexo, la joven se habría convertido con el tiempo
en directora de la empresa. El viejo armador, que era viudo, ocupaba con su
hermana, viuda también, las dos plantas más bajas de la casa. La familia estaba
muy unida, y los jóvenes habían estado prometidos desde la niñez.
Jakob era un joven corpulento, de cabeza despierta y
carácter agradable. Tenía muchos amigos; pero ninguno de ellos podía discutir
el hecho de que estaba engordando a la temprana edad de los treinta. Emilie no
era una belleza, aunque tenía una figura sumamente agraciada y elegante, y el
talle más esbelto de Copenhague; era ágil y flexible en el andar y en todos sus
movimientos, con una voz baja, y una actitud amable y reservada. En cuanto a su
talante moral, era digna hija de una larga lista de honrados y competentes
comerciantes: recta, prudente, veraz y un poco farisaica. Dedicaba mucho tiempo
a obras de caridad, y en ellas distinguía cuidadosamente entre pobres
merecedores y pobres no merecedores. Recibía amplia y generosamente; pero se
mantenía estrictamente en su propio medio. Su viejo tío, que había dado la
vuelta al mundo y era admirador del bello sexo, se metía con ella durante la
comida de los domingos. Había un exquisito matiz picante, decía, en el
contraste entre la flexibilidad de su cuerpo y la rigidez de su mente.
Hubo una época en que, ignorantes del mundo, los dos
habían estado de acuerdo. Cuando Emilie tenía dieciocho años, y Jakob se
encontraba en China, embarcado, se enamoró de un joven oficial de la marina
llamado Charlie Dreyer, el cual, tres años antes, a la edad de veintiún años,
se había distinguido en la guerra de 1849, y había sido condecorado. Emilie no
estaba entonces formalmente prometida a su primo. No creía, tampoco, que a
Jakob se le partiese el corazón si le dejaba y se casaba con otro hombre. Sin
embargo, tuvo extraños y súbitos temores; y la fuerza de sus propios sentimientos
la alarmaron. Cuando meditó a solas sobre el asunto, consideró indigno depender
tan enteramente de otro ser humano. Pero volvió a olvidar sus temores al
encontrarse otra vez con Charlie; y no cesaba de asombrarse de que la vida
contuviera efectivamente tanta dulzura. Su mejor amiga, Charlotte Tutein, le
dijo mientras se desvestían las dos, después de un baile:
—Charlie Dreyer va detrás de todas las muchachas
bonitas de Copenhague, pero no tiene intención de casarse con ninguna. Creo que
es un Don Juan.
Emilie sonrió al pensar que a Charlie, mal juzgado
por todo el mundo, sólo le conocía ella tal como era: leal, constante y
sincero.
El barco de Charlie iba a zarpar rumbo a las Indias
Occidentales. La noche antes de su partida fue a la residencia del padre de
ella, próxima a Copenhague, para despedirse, y encontró a Emilie sola. Los dos
jóvenes pasearon por el jardín; había luna. Emilie cortó una rosa blanca,
húmeda de rocío, y se la dio. Cuando iban a separarse en el camino, delante de
la verja, él le cogió las manos, las atrajo hacia su pecho, y en un susurro le
rogó, ya que nadie le vería regresar, que le dejase pasar con ella esa noche,
hasta la madrugada, en que debía partir para tan lejos.
Es probablemente, casi imposible que los hijos de
las generaciones posteriores comprendan, o se hagan una idea, del horror y
abominación que la idea y la palabra misma seducción despertaba en el espíritu
de las jóvenes de esa época pasada. Quizá no se habría escandalizado y asustado
más mortalmente si hubiese descubierto que pretendía cortarle el cuello.
Tuvo que repetir su súplica antes de que ella le
comprendiese; y cuando lo hizo, la tierra le faltó bajo los pies. Le pareció
como si el único hombre del mundo en el que confiaba, y al que amaba, estuviese
tratando de arrastrarla al pecado supremo, al desastre y la vergüenza,
pidiéndole que traicionase la memoria de su madre y la de todas las doncellas
del mundo. Sus propios sentimientos hacia él la hacían cómplice del crimen, y
se dio cuenta de que estaba perdida. Charlie notó que se tambaleaba, y la rodeó
con sus brazos. Con un grito ahogado, angustiado, se libró de ellos, huyó, y
empujó con todas sus fuerzas la pesada verja de hierro; pasó el cerrojo ante
él, como si fuese la jaula de un león irritado. ¿En qué lado de la puerta había
quedado el león? Sus fuerzas la abandonaron; se sujetó a los barrotes, mientras
al otro lado, el pobre y desesperado amante se apretaba contra ellos, manoteaba
para cogerle las manos, las ropas e imploraba que le abriese. Pero ella retrocedió
y huyó a la casa, a su cuarto, sólo para encontrar allí su propia desesperación
y el intenso vacío del mundo que la rodeaba.
Seis meses más tarde regresó Jakob de China, y se
celebró el compromiso de ambos con gran alegría de las familias. Un mes después
se enteró de que Charlie había muerto de fiebres en Santo Tomás. Antes de
cumplir los veinte, se había casado y era la señora de su elegante mansión.
Muchas jóvenes de Copenhague se casaban de esa misma
manera —par dépit—; luego, para salvar su amor propio, negaban su primer
amor y convertían la excelencia de sus maridos en una cuestión de honor, de
manera que se volvían incapaces de discernir entre la verdad y la mentira,
perdían el peso moral y fluctuaban en la vida sin apoyo ninguno de la realidad.
Emilie se había salvado de este destino gracias a la intervención, por así
decir, de los viejos Vandamm, sus antepasados, y por el instinto y principio de
sano mercantilismo que habían transmitido a la sangre de su hija. Aquellos
decididos y tenaces mercaderes no pestañearon al efectuar su balance; en los
tiempos difíciles, habían mirado la quiebra y la ruina de frente, con
severidad; eran leales e inquebrantables servidores de la realidad. Y de este
mismo modo, hizo ahora Emilie balance de sus ganancias y pérdidas. Había amado
a Charlie y se había revelado indigno de su amor; así que no volvería a amar de
la misma manera. Había estado al borde de un abismo, y de no haber mediado la
gracia de Dios, sería ahora una mujer caída, expulsada de la casa de su padre.
El marido con el que estaba casada era amable y buen hombre de negocios. Emilie
poseía además, por circunstancias de la vida, una casa de su gusto y una
posición segura y armoniosa en su propia familia y en el mundo de Copenhague;
por todas estas cosas se sentía agradecida, y por ellas no quería correr
riesgos. En este momento de su vida abrazaba con todas las fuerzas de su joven
alma un credo de fanática veracidad y solidez. Puede que los antiguos Vandamm
la hubieran aplaudido, o hubieran juzgado excesivo su código; pero también
ellos habían corrido riesgos cuando hubo necesidad, y sabían que en el comercio
es peligroso desafiar al peligro.
Jakob, por su parte, estaba enamorado de su mujer y
la apreciaba más que a los rubíes. Para él, como para los demás jóvenes de la
burguesía de Copenhague de moral estricta, la primera experiencia amorosa había
sido extremadamente grosera. Había conservado su lozanía de corazón, y su
exigencia de limpieza y de orden en la vida, aferrándose a un ideal de mujer
más puro, representado en primer lugar por la joven prima con la que se iba a
casar, la muchacha inocente y rubia que llevaba la sangre de su propia madre, y
educada como ella. Se llevó su retrato a Hamburgo y a Amsterdam, y ese rasgo
suyo que su mujer calificaba de infantil le movía a adornarlo como si fuese una
muñeca o un icono; en China se volvió sumamente etéreo y romántico, y solía
repetirse a sí mismo pequeñas expresiones de ella para recordar su voz baja y
suave. Ahora era feliz de estar otra vez en Dinamarca, casado y en su propio
hogar, y de encontrar a su joven esposa tan perfecta como el retrato que
guardaba de ella. A veces, vagamente, echaba de menos en ella un poco de
debilidad; o que recurriese alguna vez a la fuerza de él, que en cambio así
hacía un torpe papel al lado de su figura delicada. Le daba cuanto quería y,
orgulloso de la superioridad de ella, le dejaba todas las decisiones sobre la
casa y sobre la vida diaria y social. Sólo en la práctica de la caridad no
estaban enteramente de acuerdo marido y mujer, y Emilie le sermoneaba un poco
por su credulidad.
—¡Qué absurdo eres, Jakob! —dijo ella—. Te crees
todo lo que te dicen esas gentes... no porque no lo puedes remediar, sino
porque deseas creerlas en realidad.
—¿Tú no deseas creerlas? —le preguntó él.
—No entiendo —replicó Emilie— que se pueda desear
creer o no creer. Yo lo que quiero es averiguar la verdad. Cuando algo no es
verdad —añadió—, me importa poco qué otra cosa pueda ser.
Algún tiempo después de la boda, Jakob recibió una
carta de una antigua doncella de la casa de su suegro, en la que le informaba
que mientras él estaba en China su esposa había tenido una aventura con Charlie
Dreyer. Él sabía que era mentira; así que rompió la carta y no volvió a pensar
en ello.
No tenían hijos. Esto producía a Emilie una honda
aflicción; era como si faltase a sus obligaciones. Cuando llevaban ya cinco
años casados, Jakob, molesto por la constante inquietud de su madre, y con el
pensamiento puesto en el futuro de la empresa, sugirió a su mujer la idea de adoptar
un niño que diese continuidad a la casa. Emilie rechazó inmediatamente la
sugerencia con gran energía e indignación; para ella tenía todos los visos de
comedia, y no quería ver la empresa de su padre abrumada por el peso de un
falso heredero. Jakob se extendió en explicaciones sobre los Antoninos, pero
sin resultado.
No obstante, cuando volvió él a abordar el tema seis
meses después, Emilie encontró, para su propia sorpresa, que ya no le parecía
tan desagradable. Sin darse cuenta, le había hecho un sitio en su conciencia y
había dejado que echase raíces allí, ya que ahora le resultaba familiar.
Escuchó a su marido, y se sintió favorablemente dispuesta. «Si es esto lo que
él desea», pensó, «no debo oponerme». Pero en el fondo sabía clara y fríamente,
y se admiraba de su propia frialdad, cuál era la verdadera razón de su
indulgencia: el profundo temor, una vez adoptado el niño, de no sentirse
obligada ya a darle un heredero a la empresa, un nieto a su padre y un hijo a
su marido.
Fueron sus pequeñas divergencias respecto a los
pobres merecedores y no merecedores las que acarrearon a la joven pareja de
Bredgade los sucesos que se recogen en esta historia. En verano vivían en la
quinta que el padre de Emilie poseía en el Strandvej, y Jakob iba al pueblo en
una pequeña calesa. Un día decidió aprovechar la ausencia de su mujer para
visitar a un menesteroso indiscutiblemente no merecedor, un viejo capitán de
uno de sus barcos. Se puso en camino, cruzó el pueblo antiguo, por donde era
difícil pasar en coche, y donde su visión era tan excepcional que las gentes
salían de sus cuchitriles para verlo. En el estrecho callejón de Adelgate, un
borracho agitó los brazos delante del caballo; éste se asustó, y derribó a un
niño que llevaba una carretilla cargada de ropa. La carretilla y la ropa
acabaron lamentablemente en el arroyo. En seguida se congregó una multitud
alrededor de la escena, aunque sin dar muestras de indignación ni de simpatía.
Jakob mandó a su criado que subiese al niño al pescante. El niño se hallaba manchado
de barro y de sangre; pero no estaba malherido, ni asustado. Parecía haberse
tomado el accidente como una aventura en general, o como si le hubiese sucedido
a otro.
—¿Por qué no te has apartado, bobo? —le preguntó
Jakob.
—Porque quería ver el caballo —dijo el niño, y
añadió—: Ahora puedo verlo muy bien desde aquí.
Jakob se enteró de dónde vivía el niño por un mirón,
le pagó a éste para que se hiciese cargo de la carretilla y llevó al niño
personalmente a su casa. La sordidez de la vivienda de madame Mahler, y su
obtusa y tuerta insensibilidad, le impresionaron desagradablemente, pese a que
había entrado otras veces en casa de los pobres. Pero aquí le chocó la extraña
incongruencia entre el patio trasero y el niño que vivía en él. Era como si,
sin saberlo, madame Mahler albergase, y maltratase, a un animalito dócil y
salvaje o a un duende. Camino de regreso a la quinta, pensó que aquel niño le
recordaba a su mujer: tenía una actitud reservada, desinteresada, por así
decir, detrás de la cual se adivinaba una fuerza y una resistencia grandes,
íntegras.
Esa noche no habló del incidente, pero volvió a casa
de madame Mahler para preguntar por el chico; y algún tiempo después contó a su
mujer la aventura y, con cierta timidez y medio en broma, le propuso adoptar
aquel niño precioso y abandonado.
Medio en broma, Emilie aceptó la idea. Sería mejor,
pensó, que acoger a uno cuyos padres conociera. A partir de entonces, se
demoraba hablando del asunto cuando no tenía otra cosa de que hablar con su
marido. Consultaron al abogado de la familia, y enviaron a su viejo médico para
que reconociese al niño. Jacob estaba sorprendido y agradecido por la
conformidad de su mujer con sus deseos. Escuchaba con amable interés cuando él
le explicaba sus planes, y hasta exponía a veces sus propias ideas sobre
educación.
Últimamente, Jakob encontraba su ambiente doméstico
casi demasiado perfecto, y había tenido una aventura en la ciudad. Ahora se
había cansado de ella, y le había puesto fin. Le compró regalos a Emilie, y
dejó que pusiera las condiciones que quisiese respecto a la adopción del niño.
Podía traer al niño a casa, dijo, el primero de octubre, cuando se
trasladasen a la ciudad; pero Emilie se reservaría la decisión definitiva de
adoptarlo o no para el mes de abril, cuando llevase ya seis meses con ellos. Si
para entonces no encontraba al niño apto para sus planes, lo entregaría a
alguna familia honrada y amable de las que trabajaban para la empresa. Hasta
abril, serían solamente los tíos Vandamm para el niño.
No dijeron nada a la familia, y esta circunstancia
subrayó el nuevo sentimiento de camaradería entre los dos. ¡Qué distinto habría
sido, se dijo Emilie, si hubiese esperado ella un niño por el medio ortodoxo de
las mujeres! En efecto, era limpio y curioso resolver los asuntos de la
naturaleza según el criterio de una. «Y», susurró en su interior, mientras
deslizaba su mirada espejo abajo, «se conserva la figura».
En cuanto a madame Mahler, cuando llegó el momento
de hablar con ella, la cuestión se arregló fácilmente. No fue capaz de oponerse
a las personas que estaban socialmente por encima de ella; también, de manera
vaga, calculó que esto la pondría, en el futuro, en relación con una casa que
sin duda le traería abundante ropa que lavar. Sólo la presteza con que Jakob le
reembolsó sus pesados gastos en el niño dejaron en su corazón un pesar
duradero, por no haberle pedido más.
En el último momento, Emilie puso una nueva
condición. Iría ella sola a traer al niño. Era importante que la relación entre
el niño y ella se estableciese adecuadamente desde el principio, y no se fiaba
del sentido de la propiedad de Jakob a este respecto. Así que, cuando estuvo
todo dispuesto para recibir al niño en la casa de Bredgade, Emilie fue en coche
a Adelgade sin acompañamiento ninguno a tomar posesión suya con la conciencia
tranquila respecto a la empresa y a su marido, pero, de antemano, un poco
cansada de todo el asunto.
En la calle, cerca de casa de madame Mahler, un
grupo de chiquillos desaliñados esperaba evidentemente la llegada del carruaje.
Se pusieron a observar, pero desviaron los ojos cuando ella les miró a su vez.
Se le cayó el alma a los pies al levantarse su amplia falda de seda, atravesar
la multitud y cruzar el patio. ¿Tendría el mismo aspecto su niño? Al igual que
Jakob, había visitado muchas veces las casas de los pobres. Era un espectáculo
lamentable, pero no podía ser de otro modo. «Tendrás a los pobres siempre a tu
lado.» Pero hoy, puesto que iba a entrar un niño de este lugar en su propia
casa, se sintió por primera vez relacionada con la indigencia y la miseria del
mundo. La invadió una nueva repugnancia y horror; y un momento después, una
nueva y más honda compasión. Con estos dos sentimientos entró en casa de madame
Mahler.
Madame Mahler había aseado un poco al pequeño Jens,
le había mojado el pelo y se lo había peinado. También le había informado
apresuradamente, un par de días antes, de lo que ocurría, y de su propio
ascenso en la vida. Pero como era una mujer sin imaginación y, además, opinaba
que el niño era medio tonto, no se había molestado demasiado en ello. El niño
había recibido la noticia en silencio; se limitó a preguntar cómo le habían
encontrado sus padres.
—Por el olor —dijo madame Mahler.
Jens había comunicado la noticia a los otros niños
de la casa. Sus papás, les dijo, iban a venir mañana, con gran pompa, para
llevarle a casa. Le hizo pensar el hecho de que el acontecimiento causase tanta
sensación en aquel mundillo del patio que había acogido sus visiones con
indiferencia. Para él, ambas cosas eran lo mismo.
Se había subido a la sillita de mamzell Ane para
asomarse a la ventana y presenciar la llegada de su madre. Todavía estaba
encaramado en ella cuando entró Emilie, y madame Mahler le hizo en vano un
gesto para que se bajase. Lo primero que Emilie notó en el niño fue que no
desvió la mirada, sino que la miraba directamente a los ojos. Al verla, una luz
extática cruzó por su semblante. Durante unos momentos se observaron
mutuamente.
El niño parecía esperar a que ella hablase; pero
como seguía callada, empezó él, indeciso:
—Mamá —dijo—, me alegro de que me hayas encontrado.
Hace mucho, mucho tiempo, que te esperaba.
Emilie lanzó una mirada a madame Mahler. ¿Habían
ensayado esta escena para conmover su corazón? Pero la manifiesta falta de
inteligencia que reflejaba el rostro de la vieja lavandera descartaba tal
posibilidad; y se volvió otra vez hacía el niño.
Madame Mahler era una mujer ancha y voluminosa.
Emilie, con miriñaque y una amplia mantilla, ocupaba bastante espacio. El niño
era con mucho la figura más pequeña de la habitación; sin embargo, en este
instante, la dominaba como si hubiese tomado posesión de ella. Estaba de pie,
erguido, con aquel resplandor de su semblante.
—Por fin voy a volver a casa contigo —dijo.
Emilie comprendió, vaga, confusamente, que para el
niño la importancia del momento no residía en su propia buena suerte, sino en
la inmensa dicha y alegría que le reportaba a ella. Una extraña idea, que no
pudo explicarse a sí misma, le cruzó por la cabeza. Pensó: «Este niño está tan
solo en la vida como yo.» Se acercó gravemente a él y le dijo unas palabras
amables. El niño alargó la mano y le tocó suavemente los largos y sedosos rizos
que le caían hacia delante por encima del cuello.
—Te he reconocido en seguida —dijo con orgullo—.
Eres mi mamá, que me mima. Te habría reconocido entre todas las señoras, por tu
cabello largo y precioso.
Deslizó los dedos levemente por su hombro y su
brazo, y toqueteó su mano enguantada.
—Llevas tres anillos hoy —dijo.
—Sí —dijo Emilie con su voz baja.
Una breve sonrisa de triunfo afloró al rostro de
Jens.
—Ahora dame un beso, mamá —dijo, y palideció
intensamente.
Emilie no sabía que su emoción se debía al hecho de
que jamás le habían besado. Obediente, sorprendida de sí misma, se inclinó y le
besó.
La despedida de Jens y madame Mahler fue al
principio un poco demasiado ceremoniosa para tratarse de dos personas que se
conocían desde hacía mucho tiempo. Porque ella le veía ya como una persona
nueva, como el hijo de la señora rica; y le tomó la mano despacio, con el rostro
rígido. Pero Emilie ordenó al niño, antes de irse, que le diera las gracias a
madame Mahler por haberle cuidado hasta ahora, y él lo hizo con mucha soltura y
gracia. A lo cual, las arrugadas y curtidas mejillas de la vieja volvieron a
ruborizarse intensamente, como las de una muchacha, igual que al ver el dinero
en su primer encuentro. Había recibido muy rara vez en su vida una expresión de
agradecimiento. En la calle, el niño se detuvo.
—¡Mirad mis grandes y gordos caballos! —exclamó.
Emilie, sentada en el coche, estaba perpleja. ¿Qué
era lo que se llevaba de casa de madame Mahler?
Ya en su propia casa, al subir al niño y enseñarle
habitación tras habitación, su perplejidad fue en aumento. Jamás se había
sentido tan insegura de sí misma. Todos los rincones producían en el niño el
mismo transporte de reconocimiento. A veces mencionaba y buscaba con los ojos
lo que ella recordaba vagamente de su propia niñez, o cosas de las que nunca
había oído hablar. La perrita faldera que ella se había traído de su antiguo
hogar se puso a ladrarle. Emilie la cogió, temerosa de que fuera a morderle.
—No, mamá —exclamó él—, no me morderá; me conoce.
Unas horas antes —hasta el momento, pensó Emilie, en
que besó al niño en casa de madame Mahler— le habría regañado: «Calla, estás
diciendo una mentirijilla.» Ahora no dijo nada; y un momento después, el niño
miró en torno suyo y preguntó:
—¿Se ha muerto el lorito?
—No —contestó ella asombrada—, no se ha muerto; está
en la otra habitación.
Emilie se dio cuenta de que le daba miedo estar a
solas con el niño, y permitir que una tercera persona se uniese a ellos. Mandó
salir a la niñera de la habitación. A la hora en que Jakob solía llegar, Emilie
prestó atención con una especie de alarma, por si oía sus pasos en la escalera.
—¿A quién esperas? —le preguntó Jens.
No supo cómo llamar a Jakob delante del niño.
—A mi marido —replicó confundida.
Al entrar Jakob, encontró a la madre y al hijo
mirando el mismo libro de ilustraciones. El pequeño se le quedó mirando.
—¡Así que tú eres mi papá! —exclamó—. Ya me lo había
parecido a mí también desde el principio. Pero no estaba completamente seguro.
Entonces no me habéis encontrado por el olor. Creo que fue el caballo el que me
reconoció.
Jakob miró a su mujer, y ella miró al libro. Jakob
no esperaba encontrar sentido común en un niño, y no tardó en ponerse a jugar
con él y a tumbarle. En medio del juego, Jens apoyó las manos contra el pecho
de Jakob.
—No llevas tu estrella —dijo.
Un momento después, Emilie abandonó la habitación.
Pensó: «He tomado sobre mí esta carga para satisfacer los deseos de mi marido;
pero me parece que me va a tocar llevar el peso yo sola.»
Jens tomó posesión de la mansión de Bredgade, y la
sometió no por la fuerza o el poder, sino con el don de ese personaje
fascinante e irresistible, quizá el más fascinante e irresistible del mundo
entero: el del soñador cuyos sueños se vuelven realidad. La vieja casa se
enamoró un poco de él. Esa es siempre la suerte de los soñadores cuando tratan
con gentes sensibles a la magia de los sueños. El más famoso de todos, el hijo
de Raquel, como todo el mundo sabe, sufrió penalidades y hasta fue arrojado al
calabozo por eso. Salvo en el tamaño, Jens no tenía el menor parecido con los
retratos clásicos de Cupido; sin embargo era evidente que, sin saberlo, el
armador y su mujer habían traído un amorino. Llegó alado, y asociado con
los dulces y despiadados poderes de la naturaleza; y su relación con cada
miembro individual de la casa se convirtió en una especie de etéreo idilio. Fue
por la fuerza de este mismo magnetismo por lo que Jakob había elegido al niño,
al conocerle, como heredero de la empresa, y por lo que Emilie temía quedarse a
solas con él. El viejo magnate y los criados tampoco escaparon a su destino...
como le ocurrió a Putifar, capitán de la guardia de Egipto. Antes de darse
cuenta de lo que hacían, habían puesto cuanto tenían en sus manos.
Uno de los efectos de este encanto especial fue que
empezaron todos a mirarse a sí mismos con los ojos del soñador, a sentirse
impulsados a vivir de acuerdo con un ideal; y por esta existencia superior, se
volvieron dependientes de él. Durante el tiempo que Jens vivió en la casa
cambiaron muchas cosas, y se volvió muy distinta de las demás casas de la
ciudad. Se convirtió en el Monte Olimpo, morada de los dioses.
El niño mostraba el mismo orgullo arrogante y
risueño por el viejo armador que dominaba las aguas del universo que por la
inquebrantable y protectora bondad de Jakob, y por la gracia sedosa de Emilie.
La vieja ama de llaves, que solía quejarse a menudo de su suerte en la vida, se
transformó durante ese tiempo en una guardiana benévola y omnipotente del
bienestar humano, una Ceres con cofia y delantal. Y durante ese mismo período,
el cochero, figura monumental que descollaba enormemente por encima de la
multitud, combinando en su persona el vigor de los dos caballos bayos, trotó
majestuosamente por Bredgade sobre ocho pezuñas herradas y repiqueteantes. Sólo
después de acostarse Jens, cuando, inmóvil y callado, con la mejilla enterrada
en la almohada, exploraba nuevas parcelas de sueño, volvía la casa a recobrar
el aire de una mansión sólida y racional de Copenhague.
Jens ignoraba su poder. Como su nueva familia no le
regañaba ni le censuraba, no se le ocurrió que se fijaran en él. No tenía preferencias
por ningún miembro de la casa en particular; todos estaban dentro de su esquema
de las cosas y ocupaban su sitio. La relación de uno con otro era objeto de
atenta y sutil observación por su parte. Jamás dejaba de divertirle y
complacerle un fenómeno de la vida diaria: que Jakob, tan alto, tan ancho y tan
grueso, fuese tan sumiso y deferente con su insignificante esposa. En el mundo
que había conocido hasta ahora, el volumen era de importancia suprema. Como le
parecía después a Emilie, cuando recordaba esta época, era como si el niño
provocara a menudo la ocasión para que este hecho se pusiese de manifiesto; y
entonces, por así decir, palpoteaba de alegría y de triunfo, como si este feliz
estado de cosas se debiese a su habilidad personal. Pero en otros casos le
fallaba el sentido de la proporción. Emilie tenía en su tocador un acuario con
peces dorados, ante el que Jens se pasaba horas y horas, callado como los
mismos peces; y por sus comentarios dedujo Emilie que para él eran enormes, que
podían representar una buena pesca, e incluso ser peligrosos para la perrita si
se cayese dentro de la pecera. Pidió a Emilie que dejase descorridas las
cortinas de la ventana vecina por la noche, a fin de que, cuando todos
durmiesen, los peces pudieran ver la luna.
En la relación de Jakob con el niño hubo un momento
de amor desgraciado, o al menos de ironía del destino; y no era la primera vez
que sufría esta misma experiencia. Pues desde que era niño había deseado
proteger a los que eran más débiles que él, y defender y hacer justicia a todos
los seres frágiles y delicados de su alrededor. Las mismas condiciones de
fragilidad y de desamparo le inspiraban un afecto y una admiración rayanos en
la idolatría. Pero había en su naturaleza una contradicción, como se encuentra
a menudo en los hijos de las familias rancias y opulentas que consiguen lo que
quieren con demasiada facilidad, hasta que acaban exigiendo lo imposible. Amaba
también el valor; le encantaba la cortesía allí donde la descubría; y sentía
por el tipo dependiente y desalentado de ser humano, de mujeres, una cierta
aversión y repugnancia. Podía soñar con proteger y guiar a su esposa; pero, al
mismo tiempo, la sonrisita fría e indulgente con que ella acogía cualquier
muestra al respecto por su parte era uno de los rasgos más fascinantes de toda
su persona. Así fue como se encontró, en cierto modo, en la triste y paradójica
situación del joven amante que adora con apasionamiento la virginidad. Ahora se
dio cuenta de que era igualmente imposible proteger a Jens. El niño no
rechazaba su protección ni se sonreía de ella, como hacía Emilie. Incluso
parecía agradecérsela; pero la aceptaba como parte de un juego o de un deporte.
De manera que, cuando paseaban juntos, y Jakob, creyendo que el niño estaría
cansado, le subía a sus hombros, Jens consideraba que el hombre quería jugar a
ser caballo o elefante, del mismo modo que él jugaba a que era un jinete o un
cornac.
Emilie pensaba con tristeza que era la única persona
de la casa que no quería al niño; se sentía insegura con él, aun cuando era
incondicionalmente aceptada como la madre hermosa y perfecta; y al recordar
cómo hacía muy poco tiempo había planeado educar al niño en su propio espíritu,
y había redactado unas cuantas notas sobre educación, se veía a sí misma como
algo ridículo. Para suplir su falta de sentimientos llevaba a Jens de paseo, a
pie o en coche, por el parque zoológico, le cepillaba su espeso cabello y
mandaba que le vistiesen con el mismo primor que si fuese un muñeco. Siempre
estaban juntos. A Emilie le divertía a veces la extraña, graciosa y solemne
complacencia que le producía todo lo que ella le enseñaba, y al momento
siguiente, como en casa de madame Mahler, se daba cuenta de que por generosa
que fuese con él, era él siempre el que daba. Sus cuñadas, y sus jóvenes amigas
casadas, elegantes damas de Copenhague, cada una con su progenie particular, se
asombraban de verla tan dedicada al expósito... y luego sucedía que, cuando
estaban desprevenidas, ellas mismas recibían una delicada flecha en sus pechos
de satén, y se ponían a hablar entre sí del precioso niño de Emilie con esa
tierna burla con que habrían hablado de Cupido. Le pidieron que lo trajera
consigo para que jugase con sus hijos. Emilie declinó la invitación, diciéndose
a sí misma que primero debía estar segura de sus modales. En Año Nuevo, pensó,
daría ella una fiesta infantil.
Jens había llegado a casa de los Vandamm en octubre,
cuando los árboles de los parques estaban amarillos. En esa época la calidad
fría del aire recluía a las gentes, que empezaban a pensar ya en las Navidades
en sus casas. Jens parecía saber todo lo referente al árbol de Navidad, al
ganso con manzanas asadas, y a los solemnemente alegres oficios en la madrugada
navideña. Pero solía mezclar estas festividades con otras de la época, y
hablaba de cómo muy pronto se iban a poner todos máscaras y disfraces, como
hacen los niños en Carnaval. Era como si, desde el centro de su mundo alegre y
feliz, sus diversos componentes se viesen con menos nitidez que cuando los
miraba de lejos.
Y cuando acortaron los días y empezó a caer la nieve
en las calles de Copenhague, se operó un cambio en el niño. No parecía
deprimido, sino singularmente recogido y concentrado, como si se estuviese
desplazando el centro de gravedad de su ser y plegase sus alas. Se pasaba
largos intervalos de pie junto a la ventana, tan abismado en sus pensamientos
que no siempre oía cuando le llamaban, rebosante de un saber que los de su
alrededor no podían compartir.
En estos primeros meses de invierno se hizo evidente
que no era persona a la que le sosegase permanentemente lo que el mundo llamaba
la fortuna. La esencia de su naturaleza era anhelar. Las habitaciones caldeadas
con cortinas de seda, los dulces, los juguetes y la ropa nueva, la atención y
el afecto de sus papás, eran cosas de la mayor importancia porque venían a
corroborar la veracidad de sus visiones; eran infinitamente valiosas como
materializaciones de sus sueños. Pero en sí mismas apenas significaban nada
para él, y carecían de poder para retenerle. No era una persona mundana ni
luchadora. Era un Poeta.
Emilie trataba de hacer que le contase en qué
pensaba, pero no le sacaba nada. Más tarde, el niño se confió a ella de manera
espontánea.
—¿Sabes, mamá —dijo—, que en mi casa la escalera
estaba tan oscura y llena de boquetes que había que subir a tientas, y que lo
mejor en realidad era andar a tres o cuatro patas? Había una ventana rota por
el viento, y por debajo de ella, en el rellano, se formaba un montón de nieve
tan alto como yo.
—Pero ésa no es tu casa, Jens —dijo Emilie—. Tu casa
es ésta.
El niño paseó la mirada por la habitación.
—Sí —dijo—, ésta es mi casa elegante. Pero tengo
otra muy oscura y sucia. Tú la conoces; has estado en ella también. Cuando la
ropa estaba tendida, uno tenía que pasar retorciéndose a un lado y a otro para
recorrer aquel gran desván; de lo contrario, las sábanas enormes, mojadas y
frías te agarraban como si estuviesen vivas.
—Nunca más volverás a esa casa —dijo ella.
El niño le dirigió una mirada larga, grave,
significativa, y un momento después murmuró:
—No.
Pero volvería. Por la repugnancia y horror que le
producía aquella casa, Emilie evitaba que le hablase de ella; igual que los
niños de allí, con su indiferencia, le habían hecho renunciar a seguir
hablándoles de su hogar feliz. Pero cuando le encontraba mudo y ensimismado,
junto a la ventana o jugando con sus juguetes, sabía que su espíritu había
regresado allí.
Y una y otra vez, después de jugar juntos, y cuando
parecía especialmente asegurada la intimidad entre ambos, el niño volvía sobre
el tema.
—En la misma calle de mi casa —dijo una tarde en que
estaban sentados los dos en el sofá delante de la chimenea— había una vieja
casa de huéspedes donde la gente con dinero suficiente podía dormir en una
cama, y los demás tenían que hacerlo de pie, con una cuerda por debajo de los
brazos. Una noche se incendió, y se quemó toda. Los que dormían en las camas no
tuvieron tiempo ni de ponerse los pantalones; en cambio los que dormían de pie
fueron los que tuvieron suerte: salieron corriendo en seguida. Un hombre
compuso una canción sobre ese suceso.
Hay árboles jóvenes que, después de plantados, echan
unas raíces endebles, retorcidas, y no llegan a arraigar firmemente en el
suelo. Pueden dar gran profusión de flores, pero mueren pronto. Eso fue lo que
le pasó a Jens. Había extendido sus ramitas hacia arriba y a los lados, se
había alimentado excelentemente del aire como un camaleón, se había atiborrado
de promesas; y entretanto, se había olvidado de echar raíces. Ahora llegó el tiempo
en que, por ley de naturaleza, la espléndida y abundante floración debía
marchitarse, secarse y desaparecer. Es posible que, si su imaginación se
hubiese vuelto hacia pastos frescos, hubiese podido alimentarse de ellos, y
evitar así su fin. Una o dos veces, para distraerle, Jakob le había hablado de
China. Aquel mundo extraño y remoto cautivó el espíritu del niño. Se demoraba
con la mayor emoción en las ilustraciones de chinos con coleta, dragones y
pescadores con pelícano, y en los nombres fantásticos de Hong-Kong y Yang
Tsê-kiang. Pero los mayores no se daban cuenta de la importancia de su nueva
aventura imaginativa; y así, por falta de sustento, la débil y tierna rama no
tardó en marchitarse.
Poco después de la fiesta infantil, a principios de
año, el niño empezó a palidecer y a doblar la cabeza. Llegó el viejo doctor y
le recetó una medicina que no le hizo ningún efecto. Era un declinar sosegado,
progresivo: la planta se estaba extinguiendo.
Cuando Jens quedó recluido en la cama y, por así
decir, soltó las amarras que le sujetaban al mundo de la realidad, su
imaginación emprendió su singladura, arrastrándole consigo, como la vela de una
pequeña embarcación cuyo lastre han arrojado por la borda. Ahora había siempre
alguien junto a él que escuchaba gravemente lo que decía, sin interrumpirle ni
contradecirle. Esta feliz situación le extasiaba. El lecho de enfermo del
soñador se convirtió en trono.
Emilie se pasaba todo el tiempo sentada en la cama,
angustiada por un sentimiento de impotencia que a veces, por la noche, le hacía
retorcerse las manos. Toda su vida se había esforzado en separar lo bueno de lo
malo, lo justo de lo injusto, la felicidad de la desdicha. Aquí, pensaba con
desaliento, estaba en manos de un ser mucho más pequeño y débil que ella, para
el que todas estas cosas eran igual, que acogía la luz y las tinieblas, el
placer y el dolor, con el mismo espíritu de valiente y jovial aprobación y
compañerismo. Esto, se decía a sí misma, anulaba cualquier necesidad que
pudiera haber tenido de su alivio y consuelo aquí, en el lecho de su hijo
enfermo; a menudo le parecía que anulaba su propia existencia.
Ahora bien, en la comunidad de los poetas, Jens era
un humorista, un fabulista cómico. De cada fenómeno concreto de la vida, lo que
le atraía y le inspiraba era su aspecto peregrino, burlesco. A la pálida, grave
y joven mujer le parecían sacrílegas sus fantasías en una cámara mortuoria;
pero al fin y al cabo, dicha cámara era la suya propia.
—¡Ah, cuántas ratas había, mamá —dijo—, cuántas
ratas! Las había por toda la casa. Ibas a coger un trozo de tocino de la
alacena y... ¡zas!, te saltaba una rata. De noche me corrían por la cara.
Acerca la cara y te enseñaré lo que sentías.
—Aquí no hay ratas, cariño —dijo Emilie.
—No, no las hay —dijo él—. Cuando me ponga bien iré
y te traeré una. A las ratas les gusta la gente más que ellas a la gente. Creen
que somos buenos, deliciosos de comer. Había un viejo comediante que vivía en
la buhardilla. Representó muchas comedias en su juventud, y había viajado por
países extranjeros. Les daba dinero a las niñas para que le besaran; pero ellas
no le querían besar porque decían que no les gustaba su nariz. Era una nariz
curiosa, completamente hacia abajo. Y cada vez que le decían que no, lloraba y
se retorcía las manos. Pero se puso enfermo y se murió, sin que nadie se
enterase. Y cuando entraron por fin, mamá..., ¡las ratas se le habían comido la
nariz! nada más; ¡sólo la nariz! Pero a la gente no le gusta comer ratas ni
cuando tiene hambre. Había un muchacho gordo en el sótano que cazaba ratas de
muchas maneras, y las guisaba. Pero la vieja madame Mahler decía que le
despreciaba por eso; y los niños le llamaban el Loco de las Ratas.
Luego volvió a hablar de la casa de ella:
—Mi abuelo —dijo— tiene sabañones, los peores de
Copenhague. Cuando le duelen mucho se queja y suspira. Dice: «Habrá tormenta en
el Mar de la China. Mal asunto; mis barcos van a ir a pique.» Y me parece que
los marineros también dirán: «Hay tormenta en este mar; mal asunto; nuestro
barco se va a ir a pique.» Ya es hora de que abuelito, en Bredgade, vaya a que
le quiten los sabañones.
Sólo en los últimos días habló de mamzell Ane. Había
sido, por así decir, su Musa, la única persona que había sabido de sus dos
mundos. Al recordarla, le cambió el tono de la voz; habló con aire solemne,
como de una fuerza elemental cuya necesidad era conocida de todos. Si Emilie
hubiese prestado atención a sus fantasías, habría visto claras muchas cosas.
Pero dijo:
—No; no la conozco, Jens.
—¡Ah, mamá, pues ella bien que te conocía a ti!
—dijo él—. Te cosió tu vestido de novia, todo de satén blanco. Fue una labor
lenta, ¡con tantos adornos! Y mi papá —prosiguió el niño, riendo— entró a
verte; y ¿sabes lo que dijo? Dijo: «Mi rosa blanca.»
De repente se acordó de las tijeras que mamzell le
había dejado, y las pidió; y ésta fue la única ocasión en que Emilie le notó
impaciente o enojado.
Emilie salió por primera vez en tres semanas, y fue
a casa de madame Mahler a preguntar por las tijeras. Durante el trayecto, la
poderosa y enigmática figura de mamzell Ane adquirió para ella el aspecto de
una parca, de Átropos, tijeras en mano, dispuesta a cortar el hilo de la vida.
Pero a todo esto, madame Mahler le había cambalacheado las tijeras a un sastre
conocido suyo, y negó categóricamente la existencia de las tijeras y de mamzell
Ane.
La última mañana de vida del niño, Emilie cogió a la
perrita, que había sido su fiel compañera de juegos, y se la llevó a la cama.
Entonces su carita oscura y su cuerpo arrugado parecieron recordarle el semblante
de su amiga.
— ¡Aquí está! —exclamó.
La suegra de Emilie y el viejo armador visitaban
también a diario al enfermo. Toda la familia Vandamm lloró alrededor del lecho
cuando, finalmente, como el arroyo que va a parar al océano, Jens se entregó a
la ilimitada y definitiva unidad del sueño, y fue absorbido por él.
Murió a últimos de marzo, unos días antes de la
fecha que Emilie había fijado para decidir su admisión en casa de los Vandamm.
El padre de ella resolvió de repente que debía ser enterrado en el panteón
familiar... decisión irregular, ya que aún no había sido adoptado legalmente
por la familia. Así que fue depositado tras una pesada verja de hierro, en la
más hermosa sepultura que había recibido ningún Plejelt jamás.
Durante los días siguientes, la casa de Bredgade, y
sus moradores, se encogió y menguó. Las personas andaban un poco
desconcertadas, como después de una caída, y dominadas por una opresiva
sensación de apocamiento. En las primeras semanas posteriores al entierro de
Jens, la vida les pareció extrañamente insípida, una misión penosa y
desprovista de finalidad. Los Vandamm no estaban acostumbrados a ser infelices,
ni estaban preparados para esta sensación de pérdida que ahora les dejaba la
muerte del niño. Para Jakob, era como si hubiese abandonado a un amigo que
había confiado, riendo, en sus fuerzas. Ahora nadie le necesitaría, y se veía a
sí mismo como un fenómeno, como un coloso de trapo. Pero pese a todo esto, al
cabo del tiempo, reinó también, entre los que seguían con vida, como ocurre
siempre tras la desaparición de un idealista, una vaga sensación de alivio.
Sólo Emilie, de toda la casa de los Vandamm,
conservó su talla, por así decir, y su sentido de la proporción. Incluso puede
decirse que cuando la casa se cayó de las nubes, ella la apuntaló y la mantuvo
firme. Juzgó que sería una afectación por su parte llevar luto por un niño que
no era de ella; y aunque renunció a los bailes y fiestas de Pascua, atendió a
sus quehaceres domésticos con la misma tranquilidad que antes. Su padre y su
suegra, tristes y desorientados en su vida diaria, acudieron a ella en busca de
equilibrio; y dado que era la más joven de todos, y les parecía que en
determinados aspectos era como el niño desaparecido, transfirieron a ella la
ternura y cuidados que antes habían sido para el niño, al que ahora querrían
haberle dado más. Estaba pálida a causa de sus largas vigilias junto al lecho
del enfermo: así que deliberaron entre sí, y con su marido, sobre el medio de
animarla y distraerla.
Pero al cabo de un tiempo, a Jakob le sorprendió y
asustó su profundo silencio. Al principio era como si, salvo en lo que atañía a
sus disposiciones domésticas, considerase innecesario hablar; más tarde, como
si hubiese olvidado o perdido el don de la palabra. Sus tímidos intentos por
animarla parecieron causarle tal sorpresa y desconcierto que no se sintió con
fuerzas para continuar.
Un par de meses después de la muerte de Jens, Jakob
llevó a su mujer a dar un paseo en coche por la carretera de Copenhague a
Elsinore, a lo largo del Sound. Era un radiante y cálido día de mayo. Al llegar
a Charlottenlund le propuso atravesar a pie el bosque, y mandar al cochero que
diese un rodeo y les saliese al encuentro al otro lado. Así que se apearon
junto a la entrada del bosque y se quedaron unos momentos de pie, observando el
carruaje mientras se alejaba por la carretera.
Se internaron en el bosque, en un mundo de verdor.
Hacía tres semanas que las hayas estaban con hojas: el primer misterio
traslúcido de principios de mayo había asomado. Pero el follaje era todavía tan
joven que el verdor del bosque era más intenso a la sombra. Más tarde, pasada
la primera mitad del verano, el bosque sería casi negro a la sombra, y verde
brillante al sol. Ahora, allí donde llegaban los rayos de sol a través de las
copas, el suelo se veía incoloro, borroso, como empolvado de sol. Pero donde
permanecía en sombra, resplandecía y brillaba como cristales y joyas de color
verde. Las anémonas se habían marchitado y habían desaparecido, la yerba era
alta ya. Y en el corazón del bosque, la aspérula estaba en flor: su capa de
diminutas florecillas estrelladas parecía flotar, entre las nudosas raíces de
las viejas hayas grises, como la superficie de un lago de leche, un pie por
encima del suelo. Había llovido durante la noche; sobre el estrecho camino, las
rodadas profundas de las carretas de los leñadores estaban mojadas. Aquí y
allá, en el borde del camino, un globo gris y brumoso de diente de león tomaba
el sol; la flor de los campos había venido a hacer una visita al bosque.
Caminaban despacio. Al poco rato de internarse
oyeron de repente al cuco, muy cerca. Se detuvieron a escuchar; luego siguieron
andando. Emilie se soltó del brazo de su marido para recoger del camino la
cáscara de un huevecito de pájaro, azul pálido, rota en dos; trató de juntar
las partes, y las mantuvo así en la palma de la mano. Jakob empezó a hablar de
un viaje a Alemania que había planeado hacer con ella, y de los lugares que
iban a visitar. Emilie escuchaba dócilmente sin abrir la boca.
Habían llegado al final del bosque. Desde la entrada
dominaban una gran perspectiva de paisaje despejado. Después de la oscuridad
verdosa de la floresta, el mundo exterior parecía increíblemente claro, y como
blanqueado por la luminosa borrosidad del mediodía. Pero al cabo de un rato,
los colores del campo, de los prados y de los grupos dispersos de árboles se
definieron a sus ojos uno tras otro. Había un azul desvaído en el firmamento,
con débiles cúmulos blancos y nubes sonrosadas a lo largo del horizonte. El centeno
verde estaba a punto de espigar; donde el dedo de la brisa lo tocaba, corrían
largas, suaves olas a lo largo del suelo. Las casitas con techumbre de paja de
los campesinos emergían de la tierra ondulante como pequeños islotes cuadrados
y encalados; alrededor de ellas, los setos de lilas sostenían su follaje claro
y, en lo alto, racimos de flores pálidas. Oyeron el rodar de un carruaje a lo
lejos, y por encima de sus cabezas, el canto incesante de innumerables
alondras.
En el lindero del bosque había un árbol derribado
por el viento. Emilie dijo:
—Sentémonos aquí un poco.
Se desató las cintas del sombrero y lo dejó sobre su
regazo. Un minuto después dijo:
—Hay algo que quiero decirte —e hizo una larga
pausa.
Durante toda esta conversación en el bosque habló de
la misma manera: guardando un largo silencio antes de cada frase... no
exactamente como si ordenase sus pensamientos, sino como si tratase de
encontrar voz, en sí misma ya trabajosa o deficiente.
Dijo:
—El niño era hijo mío.
—¿De qué hablas? —le preguntó Jakob.
—De Jens —dijo ella—; era hijo mío. ¿Recuerdas que
me dijiste al verle por primera vez que te parecía que era como yo?
Efectivamente, era como yo; era mi hijo.
Ahora Jakob podía haberse asustado, y creer que
había perdido el juicio. Pero últimamente las cosas adoptaban, para él, sesgos
inesperados; estaba preparado para la paradoja. De modo que siguió
tranquilamente sentado en el tronco, y miró hacia los jóvenes retoños que
emergían del suelo.
—Cariño —dijo—, no sabes lo que dices.
Emilie guardó silencio un rato, como molesta por
esta interrupción del curso de sus pensamientos.
—Es difícil de comprender para los demás, lo sé
—dijo por fin, pacientemente—. Si Jens estuviese todavía con nosotros, puede
que te lo hubiera explicado mejor que yo. Pero trata de comprenderme
—prosiguió—. He pensado que debías saberlo. Si no puedo hablar contigo, no
puedo hacerlo con nadie.
Esto lo dijo con una especie de grave preocupación,
como si la amenazase realmente una total incapacidad de hablar. Jakob recordó
cómo, durante estas últimas semanas, había sentido el peso de su silencio sobre
él, y había tratado de hacerla hablar de cualquier cosa, de lo que fuera.
—Habla, cariño —dijo—; no te interrumpiré.
Dulcemente, como agradecida por esta promesa, empezó
Emilie:
—Era mío y de Charlie Dreyer. Conociste a Charlie en
casa de papá. Pero fue mientras tú estabas en China cuando se convirtió en mi
amante.
Al oír estas palabras, Jakob se acordó de la carta
anónima que recibió una vez. Al recordar cómo había rechazado indignado la
calumnia, y el cuidado con que se la había ocultado a ella, le pareció extraño
que al cabo de cinco años la repitieran los labios de ella misma.
—Cuando me lo pidió —dijo Emilie—, corrí, durante un
momento, un gran peligro. Porque jamás había hablado con un hombre de este
asunto. Sólo con tía Malvina y con mi vieja institutriz. Y las mujeres, por
alguna razón, no sé cuál, consideramos que tal petición de un hombre es baja y
egoísta, y una injuria para la mujer. ¿Por qué permitís que pensemos eso de
vosotros? Tú, que eres hombre, has de saber que me lo pidió por su amor y su
gran corazón; por magnanimidad. Había más vida en él de la que necesitaba.
Pretendía darme eso a mí. Era la vida misma, la eternidad, lo que me ofrecía. Y
yo, a quien han educado tan mal, podía haberle rechazado con toda facilidad.
Incluso ahora, cuando pienso en ello, me da miedo; como la muerte. Sin embargo,
tiene por qué dármelo, pues sé con seguridad que si volviese ese momento, me
portaría de la misma manera que entonces. Y me salvé del peligro. No le eché.
Le dejé que regresara conmigo, por el jardín, porque estábamos en la verja del
jardín, y que se quedara conmigo esa noche; ya que, de madrugada, tenía que
marcharse muy lejos.
Hizo otra pausa y prosiguió:
—Sin embargo, por las dudas y el temor a los demás
que yo abrigaba en mi corazón, el niño y yo íbamos a sufrir mucho. Si yo
hubiese sido una pobre muchacha, con cien rixdales tan sólo en el mundo, me
habría ido mejor, porque entonces habríamos seguido juntos. Sí, sufrimos mucho.
»Cuando volví a encontrar a Jens, y lo traje a casa
—continuó su monólogo tras un silencio—, no le quería. Le queríais todos menos
yo. Era a Charlie a quien quería. Sin embargo, yo estaba con Jens más que
ninguno de vosotros. Me contó muchas cosas de las que ninguno de vosotros ha
llegado a saber nada. Comprendí que no podíamos haber encontrado a ningún niño
como él, a ninguno tan sensato —Emilie no sabía que estaba citando las Sagradas
Escrituras, como tampoco se había dado cuenta el viejo armador cuando ordenó
que Jens fuese enterrado en el campo de sus padres, en la caverna que había en
él... pequeña estratagema de la magia del niño muerto—. Aprendí mucho de él.
Fue siempre veraz; como Charlie. Tan veraz, que hacía que me avergonzase de mí
misma. A veces pensaba mal de mí misma por enseñarle a llamarte papá.
»Cuando cayó enfermo —dijo—, lo que pensé fue esto:
que si se moría, podría llevar luto por Charlie —alzó el sombrero, lo miró y lo
bajó otra vez—. Pero al final —dijo— no he podido hacerlo —hizo una pausa—. Sin
embargo, si se lo hubiese dicho a Jens, le habría gustado; le habría hecho
reír. Me habría pedido que me comprara espléndidas ropas negras y largos velos.
Era una suerte, pensó Jakob, haber prometido no
interrumpirla. Pues de haber querido ella que hablara, no habría sabido qué
decir. Al llegar a este punto de su historia, guardó silencio largo rato, de
manera que por un momento Jakob creyó que había terminado; y se apoderó de él
una sensación de ahogo, como si se le pegasen todas las palabras en la
garganta.
—Pensé —empezó ella de nuevo— que iba a sufrir,
terriblemente incluso, por todo esto. Pero no, no ha sido así. Existe la gracia
en el mundo, como ninguno de nosotros tiene idea. El mundo no es un lugar
riguroso o severo como dicen. Ni siquiera es justo. Se perdona todo. No se
puede causar daño o perjuicio a las cosas hermosas del mundo; son demasiado
fuertes. No se puede causar daño o perjuicio a Jens; nadie ha podido. Y ahora,
después de muerto —dijo—, lo comprendo todo.
Otra vez se quedó inmóvil, en dulce equilibrio sobre
el tronco del árbol. Por primera vez durante su conversación miró en torno
suyo; su mirada recorrió lentamente, casi indiferente, el paisaje de bosque.
—Es difícil —dijo— explicar cómo se llega a
comprender todo. Nunca he tenido facilidad para dar con las palabras adecuadas:
no soy como Jens. Pero desde marzo, desde que empezó la primavera, me ha
parecido saber por qué suceden las cosas; por qué, por ejemplo, florece todo. Y
por qué llegan los pájaros. La generosidad del mundo; la bondad de papá, ¡y la
tuya también! Mientras caminábamos por el bosque, pensaba que ahora he
recobrado la visión y el sentido del olfato que tenía cuando era niña. Todas
las cosas me dicen, aquí, espontáneamente, lo que significan —se detuvo, y miró
fijamente—. Significan Charlie —dijo. Tras otra pausa larga, añadió—: Y yo,
Emilie. Nada puede cambiar eso.
Hizo un gesto como para ponerse los guantes que
estaban dentro del sombrero; pero los volvió a dejar y se quedó inmóvil otra
vez.
—Ahora ya te lo he contado todo —dijo—. Te toca
decidir lo que debemos hacer.
»Papá no lo sabrá nunca —dijo suavemente,
pensativa—. Nadie lo sabrá. Sólo tú. He pensado que, si no te importa, cuando
hablemos de Jens tú y yo... —hizo una breve pausa, y Jakob pensó: «No ha
hablado de él hasta ahora»—, podríamos hablar de todo esto también.
»Sólo en una cosa —dijo lentamente— soy más sabia
que tú. Sé que sería mejor, mucho mejor, y más fácil para ti y para mí, que me
creyeses.
Jakob estaba acostumbrado a hacer un rápido resumen
de una situación y tomar las decisiones pertinentes. Esperó un momento, después
de haber dejado de hablar ella, para hacerlo ahora.
—Sí, cariño —dijo—; es verdad.
La propiedad de mi padre se hallaba en una parte
solitaria de Jutlandia, y yo era su único hijo. Al morir mi madre, no le
importó mandarme a un internado; pero cuando cumplí los siete años me contrató
un preceptor.
Este preceptor se llamaba Jens Jespersen; era
estudiante de teología y, creo, el hombre más honrado que he conocido en mi
vida. Era hijo de un modesto párroco de pueblo. Había tenido que trabajar mucho
para cursar sus estudios en la Universidad de Copenhague, cuyos profesores
esperaban grandes cosas de él. Pero su salud se había resentido durante los
años de estudio, y por este motivo había abandonado la ciudad, hacía ya cinco
años, y había aceptado el puesto de profesor en el campo.
Bajo su dirección, me entregué a los libros con más
gusto de lo que yo mismo habría podido imaginar, y me sentí completamente feliz
en la escuela, y en compañía de nuestros celadores y mozos de cuadra. Y de este
modo conseguí adquirir algunos conocimientos de matemáticas y lenguas clásicas,
así como sobre caballos y caza.
Dos años después mi padre se marchó a un balneario,
me llevó con él, y me dejó en un colegio de Holstein; pero tras otro período
igual de tiempo, me mandó llamar otra vez. Durante mi ausencia había muerto el
viejo y borracho párroco de nuestro dominio, y mi padre había ofrecido el
beneficio eclesiástico a mi antiguo preceptor. Ahora se encontraba instalado en
la casa parroquial y se había casado con una muchacha con la que llevaba
prometido cinco años. A partir de entonces continué mis clases, acudiendo
diariamente a caballo a la casa parroquial. A veces, me quedaba también a dormir
una noche o dos.
La casa parroquial era un edificio viejo y ruinoso,
y sus moradores eran pobres, ya que el beneficio eclesiástico era muy pequeño,
y mi antiguo profesor todavía arrastraba grandes deudas de sus tiempos de
estudiante. Sin embargo, era un lugar alegre, porque el párroco era muy feliz
en su matrimonio. Su mujer se llamaba Gertrud. Tenía doce años menos que su
marido, y doce más que yo, de manera que unas veces me parecía de la misma edad
que el párroco y otras su alumna. Era una mujer joven y alta, aunque en la
parroquia no la consideraban guapa porque tenía la cara ancha, y en verano se
le ponía llena de pecas como un huevo de pavo. Pero tenía unos ojos claros y
relucientes —al punto de que cuando leí la descripción que hace Homero de la viva
mirada de la joven Criseida, pensé en ella—, y un cabello abundante y rojizo.
Recuerdo la primera vez que me di cuenta de lo mucho que me gustaba. Una tarde
de verano estábamos un grupo de chicos de la vecindad jugando al escondite por
todos los rincones de la casa parroquial. Yo me había ocultado en un pequeño
cuarto trastero del ático. Estando allí, entró ella precipitadamente y, sin
verme, se pegó contra la puerta. Se quedó allí, jadeando, porque había subido
corriendo, y se llevó un dedo a los labios. Un momento después debió de
ocurrírsele un escondite mejor: salió sigilosamente y desapareció. Me pareció
bonito que se portase con tanta ingenuidad y gracia cuando creía que estaba
sola.
Un verano tuvimos una visita distinguida en la casa
parroquial: uno de los amigos del párroco de sus tiempos de estudiante, aunque
más viejo que él, y ahora profesor de la Royal Opera o del Ballet de
Copenhague, no recuerdo qué. Visitó también la mansión, tocó en nuestro viejo
piano y encantó a mi padre como a todo el mundo. Una de las veces nos quedamos
solos él y yo en la habitación de la casa parroquial; él estaba de pie junto a
la puerta abierta que daba al jardín, observando a la mujer del párroco que
cogía manzanas bajo los árboles.
—Desde luego, es sorprendente —dijo, más para sí
mismo que para mí— que las buenas gentes de la parroquia de Hover consideren a
esta mujer carente de belleza. Es cierto que tiene una cabeza toscamente
modelada. Pero si viviese en el gran mundo, donde las señoras son más liberales
a la hora de enseñar sus encantos, sería el ídolo de uno de los sexos y la
envidia del otro. Pues en mi vida había visto una Venus de carne y hueso como
ella. Eclipsa a la misma Henriette Mendel-Schutz en su «Morgenscenen». Pero
¿haría entonces —prosiguió— una esposa modelo junto a nuestro santo párroco?
Para las mujeres de rostro simple y divino, la virtud parece a veces
extrañamente paradójica.
Quizá fue éste un discurso frívolo para pronunciarlo
en presencia de un muchacho; sin embargo, no recuerdo que sus palabras
produjeran en mí tal impresión. Sólo parecieron aclararme por qué me sentía tan
a gusto en compañía de Gertrud.
Pero en el transcurso del año siguiente, la feliz
vida doméstica del párroco se vio oscurecida por una sombra negra y horrible.
De cuando en cuando, la joven ama de casa aparecía mortalmente pálida, con los
ojos enrojecidos de llorar, petrificada, y rehuía a su marido como con miedo o
con odio. Me alarmó y apenó verla así. Pensé que el párroco mostraba escasa
comprensión hacia su sufrimiento, y la situación me parecía misteriosa y
lamentable.
Un día me estaba explicando el párroco, en su
despacho, un capítulo del Génesis. Cuando llegó al versículo en el que Raquel
dice a Jacob: «Dame hijos, o me moriré», dejó el libro y comentó:
—Raquel era una buena mujer; pero tenía poca
paciencia con su marido o con el Señor. Habrás visto en esta casa, Vilhelm, lo
duro que es no tener hijos para una mujer. Mi corazón sufre por mi esposa; no
obstante, me temo que carezco de compasión cristiana y de conocimientos sobre
la naturaleza femenina. Porque es mejor cristiana que yo y, sin embargo, clama
y se enfurece contra el Señor, y se niega a su corazón a Su voluntad. Creo que
yo no sería capaz de lamentarme con tanta vehemencia y tanta persistencia de
una desdicha de la que no tengo ninguna culpa. Aunque —añadió con gravedad un
momento después, con las manos entrelazadas— sabe Dios. Es sabio el hombre que
puede decir de sí mismo: «Jamás sería yo capaz de tal cosa.»
Estas últimas palabras se me quedaron grabadas en la
memoria, y las recordé más tarde, en una hora infausta y terrible.
Al cabo de un rato dijo otra vez, con una leve
sonrisa:
—El buen Jacob, sin embargo, en Judea, estuvo en
condiciones de probar a su esposa que la culpa no era de él.
Así fue como recibí explicación sobre la congoja de
Gertrud. No obstante, la situación era algo enigmática para mí, ya que no podía
comprender que nadie desease tener hijos tan ardientemente como para morirse
por falta de ellos.
En aquel tiempo, el correo sólo llegaba un par de
veces al mes, y recibir carta era un acontecimiento raro. Un día de octubre el
párroco tuvo una carta de Copenhague. Le dio la vuelta, me informó que era de
su amigo el profesor y se preguntó por qué razón le había escrito. Pero después
de leerla un par de veces, dijo:
—Voy a dejarte libre esta tarde, ya que esto me va a
dar tanto que pensar que te daría una mala clase.
Unos días después, estábamos juntos en el establo
examinando una vaca enferma, ya que el párroco creía firmemente que yo tenía
buena mano para los animales. Cuando terminamos de reconocerla, se quedó
pensando y, con el establo a oscuras, me contó lo que pensaba:
—Creo, Vilhelm —dijo—, que tu madre debió de ser una
mujer juiciosa; porque tienes una cabeza equilibrada, y eso no lo has heredado
del Squire. Y voy a confesarte algo que no he dicho nunca a nadie, ya
que dicen las Sagradas Escrituras que la sabiduría puede encontrarse en la boca
de los niños.
El profesor, dijo, le explicaba en su carta que, por
una extraña aventura, tenía en sus manos a una niña de seis años, singular y
trágicamente situada en la vida, al punto de que podía haberse llamado Perdita,
como la heroína de la tragedia de Shakespeare. No podía revelar su cuna. No era
sorprendente, añadía, que la visión de una niña sin hogar ni amigos le evocase
el cuadro del hogar feliz de su amigo, en el que sólo faltaba una criatura.
Pero de ningún modo pretendía convencer al párroco de que adoptase a la niña;
dadas las circunstancias, sería impropio. Sólo le informaba que, si había algún
cristiano, hombre o mujer, que se apiadara de ella y la adoptase, jamás la
reclamaría ningún pariente o conocido. «Y otra cosa considero mi deber dejar
claro», terminaba la carta. «Si no encontramos a nadie que adopte a esta
criatura, su destino, por la naturaleza misma de las cosas, será sumamente
incierto y peligroso; de hecho, no conozco a ningún ser humano que cumpla más
patética y completamente el proverbio del tizón sacado del fuego.» Le daba el
nombre de la niña: se llamaba Alkmene.
Escuché todo esto, y le dije que sonaba a historia
sacada de un libro.
—Sí —dijo el párroco—. Y muy probablemente lo es.
Porque mi viejo amigo es hombre de pocos escrúpulos. Puede que una de esas
mamzells que cantan y bailan de Copenhague haya ido a pedirle ayuda para librarse
de una hija inoportuna, y allá va él: inventa, fabula, llora incluso, para
engañar a su amigo, un simple párroco de pueblo. Conque Alkmene —prosiguió—:
¿será ése, de verdad, el nombre de la niña? Cuando yo era un joven estudiante y
soñaba con ser poeta escribí un poema épico titulado «Alkmene»; y él lo sabe
porque se lo leí.
Yo cité la Ilíada y dije:
—«Ni Alcmene de Tebas...»
—...«que dará a Heracles un hijo de mi corazón fiel»
—terminó el párroco por mí—. Sí. Quiere que vuelva al Olimpo.
»Vilhelm —prosiguió al cabo de un rato—, voy a
decirte algo que no creo que pueda repetir a ningún adulto. Es absurdo, y te
hará reír; no obstante, para mí fue en otro tiempo algo absolutamente serio. He
dicho siempre que me marché de Copenhague por motivos de salud. Pero no fue
sólo por eso. Me fui porque allí caí en la tentación; sí, en el pecado. No se
trataba de vicios ni debilidades, sino de esa maldad más grave por la que
cayeron los ángeles. En Copenhague tenía demasiado trabajo, poca comida y
ninguna distracción natural. Me encerraba con mis libros, y me pasaba los meses
sin hablar con ningún ser humano. Y me ocurrió que llegué al firme
convencimiento de que me había elegido el Señor para llevar a cabo grandes
cosas; sí, creía que cuanto acontecía en el mundo lo hacía el Señor con vistas
a mi alma y mi destino. Cuando el viejo y loco rey murió, pensé: "¿De qué
manera quiere el Señor que esto me afecte a mí?"; y cuando, más tarde, el
emperador Napoleón fue derrotado por los rusos en Moscú, me dije: "Ahora
ha desaparecido el hombre que habría hecho que los ojos del mundo se apartasen
de las grandes cosas que el Señor ha dispuesto que yo lleve a cabo." Menos
mal que me di cuenta de mi estado antes de que fuera demasiado tarde. Vi con
enorme miedo que estaba al borde del abismo de la locura, y que tenía que
salvarme a costa de lo que fuese, a costa de mis estudios. Cuando me vine a
vivir aquí, al campo otra vez, entre gentes buenas y sencillas, mi cabeza
recobró el equilibrio. Y más tarde, mi querida esposa acabó de ponerme bien.
Pero incluso aquí, Vilhelm, incluso aquí, me han vuelto mis viejas tentaciones.
Cuando me siento junto al lecho de muerte de mis feligreses, y escucho sus
confesiones (a veces se les oyen cosas espantosas a estos campesinos), y cuando
debía ocuparme tan sólo del alma del pobre pecador, me quedo abstraído,
preguntándome: "¿Por qué pone el Señor estas cosas en mi camino? ¿Acaso
quiere probar mi fe enfrentándola con el poder de las tinieblas?"
»Ahora bien, este viejo amigo mío adivinó hace mucho
tiempo casi todo lo que me pasaba. Una vez se interesó por mí, y creyó en mi
talento; se decepcionó cuando huí de Copenhague. ¿No es su carta, ahora, una
pequeña venganza, o una broma que me quiere gastar? Me devuelve a la gran
ciudad, y al ambiente del teatro, que en otro tiempo significó tanto para mí.
El mismo nombre de Alkmene tiene resonancias del mundo griego, con sus dioses y
ninfas, y de mi antigua ambición de ser poeta. Durante estos últimos días, como
entonces en mi buhardilla, he pensado: "¿Qué quiere el Señor de mí? ¿Acaso
considera que mi vida ha sido demasiado fácil hasta ahora, y que tengo
necesidad de tentaciones?" Sí, me he vuelto a encontrar con aquel
estudiante joven, impetuoso, aturdido, que hace diez años deambulaba por las
calles de Copenhague. Y, al mismo tiempo, me doy cuenta de que debería
preocuparme de otras cosas, como de la felicidad de mi esposa... Y en primer
lugar, quizá, del destino de esa pobre criatura llamada Alkmene.
No recuerdo si hice algún comentario sobre el
discurso del párroco. Mientras hablaba, pensé que yo habría razonado de manera
muy parecida a la que él había descrito. Pero si bien resultaba disparatado en
él, en mí habría sido lícito, ya que yo era hijo del Squire, y aquí en
Norholm, al menos, las cosas se hacían para mí y por mi interés. Esa noche soñé
con la niña Alkmene. La encontraba en un campo, y la A mayúscula de su nombre
brillaba como si fuese de plata.
Dos semanas después la mujer del párroco se me echó
al cuello y me dijo que su marido había decidido adoptar una niña de
Copenhague... exactamente como si me revelase que estaba embarazada. No habló
del misterio sobre el origen de la niña. Más tarde anunció a unas cuantas
amigas que la niña era de una prima suya, viuda de un militar; y creo que,
efectivamente, existía tal persona.
Transcurrió algún tiempo antes de conseguir
encontrar plaza de viaje para la niña. El párroco, en broma, hablaba de estos
meses como si se tratase del período de embarazo de su mujer. Ella se mostraba
muy contenta y amable con todos nosotros; pero se conmovía a menudo de manera
extraña. Cada vez que nos encontrábamos a solas ella y yo, me hablaba de la
niña, y decía que iba a ser como una hermanita para mí.
—Dime, Vilhelm —susurraba—, ¿qué te parece que
traigamos una pequeña esposa a la casa parroquial de Hover?
La idea me pareció ridícula; y de haber sido hija
suya, a Gertrud jamás se le habría ocurrido. Después de la llegada de Alkmene,
sin embargo, jamás la volvió a repetir; porque a partir de entonces, creo, no
soportó la idea de que la niña pudiese abandonarla, ni para casarse con el hijo
del rey.
Por último, a finales de diciembre, la niña iba a
llegar a Vejle desde Copenhague, y el párroco fue a traerla. Yo había ido ese
día a la casa parroquial a recoger unos libros. Estando allí se levantó aire, y
empezó tal ventisca que no pude regresar a caballo, y me quedé a pasar la
noche. De cuando en cuando, la mujer del párroco y yo salíamos a echar una
ojeada al tiempo. El viento venía cargado de nieve: ésta corría a ras de tierra
como el humo, y se depositaba en los escalones de piedra con tanto espesor que
costaba trabajo abrir la puerta. Era la primera vez que Gertrud y yo estábamos
solos en la casa. Empezó a hablarme de su niñez. Su padre, dijo, era un
importante tratante de ganado del Oeste que había trabajado mucho y había
prosperado; hasta que, en la gran bancarrota de 1813, perdió su dinero. Cuando
le dijeron que todos sus ahorros ascendían tan sólo a cincuenta rixdales, se le
partió el corazón; desde entonces vivió sumido en la melancolía. Su esposa,
para salvar a la familia, empezó a criar ovejas; y Gertrud, la mayor de los
nueve hijos, que tenía entonces once años, se puso a ayudar en el trabajo. Era
una vida dura.
—Pero ¿qué otra cosa se puede encontrar en nuestro
mundo —dijo Gertrud— que el trabajo duro y honrado que Dios nos ha mandado
hacer? No debemos dudar.
Gertrud tenía todavía el corazón puesto en las
ovejas. Estaba deseosa de revelarme lo que sabía sobre ellas, y aprendí mucho
sobre cómo parían y se esquilaban, mientras esperaba que pasase la tormenta de
nieve.
Poco después de las doce de la noche oímos
cascabeles, y corrimos a abrir la puerta a los viajeros, que saltaron del
trineo completamente blancos de nieve. Se habían atascado siete veces desde que
salieron de Vejle. El párroco entró a la niña y la depositó en el suelo junto a
la estufa. Estaba envuelta en una amplia capa. Al quitarle el gorro, se le
levantó con él su cabello rubio y corto como una llama por encima de la cabeza,
y recordé las palabras del profesor sobre el tizón sacado del fuego. Pensé
también que jamás habrían podido engendrar mi buen predicador y su esposa una
niña de tan singular, sorprendente y noble belleza. Su carita, con grandes
cejas elegantemente arqueadas, estaba blanca como el mármol por el frío y el
cansancio. Gertrud se arrodilló ante ella, entrelazó las manos sobre las suyas
para calentárselas, y le dio unas palmaditas en la mejilla. La niña se ruborizó
como una rosa, tembló y sonrió.
—¿Ha tenido frío en el viaje mi preciosa palomita? —le
preguntó.
La pálida niña ni avanzó ni retrocedió: se quedó de
pie, muy tiesa, y abarcó la habitación y a las personas que había en ella con
ojos claros, graves, muy abiertos.
—¿Cómo te llamas, bonita? —prosiguió Gertrud.
—Alkmene —dijo la niña.
Cuando Gertrud hubo conseguido que se bebiese un
tazón de leche caliente, la llevó en brazos al dormitorio. A través de la
puerta la oímos parlotear y arrullar a la niña, y una o dos veces la voz baja y
clara de la niñita. Al cabo de un rato salió Gertrud y se detuvo en la puerta
sin poder hablar, ya que estaba llorando.
—¡Ay, Jens —dijo por fin a su marido—, no lleva
camisa!
A continuación volvió a cerrar la puerta. El párroco
estaba calentando una jarra de café con ron en la estufa.
—El viejo zorro —me dijo, y se echó a reír—. Lee en
el corazón de las mujeres como en un libro. Seguro que le ha quitado la camisa
a la criatura con sus propias manos para conmover el corazón de mi pobre
esposa.
Esas Navidades, tenía yo entonces catorce años, mi
padre me regaló una escopeta. Salía todos los días a cazar, siguiendo el rastro
de la caza en la nieve; y salvo cuando me tocaba clase, no solía ver a los
moradores de la casa parroquial. Pero cada vez que Gertrud me cogía por banda,
me hablaba de Alkmene. Al principio la llamaban Alkmene; pero a Gertrud le
parecía un nombre extraño, así que lo abrevió, reduciéndolo a Mene; y por este
nombre acabaron conociendo a la niña de la casa parroquial en la vecindad.
Recuerdo cuando se celebró, aquel verano, una asamblea de clérigos en la casa
parroquial, y un viejo párroco de Randers oyó el nombre, y exclamó:
—Mene, mene tekel upharsin!
Pero ni al párroco ni a su esposa les gustó la
gracia.
Para Gertrud, la niña fue maravillosa desde el
principio; le fascinaba todo lo que hacía. Lo primero que me contó de ella fue
que parecía no tener miedo de nada. Ni el toro ni el ganso la asustaban; eran
los animales que más le gustaban de toda la granja. Se subió por la escalera al
caballete del granero cuando estaban reparando la techumbre de paja, después de
la tormenta de nieve. A Gertrud le inquietaba este rasgo de la niña. A
propósito de la falta de camisa, se le disparó la fantasía: imaginó que la niña
había estado lo bastante abandonada como para no tener conciencia de ningún
peligro en la vida. Quizá estaba en lo cierto. Así que consideró que su primer
deber como madre era enseñar a la niña, como en los cuentos infantiles, a
conocer el miedo. A continuación me confió que Mene no parecía distinguir entre
la verdad y la mentira. No mentía en interés propio; pero las cosas le parecían
diferentes de como eran para los demás, a menudo de la manera más sorprendente.
Si Gertrud hubiese vivido a solas con la niña, no le habría importado, porque
le gustaban las fábulas y las fantasías como a los campesinos; pero sabía que
su marido juzgaba estas cosas de modo muy distinto, y se esforzaba, con
paciencia y tesón, en corregir los defectos de la niña. Alkmene era sumamente
manirrota, también; tenía muy poco aprecio a sus cosas y perdía o se desprendía
a menudo de lo que Gertrud había conseguido reunir con gran trabajo para ella.
Esto indignaba y ofendía a Gertrud; se lo tomaba muy a pecho, y a veces no
podía evitar pensar que la niña no estaba bien de la cabeza. Sin embargo, había
algo en ello que la impresionaba también: había visto, u oído decir, que la
gente importante se comportaba así.
Cuando, en la primavera, empecé a ir con más
frecuencia a la casa parroquial, encontré un ambiente idílico, como se cuenta
en los libros. Creo que ese año y el siguiente fueron para mi amiga Gertrud los
más felices de su vida. La niña llamaba al párroco y a su esposa padre y madre,
y al cabo de un tiempo pareció haber olvidado la época anterior a su llegada, y
considerarse perteneciente a la casa parroquial. Gertrud no la dejaba alejarse
de su vista; y Mene, también, aunque no le gustaba que la acariciasen o la
mimasen, retozaba alrededor de su madre como el cabrito alrededor de la corza.
Como si hubiese sido aleccionada por el profesor, manifestaba una sincera
adoración por la belleza de Gertrud. Hablaba a menudo de ella, ensartaba
cuentas para hacerle collares y en verano le hacía centenares de guirnaldas de
flores para su precioso cabello. Hasta entonces, Gertrud no había sido admirada
jamás por su belleza; ni el párroco, creo, había sido un amante con
imaginación. Este gracioso y grave galanteo era nuevo para ella, y aunque
delante de nosotros se reía de él, yo me daba cuenta de que le encantaba y la
hacía disfrutar. El párroco enseñó a Mene a leer y escribir, ya que no sabía ninguna
de estas dos disciplinas. Descubrió que aprendía con rapidez, y de este modo
formaron los tres un grupo feliz en todos los sentidos.
Aunque al principio me reí de todo el revuelo que se
había armado en torno a la niña de Copenhague, al cabo de un tiempo Alkmene y
yo llegamos a pasar juntos buena parte de nuestro tiempo. La cosa empezó cuando
pidió permiso para venir conmigo cuando saliese de caza o de pesca. Tenía tal
rapidez de mirada y de movimientos que era como llevar una perrita vivaracha.
Comprobé entonces que la intrépida niña se asustaba ante la visión de la
muerte. La primera vez que me vio coger en mis manos un pájaro muerto, todavía
caliente, sintió repugnancia y horror. Pero le gustaba coger culebras y
llevarlas en la mano. Le entusiasmaban toda clase de aves, y aprendió a conocer
sus nidos y sus huevos. En verano, daba gusto oírla imitar y contestar a la
paloma torcaz y al cuco de los bosques.
Nos hicimos amigos, creo, de una manera poco común
en un chico mayor y una niña pequeña. Éramos como hermana y hermano, tal como
la mujer del párroco quería que fuésemos; y sin embargo, me parece, no
exactamente de la misma manera que ella quería. Cuando Gertrud dijo que la niña
podía ser una esposa para mí, la idea me pareció ridícula. Ya a los catorce
años sabía yo lo bastante del mundo como para decidir que la hija de un párroco
no era pareja apropiada para mí. Más tarde, cuando se hizo tan guapa, alguien
habría podido imaginar que yo soñaría con seducir a la dulce muchacha de la
casa parroquial. Pero eso estuvo tan lejos de mi pensamiento como el
matrimonio. Nuestra amistad fue siempre casta, y no recuerdo haber llegado
siquiera a cogerle la mano. A veces discutíamos hasta enfadarnos, como hacen
los amigos o los hermanos, aunque ninguno de los dos discutíamos con nuestras
respectivas familias; y una vez, furiosa, llegó incluso a tirarme una piedra.
Pero la principal característica de nuestra relación era un entendimiento
profundo, callado, del que los demás no sabían nada. Parecía como si tuviésemos
conciencia de ser iguales en un mundo diferente de nosotros. Más tarde me he
explicado a mí mismo el hecho diciéndome que éramos, entre las gentes de
nuestro alrededor, las dos únicas personas de sangre noble, y que la suya debía
de ser, con mucho, la más noble. Asimismo, nuestro compañerismo se manifestaba
principalmente en el campo y los bosques; cuando regresábamos a casa,
permanecía en suspenso, o latente.
Un detalle curioso de nuestra amistad era que yo
soñaba a menudo con Alkmene, aun cuando durante el día no hubiera pensado en
ella ni una sola vez. En mis sueños, desaparecía con frecuencia, y se perdía.
Cabría imaginar que estos sueños, al final, me inspirarían un verdadero miedo a
perderla. Pero no fue así; al contrario, y por mi cuenta y riesgo, me
convencieron de que, aunque parecía haber desaparecido, volvería en cuanto
amaneciese.
Como niña y pequeña que era, Mene tenía una
asombrosa soltura de movimientos. Sólo levantar el brazo para alisarse el pelo
era algo que dejaba a uno boquiabierto, por la gracia impecable con que lo
hacía. Y cuando triscaba por el bosque, me hacía pensar en una corza, o en un
pez saltando en un arroyo. Más tarde he visto a algunas bailarinas famosas en
el teatro; pero, en mi opinión, ninguna de ellas podría igualarse en suavidad y
armonía de movimientos con la niña de la casa parroquial. Me di cuenta de eso
desde el principio, aunque no creo que los demás lo hayan notado nunca; para
Gertrud formaba parte sencillamente de la excelencia general de la niña. Mi
padre, sin embargo, llegó a comentarlo. Ahora bien, en la casa parroquial
estaba prohibida toda clase de baile. Además, para Gertrud, el arte de la danza
estaba relacionado en cierto modo con el teatro y con los primeros años de la
niña, de los que estaba muy celosa, por lo que no quería ni oír hablar de
ellos. Así que a Alkmene no se le permitió bailar jamás. Pero el párroco le
enseñó muchas otras cosas. Durante un tiempo, incluso se puso a enseñarle
griego, materia que, me comentó a mí, se le daba extraordinariamente bien. Era
capaz de recitar versos de comedias y tragedias griegas.
Durante los años siguientes Alkmene intentó
escaparse dos veces de casa. La primera, un día de marzo en que la nieve había
desaparecido del suelo, emprendió el camino directamente hacia el sur, a través
de los campos; había recorrido más de doce millas antes de que el vaquero del
párroco, enviado en su busca en esa dirección, la alcanzara y la volviese a
casa. Gertrud había estado convencida de que se había ahogado; había pasado una
angustia horrorosa. Ahora apretó a la niña contra su pecho, se quedó mirándola,
sin parar de preguntarle por qué les había dado ese disgusto tan tremendo. Al
día siguiente, creyendo que estaba a solas con la niña, oí que le preguntaba:
—¿Por qué te fuiste? ¿Por qué nos querías dejar?
Pero tampoco obtuvo respuesta.
Dos años más tarde, cuando cumplió los once años, se
volvió a escapar, y esta vez el susto de sus padres fue mayor. Porque había
pasado por el pueblo un grupo de gitanos; se habían ido la noche anterior con
su caravana, habían cruzado los pantanos que hay al oeste de las tierras de mi
padre y era evidente que Mene se había ido tras ellos. Estas gentes tenían mala
fama en la comarca: se decía que habían matado a un buhonero el año anterior.
Ahora fui yo quien salió en su busca y la devolvió. Había dejado de dar clase
con el párroco. Había viajado también; aunque seguía visitando a menudo la casa
parroquial.
Fue un día caluroso de pleno verano; había un aire
tembloroso y grandes espejismos en los marjales. Dos veces me pareció divisar a
la niña en el paisaje inmenso, pero sólo se trataba de un almiar o una
carbonera. Finalmente vi su pequeña figura en la lejanía. Caminaba de prisa; un
rato después, echó a correr. Me reí, porque yo iba a caballo y no se me podía escapar.
Sin embargo, había algo de triste en la escena también. Al llegar a su altura
no la detuve, sino que cabalgué a su lado. Ella seguía su marcha apresurada.
Iba con la cabeza descubierta, muy pálida, y la cara empapada de sudor. No pudo
mantener el paso del caballo. Un gallo silvestre surgió de repente de una mata
de brezo que había delante de ella, y alzó el vuelo con ruidosos aletazos;
Alkmene dio un traspiés y se paró en seco. La compadecí. Pensé que iba a
llorar.
—Dame el caballo, Vilhelm —dijo—, y los alcanzaré.
—No —dije—, vas a volver. Pero te dejaré que montes,
y yo iré a pie.
No dijo nada. Así que la acomodé en la silla.
Era un día apacible. Empecé a cantar, y al poco rato
Alkmene se unió a mí con su voz clara. Cantamos muchas canciones, y al final
una canción popular sobre una madre que lloraba a su hijo muerto. Le dije:
—Cada vez que te escapas le das un susto a tu
familia, boba.
Ella dijo:
—¿Por qué no dejan que me vaya?
Canté otro estribillo, y luego dije:
—La gente es diferente. Mira mi padre: nada de lo
que hago le parece bien, y siempre le estoy estorbando. Pero los tuyos te
quieren y te consideran una niña maravillosa sólo con que accedas a estar con
ellos.
Alkmene guardó silencio ahora largo rato; luego
preguntó:
—¿Qué piensas de las niñas que no quieren que las
quieran, Vilhelm?
Regresamos tarde. Había salido la luna de verano,
aunque el cielo todavía seguía completamente claro. Al entrar en las tierras de
mi padre cruzamos un campo de cebada. El cereal crecía ralo en el suelo
arenoso, pero había tal cantidad de caléndulas amarillas que parecía que la
luna se reflejaba en el campo como en un lago.
Gertrud, antes de que llegáramos, había hecho
prometer a su marido que escarmentaría a la niña esta vez; pero todo fue
olvidado cuando llegó. No obstante, la madre, todavía muy pálida de susto, no
conseguía calmarse. Dijo:
—Quieres más a esas gentes malvadas que a nosotros;
preferirías estar con ellas a vivir con tu padre y conmigo. ¿No sabes que te
matarían y te comerían?
Alkmene la miró con los ojos muy abiertos.
—¿Me habrían comido? —preguntó.
Gertrud creyó que se estaba burlando de ella:
—¡Oh, eres una niña exasperante! —exclamó.
Cuando llegó el momento de la confirmación de Mene,
se les plantearon dos problemas a los moradores de la casa parroquial. En
primer lugar, el párroco cayó en la cuenta de que no había visto la fe de
bautismo de la niña, y no podía estar seguro de que hubiera sido bautizada.
Escribió al profesor, pero tuvo que esperar mucho tiempo la contestación, ya
que el anciano se había marchado de Copenhague y ocupaba un alto cargo en una
corte alemana. Cuando finalmente le llegó la carta, el profesor no pudo aportar
más que su palabra de honor de que la niña estaba bautizada. El párroco, ahora,
no sabía si confirmarla sin más, o bautizarla privadamente para asegurarse. Su
esposa me contó que este dilema le ocasionó muchas noches de insomnio. Y él me
dijo:
—Algunos teólogos sostienen que el bautismo no es
más que un símbolo. Que Dios nos asista; pues los símbolos son cosa poderosa.
Puede que yo mismo haya manejado grandes símbolos con demasiada ligereza.
A partir de entonces dejó de enseñarle griego a
Alkmene. Al final, no obstante, hizo caso de los consejos de su mujer, y
confirmó a Mene junto con otros niños de la parroquia.
Pero en la clase de confirmación, Mene se juntó con
otras niñas, y escuchó sus conversaciones. Y aquí, entonces, el párroco y su
mujer tuvieron motivo para creer que había oído rumores de que no era hija de
ellos. Alkmene no habló de esto; alguien había oído casualmente la conversación
de las niñas. El párroco meditó el caso, y un día, estando yo delante —porque
me parece que temía abordar el problema a solas con su mujer—, dijo que había
decidido explicárselo todo a la niña, y decirle la verdad. Gertrud se puso
instantáneamente en contra suya. Nunca la había visto tan irritada con él desde
la llegada de Mene. Era como si hubiese olvidado que no era la verdadera madre
de la niña, y ahora le acusó de querer privarla deliberadamente de su hija.
—De ningún modo —dijo el párroco—; pero voy a
imponer la mano sobre la cabeza de la niña en nombre del Señor. ¿Qué ocurriría
si en ese momento supiese la niña, en el fondo de su corazón, que la estoy
engañando?
Gertrud se levantó.
—¿Acaso quieres apartarla de mí definitivamente?
—exclamó ella—. ¿Acaso no has visto que ya me odia y me teme? Si ahora se
entera de que no soy su madre, no habrá medio de retenerla; ¡me despreciará y
me volverá la espalda!
El párroco enmudeció ante esta acusación. Sin
embargo, mientras hablaba, creo que nos dimos cuenta los dos de que tenía
razón. Durante los dos últimos años Alkmene había cambiado y se había
endurecido respecto a su madre; a veces mostraba una desconfianza, una rebelión
y una hostilidad extrañas. Por último, dijo el párroco:
—Querida esposa, habría sido mucho mejor no haber
asumido nunca esta tarea, y haber seguido aquí, en nuestra casa parroquial,
como un matrimonio que envejece apaciblemente sin hijos.
Gertrud se quedó mirándole, completamente perpleja.
—Pero hemos echado mano del arado —prosiguió él—.
Así que tenemos que llevar a término el trabajo de acuerdo con nuestras luces.
Gertrud se echó a llorar.
—Haz lo que creas que es mejor —dijo, y salió de la
habitación.
Pero cuando iba a marcharme, la encontré
esperándome. Me cogió de la mano, me miró a la cara y dijo:
—Vilhelm, tú eres amigo de mi hija. ¿Quieres hacerme
un favor? Vigílala. Cuando su padre haya hablado con ella, observa de qué
manera afectan sus palabras a la pobre criatura, y cuéntame lo que te diga
sobre el particular. Porque bien sabe Dios que a mí no me dirá nada.
Me pareció triste y conmovedor que Gertrud acudiese
a mí en busca de ayuda, ya que hasta ahora había estado convencido de que nadie
más que ella conocía o comprendía a su hija. Así que le prometí hacer lo que me
pedía.
Sin embargo, un par de semanas después me dijo:
—Dios es misericordioso, Vilhelm, o Jens es sabio.
Desde que ha hablado con la niña, está cambiada. Ha vuelto a mí, y se porta
conmigo igual de cariñosa que cuando era pequeña. Hasta me hace sentirme joven.
Incluso me he mirado en el espejo hoy. Puedes reírte, pero era el rostro de una
joven el que he visto en él. No sé por qué, pero presiento que esta concordia
buena y cariñosa entre nosotras va a durar mientras vivamos.
Se olvidó por completo de preguntarme sobre el
particular, como había dicho que haría.
—Pero ¿no es extraño —añadió al cabo de un rato— que
no haya hecho una sola pregunta sobre sus verdaderos padres? No sabe que no
habríamos podido contestarle.
Alkmene jamás me habló de las explicaciones que
había recibido. Pero creo que el párroco, en el curso de su conversación, debió
de mencionar el nombre del profesor, porque un día Alkmene me preguntó si le
conocía. Le dije que le había visto.
—A mí me gustaría verle también —dijo— alguna vez.
Gertrud se me quejó de que Mene era despreocupada
con su ropa, y de que no tenía más cuidado con el vestido de los domingos que
ella le había hecho que con las ropas descoloridas de entresemana. Pero un día
la niña oyó hablar a nuestra ama de llaves de los preciosos vestidos de mi
madre, guardados en un gran cofre del ático, porque mi padre no quería verlos,
ni dejaba que nadie se los pusiese. A partir de entonces no me dejó en paz
hasta que, un día que mi padre estaba fuera, descerrajé el cofre y los saqué.
Alkmene los extendió uno al lado del otro y permaneció largo rato sentada
contemplándolos; por último, me pidió que le diese uno. Era un vestido de
gruesa seda verde con un dibujo amarillo. Cuando lo veo ahora, me recuerda un
poco a un tilo en flor. Me reí de ella y le pregunté si pensaba ponérselo para
ir a la iglesia.
—No —dijo; pero se lo pondría alguna vez.
Poco después, una tarde de junio, Gertrud había
estado cociendo pan, y Alkmene le pidió permiso para ir conmigo —en aquella
ocasión me encontraba pasando las vacaciones de verano en casa— a llevarle un
poco a la vieja madame Ravn, viuda de nuestro difunto párroco, que vivía al
otro lado del pueblo. Pero cuando íbamos de camino, me dijo que no tenía la
menor intención de ir a casa de madame Ravn; quería ponerse el vestido de seda
verde e ir a pasear por el bosque y el campo. Guardaba el vestido en una cabaña
cercana que pertenecía a una mujer que había trabajado antes en la casa
parroquial, pero a la que habían echado porque bebía. Entró allí y poco después
salió con el vestido verde y amarillo. No se había peinado ni lavado las manos;
sin embargo, no creo haber visto a ninguna mujer más digna y natural que ella,
entonces.
Nos internamos en el bosque, y ella iba callada. El
vestido le quedaba un poco largo, y le arrastraba por el suelo. Le hablé del
nuevo caballo que acababa de comprarme, y de una pelea que había tenido con mi
padre. Si nos hubiésemos encontrado con alguien, se habría asombrado y se
habría reído al ver a una niña tan magníficamente vestida en un sendero del
bosque. Sin embargo, en cierto modo parecía natural que pasease de este modo
por allí. El bosque era fresco. Donde el sol bajo daba en el follaje, era todo
verde y amarillo como un vestido; y al andar, la seda producía un leve siseo,
como un pájaro rezagado en un árbol. Nos topamos con un zorro en el sendero,
pero no vimos a ningún ser humano.
Cuando el sol rozaba ya el horizonte, salimos a
campo abierto. Aquí había una colina alta. Subimos hasta arriba, y desde allí
dominamos una gran perspectiva, en torno nuestro, por encima de las doradas
llanuras y marjales, y su esplendor. Alkmene se quedó inmóvil, contemplándolo
todo largamente. Su rostro era tan puro y radiante como el aire. Al cabo de un
rato aspiró con alegría, y yo pensé en lo
ridículas criaturas que son las niñas, que se contentan con estar de
pie en lo alto de una colina con un vestido de seda. Más tarde nos sentamos a
comernos el pan que Gertrud nos había dado para la vieja viuda. Todavía estaba
caliente del horno. Desde entonces, cuando pruebo pan reciente, me acuerdo de
aquella tarde en la colina.
Al regresar a la casa parroquial, después de
cambiarse Alkmene de vestido en la cabaña, encontramos a Gertrud junto a una
vela de sebo, con las gafas puestas, ante un montón de calcetines blancos de la
niña que tenía que zurcir. Había zurcido ya bastantes, pero pensé que si tenía
que terminarlos todos, le tocaría quedarse hasta altas horas de la noche. Nos
sonrió y nos pidió que le diésemos noticias de madame Ravn. Alkmene se situó
detrás de ella, la miró, miró los calcetines y me pareció que palidecía.
—Deja que te ayude a zurcir calcetines, madre —dijo.
—No, cariño —dijo Gertrud, y despabiló la vela—. Te
has dado una gran caminata y debes irte a acostar.
En el otoño de ese mismo año sucedió algo que tuvo
alguna repercusión en mi vida. Una muchacha del pueblo llamada Sidsel y que,
dicho sea de paso, era hija de la mujer en cuya cabaña guardaba Alkmene su
vestido, tuvo un niño que se murió, y me atribuyeron a mí su paternidad. No
creo que fuese cierto, ya que ella no era precisamente un dechado de virtudes.
Sin embargo, la gente habló de ello. Mi padre me dijo:
—El niño ha muerto y Sidsel se casará con el
guardabosque. Pero no harás el tonto en tu propio pueblo mientras esperas a que
la mocita de la casa parroquial sea bastante mayor para ti. Ahora mismo te vas
a ir a casa de tu tío de Rugaard, Djursland, a pasar seis meses. Su hija es dos
años mayor que tú, y algún día será una muchacha rica. En todo caso, puedes
aprender allí algo de agricultura; ya es hora de que sientes cabeza.
Esta última parte del sermón fue injusta conmigo, ya
que hasta ahora mi padre se había reído de mí, y me había llamado gañán, cada
vez que yo había mostrado interés por los trabajos de la propiedad, que por
entonces andaban bastante mal.
No me importó marcharme; pero me pregunté qué
pensarían de mí en la casa parroquial. El párroco estaría sumamente
decepcionado; porque toda su vida había predicado contra el libertinaje de su
parroquia, y dado que yo había sido discípulo suyo tanto tiempo, había llegado
a considerarme obra suya. Gertrud quizá me perdonase: ella era una muchacha
campesina, y estaba habituada a los modos de comportamiento del campo; aunque
se esforzaría en mantener este rumor alejado de Mene, y quizá intentase también
mantener a la niña alejada de mí.
Una tarde que mi padre había ido a Vejle, me
encontraba yo en la biblioteca sacando libros, cuando se abrió la puerta y
apareció Alkmene en el umbral. Nuestra biblioteca está orientada al norte; el
sol le daba a Alkmene por detrás, y su pelo brillaba como una llama. Me
preguntó:
—¿Es verdad lo que dicen de ti y de Sidsel?
Me quedé sorprendido al verla, ya que nunca había
venido sola a la casa de mi padre. Pero me hizo la pregunta con tanta energía
que no tuve más remedio que contestar.
—Sí —dije.
Y exclamó:
—¡Cómo te has atrevido, Vilhelm!
Pues bien, era raro, pero hacía algún tiempo que
tenía yo una especie de resentimiento contra ella, como si tuviese la culpa de
lo que había sucedido. Al ver que empezaba a hablarme con las mismas palabras
de la gente mayor, le pedí con pesar que me dejase solo. Pero no hizo caso;
entró en la habitación, con la cara encendida de excitación.
—¿Cómo te has atrevido? —volvió a exclamar.
Entonces recordé que, tratándose de ella, por lo
general sus palabras significaban exactamente lo que decían. Me di cuenta de
que me estaba haciendo una pregunta, quería saber, como solía ocurrir a menudo.
No pude por menos de echarme a reír.
—Tal vez —dije— no se necesite tanto valor como
puede parecerle a una niña.
Me miró, grave y orgullosa.
—Ahora irás al infierno, ¿no crees? —dijo.
—Todos dicen que voy a ir allí —dije yo—. Mi padre
me ha echado de casa; los tuyos no me quieren hablar. Tú y yo, Alkmene,
podríamos seguir siendo amigos el tiempo que nos queda.
—¿Te ha echado tu padre? —preguntó—. ¿No tienes casa
ahora? Entonces me iré contigo. Podemos ir por los caminos juntos. Y entonces
—añadió, y suspiró profundamente— yo haré algo para que no tengamos que
mendigar. Aprenderé a bailar.
—No —dije yo—; me voy a Rugaard, a casa de mi tío.
Al oír esto palideció.
—¿Te vas a casa de tu tío? —dijo—. Yo creía que te
habían echado para que fueses por el mundo. Creía que nadie había hecho una
cosa tan mala como la que has hecho tú.
Yo me estaba poniendo cada vez más contento.
—Pero tú, que has leído historias sobre los dioses
griegos —dije—, sabrás que esas cosas han sucedido ya en el mundo.
—No —dijo ella—, no me han vuelto a dejar leer más
esos libros. No me quieren decir nada. ¿Qué voy a hacer ahora?
En ese momento vi con claridad que ella y yo nos
pertenecíamos mutuamente, y me acerqué para preguntarle:
—¿Me esperarás hasta que vuelva, Alkmene? Entonces
nadie nos separará.
Pero pensé en lo joven que era, y me pareció que no
había elegido bien el momento. Estaba de pie, delante de mí, retorciéndose las
manos.
—¿Me escribirás? —preguntó—. No —se interrumpió—,
sólo en los libros recibe cartas la gente. Pero si vuelves a hacer otra vez
algo terrible, ¿me lo harás saber por carta?
—Volveré dentro de seis meses —dije—. No me olvides,
Alkmene.
—No —dijo ella—, no te olvidaré. Eres mi único
amigo. No te olvides tú de Alkmene, Vilhelm —y dicho esto se marchó tan de
repente como había venido. Unos días después me fui a Rugaard.
No hablaré de mi vida en Rugaard, ya que esta
historia es sobre Alkmene. Las fincas se hallan en Djursland unas cerca de
otras. Conocí a muchos jóvenes de mi misma edad, y no pensé mucho en las
personas y las cosas de casa. Pero aquí también soñaba con Alkmene.
Cuando llevaba tres meses en Rugaard recibí una
carta de mi padre en la que se quejaba de su gota y me pedía que volviese. No
le di mucha importancia hasta que recibí otra carta de la misma naturaleza:
entonces regresé.
La primera pregunta que mi padre me hizo fue si le
había hecho el amor a mi prima de Rugaard. Pareció aliviarse cuando le dije
«No»; y se frotó las manos.
—Aquí, en tu antiguo distrito, están ocurriendo
cosas —dijo—; ha habido grandes cambios en la casa parroquial.
Le pregunté a qué se refería, y me contestó:
—Será mejor que vayas a averiguarlo por ti mismo.
Al día siguiente fui a pie a la casa parroquial.
El párroco estaba solo; su mujer y su hija habían
ido a visitar a un enfermo. Estaba cambiado, tal como mi padre me había
adelantado. Le noté grave, absorto en sus meditaciones, y pensé que así debió
de ser su aspecto en sus tiempos de juventud, de los que me había hablado.
Había olvidado por completo el penoso asunto de Sidsel, y me recibió con
afecto. Cuando ya llevábamos hablando un rato sobre otras cuestiones, me dijo:
—Tengo que ponerte al corriente, Vilhelm, de lo que
nos ha sucedido aquí, en tu vieja casa parroquial —y pasó a contarme lo
ocurrido.
Su amigo el viejo profesor le había escrito poco
después de marcharme yo para informarle que su hija adoptiva había heredado
—como de costumbre, no podía o no quería decir por qué medios—, como si hubiese
entrado, decía en la carta, en la cueva maravillosa de Aladino, de
nuestro inmortal Oehlenschlager. Fiel —el profesor era muy aficionado a hablar
de fidelidad— al primer trato con ellos, no trataría de convencerle, sino que
dejaría a su amigo que decidiera aceptar o no dicha fortuna en nombre de la
niña.
El párroco dijo que había pensado el caso antes de
tomar una decisión.
—Y es extraño —comentó— que en todo lo que concierne
a nuestra hija, parece que mi esposa y yo jamás vemos las cosas de la misma
manera. Gertrud no quiere aceptar ese dinero. Ahora bien, si hubiese sido una
cantidad más pequeña, probablemente la discusión habría sido al revés: entonces
se habría alegrado de ver a la niña segura en la vida, mientras que yo habría
preferido que siguiese siendo de nuestra propia posición social, hija de un
párroco de pueblo. En cambio así, la inmensidad de esa herencia asusta a mi
pobre esposa —el párroco me dio la cifra exacta: ascendía a más de trescientos
mil rixdales—. Gertrud no deja de pensar que ese montón de oro debe de proceder
necesariamente de una fuente demoníaca. Para mí, también, la cuestión se ha
convertido en algo distinto.
Se quedó abstraído un rato en sus pensamientos.
—Jamás —dijo— he ansiado poseer dinero. Ni siquiera
en los sueños de mi juventud. He deseado y he rezado por conseguir otras cosas;
pero jamás ha sido el oro una tentación para mí. Sin embargo, en este caso, el
dinero adopta un cariz nuevo: se convierte en un símbolo. Lo he visto
—prosiguió—. He ido a Copenhague; y allí, en el banco, me lo han enseñado. Lo
he tocado. Allí duerme, esperando la mano que lo convierta en realidad. ¡Cuánto
bien se podría hacer, con una fortuna como esa, en el mundo! Ten en cuenta,
Vilhelm, que no ignoro el poder de Mammón. Al tocar ese oro, he reconocido el
peligro que encierra. Pero si ha de haber aquí una prueba de fuerza entre Dios
y Mammón, ¿debo renunciar a asumir la causa del Señor?
Le pregunté al párroco si Alkmene estaba al tanto de
su buena suerte. Sí, contestó; se lo había dicho. Era todavía una niña; le
había hecho muy poca impresión; a juzgar por su actitud, parecía como si lo
hubiese sabido de toda la vida. La obra era, pues, mucho más sagrada para él,
ya que debía emprenderla en nombre de una criatura. Y en efecto, añadió, desde
el principio había sabido que por mediación de Alkmene le vendría una gran
empresa.
—Y cuando haya muerto —dijo—, seguiré viviendo en
sus buenas obras, pues hay una gran fuerza en esa muchacha, Vilhelm.
Su discurso me dio mucho que pensar. Me hizo reír
para mis adentros. Pensaba que quizá conocía yo a Alkmene mejor que su padre.
Mi padre, cuando llegué a casa, me interrogó ansioso
acerca de mi visita, y le conté casi todo lo que el párroco me había dicho.
—¿Y le has pedido a la muchacha en matrimonio?
—preguntó.
—No —dije.
—Eres tonto —dijo mi padre—. Una fortuna como ésa
compensa la oscuridad de su cuna; en cierto modo, arroja una luz nueva sobre
ella. A cambio, tú puedes ofrecerle tu apellido.
No le contesté; empezó a perorar sobre los méritos
de la muchacha como hablan los tratantes de un caballo, y me sorprendió
descubrir lo mucho que la había observado, cuando yo creía que no había
dedicado un solo pensamiento a la hija del párroco. Al final, le dije que
consideraría muy poco elegante por mi parte ir a pedir la mano de Alkmene al
enterarme de su herencia, cuando nunca había dado a su familia el menor motivo
para que supusiese que podía hacer una cosa así. Mi padre repitió que era
tonto, y nos acaloramos en nuestra discusión. Por último declaró que si yo era
lo bastante imbécil como para rechazar mi suerte, iría él en persona y la
pediría en matrimonio para sí.
Me avergüenza decir que efectivamente lo hizo, y de
la manera más estúpida. Mandó aparejar el tiro de cuatro caballos que apenas
utilizaba y se fue a la casa parroquial a pedir la mano de Alkmene. Lo que
sucedió en la entrevista no lo sé. Puede que mi padre consiguiera explicar con
claridad al párroco y a su esposa el motivo de su visita. Pero aun después de
su fracaso, siguió estudiando las mejoras y embellecimientos que podían hacerse
en sus tierras con el dinero de la muchacha. Me cansaban y aburrían tanto sus
desvaríos que me marché otra vez sin haber visto a Gertrud ni a Alkmene.
La siguiente noticia que recibí de casa fue que el
párroco había muerto. Hacía muchos años que su salud era frágil; el viaje a
Copenhague en pleno invierno le había agotado. Cogió un resfriado que desembocó
en una neumonía. En su funeral, me impresionó el profundo pesar que
manifestaron todos los feligreses por su párroco. Gertrud, en su gran aflicción
y dolor, me habló de su paciencia durante la enfermedad, y cómo, en su lecho de
muerte, le había parecido tener una súbita y espléndida revelación, y exclamó
que ahora comprendía los caminos del Señor. Me enseñó un periódico que había
recibido de Copenhague. Contenía una reseña necrológica de su marido, con tan
encendidas alabanzas a su persona y sobre el papel que, de haber tenido ambición,
podía haber desempeñado en el escenario del mundo, y sobre su talento en su
juventud, que incluso me sorprendió a mí, que tenía un elevado concepto de él.
El artículo iba sin firma, pero ella y yo pensamos que lo había escrito su
viejo amigo el profesor.
Unos meses después, durante su año de cortesía en la
casa parroquial, Gertrud se marchó a visitar a una hermana suya enferma. Mi
padre, al mismo tiempo, se había ido a Pyrmont por motivos de su gota. Alkmene
se quedó sola en la casa parroquial, como yo en la mansión. Entonces me mandó
recado de que fuese a visitarla.
Tenía ahora quince años; estaba alta para su edad,
pero delgada, y muy parecida a la primera vez que llegó a la casa parroquial.
Me dijo:
—¿Te acuerdas, Vilhelm, de que me prometiste que si
alguna vez te pedía un favor importante me lo harías?
Recordé aquella ocasión y le pregunté qué quería de
mí.
—Quiero ir a Copenhague —dijo—, y tienes que
llevarme. Ha de ser ahora, mientras mi madre está ausente. Pero sólo quiero
estar allí un día.
No era una empresa fácil. Con el viaje de ida y
vuelta, estaríamos ausentes una semana, y nadie debía vernos. Pero Alkmene
estaba decidida, y, puesto que le había dado ya mi palabra, ahora no podía
negarme a ayudarla. Pensé también que sería una aventura deliciosa. Así que
accedí a lo que me pedía. Primero se marchó ella a Vejle, y allí, de madrugada,
me reuní con ella en la parada de la diligencia. Afortunadamente, ni en Vejle
ni después nos encontramos, entre los pasajeros, con nadie conocido.
Era el mes de mayo. El campo por el que viajábamos
estaba recién desplegado y verde; los bosques daban una sombra suave y
delicada. Las madrugadas eran frescas, y todo estaba cubierto de rocío; pero
las alondras volaban ya en el cielo. Cuando nos detuvimos en Soro, oímos al ruiseñor
en el atardecer primaveral. Ahora que evoco ese viaje me parece que por
entonces había decidido casarme con Alkmene, si ella accedía; porque iba
sumamente preocupado por su buen nombre. En todas partes decía que la preciosa
muchacha era mi hermana, y no había nada en nuestra actitud que hiciese dudar a
la gente de mi palabra. Pero yo tenía el corazón inundado de un placer y una
emoción más grandes que los de un hermano. Pensaba que jamás había sido feliz
hasta ahora. Imaginaba cómo en el futuro viajaríamos juntos a menudo. La
muchacha acogía los rápidos cambios de escenario con la avidez de un niño. El
mar en especial, cuando cruzamos el Gran Belt al segundo día, con sol y una
brisa ligera, la llenó de asombro y alegría. Sólo el misterio de nuestro destino,
y algo que asomaba a veces a su semblante, me producían una vaga inquietud.
Yo había estado en Copenhague más de una vez. Antes
de llegar había hecho las reservas en el hotel donde íbamos a alojarnos. Era un
establecimiento tranquilo. Entramos en la ciudad por la tarde. Alkmene iba
mirando a la gente de la calle y los vestidos de las mujeres, pero no decía
nada.
Después de cenar en el hotel, le pedí que me contase
por qué había ido a Copenhague. Entonces ella sacó de su bolsa el periódico que
Gertrud me había enseñado tras la muerte del párroco y dijo:
—He venido per esto.
En la última página había una noticia sobre un
famoso asesino llamado Ole Sjaelsmark, al que iban a ejecutar en el terreno
comunal del norte de Copenhague. El periódico informaba que el público tendría
acceso a la ejecución. También daba la fecha y la hora: era a la mañana
siguiente.
Al leer la noticia, un miedo tremendo se apoderó de
mí. Vi y comprendí claramente que las fuerzas entre las que me había estado
moviendo eran más poderosas y formidables de lo que yo había sospechado, y que
mi propio mundo podía estar a punto de hundirse bajo mis pies. Le dije a la
muchacha:
—Será una escena horrible. Mucha gente sostiene que
es una costumbre bárbara dejar que la multitud convierta en diversión el
suplicio y la muerte de un hombre, por espantosas que sean las cosas que haya
hecho.
—No —dijo ella—; no es una diversión. Es una
advertencia a los que pueden estar a punto de hacer lo mismo; a los que ninguna
otra cosa les puede advertir, el ver la muerte de este hombre les contendrá de
llegar a ser como él. Mi padre —prosiguió— me leyó una vez un poema sobre una
niña a la que la cortaron la cabeza. Recuerdo lo que decía:
Sobre cada cabeza ha temblado
la hoja que ahora tiembla sobre la mía.
»Pues únicamente Dios lo sabe todo —dijo—. Y ¿quién
puede decir de sí mismo: "De esa acción jamás podría yo haber sido
culpable"?
Por la madrugada nos dirigimos Alkmene y yo en coche
al terreno comunal del norte, que estaba bastante lejos. Junto al patíbulo había
reunida ya una gran multitud, la mayoría gente tosca y vulgar; pero había entre
ella muchas mujeres, algunas de las cuales habían llevado incluso a sus hijos.
Al abrirnos paso entre la muchedumbre, se quedaban mirando a la grácil y
mortalmente pálida muchacha que yo llevaba del brazo. Pero a continuación
volvían los ojos otra vez hacia donde se alzaba la espantosa construcción, con
el verdugo y su ayudante ya esperando.
Cuando la carreta, con el condenado y el capellán de
la prisión, se acercaba despacio por encima de las cabezas de la gente, Alkmene
se puso a temblar tan violentamente que la rodeé con mis brazos; lo cual,
aunque me sentía aterrado y sobrecogido, me produjo un dulce contento. El
asesino pasó sentado con la cara vuelta hacia nosotros. Por un instante, me
pareció que sus ojos buscaban el rostro de la muchacha. El capellán subió al
patíbulo con él, y allí le cogió la mano y le habló, antes de mandarle que se
arrodillase delante del tajo; luego se hizo atrás para dejar que el verdugo
ocupase su sitio. Un instante después cayó el hacha.
Pensé que Alkmene se desmayaría, pero se mantuvo de
pie. La multitud se agolpó ahora alrededor del patíbulo, muchos de ellos para
mojar trozos de tela en la sangre, que según la creencia popular curaba la
epilepsia; pero nosotros nos marchamos.
Yo no había dormido esa noche, y el espantoso
espectáculo me había puesto de punta los pelos de la cabeza. Iba sosteniendo a
la muchacha, pero no encontraba qué decirle. En nuestro camino de regreso,
mientras se hacía más de día, me acordé de los planes que me había hecho
durante el viaje de enseñarle la ciudad, y me reí de mi penoso papel: era un
asno. No obstante, le dije que antes de marcharnos —pues le había prometido
llevarla de regreso esa misma tarde— debíamos ver el palacio real. Así que
dejamos nuestro carruaje en la casa de alquiler de coches y nos dirigimos allí
a pie. No pude por menos de observar lo bien que iba ella por la calle, con qué
gracia y dignidad andaba, con su sombrero y su vestido pueblerinos. Y al detenernos
ante el palacio, y verla contemplarlo gravemente, pensé que había nacido para
vivir en un lugar como aquél.
Estando allí, pasó un anciano con un gran ramo en la
mano, miró a la muchacha, y cuando se había alejado ya un trecho, dio media
vuelta y volvió a pasar y a mirarla. Le reconocí, aunque estaba muy viejo y
encorvado, e iba teñido y pintado: era el profesor. Observé que nos seguía a
cierta distancia por las calles; y cuando entramos en el hotel, se quedó
enfrente, mirando hacia todas las ventanas. Pensé: «Ahora irá a llevarle el
ramo a quien sea, y luego volverá. Pero entonces, como le he prometido a
Alkmene, ya nos habremos ido.»
En el hotel me encontré casualmente con un conocido
que me habló de un barco que zarpaba para Vejle esa misma tarde. Pensé que
sería más fácil hacer el viaje por mar; además, no me apetecía regresar por el
mismo camino que habíamos hecho de ida. Así que, al marcharnos del hotel, nos
dirigimos al puerto.
Tuvimos una agradable tarde de primavera, con un
suave vientecillo del sur, durante nuestra travesía hasta el Sound. Íbamos
sentados en cubierta contemplando la costa; vimos surgir unas cuantas luces en
los litorales sueco y danés, y seguimos allí casi toda la noche. Alkmene se
había quitado el sombrero y se había atado el chal alrededor de la cabeza.
Cuando pasamos frente a Elsinore y el castillo de Kronborg, salió la luna.
Le dije:
—Alkmene, he pensado que podríamos unir
completamente nuestras vidas.
—¿Eso has pensado? —dijo ella—. Pues ahora ya es
tarde para hablar de eso.
—Nunca ha habido nada, en realidad, que me hiciera
dudar que fuera factible —dije.
—No —dijo ella—; ahora he aprendido que hay muchas
maneras de ver las cosas. Tú hablas de mi vida ahora. Pero antes, cuando era el
momento, no intentaste aprovecharlo.
—Sin embargo, quiero preguntarte una cosa —dije—.
¿Sabías que te he querido desde siempre?
—¿Que me has querido? —dijo ella—. Todos querían a
Alkmene. Tú no la ayudaste. ¿No sabes, no supiste siempre, que todos se ponían
en su contra, todos?
Medité un momento sus palabras.
—Para mí, no era en serio —dije—; lo hacían sólo por
bromear. Creo incluso que lo sentía por ellos. Siempre pensé que eras la más
fuerte.
—Sí, pero no era así —dijo ella—. Eran ellos los más
fuertes. No podía ser de otra manera, cuando eran tan buenos y cuando siempre
tenían razón. Alkmene estaba sola. Y cuando se murieron, y la obligaron a
presenciarlo, ya no pudo volver a levantarse más contra ellos. Alkmene no pudo
encontrar otra salida que morir también.
Se quedó callada, inmóvil; parecía muy pequeñita en
la cubierta del barco.
—¿Y no te sale, siquiera —me preguntó—, decir ahora
«pobre Alkmene»?
Lo intenté, pero no me salió.
—¿Recordarás —le pregunté por fin— que soy tu amigo?
—Sí —dijo—, siempre recordaré que me has llevado a
Copenhague, Vilhelm. Has sido muy bueno.
La dejé en su casa a los dos días, y nadie de la
parroquia pensó sino que había estado con sus amigos de Vejle todo el tiempo.
Poco después, mi padre me escribió diciendo que me
reuniese con él en Pyrmont, dado que estaba enfermo y no se atrevía a emprender
el viaje de regreso solo. Pensé que no tenía nada que hacer en Norholm; así que
fui. En Pyrmont, mi padre y yo tuvimos sendas cartas de Gertrud, en las que nos
comunicaba su decisión de dejar la casa parroquial antes de finalizar su año de cortesía. Pues su hija
había comprado tierras en la región oeste con una pequeña granja para criar
ovejas. Gertrud no era ninguna gran escritora de cartas. A mi padre le escribía
en tono humilde y agradecido. Pero en mi carta leí, entre líneas, una demanda
de explicación: ¿por qué las cosas habían tomado el curso que habían tomado?
Había, también, una angustia muda, como si, en el fondo, tuviese miedo de
abandonar su casa y salir al mundo a solas con su hija. No veía yo cómo podía
tranquilizarla. Le contesté, le di las gracias por su amabilidad conmigo
durante tantos años y me despedí.
No me queda mucho más que contar de esta historia
sobre Alkmene.
Dieciséis años después de nuestro viaje a
Copenhague, una cuestión de negocios me llevó al oeste, a la región donde se
encontraba la granja de Alkmene. Mi camino pasaba cerca de ella. Pensé que
podía visitarla, y tomé el estrecho e incómodo camino hasta la casa.
Iba por un paisaje extenso, solitario, con marjales,
charcas y largas colinas. Era un día de finales de agosto; las nubes estaban
bajas; había llovido, pero hacia el atardecer se levantó viento, y la puesta de
sol era espléndida. En el camino me crucé con una carreta tirada por bueyes y
cargada de sacos; supuse que serían lana de Alkmene. La granja, cuando llegué,
tenía un enorme granero y algunos establos, con varios almiares alrededor. La
casa propiamente dicha era un edificio largo, bajo y con techumbre de paja.
Todo estaba meticulosamente ordenado, aunque era muy pobre. Un viejo y algunos
niños se quedaron mirándome, como si fuese raro ver visitas por allí. Al llegar
con mi coche ante la puerta, salió del establo una campesina con los pies
descalzos y un pañuelo alrededor de la cabeza: era la propia Gertrud.
Gertrud había envejecido. Ya no tenía la cintura
esbelta y el busto redondo, sino que era ancha como un montón de leña. Tenía la
cara huesuda y curtida, como si todas sus pequeñas pecas se hubiesen fundido en
una sola, y había perdido un diente o dos. Pero aún era de pies ligeros y ojos
claros, una vieja granjera tiesa y cordial.
En la casa solitaria, cualquier visita habría sido
bien acogida; pero al verme, Gertrud se alegró como si fuese su hijo. Estaba
sola en la granja, me dijo. Alkmene había ido a Ringkobing a llevar lana y
meter dinero en el banco... en efecto, debí de cruzarme con ella en el camino.
Me hizo pasar a la mejor habitación, que evidentemente no se utilizaba jamás, y
fue a hacer café, el cual sacó con aire solemne de una cajita secreta que
guardaba detrás del armario. Mientras esperaba, eché una mirada a mi alrededor.
Todo estaba limpio, aunque era muy pobre. Pensé en el pasado, en la niña que
había conocido entonces, y me invadió una especie de terror.
Durante nuestro café, hablamos de los viejos
tiempos. Gertrud guardaba un recuerdo vivo de las personas y los lugares, pero
los acontecimientos se le habían vuelto borrosos. Confundía su orden sucesivo,
como si hiciese mucho tiempo que no los recordara ni hablara de ellos. Me
preguntó si me había casado. Le dije que había estado prometido con mi prima de
Rugaard, pero que al morir mi padre acordamos romper nuestro compromiso.
Después, nos pusimos a hablar de la granja y de las
ovejas. Me pidió consejo a propósito de una oveja enferma, acordándose de cómo
había atendido la vaca de la casa parroquial. Les iba bien a ella y a la hija,
dijo, después de unos primeros años en que habían cometido errores y las habían
engañado. Habían aumentado el ganado, y cada mes Alkmene iba a Ringkobing a
meter dinero en el banco. Pero aún seguían trabajando con tesón, de sol a sol,
sin permitirse malgastar nada. Encontraban muy poca ayuda en el viejo que
tenían como único peón. Gertrud se animó hablando de sus ovejas; le asomaban
dos rosas en las mejillas, y empleaba un lenguaje atrevido, directo, que yo no
le había oído antes. Pensé que las ovejas y el paisaje habían devuelto a
Gertrud a su niñez y adolescencia, y que me encontraba, en realidad, ante la
joven campesina de la que mi antiguo preceptor se había enamorado. En este
sentido, también, su hija había ocupado el lugar de su madre; hasta el punto de
permitirse el pequeño engaño, cuando la tenía de espaldas, de la cajita secreta
de café.
Había oído hablar mucho de la tacañería de Alkmene.
Durante estos dieciséis años, la rica mujer de la granja solitaria se había
convertido en una especie de mito en la región, y la gente le tenía un poco de
miedo: pensaban que estaba loca. Todo cuanto me rodeaba aquí confirmaba dichos
rumores. Entonces me di cuenta de lo viejos que nos habíamos hecho: el mundo me
parecía un lugar infinitamente triste, y me pregunté, a la vez con tristeza y
humor, si no encontraría Gertrud buena intención, y algo que hacer, también, en
el infierno.
Le pregunté a Gertrud qué pensaban hacer con el
dinero que ahorraban cada mes. Gertrud eludió la pregunta con indulgencia, como
si yo fuese un niño.
—Habría estado muy bien que mi pobre padre hubiese
tenido ese dinero en el banco, ¿verdad? —dijo.
Cuando, al cabo de un rato, volví a la carga,
decidió sermonearme un poco:
—El mundo es, desde luego, un lugar peligroso,
Vilhelm —dijo—; y ¿qué otra cosa encontraremos mejor en él que el trabajo duro
y honrado que el Señor nos ha mandado que hagamos? No debemos preguntar.
Sin embargo, mi comentario había tocado un tema al
que ella concedía, quizá sin proponérselo, mucha importancia. Se quedó
meditando, y al cabo de un rato me confesó que Mene era demasiado austera para
sí misma, y muy benévola para con su madre. No pude por menos de coincidir con
ella; pero le dije que era demasiado severa consigo misma.
Gertrud me miró; la red de delicadas arrugas de su
cara se contrajo. En sus ojos brillaron un momento dos lágrimas menudas. Me
cogió la mano y me la apretó.
—¿Sabes una cosa, Vilhelm? —dijo—. ¡No lleva camisa!
En la ventana abierta en el muro de brazas de
espesor había una estrellita que brillaba en el cielo pálido de la noche
veraniega. La quietud de esta estrella inquietaba al rey: no podía dormir.
Los ruiseñores, que durante todo el crepúsculo
habían llenado el bosque con sus cantos exuberantes y entusiastas, hacía unas
horas que habían callado. No se oía un rumor por ninguna parte. Pero de los
grupos de árboles que había alrededor del castillo llegaba, a través de la
ventana abierta, la fragancia fresca, húmeda del follaje: traía todo el mundo
de la floresta a la alcoba del rey. El pensamiento de éste vagaba sin trabas y
sin rumbo por aquella tierra plateada: veía al ciervo y al gamo plácidamente
tumbados entre los grandes árboles; y con el pensamiento, sin arco ni flechas,
y sin el menor deseo de matar, se acercaba a ellos. Aquí, quizá, la blanca
cierva estaba ahora paciendo, y no era verdaderamente una cierva, sino una
doncella con piel de cierva y pezuñas de oro. Más lejos, en las profundidades
del bosque, el dragón dormía en un valle con su cuello escamoso y terrible
debajo del ala, y agitando débilmente su cola poderosa en la yerba mojada.
El espíritu del rey estaba extrañamente conmovido y
desasosegado: una tristeza le dominaba; y sin embargo, jamás se había sentido
tan fuerte. Era como si su propia fuerza pesara sobre él, y le agobiara.
El rey pensó muchas cosas, y recordó cómo, hacía
diez años, cuando tenía él diecisiete, se había encontrado con el Judío Errante
en la ciudad de Ribe. El padre Anders, su confesor, le había dicho que el viejo
proscrito de mil doscientos años había llegado a Ribe y le había mandado
llamar. Pero cuando el anciano, decrépito y terroso Ahasuerus, con su negro
caftán, cayó de bruces ante él, se disipó aquella ira terrible que había
agitado su corazón contra el hombre que se había burlado del Señor; se quedó
mirándole, lleno de asombro:
—¿Eres tú el Zapatero de Jerusalén? —le preguntó.
—Sí, sí; ése soy —respondió el judío, y suspiró
hondamente—. En otro tiempo fui zapatero de la gran ciudad de Jerusalén. Hacía
zapatos y sandalias para los ricos burgueses y también para los romanos. Una
vez hice un par de zapatillas para la esposa del gobernador Poncio Pilato que
llevaban engastadas encima del dedo gordo crisoprasas y rosas.
Ahora, el rey volvió a sentir, como si no hubiese
pasado el tiempo, y con la misma nitidez de aquel día en Ribe, la infinita
soledad del viejo Errante. Pero esta noche habían cambiado las cosas, y se
habían vuelto reales para él en un sentido nuevo: él mismo era Ahasuerus.
¡Cuánta gente, desde entonces, había muerto a su alrededor! Habían caído en
batalla caballeros esforzados, habían desaparecido alegres amigos de su
juventud y hermosas damas... todos se habían ido como notas pulsadas en un
laúd. Recordó al viejo bufón del rey, con cascabeles en el gorro, y lo alegre
que saltaba arriba y abajo de la mesa al tiempo que remedaba a los grandes
señores de la corte. Hacía ya muchos años que había muerto, y que el rey ni
siquiera pensaba en él. A menudo se había enfrentado con la mirada del ciervo
acorralado y exhausto al clavarle el cuchillo en el corazón y hacerlo girar: de
los ojos limpios del animal brotaban lágrimas. Pero el rey no podía, no sabía
decir, si él moriría alguna vez.
Una brisa ligera recorrió la yerba y las copas de
los árboles en el exterior; los tapices, junto a la ventana, susurraron
levemente; en la oscuridad, no podía distinguir las figuras de hombres y
animales representados en ellos, pero sabía que se moverían como si su
procesión avanzase a lo largo del muro.
Los pensamientos del rey siguieron desfilando sin
encontrar solaz en ninguna parte. Recordó cómo, en los viejos tiempos, se le
llenaba el corazón de placer ante la idea de la caza y el baile, los torneos,
la venganza, los amigos y las mujeres. Lentamente, fue pensando en todo ello.
Pero ¿en dónde iban ahora a buscar el vino que debía alegrarle? Ningún ser
humano tenía poder para escanciárselo. Estaba tan solo en su reino de Dinamarca
como cuando dormía y se sumergía en sus sueños. Hacía poco, había sostenido una
larga y enconada lucha con sus poderosos vasallos, y había gozado pensando en
la humillación infligida a todos ellos; no era el éxtasis, la miel en los
labios de los tiempos pasados; pero para él había sido un juego que había
merecido la pena jugar. Ahora, en el abrazo profundo, fresco, silencioso de la
noche, y en presencia de aquella estrella de plata, las pruebas de fuerza con
sus vasallos no eran ya sino vanidad, pasatiempo infantil. Las grandes fuerzas
que había dentro de él exigían empresas más poderosas y tareas más completas.
Pensó en las mujeres de su corte, con sus cuellos de cisne, que danzaban en el
piso de su castillo. Le gustaba verlas bailar y oírlas cantar: en otro tiempo
había encontrado placer en sus cuerpos hermosos, cuando las tenía desnudas en
sus brazos; pero con ninguna de ellas habría yacido esta noche su corazón.
El rey se afligió por su querida alma, a la que no
podía alegrar. Este ardiente amor a su propia alma venía de su juventud; le
recordaba noches primaverales de otros tiempos. Entonces no había sido sino
mero anhelo de adolescente; ahora que conocía el mundo, le recorrió un profundo
dolor. En la tierra, su alma no tenía amigos. Todos los demás seres humanos,
sus campesinos y barones, sus soldados y sus hombres de ciencia, tenían a sus
iguales en quienes confiar y con quienes alegrarse; pero ¿quién podía alegrar
el alma de un rey? El rey elevó sus pensamientos al Dios de los cielos. Debía
de estar tan solo como él; o más aún, puesto que era un rey más grande.
Volvió a mirar a la estrella, tan alta y pura como
un diamante.
—Ave Stella Maris —suspiró—, Dei mater
alma.
De todas las mujeres que habían existido en el
mundo, sólo la Virgen conocería y valoraría su corazón, y apreciaría
graciosamente su adoración.
Aquel viejo judío, pensó, debió de ver a la Virgen;
y podía habérsela descrito, de haberle interrogado. Si él hubiese nacido tantos
cientos de años antes, habría podido viajar también a Tierra Santa, y ver a
María con sus propios ojos. ¿Habría sido, entonces, el joven rey de Dinamarca,
un rival del viejo Rey de los Cielos?
—No, no, Señor —murmuró—. Me habría contentado con
llevar su guante sobre mi yelmo. Con mi lanza bajada, me habría contentado con
hacer caminar a mi caballo, alto y gris y cubierto de malla, al lado de su asno
por aquel camino de Egipto. Tú mismo me habrías sonreído.
Qué perfecto sería, pensó el rey, el entendimiento
entre el Señor y él, qué dulce y amable su concordia, si estuviesen ellos solos
en el mundo, sin otros seres humanos que oscurecieran la comprensión con su
vanidad, su ambición y su envidia. «Oh, Señor, ya es hora», pensó el rey, «de
que me aleje de ellos; de que aparte a todo el que obstruye el camino de la
felicidad de mi alma. En eso sólo pensaré. Quiero salvar mi alma; quiero
sentirla alegrarse otra vez».
En ese momento, fue para él como si una campana
repicase en la noche de verano, y no la pudiese oír nadie más que él. Las ondas
de sonido le envolvían como el mar al que se está ahogando. El rey se puso de
rodillas sobre su cama y alzó su rostro. Lo comprendió y lo supo todo. Se dio
cuenta de que su soledad era su fuerza, pues él era todo el mundo.
El sonido se retiró. Mucho rato después, mientras
yacía aún con las manos entrelazadas sobre el pecho, advirtió el rey, por la
palidez del cielo, que no tardaría en amanecer. La estrella que había visto al
principio se había elevado hasta el marco de la ventana. Una corriente fría
recorrió el mundo, de manera que se subió la colcha de seda hasta la barbilla;
estaba cayendo el rocío. Oyó los tres o cuatro primeros trinos del verderón en
la copa de un árbol; poco después le imitaron otros pájaros; al poco rato cantó
el cuco en el bosque. El rey se quedó dormido.
Por la mañana, cuando llegaron sus ayudas de cámara
a despertarle y vestirle, llovía. Ya despierto, pensó en Granze, el viejo
esclavo wendo de su padre. Quizá había soñado con él durante el último período
de sueño ligero de la noche, y el sueño lo había propiciado el ruido de la
lluvia, pues aún sonaba en sus oídos el susurro de las olas corriendo sobre los
guijarros. Este viejo esclavo de su padre había sido traído a Dinamarca de la
isla de Rugen, cuando era niño, por el gran obispo Absalón. No había conocido a
nadie de su propia tribu en toda su vida. Era tan viejo como el mar; pero entre
los wendos, pensó el rey, los años no contaban como entre las gentes
cristianas: vivían eternamente. Hacía veinte años, el esclavo había sido su
mejor amigo. Habían pasado juntos muchos días en la costa, y el wendo le había
enseñado a calar nasas y arponear anguilas a la luz de una antorcha. Ahora
hacía tiempo ya que no se veían. Pero él sabía que el viejo ermitaño aún vivía,
y habitaba en una cabaña junto al mar. Iría a caballo a visitar al esclavo otra
vez, pensó. Granze había sido el principio de su vida, según recordaba: era
conveniente ir a verle ahora otra vez. El wendo sabía muchas cosas que los
súbditos daneses del rey ignoraban.
El rey tenía presentes todos sus pensamientos de la
noche; era fuerte, sosegado, tranquilo. Pero a la luz del día dejó de demorarse
en ellos. No meditó más: conocía el camino. Sí, él mismo era el camino, la
verdad y la vida.
Dejó que su ayuda de cámara le pusiese su grueso
manto, de ricos pliegues y color herrumbre y azul, bordado con hojas y pájaros,
sobre los hombros. Pero mientras el paje le abrochaba las espuelas, le llegó
noticia de que el sacerdote Sune Pedersen acababa de llegar de París. Le
pareció buen augurio. Le mandó llamar. Sune Pedersen pertenecía a la familia
Hvide, clan testarudo en cuyo seno se encontraban muchos de los más osados
adversarios del rey. Pero el rey y Sune, de niños, habían aprendido juntos las
primeras letras. Sune había sido media cabeza más bajo que el príncipe; pero le
había igualado en el arco, la equitación y la cetrería, y se había mostrado un
alumno inteligente y despierto. Era fiel a sus amigos y no le tenía miedo a
nada. Ahora había pasado cinco años en París estudiando, y el rey había tenido
periódicamente noticias de sus progresos y de sus excelentes perspectivas allí.
Entró Sune, todavía con sus ropas negras de viaje,
mitad de clérigo y mitad de caballero, e hincó una rodilla ante el rey; pero el
rey le levantó y le besó en ambas mejillas. Sune Pedersen era un joven
sacerdote, franco y elegante, de manos blancas. Le sentaban bien sus ropas; en
su boca pequeña, encendida, fresca, había una alegre sonrisa. Tenía una voz
melodiosa, y hablaba con su viejo y sencillo acento danés; sólo de vez en
cuando introducía una palabra francesa en su discurso. Comenzó felicitando al
rey por las mejoras hechas en las iglesias de Dinamarca, y le transmitió
saludos de los grandes prelados de París. Era portador de un presente para el
rey de parte de Mattieu de Vendôme: una reliquia engastada en una cruz de oro;
aunque debía entregárselo más adelante, en presencia de los dignatarios de la
Iglesia de Dinamarca.
Mientras hablaban, entró el primer secretario del
rey con una lista de los señores y clérigos que esperaban para verle. El rey
recorrió el papel con la mirada. Estos eran los hombres que habían turbado la
paz de su alma, y se habían opuesto a la voluntad del rey de Dinamarca. ¿Por
qué lo había permitido? Le recorrió un ligero dolor, como si hubiese dejado que
un tosco mozo de cuadra montase un noble corcel. Durante un rato permaneció
sumido en sus pensamientos. Este papel catalogaba una serie de cabezas
orgullosas de Dinamarca. Sin embargo, era posible doblegarlas, era posible
hacerlas caer. Devolvió el papel al escribiente y mandó que les comunicase que
no vería a nadie hoy: iba a salir a caballo. La reina envió recado por su
chambelán: estaba preocupada porque su perrito predilecto se había puesto
enfermo, y rogaba al rey que fuese a verlo. El rey replicó que iría al día
siguiente.
El rey pidió a Sune que le acompañase. Sune conocía
a Granze desde los viejos tiempos, y sonrió al recordarle. El rey también
sonrió. Los recuerdos que compartía con Sune, pensó, eran siempre brillantes,
como si estuviesen claramente iluminados; los relacionados con el wendo
pertenecían a los primeros tiempos, cuando apenas tenía conciencia de sí mismo
o del mundo. Se agitaban confusamente en la oscuridad, y olían a algas y
moluscos. La sonrisa se demoró en su rostro mientras dejaba vagar sus
pensamientos. Si tuviese que condenar a muerte a uno de los dos, ¿qué cabeza
caería, el cráneo viejo y nudoso, o esta cabeza joven y graciosamente
tonsurada? Preguntó a Sune si deseaba un caballo manso para él. Sune replicó
que aún se atrevía a montar sobre cualquier corcel de las cuadras del rey. Pero
traía consigo caballos nuevos. No venía directamente de Francia, sino que había
pasado por Jutlandia para visitar a sus parientes. El rey arrugó el ceño, y
luego volvió a sonreír. Poco después, el rey y Sune cruzaron montados a caballo
el patio y la puerta del castillo, y el centinela de la galería hizo sonar un
cuerno. Tres ayudas de cámara, el criado de Sune y un mozo de los perros
marchaban tras ellos; en cambio, el rey dejó que Blanzeflor, su perra
cazadora favorita, corriese junto a su estribo.
Atravesaron el bosque. En los árboles goteantes de
humedad, las hojas jóvenes eran todavía suaves y blandas, plateadas, menos
hojas que pétalos, y se mecían en el aire de la floresta como algas de las
profundidades. Bajo la copa de los árboles, el camino estaba inundado de una
claridad traslúcida, y de la viva, amarga fragancia del follaje fresco y las
flores de los álamos y los arces. En la fina llovizna, los pájaros cantaban por
todas partes; la tórtola arrullaba en las ramas altas al pasar ellos por
debajo. Un zorro cruzó el serpeante camino, delante de ellos; se detuvo un
segundo, miró a los jinetes, con el rabo hacia abajo, y luego desapareció entre
los helechos mojados como una pequeña llamarada roja que se apaga.
El rey preguntó a Sune Pedersen sobre la vida en
París, y Sune contestó con alegría y desenfado. La universidad, dijo, no tenía
quizá el mismo esplendor de hacía cien años, en los tiempos de Abelardo y de
Pedro de Lombardía; pero aún dominaba allí el espíritu de estos hombres y
resplandecía con él. Mientras no se haya estado en París, prosiguió, no se puede
saber cabalmente lo que es caminar a la luz, al resplandor de las grandes
ciencias y las artes. Además, la independencia de la universidad había sido
confirmada recientemente por la bula papal Parens Scientiarum. A
continuación se refirió al rey de Francia y su corte. El rey Felipe era un
extraordinario cazador. El propio Sune, junto con un joven y noble sacerdote
inglés amigo suyo, había estado en el castillo real de St. Germain, y había
presenciado allí una cacería. Describió con detalle la persecución, los
caballos y los perros. Las damas francesas, dijo, eran tan intrépidas en la
silla como los hombres. ¿Era cierto, le preguntó el rey, lo que se decía de la
belleza de las damas de Francia? Sí, replicó Sune, pues hasta donde podía saber
un eclesiástico sobre esa cuestión, eran hermosas, nobles, piadosas y
elegantes, dulces como melodías en sus modales y su conversación. Por encima de
todas ellas resplandecía un lirio blanco: la reina María de Brabante. Tenía
mucha influencia sobre el rey, su esposo, e iba a acabar, así lo esperaban
todos, con el escandaloso poder de Pierre la Brosse, a quien el rey prodigaba
tierras y honores. Pierre le pagaba muy mal, pues se decía que había intentado
envenenar al joven príncipe Luis, hijo primogénito del rey.
—Así es como se comporta el mundo —dijo el rey—. La
fidelidad, si es que existe, es algo que raramente encuentra un rey.
—En efecto, así es, mi señor —dijo Sune—. ¿Qué
lealtad encontrará el rey de Francia mientras conceda sus favores a un siervo,
el barbero de su padre, antes que a sus vasallos naturales?
Nuevamente habló Sune de las iglesias de París.
Describió al rey la Sainte Chapelle, construida por el rey Luis. Era
verdaderamente santa y gloriosa como el paraíso. Una tristeza se apoderó de
Sune mientras hablaba. Dejó de hablar, y cabalgó en silencio. Este bosque verde
de Sealand... lo había visto en sus sueños muchas veces, y lo había considerado
más hermoso que todas las catedrales de Francia. Sin embargo, ahora que lo
recorría otra vez a caballo, bajo una lluvia mansa, su corazón le hacía dudar:
añoró París, y algo que no tenía aquí. Repitió:
—Como el paraíso.
—Dime, Sune —dijo el rey—. ¿Es voluntad del Señor
que la humanidad no pueda ser feliz, sino que anhele siempre cosas que no
tiene, y que, tal vez, no se encuentran en ninguna parte? Los animales y los
pájaros viven a gusto en este mundo. ¿No puede ser, entonces, igual de bueno
para los seres humanos a los que Dios ha puesto en él: los campesinos que se
quejan de su duro destino, los grandes señores que nunca tienen bastante, y los
jóvenes sacerdotes que añoran el paraíso en los bosques verdes? ¿No podría el
hombre (no podría, al menos, uno de todos ellos) estar en tal relación con el
Señor como para decirle: «He resuelto el enigma de nuestra vida, he hecho este
mundo mío, y soy feliz en él»?
—Mi señor —dijo Sune, y mientras hablaba palmeó el
cuello de su caballo—, ése es el viejo lamento de la humanidad. Durante mil
años, los hombres se han quejado al Dios del cielo, diciéndole: «Has hecho el
mundo, oh Señor, y has hecho al hombre; pero no sabes cómo establecer nuestra
unión. No podemos conciliar las condiciones del mundo con la naturaleza de
nuestros corazones, tal como Tú mismo los has creado dentro de nosotros. No
encontramos aquí la paz, ni la justicia, ni la felicidad que anhelamos. Es un
cisma eterno, y no podemos soportarlo más. Revélanos, al menos, Tu plan
respecto al mundo y a nosotros; danos la solución al enigma de esta vida.»
Lograron hacerse oír por el Señor. Meditó su queja, y preguntó a los ángeles
buenos que son enviados a vigilar los caminos del hombre: «¿Es, efectivamente,
tan duro para mi pueblo de la tierra como él afirma?» Y los ángeles
contestaron: «En efecto, es duro para tu pueblo de la tierra.» El Señor pensó:
«Es arriesgado fiarse de los informes de los siervos. Siento compasión por el
hombre. Bajaré y lo comprobaré por mí mismo.» Y Dios adoptó la forma y
semejanza del hombre, y bajó a la tierra. Por lo cual se alegraron los ángeles,
y se dijeron: «Mirad, el Señor se ha compadecido del hombre. Ahora mostrará por
fin a esos pobres e ignorantes mortales la manera de vivir en armonía, y de ser
felices y dichosos allí como lo somos aquí en el cielo. Ya no veremos más
lágrimas en nuestros caminos terrenales.» Pasaron treinta y tres años, que para
los habitantes del paraíso no fueron sino una hora. Y ascendió el Señor otra
vez a su trono, y convocó a sus ángeles en torno suyo, que acudieron volando de
todas partes, ansiosos de noticias. El Señor parecía joven, resplandeciente y
grave como jamás le habían visto; alzó la mano para hablar y los ángeles vieron
que la tenía agujereada. «Sí, he vuelto de la tierra, mis queridos ángeles»,
dijo; «y ahora conozco las condiciones de vida del hombre; nadie las conoce
mejor que yo. Me había compadecido del hombre, y había decidido ayudarle. No he
descansado hasta cumplir mi promesa. Ahora he conciliado el corazón humano con
las condiciones de la tierra. He mostrado a esa pobre e ignorante criatura el
camino para llegar a ser injuriada y perseguida; le he enseñado cómo hacerse
escupir y azotar; le he enseñado cómo hacerse colgar de una cruz. He dado al
hombre la solución a su enigma como me pedía, le he confiado su propia
salvación».
El rey, al principio, no había prestado atención, ya
que cabalgaba abstraído en sus propios pensamientos. A medida que Sune avanzaba
en su monólogo, empero, empezó a escuchar a medias, riéndose para sus adentros.
Bien se veía, pensó, que Sune había visitado a sus parientes, grandes vasallos
suyos, de Mollerup y de Hald: este pequeño y joven teólogo, compañero de
estudios, pretendía demostrar al rey de Dinamarca que la humildad es una virtud
divina. Así se comportan los amigos: cabalgan a tu lado, pero guardan sus
propias intenciones en el corazón. Pero la voz de Sune, que seguía hablando,
llegaba dulcemente modulada, meliflua, contenida, agradable, a los oídos del
rey. Éste pensó: «No haré ningún daño a Sune. Al contrario, no le dejaré que
vuelva a París; le tendré conmigo para que me cuente historias como no se las
oigo a nadie más. Conservaré a mi lado a Granze y a él, ¡y me servirán los
dos!»
—Sin embargo —dijo el rey pensativo, cuando Sune
hubo concluido su historia—, en mi opinión, el Señor no ha probado
suficientemente las condiciones del hombre. ¿Por qué estuvo sólo entre carpinteros
y pescadores? Una vez que bajó, podía haber probado la situación de un gran
señor, de un rey. No puede decirse que tenga un conocimiento completo del
mundo, dado que no ha montado a caballo. ¿Es posible que haya olvidado con el
tiempo que Él mismo creó el caballo, el ciervo, el león, el hierro, la dulce
música, la seda?
Mientras cabalgaban, el bosque se había ido
volviendo más bajo y claro a su alrededor, a los robles y los arces les
sucedieron delgados abedules torcidos por el viento. Aquí y allá, en los
claros, crecían matas de brezo; por último, el camino se convirtió en sendero
arenoso. La lluvia había cesado. Llegaron al final del bosque y emprendieron un
medio galope por un prado con algunos espinos dispersos y nudosos. Una pareja
de cuervos que paseaban tranquilamente por la yerba baja alzó el vuelo ante la
presencia de los jinetes. Delante de ellos vieron una hilera de lomas bajas e
irregulares; las coronaron, y descubrieron una perspectiva de mar abierto.
El rey detuvo su caballo y se quedó mirando. El
aliento salado y húmedo del mar le dio en la cara y le abrazó. Le llegó cargado
de un rancio olor a algas; lo aspiró profundamente, y se preguntó por qué no
venía aquí desde hacía tanto tiempo. Durante unos minutos, no pensó en otra
cosa que en el mar.
El día era oscuro; pero el mundo, como una campana
de cristal, estaba inundado de una luz vaga, borrosa, y del murmullo incesante
y rítmico del mar: a lo lejos, un movimiento impetuoso y sordo de las
profundidades —extrañamente irreal en el día apacible, si bien había estado
soplando fuerte viento durante tres o cuatro días—; más cerca, donde las olas
corrían sobre las piedras y la grava, un dulce balbuceo. Era este rumor el que
el rey había oído en su sueño. El mar y el cielo jugaban inconstante y seductoramente
a lo largo de todo el horizonte. Hacia poniente, el mar era plomizo, más oscuro
que el cielo; hacia oriente era más claro que el aire mismo, nacarado, como un
espejo luminoso. Pero hacia el norte, el mar y el cielo se juntaban sin la más
tenue línea divisoria, y se convertían en el espacio insondable y universal.
Muy afuera, la luz del sol se filtraba entre nubes amorfas y opacas; y allí
donde daba en el mar, la superficie de éste espejeaba como la plata, como si
jugasen en el agua innumerables bancos de peces. A mitad de camino hasta el
horizonte, un vuelo, una bandada, un triángulo de cisnes salvajes trazaba una
raya blanca, como una ondulación perlada del aire, por el pálido campo visual.
Uno de los hombres del rey señaló a éste la cabaña del
esclavo, pequeña y de color parecido a la playa. Sólo se distinguía por la
delgada columna de humo azul que se elevaba de su tejado cónico. Delante de
ella estaba la ancha, corta, oscura barca de Granze; y al descender de las
dunas vieron al dueño, al propio Granze, con agua hasta las rodillas, que salía
a la orilla, arrastrando detrás un pez grande que había pescado. Al ver venir
hacia él a los jinetes, el viejo esclavo se detuvo, se protegió los ojos con la
mano para verles y luego volvió a ocuparse de su pesca. Se había sujetado su
vestido de piel de cabra en la cintura, y los jóvenes no pudieron por menos de
echarse a reír al verle: tan poco humana era su arrugada y oscura desnudez.
Salió a la playa desgreñado y torpe, estornudó como un perro de aguas y
depositó en la arena el gran pez que arrastraba; a continuación se soltó el
vestido hasta los tobillos. Se quedó completamente inmóvil y esperó a sus
visitantes. Cuando estuvieron cerca, el caballo de Sune hizo una cabriola y se
colocó delante del caballo del rey. Granze no miró al rey, sino que posó una
mano sobre el pie de Sune.
—¿Eres tú, que has venido aquí, Sune, pariente de
Absalón? —dijo—. Yo creía que habías muerto.
—No; todavía no he muerto, gracias a Dios —dijo Sune
sonriendo, y tranquilizó a su caballo.
Granze le miró.
—Pero estuviste cerca, hace siete lunas —dijo.
—Sí, así es —dijo Sune gravemente.
Granze guardó silencio un momento; luego dejó
escapar una risita.
—Una mujer te preparó un plato delicioso —dijo,
conteniendo la risa— y le puso matarratas. ¿Te tomó por una rata, pequeño Sune?
Si las ratas se estuvieran en los agujeros que Dios ha hecho para ellas, la
gente no las envenenaría.
Sune había palidecido. Se quedó inmóvil sobre su
caballo, sin decir nada.
El rey hizo avanzar su caballo hasta su viejo
esclavo. El oro de su vestido, el puño de su espada y la sudadera de su silla
despedían destellos.
—¿No me conoces, Granze, hijo de Gnemer? —preguntó
al esclavo.
—Sí, os conozco, príncipe Erik —dijo el wendo
solemnemente—, aunque os encuentro más pálido que la última vez. Os he
reconocido cuando estabais en lo alto de la loma —miró fijamente al rey—.
Bienvenido seáis, mi señor —exclamó—, que honráis al fiel esclavo de vuestro
padre viniendo a visitarle. Acercaos, bebed con Granze. Gozaréis de tan buena
bebida como la que probasteis aquí la otra vez, o mejor. Y he pescado un gran
pez esta mañana. Lo asaré para vos. Estoy ahumando pescado en la cabaña, pero
os haré un fuego aquí fuera, entre las piedras. Sentaos, y comed con Granze
otra vez.
Se metió en la cabaña y salió con un odre lleno
sobre el hombro.
—Llamad a vuestra perra, mi señor —exclamó, al ver
que le seguía y le olfateaba las piernas, tratando de acelerar el paso y sin
conseguirlo del todo—. Es preciosa, y muy fuerte. Sin duda se portará bien en
la caza del ciervo. Pero a los perros de los grandes señores no les gustan los
esclavos.
Alzó el odre negro, grasiento, hasta la boca del
rey, que seguía sentado sobre su caballo.
—Bebed —dijo.
El rey había olvidado la bebida que había probado hacía
mucho tiempo en la cabaña del wendo.
Ahora su aroma le devolvió otra vez muchas imágenes
de Granze farfullando y bailando bajo su efecto. Le ardió la lengua y sintió
que le corría un dulce placer por las venas. Granze se lo acercó a continuación
a Sune, y después se dirigió el chorrillo a su boca, echó la cabeza hacia atrás
y vació el pellejo.
—Ahora somos amigos —dijo—. Ahora lo que soñamos y
planeamos podrá ser diferente, pero las aguas que hagamos serán las mismas.
El rey había ido con la intención de interrogar a
Granze sobre el futuro, pero ya no lo juzgó necesario. Le pareció que él y
Granze estaban más hermanados que ningún otro par de hombres del país: el
esclavo que había sido apartado de su hogar y no había visto jamás a nadie de
su propia familia, y el rey que no tenía a ningún igual a su alrededor. Más
solitarios que los demás eran, aunque más sabios también; los secretos poderes
del mundo les reconocían y tributaban obediencia.
—Aquí, eres hombre poderoso, Granze —dijo—, y tienes
el mundo para ti solo hasta donde alcanza la vista. Eres tan santo, en cierto
modo, como los viejos ermitaños que se retiran al desierto; como el hombre que
se subió a lo alto de una columna para adorar a Dios. Sólo que no es a Dios a
quien sirves, sino a las viejas y negras imágenes de madera que tienes en tu
cabaña, como recuerdo bien.
—No, no —dijo Granze apresuradamente, y miró a Sune
en busca de apoyo—. Granze ha sido bautizado, Granze ha sido instruido y no ha
olvidado nada. Conozco a la que dio a luz y sin embargo conservó su doncellez,
como el cristal de vuestras ventanas que el sol atraviesa sin romper. Y también
del hombre que fue tragado y vomitado después por el pez. ¡Mirad! —exclamó, y
se santiguó solemnemente.
Sune dijo en latín:
—Aunque piques a un loco en un mortero con el trigo,
no le quitarás la locura.
Sune saltó del caballo y le sujetó el estribo al
rey. Los hombres del rey desmontaron también, y se llevaron los caballos. El
ayuda de cámara del rey extendió una capa sobre una piedra para que él se sentase.
Granze trajo fuego en un cuenco, carbón y un asador
largo. Se sentó sobre sus talones en la arena y encendió el fuego con cuidado y
habilidad, mientras, de cuando en cuando, observaba a sus invitados a través
del humo. Cogió un trozo negro, duro y pegajoso de turba y dijo:
—Esto era un árbol que crecía en el suelo antes de
que existiese en la tierra una gallina capaz de poner un huevo.
—Eso fue hace mucho tiempo —dijo el rey—; y yo no
recuerdo ese árbol.
—No, yo tampoco lo recordaría si fuese vos —dijo
Granze—. Pero entre nosotros los wendo, es distinto. Aún tenemos presente lo
que sucedió al padre de nuestro padre, y a los ancianos que eran ceniza cuando
él era amamantado por su madre; lo recordamos cuando queremos. Vos también
lleváis en vuestra sangre los deseos y temores de vuestros padres, pero no su
sabiduría; no la supieron introducir al engendrar a sus hijos. Por eso cada uno
de vosotros tiene que empezar desde el principio, como el ratón recién nacido
que anda a tientas en la oscuridad.
»En aquellos tiempos —prosiguió— tenían vida mucho
seres que ahora están muertos. Los troncos viejos, musgosos y podridos del
bosque y de los pantanos podían hablar. Yo no los he oído, aunque he oído
roncar a uno de ellos en su sueño al pasar por el estrecho sendero, de noche.
Las grandes piedras del fondo del mar salían a tierra durante las noches de
luna llena, relucientes de agua, cubiertas de algas y moluscos; y corrían y
copulaban en la orilla.
»Los hombres tuvieron que talar los árboles de los
grandes bosques para hacer campos de labor. Ah, ése fue un amargo trabajo. Mis
dos manos no contribuyeron a él; sin embargo, están nudosas por esa causa;
¿cómo no iba mi cerebro a conservar los nudos también? Los taladores se
construyeron una cubierta de paja para dormir junto a la raíz de un alto abeto,
y se sintieron muy cansados; se volvieron pequeños como ratones de bosque junto
a sus pequeñas fogatas por la noche. Entonces llegó la tormenta, se instaló en
lo alto del abeto, y cantó: "Campos de nieve, campos de piedra, campos
yermos, grises olas errabundas. ¡Anchuroso es el mundo, y sin fin!" La
canción descendió por el tronco del abeto, y gimió: "Ahíta estoy de vuelo,
harta de distancia, cansada, muy cansada, de vagar. ¿Cuándo acabará mi
carrera?" Y de repente, la misma tormenta descendió sigilosa, metió la
cabeza en la cabaña y rugió: "¡Jo, jo! ¡Hombrecillos! Ratas, piojos,
podría barreros de un soplo y arrojaros al frío océano. ¿Dónde estaríais
entonces?...", y les sopló el humo y las cenizas a la cara y se fue.
El rey estaba callado, con la barbilla en la mano y
la mirada en el mar. Se había quitado el gorro, y su largo cabello castaño le
caía sobre la cadena de oro del cuello. La playa se extendía a ambos lados de
él, blanca como los huesos, y sembrada de conchas. Aquí no crecía nada; aquí la
tierra había dejado de vivir y de producir; todo era noblemente árido y
estéril. Era el fin, y el principio, del mundo. Pensó en los barcos que,
durante siglos, habían salido de las costas de Dinamarca. Habían izado velas
poderosas, centelleando a bordo las lanzas y las espadas. De aquí, el rey
Canuto había navegado a Inglaterra y Valdemar a Estonia; el obispo Absalón
había lanzado al agua sus embarcaciones para castigar a los piratas wendos.
Estos canales habían llevado a grandes batallas y conquistas. Los triunfos
sobre los hombres y las naciones eran empresas elevadas. Sin embargo, se habían
acabado. Los reyes, sus padres, estaban muertos y olvidados, y más de una
canción de guerra había quedado en las olas susurrantes: la ruta interminable,
la infinitud misma. Quizá el paraíso del que hablaba Sune empezaba donde se
juntaban el mar y el cielo, delante de él.
El rostro de Granze se había puesto de color rojo
ladrillo a causa de la bebida. Le dijo al rey:
—Os confesaré por qué temía hablaros al principio.
Cuando llegasteis a lo alto de las lomas teníais un aro resplandeciente
alrededor de la cabeza, como en vuestros cuadros sagrados. ¿Dónde habéis
conseguido eso?
El fuego ardía ahora animadamente. Granze se levantó
y acercó arrastrando el gran pez. Le metió los dedos por las aberturas de las
agallas y lo levantó ante sí. Era casi tan largo como su cuerpo nudoso.
—Un pez para un gran señor —dijo—, de los que llevan
un aro de resplandor en la cabeza. Ha nadado mucho para venir a vuestro
encuentro.
Cogió un cuchillo y lo limpió sobre su vestido.
Depositó el pez en la arena, le hizo un corte, metió las manos y le sacó las
entrañas.
Sune dijo al rey:
—Ved, mi señor. El wendo no ha olvidado las
costumbres de sus padres. Así precisamente, creo, ejecutaban los sacerdotes de
Swantewit sus sacrificios humanos. Él es feliz ahora. Es extraña —añadió— la
felicidad de los seres humanos, y las cosas que hacen que lo sean. Puede ser la
comida, la sangre o la visión de sus hijos. Bailar, a las mujeres, puede
hacerlas felices también.
En esta playa abierta, la voz de Sune no sonaba tan
dulce y modulada como en la sala del rey. Tenía una nota temblorosa, anhelante,
como la voz insegura de un adolescente. Granze, a quien la bebida había vuelto
osado, le sonrió.
De repente, el esclavo se detuvo en lo que estaba
haciendo, y se quedó inmóvil; su rostro reflejó ofuscación y perplejidad. Sacó
su mano derecha enrojecida, la alzó y se quedó mirándola. Se la escupió, se la
limpió en su vestido y la volvió a mirar.
—¡Ah! —exclamó sorprendido con su voz profunda como
la de un toro—. El pez trae un presente en su barriga. Ha sacado un anillo para
vos de las profundidades del mar. No diréis que Granze no os ha pescado el pez
adecuado —volvió a escupirse los dedos, y se los frotó cuidadosamente en su
piel de cabra.
Sune corrió y le cogió el anillo al esclavo; hincó
una rodilla ante el rey y se lo ofreció.
—Dios os guarde, rey de Dinamarca —exclamó—. Los
elementos os juran vasallaje. Os ofrecen sus tesoros, igual que hicieron al rey
Polícrates.
El rey se quitó su guante bordado y dejó que Sune le
pusiese el anillo en un dedo.
—He olvidado el saber que aprendimos en otros
tiempos en la escuela —dijo—. ¿Cuál es la historia del rey Polícrates?
—Polícrates —dijo Sune— fue rey de Samos, y famoso
por su fortuna. Cuando propuso una alianza al rey Amadís de Egipto, éste,
alarmado por su prosperidad, puso como condición que Polícrates la confirmase
renunciando a algún tesoro. Así que Polícrates arrojó al mar un sello que era
la más hermosa de sus joyas. Pero al día siguiente recibió como ofrenda un gran
pez; y en su vientre fue encontrado el anillo. Cuando Amadís tuvo noticia de
este hecho, declinó toda alianza con el rey Polícrates.
—¿Y qué
le ocurrió al rey Polícrates? —preguntó el rey.
—Algún tiempo después —prosiguió Sune—, Polícrates
visitó a Orontes, gobernador de Magnesia. Su hija, advertida por un sueño, le
había suplicado que no fuese; pero él no la escuchó.
—¿Y qué
pasó? —preguntó el rey.
—Que en Magnesia dieron muerte al rey Polícrates
—dijo Sune.
—Pero yo —dijo el rey, al cabo de un momento— no he
accedido a sacrificar a los hados para asegurar mi suerte.
—No —dijo Sune sonriente—, vuestro anillo es un
regalo espontáneo de los hados; ellos os acatan obediencia por propia voluntad.
La historia que se escriba sobre vos será distinta.
—Entonces cuéntame —dijo el rey—, por la camaradería
de vuestra niñez, ¿qué significado dais a esto?
—Mi señor —dijo Sune, ahora con gravedad—, esto sé:
que los acontecimientos guardan un significado acorde con el ánimo de los
hombres a los que les suceden, y que ningún acontecimiento externo es idéntico
para dos hombres. Vos sois mi rey y mi soberano; pero no mi penitente. Así que
no conozco vuestro interior.
El rey guardó silencio un rato.
—Al encontrar Granze el anillo y gritarme —dijo—, he
tenido pensamientos del rey Canuto de Dinamarca. Tú nunca olvidas una historia,
Sune. Recordarás cómo el mar no obedeció al rey Canuto, cuando quiso darle
órdenes.
—Sí, sé la historia, mi señor —dijo Sune—. El propio
rey Canuto provocó el incidente, para avergonzar a sus aduladores y siervos, y
jamás en su vida fue tan grande como en aquella ocasión.
—Es cierto —dijo el rey—. Pero ¿y si el mar le
hubiese obedecido? ¿Y si le hubiese obedecido, Sune?
Hubo un largo silencio.
Alzó la mano.
—La piedra del anillo —dijo— es azul como el mar.
Extendió la mano para que la viese Sune.
Sune alzó los dedos del rey respetuosamente, pero se
quedó mirándolos tanto tiempo, inmóvil, que el rey le preguntó:
—¿Qué miras?
Sune soltó la mano del rey, y dejó caer también la
suya.
—Como hay Dios, mi señor —dijo con voz clara y
baja—, que es tan extraño esto que casi no me atrevo a hablaros de ello. La
última vez que vi un anillo como éste estaba en la mano de mi parienta, la
esposa de vuestro gran condestable Stig Andersen.
—¿En su mano? —dijo el rey.
—Sí —dijo Sune—; en su mano derecha, en verdad.
—¿Cómo se llama? —le preguntó el rey.
—Ingeborg —contestó Sune.
—¿Cómo puede ser? —dijo el rey.
—No lo sé, mi señor —dijo Sune—. Yo estaba pasando
unos días con su marido en Mollerup, hace muy poco, una semana, a mi llegada de
Francia. Navegábamos juntos en una barca hacia una pequeña isla llamada Hielm,
no muy lejos de la costa, que pertenece a su marido. Era un día claro y con
sol; el mar estaba azul, y la señora Ingeborg iba arrastrando la mano en el
agua. Sus dedos eran delgados y suaves; el anillo le venía demasiado holgado, y
le dije que tuviese cuidado, no fuese a perderlo en el mar; pues, dije, no
volvería a tener otro igual.
El rey miró el anillo y sonrió.
—Así que el pez de Granze —dijo— ha venido desde
nuestra región de Mols.
Un rato después añadió:
—He oído hablar mucho de la belleza de tu pariente,
pero no la he visto nunca. ¿Es efectivamente tan bella?
—Sí, es muy bella —dijo Sune.
Ante la imaginación del rey se alzó la imagen de una
barca navegando en aguas azules y una brisa alegre, con el joven sacerdote de
negro en ella, la hermosa dama, vestida de seda y oro, jugando con sus dedos en
los rizos del agua, y debajo el gran pez nadando a la sombra oscura de la
quilla.
—¿Por qué dijiste a tu pariente que no tendría otro
anillo como éste? —preguntó a Sune.
Sune se echó a reír.
—Mi señor —dijo—, conozco a mi pariente desde que
era niña. La he enseñado a jugar al ajedrez y a tocar el laúd, y hemos gastado
bromas muchas veces. Le dije, en broma, que debía tener mucho cuidado con el
anillo, porque no encontraría otra piedra azul tan parecida a sus ojos.
El rey dijo:
—Es muy amable y cortés por parte de la señora
Ingeborg enviarme su anillo por medio del pez. Lo llevaré hasta que pueda
devolvérselo.
»Es curioso —añadió al cabo de un momento—; cuando
las mujeres hermosas llevan joyas, éstas se emparejan con alguna parte de su
cara o de su cuerpo. Las perlas parecen ser sólo expresión de la belleza de su
cuello o sus pechos; los rubíes y granates, de sus labios, las yemas de sus
dedos y sus pezones. Y esta piedra azul, me dices, es como los ojos de la dama.
Granze había vuelto a su fuego, pero desde allí
había seguido la conversación, y sus ojos estaban fijos en una cara o en la
otra. Le gritó al rey:
—El pez ha nadado y ha sido pescado; ahora ya está
asado y listo. No hay más que comerlo; aquí tenéis la comida.
El rey Erik de Dinamarca, apodado Glipping, fue asesinado en el granero
de Finnerup, el año 1286, por una facción de vasallos rebeldes. Según la
tradición y las viejas baladas, los asesinos estaban acaudillados por el gran
condestable Stig Andersen Hvide, quien mató al rey Erik en venganza, por haber
seducido a su esposa Ingeborg.
Un
año, hace un siglo, la primavera llegó con retraso a Dinamarca. Durante los
últimos días de marzo, el Sound estuvo bloqueado por el hielo, y cegado, desde
la costa danesa a la sueca. La nieve de los campos y los caminos se derretía un
poco por el día, sólo para volverse a helar durante la noche; la tierra y el
aire carecían igualmente de esperanza o de piedad.
Hasta
que una noche, después de una semana de fría y húmeda niebla, empezó a llover.
El cielo estalló sobre el paisaje muerto, se disolvió en torrentes de vida y se
fundió con el suelo. En todas partes resonaba el incesante rumor del agua que
caía; y aumentó y se convirtió en canción. El mundo se agitó inquieto debajo;
los seres respiraron en la oscuridad. Otra vez les fue anunciado a las colinas
y los valles, a los bosques y los arroyos aprisionados: «Tenéis que vivir».
En
casa del párroco de Sollerod, Peter Kobke, hijo de su hermana, de quince años
de edad, estaba sentado junto a una vela de sebo leyendo a los Padres de la
Iglesia, cuando en medio del susurro de la lluvia su oído captó un sonido
nuevo; dejó el libro, se levantó y abrió la ventana. ¡Cómo creció entonces el
rumor de la lluvia! Pero oyó otras voces mágicas en la oscuridad de la noche.
Venían de arriba, del éter mismo; y Peter alzó el rostro hacia ellos. La noche
era oscura, aunque no tenía ya la negrura del invierno: estaba preñada de
claridad; y al interrogarla, le contestó. Y por encima de su cabeza, proclamó
la música de la vida errabunda de los cielos. Allí cantaban las alas, tañían
purísimas flautas; había intercambio de gritos chillones muy arriba, por encima
de él. Eran las aves migratorias en su vuelo hacia el norte.
Se
quedó largo rato pensando en ellas; las hizo pasar ante los ojos de su
imaginación una por una. Aquí volaron largas formaciones de gansos salvajes,
patos y cercetas, a cuyo acecho se aposta uno durante los cálidos atardeceres
de agosto. Todos los placeres del verano llevaban el mismo curso que ellas en
el cielo: una migración de esperanza y de gozo viajaba esta noche; una poderosa
promesa, expresada en innumerables voces.
Peter
era un cazador y su vieja escopeta era su más preciada posesión: su alma
ascendió al cielo para reunirse con el alma de las aves silvestres. Sabía muy
bien lo que sentían sus corazones. Ahora gritaban: «¡Al norte! ¡Al norte!»
Perforaban la lluvia danesa con sus cuellos estirados, y la notaban en sus
limpios ojillos. Volaban presurosas hacia el verano nórdico de juego y de
cambio, donde el sol y la lluvia compartían la bóveda infinita del cielo; se
marchaban a los innumerables, incontables lagos transparentes y blancas noches
del verano del norte. Corrían a luchar y a hacer el amor. Más arriba, en los
desvanes del mundo, quizá se habían puesto en movimiento grandes multitudes de
codornices, tordos y agachadizas. Tan tremendo torrente de anhelo pasaba,
camino de su meta, por encima de su cabeza, que Peter, abajo en la tierra,
sintió que le dolían los miembros. Voló un largo trecho con los gansos.
Peter
quería ser marinero, pero el párroco le tenía atado a los libros. Esta noche,
en la ventana abierta, pensó lenta y solemnemente en su pasado y su futuro y se
prometió a sí mismo escaparse y embarcar. En este momento perdonó a sus libros
y dejó de proyectar quemarlos todos. Que almacenasen polvo, pensó, o fuesen a
manos de gente polvorienta hecha para ellos. Él viviría bajo las velas en una
cubierta balanceante y vería surgir un horizonte nuevo con el sol de cada
mañana Tan pronto como tomó esta resolución, se sintió inundado de una gratitud
tan profunda que entrelazó las manos sobre el alféizar de la ventana. Había
sido educado piadosamente: elevó gracias a Dios; pero éstas volaron un poco por
sí mismas, como desviadas de su curso por la lluvia. Se las dio a la primavera,
a los pájaros y a la lluvia misma.
En
casa del párroco se tenía la muerte celosamente presente y se sermoneaba sobre
ella; y Peter, en su examen del futuro, tomó también en consideración el fin
del marinero. Su pensamiento se demoró en su último lecho: el fondo del mar.
Sobriamente, con el ceño arrugado, contempló, por así decir, sus propios huesos
en la arena. Las corrientes marinas le atravesarían sus ojos como una fila de
sueños claros y verdes: grandes peces, ballenas incluso, pasarían flotando por
encima de él como nubes y un banco de pececillos cruzaría de repente, como una
cinta interminable, igual que los pájaros de esta noche. Sería apacible, pensó;
y mejor que un funeral en Sollerod con su tío en el púlpito.
Las
aves sobrevolaban el Sound, a través de franjas de lluvia gris. Las luces de
Elsinore brillaban allá abajo como un fragmento de Vía Láctea. Un viento salado
las recibiría cuando saliesen mar abierto en el Kattegat. Largas extensiones de
mar y de tierra, de bosques, de tierra yerma y de marjales, quedarían al sur,
por debajo de ellas, en el curso de la noche.
Al
amanecer se sumergieron en el aire plateado y descendieron sobre una larga fila
de isletas bajas y desnudas. Las rocas brillaban rosáceas al salir el sol;
sobre las pequeñas ondulaciones reverberaban minúsculos centelleos de luz. Los
rayos matinales se refractaban en las alas y cuellos finos de los patos.
Graznaron, alborotaron, se pisotearon, se ordenaron las plumas, y se
dispusieron a dormir con la cabeza debajo del ala.
Unos
días después, por la tarde, Rosa, la hija del párroco, estaba de pie junto a su
telar, en el que acababa de tejer una pieza de algodón rojo y azul. No
trabajaba en él, sino que miraba por la ventana. Su espíritu oscilaba sobre una
delgada cresta de la que podía caer en cualquier momento, bien en el éxtasis
ante la sensación nueva de la primavera en el aire, y de su propia belleza
lozana... bien al otro lado, en la amarga irritación contra todo el mundo.
Rosa
era la más joven de las tres hermanas; las otras dos se habían casado y se habían
ido, una a Moen y la otra a Holstein. Era una niña mimada en la casa y podía
decir y hacer lo que le apeteciera; pero no era exactamente feliz. Estaba sola
y en el fondo de su corazón abrigaba el convencimiento de que un día le
ocurriría algo horrible.
Rosa
era alta para su edad; tenía la cara redonda, una tez clara y una boca como el
arco de Cupido. Su cabello se ondulaba y rizaba con tal obstinación que a duras
penas podía alisárselo y sus largas pestañas le daban un aire de acechar a la
gente desde una emboscada. Llevaba puesto un vestido viejo y descolorido de
invierno, demasiado corto de mangas, y unos zapatos bastos y remendados. Pero
la soltura y la gracia de su cuerpo joven daba a la tosca indumentaria una
majestuosidad clásica y patética.
La
madre de Rosa había muerto al nacer ella y el espíritu del párroco quedó
anclado en la sepultura. Incluso la vida diaria de la casa parroquial discurría
con la mirada fija en el más allá, la idea de mortalidad llenaba las
habitaciones. Crecer en la casa era para los chicos un problema y una lucha,
como si una influencia fatal les arrastrase en el otro sentido, hacia dentro de
la tierra, y les exhortase a abandonar la vana y peligrosa empresa de vivir. A
su manera, Rosa meditaba sobre la muerte tanto como Peter. Aunque le
desagradaba la sola idea. Ni siquiera le seducía la imagen del paraíso, con su
madre, y confiaba en vivir cien años más.
No
obstante, durante este último invierno se había sentido tan harta, tan irritada
con su entorno, que a fin de escapar y de castigarles había deseado morirse.
Pero al cambiar el tiempo, cambió también su estado de ánimo.
Prefería,
pensó, que se muriesen los demás. Libre de ellos y sola, caminaría por la
hierba verde, cogería violetas y observaría el revolotear de los chorlitos por
encima de los campos; haría saltar guijarros sobre el agua y se bañaría en los
ríos y en el mar sin que nadie la molestase. La visión de este mundo feliz fue
tan vívida en ella que se sobresaltó al oír a su padre regañar a Peter en la
habitación contigua y darse cuenta de que aún les tenía a su lado.
Esta
primavera Rosa tenía un resentimiento especial contra el destino. Lo notaba
intensamente, aunque no le gustaba admitirlo ante sí misma.
Peter,
su primo huérfano, había sido acogido en casa hacía nueve años, cuando él y
Rosa tenían seis. Todavía podía evocar, si quería, la época en que no estaba él
y recordar las muñecas que, con la llegada del niño, habían desaparecido de su
existencia. Se llevaron bien, dado que Peter era un ser bondadoso y fácil de dominar,
y corrieron entonces muchas aventuras juntos.
Pero
hacía dos años, Rosa se había hecho más alta que el chico. Y al mismo tiempo
había entrado en posesión de un mundo propio, inaccesible a los demás, a la
manera como el mundo de la música es inaccesible para los que carecen de oído.
Nadie sabía dónde se encontraba su mundo; ni si se prestaba su sustancia a ser
plasmada en palabras. No la entenderían si dijese que era a la vez infinito y
aislado, divertido y serio, seguro y peligroso. No podía explicar tampoco cómo
se confundía con él, hasta el punto de que merced al encanto y poder de su
mundo de ensueño era ahora muy probablemente, con su vestido viejo y sus
zapatancos, la persona más encantadora y extraordinaria del mundo. A veces, se
daba cuenta, expresaba la naturaleza de ese mundo de ensueño con sus
movimientos y su voz; pero se trataba de un lenguaje que los demás desconocían.
En este místico jardín de su propiedad estaba fuera del alcance de un muchacho
rústico de manos sucias y rodillas arañadas; casi se había olvidado de su viejo
compañero de juegos.
Después,
este invierno, Peter la había alcanzado de repente, por así decir. Le había
sacado media cabeza en estatura; y esta vez Rosa pensó con amargura que se
quedarían así. Hasta tal punto lo veía más fuerte que ella que se alarmó y se
ofendió. Peter empezó a aprender a tocar la flauta por su cuenta. Tenía un
temperamento filosófico y, siete u ocho años antes, le había hablado a Rosa a
menudo sobre los elementos y el orden del universo y sobre el hecho curioso de
que, cuando la luna era aún muy joven y tierna, la dejaban jugar a la hora en
que mandaban a los demás niños a dormir, pero que cuando se hizo vieja y
decrépita, tenían que echarla de madrugada, cuando a los demás viejos les
gustaba permanecer en la cama. Pero Peter no hablaba mucho en presencia de los
mayores; y al perder Rosa interés por sus empresas y reflexiones, se había
recluido en sí mismo. Sin embargo, últimamente, sin que nadie le diese pie a
ello, y delante de toda la casa, se atrevía a dar rienda suelta a sus propias
fantasías sobre el mundo, muchas de las cuales resonaban de manera extraña en
el espíritu de Rosa como ecos de sí misma. En estos momentos le miraba
fijamente, dominada por un profundo temor. Se daba cuenta de que ya no estaba
segura en su mundo de ensueño; Peter podía encontrar el «Sésamo» que lo abriera
e invadirlo; y puede que la sorprendiera algún día allí.
Para
ella era como si hubiese sido traicionada por este chico al que había tratado
con dulzura cuando era niño. Su figura empezó a obstruirle la vista y a
privarle de aire en su propio hogar; cosa a la que en verdad no tenía derecho.
Por unas palabras de los mayores, Rosa había llegado a la conclusión de que
Peter debía de ser hijo ilegítimo. De haber sido una niña, este hecho la habría
llenado de compasión; habría visto a su compañera de juegos a la luz de la
aventura y la tragedia. En cambio, como muchacho, participaba de la perfidia de
aquel desconocido seductor que era su padre. Durante los meses del largo invierno
se había sorprendido a sí misma deseando que se fuese a la mar y encontrase la
muerte antes de que, por mediación suya, le ocurriese a ella algo peor. Peter
era un muchacho alocado y temerario, así que podía esperarse cualquier cosa.
Peter
ignoraba por completo todas las emociones que agitaban el pecho de la muchacha.
A su manera, amaba a Rosa desde el momento en que llegó por primera vez a la
casa del párroco; de todos los moradores, ella era la única persona en quien
tenía confianza. Había sufrido a causa de sus caprichos y, sin embargo, en
cierto modo le gustaba; como le gustaba todo en ella. Últimamente se sentía
decepcionado cuando veía que era imposible despertar su simpatía por aquello
que tenía importancia para él, por lo que la consideraba un poco superficial y
tonta. Pero en general, los seres humanos, su naturaleza y actitudes respecto a
él, desempeñaban un papel pequeño en el espíritu de Peter, donde apenas estaban
por encima de los libros. El tiempo, las aves y los barcos, los peces y las estrellas,
eran para él fenómenos de mucha más trascendencia. En un estante de la
habitación tenía un bricbarca que había tallado y aparejado con mucha precisión
y paciencia. Significaba más para él que el beneplácito o la reprobación de
nadie de la casa. Desde el principio, es cierto, el bricbarca había sido
bautizado Rosa; pero era difícil
determinar si debía considerarse un cumplido para la embarcación o para la
muchacha.
Rosa
no tejía, sino que miraba por la ventana. El jardín estaba todavía invernalmente
pelado y desolado, pero había una luz débil, plateada, en el cielo; el agua
goteaba de los tejados y de las ramas de todos los árboles; y la tierra negra
asomaba en los senderos de los jardines donde la nieve se había derretido. Rosa
lo contemplaba todo, grave y pensativa como una sibila; pero no pensaba en nada
en realidad.
Eline,
la mujer del párroco, entró en la habitación con su hijito de la mano. Eline
había sido ama de llaves del párroco hasta que éste se casó con ella hacía
cuatro años, y los rumores de la parroquia decían que había sido algo más.
Tenía sólo la mitad de edad que su
marido, pero había trabajado mucho toda su vida y parecía más vieja de lo que
era en realidad. Tenía una cara morena, huesuda, paciente y era ligera de pies
y de movimientos, con una voz suave. A menudo se le hacía penosa su vida con el
párroco, dado que éste no había tardado en arrepentirse de su infidelidad a la
memoria de su primera mujer, prima suya, hija de deán, y virgen cuando se casó
con ella. En su fuero interno, tampoco colocaba al hijo de la campesina en el
mismo plano que a sus propias hijas. Pero Eline era un ser simple, anclado en
la resignada filosofía de los campesinos; no aspiraba a disfrutar en la casa de
un puesto más alto que el que había ocupado al principio. Dejaba a su marido en
paz cuando él no la llamaba y era una criada para su preciosa hijastra.
Rosa,
en todas las disensiones de la casa, adoptaba el bando de la mujer. Le tenía
cariño a su hermano pequeño y le consideraba la única persona de la casa
parroquial, aparte de ella misma, con derecho a salirse con la suya en todo, a
la manera como un monarca aclama a otro: «Hermano, majestad» Pero el niño no se
prestaba al mimo. En esta casa, oscurecida por la sombra de la tumba, los otros
dos jóvenes luchaban por seguir vivos; sólo que el de menos edad, el precioso
pequeñín, parecía hundirse calladamente en su destino, resistirse a la vida, y
acoger la extinción como si hubiese entrado de mala gana en el mundo.
La
mujer del párroco se sentó modestamente en el borde de una silla y descansó sus
hacendosas manos en el regazo, sobre su delantal azul.
—Tu
padre no quiere comprar esa vaca berrenda de Christiansmindé — dijo, y
suspiró—. Piden por ella treinta rixdales. Es una vaca preciosa que parirá
dentro de seis semanas. Pero tu padre se ha enfadado conmigo cuando se la he
pedido. Pues ¿quién sabe, dice, si el día del juicio y la venida de Cristo no
está más cerca de lo que nadie se imagina? No debemos almacenar tesoros de este
mundo, dice. Sin embargo —añadió, suspirando otra vez—, podríamos mantener la
vaca hasta después del verano, en todo caso.
Rosa
arrugó el ceño, pero no podía ordenar sus pensamientos lo bastante como para
enfadarse con su padre.
—Al
final, la comprará —dijo fríamente.
Una
mariposa que se había mantenido viva durante el invierno y había despertado con
los primeros rayos de la primavera quería volar hacia la luz y chocaba con sus
alas en el cristal de la ventana, produciendo una sucesión de pequeños y suaves
golpecitos como dados con el dedo. El pequeño estuvo un rato observándola
fijamente; luego, con una mirada elocuente, firme, transmitió su descubrimiento
a Rosa.
—Mi
hermano —dijo Eline— ha ido a echarle una ojeada. Es una vaca buena y mansa. Yo
misma podría ordeñarla.
—Es
una mariposa —dijo Rosa al niño—. Es bonita. Te la cogeré.
Al
intentar atraparla, la mariposa se elevó de repente a la parte superior de la
ventana. Rosa se quitó los zapatos y se subió al alféizar. Pero allí, en lo
alto del mundo, se dio cuenta de que la mariposa quería salir y volar. Se
acordó de las mariposas blancas del verano anterior, revoloteando por los
bordes de lavanda del jardín; se le ensanchó y animó el corazón y se apiadó de
la cautiva.
—Bueno, vamos a dejarla salir —le dijo al
niño—. Así echará a volar —empujó la ventana y ahuyentó a la mariposa. El aire
del exterior era fresco como un baño; lo aspiró profundamente.
En
ese momento salía Peter del establo al sendero del jardín. Al ver a Rosa en la
ventana, se quedó parado.
Desde
la noche de la lluvia en que había decidido escaparse para embarcar tenía el
corazón lleno de barcos: goletas, bricbarcas, fragatas. Ahora Rosa, con los
pies enfundados en calcetines, la falda de su vestido azul enganchada detrás en
el travesaño de la ventana, era tan parecida al mascarón de un barco grande y
precioso que por un instante vio su propia alma, por así decir, cara a cara. La
vida y la muerte, las aventuras del navegante, el destino mismo, se alzaban
aquí en forma de muchacha. Le vino a la memoria que, hacía mucho tiempo, cuando
era niño, le había ocurrido algo parecido y que el mundo tuvo entonces mucha
dulzura. Es a menudo el adolescente, que acaba de salir de la niñez, el que más
profunda y dolorosamente siente la pérdida de ese mundo místico y sencillo; no
dijo nada; no estaba seguro de cómo hablarle a un mascarón; pero al verle
mirándola, Rosa le miró a su vez, cándida y amablemente, con el pensamiento
puesto en la mariposa. A él le pareció entonces como si le estuviese
prometiendo algo, una gran dicha; y movido por un impulso poderoso y repentino,
decidió confiar en ella y contárselo todo.
Rosa
bajó de la ventana y se puso los zapatos, en paz con el mundo. Había hecho
feliz a una mariposa, a un niño y a un chico —aunque sólo se tratase del tonto
de Peter— a la vez, y con una mirada. Ahora sabían que ella era buena,
benefactora de todos los seres vivientes. Deseó haber podido quedarse allí.
Pero como no podía ser y veía a Peter inmóvil en el mismo sitio delante de la
ventana, salió de la casa y se detuvo en la puerta del jardín.
El
chico se ruborizó al verla. Se acercó a ella y la cogió de la muñeca, por
debajo de la manga escasa.
—Rosa
—dijo—, tengo un gran secreto que nadie en el mundo debe saber. Quiero
contártelo a ti.
—¿Qué
es? —preguntó Rosa.
—No
te lo puedo decir ahora —dijo él—. Podrían oírnos. Mi vida entera depende de
él.
Se
miraron gravemente.
—Subiré
a hablar contigo esta noche —dijo Peter—, cuando estén todos dormidos.
—No,
entonces te oirán —dijo ella, porque su habitación estaba arriba, en el hastial
de la casa, debajo de la de Peter.
—No.
Escucha —dijo—; pondré la escala del jardinero hasta tu ventana. Déjala
abierta. Entraré por ahí.
—No
sé si lo haré —dijo Rosa.
—Venga;
no seas tonta, Rosa —exclamó el chico—. Déjame entrar. Eres la única persona en
el mundo en quien puedo confiar.
Cuando
eran pequeños y planeaban una gran empresa, Peter iba a veces a la habitación
de Rosa por la noche. Rosa se acordó de eso y por un momento sintió en el
corazón, como él en el suyo, nostalgia del mundo perdido de la niñez.
—Puede
que lo haga —dijo, librando sus brazos de la mano de él.
La
noche era brumosa; pero era la primera después del equinoccio en que se notaba
el suave alargamiento del día. Peter se estuvo sentado hasta que vio apagarse
la lámpara de la habitación del párroco: entonces salió. Llevó la escala a la
pared del hastial, la levantó hasta la ventana de Rosa y se arañó la mano en el
esfuerzo. Al probar a abrir la ventana encontró sin echar el pestillo y el
corazón empezó a latirle con violencia. Saltó al interior de la habitación y,
lenta, sigilosamente, cruzó el piso. Deslizó la mano a oscuras por encima de la
cama para asegurarse de que la muchacha estaba allí, ya que no se había movido
ni había pronunciado una palabra. A continuación se sentó en la cama y durante
un rato permaneció tan callado como ella.
La
perspectiva de abrirle el corazón a una amiga que no le interrumpiría ni se
reiría de él le volvió tan pensativo y agradecido como cuando oyó las aves
migratorias. Recordó que hacía mucho tiempo, años quizá, que no hablaba así con
Rosa. No sabía si por culpa de ella o de él; en cualquier caso era una lástima.
Ahora, pensó, le sería difícil expresarse. Cuando habló por fin, las palabras
le salieron lentamente, una por una.
—Rosa
—dijo—, tienes que tratar de comprenderme, aunque me exprese mal —aspiró
profundamente.
»He
estado equivocado toda mi vida, Rosa —dijo—; pero no lo he visto claro hasta
ahora. ¿Sabes que hay gentes en el mundo llamadas ateas, terriblemente
blasfemas, que niegan que exista Dios? Pues yo soy peor que ellas. He ofendido
a Dios y le he hecho daño: le he aniquilado.
Hablaba
en voz baja, ahogado, con largas pausas entre las frases, dificultado por su
propia emoción y por su temor a despertar al resto de la casa.
—Como
sabes, Rosa —dijo—, un hombre no es más que lo que hace; tanto si construye
barcos como si hace relojes o armas o incluso libros. No puede llamarse bueno o
excelente a un hombre, a menos que lo que haga sea grande. Lo mismo pasa con
Dios, Rosa. Si la obra de Dios no le glorifica, ¿cómo va a ser glorioso? Y yo
soy obra de Dios.
»He
contemplado las estrellas —prosiguió—, el mar y los árboles, y también los
animales y los pájaros. He visto lo bien que se ajustan a las ideas de Dios y
llegan a ser lo que él quiere que sean. El verlos debe resultar satisfactorio y
alentador a Dios. De la misma manera que cuando el calafate hace una barca, y
le sale una barca bonita y marinera. Así que he pensado que cuando Dios me mire
a mí, se debe de entristecer.
Al
detenerse para ordenar sus pensamientos oyó a Rosa suavemente. Se sintió
agradecido de que no hablase.
—El
otro día vi un zorro —reanudó su monólogo, tras un largo silencio— junto al
arroyo del bosque de abedules. Me miró y movió un poco la cola. Al mirarlo yo,
pensé que cumplía extraordinariamente bien como zorro, según ha dispuesto Dios.
Todo lo que hace y piensa es zorruno; no hay nada en él, de las orejas al rabo,
que no querría Dios que no existiese o que estorbe los planes de Dios. Si el
zorro no fuese así, un ser hermoso y perfecto, Dios no sería tampoco hermoso y
perfecto.
»Pero
aquí estoy yo, Peter Kobke —dijo—. Me ha hecho Dios y puede que le haya costado
un poco de trabajo; así que yo debería honrarle como le honra el zorro. Pero en
vez de eso, he frustrado sus planes; he obrado contra él, precisamente porque
la gente de mi alrededor, gente a la que llamamos nuestros vecinos, han querido
que lo haga así. He estado sentado en una habitación años y años, leyendo
libros, porque tu viejo padre quiere que sea sacerdote. Si Dios hubiese querido
que yo fuera sacerdote, sin duda me habría hecho como ellos; habría sido
cuestión de poca monta para él, que es todopoderoso. Puede hacerlo cuando
quiera, como sabes. Ha hecho a muchos clérigos. Pero a mí no me ha hecho así.
Me cuesta aprender; tú misma sabes que soy torpe. Me he vuelto tan rancio y
obtuso que siento en los huesos que haría un papel lamentable en el mundo
leyendo a esos Padres de la Iglesia. Y en este sentido, he hecho a Dios rancio
y feo también.
»¿Por
qué tenemos que procurar complacer a nuestro vecino? —prosiguió pensativo, tras
una pausa—. Él no sabe lo que es grande; como nosotros, no puede inventar las
cosas bonitas del mundo. Si el zorro hubiese preguntado a la gente qué quería
que fuese, aun si se lo hubiese preguntado al rey, se habría convertido en un
pobre diablo. Si el mar hubiese preguntado a la gente qué quería que fuese, la
gente lo habría convertido en lodazal, te lo aseguro. ¿Y qué bien puede hacerle
uno a su vecino, en definitiva, aunque quiera? Es a Dios a quien debemos servir
y agradar, Rosa. Sí, aunque sólo pudiésemos alegrar a Dios un momento, sería
una gran proeza.
»Aunque
hable mal —dijo tras un silencio—, debes creerme. Llevo pensando estas cosas
mucho tiempo y sé que tengo razón. Si yo no soy bueno, Dios no es bueno.
Rosa
estaba de acuerdo en casi todo lo que él decía. Para ella, la prueba más
evidente de la grandiosidad de la Providencia estaba en el hecho de que ella,
Rosa, era, por gracia de Dios, encantadora y perfecta. En cuanto a la opinión
de Peter sobre su vecino, no estaba segura. Pensaba que ella podía hacer mucho
por su vecino. No se enciende una vela (Rosa) para ponerla debajo de una
artesa, sino encima de la palmatoria para que alumbre a toda la casa. Sin
embargo, aunque Peter hablaba así, era un compañero y quizá podía serle de
ayuda alguna vez. Rosa esbozó una leve sonrisa sobre la almohada.
—Y
sin embargo —dijo Peter con tal arrebato de apasionamiento que, en contra de su
voluntad, alzó la voz y exclamó—, amo a Dios por encima de todo. Pienso en la
gloria de Dios antes que en ninguna otra cosa.
Y,
temeroso de haber hablado demasiado alto, se quedó completamente callado e
inmóvil unos minutos.
—Córrete
un poco, ¿quieres? —le dijo a la muchacha—, para acostarme yo también. Hay
sitio de sobra para los dos.
Sin
decir palabra, Rosa se corrió hacia la pared y Peter se acostó junto a ella. El
chico no se lavaba nunca más de lo estrictamente necesario y olía a tierra y a
sudor; aunque su aliento era fresco y dulce en la oscuridad, junto a la cara de
Rosa.
Una
vez en posición horizontal, le llegó la calma y habló con menos violencia:
—Y
todo esto —dijo muy despacio— me pasa por no escapar.
—¿Por
no escapar? —dijo Rosa, hablando por primera vez.
—Sí
—dijo él—. Escucha. Voy a escaparme para embarcar, para hacerme marinero. Dios
quiere que sea marinero: para eso me ha hecho. Llegaré a ser un gran marinero,
el mejor que haya hecho nunca. ¡Imagínate, Rosa! Haber hecho Dios estos grandes
mares, con las tormentas y la luna que brilla sobre ellos... ¡y haberlos tenido
yo olvidados sin ir a verlos jamás! Y yo sentado en la habitación de abajo,
mirando cosas a seis pulgadas de mi nariz. Dios debe de estar disgustado de
verme así.
»Más
aún; imagina Rosa —dijo al cabo de un rato—, sólo para comprender lo que digo,
que un artesano hubiera hecho una flauta, pero que nadie la tocara. ¿No sería
una pena, una verdadera pena? Luego, de repente, que alguien la coge y se pone
a tocarla. El artesano al oírla diría: "Esa es mi flauta" —aquí
volvió a aspirar Peter profundamente y reinó un prolongado silencio en la cama.
—Pero
—dijo Rosa con una vocecita clara— yo he deseado muchas veces que te fueras a
la mar.
Ante
tan inesperada y sorprendente manifestación de simpatía, Peter se quedó mudo.
Entonces tenía una amiga en el mundo, una aliada. Había estado mucho tiempo sin
apreciar a su amiga debidamente; incluso la había considerado una frívola y una
casquivana. Y entretanto, ella le había sido fiel, había pensado en él y había
adivinado sus necesidades y sus esperanzas. En esta hora fresca y tranquila de
la noche primaveral, se le reveló por primera vez, misteriosamente, la dulzura
de la auténtica comunicación humana. Por fin, preguntó a la muchacha con
timidez:
—¿Cómo
es que has pensado eso?
—No
lo sé —dijo Rosa; y era verdad, en ese momento no recordaba por qué había
querido que Peter se fuese a la mar.
—¿Me
ayudarás a escapar, entonces? —preguntó él en voz baja, con una sensación de
vértigo.
—Sí
—dijo ella, y al cabo de un rato—: ¿Cómo puedo ayudarte?
—Escucha
—dijo, y se corrió ansiosamente un poco más hacia ella—. Voy a ir a embarcar a
Elsinore. Sé de un barco, el Esperance,
mandado por el capitán Svend Bagge, que se encuentra fondeado allí ahora.
Podría llevarme ese barco. ¡Pero no puedo ir a Elsinore! Tu padre no me
dejaría. Pero tú podrías decirle que quieres ir allí a ver a tu madrina y que
prefieres no ir sola; así, tal vez me deje ir contigo.
»Y
cuando estemos allí, Rosa, cuando estemos en Elsinore, me meteré en el Esperance sin que nadie se dé cuenta. Y
estaré en el Mar del Norte antes de que nadie se lo huela, y cerca de Dover,
Inglaterra; Rosa. Y un día doblaré el Cabo de Hornos. —Tuvo que detenerse;
tenía demasiadas cosas que contarle, ahora que al fin se hallaba navegando.
"Pero puedo quedarme aquí toda la noche", pensó. "Puedo estar
aquí fácilmente hasta mañana por la mañana".
Rosa
no contestó enseguida; no estaba mal retenerle un poco en la incertidumbre y
enseñarle a apreciar su ayuda.
—Lo
has pensado todo muy cuidadosamente —dijo ella por fin, con un asomo de ironía.
Peter
meditó su comentario.
—No
—dijo—. No lo he pensado con cuidado. Se me ha ocurrido sin más, de repente. ¿Y
sabes cuándo? Cuando te he visto de pie en la ventana.
Le
dio apuro decirle que le había parecido el mascarón del propio Esperance; pero había tanta triunfal
alegría en su susurro que Rosa lo comprendió sin palabras.
Un
minuto después dijo ella:
—Se
hunden muchos barcos, Peter La mayoría de los marineros acaban ahogándose.
Peter
tuvo que volver de la imagen de ella en la ventana, antes de poder hablar.
—Sí,
lo sé —dijo—. Pero todos tienen que morir alguna vez. Y yo creo que ahogarse es
la clase de muerte más grandiosa de todas.
—¿Por
qué piensas eso? —preguntó Rosa, que le tenía miedo al agua.
—Pues
no lo sé —dijo él, y a continuación añadió—: Será, a lo mejor, por la cantidad
tan inmensa de agua. Porque si te paras a pensar, no hay en realidad nada que
separe un océano de otro. Son uno solo. Cuando te ahogas en el mar, son todos
los mares del mundo los que te acogen. A mí eso me parece grandioso.
—Sí,
puede ser —dijo Rosa.
Hablando
de los océanos, Peter había hecho un gesto amplio y le había dado a Rosa en la
cabeza. Notó su pelo suave y rizado en su palma, y debajo, su cráneo duro,
pequeño, redondo. Volvió a quedarse muy quieto. En contra de su propia voluntad,
sus dedos le palparon la cabeza, jugaron con su pelo y se lo acariciaron.
Retiró la mano y al cabo de un minuto dijo:
—Ahora
debo irme.
—Sí
—dijo Rosa.
Peter
salió de la cama y se quedó de pie, a oscuras.
—Buenas
noches —dijo.
—Buenas
noches —dijo ella.
—Que
duermas bien —dijo Peter, que jamás en su vida había deseado a nadie que
durmiese bien.
—Que
duermas bien, Peter —dijo Rosa.
Peter
bajó por la escala en tal estado de arrobamiento y felicidad que bien podía
haber ido en la otra dirección, hacia los cielos, hacia aquellas estrellas
conocidas que ahora ocultaba la bruma. Las causas de su agitación eran, por un
lado, su huida y su porvenir en el mar, y por otro: Rosa. En circunstancias
normales, los dos éxtasis habrían parecido incompatibles. Pero esta noche todos
los elementos y fuerzas de su ser corrían a la par en una armonía insuperable.
El mar se había transformado en una deidad femenina y Rosa misma se había
vuelto tan poderosa, espumeante, salada y universal como el mar. Por un momento
pensó en trepar otra vez por la escala. Su alma, efectivamente, subió y abrazó
a Rosa, transportada de gloria y de amistad. Y la habría seguido su cuerpo, de
no haberse dado cuenta, perplejo, de que no sabría qué hacer con él en cuanto
llegase arriba. Así que se sentó en el travesaño de más abajo y se cogió la
cabeza con las manos en mística concordia con el mundo.
Al
cabo de un rato empezaron a aclararse sus pensamientos. Había, en definitiva,
una diferencia entre su actitud para con el universo que le rodeaba y para con
la muchacha de arriba.
Con
respecto al mundo, a la humanidad en general y a su propio destino, sería en
adelante el retador y el conquistador. Tendrían que entregarse a él; si le
golpeaban, les devolvería el golpe, y los despojaría de lo que quisiera. Las
tres cosas las veía claras como la luz del día, brillantes como el metal o la
superficie del mar, y resplandecientes de peligro, de aventura y de victoria.
Pero
con respecto a Rosa, todo su ser se desbordaba en un incontenible movimiento de
generosidad y magnanimidad, en un deseo de dar. No tenía riquezas terrenales
con qué recompensarla; y aun cuando poseyese todos los tesoros del mundo, los
habría olvidado ahora. Era algo más absoluto lo que él pretendía entregarle:
era él mismo, la esencia de su naturaleza, y al mismo tiempo la eternidad. Su
ofrenda, pensaba, sería el triunfo más alto y el sacrificio más excelso de que
era capaz. No podía marcharse mientras no la hubiese consumado.
¿Le
comprendería Rosa, le recibiría y aceptaría su ofrenda? Al desplazarse
lentamente su pensamiento de las aventuras y hazañas marineras a la muchacha,
vio que del lado de ella todo estaba sumido en una solemne y sagrada negrura,
como si se encontrase, pensó, en las aguas profundas de los océanos, imposibles
de sondar. Parecía que no la conocía como ella le conocía a él. Ni siquiera con
el pensamiento podía acercársele, sino que era rechazado, cada vez que lo
intentaba, como por una desconocida ley de la gravedad. Su deseo intenso,
irresistible, de beatificarla y la nueva y extraña inaccesibilidad que su
figura había adquirido a los ojos de su imaginación, le tuvieron despierto en
la cama hasta la madrugada. Se acordó de Jacob, que había luchado toda la noche
con el ángel del Señor. Sólo que aquí tomó él el papel del ángel e invirtió el
grito del corazón del patriarca. Su alma dijo a Rosa: «No me dejarás a menos
que yo te bendiga.»
Arriba
en su habitación, Rosa, poco después de marcharse Peter, volvió a su sitio, con
la mejilla sobre sus manos entrelazadas y su larga trenza sobre el pecho, como
solía hacer por las noches cuando se disponía a dormir. Pero se daba cuenta,
sorprendentemente, de que esta noche no iba a pegar ojo. Había leído historias
en las que alguien se pasaba una noche desvelado; pero por lo general se trataba
de un malvado o un amante rechazado; y era curioso, pensó, que una pudiese
desvelarse de contento y de alegría también. Se puso a pensar en la hora que
Peter había pasado en su cama. Aún duraba un vago olor a su pelo en la
almohada. Por nada del mundo se habría acercado al sitio que él había ocupado;
así que se apretujó contra la pared, como había hecho cuando estaba él.
Todo
se le había ocurrido sin más, de repente, al verla a ella de pie en la ventana,
se repitió Rosa para sus adentros. Recordó vagamente que, no hacía mucho, había
desconfiado de su antiguo compañero de juegos y se había propuesto negarle
acceso a su propio mundo secreto. «Eres tonta, Rosa», susurró, como cuando
regañaba a sus muñecas. Ahora le agradó pensar en la fuerza de Peter, cosa que antes
la había alarmado. Recordó un incidente en el que no había pensado hacía muchos
años. Poco después de llegar Peter a casa habían tenido una pelea. Ella le
había tirado del pelo con todas sus fuerzas al tiempo que él, rodeándola con su
brazo, había tratado de derribarla. Se rió al recordarlo, con los ojos
cerrados. Peter, al bajar de la escala, había dejado la ventana sin cerrar. El
aire de la noche era frío en la habitación. Media hora después de haberse ido
Peter, Rosa se sumió en un sueño dulce y apacible.
Pero
hacia el amanecer tuvo un sueño terrible, y se despertó con la cara bañada en
lágrimas. Se incorporó en la cama, con el pelo pegado a sus mejillas mojadas.
No podía recordar el sueño del todo, sólo sabía que en él alguien la
abandonaba, y se quedaba en un mundo frío del que había desaparecido toda vida
y color. Trató de ahuyentar el sueño volviendo su atención hacia el mundo de
las realidades y hacia la vida diaria. Pero al hacerlo se acordó de Peter, y de
que iba a huir para embarcar. Entonces palideció intensamente.
Sí,
iba a huir: ése era su agradecimiento por dejarle meterse en su cama y por
quererle, desde anoche, más que a nadie. Pensó en la conversación de por la
noche frase por frase. Había tratado de ser amable con él —¿acaso, antes de quedarse
dormida, no le había acariciado, en su imaginación, el pelo espeso y lustroso,
del que le había tirado en otro tiempo, y se lo había enroscado entre los
dedos? Sin embargo, él iba a marcharse a lugares lejanos adonde ella no podría
seguirle. No le importaba lo que le pasase a ella; al contrario, la dejaba
aquí, abandonada, como en el sueño.
Dentro
de dos o tres días se habría ido. No volvería a ver más la casa, ni el jardín,
ni la iglesia. Ni siquiera oiría hablar en danés, sino en alguna lengua extraña,
incomprensible para ella. Y no pensaría en ella; desaparecería de su
pensamiento. Desaparecería, desaparecería, pensó; y se mordió su pelo empapado
de lágrimas saladas.
Ahora,
de acuerdo con su promesa, iba a hablar con su padre y pedirle permiso para ir
con Peter a Elsinore. Un rato después, una idea afloró a la superficie de su
mente. ¡Qué fácil le resultaría desbaratar todos sus grandes planes! Si le
contaba a su padre aquellos proyectos, no habría barcos en la vida de Peter, ni
doblaría el Cabo de Hornos, ni se ahogaría en el agua de todos los océanos.
Permaneció sentada en la cama, acurrucada sobre aquel pensamiento como una
gallina sobre sus huevos. Hasta ahora, le parecía, se las había arreglado para
mantener los acontecimientos a cierta distancia; hoy se le estaban echando
encima, la estaban tocando, cosa que le desagradaba y le oprimía el pecho. Por
último, se levantó y se puso su vestido viejo.
Muy
rara vez le pedía Rosa nada a su padre. Éste era capaz de darle lo que le
pidiera porque, le había dicho a ella, se parecía muchísimo a su madre, cuyo
nombre llevaba. Pero a ella no le gustaba asumir, a este respecto, el papel de
la difunta; quería ser ella misma, la joven Rosa. Así que a veces acudía a él
en nombre de Eline o de su hijo, pero no quería hacerlo en el suyo propio. Sin
embargo, hoy tenía necesidad del apoyo de su padre y de su madre. Hacía algún
tiempo, por divertirse, se había hecho el peinado que llevaba su madre en el
pequeño retrato que ella conservaba. Ahora, delante del espejito borroso,
volvió a peinarse de la misma manera. A continuación bajó al despacho de su
padre.
Salió
de él con el semblante vacío, como el de una muñeca, y se quedó un rato inmóvil
fuera de la habitación. Tenía el pañuelo en la mano con un puñado de monedas atadas
en él, el precio de la vaca, que el párroco le había encargado que entregase a
Eline. Se había sentido tan conmovido durante la conversación, que incluso se
había ocultado el rostro al pensar en la ingratitud del sobrino; y
seguidamente, lo había vuelto a levantar marcado por las lágrimas. Cuando Rosa
iba a retirarse, su padre le cogió la mano y la miró.
Para
el párroco, era constante motivo de aflicción y pesar no poder creer del todo
en el dogma de la resurrección de la carne —sobre el que, no obstante, debía
predicar desde el púlpito—, ya que desconfiaba de ella y le tenía miedo. La
niña, pensó, no se sentía atormentada por estas dudas. Y en efecto, la carne
que él tocaba era fresca y limpia; era evidente que sería admitida en el
paraíso. El párroco había suspirado profundamente, había contado el dinero y se
lo había depositado en su mano fresca y serena. Para Rosa, toda noción de
comprar o de vender era, por alguna razón, desagradable. Lo cogió de mala gana
y con tanta indiferencia que el viejo pastor le aconsejó que se lo atase en el
pañuelo. Ahora, delante de la puerta, se metió el pequeño bulto en el bolsillo
de la falda.
Quería
afirmarse en la convicción de que se estaba comportando de manera normal y
razonable, y decidió bajar a la cocina a desayunar. Por la escalera oyó voces
animadas y, al llegar a la cocina, encontró a toda la casa reunida alrededor de
una pescadera de la costa que había traído pescado para vender, con una nasa a
la espalda.
Estas
pescaderas pertenecían a una raza vigorosa y activa: recorrían veinte millas,
cargadas como mulas, hiciera el tiempo que hiciese, y regresaban a casa a
guisar para el marido y una docena de críos. Eran listas y chismosas, se
sentían a sus anchas en todas las casas y preferían su profesión ambulante a la
de la campesina, atada al establo o a la mantequera, y a la de la mujer del
párroco. Emma, la pescadera, había dejado la nasa en el suelo y se había
sentado en el tajo de cortar la carne. Estaba tomando café en un cazo, al
tiempo que daba noticias sobre la vecindad y se reía de sus propias historias.
El trozo de azúcar cande en la boca, la escasez de dientes y el cerrado
dialecto que empleaba —con mezcla de sueco, ya que, como muchas mujeres de
pescadores a lo largo del Sound, era sueca de nacimiento—, hacían difícil
seguir sus historias. Pero los niños de la casa parroquial sabían también
hablar en dialecto cuando querían. Interrumpió su narración para saludar con la
cabeza a la preciosa hija del párroco y Rosa se acercó al tajo con su tazón de
café a escuchar las novedades.
Peter
se dio cuenta de la presencia de la muchacha y ya no vio ni oyó nada más. Un
momento después se acercó y se puso junto a ella, pero no dijo nada. Cuando se
generalizaron las charlas y risas en la cocina, Rosa dijo sin mirarle:
—He
hablado con mi padre. Me ha dado permiso para ir a Elsinore; y tú puedes venir
conmigo. Ahora que la nieve se está deshaciendo podemos ir con los carreteros.
Podemos ir incluso hoy.
Al
oír este anuncio, el chico palideció; igual que ella cuando, de madrugada en la
cama, había pensado en él. Al cabo de mucho rato dijo:
—No.
No podemos ir hoy. Esta noche subiré otra vez a tu habitación: hay algo más que
tengo que decirte. Puedo, ¿verdad? —preguntó.
—Sí
—dijo Rosa.
Peter
se apartó, fue al otro extremo de la cocina y luego regresó.
—El
hielo se está rompiendo —dijo—. Emma lo ha visto esta mañana. El Sound está
libre.
Emma,
en atención a la muchacha, repitió su información. Durante todo el invierno,
los pescadores habían tenido que hacer largos recorridos por encima del hielo
para pescar bacalao con cebo de hojalata. Ahora se estaba rompiendo el hielo;
se veían aguas libres. Dentro de unos días sus barcas navegarían otra vez.
—Iré
a verlo —dijo Peter. Rosa le miró a la cara y ya no pudo apartar los ojos de él
(estaba singularmente solemne y radiante); y pensó que no sabía nada de lo que
sabía ella—. Ven conmigo, Rosa —exclamó movido por un impulso incontenible y
feliz, como si no pudiese dejarla al margen de su visión.
—Sí
—dijo Rosa.
El
niño pequeño, al oír que se iban a ver romperse el hielo, quiso ir con ellos.
Rosa lo cogió en brazos.
—No;
tú no puedes venir —le dijo—. Es demasiado lejos para ti. Ya te lo contaré
cuando vuelva.
El
niño le puso las manos sobre la cara.
—No;
no me lo contarás —dijo.
Eline
trató de disuadir a la muchacha diciendo que era demasiado lejos para ella
también.
—No,
quiero ir —dijo Rosa. Se puso una vieja capa, un par de guantes roñosos que
habían pertenecido a su padre y salió con Peter.
Al
salir vieron que la nieve había desaparecido de los campos; sin embargo, el
mundo era mas luminoso que antes, ya que el aire estaba lleno de una claridad
borrosa, resplandeciente. Casi les cegaba. Les costaba trabajo levantar los
párpados. En todas partes oían gotear y correr el agua. La marcha era trabajosa:
la nieve medio derretida hacía el camino resbaladizo. Peter echó a andar de
prisa y luego tuvo que esperar impaciente a la muchacha, que, con sus zapatos
viejos, resbalaba y daba traspiés por el sendero. Le alcanzó, acalorada por el
esfuerzo, y mareada como él a causa del aire y de la luz.
Peter
se detuvo.
—Escucha
—dijo—; es la alondra.
Se
quedaron inmóviles, el uno cerca del otro, y, en efecto, oyeron muy alto, por
encima de sus cabezas, el trinar incesante y triunfal de una alondra, una
lluvia de éxtasis.
Un
poco más lejos, en el bosque, se encontraron con un par de leñadores y Peter se
paró a hablar con ellos mientras elegía y cortaba un bastón largo para él y
otro para Rosa, de dos hayas jóvenes. Un viejo se quedó mirando a Rosa, le
preguntó si era la hija del párroco de Sollerod y comentó lo mucho que había
crecido. Era raro que los chicos de la casa parroquial hablasen con
desconocidos. Ahora, después de hablar con Emma y con el viejo leñador, Rosa
sintió que se le ensanchaba el mundo.
Peter
caminaba en un estado de bienaventurada embriaguez, con el mar delante, que le
atraía como un imán, y la muchacha detrás. Después de conversar con los
leñadores, tenía necesidad de seguir hablando; pero no podía encontrar palabras
para su propio curso de pensamientos, así que empezó a contarle a Rosa una
historia.
—He
oído contar una historia, Rosa —dijo—, sobre un capitán que puso a su barco el
nombre de su mujer. Encargó un hermoso mascarón que reprodujera su imagen, con
el cabello dorado. Pero su mujer concibió celos del barco. «Piensas más en ese
mascarón que en mí», le dijo. «No», contestó su marido; «pienso tanto en él
porque es igual que tú, porque eres tú misma. ¿No es airoso, de pechos llenos,
y no baila en las olas como bailabas tú en nuestra boda? La verdad es que, en
cierto modo, es más cariñoso que tú. Galopa cuando le digo que ande, deja en
libertad su larga cabellera, mientras que tú embutes tu cabello debajo de un
sombrero. Pero me vuelve la espalda; de manera que cuando quiero un beso tengo que
regresar a Elsinore». Y ocurrió que, hallándose comerciando una vez este
capitán en Trankebar, ayudó a un viejo rey nativo a huir de manos de unos
traidores de su propio país. Al despedirse, el rey le regaló dos grandes
piedras preciosas de color azul y él las mandó incrustar en la cara del
mascarón, para que hiciesen de ojos. Cuando regresó a casa le contó a su mujer
la aventura, y dijo: «Ahora tiene también los ojos azules como tú.» «Mejor
sería que me dieses a mí esas piedras para hacerme unos pendientes», dijo ella.
«No», replicó él, «no puedo, y si comprendieses, no me las pedirías». Sin
embargo, la mujer no paraba de atormentarle a propósito de las piedras azules y
un día que su marido había ido a la corporación de capitanes, encargó a un
vidriero que las quitase y pusiese dos trozos de vidrio azul en su lugar; de
manera que el capitán no descubrió el cambio y zarpó rumbo a Portugal. Conque,
al cabo de un tiempo, la mujer del capitán empezó a notar que le disminuía la
vista y que no podía enhebrar la aguja. Fue a una curandera y ésta le dio
ciertos ungüentos y aguas, pero no la aliviaron; y al final la vieja meneó la
cabeza y dijo que era una enfermedad rara e incurable y que se estaba quedando
ciega. «¡Ay, Dios mío», exclamó entonces la mujer del capitán, «por qué no
estará ya el barco de regreso, en el puerto de Elsinore! Así mandaría que le
quitasen los vidrios y le pusiesen las joyas otra vez. Pues ¿acaso no dijo él
que eran mis ojos?» Pero el barco no regresó. En vez de eso, la mujer del
capitán recibió una carta del cónsul de Portugal en la que le informaba que
había naufragado y se había ido a pique con toda su tripulación. Y era muy
extraño, explicaba el cónsul, que en plena luz del día hubiera navegado
directamente hacia una roca alta que emergía del mar.
Mientras
Peter contaba esta historia, bajaban una colina del bosque, y al andar notó
Rosa que algo le golpeaba suavemente en la rodilla. Se metió la mano en el
bolsillo y tocó el pañuelo con el dinero que había olvidado darle a Eline. Lo
exploró con los dedos: había unas treinta monedas. La cifra resultó familiar a
su conciencia. Treinta piezas de plata; el precio de una vida. Había vendido
una vida, pensó, igual que había hecho en otro tiempo Judas Iscariote.
Quizá
le rondaba vagamente esta idea por la cabeza hacía rato, desde que había visto
a Peter en la cocina. Al decírselo ahora a sí misma con palabras, le produjo
tan tremenda impresión que creyó que iba a caer de cabeza cuesta abajo. Se
tambaleó, y Peter, en medio de su narración, le dijo que se cogiese a él. Ella
oyó lo que decía, pero no pudo contestar y le pareció que las palabras de Peter
eran seguidas de un silencio mortal. Aunque caminaba tras los talones del
muchacho, no oía ni las pisadas ni los ruidos del bosque, sino que avanzaba como
una persona sorda.
Así
que lo que había temido y esperado toda su vida, pensó, había sucedido. Aquí,
por fin, estaba el horror que iba a matarla.
No
consideraba exactamente que la catástrofe, o la ruina, le hubiese sobrevenido
por su culpa; no era propio de ella pensar tal cosa, sino que en todas las
calamidades estaba dispuesta siempre a echarle la culpa a cualquier otra
persona. Pero la aceptó plenamente como su suerte y su destino. Era su fin.
Se
le quedó el nombre de Judas en el oído y siguió resonándole con fuerza
terrible. Sí, Judas era igual que ella, y el único ser humano al que podía
acudir en busca de comprensión y consejo; él le enseñaría el camino. Tanto la
dominó esta idea, que un minuto después miró a su alrededor, perpleja, buscando
un árbol, como Judas lo había buscado para sí. Cruzaron un claro del bosque en
donde sólo crecían algunas hayas aquí y allá; y al mirar en torno suyo, un
águila ratonera, la primera que veía en el año, se soltó de una rama alta y se
alejó majestuosamente, adentrándose en el bosque, con un centelleo de plata en
sus alas leonadas. Judas, pensó Rosa, había besado a Cristo en el momento de
traicionarle; debían de ser tan buenos amigos que era natural que se besasen.
Ella no había besado a Peter; y ahora jamás se besarían: ésa era la única
diferencia entre ella y el apóstol maldito.
No
veía el bosque a su alrededor, ni el cielo pálido por encima de su cabeza.
Estaba otra vez en el despacho de su padre, en el momento de denunciar a Peter
ante él. El párroco le había hablado entonces de su juventud, y le había
contado cómo en Copenhague había sido ayudante del capellán de una cárcel. Allí
había aprendido, dijo, que la cárcel es un lugar bueno y seguro para los seres
humanos; él mismo pensaba a menudo que podía dormir más a gusto en una cárcel
que en ningún otro lugar. Algunos de los malhechores, le contó, habían
intentado escaparse; él se había compadecido de su miopía y juzgaba que habían
salido ganando al ser capturados y devueltos a la cárcel. Cuando, un rato
antes, cogió el dinero con un suspiro y se lo entregó, había fijado sus ojos en
ella y le había dicho: «Pero tú, Rosa, no huirás; tú te quedarás a mi lado.»
Rosa había mirado la habitación; le había parecido que repetía las mismas
palabras. Era una habitación pobre, casi sin muebles, con suelo enarenado;
sabía que la gente se reía ante la idea de que aquello fuese el despacho de un
clérigo. Sin embargo, esta habitación le pertenecía a ella. La conocía de toda
la vida. ¿Cómo podía nadie repudiarla y abandonarla más que ella? Ahora había
abrazado el bando de ese despacho, de esa prisión, de esa tumba, y había
cerrado sus puertas sobre ella. No sospechaba entonces que su destino era que,
si Peter permanecía prisionero, tampoco ella sería libre. Recordó la ventana
abierta de la noche anterior, después de haberse marchado Peter, y la fresca
oscuridad alrededor de su almohada. Había cerrado esa habitación también. Había
cerrado todas las ventanas del mundo y nunca más volvería a ponerse de pie en
una ventana abierta y dejar que se le ocurriese todo a Peter de repente al
verla.
Poco
a poco volvió al mundo de la realidad que la rodeaba, al bosque húmedo y
marrón, a las curvas del camino y a la figura de Peter caminando delante, con
la cabeza descubierta y una bufanda vieja y grande alrededor del cuello. No
acababa de gustarle Peter porque por él le había llegado la infelicidad; si no
estuviese allí, aún se pasearía por el bosque hermosa y contenta y satisfecha.
Pero le era imposible pensar en nada de este mundo más que en él. Peter
caminaba ligero, como un chico fuerte y ágil, y con la cabeza llena de
ensueños. Era como si la tuviese atada con una cuerda y la arrastrase, hecha
una vieja encorvada y decrépita, mucho más vieja que él, para que lamentase,
para que llorase la juventud y la sencillez de él.
Llegaron
a lo alto de otra colina desde donde se dominaba una panorámica de las partes
más bajas del bosque azulenco por la bruma primaveral. Peter se detuvo y
permaneció un minuto en silencio.
—¿Te
acuerdas, Rosa —dijo—, de cuando éramos pequeños y veníamos aquí a coger
frambuesas? Dentro de muchos años, cuando seamos viejos, vendremos otra vez.
Puede que entonces todo haya cambiado, que hayan talado el bosque y no
reconozcamos el lugar. Entonces hablaremos de este día.
Fue,
otra vez, la mística melancolía de la adolescencia que quiere abarcar, en la
misma cumbre de su vitalidad y con una grave sabiduría que se disipa muy
pronto, el pasado y el futuro: el tiempo mismo en abstracto. Rosa le escuchaba,
pero no podía comprenderle. Había destruido el pasado y retrocedía ante el
futuro con horror. Cuanto había conseguido en el mundo, pensó, estaba en esta
única hora y en el paseo de ambos hasta el mar.
Al
poco rato llegaron a un borde brusco cubierto de abetos, dispersos, y
descubrieron el estrecho del Sound ante sí.
Era
un espectáculo maravilloso y singular. Se estaba rompiendo el hielo; a cierta
distancia de la costa aún se veía, sólido, un plano de color gris blancuzco.
Pero cerca de tierra se separaba de la orilla y se dispersaba en témpanos y
placas, se mecía y se balanceaba y giraba lentamente, movido por la corriente
de debajo. Y a lo lejos, la raya blanca, quebrada, irregular, era el mar
abierto, azul pálido, casi tan liviano como el aire, un elemento poderoso,
soñoliento aún tras su letargo invernal, aunque libre, vagando a impulsos de su
corazón lujurioso y abrazando a toda la tierra.
Apenas
había viento; pero se oía en el aire un susurro débil, como de una animada
conversación en voz baja, producido por las placas de hielo al restregarse unas
con otras y amontonarse para salir a flote.
Peter
no había tocado a Rosa desde que había jugado con su pelo en la cama; ahora,
durante un segundo, le cogió la mano y ella sintió en su cálida palma una
corriente de energía y de gozo. Luego, con unas cuantas zancadas, bajó la
pendiente y saltó sobre el hielo, con ella detrás.
Si
Rosa hubiese tenido diez o veinte años más, quizá se habría muerto o vuelto
loca de aflicción. Pero era tan joven que la desesperación misma le infundía
vigor y la sostenía. Ya que sólo le quedaba esta única hora de vida, debía
disfrutar, experimentar y sufrir en este tiempo lo más que podía. Saltó al
hielo veloz como el chico.
Para
Rosa, la máxima maravilla y placer del paisaje residía en el hecho de que todo
estaba mojado. Hasta hacía muy poco, las cosas habían estado secas, duras,
inflexibles al tacto, insensibles al grito del corazón. Pero aquí todo se mecía
y manaba, el mundo entero era fluido. Cerca de la orilla había láminas de
delgado hielo blanco que se quebraban al pisarlas, de manera que tenía que
vadear los charcos de agua clara. Se le empaparon los zapatos en seguida; al
correr, el agua le salpicaba la falda y la sensación de humedad universal la
embriagaba. Era como si, en espacio de un minuto o dos, ella misma, y Peter
también, fuesen a derretirse y disolverse en una oleada desconocida y salada de
placer y a ser absorbidos por el mundo infinito, oscilante, mojado. Le parecía
ver sus dos figuras muy pequeñas sobre el plano blanco. No sabía que su cara
pálida estaba radiante de correr.
Aquí,
sobre el hielo, la esperó Peter pacientemente, más tranquilo y sosegado que
cuando corría por el camino impulsado por el intenso anhelo de su alma. Andaban
o corrían el uno junto al otro. Rosa pensó: «He venido al mar con Peter, al
final.» Pidió a Peter que esperase un momento.
—Mira,
Peter —dijo—. Estamos yendo en dirección a Elsinore. Aquel montón de hielo que
se ve allá es la casa de mi madrina. Y aquel otro es el puerto.
Siguieron
directamente hacia la casa de la madrina. Por el camino dijo Peter:
—¿No
es extraño el mar, Rosa? Puedes mirar por encima de él como si fuese un prado,
en todo el horizonte a la redonda. Y después, al volver los ojos, puedes mirar
en él como si fuese un pozo, hasta el fondo; no te oculta nada. La gente dice a
veces que el mar es traicionero y que la tierra es fiel. Pero la tierra se
cierra completamente a nuestra mirada. Puede haber algo a poca distancia de tus
pies (un tesoro enterrado, el tesoro de un antiguo pirata), y no tener tú la
menor idea. En cuanto al aire... podemos mirar a través de él, pero nunca
sabremos cómo es desde el exterior. El mar es un amigo.
Se
detuvieron en casa de la madrina de Rosa; se sentaron y trataron de localizar
lugares a lo largo de la costa ancha y brumosa. Dos árboles hacían de mojones
del pueblecito pesquero de Sletten; eran palmeras sobre una isla de coral. Un
destello en el aire, producido por el tejado de cobre del castillo de Kronborg,
hacia el norte, era el primer resplandor de los blancos acantilados de Dover.
Hacia el sur, a una milla, había gente sobre el hielo, como ellos; serían
salvajes, caníbales, a los que había que evitar. «¿Por qué no se contentará con
viajes como éste?», pensó Rosa. «Así podríamos ser felices.»
Siguieron
andando; de vez en cuando tenían que cruzar grandes grietas de hielo que
brillaban como el cristal; el hielo tenía más de dos pies de espesor. Una de
las veces le pareció a Rosa que el suelo se movía débilmente debajo de ella y
tuvo la extraña sensación de que algo, o alguien, un tercer grupo, se había
unido a esta aventura en el mar; pero no le dijo nada a Peter. Siguieron
corriendo y saltando, siempre al lado el uno del otro.
—¡Ahora
estamos ya en el puerto de Elsinore! – gritó Rosa.
Aquí
el aliento del mar les llegó derechamente a sus caras ardientes y encendidas.
Se notaba una corriente del sur en el día apacible: las placas de hielo,
delante de ellos, se desplazaban lentamente hacia el norte.
Junto
a la costa de Sealand, el viento rara vez rola al norte desde el este o al
oeste; por lo general, sopla con bastante persistencia del este cuando hay
lluvia y mal tiempo; luego cambia a sudeste y sur, para terminar de oeste y
dejar la atmósfera limpia. A veces sigue la calma; y mientras el viento
dormita, el Sound se llena poco a poco de velas fláccidas de muchos países,
como gansos desperdigados que el viento reúne en el rincón de un estanque...
Peter y Rosa pensaron en los barcos que habían visto aquí durante el verano.
Ahora
había patos nadando en el agua pálida, de color tan parecido a ella que sólo se
distinguían por sus alas y cuellos negros; eran un grupo irregular, movedizo,
de motitas oscuras sobre las olas.
—Sí
—dijo Peter despacio—, ahora estamos en el puerto de Elsinore. Y éste —añadió,
señalando hacia adelante— es el Esperance.
Está fondeado, aunque listo para zarpar —el Esperance
era un gran témpano de cincuenta pies de largo y separado del hielo sobre
el que se encontraban por una grieta larga—. ¿Embarco en él ahora, Rosa?
Rosa
cruzó los brazos sobre su pecho:
—Sí,
subamos a bordo ahora —dijo—. Estaremos en el Mar del Norte antes de que nadie
se lo huela, y cerca de Inglaterra. Después, un día, doblaremos el Cabo de
Hornos.
Peter
exclamó:
—¿Vas
a embarcar conmigo?
—Sí
—dijo Rosa.
—¿Y
a navegar conmigo —preguntó él— todo el trayecto hasta el Polo Sur?
—Sí
—dijo ella.
—¡Ah,
Rosa! —dijo Peter tras una pausa.
Siguieron
dando zancadas hasta el témpano, y Peter cogió a Rosa de la mano y se la
retuvo. Los dos estaban cansados de la carrera por el hielo y contentos de
detenerse en cubierta.
Peter
miró ante sí con la cara levantada. Pero la muchacha, al cabo de un rato,
volvió la cabeza para ver cómo era su costa natal de Sealand desde tan lejos.
Entonces se dio cuenta de que la grieta entre el témpano y el hielo de tierra
se había agrandado. Una clara corriente de agua, de unos seis pies de anchura,
circulaba ahora por donde ellos habían cruzado. Efectivamente, el Esperance había zarpado. Esta visión
aterró a Rosa: le dieron ganas de gritar y echar a correr.
Pero
no gritó. Se quedó inmóvil y ni siquiera le tembló la mano que le tenía cogida
Peter. Un momento después la invadió una gran calma. El destino que la había
asustado toda la vida y del que hoy no podía escapar... ese destino, veía
ahora, era la muerte. No era otro que la muerte.
Durante
unos minutos, fue la única en conocer la situación. No lo pensó demasiado:
siguió de pie, erguida, grave, aceptando su destino. Sí: ella y Peter iban a
morir aquí, a ahogarse. Ahora Peter no sabría nunca que ella le había fallado.
Ya no importaba tampoco; podía incluso contárselo. Era Rosa otra vez, un regalo
para el mundo, y para Peter. En el momento en que recobró el dominio de todo su
ser para afrontar la muerte, no se afligió por sí misma. Sino que lo sintió,
profundamente, por el mundo que la iba a perder. Por toda la belleza, toda la
inspiración, toda la gracia de que se iba a ver privado ahora.
Peter
notó el leve balanceo de la placa de hielo, se volvió y vio que iban a la
deriva. El corazón le dio dos o tres latidos tremendos; subió la mano por el
brazo de la muchacha, la agarró por el codo y la hizo avanzar hasta el borde
del témpano. Entonces vio que quizá podía saltar él aquel canal; pero que Rosa
no podría. Entonces la hizo retroceder y miró a su alrededor. Había agua por
todas partes. La gente a la que habían visto en el hielo no estaba ya a la
vista. Se hallaban solos los dos con el cielo y el mar.
Perplejo
y tembloroso, el muchacho se tiró de los pelos con una mano, mientras con la
otra sujetaba todavía a la muchacha por el codo.
—¡Y
te he pedido yo que vinieses conmigo! —exclamó.
Un
instante después, se volvió hacia ella y ésta fue la primera vez, desde que
habían salido de casa, que la miraba. La cara redonda de Rosa estaba serena:
observó a Peter por debajo de sus largas pestañas como desde una emboscada.
—Ahora
navegamos directamente hacia Elsinore —dijo ella—. Es mejor así, que no volver
primero a casa; ¿no te parece?
Peter
se quedó mirándola y le subió lentamente la sangre a la cara, hasta que se le
puso ardiendo. El peligro que corrían, y su culpa al traerla aquí, se disipó,
se redujo a la nada ante el hecho de que una muchacha pudiese ser tan sublime.
Mientras la miraba, su vida entera, y sus sueños de futuro, desfilaron ante él.
Recordó, también, que debía subir a su habitación esa noche; y al pensar en
ello, sintió un dolor intenso y fugaz. Sin embargo, esto era más maravilloso
que ninguna otra cosa.
—Cuando
lleguemos a Elsinore —dijo Rosa—, donde se estrecha el Sound, el capitán del Esperance nos verá y nos subirá a su
barco, ¿no crees?
El
corazón del muchacho rebosaba de adoración. Sintió el viento suave y el olor a
mar en las ventanas de la nariz; y el movimiento del agua que aterraba a Rosa
le embriagó. Era imposible que no tuviese esperanza; no podía ser que no
tuviese fe en su estrella. Le parecía, en este momento, que durante mucho
tiempo, quizá durante toda su vida, se había ido elevando de un éxtasis a otro
y que tal vez era éste el milagro supremo que los coronaba todos. Nunca había
tenido miedo a morir, pero ahora no podía aceptar la idea de la muerte, porque
no había concebido antes que la vida fuese tan poderosa. Al mismo tiempo, igual
que la realidad y el sueño, en el témpano, parecían haberse fundido en una sola
cosa, la distinción entre la vida y la muerte pareció desvanecerse. Intuía
vagamente que era este estado el que se designaba con la palabra inmortalidad.
Así que no miró ya adelante ni atrás: el instante le contenía.
Soltó
el brazo de Rosa y volvió a mirar en torno suyo. Fue a recoger los bastones que
había dejado al subir al Esperance.
Estuvo un rato ocupado en hacer un agujero en el hielo con el cuchillo, a fin
de clavar un bastón en él, y atar su pañuelo rojo en la punta. Ahora les
serviría de señal de socorro, y podría verse de lejos. Ató el cuchillo al
bastón de Rosa con un trozo de cordel que llevaba en el bolsillo y lo
transformó en bichero: si la corriente les arrimaba por casualidad al hielo de
tierra, podría sujetarse con él. Rosa lo observaba todo.
Con
la bandera en alto, el témpano en el que iban se convirtió en algo distinto de
los que les rodeaban, en un barco, en un hogar en el agua, para ella y él. No
hacía frío: una luz plateada había invadido el cielo. A Peter le pasó por la
cabeza una idea singular: le habría gustado tener su flauta, tocar para ella mientras
navegaban, ya que hasta ahora nunca se había dignado escucharle.
Llevaba
en el bolsillo una botella de ginebra. La sacó y le dijo a Rosa que bebiese. Le
haría bien, dijo, y él bebería un poco después. A Rosa le desagradaba el olor
de la ginebra y se había enfadado con Peter por beber. Ahora, tras dudar un
poco, accedió a probarla e incluso a beber de la botella, ya que no tenían
vasos. Las pocas gotas que tragó le hicieron toser y le asomaron lágrimas a los
ojos; pero cuando recobró el aliento dijo:
—No
es tan mala la ginebra, después de todo.
Tomó
incluso otro sorbo, por Peter, que le dio calor a todo su ser y le iluminó el
mundo. Luego Peter echó un trago y dejó la botella en el hielo.
Peter
se quitó la chaqueta y la bufanda, envolvió a Rosa con ellas y le cruzó la
bufanda sobre el pecho; Rosa le dejó hacer sin decir nada.
—¿Por
qué te has peinado para arriba hoy? —le preguntó.
Rosa
se limitó a menear la cabeza por toda respuesta; sería muy largo de explicar.
—Suéltatelo
—dijo él—. Así el viento te lo agitará.
—No,
no puedo levantar los brazos, con tu bufanda enrollada —dijo Rosa.
—¿Puedo
soltártelo yo? —preguntó él.
—Sí
—dijo ella.
Peter,
con dedos hábiles, adiestrados en el aparejo del bricbarca Rosa, desató la cinta que le sujetaba el pelo en lo alto mientras
ella permanecía quieta, pacientemente, con la cabeza un poco inclinada hacia
él. La masa suave y reluciente de cabello se soltó y se desmoronó, cubriéndole
las mejillas, el cuello y el pecho; y, tal como él había pronosticado, el
viento agitó los mechones y azotó suavemente con ellos la cara de Peter.
En
ese momento, de repente, inesperadamente, el hielo se quebró bajo los pies de
los dos como si hubiesen pisado una grieta oculta y hubiese cedido bajo su
peso. La rotura les hizo caer de rodillas, el uno sobre el otro. Durante un
minuto, el hielo les sostuvo aún, un pie por debajo de la superficie del agua.
Podían haberse salvado entonces, si se hubiesen separado a uno y otro lado de
la grieta; pero a ninguno de los dos se le ocurrió tal posibilidad.
Peter,
al notar que perdía el equilibrio y el agua helada en los pies, cerró los
brazos con un gran movimiento en torno a Rosa y la atrajo hacia sí. Y en este
último instante la impresión fantástica, desconocida, de no pisar nada firme
debajo de él, se mezcló en su conciencia con una sensación de dulzura, del
cuerpo de ella contra el suyo. Rosa apretó su rostro contra la clavícula de
Peter y cerró los ojos.
La
corriente era fuerte; les arrastró hacia el fondo, el uno en brazos del otro,
en pocos segundos.
El escritor Charles Despard entró en un pequeño café
de París, donde encontró a un amigo y compatriota cenando pacíficamente en una
mesa junto a la ventana. Se sentó frente a él, dejó escapar un hondo suspiro de
alivio y pidió un vaso de ajenjo. Hasta que no se lo sirvieron y dio un sorbo
no dijo una sola palabra, limitándose a escuchar con atención los comentarios
trillados de su compañero.
Nevaba en la calle. Los pasos de los transeúntes
eran inaudibles sobre la delgada capa de nieve que cubría el pavimento: la
tierra estaba muda y sorda. Pero el aire estaba intensamente vivo. En los
intervalos oscuros entre las farolas, la nieve se daba a conocer a los
viandantes en forma de un roce cristalino, helado, multitudinario sobre las pestañas
y la boca; pero alrededor de los cristales que protegían la luz de gas se hacía
visible un torbellino de alitas transiluminadas que danzaban arriba y abajo, un
sistema de mundos minúsculos y blancos, como un enjambre febril y silencioso.
La catedral de Notre Dame se recortaba alta y adusta como una roca, elevándose
infinitamente hasta la ciega oscuridad de la noche.
Charlie acababa de cosechar un gran éxito con su
nuevo libro, y estaba ganando mucho dinero. No servía para gastarlo porque
había sido pobre toda su vida y no tenía gustos caros; y cuando se fijaba en
los demás para aprender de ellos, la manera con que se deshacían de sus
ingresos le parecía casi siempre insípida y estúpida. Así que dejaba su fortuna
en manos de los banqueros, que eran gente misteriosamente sagaz y experta en
este aspecto de la vida, y andaba casi siempre con muy poco dinero encima. A
todo esto, su mujer había vuelto con su propia familia, y él carecía de
domicilio fijo y andaba viajando de un lado para otro. Se sentía a gusto en
casi todos los lugares, aunque sentía en el corazón una ligera y constante
nostalgia de Londres, y de la vida que había llevado allí.
Ahora estaba callado, cohibido ante la compañía
humana, y dominado por ese estado especial que se expresa en el viejo adagio: omne
animal post coitum triste. Porque para Charlie la actividad de escribir y
la de hacer el amor estaban estrechamente relacionadas. Ocurría a veces que, al
oír una tonada, o percibir un olor, se decía a sí mismo: «Yo he oído esa
tonada, o he percibido ese olor, antes, en un momento en que estaba sumergido
en el amor, o trabajando en un libro; no recuerdo qué. Pero sí sé que, en el
punto culminante de mi vitalidad, mi ser se derramaba en armonía y éxtasis, y
que todo parecía estar, de manera excepcional y feliz, en su lugar adecuado.»
Así, pues, estaba sentado junto a la mesa como el hombre que acaba de dar fin a
un lance amoroso, frío y exhausto, con una intensa sensación de vacío y vanidad
de todas las ambiciones humanas. Sin embargo, se alegraba de haber encontrado a
su amigo, con el que siempre se entendía bien.
Charlie era un hombre bajo, delgado, y parecía muy
joven para su edad; pero su compañero era más bajo que él, y de edad
indefinible, aunque el poeta sabía que tenía diez o quince años más que él. Era
de constitución tan bien proporcionada, con unas manos delicadas, una boca
noble y pequeña, una tez lozana y una voz melodiosa, que podía haber pasado por
un modelo en miniatura de figura humana confeccionada para un museo. Sus ropas
eran pulcras y de corte elegante; su sombrero de copa descansaba en un anaquel
que tenía detrás, sobre su abrigo y su paraguas.
Se llamaba Eneas Snell, o eso decía él; pero pese a
sus modales suaves y encantadores, su origen y su vida pasada eran oscuros
incluso para sus amigos. Se decía que había sido clérigo, y que le habían
obligado a colgar los hábitos en una etapa temprana de su carrera. Más tarde se
había hecho médico, especialista en enfermedades de la piel, y que había
desempeñado bien su profesión. Había viajado mucho por Europa, África y Asia, y
conocía muchas ciudades y hombres. No le había sucedido ningún gran
acontecimiento, ni afortunado ni triste, pero el destino había querido que
tuvieran lugar extraños sucesos, catástrofes y dramas allí donde él estaba
presente. Había estado en Egipto durante una epidemia de peste, se encontraba
al servicio de un príncipe indio cuando éste sufrió un motín, y era secretario
del duque de Choiseul cuando este noble asesinó a su esposa. En la actualidad
era administrador de un nuevo rico de París. Sus amigos se extrañaban de que un
hombre de tanto talento y experiencia se resignase a pasarse la vida al
servicio de otro; pero Eneas explicaba su caso haciéndoles notar la flema o
pasividad de su carácter. No era capaz, decía, de encontrar motivo para hacer
una cosa; pero el hecho de que otro le pidiese o le dijese que la hiciera era
para él motivo plausible para llevarla a cabo. Cumplía bien como administrador,
y tenía la confianza de su jefe en todos los terrenos. Algo en su ademán y en
su aire daba a entender que al asumir este trabajo se honraba a sí mismo y a su
jefe; y este rasgo atraía enormemente al rico caballero francés. Era un
compañero agradable, un oyente paciente, y un narrador hábil; no dejaba que su
propia persona desempeñase un papel de importancia en sus historias, sino que
contaba sus más extraños relatos como si hubiesen tenido lugar ante sus propios
ojos, cosa que, efectivamente, muy bien podía haber sido así.
Cuando Charlie se hubo bebido su ajenjo, se volvió
más comunicativo; apoyó un brazo en la mesa, la barbilla en la mano, y dijo
lenta y gravemente:
—Amarás tu arte con todo tu corazón y toda tu alma.
Y amarás a tu público como a ti mismo.
Y al cabo de un rato añadió:
—Todas las relaciones humanas tienen en sí mismas
algo de monstruoso y de cruel. Pero la relación del artista con el público se
encuentra entre las más monstruosas. Sí; es terrible como el matrimonio.
Seguidamente, le dirigió a Eneas una mirada
profunda, amarga, atormentada, como si viese en él la encarnación de su
público.
—Porque —prosiguió— los artistas y el público, muy
en contra de nuestra voluntad, dependemos el uno del otro para nuestra misma
existencia.
Aquí los ojos de Charlie, negros de dolor, lanzaron
una mortal acusación a su amigo. Eneas se dio cuenta de que el poeta se
encontraba en un estado de ánimo tan peligroso que el menor comentario trivial
podía desequilibrarle.
—Aunque así sea —dijo—, ¿no te ha hecho la vida
agradable tu público?
Pero incluso estas palabras desconcertaron de tal
modo a Charlie que permaneció callado largo rato.
—¡Dios mío! —dijo por fin—. ¿Crees acaso que estoy
hablando de mi pan cotidiano, de este vaso, o de mi chaqueta y mi corbata? Por
el amor de Dios, intenta comprender lo que digo. No; cada uno de nosotros
esperamos el consentimiento o la cooperación del otro para surgir a la
existencia. Si no hay obra de arte que contemplar, o que escuchar, no hay
público; eso está claro, supongo, incluso para ti, ¿no? En cuanto a la obra de
arte, ¿existe un cuadro que no contempla nadie, o un libro que no es leído
jamás? No, Eneas, tiene que ser contemplado, tiene que ser leído. Y repito: por
el mismo acto de ser contemplado, o de ser leído, surge a la existencia ese ser
formidable que es el espectador, el cual, suficientemente multiplicado (y
necesitamos que se multiplique, como miserables criaturas que somos), se
convertirá en público. Por tanto, como ves, estamos a merced de él.
—En ese caso —dijo Eneas—, tened un poco de
compasión el uno por el otro.
—¿Compasión? ¿De qué hablas? —dijo Charlie, y cayó
en un profundo ensimismamiento. Tras una larga pausa dijo muy despacio—: No
podemos tener compasión el uno del otro. El público no puede ser compasivo con
un artista; si lo fuese, no sería público. A Dios gracias. Y tampoco puede ser
el artista misericordioso con su público; o al menos no lo ha intentado jamás.
»No —dijo—, te voy a explicar lo que ocurre con
nosotros. Todas las obras de arte son hermosas y perfectas. Y todas son, al
mismo tiempo, horrendas, ridículas, completos fracasos. En el momento en que
empiezo un libro, éste es siempre precioso. Lo miro, y lo encuentro bueno.
Mientras estoy en el primer capítulo, es equilibrado, hay un dulce acuerdo
entre las diversas partes, de manera que su totalidad constituye una
maravillosa armonía; y por lo general, en esa etapa, el último capítulo del
libro es el más precioso de todos. Pero a la vez, desde el momento de
empezarlo, es seguido por una sombra horrible, por una repugnante y nauseabunda
deformidad que, sin embargo, es igual que él, y a veces (a menudo incluso) lo
suplanta, de manera que ni yo mismo reconozco mi obra, y huyo de ella como la
campesina del niño que le han cambiado en la cuna, y me santiguo ante la idea
de haber llegado a considerarlo alguna vez como mi propia sangre. En resumidas
cuentas: toda obra de arte es a la vez idealización y perversión, o caricatura,
de sí misma. Y el público tiene poder para hacer de ella, para bien o para mal,
una cosa o la otra. Cuando el corazón del público se siente conmovido o
estremecido por ella, y la aclama con lágrimas de contrición y orgullo como
obra maestra, se convierte en la obra maestra que yo he visto al principio. Y
cuando la acusa de insípida y sin valor, se vuelve sin valor. Pero cuando no la
mira siquiera, voilà, como
dicen por aquí: no existe. En vano puedo gritarles: "¿Acaso no veis nada
aquí?" Me contestarán, con toda justicia: "No vemos nada en absoluto,
a pesar de que vemos cuanto hay." Eneas, si es ése el caso del artista con
su público, más vale que deje de pintar o de escribir.
»Pero no vayas a creer —dijo tras un silencio— que
no tengo compasión con el público, o que no me doy cuenta de mi culpabilidad
respecto a él. Tengo compasión de él, y me abruma el alma. He tenido que leer
el Libro de Job a fin de que me diera fuerzas para sobrellevar mi
responsabilidad.
—¿Te consideras en la misma posición de Job,
Charlie? —preguntó Eneas.
—No —dijo Charlie solemne y orgullosamente—, en la
posición del Señor.
»Me he comportado con mi lector —prosiguió despacio—
como el Señor se comporta con Job. Sé (nadie lo sabe tan bien como yo) cómo
necesita el Señor a Job como público, y no puede prescindir de él. Sí, no
sabemos, incluso, si no depende más el Señor de Job que Job del Señor. He hecho
una apuesta con Satanás sobre el alma de mi lector. He desfigurado su sendero y
he desatado los terrores contra él, he hecho que cabalgue sobre el viento y he
disuelto su sustancia; y cuando esperaba la luz, he encontrado las tinieblas. Y
Job quiere ser el público del Señor como mi público no desea serlo mío.
Charlie suspiró, y miró su vaso, luego se lo llevó a
los labios y lo vació.
—Sin embargo —dijo—, al final se reconcilian los
dos; es bueno leer. Porque el Señor asume la defensa del artista, y sólo del
artista. Barre de un soplo los escrúpulos morales y los sufrimientos morales de
su público; no intenta justificar su papel con ninguna discusión sobre lo bueno
y lo malo. "¿Acaso quieres anular mi sentencia?", pregunta el Señor.
"¿Conoces las ordenanzas del cielo? ¿Has peregrinado en busca de las
profundidades? ¿No puedes elevar la voz hasta las nubes? ¿No puedes conseguir
la dulce influencia de las Pléyades?" Sí, habla de los horrores y
abominaciones de la existencia, y pregunta alegremente a su público si jugará
también con ellos como con un pájaro, y dejará a sus jóvenes que hagan lo
mismo. Y Job es, efectivamente, el público ideal. ¿Quién de nosotros volverá a
encontrar un público como ése? Ante tales argumentos, inclina la cabeza y
renuncia a su queja; comprende que es mejor, y más seguro, ponerse en manos del
artista que en las de ningún otro poder del mundo, y admite que ha dicho lo que
no comprendía —Charlie hizo una pausa—. El Señor ha hecho lo mismo conmigo
también —dijo con gravedad; dejó escapar un suspiro y prosiguió—: He leído el
Libro de Job muchas veces —concluyó—; de noche, cuando no podía dormir. Y he
dormido muy mal estos últimos meses.
Se quedó callado, abismado en sus recuerdos.
—Sin embargo, me pregunto —dijo tras una larga
pausa— cuál será el sentido de todo esto. ¿Por qué no podemos dejar de pintar o
de escribir, y dejar en paz al público? ¿Qué beneficio le hacemos, en realidad?
¿Qué beneficio representa, en definitiva, el arte para el hombre? Vanidad de
vanidades, y todo vanidad.
Eneas, a todo esto, había terminado de cenar, y daba
apaciblemente pequeños sorbitos a su café.
—Monsieur Kohl, mi jefe —dijo—, es un diletante de
la pintura, y quiere montar una galería en su hotel. Pero como no tiene
verdaderos conocimientos de este arte, ni tiempo para adquirirlos, solía
fastidiarle y molestarle hacer la selección de los cuadros. Ahora, en cambio,
he visitado yo a los pintores en su nombre, uno por uno, y les he pedido que me
vendan el cuadro que, de todos los que han producido, consideran a su juicio
que es el mejor. Nuestra galería va en aumento, y será muy buena.
—Tu jefe se equivoca —dijo Charlie lúgubremente—. El
artista no sabe cuál es su mejor obra. Aunque los tuyos sean personas honradas,
y no intenten colarte el cuadro que no pueden vender (como merecías que
hiciesen), no lo saben.
—No; no lo saben —dijo Eneas—. Pero una colección de
cuadros, en la que cada obra ha sido elegida por su propio pintor como la
mejor, puede muy bien atraer la curiosidad del público, y aumentar su precio en
una subasta.
—Así —dijo Charlie con amargura— que andas haciendo
recados, de artista en artista, para un rico diletante. Sin embargo, jamás has
pintado ni comprado un solo cuadro por tu cuenta y riesgo. Cuando te llegue la
hora de abandonar este mundo, puede que ni siquiera hayas vivido —Eneas asintió
con la cabeza—. ¿A qué dices que sí? —preguntó Charlie.
—A lo que estás diciendo —dijo Eneas—. Puede ser que
ni siquiera haya vivido.
Charlie se había librado ahora del desasosiego y el
mal humor que tenía al principio de llegar al café, y comprendió que era más
agradable escuchar que seguir hablando. Se dio cuenta también de que tenía
hambre, y pidió de comer. Cuando se hubo terminado la sopa, se recostó en su
silla, paseó la mirada por la estancia como si la viese por primera vez y con
voz baja y lánguida, como de convaleciente, le dijo a Eneas:
—¿Serías capaz de contarme un cuento, al menos?
Eneas removió su café con la cucharilla, y sacó
azúcar del fondo de la taza. Se llevó la servilleta a la boca, la dobló y la
depositó sobre la mesa.
—Sí, puedo contarte un cuento —dijo.
Permaneció callado un minuto o dos, buscando en su
memoria. Durante ese tiempo, aunque estaba callado, experimentó un cambio: se
desvaneció el administrador remilgado, y en su lugar surgió una figura pequeña,
concentrada, peligrosa, sólida, alerta, implacable: la del narrador de todas
las épocas.
—Sí —dijo por fin, y sonrió—; puedo contarte una
historia consoladora —y con voz agradable y modulada empezó:
»Cuando yo era joven, estuve empleado en una
acreditada casa de Londres que se dedicaba a la venta de alfombras, en la que
me destinaron a viajar por Persia a fin de adquirir alfombras antiguas. Pero
por vicisitudes del destino me convertí, durante dos años (en un período de
incertidumbre e intrigas políticas en el que ingleses y rusos se disputaban la
mayor influencia sobre la corte persa), en médico habitual del soberano de
Persia, y dignísimo príncipe, el sha Mohamed. Estaba gravemente aquejado de
erisipela, enfermedad para la que había tenido yo la fortuna de encontrar
remedio. El actual sha, Nasrud-Din Mirza, era entonces heredero del trono.
—»Nasrud-Din era un príncipe joven, alegre, deseoso
de progreso y de reforma, y de espíritu porfiado e imaginativo. Ambicionaba
conocer la situación y circunstancias de sus súbditos, desde el más rico al más
pobre, y no se daba tregua a sí mismo ni a cuantos le rodeaban en esta empresa.
Había estudiado los cuentos de Las mil y una noches, y tras esta lectura
le apeteció adoptar el papel del califa Harún de Bagdad. Así, pues, a imitación
de este personaje clásico, vagaba a menudo disfrazado de mendigo, de buhonero o
de prestidigitador, por su ciudad de Teherán, visitando los mercados y las
tabernas. Escuchaba las conversaciones de los trabajadores, los aguadores y las
prostitutas, a fin de conocer su verdadera opinión sobre los funcionarios y
palaciegos y sobre la observancia de la justicia en el reino.
»Este capricho del príncipe causaba gran alarma y
tribulación a sus ancianos consejeros. Porque consideraban una situación insostenible
y paradójica que un príncipe fuese tan au fait en cuanto a las
actividades y sentimientos de su pueblo, y que ello trastornaría muy
probablemente el antiguo sistema del país. Trataron de hacerle ver los peligros
a los que se exponía, y la injusticia que, con su intrepidez, estaba cometiendo
con el reino de Persia, que de este modo podía sufrir sin motivo la más
dolorosa de las pérdidas. Pero cuanto más le decían, más se empeñaba el
príncipe Nasrud-Din en su idea. Los ministros entonces recurrieron a otras
medidas. Cuidaron de que, allá donde fuese, le siguieran secretamente guardias
armados; asimismo, sobornaron a sus criados y pajes a fin de averiguar con qué
disfraces iba a salir, y a qué parte de la ciudad se dirigía; y a menudo, el
mendigo y la prostituta con los que el príncipe trababa conversación estaban
instruidos previamente por los prudentes ancianos. Nasrud-Din no sabía nada de
esto, y los consejeros temían su ira, si llegaba a averiguarlo; de manera que
incluso entre ellos guardaban silencio sobre tales manejos.
»Y ocurrió que, en la época en que estaba yo en la
corte, el viejo primer ministro Mirza Aghai solicitó un día audiencia al
príncipe, y le comunicó solemnemente cierta información de carácter extraño y
siniestro.
»Había en la ciudad de Teherán, dijo, un hombre tan
parecido al príncipe Nasrud-Din en la cara, la estatura y la voz, que ni la
reina, su madre, podría distinguir al uno del otro. Además, el desconocido
imitaba y copiaba minuciosamente los gestos y hábitos del príncipe. Este hombre
llevaba unos meses deambulando por los barrios más pobres de la ciudad,
disfrazado de mendigo, a la manera como solía hacer el príncipe; se sentaba
junto a las puertas de la muralla, y allí interrogaba a la gente y conversaba
con ella. ¿No probaba esto, preguntó el viejo ministro, lo peligrosa que era
esta diversión del príncipe? Porque, ¿qué había detrás de esta conducta? ¿O era
aquel embaucador un instrumento en manos de los enemigos del sha, enviado por
ellos para sembrar el descontento y la rebelión entre el populacho, o un
impostor de inaudita temeridad y oscuras intenciones, que quizá acariciaba el
horrible plan de suprimir al heredero del trono, y hacerse pasar por el
príncipe ante el pueblo? El anciano había pasado lista mentalmente de todos los
enemigos de la Casa Real. Ante él se había alzado la sombra de un gran señor,
primo del sha, decapitado a raíz de una rebelión hacía veinte años, y recordó
haber oído decir que había dejado un hijo póstumo que llevaba el nombre del
proscrito. Tal vez trataba de vengar a su padre, y de desquitarse él también.
Así que suplicaba a su joven señor que renunciase a sus excursiones hasta tanto
no fuese detenido y castigado aquel intrigante.
»Nasrud-Din escuchó la propuesta del chambelán
mientras jugaba con las borlas de seda que le colgaban de la vaina de su
espada. ¿Qué decía a la gente, preguntó, este desconocido conspirador, doble
suyo, y qué impresión producía en ella?
»—Mi señor —dijo Mirza Aghai—, no os puedo informar
con exactitud sobre lo que dice a la gente, en parte porque sus palabras
parecen ser oscuras y nobles, de forma que quienes las oyen no las recuerdan, y
en parte porque en realidad no habla mucho. Pero la impresión que produce es
desde luego muy profunda. Porque no se contenta con indagar sobre la suerte de
todos, sino que se ha propuesto compartirla con ellos. Se sabe que ha dormido
junto a las murallas durante las noches de invierno, que vive de las sobras que
le dan los desheredados, y que, cuando no pueden darle nada, ayuna todo el día.
Frecuenta a las prostitutas más baratas de la ciudad a fin de convencer a los
pobres de su compasión y su simpatía. Sí; para ganarse la voluntad de los más
humildes de vuestro pueblo va, al amparo vuestro, en compañía de una muchacha
que actúa con un asno en la taberna de una plaza de mercado. Y todo esto,
príncipe mío, con vuestra efigie.
»El príncipe era un joven alegre y valeroso; le
divertía alarmar a los prudentes ancianos de la corte de su padre, y vio en la
historia de Mirza Aghai la promesa de una singular aventura. Después de meditar
el caso, le dijo al ministro que no renunciaría a conocer a su doppelgänger.
Iría a hablar personalmente con él, y averiguaría la verdad sobre el caso.
Prohibió a los ancianos que se interpusieran en su plan, y esta vez tomó tales
precauciones que fue imposible contenerle o controlarle. En vano le suplicó
Mirza Aghai que renunciase a tan peligroso proyecto. La única concesión que
consiguieron arrancarle al final fue la promesa de que iría bien armado, y que
llevaría consigo a un acompañante de su confianza.
»Por entonces yo visitaba con frecuencia al joven
príncipe. Porque el príncipe Nasrud-Din tenía en el pómulo izquierdo un lunar
del tamaño de una cereza. Le afeaba un poco, y como era natural, le estorbaba
cuando quería salir de incógnito. Así que, al ver cómo había logrado curar a su
padre el sha, me pidió que le librase del nevo. El tratamiento fue lento; tuve
tiempo de distraer al príncipe contándole cosas, ya que era algo que le
entusiasmaba, y yo conocía, como es natural, gran cantidad de historias
pertenecientes a nuestra civilización clásica occidental, que eran nuevas para
él.
»El príncipe temía engordar, también, de manera que
a veces comía muy poco. La reina, su madre, que pensaba que nunca había estado
más adorable que cuando, de niño, había estado gordo, se preocupaba de que los
proveedores y jefes de cocina de la casa real le trajesen y preparasen los
platos más raros que pudieran tentar el apetito de su hijo. Ahora observó que,
cuando yo le contaba historias, el príncipe permanecía largo rato sentado ante
su comida; así que me rogó que le acompañase a la mesa. Le conté al príncipe
todo lo que recordaba de la Divina Comedia, y de algunas de las
tragedias de Shakespeare, además de Los misterios de París entero, de
Eugène Sue, que había leído poco antes de abandonar Europa. Me gané su
confianza en el curso de nuestras charlas sobre estas obras de arte; y cuando,
a la sazón, tuvo que elegir compañero para su expedición secreta, me pidió que
fuese con él.
»Disfrutó mandando que me vistiesen como un mendigo
persa, con una gran capa, babuchas y un parche en un ojo. Cada uno llevábamos
un puñal en el cinturón y una pistola en el pecho; el príncipe me regaló el
puñal que yo llevaba, con puño de plata incrustado de turquesas. El anciano
ministro Mirza Aghai se acercó a mí, me prometió su gratitud, y un puesto
vitalicio y lucrativo en la corte, si conseguía disuadir a Nasrud-Din de su
empeño. Pero yo no tenía fe en mi capacidad para disuadir a un príncipe, ni
ganas de hacerlo.
»Así, pues, durante unas cuantas noches de
principios de la primavera vagamos por los callejones y los barrios sórdidos de
Teherán. Los melocotoneros estaban ya en flor en las terrazas de los jardines
reales, y en la yerba había azafrán y junquillos. Pero el aire era frío y la
noche helada no lejos de allí.
»En la ciudad de Teherán, las noches en esa estación
son maravillosamente azules. Las antiguas murallas grises, los plátanos y los
olivos de los jardines, las gentes con sus vestimentas de color pardo, y las
largas filas de camellos cargados que entran por las puertas... todo parece
flotar en una delicada bruma azul celeste.
»El príncipe y yo visitamos extraños lugares, y
conocimos a bailarinas, ladrones, alcahuetas y adivinos. Sostuvimos largas
discusiones sobre religión y el amor, y nos reímos muchas veces, porque éramos
jóvenes los dos. Pero estuvimos un tiempo sin encontrar al hombre tras cuya
pista íbamos, ni oímos hablar de él en ninguna parte... Sin embargo, sabíamos
el nombre por el que se hacía llamar: el mismo que utilizaba el príncipe cuando
se disfrazaba de mendigo. Y por fin, una noche, un chico nos guió a un mercado
próximo a la puerta más antigua de la ciudad, donde, se decía, el conspirador
solía sentarse a aquella hora. El chico se detuvo junto al pozo de la plaza, y
nos señaló una figura menuda, sentada en el suelo a cierta distancia. Nos
dirigió una mirada serena, firme, y dijo:
»—No daré un paso más —y echó a correr.
»Nos quedamos parados un momento, acariciando
nuestro cuchillo y nuestra pistola. Era una plaza pobre y mísera; unos
callejones estrechos desembocaban en ella; las casas se encontraban en un
estado lamentable y ruinoso; el aire estaba cargado de olores nauseabundos; el
suelo, destrozado y polvoriento. Habían regresado del trabajo sus andrajosos
habitantes, y en la última hora de luz haraganeaban y charlaban fuera de sus
hogares, o sacaban agua del pozo. Unos cuantos estaban bebiendo vino ante el
mostrador de una taberna abierta; nos acercamos nosotros también, y pedimos el
más barato que tenía el tabernero, ya que éramos mendigos esa noche. Mientras
bebíamos, seguimos observando al hombre sentado en el suelo.
»Había una higuera vieja y retorcida que salía de
una grieta de la muralla, y estaba sentado debajo. No le rodeaba ninguna
multitud, como nos habíamos sentido inclinados a esperar. Pero mientras yo le
miraba, observé que un par de transeúntes aminoraban el paso al verle. Se
detenían, intercambiaban unas palabras entre sí, antes de proseguir su marcha,
y pareció que desviaban el rostro a medias al pasar junto a él, mostrando
veneración y temor ante su proximidad. Al comprender la escena que se acababa
de desarrollar ante mí, la consideré más bien sorprendente e inusitada. Era el
lugar más sórdido y miserable de cuantos había visitado en la ciudad, aunque
había dignidad en su ambiente, y una quietud como de confianza y expectación.
Los niños jugaban sin pelearse ni gritar, las mujeres charlaban y reían con
moderación y alegría, y los que iban por agua esperaban pacientes uno tras
otro.
»El tabernero hablaba con uno que conducía un asno,
quien le había llevado dos grandes canastos de judías verdes, coles y lechugas.
El del asno dijo:
»—¿Qué crees que cenarán esta noche en palacio?
»—¿Qué cenarán? —replicó el tabernero—. No es fácil
de adivinar. Puede que tengan pavo relleno de aceitunas. O que sirvan lenguas
de carpa guisadas con vino tinto. O que tomen cordero bien cebado y
condimentado con especias.
»—¡Dios mío, sí! —exclamó el del asno.
»El príncipe y yo sonreímos ante la descripción de
platos tan extraordinarios, que evidentemente eran exquisiteces para los
pobres. El príncipe Nasrud-Din pagó el vino, se echó el manto de mendigo por
encima de la cabeza y sin decir palabra fue a sentarse a cierta distancia del
desconocido. Yo me puse a su lado, junto a la muralla.
»El hombre al que hacía tantas horas que buscábamos,
y del que tanto habíamos hablado, era una persona tranquila; no alzó los ojos
para mirar a los recién llegados. Estaba sentado en tierra con las piernas
cruzadas, la cabeza inclinada y las manos entrelazadas y descansando en el
suelo delante de él. A su lado tenía su cuenco de mendigo; estaba vacío.
»Llevaba puesto un amplio manto, como el del
príncipe, sólo que más remendado y andrajoso. Tenía una capucha que le cubría
parcialmente la cabeza; pero aunque permanecía tan inmóvil, con los ojos bajos,
pude estudiar su rostro. Era cierto que se parecía al príncipe. Se trataba de
un joven moreno, delgado, algo mayor que Nasrud-Din, de la edad que el príncipe
representaba en su papel de mendigo. Tenía unas pestañas largas y negras, y una
barbita pequeña, rala y negra, semejante a la que el príncipe solía ponerse
para disfrazarse; sólo que la de este hombre era natural. En la mejilla
izquierda tenía un lunar oscuro del tamaño de una cereza; y vi, porque tenía
experiencia en esta materia, que era postizo, aunque se lo había colocado con
habilidad. En cuanto a su semblante y actitud, no era ni mucho menos la del
atrevido y peligroso conspirador con quien esperaba toparme. Su rostro era
apacible, hasta el punto de que no recordaba haber contemplado una expresión
humana más serena. Estaba, también, exento de astucia, y hasta de mucha
inteligencia. Aquella dignidad y sosiego que, hacía un momento, me había
sorprendido notar en su entorno se repetía en la figura del hombre mismo; como
si tales cualidades se concentrasen o emanasen de la persona de este andrajoso
y flaco pordiosero. Quizá, pensé, existen pocas cosas que confieran tanta
dignidad al aspecto de un hombre como la expresión de completo contento y
autosuficiencia.
»Cuando llevábamos sentados un rato en silencio,
pasó un entierro pobre camino del cementerio, situado fuera de las murallas,
con el cadáver sobre unas parihuelas cubierto con un paño, y unas pocas
personas detrás, seguidas de algunos ociosos de la calle. Al descubrir al
mendigo sentado debajo de la higuera, parecieron sentirse dominados también por
una especie de temor o veneración; se apartaron un poco al pasar, pero no le
dirigieron la palabra.
»Cuando hubieron desaparecido, alzó la cabeza, miró
ante sí y dijo en voz baja y suave:
»—La Vida y la Muerte son dos cofres cerrados, cada
uno de los cuales contiene la llave del otro.
»El príncipe, al oírle la voz, se le quedó mirando,
tan parecido era su modo de hablar, incluso con un ligero tono nasal, al suyo
propio. Un instante después le dirigió la palabra:
»—Soy mendigo como tú —dijo—, y he venido aquí para
recibir la limosna que las gentes misericordiosas quieran darme. Aprovechemos
la ocasión mientras esperamos, y hablemos de nuestras vidas. ¿Es tu vida de
mendigo de tan poco valor que te gustaría cambiarla por la muerte?
»El mendigo no estaba preparado para una pregunta
tan directa. Tardó un minuto o dos en contestar; luego meneó la cabeza y dijo:
»—De ninguna manera.
»Entretanto, una pobre mujer cruzó vacilante la
plaza y vino directamente hacia nosotros; se acercó al mendigo con la misma
actitud sumisa y temerosa que los demás, bajando el rostro mientras hablaba.
Apretaba un pan contra su pecho; y al detenerse, se lo tendió a él con ambas
manos.
»—En nombre de Dios misericordioso —dijo—, toma este
pan y cómetelo. Hemos visto que llevas sentado dos días aquí, en la muralla,
sin haber comido nada. Aunque soy vieja, y la más pobre del vecindario, creo
que no rechazarás una limosna mía.
»El mendigo alzó la mano suavemente para rechazar la
ofrenda.
»—No —dijo—, llévate tu pan. No quiero comer esta
noche. Porque sé de un mendigo, hermano mío en la mendicidad, que estuvo tres
días enteros sentado junto a las murallas de la ciudad sin recibir nada.
Experimentaré yo también qué sentía y qué pensaba.
»—¡Ay, Dios mío! —suspiró la anciana—, si no quieres
comerte este pan, tampoco me lo comeré yo; se lo daré a los bueyes de las
carretas que entran por la puerta, que van cansados y hambrientos.
»Y sin más se alejó con paso inseguro.
»Cuando se hubo marchado, el príncipe se dirigió
otra vez al mendigo.
»—Te equivocas —dijo—. Ningún mendigo de la ciudad
ha estado sentado junto a las murallas de la ciudad tres días sin recibir nada.
Yo mismo he pedido limosna, y nunca he estado sin recibir comida un día entero.
El pueblo de Teherán no es tan duro de corazón ni tan menesteroso como para
permitir que el más humilde de los mendigos pase hambre tres días seguidos.
»A lo que el mendigo no contestó nada.
»Empezaba a hacer frío. El espacio inmenso, por
encima de nuestras cabezas, era todavía puro como el cristal, y estaba inundado
de una luz suave; habían salido innumerables murciélagos de los agujeros de la
muralla, y daban silenciosas pasadas en él, arriba y abajo. Pero la tierra y
cuanto a ella pertenecía estaba envuelta en una sombra azul; parecía
primorosamente esmaltada de lapislázuli. El mendigo se envolvió en su manto y
se estremeció.
»—Será mejor —dije— que busquemos un poco de
protección en la puerta.
»—Yo no me iré de aquí —dijo el mendigo—. Los
guardianes echan a los mendigos a palos de la puerta.
»—Te equivocas otra vez —dijo el príncipe—; yo, que
soy mendigo también, he buscado refugio en las puertas, y ningún guardián me ha
dicho nunca que me vaya. Pues es de ley que los pobres y los que están sin
hogar puedan sentarse en las puertas de mi ciudad cuando el tráfico del día ha
terminado.
»El mendigo meditó un minuto sus palabras; luego
volvió la cabeza y le miró:
»—¿Sois el príncipe Nasrud-Din? —le preguntó.
»El príncipe Nasrud-Din se sobresaltó y se
desconcertó ante la pregunta tan directa del mendigo; se llevó la mano al
cuchillo, igual que yo. Pero un segundo después le miró altivamente a la cara.
»—Sí, soy Nasrud-Din —dijo—. Sin duda conoces mi
cara, ya que la has imitado. Debe de hacer mucho que me sigues, y muy de cerca,
para representar mi papel a los ojos de mi pueblo con tanta habilidad. Hace
tiempo, también, que estoy enterado de tu juego. Pero ignoro tus razones para
llevarlo a la práctica. He venido aquí esta noche para saberlas de tus labios.
»El mendigo no contestó en seguida; luego volvió a
negar con la cabeza.
»—Ay, mi amable señor —dijo—. ¿Podéis decir eso en
justicia, cuando tengo las ropas y la figura que vos consideráis más distintas
de las vuestras habituales, y las que más pueden ocultaros y engañar a las
gentes de vuestra ciudad? ¿No podría acusaros yo igualmente de imitar, en
vuestra grandeza, mi humilde aspecto, y de haberos apoderado ilícitamente de mi
apariencia de mendigo? Sí, es cierto que os he visto una vez de lejos, con
vuestras ropas de mendigo; pero lo he sabido más por los que os seguían y
vigilaban. Es cierto, también, que he hecho uso del parecido que Dios se ha
dignado concedernos a vos y a mí. Y lo he aprovechado para sentirme orgulloso y
agradecido a Dios, cuando antes me sentía avergonzado. ¿Culpará de eso un
príncipe a su siervo?
»—¿Y quién —preguntó el príncipe mirando de manera
penetrante al mendigo— cree la gente del mercado y de las calles que eres?
»El mendigo lanzó una mirada furtiva, fugaz, en
torno suyo.
»—Chist, hablad bajo, señor —dijo—. Las gentes del
mercado y de las calles no se atreven a manifestar quién creen que soy. ¿No
habéis visto bajar la cabeza y los ojos cuando pasan por delante de mí o me
dirigen la palabra? Saben que no quiero ser reconocido; tienen miedo de que, si
averiguo alguna vez quién creen que soy, mi ira sea tan terrible que me vaya, y
no vuelva más a estar con ellos.
»Ante estas palabras, el príncipe se ruborizó y se quedó
callado. Por último, dijo gravemente:
»—¿Creen acaso que eres el príncipe Nasrud-Din?
»El mendigo mostró un instante sus blancos dientes
en una sonrisa.
»—Sí, creen que soy el príncipe Nasrud-Din —dijo—.
Creen que tengo un palacio, y que puedo volver a él cuando me plazca. Creen que
tengo una bodega llena de vino, una mesa llena de ricos manjares y mis cofres
llenos de vestidos de seda y de piel.
»—¿Quién eres tú, entonces —preguntó el príncipe—,
que tan orgulloso estás, y agradecido a Dios, de hacerte pasar por mí?
»—Soy lo que parezco —dijo el mendigo—. Un mendigo
de Teherán. Como tal he nacido. Mi madre era una pordiosera; ella me inició en
este oficio antes de que alcanzase yo el peso de un gato. He pedido limosna en
las calles, y junto a las murallas de la ciudad, durante toda mi vida.
»—¿Cómo te llamas, mendigo? —preguntó el príncipe.
»—Me llamo Fath —dijo el mendigo.
»—¿Y no has planeado nunca —preguntó el príncipe
tras un silencio— introducirte en el palacio del que hablas, valiéndote de
nuestro parecido?
»—No —dijo Fath.
»—¿No has procurado —volvió a preguntar el príncipe—
ganar ascendiente y poder entre el pueblo, para satisfacer tu ambición por
medio de este parecido?
»—No —dijo Fath. Se quedó un rato sumido en honda
meditación; luego dijo—: No. Soy mendigo. Y puede que sea hábil en mi profesión
de mendigo. Pero en lo demás soy ignorante, y no me interesa en absoluto. Sería
un sufrimiento para mí, si tuviese que ocuparme de otras cosas. He adquirido
poder sobre la gente, eso es cierto; y es probable que hicieran lo que yo les
pidiese; pero ¿por qué querría yo que lo hiciesen?
»—¿Qué has hecho, entonces —preguntó el príncipe—,
después de estudiar hábilmente mi aspecto y mis gestos, y de conseguir que la
gente de Teherán te crea el príncipe Nasrud-Din?
»—He pedido limosna en las calles, y junto a las
murallas de la ciudad.
»Miró al príncipe y exclamó:
»—¿Qué habéis hecho con el lunar de vuestra mejilla?
»El príncipe se llevó la mano a la mejilla.
»—Me lo he quitado —dijo.
»Fath se llevó la mano a la mejilla también.
»—A la gente no le va a gustar —dijo gravemente.
»—Pero ¿por qué calumnias a mi pueblo —preguntó el
príncipe—, y pintas la suerte de los mendigos de mi ciudad más negra de lo que
es? ¿Por qué has dicho que un mendigo ha estado tres días sentado junto a la
muralla sin recibir nada, y que querías saber también qué se siente en esa
situación?
»—Como hay Dios —dijo Fath—, que no es ninguna
calumnia, sino la pura verdad.
»—¿Quién es ese mendigo —preguntó el príncipe
severamente— que ha sido tratado con tanta crueldad?
»—Mi señor, he sido yo; yo mismo —dijo Fath—; antes
de que os conociera.
»—Pero dime, porque no lo comprendo —dijo el
príncipe—: ¿por qué no quieres aceptar nada de la gente esta vez, cuando las
has inclinado a ofrecerte lo mejor que poseen? ¿Por qué has rechazado el pan
que la anciana te traía, y has dejado que se fuese acongojada?
»Fath meditó sus palabras.
»—Mi señor —dijo—. Con vuestra venia, percibo que
sabéis muy poco de la mendicidad. Vos, supongo, habéis comido toda vuestra vida
cuanto habéis deseado. Si yo acepto lo que ellos me ofrecen, ¿cuánto tiempo
seguirán ofreciéndomelo? ¿Y por
cuánto tiempo seguirán creyendo que tengo en mi palacio los más ricos manjares,
y todas las exquisiteces del mundo, de Oriente y de Occidente?
»El príncipe permaneció callado un momento; luego se
echó a reír.
»—Por las tumbas de mis padres, Fath —dijo—; te
había tomado por un loco, pero ahora creo que eres el más sagaz de mi reino.
Escucha: mis cortesanos y mis amigos me piden puestos, distinciones y oro; y
una vez que consiguen todo esto, me dejan en paz. Pero un mendigo de Teherán me
ha uncido a su carro; y en adelante, ya sea despierto o dormido, estaré
trabajando para Fath. Si conquisto una provincia, si mato un león, si escribo
un poema, o si me caso con la hija del sultán de Zanzíbar... dará lo mismo:
todo será para mayor gloria de Fath.
»Fath miró al príncipe por debajo de sus largas
pestañas.
»—Se puede decir —murmuró—; y vos lo habéis dicho.
Pero yo puedo sostener en contra de eso que sois vos quien habéis hecho a Fath,
y cuanto existe de él. Cuando andabais por las calles como un mendigo, no os
esforzabais en ser más sabio o más grande, más noble o más magnánimo, que el
resto de los mendigos de la ciudad. Os convertíais exactamente en uno de ellos,
y os tomabais todo el cuidado para no diferenciaros en nada de los demás, a fin
de engañar a vuestro pueblo, y escuchar desapercibido sus conversaciones. Por
tanto, ahora no soy ya más que un mendigo vulgar y corriente. Despierto o
dormido, no soy sino la máscara del príncipe Nasrud-Din.
»—Eso también se puede decir —dijo el príncipe.
»—Os ruego, príncipe —prosiguió Fath solemnemente—,
que conquistéis provincias, matéis leones y escribáis poemas. He procurado que
el nombre del príncipe Nasrud-Din, y la fama de su bondad, sean grandes entre
las gentes menesterosas de Teherán. Procurad ahora vos que el nombre de Fath, y
la fama de su cortesía e ingenio, sean grandes entre los reyes y los príncipes.
Cuando matéis un león, recordad que el corazón de Fath se alegra de vuestro
valor. Y cuando os caséis con la hija del sultán, cuán altamente no pensará
vuestro pueblo de vos, al seguiros viendo sentado junto a la muralla durante
las noches frías, a fin de compartir su desventurada suerte. Cuán altamente no
pensará de vos cuando, para compartir el triste destino de los más pobres,
sigáis sentándoos y hablando con las prostitutas de estas calles.
»—¿Te abrazan con ardor —preguntó el príncipe— las
prostitutas de estas calles, y se estremecen de éxtasis en tus brazos? Vamos,
debes contármelo, ya que no sé nada de eso, y sus estremecimientos, en cierto
modo, se deben a mí.
»—No, no os lo puedo contar —dijo Fath—. No sé de
eso más que vos. No me atrevo a abrazarlas; son prudentes, y quizá sepan que
abrazan a un gran señor.
»—¿Así, pues, tienes miedo de mis mujeres, Fath?
—dijo el príncipe—. Tú, que no has mostrado ningún miedo al darme a conocer.
»—Mi señor —dijo Fath—; el hombre y la mujer son dos
cofres cerrados, de los cuales el uno contiene la llave del otro.
»—Extiende las manos, Fath —dijo el príncipe; y
cuando el mendigo las hubo extendido, levantó la bolsa de mendigo que llevaba
en el cinturón y la vació en ellas.
»Fath sostuvo las monedas en sus palmas y las miró.
»—¿Es oro? —preguntó.
»—Sí —dijo el príncipe.
»—He oído hablar de él —dijo Fath—. Sé que es muy
poderoso.
»Inclinó la cabeza, y permaneció largo rato así,
contristado, sumido en profundo silencio.
»—Ahora veo —dijo al fin— por qué habéis venido aquí
esta noche. Queréis poner fin a mi grandeza. Queréis obligarme a vender mi
honor, y mi renombre entre las gentes, por este poderoso y peligroso metal.
»—No, por mi espada —dijo el príncipe—; no es ésa mi
intención.
»—¿Qué voy a hacer con el oro entonces? —preguntó
Fath.
»—En efecto, Fath —dijo el príncipe algo turbado—;
ésa es una pregunta que no me había hecho yo. Si no lo encuentras de utilidad
para ti, puedes dárselo a los pobres del mercado.
»Fath guardó silencio, sin dejar de contemplar el
oro.
»—Como el personaje del cuento de los cuarenta
ladrones —dijo—, podría pedir prestado un cuenco de mendigo, y al devolverlo,
dejar como por descuido una moneda de oro en el fondo, a fin de convencer a la
gente de mi opulencia. Pero, mi señor, eso no sería beneficioso para mí ni para
ellos. Desearían más; más de lo que vos me habéis dado, y de lo que podríais
darme. Ya no me querrían como me quieren ahora, ni creerían en mi compasión, ni
en mi sabiduría. Tomadlo, os lo pide el mendigo. El oro está mejor en vuestras
manos que en las mías.
»—¿Qué puedo hacer por ti entonces? —preguntó el
príncipe.
»Fath meditó sus palabras, y su rostro se iluminó
como la cara de un niño.
»—Escuchad, mi gran señor —dijo—. Hay una escena que
me he representado a menudo a mí mismo; podéis hacer que sea cierta, si
queréis. Un día, mandad que el más gallardo regimiento de vuestra caballería
desfile por la plaza del mercado con vuestro capitán a la cabeza. Yo estaré
sentado allí; y cuando lleguen, no me moveré, ni les saldré al paso. Ordenad a
vuestro capitán que, al verme, retenga su caballo mostrando gran sorpresa y
temor, y detenga a todo el regimiento, a fin de que no me toquen; que lo
detenga tan súbitamente que todos los fogosos corceles retrocedan ante su
gesto. Pero ordenad que sigan cuando yo les haga una seña con la mano, y pasen por
encima de mí... decidle solamente que tenga un poco de cuidado, a fin de no
atropellarme. Esto es lo que podéis hacer por mí, mi señor.
»—¿Qué insensata insinuación es ésa, Fath? —preguntó
el príncipe, y sonrió—. Jamás ha sucedido que mi caballería haya atropellado a
uno solo de mi pueblo en las calles, o en la plaza del mercado.
»—Sí; sí ha sucedido, mi señor —dijo Fath—; mi madre
murió de esa manera.
»El príncipe se quedó un rato ensimismado.
»—Vanidad de vanidades, y todo vanidad —dijo al
fin—. He aprendido en la corte muchas cosas acerca de la vanidad de los
hombres. Pero he aprendido más de ti, un mendigo, esta noche. Ahora sé que la
vanidad puede alimentar al hambriento y dar calor al pordiosero de manto
andrajoso. ¿No es así, Fath?
»—Ya lo veis, mi señor —dijo Fath—; dentro de cien
años se escribirá en los libros que Nasrud-Din fue un príncipe que gobernó su
reino de Persia de tal manera, que sus súbditos más pobres tenían plenamente satisfecha su
vanidad mientras pasaban hambre, con sus mantos de pordioseros junto a las
murallas de Teherán.
»El príncipe se envolvió otra vez en su manto y se
cubrió la cabeza.
»—Ahora me voy —dijo—. Buenas noches, Fath. Me
habría gustado volver aquí, alguna noche, para charlar contigo. Pero al final,
mis visitas arruinarían tu prestigio. Cuidaré desde ahora que puedas estar en
paz junto a tu muralla. Que Dios quede contigo.
»Cuando estaba a punto de marcharse se detuvo.
»—Una palabra más antes de irme —dijo con hauteur—.
Ha llegado a mis oídos que visitas a la mujer que actúa con un asno en la
taberna del mercado. Está bien que el pueblo conozca de mi deseo de saber su
situación y de compartirla con ellos. Pero te estás tomando demasiada libertad
con nuestra persona cuando nos haces seguir, por así decir, los pasos de un
asno. Desde esta noche no volverás a ver más a esa mujer.
»No imaginaba yo que este detalle particular de la
conducta del mendigo se hubiese quedado tan hondamente grabado en la conciencia
del príncipe; ahora vi que le había disgustado y ofendido; se daba cuenta de
que Fath le había iluminado cosas verdaderamente grandes y elevadas. Pero
además, de que no sólo era príncipe, sino también un hombre joven.
»Al oír estas palabras, Fath se quedó sumamente
perplejo y consternado; bajó los ojos y se retorció las manos.
»—¡Ah, mi señor! —exclamó—. Esta orden es muy dura
para mí. Esa mujer es mi esposa. Gracias a lo que ella gana con sus habilidades
puedo vivir.
»El príncipe se quedó inmóvil largo rato, mirándole.
»—Fath —dijo por fin, en tono afable y majestuoso—,
en los tratos entre tú y yo, cedo en todo, no sé sí por debilidad o empujado
por una especie de fuerza. Dime, mi buen mendigo de Teherán, qué crees en el
fondo que es.
»—Mi señor —dijo Fath—, vos y yo, el rico y el pobre
de este mundo, somos dos cofres cerrados, de los cuales el uno contiene la
llave del otro.
»Cuando regresábamos, avanzada la noche, noté que el
príncipe iba pensativo y con el alma turbada:
»—Esta noche, alteza, habéis aprendido sin duda algo
nuevo sobre la grandeza y el poder de los príncipes.
»El príncipe Nasrud-Din no me contestó en seguida.
Pero cuando salimos de las estrechas y malolientes callejas y entramos en los
barrios más ricos y señoriales de la ciudad, dijo:
»—No volveré a pasear por mi ciudad disfrazado.
»Llegamos al palacio real hacia medianoche, y
cenamos juntos allí.
Aquí terminó Eneas su relato. Se recostó en su
silla, sacó papel de fumar y tabaco y se lió un cigarrillo.
Charlie había escuchado la historia atentamente, sin
decir palabra, con la mirada fija en la mesa. Ante el silencio de su amigo,
alzó los ojos, como el niño que despierta de un sueño. Recordó que había tabaco
en el mundo y, siguiendo el ejemplo de Eneas, lió lentamente un cigarrillo y lo
encendió. Los dos pequeños caballeros, cada uno en su lado de la mesa, fumaron
en paz, contemplando el débil humo azul del tabaco.
—Sí, es un buen cuento —dijo Charlie; y un poco
después añadió—: Ahora me vuelvo a casa. Creo que esta noche voy a dormir —pero
cuando terminó de fumarse el cigarrillo se recostó en su silla, también,
meditabundo—. No —dijo—. En realidad, no es un cuento muy bueno. Pero tiene
pasajes que podrían desarrollarse, y construirse con ellos un buen cuento.