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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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viernes, 1 de noviembre de 2013

SPECIAL - PHILIP K. DICK - SOBRE LA DESOLADA TIERRA

SOBRE LA DESOLADA TIERRA
Philip K. Dick
 
 
 
Silvia corrió riendo bajo la luminosidad de la noche, entre las rosas, las dalias y las
margaritas, bajó por el sendero de grava y dejó atrás los montones de hierba recogida de
los jardines. Las estrellas, atrapadas en los charcos de agua, brillaban por doquier,
mientras la joven se abría paso entre ellas y llegaba a la pendiente situada al otro lado del
muro de ladrillo. Los cedros sostenían el cielo y hacían caso omiso de la forma esbelta
que corría, el pelo castaño al viento y los ojos centelleantes.
—Espérame —protestó Rick, mientras la seguía con precaución por el sendero que no
conocía muy bien. Silvia no se detuvo—. ¡No corras tanto! —gritó, irritado.
—No puedo, es tarde.
Silvia apareció de improviso frente a él y le cerró el paso.
—Vacía tus bolsillos —jadeó. Sus ojos grises refulgían—. Tira todas las cosas de metal.
Ya sabes que no soportan el metal.
Rick registró sus bolsillos. En el abrigo guardaba dos monedas de diez centavos y una
de cincuenta.
—¿Esto también?
—¡Sí!
Silvia se apoderó de las monedas y las arrojó entre los oscuros montones de lirios de
agua. Las piezas de metal se hundieron con un siseo y desaparecieron.
—¿Algo más? —Aferró su brazo con impaciencia—. Ya vienen. ¿Algo más, Rick?
—Sólo mi reloj. —Rick apartó la muñeca de los dedos codiciosos de Silvia—. No pienso
tirarlo entre los arbustos.
—Déjalo sobre el reloj de sol, o encima del muro. O en el hueco de un árbol. —Silvia se
puso a correr de nuevo. Escuchó su voz nerviosa y extasiada—. Tira la pitillera, las llaves,
la hebilla del cinturón... Todo lo que sea de metal. Ya sabes que detestan el metal. ¡Es
tarde, date prisa!
Rick la siguió con semblante hosco.
—De acuerdo, bruja.
—¡No digas eso! —replicó con furia Silvia desde la oscuridad—. No es verdad. Has
prestado oídos a mis hermanas, a mi madre y...
El ruido ahogó sus palabras. Un aleteo lejano, como inmensas hojas agitadas por una
tormenta invernal. Frenéticos golpes sordos vibraron en el cielo nocturno. Esta vez se
aproximaban muy de prisa. Estaban demasiado ávidos, demasiado desesperados para
esperar. El miedo se apoderó del joven, que corrió en pos de Silvia.
Silvia era una diminuta columna de falda y blusa verde en el centro de la masa
revoloteante. Los mantenía a distancia con un brazo y trataba de manipular la canilla con
la otra. La frenética actividad de alas y cuerpos la dobló como una caña. Durante unos
instantes desapareció de su vista.
—¡Rick! —gritó con voz débil—. ¡Ven a ayudarme! —Los apartó y logró incorporarse—.
¡Me están ahogando!
Rick atravesó el muro de un blanco cegador hasta llegar al borde del pesebre. Bebían
con avidez la sangre que derramaba la canilla de madera. Atrajo a Silvia hacia sí. Estaba
aterrorizada y temblorosa. La abrazó con fuerza hasta que la violencia y la furia que les
rodeaba se apagó.
—Tienen hambre —dijo Silvia con voz estrangulada.
—Te has portado como una idiota. ¡Podrían haberte hecho trizas!
—Lo sé. Son capaces de todo. —Se estremeció, nerviosa y cansada—. Míralos —
susurró con voz ronca por el temor y la admiración—. Fíjate en su tamaño, de un extremo
a otro de las alas. Son blancos, Rick. Inmaculados, perfectos. No existe en nuestro mundo
nada tan inmaculado. Grandes, limpios y maravillosos.
—Estaban ansiosos de beber la sangre del cordero.
El suave cabello de Silvia azotó la cara de Rick cuando las alas se agitaron por todas
partes. Se marchaban, ascendían hacia el cielo. Aunque en realidad, hacia el cielo no.
Volvían a su mundo, desde el cual habían olido la sangre... Pero no era tan sólo la sangre;
habían acudido por Silvia. Ella los había atraído.
Los ojos grises de la muchacha estaban abiertos de par en par. Alzó una mano hacia
los blancos seres. Uno de ellos se aproximó. La hierba y las flores chisporrotearon cuando
brotó una breve fuente de llamas blancas cegadoras. Rick huyó. La silueta flamígera flotó
un momento sobre Silvia, y después se escuchó un seco «pop». El último gigante de alas
blancas había desaparecido. La oscuridad y el silencio volvieron a posarse poco a poco
sobre el aire y la tierra.
—Lo siento —susurró Silvia.
—No lo vuelvas a hacer —consiguió articular Rick. Estaba aturdido por el susto—. Es
peligroso.
—A veces me olvido. Lo siento, Rick. No tenía la intención de traerlos tan cerca. —
Intentó sonreír—. Hacía meses que no era tan descuidada. Desde aquella vez, cuando te
traje por primera vez aquí. —Una expresión ávida y feroz se dibujó en su cara—. ¿Lo has
visto? ¡Fuerza y llamas! Ni siquiera me tocó. Se limitó a... mirarnos. Nada más. Todo lo
que nos rodeaba ardió.
Rick la abrazó.
—Escucha —dijo con voz rasposa—, no vuelvas a llamarlos. Es un error. Éste no es su
mundo.
—No es un error; es bello.
—¡Es peligroso! —Hundió los dedos en su piel hasta que la joven gimió de dolor—. ¡No
vuelvas a llamarlos!
Silvia lanzó una carcajada histérica. Se soltó y penetró en el círculo calcinado que la
horda de ángeles había creado antes de volar hacia el cielo.
—No puedo evitarlo —gritó—. Soy de su raza. Son mi familia, mi pueblo. Generaciones
y generaciones, hasta el pasado más remoto.
—¿Qué quieres decir?
—Son mis antepasados, y algún día me reuniré con ellos.
—¡Eres una bruja! —aulló Rick, furioso.
—No —contestó Silvia—. No soy una bruja, Rick. ¿No lo entiendes? Soy una santa.
 
La cocina estaba caliente y bien iluminada. Silvia enchufó la cafetera y tomó un gran
pote rojo de café de los estantes situados sobre el fregadero.
—No debes hacerles caso —dijo, mientras ponía platillos y tazas sobre la mesa y
sacaba crema de leche de la nevera—. Ya sabes que no entienden nada. Míralos.
La madre de Silvia y sus hermanas, Betty Lou y Jean, se apretujaban en la sala de
estar, atemorizadas y cautelosas, y contemplaban a la joven pareja. Walter Everett se
encontraba de pie junto a la chimenea, el rostro inexpresivo.
—Escúchame tú a mí —dijo Rick—. Tienes el poder de atraerlos ¿Quieres decir que no
eres..., que Walter no es tu padre?
—Oh, sí, claro que sí. Soy completamente humana. ¿No parezco humana?
—Pero eres la única que posee ese poder.
—Físicamente, no soy diferente —reflexionó Silvia en voz alta—. Poseo la capacidad de
ver, nada más. Antes que yo, otros la han tenido: santos, mártires. Cuando era niña, mi
madre me leyó la vida de santa Bernadette. ¿Recuerdas dónde estaba su cueva? Cerca
de un hospital. Volaban por allí y vio a uno.
—¿Y la sangre? ¡Es grotesco! Nunca existió nada parecido.
—Oh, sí. La sangre les atrae, sobre todo la de cordero. Vuelan sobre los campos de
batalla, como valkirias que transportan a los muertos al Walhalla. Por eso los santos y los
mártires se flagelan y mutilan. ¿Sabes de dónde saqué la idea?
Silvia ató un pequeño delantal alrededor de su cintura y llenó la cafetera.
—Cuando tenía nueve años lo leí en La Odisea, de Homero. Ulises cavó un surco en el
suelo y lo llenó de sangre para atraer a los espíritus. Las sombras del submundo.
—Es verdad —admitió Rick de mala gana—. Lo recuerdo.
—Los fantasmas de los muertos. Antes habían vivido. Todo el mundo vive aquí, muere
y va allí. —Su rostro se iluminó—. ¡Todos tendremos alas! Todos volaremos. Todos
poseeremos fuego y poder. Nunca más volveremos a ser gusanos.
—¡Gusanos! Así me llamas siempre.
—Pues claro que eres un gusano. Todos somos gusanos, sucios gusanos que se
arrastran sobre la corteza de la Tierra, entre el polvo y los excrementos.
—¿Por qué les atrae la sangre?
—Porque es vida y la vida les atrae. La sangre es uisge beatha, el agua de vida.
—¡La sangre significa muerte! Un pesebre lleno de sangre...
—No es muerte. Cuando ves a una oruga que se encierra en su capullo, ¿crees que
está muriendo?
Walter Everett apareció en el umbral. Escuchó a su hija con expresión sombría.
—Un día —dijo con voz ronca—, la atraparán y se la llevarán. Ella lo desea. Está
esperando ese día.
—¿Lo ves? —dijo Silvia a Rick—. Él tampoco entiende. —Desconectó la cafetera y
sirvió el café—. ¿Quieres? —preguntó a su padre.
—No.
—Silvia —dijo Rick, como si estuviera hablando con un niño—, si te marcharas con
ellos, sabes que no podrías volver con nosotros.
—Tarde o temprano, todos debemos cruzar la frontera. Así es la vida.
—Pero sólo tienes diecinueve años —se lamentó Rick—. Eres joven, llena de salud y
bella. Y nuestro matrimonio... ¿Qué hay de nuestro matrimonio? —Casi se levantó de la
mesa—. Silvia, ¡debes acabar con esto!
—No puedo. Tenía siete años cuando les vi por primera vez. —Silvia estaba de pie
junto al fregadero, la cafetera sujeta en las manos, una mirada soñadora en los ojos—.
¿Te acuerdas, papá? Vivíamos en Chicago. Era invierno. Me caí, camino del colegio. —
Extendió un brazo—. ¿Ves la cicatriz? Me caí y me corté con la grava y el fango. Volví a
casa llorando... Caía aguanieve y el viento aullaba a mi alrededor. Mi brazo sangraba y el
mitón estaba empapado en sangre. Entonces levanté la vista y los vi.
Se hizo el silencio.
—Ellos te quieren —dijo Everett, afligido—. Son moscas, moscardones al acecho que te
esperan. Te llaman para que te marches con ellos.
—¿Por qué no? —Los ojos grises de Silvia brillaban y sus mejillas irradiaban alegría e
impaciencia—. Tú les has visto, papá. Ya sabes lo que significa. La transfiguración: ¡Barro
convertido en divinidad!
Rick salió de la cocina. Las dos hermanas continuaban de pie en la sala de estar,
curiosas e inquietas. La señora Everett estaba algo apartada, el rostro impenetrable, los
ojos inexpresivos detrás de las gafas con montura de acero. Desvió la vista cuando Rick
pasó a su lado.
—¿Qué ha pasado? —le susurró Betty Lou. Tenía quince años, hoyuelos en las
mejillas, cabello color arena deslustrado. Era flaca y de pecho liso—. Silvia nunca nos deja
ir con ella.
—No ha pasado nada —murmuró Rick.
El feo rostro de la muchacha expresó ira.
—No es verdad. Los dos estaban en el jardín, a oscuras, y...
—¡No hables con él! —le espetó su madre. Empujó a las dos chicas hacia fuera y dirigió
a Rick una mirada de odio y dolor. Después, se alejó a toda prisa de él.
 
Rick abrió la puerta del sótano y encendió la luz. Descendió poco a poco hacia la fría y
húmeda habitación de hormigón y tierra. La luz amarilla colgaba de los cables cubiertos de
polvo.
En un rincón destacaba la enorme caldera, con sus gigantescos tubos de aire caliente.
A su lado se erguía el calentador de agua y montones de objetos desechados, cajas llenas
de libros y periódicos, así como muebles viejos, cubiertos por una espesa capa de polvo y
numerosas telarañas.
En el extremo más alejado estaban la lavadora y la secadora. Y el sistema de bombeo y
refrigeración de Silvia.
Rick se acercó al banco de trabajo y escogió un martillo y dos pesadas llaves inglesas.
Cuando se dirigía hacia el laberinto de tubos y aparatos, Silvia apareció de repente en lo
alto de la escalera, con la taza de café en la mano.
Se precipitó hacia él.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, examinándole con suma atención—. ¿Qué piensas
hacer con el martillo y las llaves?
Rick dejó caer las herramientas en el banco de trabajo.
—Creí que podría solucionar este asunto de una vez por todas.
Silvia se interpuso entre Rick y los depósitos.
—Creía que habías comprendido. Ellos siempre han formado parte de mi vida. Cuando
viniste conmigo la primera vez, me dio la impresión que entendías...
—No quiero perderte —replicó Rick con aspereza—, ni por nada ni por nadie, en este
mundo o en el que sea. No voy a renunciar a ti.
—¡No es cuestión de renunciar! —La muchacha entornó los ojos—. Has bajado para
destruirlo todo. Me descuido un momento y te dispones a romperlo todo, ¿eh?
—En efecto.
El miedo sustituyó a la ira en el rostro de Silvia.
—¿Quieres tenerme encadenada aquí? Debo seguir adelante. Esta parte del viaje ha
terminado. Ya me he quedado suficiente tiempo.
—¿Es que no puedes esperar? —preguntó Rick, furioso, la voz temblorosa de rabia—.
¿Acaso no se termina siempre demasiado pronto?
Silvia se encogió de hombros y desvió la vista, los brazos cruzados y los rojos labios
apretados.
—Quieres seguir siendo un gusano. Una oruga repugnante.
—Te quiero.
—¡No puedes poseerme! —replicó la joven, irritada—. No puedo perder el tiempo en
esas cosas.
—Te preocupan otras más elevadas —respondió Rick con sarcasmo.
—Por supuesto. —Se ablandó un poco—. Lo lamento, Rick. ¿Te acuerdas de Ícaro? Tú
también quieres volar. Lo sé.
—Cuando llegue el momento.
—¿Por qué no ahora? ¿Por qué esperar? Tienes miedo. —Se alejó unos metros de él y
una sonrisa de astucia se dibujó en sus labios rojos—. Rick, quiero enseñarte algo, pero
antes prométeme... que no se lo contarás a nadie.
—¿Qué es?
—¿Me lo prometes? —Apoyó la mano sobre la boca del joven—. Debo ser precavida.
Me costó mucho dinero. Nadie lo sabe. Los hacen en China; todo confluye hacia ellos.
—Has despertado mi curiosidad —dijo Rick, algo inquieto—. Enséñamelo.
Silvia, temblando de emoción, desapareció detrás de un enorme frigorífico y se hundió
en las tinieblas, entre el laberinto de espirales. Rick oyó que tiraba de algo grande.
—¿Lo ves? —dijo Silvia con voz ahogada—. Échame una mano, Rick. Pesa mucho. Es
de madera y latón, forrado de metal. Pintado y pulido a mano. Y la talla... ¡Fíjate en la talla!
¿Acaso no es precioso?
—¿Qué es? —preguntó Rick con voz ronca.
—Mi capullo —contestó Silvia.
Estaba sentada en el suelo y apoyaba la cabeza con expresión arrobada en el ataúd de
roble pulido.
Rick la agarró por el brazo y la obligó a levantarse.
—¿Qué haces sentada en el sótano, con ese ataúd...? —Se interrumpió—. ¿Qué te
pasa?
El dolor deformaba las facciones de Silvia. Se apartó de él y se llevó un dedo a la boca.
—Me he cortado con un clavo o algo cuando me has levantado.
Un hilo de sangre resbalaba por sus dedos. Buscó un pañuelo en el bolsillo.
—Déjame verlo. —Rick avanzó hacia la joven, pero ésta se apartó—. ¿Es grave? —
preguntó.
—Aléjate de mí —susurró Silvia.
—¿Qué ocurre? ¡Déjame verlo!
—Rick —dijo Silvia en voz baja y perentoria—, ve a buscar agua y esparadrapo. Lo más
rápido posible. —Intentaba dominar su creciente terror—. Debo detener la hemorragia.
—¿Arriba? —Rick empezó a alejarse con movimientos torpes—. No parece tan grave.
¿Por qué no...?
—De prisa. —La voz de la joven temblaba de miedo—. ¡De prisa, Rick!
El joven, confuso, corrió unos pasos.
El terror de Silvia le acompañó.
—No, es demasiado tarde —dijo la muchacha con voz apenas audible—. No vuelvas...
Manténte alejado de mí. Ha sido culpa mía. Yo les acostumbré a venir. ¡Vete! Lo siento,
Rick. Oh...
Dejó de oír su voz cuando la pared del sótano estalló en mil pedazos. Una luminosa
nube blanca penetró en el sótano.
Venían por Silvia. Ésta corrió hacia Rick, se detuvo, vacilante, y la blanca masa de
cuerpos y alas la rodearon. Gritó una vez. Después, una violenta explosión transformó el
sótano en un horno al rojo vivo.
Rick fue lanzado al suelo. El cemento estaba caliente y seco; el calor que reinaba en el
sótano era insoportable. Las ventanas estallaron cuando otras formas blancas se abrieron
paso. Las paredes fueron pasto del humo y las llamas. El techo cedió y una lluvia de yeso
se derrumbó sobre el suelo.
Rick logró ponerse en pie. La furiosa actividad disminuía. El sótano era un caos de
escombros. Todas las superficies se veían negras, chamuscadas y cubiertas de cenizas
humeantes. Todo estaba sembrado de madera astillada, trozos de ropa y hormigón
reventado. El complejo sistema de bombeo y refrigeración se había convertido en una
reluciente masa de escoria. Toda una pared estaba inclinada. El yeso lo cubría todo.
Silvia era un guiñapo retorcido. Tenía los brazos y las piernas doblados grotescamente.
Restos carbonizados y arrugados de ceniza abrasada por el fuego, que formaba un
confuso montón. Sólo quedaban fragmentos chamuscados, una cáscara quebradiza y
consumida.
 
La noche era cerrada, oscura y fría. Algunas estrellas brillaban como hielo sobre su
cabeza. Un débil viento húmedo agitaba los lirios de agua y levantaba la grava del sendero
que serpenteaba entre las rosas negras.
Estuvo acuclillado durante largo rato, escuchando y observando. Detrás de los cedros,
la mansión se recortaba contra el cielo. Al pie de la colina, algunos coches transitaban por
la autopista. Por lo demás, no se oía ningún otro ruido. Frente a él sobresalían el contorno
cuadrado del pesebre de porcelana y el tubo que había transportado sangre desde la
nevera del sótano. El pesebre estaba vacío y seco, a excepción de unas hojas que habían
caído en su interior.
Rick aspiró una profunda bocanada de aire nocturno y lo retuvo en los pulmones.
Después, se levantó con movimientos rígidos. Escudriñó el cielo, pero no distinguió el
menor movimiento. Sin embargo, allí estaban, al acecho y vigilantes: sombras imprecisas,
ecos de un pasado legendario, una hilera de siluetas similares a dioses.
Tomó los pesados recipientes, los arrastró hacia el pesebre y vertió la sangre
procedente de un matadero de Nueva Jersey, res de baja estofa, espesa y coagulada.
Manchó sus ropas y retrocedió, nervioso, pero nada agitó el aire. El jardín siguió en
silencio, invadido por la niebla nocturna y la oscuridad.
Se quedó junto al pesebre, preguntándose si acudirían. Lo que les atraía era Silvia, no
sólo la sangre. En su ausencia, lo único que les atraía era la carne cruda. Acercó los
bidones vacíos a los arbustos y los tiró de una patada ladera abajo. Registró sus bolsillos
con todo cuidado, para asegurarse que no había nada metálico.
Silvia les había acostumbrado a hacer acto de presencia, año tras año. Ahora, estaba al
otro lado. ¿Significaba eso que no vendrían? Algo se removió entre los arbustos. ¿Un
animal o un ave?
La sangre, espesa y oscura, centelleaba en el pesebre, como plomo viejo. Era el
momento propicio para que acudieran, pero nada agitó los altos árboles que se alzaban
hacia el cielo. Escudriñó las hileras de rosas negras inclinadas, el sendero de grava por el
que Silvia y él habían corrido. Rechazó con violencia el recuerdo reciente de sus ojos
centelleantes y sus sensuales labios rojos. La autopista que corría al otro lado de la
pendiente, el jardín vacío y desierto, la casa silenciosa donde su familia aguardaba y se
cobijaba. Al cabo de un rato, percibió un ruido apagado, cortante. Se puso en tensión, pero
sólo era un camión diesel que surcaba la autopista, y sus faros perforaron las tinieblas.
Se puso en pie con semblante sombrío, las piernas abiertas, los zapatos hundidos en la
blanda tierra negra. No se iba a marchar. Se quedaría hasta que vinieran. Quería
recuperarla..., a cualquier precio.
Telarañas de humedad se deslizaban sobre la luna. El cielo parecía una inmensa
llanura desnuda, carente de vida o calor. El frío mortal del espacio, lejos de los soles y los
seres vivos. Mantuvo la cabeza alzada hasta que el cuello le dolió. Estrellas gélidas, que
aparecían y desaparecían en la capa de niebla. ¿Había algo más? ¿No querían venir, o no
les interesaba? Lo que les interesaba era Silvia..., y ahora ya la tenían.
Captó un movimiento a su espalda, pero silencioso. Cuando iba a volverse, los árboles
y la hierba que le rodeaban se removieron. Se fundieron con las sombras nocturnas. Algo
se movió entre ellos, rápida, silenciosamente, y luego desapareció.
Habían venido. Lo presentía. Habían eliminado su energía. Estatuas frías e indiferentes
que se alzaban entre los árboles, al acecho entre los cedros, extrañas a él y a su mundo,
atraídas por la curiosidad y una costumbre adquirida.
—Silvia —dijo en voz alta—. ¿Cuál eres?
No obtuvo respuesta. Quizá no se encontraba entre ellos. Se sintió ridículo. Una vaga
sombra blanca revoloteó sobre el abrevadero, se detuvo un instante y prosiguió su
camino. El aire vibró sobre el abrevadero y luego se inmovilizó, cuando otro gigante lo
inspeccionó y se retiró.
El pánico se apoderó de Rick. Se marchaban de nuevo, regresaban a su mundo.
Habían rechazado el pesebre; no les interesaba.
—Esperen —murmuró con voz ronca.
Algunas sombras blancas se rezagaron. Se acercó a ellas con parsimonia, consciente
de su inmensidad. Si una le tocaba, se convertiría en un montoncito de cenizas. Se detuvo
a escasos metros.
—Ya saben lo que quiero —dijo—. Quiero que ella vuelva. No tendrían que habérsela
llevado aún.
Silencio.
—Fueron demasiado codiciosos —prosiguió—. Se equivocaron. Al fin y al cabo, tarde o
temprano se les habría entregado. Lo había planificado todo.
La niebla oscura crepitó. Las sombras que destellaban entre los árboles se agitaron, en
respuesta a sus palabras.
—Es verdad.
Un sonido frío, impersonal, que vagó a su alrededor, de árbol en árbol, sin procedencia
ni dirección. El viento de la noche lo barrió y sólo quedaron ecos imprecisos.
Se sintió aliviado. Se habían detenido, habían sido conscientes de su presencia, habían
escuchado lo que debía decirles.
—¿Creen que es verdad? —preguntó—. Tenía una larga vida por delante. Íbamos a
casarnos, a tener hijos.
No hubo respuesta, pero percibió una tensión creciente. Escuchó con suma atención,
pero no distinguió nada. Al cabo de un rato, comprendió que entre ellos se libraba una
gran batalla, un arduo conflicto. La tensión aumentó. Más formas oscilaron, ocultaron las
nubes y las estrellas gélidas.
—¡Rick!
Una voz habló muy cerca de él, refugiada entre los árboles y las plantas húmedas.
Apenas pudo oírla; las palabras se desvanecieron apenas pronunciadas.
—Rick... Ayúdame a regresar.
—¿Dónde estás? —No pudo localizarla—. ¿Qué puedo hacer?
—No lo sé. —La voz estaba henchida de perplejidad y dolor—. No entiendo nada. Algo
salió mal. Debieron pensar que quería reunirme con ellos cuanto antes. ¡No era así!
—Lo sé —dijo Rick—. Fue un accidente.
—Estaban esperando. El capullo, el pesebre..., pero fue demasiado pronto.
Captó su terror desde la vaga lejanía del otro universo.
—Rick, he cambiado de idea. Quiero volver.
—No es tan sencillo.
—Lo sé. Rick, el tiempo es diferente en este lado. Me he distanciado tanto... Tu mundo
parece alejarse. Han pasado años, ¿verdad?
—Una semana.
—Fue culpa de ellos. No creerás que fue mía, ¿verdad? Saben que se equivocaron.
Los culpables fueron castigados, pero eso no me consuela. —El pánico y el dolor
distorsionaron su voz, de modo que no pudo entenderla—. ¿Cómo puedo regresar?
—¿Ellos no lo saben?
—Dicen que es imposible. —Su voz tembló—. Dicen que destruyeron la parte de barro,
que fue incinerada. No hay manera que pueda volver.
Rick respiró hondo.
—Que encuentren otra forma. Es lo mínimo que pueden hacer. ¿Acaso no tienen el
poder? Se apoderaron de ti demasiado pronto; deben enviarte de vuelta. Es su
responsabilidad.
Las formas blancas se removieron inquietas. El conflicto se planteó en toda su crudeza;
no podían acceder. Rick retrocedió unos pasos, cauteloso.
—Dicen que es peligroso. —La voz de Silvia no surgió de ningún punto concreto—.
Dicen que lo intentaron en una ocasión. —Intentó controlar la voz—. El nexo entre este
mundo y el tuyo es inestable. Existen inmensas cantidades de energía que flotan
libremente. El poder que tenemos en este lado no es nuestro, en realidad. Es una energía
universal, derivada y controlada.
—¿Por qué no pueden...?
—Este continuo es superior. Existe un proceso natural de la energía que va de las
regiones inferiores a las superiores, pero el proceso inverso es peligroso. La sangre es
una especie de guía, una señal luminosa.
—Como mariposas alrededor de una bombilla —dijo Rick con amargura.
—Si me envían de vuelta y algo sale mal... —Su voz se quebró y después continuó—.
Si cometen un error, podría perderme entre las dos regiones. La energía libre podría
absorberme. Por lo visto, está viva en parte. Es incomprensible. Acuérdate de Prometeo y
del fuego...
—Entiendo —dijo Rick, con la mayor calma posible.
—Querido, si me envían de vuelta tendré que tomar alguna forma. Ya no poseo una
forma concreta, ¿sabes? En este lado no hay auténticas formas materiales. Lo que tú ves,
las alas y la blancura, no existen. Si consigo volver a tu lado...
—Tendrías que adoptar una forma.
—Tendrías que introducirme en algo de barro, introducirme y darle nueva forma. Como
hizo Él hace mucho tiempo, cuando se depositó en tu mundo la forma original.
—Si lo hicieron una vez, pueden volver a hacerlo.
—El que lo hizo se marchó. Pasó a un estadio superior. —Notó una triste ironía en su
voz—. Hay regiones más elevadas. La escala no se detiene aquí. Nadie sabe dónde
acaba, pues da la impresión que asciende incesantemente. Mundo tras mundo.
—¿Quién toma las decisiones acerca de ti?
—Me corresponden a mí. Dicen que si quiero arriesgarme, lo intentarán.
—¿Has pensado algo?
—Tengo miedo. ¿Y si algo sale mal? Tu no has visto la región intermedia. Las
posibilidades son increíbles. Me aterrorizan. Él fue el único que tuvo la valentía suficiente.
Todos los demás se asustaron.
—Ha sido culpa de ellos. Deben aceptar la responsabilidad.
—Lo saben. —Silvia vaciló—. Rick, querido, dime qué debo hacer.
—¡Vuelve!
Silencio. Después, su voz, débil y patética.
—Lo haré, Rick, si crees que es lo correcto.
—Lo es —dijo el joven con firmeza. Se obligó a no pensar, ni a imaginar nada. Tenía
que recuperarla—. Diles que empiecen ya. Diles...
Una ensordecedora explosión se produjo ante él. Salió despedido por los aires y fue
arrojado a un mar llameante de energía pura. Se marchaban y un lago incandescente de
energía bullía y atronaba a su alrededor. Durante una fracción de segundo pensó que veía
a Silvia, con las manos extendidas hacia él en un gesto implorante.
Después, el fuego se extinguió y se encontró tendido en la oscura humedad de la
noche. Solo y en medio del silencio.
 
Walter Everett le ayudó a levantarse.
—¡Maldito idiota! —repitió una y otra vez—. No debiste traerlos de vuelta. Ya nos han
arrebatado bastante.
Luego, entró en la cálida sala de estar. La señora Everett se quedó en silencio frente a
él, el rostro severo e inexpresivo. Las dos hermanas revoloteaban a su alrededor, curiosas
y nerviosas, una morbosa fascinación asomaba a sus ojos.
—Me pondré bien —murmuró Rick.
Tenía la ropa chamuscada y ennegrecida. Se limpió la ceniza que manchaba su cara.
Tenía fragmentos de hierba seca adheridos al cabello. Habían efectuado un círculo de
fuego a su alrededor mientras descendían. Se recostó contra el sofá y cerró los ojos.
Cuando los abrió, Betty Lou Everett le estaba embutiendo un vaso de agua entre las
manos.
—Gracias —murmuró.
—No tendrías que haberlo hecho —repitió Walter Everett—. ¿Por qué? ¿Por qué lo has
hecho? Ya sabes lo que le pasó a ella. ¿Quieres que te ocurra lo mismo?
—Quiero que vuelva —dijo Rick en voz baja.
—¿Estás loco? No puedes lograrlo. Se ha marchado. —Sus labios se torcieron
convulsivamente—. La has visto.
Betty Lou estaba mirando con fijeza a Rick.
—¿Qué ha pasado? —preguntó—. La has visto.
Rick se levantó y salió de la sala de estar. Vació el agua en el fregadero de la cocina y
volvió a llenarlo. Mientras se apoyaba contra el fregadero, Betty Lou apareció en el umbral.
—¿Qué quieres? —preguntó Rick.
La cara de la muchacha se tiñó de un rojo enfermizo.
—Sé que algo ha pasado ahí fuera. Estabas dándoles de comer, ¿verdad? —Avanzó
hacia Rick—. ¿Intentas que ella regrese?
—Exacto.
Betty Lou lanzó una risita nerviosa.
—Pero no puedes. Está muerta. Su cuerpo se quemó; yo lo vi. —Su rostro no cesaba
de agitarse—. Papá siempre decía que algo malo le ocurriría, y así ha sido. —Se acercó
más a Rick—. ¡Era una bruja! ¡Lo tenía bien merecido!
—Volverá.
—¡No! —El pánico deformó las desagradables facciones de la muchacha—. No puede
volver. Está muerta, un gusano transformado en mariposa, como siempre dijo. ¡Es una
mariposa!
—Vuelve dentro.
—Tú no puedes darme órdenes —respondió Betty Lou. Su voz adoptó un tono
histérico—. No queremos que vuelvas por aquí. Papá te lo dirá. No le caes bien, ni a mí, ni
a mi madre, ni a mi hermana...
El cambio tuvo lugar sin previo aviso. Betty Lou se quedó petrificada, como el fotograma
de una película, la boca entreabierta, el brazo levantado, las palabras paralizadas en su
garganta. Flotaba sobre el suelo, como un organismo carente de vida atrapado entre dos
platinas de cristal. Un insecto inerte y hueco, carente de habla, no muerto, sino devuelto
de súbito a la no existencia primordial.
En el cascarón capturado se infiltró un nuevo ser, un arco iris vital que invadió cada
parte de la antigua Betty Lou. La muchacha se tambaleó y gimió; su cuerpo se retorció con
violencia y chocó contra la pared. Una taza de té cayó de una estantería y se destrozó en
el suelo. La muchacha retrocedió, atontada, se llevó una mano a la boca, los ojos abiertos
como platos.
—¡Oh! —exclamó—. Me he cortado. —Meneó la cabeza y le miró como pidiendo
ayuda—. Con un clavo o algo por el estilo.
—¡Silvia!
La aferró con todas sus fuerzas y la levantó, apartándola de la pared. Era su brazo lo
que asía, cálido, fuerte, sólido. Ojos grises perplejos, cabello castaño, pechos
temblorosos... Volvía a ser como en aquellos últimos instantes vividos en el sótano.
—Déjame ver —dijo.
Le apartó la mano de la boca y examinó su dedo. No se había cortado, tan sólo
distinguió una fina línea blanca que se desvanecía rápidamente.
—No pasa nada, cariño. Estás bien. ¡No te ocurre nada!
—Rick, estaba allí. —Su voz era ronca, débil—. Vinieron y me llevaron con ellos. —
Violentos estremecimientos la sacudieron—. Rick, ¿de veras he vuelto?
Rick apretó su muslo.
—Por completo.
—Duró tanto. Estuve un siglo. Eones. Pensé... —De repente, se soltó—. Rick...
—¿Qué pasa?
El rostro de Silvia transparentaba un temor demencial.
—Algo ha salido mal.
—Todo ha salido bien. Has vuelto a casa y eso es lo único que importa.
Silvia retrocedió.
—Se apoderaron de una forma viva, ¿verdad? No era arcilla vulgar. No tienen ese
poder, Rick. Alteraron Su obra. —Alzó el tono de voz—. Un error... Tendrían que haberlo
pensado dos veces antes de alterar el equilibrio. Es inestable y ninguno de ellos es capaz
de controlar el...
Rick bloqueó la puerta.
—¡Deja de hablar así! —bramó—. Valía la pena. Si ellos alteraron el equilibro, es culpa
suya.
—¡No podemos volver atrás! —Su voz adquirió la agudeza de un alambre—. Lo
desplazamos. Hemos alterado el equilibrio que Él dispuso.
—Por favor, cariño, vamos a la sala de estar con tu familia. Te sentirás mejor. Debes
hacer un esfuerzo y recuperarte.
Se acercaron a las tres figuras sentadas, dos en el sofá, una en la silla, cerca de la
chimenea. Estaban inmóviles, los rostros inexpresivos, los cuerpos fláccidos, como de
cera, formas inertes que no reaccionaron cuando la pareja entró en la sala.
Rick se detuvo, confuso. Walter Everett estaba inclinado hacia adelante, con el
periódico en una mano y calzado con zapatillas. De su pipa, apoyada en el cenicero que
descansaba sobre el brazo de la butaca, aún surgía humo. La señora Everett tenía sobre
el regazo un montón de ropa para coser, en su rostro aparecía una expresión sombría y
grave, pero extrañamente vaga. Un rostro sin formar, como si el material todavía se
estuviera fundiendo. Jean semejaba una bola de barro, más informe a cada momento que
pasaba.
De repente, Jean se desplomó. Sus brazos cayeron a los costados. La cabeza se
hundió. Su cuerpo, brazos y piernas se ensancharon. Sus facciones cambiaron con
celeridad. Su indumentaria se alteró. Florecieron colores en su cabello, ojos y piel. La
palidez cerúlea desapareció.
Apretó los dedos contra sus labios y miró a Rick sin decir palabra. Parpadeó y enfocó
los ojos.
—Oh —exclamó.
Sus labios se movieron con torpeza. La voz era débil e irregular, como una banda
sonora deteriorada. Se irguió con movimientos espasmódicos, faltos de coordinación, que
la impulsaron hacia él (un paso a la vez) como una muñeca mecánica.
—Rick, me he cortado —dijo—. Con un clavo o algo por el estilo.
Lo que había sido la señora Everett se agitó. Informe y vago, emitió sonidos
balbucientes y se desplomó grotescamente. Poco a poco, adquirió solidez y forma.
—Mi dedo —gimió con voz débil.
La tercera figura, sentada en la butaca, repitió las palabras, como un eco lejano. Al cabo
de un momento, las tres repitieron la misma frase y sus labios se movieron al unísono.
—Mi dedo. Me he cortado, Rick.
Reflejos gemelos, parodias de palabras y movimientos. Y las formas se parecían en
todos los detalles. Se repetían a su alrededor, una y otra vez, dos en el sofá, una en la
butaca, cerca de él, tan cerca que podía oír su aliento y ver sus labios temblorosos.
—¿Qué pasa? —preguntó la Silvia que estaba a su lado.
Una Silvia continuó cosiendo en el sofá. Cosía metódicamente, absorta en el trabajo. En
la butaca, otra tomó sus periódicos, la pipa y siguió leyendo. Otra se encogió, nerviosa y
asustada. La que estaba a su lado le siguió cuando retrocedió hacia la puerta. Su
respiración era agitada, tenía los ojos grises abiertos de par en par y las fosas nasales
dilatadas.
—Rick...
Él abrió la puerta y salió al porche invadido por las sombras. Bajó los peldaños como un
autómata, atravesó los charcos de noche que surgían por doquier y se dirigió al camino
particular. La silueta de Silvia apareció en el cuadrado amarillo de luz que había dejado a
su espalda. Le miraba con tristeza. Detrás de ella distinguió las otras siluetas, idénticas,
puras repeticiones, absortas en sus quehaceres.
Entró en su cupé y salió a la carretera.
Casas y árboles tenebrosos quedaron atrás. Se preguntó hasta dónde se extendería el
círculo, a medida que el desequilibrio progresara.
Se internó en la autopista y pronto se vio rodeado de coches. Intentó escudriñar sus
interiores, pero se desplazaban a demasiada velocidad. Delante iba un Plymouth rojo.
Conducía un hombre fornido vestido con un traje azul, y reía alegremente con la mujer
sentada a su lado. Rick se puso al lado del Plymouth. El hombre sonrió, exhibiendo sus
dientes de oro, y agitó sus manos rechonchas. La muchacha era morena, bonita. Sonrió al
hombre, ajustó sus guantes blancos, se alisó el cabello y subió la ventanilla de su puerta.
Perdió el Plymouth cuando un enorme camión diesel se interpuso entre ellos.
Desesperado, adelantó al camión y se lanzó tras el veloz sedán, rebasándolo. El Plymouth
le adelantó a su vez y, por un momento, vio con toda claridad a sus dos ocupantes. La
chica se parecía a Silvia. El mismo contorno delicado de su pequeña barbilla, los mismos
labios sensuales, entreabiertos cuando sonreía, los mismos brazos y manos esbeltos. Era
Silvia. El Plymouth se desvió y no vio ningún otro coche delante de él.
Condujo durante horas en la espesa oscuridad de la noche. La aguja del combustible
bajaba cada vez más. Frente a él se extendía una ondulada campiña monótona, campos
llanos entre las ciudades, estrellas inmóviles suspendidas en el cielo sombrío. En una
ocasión distinguió un conglomerado de luces rojas y verdes. Un cruce, con una gasolinera
y un gran letrero de neón. Pasó de largo.
Divisó una estación de servicio compuesta de una sola bomba, salió de la autopista y
frenó en el camino de grava, mojada de gasolina. Salió, escuchó el familiar crujido de la
grava bajo sus pies, tomó la manguera y desenroscó la tapa del depósito... Casi lo había
llenado cuando se abrió la puerta del edificio y apareció una mujer esbelta, ataviada con
un pantalón blanco, camisa azul marino y una gorrita perdida entre sus rizos castaños.
—Buenas noches, Rick —dijo en voz baja.
Devolvió la manguera a su sitio y regresó a la autopista. ¿Había enroscado el tapón del
depósito? No se acordaba. Aceleró. Había recorrido unos ciento cincuenta kilómetros.
Estaba cerca de la frontera estatal.
La cálida luz amarilla de un pequeño café brillaba en la fría oscuridad de la madrugada.
Estacionó en el vacío estacionamiento. Cansado, empujó la puerta y entró.
El intenso olor a jamón frito y café recién hecho le rodeó. La visión de la gente
comiendo se le antojó de lo más consolador. Un jukebox tronaba en un rincón. Se dejó
caer sobre un taburete y apoyó la cabeza entre las manos. El delgado granjero sentado a
su lado le dirigió una mirada de curiosidad, y luego devolvió la atención a su periódico.
Dos mujeres de expresión dura que estaban delante levantaron la vista un instante. Un
joven atractivo vestido con chaqueta de algodón y tejanos devoraba judías rojas con arroz,
que regaba con café humeante.
—¿Qué será? —preguntó la vivaz camarera rubia, un lápiz sujeto detrás de la oreja, el
cabello recogido en un apretado moño—. Parece que tiene una buena resaca, señor.
Pidió café y sopa de verduras. No tardó en empezar a comer; sus manos actuaban
automáticamente. Se descubrió atacando un bocadillo de jamón y queso. ¿Lo había
pedido? El jukebox seguía funcionando, la gente entraba y salía. Junto a la carretera se
extendía una pequeña ciudad, protegida por unas cuantas colinas. Amaneció y se filtró por
los ventanales la luz del sol, gris, fría y estéril. Comió pastel de manzana caliente y se
secó la boca con una servilleta.
El café estaba en silencio. Nada se movía en el exterior. Una calma ominosa se cernía
sobre todo. El jukebox había callado. Ninguna de las personas sentadas en la barra se
movía o hablaba. Pasó un enorme camión con las ventanillas subidas.
Cuando levantó la vista, Silvia estaba de pie frente a él. Tenía los brazos cruzados y la
mirada perdida en la lejanía, un lápiz amarillo sujeto detrás de la oreja, el cabello castaño
recogido en un apretado moño. Otras Silvias estaban sentadas en el rincón, con platos
frente a ellas; la mitad comían o dormitaban, otras leían. Cada una igual a su vecina, de no
ser por la indumentaria.
Volvió al coche. Cruzó la frontera del estado al cabo de media hora. Mientras
atravesaba pequeñas ciudades desconocidas, el frío sol de la mañana arrancaba destellos
de los tejados y calzadas cubiertos de rocío.
Las vio en las calles, madrugadoras, camino del trabajo. En grupos de dos o tres, sus
tacones rompían el profundo silencio. Vio grupos numerosos congregados en las paradas
de los autobuses. Había más en las casas, cientos de ellas, legiones sin fin; se levantaban
de la cama, desayunaban, se duchaban, arreglaban... Toda una ciudad preparada para
enfrentarse al nuevo día, a reanudar sus tareas cotidianas, mientras el círculo se ampliaba
y ensanchaba.
Dejó atrás la ciudad. El coche perdió velocidad cuando su pie resbaló del acelerador.
Dos de ellas cruzaban un campo. Llevaban libros; niñas camino del colegio. Repetición,
invariable e idéntica. Un perro corría en círculos a su alrededor, despreocupado, alegre.
Siguió conduciendo. Una ciudad se insinuó a lo lejos. Sus firmes columnas de edificios
se recortaron nítidamente contra el cielo. Cuando atravesó el centro comercial, vio que las
calles bullían de ruido y actividad. Algo más adelante rebasó el límite del círculo. La
diversidad sustituyó a los infinitos replicados de Silvia. Los ojos grises y el cabello castaño
dieron paso a una tremenda variedad de hombres y mujeres, niños y adultos, de todas las
edades y apariencias. Aceleró y se dirigió hacia la amplia autopista de cuatro carriles.
Por fin, redujo la velocidad. Estaba agotado. Había conducido durante horas. Su cuerpo
temblaba de cansancio.
Divisó a un muchacho pelirrojo y larguirucho, vestido con pantalones marrones y un
jersey de pelo de camello, que hacía autostop. Rick frenó y abrió la puerta delantera.
—Adentro —dijo.
—Gracias, tío.
El joven subió y Rick aceleró. El pelirrojo se recostó contra el asiento, aliviado.
—Qué calor hace ahí fuera.
—¿Adónde vas? —preguntó Rick.
—A Chicago. —El joven sonrió con timidez—. No espero que me lleves tan lejos, por
supuesto. Cualquier cosa será de agradecer. —Observó a Rick con curiosidad—.
¿Adónde vas?
—Me da igual. Te llevaré a Chicago.
—¡Está a trescientos kilómetros!
—Estupendo. —Rick pasó al carril de la izquierda y aumentó la velocidad—. Si quieres
ir a Nueva York, también te llevaré.
—¿Te encuentras bien? —El joven se removió inquieto—. Te agradezco el gesto,
pero... —Vaciló—. No quiero desviarte de tu camino.
Rick se concentró en la carretera y aferró con fuerza el volante.
—Tengo prisa —dijo—. No pienso disminuir la velocidad ni parar.
—Ve con cuidado —dijo el pelirrojo con voz preocupada—. No quiero tener un
accidente.
—Yo me ocupo de ello.
—Pero es peligroso. ¿Y si pasa algo? Es demasiado arriesgado.
—Te equivocas —murmuró Rick, los ojos clavados en la carretera—. Vale la pena
correr el riesgo.
—Pero si algo va mal... —La voz enmudeció, pero luego prosiguió—. Podría perderme.
Sería muy fácil. Todo es tan inestable. —La voz tembló de miedo y preocupación—. Rick,
por favor...
Rick se giró en redondo.
—¿Cómo sabes mi nombre?
El joven estaba acurrucado junto a la puerta. Su rostro tenía un aspecto blando,
gomoso, como si estuviera perdiendo la forma y fuera a convertirse en una masa informe.
—Quiero volver —dijo, desde su interior—, pero tengo miedo. Tú no has visto la región
intermedia. Sólo hay energía, Rick. Él la utilizó hace mucho tiempo, pero nadie sabe cómo.
La voz adquirió un timbre atiplado. El cabello viró a un castaño brillante. Unos ojos
grises asustados miraron a Rick. Sus manos se petrificaron. Se inclinó sobre el volante y
procuró no moverse. Poco a poco, aminoró la velocidad y se internó en el carril de la
derecha.  
—¿Vamos a parar? —preguntó la forma sentada a su lado. Ahora tenía la voz de Silvia.
Como un insecto recién nacido secándose al sol, la forma cobró una firme realidad. Silvia
se incorporó en el asiento y miró por la ventanilla—. ¿Dónde estamos? No se ve ninguna
ciudad.
Rick frenó, extendió la mano y abrió la puerta de Silvia.
—¡Sal!
Silvia le miró sin comprender.
—¿Qué quieres decir? —tartamudeó—. Rick, ¿qué pasa? ¿Cuál es el problema?
—¡Sal!
—Rick, no lo entiendo. —Se apartó un poco. Sus zapatos tocaron la calzada—. ¿Le
pasa algo al coche? Pensé que todo iba bien.
Él la empujó con suavidad y cerró la puerta. El coche saltó hacia adelante y se zambulló
en el tráfico de media mañana. Detrás, la pequeña y perpleja silueta se había incorporado.
Apartó los ojos del retrovisor y pisó el acelerador con todas sus fuerzas.
Sólo captó estática en la radio cuando la conectó. Giró el cuadrante y, al cabo de un
rato, captó una emisora potente. Una voz débil, confusa, una voz de mujer. Al principio no
pudo entender lo que decía. Después la reconoció y, con una punzada de pánico,
desconectó el aparato.
Su voz. Murmuraba en tono quejumbroso. ¿Dónde estaba la emisora? En Chicago.
Hasta allí se había expandido el círculo.
Aminoró la velocidad. Correr carecía de sentido. Ya le había rebasado y continuado
adelante. Granjas de Kansas, tienduchas situadas en las viejas ciudades de Mississippi,
en las tristes calles de Nueva Inglaterra, por todas partes legiones de mujeres de cabello
castaño y ojos grises.
Cruzaría el océano. No tardaría en apoderarse de todo el mundo. En África resultaría
extraño; kraals de mujeres blancas, todas exactamente iguales, dedicadas a las tareas
primitivas de cazar, recoger fruta, moler grano, desollar animales, encender fuego, tejer
ropa y fabricar cuchillos afilados como hojas de afeitar.
En China... Sonrió como un necio. Allí también resultaría de lo más peculiar, ataviada
con el traje de cuello alto, la indumentaria casi monástica de los cuadros jóvenes
comunistas. Desfiles por las principales calles de Peiping. Fila tras fila de muchachas de
piernas esbeltas y rotundos pechos, armadas con fusiles de fabricación rusa, cargadas
con palas, picos y azadas. Columnas de soldados con botas de tela. Veloces obreras con
sus preciosas herramientas, a las que pasaría revista una figura idéntica desde un estrado
que dominaría la calle, con su esbelto brazo levantado, su hermoso y bondadoso rostro
inexpresivo y pétreo.
Se desvió a una carretera secundaria. Un momento después desandaba el camino,
conduciendo con lentitud e indiferencia.
En un cruce, un policía de tráfico se abrió paso entre los coches y se acercó al de Rick.
Éste permaneció inmóvil, las manos cerradas sobre el volante, a la espera.
—Rick —susurró ella con acento quejumbroso—. ¿Verdad que todo va bien?
—Claro —respondió él en un tono desprovisto de toda emoción.
Ella introdujo la mano por la ventanilla abierta y le acarició el brazo, en un gesto de
súplica. Dedos familiares, las uñas pintadas de rojo, la mano que conocía tan bien.
—Tengo muchas ganas de estar contigo. ¿Verdad que estamos juntos de nuevo?
¿Verdad que he vuelto?
—Claro.
La joven meneó la cabeza, afligida.
—No lo entiendo —repitió—. Pensaba que todo iba bien.
Rick arrancó sin contemplaciones y huyó. El cruce quedó atrás.
Cayó la tarde. Estaba agotado, consumido de fatiga. Guió el coche hacia su ciudad
como un autómata. Ella caminaba por todas las calles, por todas partes. Era
omnipresente. Rick llegó a su edificio de apartamentos y estacionó.
El conserje le recibió en el desierto vestíbulo. Rick le identificó gracias al grasiento trapo
aferrado en una mano, la gran escoba, el cubo de serrín.
—Por favor —imploró la joven—, dime qué pasa, Rick. Dímelo, por favor.
Rick pasó de largo, pero ella le asió con desesperación.
—Rick, he vuelto. ¿No lo entiendes? Me llevaron demasiado pronto y me han devuelto.
Fue un error. Nunca más volveré a llamarlos... Eso pertenece al pasado. —Le siguió hasta
la escalera—. Nunca más volveré a llamarlos.
Rick subió la escalera. Silvia vaciló, se desplomó sobre el peldaño inferior, formando un
bulto encogido y desdichado, una diminuta figura vestida con ropa de obrero y calzada con
enormes botas claveteadas.
Rick abrió la puerta de su apartamento y entró.
Detrás de las ventanas, el cielo del atardecer era de un color azul intenso. Los tejados
de los edificios cercanos brillaban bajo el sol.
Le dolía todo el cuerpo. Entró con pasos inseguros en el cuarto de baño. Se le antojó
extraño, desconocido, un lugar difícil de encontrar. Llenó el lavabo de agua caliente, se
subió las mangas y se lavó la cara y las manos en el chorro reconfortante. Alzó la vista un
instante.
El espejo colgado sobre el lavabo le devolvió un reflejo aterrador, un rostro surcado de
lágrimas, desesperado. Resultaba difícil distinguir la cara; daba la impresión que oscilaba
y resbalaba. Ojos grises, brillantes de terror. Boca roja temblorosa, cuello de venas
agitadas, suave cabello castaño. La cara le dirigió una mirada patética..., y después, la
chica que estaba de pie ante el lavabo se inclinó para secarse.
Dio media vuelta y se encaminó con paso cansado hacia la sala de estar.
Vaciló, confusa, se dejó caer en una silla y cerró los ojos, enferma de tristeza y
cansancio.
—Rick —murmuró—. Trata de ayudarme. He vuelto, ¿verdad? —Meneó la cabeza,
perpleja—. Por favor, Rick, pensaba que todo iba bien.
 
 
FIN
 

SPECIAL - PHILIP K. DICK - SOBRE MANZANAS MARCHITAS

SOBRE MANZANAS MARCHITAS
Philip K. Dick
 
 
 
Algo golpeaba sobre la ventana. Se estrellaba contra el cristal, una y otra vez.
Transportado por el viento. Golpeaba débil e insistentemente.
Lori, sentada en el sofá, fingía no oír el ruido. Asió su libro con fuerza y pasó una
página. El golpeteo se reprodujo, más fuerte y más perentorio. No era posible pretender no
oírlo.
—¡Maldita sea! —exclamó Lori.
Tiró el libro sobre la mesa de café y corrió hacia la ventana. Aferró los pesados
tiradores de metal y empujó hacia arriba.
La ventana se resistió durante un momento. Después, con un gruñido de protesta, se
alzó con dificultad. El frío aire del otoño se coló en la habitación. El trocito de hoja dejó de
tambalear y remolineó sobre la garganta de la mujer, bailando hasta caer al suelo.
Lori recogió la hoja. Era vieja y de color pardo. Su corazón se aceleró un poquito
cuando deslizó la hoja en el bolsillo de sus tejanos. La hoja ejercía presión sobre sus
riñones; una pequeña punta dura perforó su piel suave y le produjo excitantes escalofríos
que le recorrieron la espina dorsal. Se quedó inmóvil un momento ante la ventana abierta,
aspirando el aire. La presencia de árboles y rocas, de grandes pedruscos y lejanos lugares
llenaba el aire. Había llegado el momento. El momento de marcharse otra vez. Tocó la
hoja. La reclamaban.
Lori salió a toda prisa de la sala de estar, atravesó corriendo el vestíbulo y entró en el
comedor. Estaba desierto. Los ecos de una carcajada fluyeron desde la cocina. Lori abrió
la puerta de la cocina.
—¿Steve?
Su marido y su suegro estaban sentados a la mesa de la cocina, fumando puros y
bebiendo café humeante.
—¿Qué pasa? —preguntó Steve mientras contemplaba a su joven esposa con el ceño
fruncido—. Ed y yo estamos hablando de negocios.
—Yo..., quiero pedirte algo.
Steven, de cabello castaño y ojos oscuros que albergaban la tozuda dignidad de los
hombres de Nueva Inglaterra, y su padre, silencioso y sin reparar en su presencia, la
miraron. Ed Patterson apenas le hizo caso. Repasaba un fajo de facturas de alimentos,
dándole la espalda.
—¿Qué ocurre? —preguntó Steve, impaciente—. ¿Qué quieres? ¿No puedes esperar?
—Debo irme —dijo bruscamente Lori.
—¿Adónde?
—Afuera. —El nerviosismo la invadió—. Es la última vez, te lo prometo. No lo haré
nunca más. ¿De acuerdo? —Intentó sonreír, pero su corazón latía con demasiada
violencia—. Déjame ir, Steve. Por favor.
—¿Adónde va? —gruñó Ed.
—A las colinas —dijo Steve, molesto—. Algún lugar por allí arriba.  
Los grises ojos de Ed destellaron.
—¿A la granja abandonada?
—Sí. ¿La conoces?
—La vieja granja de Rickley. Él se marchó hace años. No pudo conseguir que creciera
nada. Tierra rocosa. Mal suelo. Mucha arcilla y piedras. Está invadida de malas hierbas,
derruida.
—¿Qué clase de granja era?
—Un huerto. Un huerto de frutas. Nunca creció nada. Árboles viejos y enclenques.
Lástima de esfuerzos desperdiciados.  
Steve consultó su reloj de bolsillo.
—¿Volverás a tiempo de preparar la cena?
—¡Sí! —Lori se dirigió hacia la puerta—. ¿Puedo marcharme?
Steve hizo una mueca mientras lo pensaba. Lori esperaba con impaciencia, sin respirar
apenas. Nunca se había acostumbrado a los hombres de Vermont y a su estilo lento y
parsimonioso. La gente de Boston era muy diferente. Y su grupo se componía de jóvenes
universitarios, bailes y conversaciones, carcajadas en la madrugada.
—¿Por qué subes allí? —rezongó Steve.
—No me lo preguntes, Steve. Deja que vaya, nada más. Es la última vez. —Se retorcía
de angustia y apretó los puños—. ¡Por favor!
Steve miró por la ventana. El frío aire del otoño remolineaba entre los árboles.
—Muy bien, pero va a nevar. No sé por qué quieres...
Lori corrió a sacar su abrigo del armario.
—¡Volveré para preparar la cena! —gritó alegremente.
Fue hacia el porche delantero mientras se abrochaba los botones, con el corazón
saltándole en el pecho. Sus mejillas se cubrieron de un rojo profundo e intenso cuando
cerró la puerta. Sentía correr la sangre en las venas.
El viento frío la azotó, desordenó su cabello, mordisqueó su cuerpo. Ella inhaló una
profunda bocanada de aire y bajó los peldaños.
Lori salió al campo, en dirección a la línea de colinas que se perfilaba a lo lejos. El único
ruido que se oía era el rugido del viento. Palmeó su bolsillo. La hoja seca se rompió y la
aguijoneó, irritada.
—Ya voy... —susurró, algo atemorizada—. Ya voy...
 
La mujer subió cada vez más alto. Atravesó una profunda grieta que separaba dos
riscos rocosos. Enormes raíces de viejos tocones brotaban por todas partes. Siguió el
lecho seco y sinuoso de un riachuelo.
Al cabo de un rato, la rodearon nieblas bajas. Hizo un alto en la cumbre del risco,
respirando con fuerza. Echó un vistazo al camino que había recorrido.
Algunas gotas de lluvia se desprendieron de las hojas. El viento sopló de nuevo entre
los grandes árboles muertos que cubrían el risco. Lori se volvió y emprendió nuevamente
la marcha, con la cabeza inclinada y las manos en los bolsillos del abrigo.
Caminaba sobre un campo rocoso, invadido de maleza y hierba muerta. Al cabo de un
rato llegó a una valla derruida, rota y podrida. Pasó por encima de ella. Dejó a su espalda
un pozo derrumbado, medio lleno de piedras y tierra.
Su corazón latía con rapidez, presa de una nerviosa excitación. Casi había llegado.
Atravesó los restos de un edificio, tablas hundidas y cristales rotos, muebles destrozados
diseminados por las cercanías. El neumático desinflado y cuarteado de un viejo automóvil.
Trapos húmedos amontonados sobre bastidores de cama torcidos y oxidados.
Y allí estaba..., directamente frente a ella.
Una fila de árboles viejos corría paralela al borde del campo. Árboles sin vida, marchitos
y muertos, de troncos estrechos y ennegrecidos, carentes de hojas. Estacas rotas
clavadas en el duro suelo. Hilera tras hilera de árboles muertos, algunos torcidos e inclina-
dos, arrancados del terreno rocoso por el viento implacable.
Lori cruzó el campo en dirección a los árboles. Los pulmones le dolían. El viento la
atacaba sin desmayo, introduciendo la neblina maloliente en su nariz y en los poros de su
cara. Su piel suave estaba húmeda y brillante por causa de la niebla. Tosió y apresuró el
paso, pisando rocas y terrones de tierra, temblando de miedo y expectación. La mujer
rodeó el bosquecillo hasta llegar casi al borde del risco. Se irguió con cautela sobre los
resbaladizos montones de roca. Y entonces...
Se quedó petrificada. Su pecho subía y bajaba al compás de la respiración.
—He venido —susurró.
Contempló durante largo rato el viejo manzano marchito. No podía apartar sus ojos de
él. La visión del antiquísimo árbol la fascinaba y repelía. Era el único vivo, el único árbol de
todo el bosquecillo que todavía seguía con vida. Todos los demás estaban muertos,
resecos. Pero este árbol aún se aferraba a la vida.
El árbol era duro y estéril. Sólo colgaban algunas hojas oscuras..., y unas pocas
manzanas marchitas, secas por la acción del viento y la niebla. Se habían quedado en las
ramas, olvidadas y abandonadas. La tierra que rodeaba el árbol estaba agrietada, yerma.
Piedras y montoncitos de hojas podridas.
—He venido —repitió Lori. Sacó la hoja del bolsillo y la extendió con cautela—. Llamó a
mi ventana. Lo supe en cuanto la oí. —Sonrió con malicia y sus labios rojos se curvaron—.
Llamaba y llamaba, tratando de entrar. No le hice caso. Era tan..., tan impetuosa. Me mo-
lestó.
El árbol osciló en forma amenazadora. Sus ramas retorcidas se rozaron. Lori captó algo
en el sonido que la impulsó a alejarse. El terror se apoderó de ella. Corrió junto al borde
del risco, poniéndose fuera de su alcance.
—No —susurró—. Por favor.
El viento amainó. El árbol permaneció en silencio. Lori lo contempló con aprensión
durante mucho tiempo.
La noche se acercaba. El cielo oscurecía rápidamente. Una ráfaga de viento helado la
azotó y casi la derribó. Se estremeció y se ciñó el largo abrigo al cuerpo para defenderse
del frío. A lo lejos, el fondo del valle desaparecía engullido por las sombras, por la inmensa
nube de la noche.
El árbol se veía inflexible y amenazador entre la niebla oscura, más siniestro que de
costumbre. Se desprendieron algunas hojas, que volaron y remolinearon, capturadas por
el viento. Una hoja pasó al lado de la mujer y ella trató de atraparla. La hoja escapó y
volvió bailando hacia el árbol. Lori la siguió unos metros y luegose detuvo, jadeando y  
riendo.
—No —dijo con firmeza, con los brazos en jarras—. No.
Se hizo el silencio. De repente, los montones de hojas podridas formaron un furioso
círculo alrededor del árbol. Cayeron al suelo y permanecieron inmóviles.
—No —repitió Lori—. No te tengo miedo. No puedes hacerme daño.
Pero su corazón martilleaba de pánico. Retrocedió unos pasos más.
El árbol continuaba en silencio. Sus ramas, delgadas como alambres, no se movían.
Lori recuperó el valor.
—Es la última vez que vengo —dijo—. Steve no quiere que venga nunca más. No le
gusta.
Aguardó, pero el árbol no respondió.
—Están sentados en la cocina, los dos. Fuman puros y beben café. Suman facturas de
alimentos. —Arrugó la nariz—. Es lo único que saben hacer. Sumar y restar facturas de
alimentos. Cifras y cifras. Beneficios y pérdidas. Impuestos del gobierno. Depreciación del
material.
El árbol no se movió.
Lori se estremeció. Llovió un poco más, grandes gotas heladas que resbalaron por sus
mejillas, bajaron por el cuello y se introdujeron bajo el grueso abrigo.
Se acercó más al árbol.
—No volveré. No te veré nunca más. Es la última vez. Quería decirte...
El árbol se movió. Sus ramas cobraron vida de súbito. Lori sintió que algo duro y fino se
deslizaba sobre sus hombros. Algo la sujetó por la cintura y la arrastró hacia adelante.
Luchó con desesperación por soltarse. De pronto, el árbol la liberó. La muchacha
retrocedió dando tumbos, riendo y temblando de miedo.
—¡No! —jadeó—. ¡No soy tuya! —Corrió hacia el borde del risco—. Nunca volverás a
tenerme. ¿Lo entiendes? ¡Y no te temo!  
Lori permaneció inmóvil, esperando y vigilando, estremecida de frío y terror. Dio media
vuelta de súbito y se puso a correr junto al borde del risco, resbalando y tropezando en las
piedras sueltas. Un terror ciego la atenazaba. Bajó corriendo la empinada pendiente,
agarrándose a raíces y arbustos...
Algo rodaba junto a su zapato. Algo pequeño y duro. Se agacho y lo tomó.
Era una pequeña manzana reseca.
Lori miró al árbol, casi oculto por la neblina. Se alzaba hacia el cielo oscuro, como una
columna sólida e inamovible.
Lori guardó la manzana en el bolsillo del abrigo y siguió colina abajo. Cuando llegó al
fondo del valle sacó la manzana del bolsillo.
Era tarde. Sintió una penetrante punzada de hambre. Pensó en la cena, en la cálida
cocina, en el mantel blanco. Un puchero humeante y bollos.
Mientras caminaba, mordisqueó la manzana.
 
Lori se sentó en la cama. El cobertor cayó a un lado. La casa estaba oscura y
silenciosa. Algunos ruidos nocturnos se oían a lo lejos. Pasaban de las doce. Steven
dormía en silencio a su lado, dándole la espalda.
¿Qué la había despertado? Lori se apartó el cabello de los ojos y sacudió la cabeza.
¿Qué...?
Experimentó un arrebato medio. Tragó saliva y apoyó la mano en el estómago. Se
debatió durante un rato en silencio, con la mandíbula apretada, balanceándose de un lado
a otro.
El dolor se apaciguó. Lori se dio por vencida. Emitió un breve y tenue grito.
—Steve...
Steven se removió. Se ladeó un poco y gruñó en sueños.
El dolor se reprodujo. Con mayor intensidad. Cayó de bruces, retorciéndose de
angustia. El dolor le estaba destrozando el estómago. Lanzó un chillido de miedo y dolor.
Steven se incorporó.
—Por el amor de Dios... —Se frotó los ojos y encendió la lámpara de un manotazo—.
¿Qué demonios...?
Lori yacía de costado, gimiendo y jadeando, con los ojos fijos, los puños apretados
contra el estómago. El dolor la desgarraba, la devoraba, consumía sus entrañas.
—¡Lori! —gritó Steven, con voz ronca—. ¿Qué pasa?
Lori chilló sin cesar, hasta que las paredes de la casa se estremecieron. Cayó al suelo.
Su cuerpo se agitaba y contorsionaba. Sus facciones se habían deformado.
Ed entró corriendo en la habitación, anudándose la bata.
—¿Qué ocurre?
Los dos hombres miraron a la mujer caída en el suelo, sin saber qué hacer.
—Santo Dios —exclamó Ed. Cerró los ojos.
 
El día era frío y oscuro. La nieve caía en silencio sobre las calles y las casas, sobre los
ladrillos rojos del hospital del condado. El doctor Blair subió lentamente por el sendero de
grava hacia su Ford. Entró, puso el motor en marcha y sacó el freno.
—Le llamaré más tarde —dijo el doctor Blair—. Quiero comentarle algunos detalles
peculiares.
—Lo sé —murmuró Steve.
Aún seguía aturdido. Tenía la cara cerúlea e hinchada por exceso de sueño.
—Le he dejado algunos sedantes. Intente descansar un poco.
—¿Cree que si le hubiéramos llamado antes...? —preguntó Steve de repente.
—No. —Blair le miró con simpatía—. No lo creo. Cuando suceden estas cosas, no hay
mucho que hacer.
—Entonces, ¿era apendicitis?
—Sí —confirmó Blair.
—Si no viviéramos tan lejos —comentó Steve con amargura—. En medio del campo,
sin hospitales, sin nada. A kilómetros de la ciudad. Y al principio no nos dimos cuenta...
—Bien, todo ha terminado.
El Ford avanzó un poco. De repente, un pensamiento asaltó al médico.
—Una cosa más.
—¿Qué? —preguntó Steve.
—Las autopsias... —Blair vaciló—. Son muy desagradables. No creo que sea preciso
en este caso. Estoy seguro que... Sin embargo, quería preguntarle...
—¿Qué?
—¿Ingirió algo esa chica? ¿Se puso algo en la boca? ¿Agujas mientras cosía, alfileres,
monedas, algo parecido? ¿Semillas? ¿Alguna vez comió sandía? A veces, el apéndice...
—No lo sé.
Steve sacudió la cabeza, cansado.
—Sólo era una idea.
El coche del doctor Blair se alejó por la estrecha calle flanqueada de árboles dejando
dos franjas oscuras, dos líneas sucias que manchaban la nieve reluciente.
 
Llegó la primavera, cálida y soleada. La tierra se tiñó de negro. El sol, un globo blanco y
fulgurante, pictórico de energía, brillaba en lo alto.
—Párate aquí —murmuró Steve.
Ed Patterson detuvo el coche a un lado de la calle. Apagó el motor. Los dos hombres se
quedaron en silencio, sin intercambiar ni una palabra.
Unos niños jugaban al final de la calle. Un muchacho de la escuela secundaria cortaba
el césped de un jardín, moviendo la máquina sobre la hierba húmeda. Los grandes árboles
que se erguían a ambos lados ensombrecían la calle.
—Qué bonito —dijo Ed.
Steve asintió con la cabeza, sin responder. Contempló con mirada triste a una
muchacha que paseaba con la bolsa de la compra bajo el brazo. La joven subió los
escalones de un porche y desapareció en el interior de una anticuada casa amarilla.
Steve abrió la puerta del coche.
—Vamos. Terminemos de una vez.
Ed tomó la corona de flores del asiento trasero y la depositó sobre el regazo de su hijo.
—Tendrás que llevarla tú. Es tu deber.
—Muy bien.
Steve tomó las flores y salió del coche.
Los dos hombres caminaron juntos por la calle, silenciosos y pensativos.
—Ya han pasado siete u ocho meses —dijo Steve con brusquedad.
—Como mínimo. —Ed encendió un cigarrillo mientras andaban y expelió nubes de
humo gris—. Tal vez más.
—Nunca debí traerla aquí. Había vivido en la ciudad toda su vida. No sabía nada sobre
el campo.
—De todas formas, habría ocurrido igual.
—Si hubiéramos estado más cerca de un hospital...
—El médico dijo que no habría influido, aunque le hubiéramos llamado en el acto, en
lugar de esperar a la mañana. —Llegaron a la esquina y doblaron—. Y, como ya sabes...
—Olvídalo —le interrumpió Steve.
El alboroto de los niños se había desvanecido en la distancia. Las casas eran cada vez
menos numerosas. Sus pasos resonaban en el pavimento.
—Casi hemos llegado —dijo Steve.
Se detuvieron frente a una colina. Al otro lado había una gruesa verja de hierro, que
corría a lo largo de un campo pequeño. Un campo verde, limpio y cuidado, atravesado por
hileras, cuidadosamente dispuestas, de lápidas de mármol.
—Es aquí —dijo Steve, con un nudo en la garganta.
—Está muy bien cuidado.
—¿Se puede entrar desde este lado?
—Lo intentaremos.
Ed caminó paralelo a la verja de hierro, buscando un portal. Steve se detuvo de repente
y lanzó un gemido. Miró al otro lado del campo, pálido.
—Mira.
—¿Qué pasa? —Ed se quitó las gafas para ver mejor—. ¿Qué estas mirando?
—Tenía razón —dijo Steve, en voz baja, casi inaudible—. Sospechaba que había algo.
La última vez que estuvimos aquí..., vi... ¿Lo ves?
—No estoy seguro. Veo el árbol, si te refieres a eso.
El pequeño manzano se erguía con orgullo en el centro del pulcro campo verde. Sus
hojas brillantes centelleaban a la radiante luz del sol. El joven árbol era fuerte y muy sano.
Se balanceaba con seguridad, acariciado por el viento. Dulce savia primaveral impregnaba
su tronco flexible.
—Son rojas —susurró Steve—. Ya están rojas. ¿Cómo demonios pueden estar rojas?
Sólo estamos en abril. ¿Cómo demonios habrán madurado tan pronto?
—No lo sé —dijo Ed—. No sé nada sobre manzanas. —Un extraño escalofrío recorrió
su cuerpo porque los cementerios siempre le habían puesto nervioso—. Tal vez
deberíamos irnos.
—Sus mejillas eran de ese color —musitó Steve—, sobre todo después de correr. ¿Te
acuerdas?
Los dos hombres contemplaron con aprensión el pequeño manzano y sus brillantes
frutos rojos, resplandecientes bajo el sol primaveral. Las ramas oscilaban al compás del
viento.
—Me acuerdo perfectamente —dijo Ed, con semblante sombrío—. Vamos. —Apretó el
brazo de su hijo, olvidando la corona de flores—. Vamos, Steve. Salgamos de aquí.
 
 
FIN
 


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